2016.01.21. Marcelo Cohen

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El cuento por su autor Rubí y el lago danzante Por Marcelo Cohen JUE 21.01.16 Buenos días, lectores. Les voy a contar una película. Es de hace algo más de un estarco, una época en que hacían roncha las historias de aprendizaje espiritual. A mí siempre me en- cantó contar películas, esos objetos artísticos anacrónicos y recurrentes, y, aunque me preo- cupaba por esconder los finales, un día empe- cé a percatarme de que estaba hartando a fa- miliares y amigos. Por eso desde hace un tiempo las cuento por escrito; la tarea me gusta y sé, como tengo facilidad y paciencia, que voy a ir ganando destreza. Precisamente por el gusto es que ahora he elegido esta. Los filmes de aprendizaje espiritual eran más lar- gos y lentos que los filmes corrientes, y más extravagantes –o eso se creía– y el público no solía verlos en el pantallátor ni en implantes córticos. Iba a las salas provisto de infusiones y sándwiches a instalarse buena parte de un día, o veía tres o cuatro segmentos en una tarde y volvía otra a ver la continuación, si es- taba intrigado. No se me escapa que contar un filme por escrito es justamente lo contrario de lo que hace el arte del cinema, que es transformar un escrito en imágenes. Por eso he procurado que las películas se contaran solas. No crean que es fácil: uno pone una frase donde hay acción y la frase alimenta otras, frases propias del que escribe, cada una con el incontenible afán de proliferar , tan- to de la mente que las segrega, como de la naturaleza de las frases mismas. Por las du- das, he recortado la trama, a riesgo de ser in- fiel a la película, cosa de no dar la lata. Marcelo Cohen Isla Fel 8, Delta Panorám i- co, Est. 245/ Cic. 120/ Era del Helecho.

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8/15/2019 2016.01.21. Marcelo Cohen

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El cuento por su autor

Rubí y el

lago danzantePor Marcelo Cohen

JUE 21.01.16

■ Buenos días, lectores. Les voy a contar una

película. Es de hace algo más de un estarco,

una época en que hacían roncha las historias

de aprendizaje espiritual. A mí siempre me en-

cantó contar películas, esos objetos artísticos

anacrónicos y recurrentes, y, aunque me preo-cupaba por esconder los finales, un día empe-

cé a percatarme de que estaba hartando a fa-

miliares y amigos. Por eso desde hace un

tiempo las cuento por escrito; la tarea me

gusta y sé, como tengo facilidad y paciencia,

que voy a ir ganando destreza. Precisamente

por el gusto es que ahora he elegido esta. Los

filmes de aprendizaje espiritual eran más lar-

gos y lentos que los filmes corrientes, y más

extravagantes –o eso se creía– y el público no

solía verlos en el pantallátor ni en implantes

córticos. Iba a las salas provisto de infusiones

y sándwiches a instalarse buena parte de un

día, o veía tres o cuatro segmentos en una

tarde y volvía otra a ver la continuación, si es-

taba intrigado. No se me escapa que contar

un filme por escrito es justamente lo contrario

de lo que hace el arte del cinema, que estransformar un escrito en imágenes. Por eso

he procurado que las películas se contaran

solas. No crean que es fácil: uno pone una

frase donde hay acción y la frase alimenta

otras, frases propias del que escribe, cada

una con el incontenible afán de proliferar, tan-

to de la mente que las segrega, como de la

naturaleza de las frases mismas. Por las du-

das, he recortado la trama, a riesgo de ser in-

fiel a la película, cosa de no dar la lata.

Marcelo Cohen Isla Fel 8, Delta Panorámi-

co, Est. 245/ Cic. 120/ Era del Helecho.

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JUE   21.01.16

✒Este film transcurre en la épo-ca de la piedad absoluta por todaslas criaturas. La conciencia de laigualdad de las especies culminóen decisiones legales y varios go- biernos isleños han redimido alos animales de cualquier tipo desujeción a los humanos, e inclusohan liberado a los animales elec-trónicos de la insultante funciónde ayudar a los ciborgues. Unatarde, al volver a su casa desde eleducatorio, el niño Munruf veacurrucada contra la pared de unedifico una perrita manchada dehocico largo, orejas cortas y ojosde uva moscata, como las de las películas viejas. Le tiembla elcuello, a la perrita; y es que estáa punto de atacarla un lince delos que a veces se cuelan en laciudad desde los campos valladosque el gobierno creó para que las bestias vivan y se devoren entre

sí a sus anchas. Ningún nene denueve años ha visto nunca un pe-rro fuera de los muestrarios decuadernaclo; pero pocos soporta-rían que muriese esa cachorra ti- bia e indefensa, y Munruf no esde ésos. Instintivamente echamano de su desintegrátor de ju-guete y ahuyenta al lince con unaráfaga de chispas. Se lleva la pe-rrita bajo el gabán. Le pone Rubí,un nombre que ve en una de lascasillas que en este barrio de mó-dulos familiares subsisten comorecuerdo o santuario de los ani-males que albergaron. Rubí yMunruf se toman un cariño taninmediato y enternecedor que el padre del brachito, un obrerocontestatario, acepta que el chicotransgreda la prohibición especí-fica de poseer mascotas. Con losdías, la madre y hasta la hermanade Munruf, una quinceañera co-quetona, vencen la repugnancia yse tiran con él en la alfombra a jugar con Rubí, rodar, enredarsecon ella y recibir sus husmeos,moqueos y lengüetazos. Pero es-tán los peliagudos trámites de eli-minar la caca, impedir que rezu-men otros olores inhabituales,mantener a la perra alejada delminúsculo jardín del módulo yacallar el menor ladrido, y hayvecinos policiales que hacen pre-guntas oblicuas y a poco se ve a

insólitos inspectores de la Bede-lía de Diversidad rondando el ba-rrio. Como encima es imposibledisimular el aspecto de asfixiaque da tener ese cuerpo extrañosiempre adentro, el padre deMunruf empieza a temer por lafamilia, y por su trabajo de lami-nador en una planta metalúrgicade corteplasma. Ysin duda por-que la situación se palpa, una no-che llama a la puerta un hombregordo y pelilargo, de túnicat acei-tunada, que viene a proponerlesun trato. Entre los animales conque adornan sus casas los rica-chones petulantes y los funciona-rios traficantes de fauna, el artí-culo canino se cotiza muy bien porque ya no queda mucho stock; pero la hermandad que representael gordo está empeñada en dar alos animales una ocupación, res-taurar el vínculo con los huma-nos y promover la diversión con- junta. Los miembros de la her-mandad son nativos del ponientede la isla, donde han heredado lareprimida creencia de que en eldesenfado de las bestias hay unaenseñanza para la gente. Están lo bastante bien ocultos y armados

como para proteger su causa y propagarla, y pagan mejor quelos traficantes. Para desconsuelode Munruf, no por el dinero sino por el bien de todos, el padreacuerda. Dos días después se presenta en la casa un par de fal-sos técnicos de ventilación queahogan los gemidos de Rubí concaricias expertas, la meten enuna caja de repuestos y la retiranen un furgonet. El gordo envía alcabeza de familia un mensajeneural con una hoja de ruta y unhorario, y una reflexión difícil decalibrar: “Poquísimos animalesdomésticos sobrevivieron a laconvivencia con los salvajes, y sihay perros que siguen coleandoes porque son aguerridos”. Elchico Munruf está decaído; loaburren los librátors del cole. El padre lo lleva a visitar la nuevavida de Rubí. El último tramo del

viaje es a pie. Dos millatros fuerade un caserío de la tundra hayuna mina de orgeladio agotada.Hombres y mujeres con vibrado-ras bajo las túnicats vigilan la en-trada del túnel hacia una bóveda presidida por un carteluz, El 

Gran Ruedo de Diversiones, bajoel cual se paga la entrada. Es díade torneo y hay buena concurren-cia, bulliciosa y masticadora degolosinas, e intercambio y com- praventa de patas de conejo, co-llares con púas, bozales, plumasde corneja, gorros de cuero deminorco. La competencia empie-za con una riña de cherpias s e-miorgánicas; se picotean, se es- polean, mientras la gente grita ytira tarbits a la arena, hasta queuna destroza a la otra, aunque enseguida se rasga también dejandoun reguero de cuajarones y tripá-litos. Tras la limpieza desfilanlos animalitos de veras, enmasca-rados y ataviados con túnicatsaceitunadas. Auno le tiembla lacareta como si hocicara. Munruf estruja la mano del padre. Reti-ran a todos menos dos y los des-nudan; son dos perritas, una aleo-nada, la otra Rubí. Suena untriángulo. Acicateadas por el gri-terío, las contrincantes arrufan,gruñen, se abalanzan y se esqui-van. Munruf murmura como siorase o diese instrucciones; se

niega a irse; ni siquiera deja queel padre le tape los ojos. Pero silas perritas se mordisquean es precavidamente, casi con remil-gos, y en seguida se cansan ycaen en una serie de amagos in-ofensivos, tan lentos que la gentedeja de apostar. Después estallaun abucheo enardecido por elfiasco. Las perritas se sientan.Rubí se mea. Cuando Munruf salta al ruedo y la levanta y se re-friegan, antes que parar ese nú-mero empalagoso la mujeronadespacha a niño y perra fuera dela arena. El padre de Munruf de- parte con el gordo, que pide dine-ro por devolverla, y mira de reojoel idilio de su hijo, sin duda de- batiéndose entre dejar a la perraahí, donde mal que mal terminaráaprendiendo una profesión y estáresguardada por expertos, dejarlaen una libertad donde no va a du-rar mucho o llevársela de nuevo acasa con riesgo para la familia.Pero resulta que los hermanosanimalistas no son tan expertosni seguros. De hecho se han deja-do reducir. La prueba es que un pelotón de frigatas y brachos ves-tidos con levitas multicolores

irrumpe ágilmente en la bóveda,encañona al gordo con lanzagujasy sofrena a los espectadores. Di-simulado hasta ahora en la platea,un veterano de sonrisa arrugadase levanta de la butaca para enca-rar al padre de Munruf haciendocaso omiso del gordo. Se presen-

ta como Dun Aires. El grupo no pertenece a una secta; no alarde-an de creencias reverenciales;vienen de las serranías del sudes-te, donde sus ancestros se preo-cupaban por dar a los animalesotra suerte que la vagancia absur-da o la servidumbre, y el sonrien-te Dun Aires es administrador deun circo furtivo. Munruf descon-fía; se pone a Rubí bajo el capo-tín. El padre entorna los ojos co-mo si otease memorias de circoque a lo mejor ni son suyas, perola afabilidad de ese hombre todomenos seguro, incluso cauto, loanima a dejar que pruebe con-vencerlo. El público encañonadose remueve en las gradas. DunAires habla no solo para el padre;se echa a gesticular para todoscon una afabilidad propagantísti-ca. Él fue en su tiempo de aque-llos cuyos bisabuelos contabancómo sus vidas esplendían unavez por año con la llegada de losfurgonetes del circo. Bajo la car- pa del circo, entre fanfarrías y re-dobles, humanos y animales du-chos en diversas artes se repartí-an papeles en insólitos númerosde habilidad, gracia desopilante,

elegancia, valentía, poder y ca-rácter para incomparable fascina-ción de gentes de siete a setentaaños. Pero a la par que entendíamal las necesidades de las espe-cies, la ley propició el descréditode los espectáculos de habilidady riesgo, y así cayó la infamia no

sólo sobre la doma de fieras sinosobre la amazona, los trapecistas,los funámbulos, los simios bufo-nes, los ballets ratoniles y las fie-ras mismas que sabían perfecta-mente cuándo aceptar una ordeny cuándo transgredirla. ¿Quién seatreve hoy a devolver al públicoel goce de esas atracciones? ¿Qué público será tan cagón como paranegárselas? Las gradas enmude-cen. Dun Aires se aparta con el padre de Munruf; lo instruye enque, a diferencia de mutantes co-mo los huargos o tegraptores, los perros tienen una inteligencia re-forzada por ciclos de resistenciaevolutiva y son muy simpáticos.El padre acepta donarle a Rubí.Munruf se niega. Con el forcejeo,Rubí empieza a soltar ladriditos yel niño se desboca en unos alari-dos tales que al padre le da unacachetada. Cae la mano, estupe-facta de haber estropeado una his-toria de comprensión. Acarician-do a los dos, Dun Aires disipa lasvergüenzas acomodando a Rubíen un capacho. La perrita se cal-ma, y padre e hijo se van. Duran-te el contrito millatro de caminata por la tundra, un rumor de rotores

les revela que tal vez no hayandado tan mal paso: al mirar haciaatrás ven que de un gavilónarocon una dudosa divisa oficial seestá desprendiendo sobre la minadel Ruedo de Diversiones unatropa de asalto; pero al mismotiempo, una bandada de alegres

levitas multicolores se pierde yaveloz, levemente en el ocaso vo-lando en alademoscas. En la casade Munruf transcurren los díassin perra; la ausencia escuece larutina cálida de la vida de la fa-milia tanto como un extraño agu- jero que ha aparecido en el suelode diminuto jardín: es un boquetesin fondo visible, con la boca ro-deada de un anillo de materialessubterráneos, no sólo tierra sinoescamas de adoblástice y ladrilli-na de cimientos, que se hace cadavez un poco más sin que el padrelogre detectar cómo se origina. Lacavidad parece un síntoma de quela casa está incompleta. En ese período de entendimiento, la ma-dre de Munruf poneel colofón.Dice que es al ñudo debatirse, lavida nada más que de personas esasí. Pero desde el ángulo deMunruf la cavidad del jredincitoestá además velada en brumas; ydesde el ángulo del espectador,Munruf se ha vuelto un chicotriste como no era al comienzo.Pero ya cuando se presagia queuna apatía melancólica va aadueñarse de todos, una mañanase encuentran, no con un anuncio

neural de publicidad, sino un panfletito impreso que durante lanoche alguien deslizó por debajode la puerta. En negro sobre ama-rillo, primorosas letras informa:

¡ELCIRCO REGRESA! BAJOSUS CANDILES DE FIESTAESTARAN UNAVEZ MAS

OVISTIALA GALOPANTE,DURUBO ELHOMBRE MNA-DEX, LAS GOLONDRINASDELTRAPECIO, BUFONES,ILUSIONISTAS, HUARGOSFEROCES Y LALEYENDADELLOS CUZCOS DE LAGODANZANTE.

Se avisa que la ocasión no esmuy frecuente y hay una fecha ydetalladas instrucciones para lle-gar. Una nota al pie indica: Me-morice los datos incluidos; esteescrito se autoeliminará dos horasdespués de haber sido tocado.Munruf ha visto poco papel; perocuando este se prende fuego no lolamenta; más bien se ilusiona, co-mo si la magia del circo se hubie-ra infiltrado en la casa y la llamitahubiera consumido algo de triste-za. Por eso, cuando la víspera dela excursión el padre le preguntasi encontrarse con Rubí no leabrirá de nuevo la herida, Munruf dice que no ve la hora de estar ahí. Al día siguiente los cuatro to-man un autobús hasta una esta-ción fluvial secundaria. Una horadespués se bajan de la lancha enel muelle de una aldea ribereña.Las lomas donde se escalonan los

últimos módulos están surcadasde sendas; por una casi borrada por matas de eubermia suben unacuesta, bajan por el otro lado, va-dean un arroyo y entran en un bosque, y en la otra linde salen auna suerte de olla arcillosa al fon-do de la cual, pespuntuada de lu-minarias, rodeada de ligeros flay-furgones camuflados, la carpa de- ja escapar una musiqueta. Por otros puntos llegan niños, padresy abuelos. Delante de una cortina,un sosia de Dun Aires con la caraentalcada parlotea sin cesar mien-tras cobra los tiquetes. Alo largode los tablones las caras se ex- panden en la espera ferviente delo nunca visto. De la musicaja brota un redoble, Dun Airesanuncia a ¡Ovistia la galopante!La señorita que va cabeza abajosobre la montura, desnudas las piernas y cubierto el torso por la

levita caída, puede ser admirable, pero no supera el trote del pala-freno negro, tan esbelto, tan brio-so en sus vueltas por el anillo, tanfabulosamente animal, que el pú- blico no sabe si aplaudir o frotar-se los ojos. Algunos fuman comochimeneas, otros se devoran lasgolosinas que han comprado casisin masticarlas, otros simple-mente aspiran el tufo del olor delcaballo, y eso es apenas el co-mienzo, porque después el doma-dor, a fuerza de vibrazots, nego-cia con el huargo amarillo hastaque la fiera, no por eso sin rugir,acepta pararse en dos patas parafundirse con el otro en un abrazo.Luego Merasju la hechicera parteen dos al bufón Froto, que corre por la arena como loco buscandoel torso que le falta, y el micoTroyo hace cadena con las Go-londrinas del Trapecio. Contandolas que siguen, quizá las atraccio-nes sean demasiadas; algunas dancierta angustia, en otras los hu-manos no dominan bien el afánde protagonismo y mientras tantola musicaja, a falta de orquesta, seva poniendo machacona. Las ca-ras cuajan en sonrisas inmóviles.Los viejos se han empachado decaramelis. Entonces Dun Aires,todo ademanes, pide un aplauso para recibir a los Cuzcos del LagoDanzante. No es el lago, claro, el

que danza, sino un mixto huma-nocanino que, al compás de un plácido merigüel, entra en fila in-dia, forma una rueda, la desdobla,inicia desplazamientos enfrenta-dos y poco a poco se desintegraen hileras más cortas que conflu-yen, pero sólo para divergir comofragmentos de frases enredadas,como varillas a la deriva en pro- piamente un lago. Si hay una le-yenda implícita, no se entiende.Pero a Munruf no puede impor-tarle. En medio de esa pequeñamuchedumbre caligráfica estáRubí. Llevan un chal estampado, bonete, gafas oscuras de marcoturquesa y, aunque las patitas tra-seras casi no se reconocen por elesfuerzo de mantenerse erguidasobre los zapatos de tacón, el ho-cico en punta es inconfundible, yse diría que la naricita húmeda yatiembla por el influjo del olor desu amigo. Pero no mueve la cabe-za. Concentrada en la música,avanza tres pasos, se para, repitey a los seis da marcha atrás, sólotres cada vez, como para recupe-rar algo que olvidó o recoger unherido en combate; como si, real-mente en el agua, surfeara sobre

una ola que se repliega para ir después un poco más lejos. Es prodigioso. La familia toda se ba- bea, pero Munruf ha apoyado lacabeza en las manos. Los ojos leresplandecen, de lágrimas o deestupor, y del foco en el taconeoondulante de la perrita la miradaque no pestañea se eleva al techode la carpa, sale al cielo, da lacurva a la bóveda del cielo y sedesliza hacia atrás, hasta caer enla tierra y hundirse, mientras laimagen de Rubí se le desvaneceen la oscuridad de un túnel quealguien cava en el subsuelo. Deesa vuelta completa hacia atrás el bracho surge con una expresióninquisitiva. Se rasca la cabeza. Estanto lo que acaba de pasarle quese ha perdido una parte del espec-táculo, sin gran perjuicio porque,a juzgar por los demás, pareceque empezó a reiterarse. Gentes y

 bestezuelas flaquean un purlín. Elmerigüel languidece. A tiempo seapaga para que todavía Dun Aires pueda repetir Damas y Caballe-ros: ¡Los Cuzcos del Lago Dan-zantes! y el público ovacione, lar-ga, vivazmente, y la familia deMunruf de la impresión de con-vencerse de que, entre la inoculta- ble humillación de los animales yla brillantez que les da la displina,el saldo para ellos es que han dis-frutado. Estarían contentísimos siahora que los bailarines saludan yse retiran no les quedase con ladiversión un nudo en el estóma-go. Seguramente sienten un va-cío; si no no se apurarían, padre yhermana de Munruf, a interceptar a Dun Aires para preguntar cuán-do es la próxima función. Por desgracia, Dun Aires no lo sabetodavía. Sale de la carpa conellos, señala los furgonetos, la ac-tividad de los artistas, el trajín delos guardias y les pide que vean sino están ya están desmontando.Partirán a medianoche. No pue-den jugar con el albur de que losubique una brigada de la Bedelía,una horda de traficantes de faunao una banda de las dos cosas jun-tas. La desanimada familia pre-gunta entonces cuándo. Dun Ai-res abre los brazos como un polí-tico triunfador. Que esperen el panfletito, les dice. Que esperen

confiados. Lo que más hacen loscircos es volver. Ellos tambiénvuelven, más bien cabizbajos,desposeídos, inermes frente a undesquicio de sensaciones, aunqueMunruf no del todo. ¿Qué te pa-reció, le pregunta el padre? No sé, papi; está muy profesional, ¿no?La madre opina que Rubí les haenseñado que la vida es así: ver-dor, desierto y al final del desiertootra vez los árboles. Munruf asiente, alejado como si todavíaestuviese rumiando el paseo por el cielo y el subsuelo. Ycuandodespués de un viaje encima pesa-dísimo llegan a la casa, antes quenada sale al jardinet, se agachaante el agujero, tantea un rato por dentro y, sin limpiarse mucho lamano, va a en busca de un libra-tor de dibujos y le muestra uno al padre. Señala algo. Le pregunta sisabe qué es eso. Sí, hijo; es un to- po, hijo, un animalito industriosoque cava túneles bajo la tierra.Munruf golpetea el dibujo con undedo. Ya terminó de pensar. Estátan agitado que por poco se le caeel librátor. Claro, papá, dice; ¿tedas cuenta?; es un topo; mejor lodejo que siga escondido.

Por Marcelo Cohen

Rubí y el lagodanzante

BernardinoAvila

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