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■ A. S. Pushkin ■ Fiódor M. Dostoievski ■ Joseph Frank ■ Jorge Herralde

■ Claudio Albertani ■ George Steiner

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SumarioEl profeta 3

A. S. PushkinPolzunkov, (Polzunkov, 1847) 4

Fiódor M. DostoievskiIntroducción 11

Joseph FrankMis viajes a México 18

Jorge HerraldeEl último exilio de un revolucionario:Victor Serge en México (1941-1947) 20

Claudio AlbertaniBajo la mirada de Oriente (1976) 27

George Steiner

Ilustraciones de las páginas 23, 25 y 26 dibujos de Vlady, cortesía de Centro Vlady.Ilustraciones de las páginas 11, 13 y 15 tomadas del libro de Joseph Frank, Dostoievski. El manto del profeta, 1871-1881, publicado por el fce.Ilustraciones de portada e interiores tomadas del libro de Heinz Mode, Animales fabulosos y demonios, publicado por el fce.

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La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

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Abrumado por la sed del espíritu, crucé Un desierto infi nito hundido en el pesar, Y un ángel con sus seis alas acudió Donde cesaban las huellas y me hallaba extraviado.Dedos tenues cual un sueño pusoSobre mis párpados; por completo abríMis ojos para mirar como un águila vigilante en derredor.Puso sus dedos en mis oídos,Que se llenaron de formidable sonido:Comprendí la música de las esferas, El vuelo de ángeles por los cielos,El camino de las bestias reptando bajo el mar,El embriagante ascenso de la viña;Y, como un amante que me besara,Me arrancó esta lengua míaLlena de mentira y vanidad;Abrió mis labios trémulosY, con la mano diestra ensangrentada,Me armó con un dardo de serpiente;Con deslumbrante espada me abrió el pecho;Hacia él saltó palpitando mi corazón;Un carbón ardiente oprimióContra el fondo de la herida.Allí en el yermo quedé muerto,Y Dios me llamó y dijo:“Levántate, profeta, y oye y ve.Y haz que vean y oigan mis obrasTodos los que se apartan de mí, Y quémalos con mi palabra llameante”. G

El profeta*A. S. Pushkin

*Joseph Frank, Dostoievski. El manto del profeta, 1871-1881, Tra-ducción de Juan José Utrilla, fce, México, 2010.

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Me quedé mirando con atención a aquel hombre. Hasta en su aspecto externo había algo tan peculiar que, por muy distraído que estuviera uno, involuntariamente obligaba a mirarlo con fi -jeza para estallar al instante en una incontenible risa. Justo eso fue lo que me sucedió a mí. Es preciso señalar que los ojillos de aquel caballero eran tan vivos o, mejor dicho, que todo él era tan receptivo al magnetismo de cualquier mirada que se le pusiera encima, que se percataba casi instintivamente de que lo obser-vaban; al momento se daba la vuelta hacia el que lo estuviera observando e, impaciente, se ponía a analizar su mirada. Por su continua movilidad e inquietud, se asemejaba por completo a una veleta. ¡Cosa curiosa! Parecía temer la burla, cuando su forma de ganarse el pan era ser un eterno payaso que ponía su-misamente su cabeza para recibir capirotazos; ello, tanto en el sentido moral como en el físico, dependiendo de la compañía en que se encontrara. Los payasos que lo son por voluntad propia ni siquiera inspiran lástima. Pero yo enseguida me percaté de que se trataba de un ser extraño, de que ese hombre ridículo no era en absoluto un payaso de profesión. Aún conservaba algo de nobleza. Su nerviosismo y el eterno y enfermizo temor por su persona hablaban a su favor. Daba la impresión de que todo su deseo de agradar se debía más a su buen corazón que a las ventajas materiales. Consentía complacido que del modo más indecoroso se burlaran abiertamente de su persona; pero al mis-mo tiempo —y esto podría jurarlo— su corazón gemía y san-graba ante la sola idea de que sus oyentes fueran tan innobles y crueles como para reírse no ya de sus gracias, sino de él, de toda su persona, de su corazón, su cabeza, su apariencia y su ser de carne y hueso. Estoy convencido de que en aquellos momentos sentía plenamente la ridiculez de su situación; pero al instante la rebeldía se sofocaba en su pecho, aunque de nuevo volviera a encenderse con dignidad. Estoy seguro de que todo ello era a causa de su generoso corazón y no de la desventaja material de que se le echara a empujones sin recibir el préstamo: aquel caballero pedía dinero prestado siempre, es decir, que ésa era su forma de pedir limosna, pues, tras hacer bastantes payasadas y divertir lo suyo al público, sentía que de alguna manera tenía derecho a pedir un préstamo. ¡Pero Dios mío! ¡Qué aspecto te-nía al pedirlo! No podía ni imaginarme que en una superfi cie tan pequeña como era el rostro arrugado y anguloso de aquel hombre pudieran caber a la vez tantas muecas de diferente tipo, tantas extrañas y características sensaciones como insufribles

impresiones. ¡Nada faltaba allí! Había vergüenza, falso descaro y despecho con repentino sonrojo de cara; cólera y timidez por el fracaso; súplica del perdón por el atrevimiento de importu-nar; conciencia de la propia dignidad y completa consciencia de su propia insignifi cancia: todo ello recorría su cara como un relámpago. Llevaba seis años abriéndose paso así en este mun-do de Dios, sin conseguir hasta entonces mostrar un aspecto concreto en el momento crucial del préstamo. Claro está que jamás podía portarse enteramente de un modo duro y vil. ¡Su corazón era demasiado inquieto y ardiente! Diré algo más: en mi opinión, se trataba de un hombre de lo más honesto y noble que había sobre la faz de la tierra, pero con un pequeño defecto: podía cometer una bajeza, bondadosa y de manera desintere-sada, a la primera orden, con tal de agradar al prójimo. En una palabra, era una persona completamente blandengue. Lo que resultaba más gracioso era que se vestía casi igual que todos, ni mejor ni peor; iba aseado e incluso con cierto refi namien-to y cierta pretensión de seriedad y dignidad personal. Aquella igualdad externa y aquella desigualdad interna, la inquietud por su persona a la vez que la continua humillación, producían un fuerte contraste, y el tipo era digno de risa y lástima. Si estuviera por completo convencido (cosa que siempre le sucedía a pesar de su experiencia) de que todos sus espectadores eran las per-sonas más bondadosas del mundo, de que se reían sólo de sus gracias y no de su condenado ser, se quitaría con agrado el frac, se lo pondría como pudiera del revés e iría por las calles con ese atuendo para agradar autocomplacido a los demás, con tal de hacer reír a sus protectores y darles gusto a todos. Pero jamás lograba sentirse en pie de igualdad en nada. Tenía otro rasgo más: el muy estrafalario tenía amor propio, y en ocasiones, sólo en caso de no correr peligro, incluso era magnánimo. Había que ver y oír cómo sabía responder a veces, sin apiadarse de sí mis-mo y, por tanto, arriesgándose incluso heroicamente, a alguno de sus protectores que le hubiera sacado de quicio. Pero esto sucedía en contadas ocasiones… En una palabra, era un mártir en el pleno sentido de la palabra, pero, al mismo tiempo, el más enfermizo y, por lo tanto, el más cómico.

Entre los huéspedes estalló una discusión. De pronto vi cómo mi hombre estrafalario saltó sobre una silla y se puso a gritar con todas sus fuerzas intentando acaparar la palabra.

—Escuche —me susurró el dueño de la casa—: a veces cuen-ta cosas de lo más interesante… ¿No le interesa?

Asentí con la cabeza y me introduje en la muchedumbre. Y, realmente, el aspecto de un caballero bien vestido que se había subido a una silla, y que gritaba con todas sus ganas, acaparó la atención de todos. Muchos de los que no conocían al hombre

Polzunkov, (Polzunkov, 1847)*Fiódor M. Dostoievski

* Fiódor M. Dostoievski, Cuentos completos, Traducción de Bela Martinova, Siruela/ fce, México, 2010.

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estrafalario se miraban perplejos entre sí; otros se reían en voz alta.

—¡Yo conozco a Fedoséi Nicoláich! ¡Conozco mejor que nadie a Fedoséi Nicoláich! —gritaba el hombre ridículo des-de su altillo—. Caballeros, permítanme contarles. ¡Les contaré cosas interesantes acerca de Fedoséi Nicoláich! ¡Conozco una historia que es una maravilla…!

—¡Cuéntela, Osip Mijáilych! ¡Cuéntela!—¡Cuéntela!—Escuchen, pues…—¡¡¡Escuchen, escuchen!!!—Allá voy; pero, caballeros, esta historia es muy particu-

lar…—¡Está bien, está bien!—Es una historia cómica.—¡Muy bien, estupendo, maravilloso! ¡Manos a la obra!—Se trata de un episodio de la vida de su humilde servi-

dor…—Pero ¿para qué se esfuerza usted en anunciar que se trata

de una historia cómica? —¡Es incluso algo trágica!—¡¿Ah?!—En una palabra, se trata de aquella historia que les ofrece

a ustedes el placer de escucharme ahora, caballeros; la historia a raíz de la cual me vi rodeado de una compañía tan interesante.

—¡Sin calambures!—Aquella historia…—En una palabra, aquella historia. Pues termine ya la in-

troducción; aquella historia, que vale algo —añadió con voz queda un joven caballero rubio con bigote, metiendo la mano en su levita y haciendo que sacaba de ella sin darse cuenta un monedero en lugar del pañuelo.

—Se trata de aquella historia, señores míos, después de la cual me hubiera gustado ver a muchos de ustedes en mi lugar. Y, por último, ¡aquella historia por la cual no me casé!

—¡Casarse…! ¡Una mujer…! ¡Polzunkov quería casarse!—¡Confi eso que me habría encantado conocer ahora a ma-

dame Polzunkova!—Permita la curiosidad de saber: ¿cómo se llamaba la tal

madame Polzunkova? —gritó con voz estridente un joven, abriéndose paso hacia el orador.

—Y bien; capítulo primero, caballeros: esto sucedió hace ahora justo seis años, en primavera, el treinta y uno de marzo (anoten la fecha, caballeros), en vísperas de…

—¡El primero de abril!1 —exclamó el joven de pelo rizado.—Es usted extraordinariamente perspicaz. Ocurrió una tar-

de. Sobre el distrito N* de la ciudad se condensaba el crepús-culo y la luna estaba a punto de salir… bueno, y lo que siga… Bien, a última hora del crepúsculo, en silencio, emergí yo de mi pisucho, tras despedirme de mi poco comunicativa y ya di-funta abuela. Disculpen, caballeros, por utilizar una expresión tan moderna, que oí por última vez estando en casa de Nicolái Nicoláich. Pero lo cierto es que mi abuela vivía completamente aislada: era ciega, muda, sorda y algo mentecata, ¡no le falta-ba de nada…! Confi eso que yo estaba amedrentado, dispuesto para una gran hazaña. Mi corazón latía igual que el de un gatito cuando una mano huesuda lo agarra por el cogote.

—¡Disculpe, monsieur Polzunkov!—¿Qué quiere?—¡Cuente usted de un modo más sencillo! ¡Por favor, no se

esfuerce demasiado!—A sus órdenes —dijo algo turbado Osip Mijáilych—. En-

tré en la (bienadquirida) casa de Fedoséi Nicoláich. Como es bien sabido, Fedoséi Nicoláich no era precisamente un compa-ñero, sino todo un jefe. Anunciaron mi presencia y enseguida me hicieron pasar. Parece que lo estoy viendo: la habitación estaba casi a oscuras y no habían llevado las velas. Veo que en-tra Fedoséi Nicoláich. Y así nos quedamos los dos solos y a oscuras…

—¿Qué ocurrió entonces entre ustedes? —preguntó un ofi -cial.

—¿Y usted qué cree? —preguntó Polzunkov, volviéndose inmediatamente con la cara estremecida hacia el joven de cabe-llo rizado—. Así pues, caballeros, aquí se dio una situación un tanto extraña. Mejor dicho, allí no había nada raro, sino que se trataba de una cuestión cotidiana: sencillamente, yo saqué de mi bolsillo un fajo de papeles, y él a su vez otro del suyo, sólo que del de los ofi ciales…

—¿Papel moneda?—Sí; y nos los intercambiamos.—Apuesto a que aquí la cosa huele a soborno —dijo un ca-

ballero joven, bien vestido y de cabello corto.—¡Soborno! —replicó Polzunkov—. ¡Ah! ¡Pueden conside-

rarme un liberal, de los muchos que he visto! —Y si alguna vez le tocara a usted prestar servicio en una

provincia y no pudiera calentarse las manos en el fogón de la patria… Como dijo un poeta: “¡Hasta el humo de la patria nos resulta dulce y agradable!” ¡Nuestra querida patria, caballeros, es nuestra madre, nuestra madre, señores! ¡Y nosotros, sus crías que nos amamantamos de ella…!

Estalló una carcajada general.—Sólo créanme, caballeros: yo jamás me dejé sobornar

—dijo Polzunkov mirando con desconfi anza a todos los pre-sentes.

Pero una risa homérica, incapaz de sofocarse, apagó de gol-pe las palabras de Polzunkov.

—Es cierto, caballeros…Pero en ese momento se quedó callado mirando a todos

los asistentes con una extraña expresión en la cara. Puede que (¿quién sabe?) en aquel momento se le pasara por la cabeza que era más honrado que muchas de las personas de aquella hono-rable compañía… Sólo que la expresión seria de su cara no se le fue del semblante hasta fi nalizar la algarabía general.

—Y bien —dijo Polzunkov cuando todos se hubieron ca-llado—, aunque jamás me había prestado yo a un soborno, en aquella ocasión me reconozco culpable; me guardé en el bol-sillo el dinero del sobornador… La cuestión es que me había encontrado con unos cuantos documentos que, de haber que-rido enviárselos a alguien, podían hacer que Fedoséi Nicoláich lo pasara mal.

—¿De modo que él se los compró a usted?—Así es.—¿Y pagó mucho?—Pagó por aquello la cantidad por la que hoy día uno hu-

biera vendido su alma en todas sus variaciones… si quisieran comprársela. Sólo que yo me puse hecho una grana cuando me metí el dinero en el bolsillo. A decir verdad, no sé por qué 1 El 1º de abril en Rusia es el día de los Santos Inocentes. [T.]

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siempre me sucede esto, caballeros… El caso es que yo esta-ba petrifi cado, moviendo los labios y temblándome las piernas; bueno, pues tengo la culpa, soy culpable, me sentía avergonza-do y dispuesto a pedirle perdón a Fedoséi Nicoláich…

—Y bien, ¿le perdonó?—No lo hice… únicamente estoy contando lo que sucedió

en aquel momento; yo, bueno, tengo un corazón apasionado. Veo que me mira fi jamente a los ojos:

“—No teme usted a Dios, Osip Mijáilych.”Pero ¿qué iba a hacer? Yo, por cumplir, me quedé parado

con la cabeza inclinada hacia un lado:”—¿Por qué no había de temer a Dios, Fedoséi Nicoláich?

—pero lo decía por decir, por decoro… cuando lo cierto era que quería que me tragara la tierra.

”—¡Siendo durante tanto tiempo amigo de la familia, podría decirse que como un hijo… y quién sabe lo que aún nos puede deparar la suerte, Osip Mijáilych! ¡Y de pronto, una denuncia! ¡Está dispuesto a denunciarme! ¡Vaya cosa!… Después de esto, ¿qué puede uno pensar de la gente, Osip Mijálych?

”¡Pues sí, señores, fue como una exhortación!

”—No —me dijo—. Dígame, ¿qué es lo que puede pensar uno después de esto, Osip Mijáilych?

”¡Y qué había de pensar! ¿Saben? Me carraspeaba la gar-ganta, me temblaba la vocecilla, y, ya sintiendo mi vergonzosa actitud, eché mano al sombrero…

”—¿Adónde va usted, Osip Mijáilych? ¿Es posible que en vísperas de un día así…? ¿Acaso también ahora me va usted a guardar rencor? ¿Qué es lo que le he hecho?

”—¡Fedoséi Nicoláich! —le dije yo—. ¡Fedoséi Nicoláich!”Bueno, es decir, me ablandé, caballeros, me derretí como

un terrón de azúcar. ¿Qué iba a hacer? Incluso el fajo de billetes que tenía en el bolsillo parecía gritarme: ‘¡eres un desagrade-cido, un bandido, ladrón condenado’… como si pesara cinco pudes…2 (¡Y, si fuéramos sinceros, eso era lo que pesaba…!)

”—Estoy viendo… —dijo Fedoséi Nicoláich—, estoy vien-do su arrepentimiento…; sabe usted que mañana…

”—Es el día de santa María de Egipto. ”—Bueno, no llore —dijo Fedoséi Nicoláich—, está bien:

pecó y se arrepintió. ¡Vamos! ¡Quizá todavía consiga condu-cirle de nuevo por el buen camino!… Tal vez mis modestos

2 Antigua medida rusa que equivale a 16.3 kg. [T.]

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penates —recuerdo que dijo exactamente, eso, penates, el muy bandido— le hagan otra vez entrar en calor a su endu… —no dijo endurecido, sino “extraviado corazón”…

”Me tomó del brazo, caballeros, y me condujo donde sus familiares. Yo sentía escalofríos en la espalda. ¡Temblaba! Y pensé: ‘¿con qué cara voy a mirarlos…?’ Pero han de saber, caballeros… ¿cómo decirlo?… que había aquí, en el fondo, una cuestión de licada”.

—¿No sería, tal vez, la señora Polzunkova? —le pregunta-ron.

—María Fedoséievna. Sólo que, por lo que se ve, no le es-taba destinado ser la tal señora, como usted la llama. ¡No tuvo el honor! Pero Fedoséi Nicoláich tenía razón al decir que en su casa me trataban como si fuera un hijo. Esto sucedía hace medio año, cuando aún estaba en vida el llamado Mijaíl Maksí-mych Dvigáilov, un cadete retirado. Sólo que la voluntad de Dios dispuso que falleciera habiendo dejado siempre su testa-mento para otro momento; y así fue como sucedió que después no encontraron el testamento por ningún sitio…

—¡Ah!—Bueno, ¡qué se le va a hacer! ¡Disculpen, caballeros! Me fui

de la lengua. Es malillo el calambur; pero no pasa nada porque sea malillo; ya que la cosa se puso aún peor cuando me hube de quedar, por así decirlo, con cero perspectivas; porque el cadete retirado, aunque no me dejaban poner los pies en su casa (vivió como un marqués, porque tenía la mano larga), puede que no se equivocara considerándome como un hijo natural.

—¡Ah! —¡Sí, así fue! Bueno, y empezaron a ponerme malas caras

en casa de Fedoséi Nicoláich. Yo me daba cuenta de ello, me hacía el fuerte, pero de pronto, para mi desgracia (y puede que también para mi suerte), como un aluvión de nieve que cae sobre la cabeza de uno, llegó a nuestra ciudad un remontista. Su trabajo, a decir verdad, era de mucha movilidad, nada duro, de caballería ligera; sólo que se estableció en casa de Fedoséi Nicoláich como una bala que se incrusta en la pared. Yo, que era amigo de la casa, me sentí relegado y le dije suavemente a Fedoséi Nicoláich:

“—Entre otras cosas… ¿por qué me ofende? ”En cierto modo a mí ya se me consideraba como un hijo…

¿cuánto tiempo más había de esperar… lo paternal… lo pa-ternal? Y él, señor, me contestó. Bueno; se puso a hablar re-citándome todo un poema en doce cantos; no me quedó más remedio que escuchar, relamerme y hacer dulces gestos con las manos, sin que tuviera sentido alguno, es decir, ¿qué sentido tenía? No se entendía ni comprendía nada. Me sentía como un estúpido, y él venga a nublarme la vista dando vueltas como una peonza y volviéndose del revés; con talento, con verdadero ta-lento, es un don que da miedo. Me puse a dar vueltas de un lado para otro. Me dejé llevar por sus romanceros, escuché sus frases acarameladas, sus calambures; entre ayes y suspiros le dije:

”—¡Ah! Me duele el corazón —le dije—; de amor me duele —y solté las lágrimas para las confi dencias. ¡Qué ingenuas so-mos las personas! ¡Él no había comprobado con el sacristán los libros de la parroquia e ignoraba que yo ya pasaba de los treinta! ¡Vaya! ¡Venirme a mí con astucias! ¡Hasta allí podíamos llegar! Las cosas no me salían bien, mientras que en torno a mí se oían risas y burlas. ¡Y bueno! ¡Me entró una rabia como si me to-maran por el pescuezo! ¡Y me escabullí pensando no poner más el pie en esa casa! Estuve dándole vueltas y tramando poner la

denuncia. Reconozco que actué vilmente, quise denunciar a un amigo, confi eso que había sufi ciente material para ello, y un material glorioso, un asunto capital. ¡Me dieron mil quinientos rublos en plata cuando fui a cambiarlos junto a la denuncia!”

—¡Ah! ¡Y ya está aquí el soborno! —Sí señor, eso habría sido un soborno; y el sobornador me

habría dado el dinero. (Y no sería pecado, en verdad que no.) Bueno y ahora vuelvo a mi historia: ni vivo ni muerto me condu-jo, si me permiten ustedes recordarlo, al cuarto del té; me reci-bieron todos como si estuvieran ofendidos, es decir, no justo así, sino sencillamente afl igidos… Bueno, destrozados, por comple-to destrozados, y, al mismo tiempo, refulgiéndoles los rostros de importancia, y con la mirada seria, es decir, algo paternal, fami-liar… el hijo pródigo ha regresado a casa. ¡Eso es! Me invitaron a tomar el té, cuando yo, con los pies helados, sentía hervir el samovar en mi pecho. Estaba rezando, asustado. María Fominis-hna, su esposa, la consejera del juzgado de provincias (y actual-mente consejera colegiada) desde el principio se dirigió a mí:

“—¿Cómo es que has adelgazado tanto, padrecito? —me dijo.

”—Pues nada, que estoy indispuesto, María Fominishna… —le dije. Me temblaba la vocecilla. Y ella, la muy hipócrita, va de pronto y, sin ton ni son, me suelta:

”—¡Parece que la conciencia te viene grande al alma, padre-cito mío, Osip Mijáilych! ¡Has querido traicionar nuestra sal y nuestro pan familiar! ¡Las lágrimas de sangre que habré vertido yo por ti!

”Lo juro por Dios, que eso fue lo que dijo, yendo contra su propia conciencia. ¡Qué tipa más astuta! Y así permaneció, sen-tada y sirviendo el té. Y yo pensando para mis adentros: ‘si te vieras en el mercado, querida, gritarías más que todas esas mu-jeres juntas’. ¡Así es como era nuestra consejera! Y he aquí que, para mi desgracia, entró la hija, María Fedoséievna, con toda su inocencia, un poco pálida, los ojillos enrojecidos de haber llo-rado, y yo, como un estúpido, me quedé petrifi cado en el sitio. Después resultó que había estado llorando por el remontista, mientras que éste se largó, sólo desapareció, porque han de sa-ber ustedes (viene ahora al caso mencionarlo) que le llegó el momento de partir, se le pasaba el plazo, pero no precisamente el ofi cial, sino… Ya después fue cuando se enteraron los disgus-tados padres. Pero ¿qué iban a hacerle? Guardaron a cal y canto la pena en casa. ¡Vi que yo no tenía salida! ¡La miré y me sentí perdido, sencillamente perdido! Miré de reojo mi sombrero, me entraban ganas de agarrarlo y salir corriendo; pero no: me cambiaron el sombrero de sitio… He de confesar que estaba dispuesto a salir corriendo incluso sin él; pero vi que no podía ser, pues habían cerrado la puerta con el pestillo. Y empezaron las risitas amigables, los guiños de ojos y el embaucamiento; yo estaba confuso, solté una mentira, me puse a hablar sobre el amor; y ella, mi palomita, se sentó a tocar el clavicordio y, en tono melancólico, se puso a cantar la romanza de un húsar apoyado en su sable. ¡Santo Dios!

”—Y bien —dijo Fedoséi Nicoláich—, ¡todo está olvidado! ¡Ven, ven a mis brazos!

”Y yo, tal y como estaba, apreté mi cara contra su chaleco.”—¡Mi bienhechor, mi padre natural! —le dije, y me eché a

llorar a lágrima viva. ¡Dios mío, la que se montó! Lloraba él, su mujer, Máshenka… también una pequeña rubia que había por allí… y empezaron a salir de todos los rincones niños (¡Dios había bendecido su hogar!) que también lloraban… ¡cuántas

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lágrimas, es decir, cuántos perdones, qué alegría, el encuentro con el hijo pródigo, como si fuera un soldado que regresa a la patria! Se pusieron a servir dulces, a jugar a las prendas: ‘¡Oh, cómo duele!’; ‘¿Qué te duele?’; ‘El corazón’. ‘Y ¿por qué?’. La palomita se puso toda colorada. El viejo y yo nos tomamos un ponche, y después nos separamos; me sentía por completo al-mibarado…

”Regresé a casa con la abuela. Estaba mareado; durante todo el camino me iba riendo y al llegar estuve un par de horas dan-do vueltas por el desván; desperté a la vieja y la hice partícipe de la felicidad.

”—Pero ¿te dio el dinero, el muy tunante? —me preguntó.”—¡Me lo dio, abuela, me lo dio, querida, la dicha ha llegado

a nuestra casa, abre la puertas!”—¡Bueno, y ahora cásate, que ya va siendo hora! —me dijo

la vieja—; ¡se ve que mis plegarias han sido escuchadas!”Desperté a Sofrón.”—¡Sofrón —le dije—, quítame las botas! —Sofrón se puso

a quitarme las botas—. ¡Bueno, Sofrosha! ¡Felicítame, dame un beso! ¡Me caso, hermano, sencillamente me caso! ¡Emborrá-chate mañana y pásatelo bien —le dije—, que se casa tu seño-rito!”

”Tenía el corazón juguetón y alegre… Ya me estaba quedan-do dormido cuando de pronto me desperté; me quedé sentado y pensando. Entonces se me pasó por la cabeza que el día si-guiente iba a ser el primero de abril, un día tan claro y bullicioso. ¿Y qué sucedería si…? ¡Y se me ocurrió la idea, señores! Me levanté de la cama, encendí la vela y, tal como estaba, me senté al escritorio; quiero decir que estaba bien despierto y fuera de mí: ¿saben, caballeros, cuando uno está completamente fuera de sí? Me di con toda la cara en el lodo, señores. Vamos, que es una cuestión de carácter: ellos te agarran un poco, y tú les entregas mucho. En efecto, tomen ustedes también esto. Ellos te dan una bofetada y tú, encantado, vas y les ofreces la espalda entera. Después, te seducen con un pedazo de pan, mientras tú, con toda el alma, les pones las patitas encima y les das len-güetazos. ¡Si al menos ahora, señores…! ¡Están ustedes riendo y hablando en voz baja, si lo estoy viendo! Después, cuando ya les cuente todo el intríngulis, se reirán de mí y se burlarán de mí, pero tengo que contarles todo. Pero ¿quién me habrá mandado? ¿Quién me apresura? Pues uno que está detrás de mí susurrándome: “¡vamos, dilo, cuéntalo!” Y yo cuento y penetro en sus almas cual si fueran todos ustedes para mí hermanos, amigos íntimos… ¡Eh!…

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La risa que poco a poco empezaba a subir de tono por todos los rincones sofocó por fi n la voz del narrador, que en verdad había llegado a una especie de éxtasis; se quedó callado reco-rriendo con la mirada al público durante unos minutos, y des-pués, cual si se dejara de pronto llevar por un vendaval, hizo un ademán con la mano, soltó una carcajada, como si realmente le pareciera ridícula su situación, y de nuevo se puso a narrar:

—Apenas pegué ojo aquella noche, caballeros; estuve toda la noche dejando correr la pluma. ¿Han visto lo que me inventé? ¡Ah, señores! ¡Con sólo recordarlo me remuerde la conciencia! ¡Y además por la noche! ¡Con la vista nublada, me sentía aho-gado, me enredé con las sandeces, y, cómo no, mentí! Por la mañana, cuando me desperté, vi que sólo había dormido un par de horas. Me vestí, me lavé, me ricé el pelo, me di pomada, me puse el frac nuevo y me fui directamente a la fi esta de Fedoséi Nicoláich con el papel metido en el sombrero. Me recibió él mismo con los brazos abiertos y de nuevo me invitó a que me apoyara en su chaleco paternal. Yo me mantuve fi rme, pues lo ocurrido el día anterior me daba vueltas en la cabeza. Retrocedí un paso.

“—¡No! —le dije—; Fedoséi Nicoláich, si es tan amable, ¡haga el favor de leer este papelito! —y le tendí la nota. ¿Y saben lo que decía el papel? Que Osip Mijáilovich, por esto y por lo otro, se despedía de él y fi rmaba la solicitud. ¡Eso fue lo que se me ocurrió, señores! ¡No se me había ocurrido nada me-jor! Es decir, como era el 1o de abril, para bromear, adopté la postura de que no se me había pasado la ofensa; de que durante la noche cambié de opinión, lo pensé mejor, me puse echo un basilisco y me enfurecí aún más; en defi nitiva: ‘aquí tienen, mis queridos bienhechores, que no quiero saber nada ni de ustedes ni de su hija; el dinerito me lo metí ayer en el bolsillo, estoy bien servido, de manera que le entrego mi renuncia. ¡No deseo prestar servicios bajo una dirección como la de Fedoséi Ni-coláich! Buscaré otro trabajo, y después pondré la denuncia’. ¡Representé ese papel tan vil! ¡Se me ocurrió darles el susto! ¡Y encontré con qué dárselos! ¿A que está bien, señores? O sea, como se mostraron tan cariñosos el día anterior, me permití gastarles una bromita familiar, burlarme del corazoncito de Fe-doséi Nicoláich…

”En cuanto él tomó el papel y lo abrió, vi que le cambió la expresión de la cara.

”—¿Y bien, Osip Mijáilych?”—¡Es el 1o de abril! —le dije como un estúpido—. ¡Le feli-

cito la festividad, Fedoséi Nicoláich! —como un niño pequeño que se esconde a hurtadillas detrás del sillón de la abuela y des-pués le da un susto gritándole al oído. ¡Se me ocurrió darle un susto! Sí… sí, sencillamente me da vergüenza incluso contarlo, caballeros. ¡Que no! ¡No voy a contarlo, señores!”

—¿Y qué sucedió después?—¡Que no, que no, cuéntelo! ¡No! ¡Cuéntelo! —se empezó

a oír de todos los lados de la sala.—Pues comenzaron los comentarios, chismorreos y excla-

maciones. Yo era un pilluelo y un chistoso que les había dado un buen susto, pero, a pesar de ello, oía tantas palabras dulces, que de lo avergonzado que me sentí me quedé pensativo y asustado: ¿cómo un pecador así puede estar en un lugar tan sagrado?

“—¡Ay, querido! —gritó la consejera—, ¡vaya susto que me has dado, que hasta ahora me siguen temblando las piernas, ape-nas me tengo en pie! Enloquecida, salí corriendo donde Mas-ha: ‘¡Máshenka! —le dije—, ¿qué va a ser de nosotros? ¡Mira

lo que ha resultado ser tu novio!’ ¡Como he pecado, perdona querido a esta vieja, que no da pie con bola! ¡Se me ocurrió pensar que ayer cuando se fue a su casa se puso a darle vueltas y posiblemente creyera que le habíamos hecho demasiado la cor-te; que pretendíamos engatusarle; y me quedé helada! ¡Bueno, Máshenka, está bien, Osip Mijáilych no es ningún extraño para nosotros! ¡Soy tu madre, no diré nada de más! ¡Gracias a Dios no tengo veinte años, sino cuarenta y cinco…!

”¿Y qué creen, caballeros? ¡Me faltó poco para ponerme a sus pies! ¡Y de nuevo se pusieron a llorar! ¡Y otra vez a darse besos! Empezaron a bromear. A Fedoséi Nicoláich también se le ocurrió gastar una broma por el 1o de abril. Dijo que vino volando el Ave Fénix con su pico de diamantes y le traía una carta. ¡También quería engañar! ¡Y qué risa les entró! ¡Qué conmovedor! ¡Uf! ¡Hasta da vergüenza contarlo!

”¡Y bien, señores míos! ¡Eso es todo! Pasó un día, otro, y otro más, y una semana. A mí ya se me consideraba formalmen-te como su novio. Se habían encargado las alianzas, se fi jó el día de la boda, sólo querían guardar el secreto hasta que llegara el momento; se aguardaba al inspector. La espera se me hizo eterna y mi suerte parecía detenerse en ella. ‘Cuanto antes me lo quite de encima, tanto mejor’, pensé. Mientras, Fedoséi Ni-coláich, entre broma y broma, fue descargando sobre mí todo su trabajo: yo llevaba las cuentas, hacía informes, llevaba libros de contabilidad, balances, etc. Había un terrible desorden, todo estaba manga por hombro, el enredo era grande. ‘¡Bueno, me esforzaré por mi suegro!’, pensaba yo. Siempre estaba pachu-cho, se puso enfermo y a medida que pasaban los días se iba encontrando cada vez peor, mientras que yo me iba quedando más delgado que un alfi ler, no dormía por las noches y temía caer enfermo. ¡Sin embargo, terminé felizmente el trabajo! ¡Lo acabé a tiempo! De pronto, me envían un recado. ‘¡Date prisa! —me dicen—, ¡Fedoséi Nicoláich se encuentra mal!’ Salgo co-rriendo a toda velocidad. ‘¿Qué habrá pasado?’, pensé. Veo que mi Fedoséi Nicoláich está sentado con la cabeza envuelta en compresas de vinagre, frunciendo el ceño y quejándose:

”—¡Ay, ay! ¡Alma mía, querido! —me dijo—. Me estoy mu-riendo. ¿Quién se encargará de mis polluelos? —vino su mujer con los niños y también Máshenka llorando. Bueno, y yo mis-mo también me eché a llorar—. ¡Pues no! —dice—, ¡Dios será justo! ¡No os hará pagar a todos vosotros por mis pecados!

”Y, llegado ese momento, les hizo salir a todos, y les ordenó cerrar la puerta tras ellos para quedarnos él y yo a solas:

”—¡Tengo que pedirte algo!”—¿De qué se trata?”—Entre otras cosas, hermano mío, ni en el lecho de muerte

tendré paz: necesito dinero.”—¿Cómo es eso? —en aquel momento me delató el sonro-

jo y se me paralizó la lengua.”—Pues así, hermano, tengo que pagar al fi sco. ¡No he repa-

rado en gastos para el bien común, sacrifi cando incluso mi pro-pia vida! ¡No vayas a pensar mal de mí! Me siento triste porque me han calumniado ante ti… Te equivocaste y desde entonces la pena me hizo encanecer. El inspector está a punto de llegar, a Matvéiev le faltan siete mil rublos y yo soy el responsable. ¡Imagínate! ¡Me los pedirán a mí, hermano! ¡No se los van a pedir a Matvéiev! ¡Para qué ponerle el hacha encima al pobre!

”‘¡Qué santo! —pensé—. ¡Esto es un hombre pío! ¡Esto es un alma!’ Y él va y me dice:

”—No quiero tomar el dinero de la dote de mi hija; es di-

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nero sagrado. Es verdad que tengo dinero, sólo que se lo he prestado a otros, ¿cómo podría reunirlo todo ahora?

”Y yo, según estaba, caí de rodillas ante él.”—¡Eres mi bienhechor! —exclamé—. ¡Te he ofendido y

faltado, los difamadores han levantado calumnias contra ti; no lo rechaces y toma nuevamente tu dinero!

”Me miró y de sus ojos brotaron las lágrimas.”—¡Esperaba esto de ti, hijo mío! ¡Levántate! En su día te

perdoné por las lágrimas de mi hija; y ahora también te perdo-na mi corazón. Has curado mis úlceras —me dijo—. ¡Te bendi-go por los siglos de los siglos!

”Y en cuanto me hubo bendecido, caballeros, me eché a correr a toda prisa a casa para traerle el dinero que le había prometido:

”—¡Aquí tiene todo, padrecito; sólo gasté cincuenta rublos! —le dije.

”—No pasa nada —dijo—, no hay que poner peros a todo; hay prisa, de modo que escribe una nota con fecha atrasada, diciendo que a cuenta del sueldo solicitas un adelanto de cin-cuenta rublos. Y yo enseñaré a los jefes que se te dio el antici-po…”

¡Y bien, caballeros! ¿Qué creen ustedes? ¡Escribí la nota!—Bueno; bien. Pero ¿en qué quedó todo eso? —Después de escribir la nota, señores míos, así terminó la

cosa:Al día siguiente, por la mañana temprano, me trajeron un

sobre certifi cado y sellado. Lo miré, ¿y qué creen que vi? ¡El despido! Es decir, que entregara los asuntos, que terminara las cuentas y a mí que me partiera un rayo.

—¿Cómo era posible?—¡Cómo era posible, señores!, exclamé yo lanzando blas-

femias. ¿Por qué me zumbarían los oídos?, pensé. Creí que no era nada, que quizás el inspector iba a llegar a la ciudad. ¡El co-razón se me estremeció! “Está bien”, me dije. Y, según estaba, salí corriendo a casa de Fedoséi Nicoláich.

“—¿Qué? —le dije.”—¿Qué qué? —me respondió.”—¡Pues el despido!

”—¿Qué despido?”—¿Y esto qué es?”—¡Pues eso, el despido!”—¿Acaso lo he solicitado?”— Pero ¡cómo!, ¿acaso no lo solicitó el 1o de abril? —(¡yo

no me había quedado con la nota!).”—¡Fedoséi Nicoláich! ¿Son mis ojos los que lo ven y mis

oídos los que lo escuchan? ”—¡Es una lástima, señor mío, me da mucha pena que haya

decidido usted retirarse tan pronto del servicio! Un hombre joven tiene que estar en activo, y a usted, señor, le ha dado una ventolera. Y en cuanto al certifi cado, estése tranquilo, yo me encargaré de él. ¡Tiene usted unos informes excelentes!

”—¡Pero si fue una broma, Fedoséi Nicoláich! ¡Yo no tenía intención, y entregué el papel como una broma familiar… eso es!

”—¿Cómo? ¿Qué broma?… señor. ¿Acaso se puede bro-mear con cosas de este tipo? Cualquier día, por una cosa así, le deportan a Siberia. Y ahora, adiós. Tengo prisa, estamos es-perando al inspector y el servicio está antes que nada. Usted puede quedarse de brazos cruzados, mientras que a nosotros el deber nos espera. Ya le redactaré un certifi cado como Dios manda. Por cierto, compré la casa de Matvéiev; nos mudare-mos uno de estos días; y espero tener el placer de no verle en mi nuevo domicilio. ¡Suerte!

”Eché a correr a toda prisa a casa:”—¡Estamos perdidos, abuela! —exclamé. Ella sollozaba. Y

en aquel momento vimos que venía corriendo un mensajero de parte de Fedoséi Nicoláich, y que traía una nota y una jaula con un estornino dentro; el estornino se lo había regalado yo un día que me sentía generoso. La nota sólo decía: ‘Primero de abril’, y nada más. ¡Esto es, caballeros! ¿Qué opinan?”

—Y bien, ¿qué más?—¿Que qué más? Un día me crucé con Fedoséi Nicoláich, y

me dieron ganas de decirle que era un sinvergüenza…—Y ¿qué?—¡Pues nada, señores! ¡Que no pude articular palabra! G

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Los últimos diez años de la vida de Dostoievski, tema del pre-sente volumen, señalan el fi n de una extraordinaria carrera lite-raria y de una vida que llegó a las cumbres y a las profundidades de la sociedad rusa. Durante estos años se volvió costumbre, incluso entre personas que disentían (y a veces violentamen-te) de Dostoievski acerca de las cuestiones sociales y políticas, contemplarlo con cierta reverencia, y sentir que sus obras en-carnaban una visión profética que iluminó Rusia y su destino. Uno de sus poemas favoritos, que a menudo leía en voz alta, era “El profeta”, de Pushkin, obra poderosamente evocadora; y cada vez que lo hacía, quienes lo escuchaban fascinados sen-tían siempre que él estaba asumiendo esta función. La estatura sin precedentes que alcanzó ha dejado asombrados hasta a sus amigos y admiradores, y ha rebasado todas las fronteras perso-nales y políticas. A ojos de la gran mayoría del público lector, se convirtió en símbolo vivo de todos los padecimientos que

la historia había impuesto al pueblo ruso, así como de todo su anhelo de un mundo ideal de amor fraternal (cristiano) y de armonía.

Muy diversos factores contribuyeron a la posición única de que Dostoievski disfrutó durante el decenio de 1870. En su Diario de un escritor (hoy poco leído), obra periodística escrita mensualmente por él durante dos años, comentó el escenario contemporáneo con pasión, energía y elocuencia, y también incluyó recuerdos literarios, cuentos y bocetos. Estas entregas periódicas de carácter personal tuvieron un éxito enorme, lle-gando a un público más numeroso que ninguna publicación anterior de comparable seriedad intelectual; de este modo, aunque muchas de las ideas allí expresadas no representan lo mejor de Dostoievski, sí obtuvieron una enorme respuesta, que lo convirtió en la voz pública más importante de la época. Fue el Diario de un escritor, junto con sus apariciones en diversos foros como lector y orador, lo que ayudó a crear su condición “profética”. Además, durante los dos últimos años de su vida mantuvo fascinada a toda la Rusia culta con las entregas men-suales de su más grande novela, Los hermanos Karamázov. Su

Introducción*Joseph Frank

* Joseph Frank, Dostoievski. El manto del profeta, 1871-1881, Tra-ducción de Juan José Utrilla, fce, México, 2010.

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conmocionante tema situaba el asesinato de un padre en un vasto contexto religioso y moral-fi losófi co, y ningún lector ruso de la época pudo dejar de relacionar sus profundas páginas con la actualidad, a saber, los intentos cada vez más frecuentes de asesinar al zar.

Dostoievski no se mostró renuente a adoptar ese papel pro-fético, que bien pudo sentir que el destino mismo le asignaba. Su vida lo había colocado en una posición extraordinaria desde la cual le era posible interpretar los problemas de la sociedad rusa, y su evolución artístico-ideológica encarna y expresa todos los confl ictos y las contradicciones que integraban el panorama de la vida sociocultural rusa. Asimismo, en ningún momento estuvo la opinión pública rusa más dispuesta a buscar un guía que en el periodo crítico por el cual estaba entonces pasando el país. Esta época tormentosa e inestable llegó a su clímax pre-cisamente un mes después de la muerte de Dostoievski, con el asesinato de Alejandro II, el zar liberador, a quien él había reverenciado.

Para colocar la triunfal apoteosis de Dostoievski en la pers-pectiva adecuada, echemos un vistazo al transcurso de su vida hasta aquel punto. Nacido en 1821, pertenecía a una familia jurídicamente clasifi cada como “nobleza” según la tabla de los rangos establecida por Pedro el Grande. Pero ésta era, simple-mente, una graduación del servicio civil, y no daba a su familia una posición social equiparable con la de la clase establecida de aristócratas terratenientes de la que descendían, por ejemplo, Turgueniev y Tolstoi, los más importantes literatos entre sus contemporáneos. Mijaíl Andreevich, el padre de Dostoievski, era un médico del ejército que había ascendido a base de es-fuerzo, y cuyos padres habían pertenecido al clero provinciano, grupo cuyo prestigio en Rusia distaba mucho de ser elevado. La familia de su madre era de comerciantes, y aunque sus miem-bros habían adquirido una cierta cultura, este origen seguía co-locándolos en los peldaños inferiores de la escala social rusa. Vemos así que la posición del propio Dostoievski era ambigua en la jerarquía rusa. Legal pero no socialmente, era igual a los vástagos de la nobleza; y por las observaciones que hace acerca de Turgueniev en una carta sabemos cuánto resintió la super-fi cial amabilidad de los modales típicamente aristocráticos de éste. Así, la intensidad de los sentimientos de Dostoievski ante el tema de la humillación probablemente brotaba de las ano-malías de su propia situación.

Cualesquiera que fuesen los defectos morales del padre de Dostoievski, los cuales han sido ampliamente analizados en otra parte, Mijaíl Andreevich cuidó concienzudamente de su familia y les dio a sus hijos la mejor educación posible. Los envió a escuelas privadas para protegerlos de castigos físicos, y a su casa acudieron preceptores para instruirlos en francés y en religión. Dostoievski recordaba haber aprendido a leer en un manual religioso, y también rememoraba las peregrinaciones anuales con su piadosa madre al convento de la Trinidad y San Sergio, a unas sesenta verstas de Moscú, así como las visitas a las muchas catedrales que hay dentro de la ciudad misma. Se le enseñó así a reverenciar la tradición religiosa rusa, y a esas tempranas impresiones atribuyó una infl uencia decisiva sobre su desarrollo ulterior. Este aspecto religioso de su educación lo aparta, asimismo, de la pauta habitual de la clase aristocrática (aunque no de toda, desde luego, ya que los eslavófi los devotos eran de la misma cepa). Pero, en su mayor parte, entre la clase superior la fe religiosa había sido socavada por Voltaire y por

el pensamiento francés del siglo xviii, y los hijos de la nobleza recibían poca o ninguna instrucción religiosa, cuyos preceptos de autosacrifi cio y de reverencia por el martirio los absorbían principalmente de boca de sus sirvientes.

El padre de Dostoievski había destinado a sus dos hijos ma-yores, Mijaíl y Fiódor, a la carrera militar, y Fiódor logró pasar el examen de admisión de la Academia de Ingenieros Militares de San Petersburgo. Recibió, pues, la educación de un ofi cial y de un caballero, aunque no mostrara ningún interés por la ingeniería militar y, al parecer, tampoco tuviera talento para ella. Por fortuna, la academia también incluía cursos de litera-tura rusa y francesa, y Dostoievski mostró una auténtica apre-ciación del clasicismo francés (en particular admiró a Racine), así como un buen conocimiento de las últimas producciones de escritores socialmente progresistas como George Sand y Victor Hugo, a quienes hasta cierto punto ya conocía. Desde que aprendiera a leer, la literatura había sido su pasión, y ya de tiempo atrás había decidido que deseaba ser escritor, como su ídolo Pushkin; en una ocasión dijo que si no hubiese llevado ya luto por su madre, fallecida en 1837, se habría puesto de luto cuando Pushkin fue muerto en un duelo, ese mismo año. Uno de los más grandes triunfos públicos de Dostoievski, precisa-mente un año antes de su muerte en 1881, fue su discurso pro-nunciado en las ceremonias que acompañaron la inauguración de un monumento a Pushkin, en Moscú.

Según un rumor local en el que se ha creído durante largo tiempo, el padre de Dostoievski fue asesinado por sus siervos (aunque ofi cialmente se dijo que había sufrido un ataque de apoplejía) y se fue a la tumba en 1839. Ciertas investigaciones recientes han arrojado dudas sobre la versión del asesinato, ba-sada enteramente en testimonios de oídas, y rechazada en la época por una investigación judicial; con todo, ha sido extrema-mente difundida desde el célebre artículo de Freud sobre “Dos-toievski y el parricidio”. No ha podido determinarse si el propio Dostoievski creyó en los rumores, bien conocidos por la fami-lia, de que su padre había sido asesinado. Un modesto ingreso de sus fi ncas le permitió renunciar a su comisión del ejército en 1844, en primer lugar, sin duda, para dedicarse por completo a la literatura pero también porque uno de sus deberes ofi ciales —la supervisión del castigo disciplinario de los azotes— le ha-bía repugnado hasta lo más hondo. Años antes había empezado a escribir ya seriamente, y dos de sus tragedias poéticas (el gé-nero literario de mayor prestigio en esa época) lamentablemen-te se han perdido. Sin embargo, pronto se dejó arrastrar por el nuevo movimiento literario que impulsara el virulento crítico Vissarión Belinski, quien se había convertido al socialismo utó-pico. Belinski apremió a los miembros de la nueva generación literaria rusa a fi jar su atención en el mundo que los rodeaba, y, particularmente, a seguir la guía del Gógol de El capote y de Las almas muertas, en que revelaba las injusticias palmarias de la sociedad rusa. Gógol distaba mucho de ser progresista (¡todo lo contrario!), y su intención era satírica y cómica, an-tes que subversiva. Pero la aguda mirada que echaba hacia las incongruencias de la sociedad rusa expuso objetivamente toda una realidad aborrecible.

Los jóvenes escritores que se agruparon en torno del pro-grama de Belinski llegaron a ser conocidos como la Escuela Natural, y entre ellos se contaban muchos de los creadores im-portantes de la novela rusa del siglo xix: Turgueniev y Gon-charov, así como Dostoievski, para no mencionar al poeta “cí-

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vico” Nekrásov. La primera novela de Dostoievski, Pobres gentes (1845), fue saludada por Belinski como la obra más importante producida hasta entonces bajo su inspiración, e inmediatamen-te colocó a su joven autor en la primera fi la de la escena litera-ria rusa. Su conocimiento personal de Belinski —personalidad vibrante y poderosa, que dejó una impresión indeleble sobre sus amigos y sobre su época— resultaría de la mayor importan-cia al forjar su propia evolución moral-espiritual e ideológica. En el Diario de un escritor abundan referencias a Belinski, y un artículo en particular, que registra una conversación sostenida unos treinta años antes con el gran crítico, contiene el núcleo de lo que llegaría a ser la Leyenda del Gran Inquisidor.

Pobres gentes ya ejemplifi ca ciertos rasgos que seguirían dis-tinguiendo el arte literario de Dostoievski. Escrita en forma de un intercambio epistolar, muestra su preferencia por una poé-tica de la subjetividad en que sus personajes expresan directa-mente sus pensamientos y sentimientos más íntimos; y en todas sus novelas posteriores continuaría favoreciendo los monólo-gos o diálogos dramáticos, en lugar de la exposición en tercera persona. Aun en las ocasiones en que se vale de un narrador en

tercera persona, como en su siguiente obra, El doble, este narra-dor nunca es un observador puramente objetivo y distanciado: se fusiona con la conciencia del personaje de una manera que ya hace prever ulteriores desarrollos de la técnica de la corriente de conciencia (también denominada monólogo interior). Sin embargo, El doble no tuvo éxito, y Belinski lo censuró acre-mente por centrarse en un personaje “psicópata”, atípico (críti-ca que Dostoievski seguiría escuchando durante toda su vida). Entre 1845 y 1849 probó suerte con varios tipos de cuentos, pero éstos no lograron levantar una reputación que había sido gravemente dañada por las invectivas de Belinski. Fracasaron básicamente porque ya no ofrecían el evidente patetismo social tan conmovedoramente expresado en Pobres gentes. Pero Dos-toievski no había perdido el interés en las cuestiones sociales que por entonces agitaban a la intelligentsia rusa. Antes bien, estaba experimentando con modos artísticos que les dieran ex-presión más indirectamente, por medio de su efecto sobre el carácter y la personalidad.

En 1847, Dostoievski empezó a frecuentar las reuniones del círculo de Petrashevski, grupo de jóvenes que se juntaban una

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vez por semana para distraerse y conversar, y de quienes se sabía que eran discípulos de una u otra escuela del socialismo utópico (predominaban las teorías de Charles Fourier). Dostoievski no se convirtió a ninguna de estas escuelas y compartió la opi-nión de su amigo, el joven crítico literario Valerian Maikov, de que todas ellas ponían demasiadas limitaciones a la libertad del individuo para ser completamente aceptables. (Esta preocupa-ción por la libertad del individuo llegaría a ser, después, uno de los leitmotivs dominantes en la obra de Dostoievski.) Sin em-bargo, recibió un profundo adoctrinamiento en el pensamiento socialista, y estas enseñanzas dejarían una huella permanente sobre sus ideas y valores. El concepto de una transformación utópica de la vida terrenal en lo que habría de ser, en efecto, una realización del ideal cristiano del Paraíso como un ámbito de amor mutuo nunca dejó de rondar por su imaginación… aunque dista mucho de ser claro hasta qué punto creyó literal-mente que fuera posible.

Las discusiones un tanto desordenadas de las reuniones de Petrashevski se animaron mucho como resultado de las revo-luciones europeas de 1848, y la oleada de levantamientos que recorrió Europa llegó, aunque en batida, hasta las costas de Ru-sia. Los de Petrashevski, desde luego, estaban dedicados a la persuasión pacífi ca, pero Nikolái Speshnev, probablemente el prototipo del personaje de Stavroguin en Los demonios —a quien Dostoievski por entonces llamaba su “Mefi stófeles”—, formó una pequeña sociedad secreta dentro del círculo. El propósito de este grupo clandestino era hacer circular propaganda entre los campesinos, con la idea de crear una revolución contra la condición de los siervos. Dostoievski participó raras veces en las discusiones públicas sobre teoría que entablaran los miembros del grupo más numeroso, pero en las pocas ocasiones en que ha-bló fue para fustigar, con apasionada indignación, la intolerable injusticia de esta piedra de toque del orden social ruso. Por ello, no es sorprendente que se uniera al grupo revolucionario de Speshnev y que tratara de reclutar a otros para la causa.

En 1849, los de Petrashevski fueron rodeados por la policía secreta de Nicolás I, quien, en vista de la oleada revolucionaria que recorría Europa, había decidido no tolerar que ni siquie-ra se discutiesen esas ideas subversivas. Sin embargo, aunque se sospechaba la existencia de la organización auténticamente revolucionaria, ésta no fue revelada en la investigación consi-guiente, y tan sólo se la descubrió en 1922. De hecho, fue en 1956 cuando salieron a la luz los nombres de sus siete miem-bros. Dostoievski pasó toda su vida sabiendo que había sido al-guna vez revolucionario, que no había retrocedido ante la idea de derramar sangre, y su profunda comprensión de la psicolo-gía de los personajes atraídos por las ideas radicales seguramen-te puede atribuirse a semejante historia.

Su arresto, con su secuela, indiscutiblemente fue uno de los mo-mentos decisivos (tal vez el momento decisivo) de su vida. Fue sometido —junto con los demás— a la terrible prueba de un simulacro de ejecución, y estuvo en la segunda fi la de quienes, supuestamente, serían fusilados. Se convenció de que pronto acabarían con su vida, pero aun cuando el terror de ese momento se nos comunica en El idiota, por los recuerdos de otro petrashe-vista sabemos que también creía en alguna forma de vida ulterior. A Speshnev, convencido ateo, le dijo: “Estaremos con Cristo”. Pero Speshnev sólo respondió irónicamente, señalando al suelo: “Un puñado de polvo”. Este enfrentamiento con la eternidad marcó la transición entre el Dostoievski del decenio de 1840

—cristiano, desde luego, pero que esencialmente enfocaba los problemas de la vida terrenal— y el Dostoievski posterior, para quien los orígenes del mundo y de la existencia humana, como lo escribió en Los hermanos Karamázov, se encontraban en ám-bitos ultramundanos. El Dostoievski religioso-metafísico de las grandes novelas brotó de esta sádica farsa organizada por Ni-colás I, aunque sus efectos tardarían mucho en ser asimilados y dominados con fi nes artísticos.

No menor importancia tienen los cuatro años siguientes, pero en un nivel distinto. Dostoievski fue enviado a Siberia y vivió en un campamento para presos, principalmente con reos campesinos, muchos de los cuales habían cometido algún ase-sinato. Se encontró así Dostoievski en una situación que muy pocos miembros de su clase habían tenido jamás que soportar, y siempre atribuyó la mayor importancia a este contacto —sobre la base de una situación de igualdad, si no de inferioridad— con las terribles realidades de la vida del campesino ruso. Sintió que como resultado de sus tribulaciones había adquirido una percepción especial del carácter del pueblo ruso, y que su Cal-vario, como después escribiría en el Diario de un escritor, había conducido a “la regeneración de [sus] convicciones”.

Dostoievski había supuesto que algunos miembros de la in-telligentsia de la clase alta podían encabezar la revolución social que él y el grupo de Speshnev habían estado planeando. Por medio de su amarga experiencia personal, descubría ahora que la brecha cultural y espiritual entre las clases era tan enorme que no era posible ninguna auténtica comprensión entre ellas. Y se convenció de que ningún futuro tolerable para su patria podría comenzar hasta que fuese colmada esta brecha. En un nivel más personal, su intuición sobre la importancia que re-viste para la personalidad humana una captación de su propia libertad, ya presente en su rechazo de los programas socialistas, se hizo incomparablemente más profunda. Sus observaciones de sus compañeros de prisión le revelaron que la libertad de la voluntad o el libre albedrío no sólo era algo socialmente desea-ble, no sólo un postulado religioso, sino también una necesidad primordial de la personalidad humana. Acciones que podrían parecerle insensatas o irracionales a un observador superfi cial brotaban irresistiblemente, entre los presos vigilados noche y día, del “intenso e histérico anhelo de autoexpresión, del in-consciente deseo de tener una personalidad, del afán… de afi r-mar [una] personalidad oprimida, un deseo que de pronto se apodera de [alguien] y llega al punto de la furia, del despecho, de la aberración mental”. Dostoievski comparó esta furia in-contenible con la reacción de un hombre enterrado vivo y que, sin esperanza, golpea la tapa de su ataúd; el conocimiento cier-to de la inutilidad de sus esfuerzos no contendrá su desespera-ción visceral. Desde entonces, la idea de que la racionalidad o la razón podían considerarse como fuerza dominante y decisiva en la vida humana le pareció el colmo del absurdo.

Horrorizado al principio por las barbaridades de los cam-pesinos que eran sus compañeros de prisión, la actitud de Dostoievski hacia ellos fue cambiando gradualmente. Llegó a comprender que muchos de sus crímenes habían sido provo-cados por (y eran una rebelión contra) las impla-cables cruel-dades que habían tenido que soportar, y empezó a detectar (o creyó que podía detectar), bajo las brutalidades de su con-ducta aparente, la bondad y gentileza que había encontrado mucho tiempo antes entre los campesinos de la pequeña pro-piedad de su padre. En un esbozo revelador, “El campesino

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Marei”, Dostoievski pinta su repulsión ante el espectáculo de los campesinos presos embriagándose ruidosamente un día de fi esta, pero luego recuerda la ternura de Marei, el siervo de su padre, que lo había tranquilizado y lo había bendecido, siendo él un niño asustado. ¿No eran todos estos escandalosos salva-jes otros tantos Mareies, si se pudiera mirar en sus corazones? Tanto más cuanto que, cualesquiera que fuesen sus crímenes, siempre los habían reconocido como tales, y “cuando [durante la Pascua], con el cáliz en las manos el sacerdote leyó las pala-bras ‘Acéptame, oh, Señor, aun como ladrón’, casi todos ellos se prosternaron hasta el suelo, haciendo sonar sus cadenas”. La fe de Dostoievski en las innatas virtudes cristianas del campe-sinado ruso, las cuales le pareció discernir aun bajo el repelen-te exterior de aquellos empedernidos criminales campesinos, nunca vaciló en el futuro y llegó a ser una decisiva —si bien muy discutible— piedra de toque de su ideología ulterior.

A su regreso a Rusia en 1860, después de servir durante seis años como soldado y como ofi cial del ejército ruso, Dostoievs-ki encontró enteramente cambiada la atmósfera sociocultural. Pertenecía a la generación del decenio de 1840, que había sido

inspirada por un socialismo utópico francés, imbuido de una veneración a Cristo, y cuyas ideas fi losófi cas absorbió de los espaciosos horizontes metafísicos del idealismo alemán de He-gel, Schelling y Schiller. Ahora la vida cultural rusa estaba do-minada por una generación nueva, la de los sesenta, y sus guías, Nikolái Chernishevski y N. A. Dobroliubov, eran hijos de fa-milias de sacerdotes. Educados en seminarios religiosos pero desilusionados de la Iglesia, se habían convertido al radicalis-mo sociopolítico y buscaban alimento fi losófi co en el ateísmo de Feuerbach, el materialismo y racionalismo del pensamiento francés del siglo xviii y el utilitarismo inglés de Jeremy Ben-tham. Así, el radicalismo ruso adquirió una nueva base ideoló-gica, que fue formulada por Chernishevski como doctrina del “egoísmo racional”.

Al mismo tiempo, el ambiente sociopolítico del país tam-bién estaba pasando por un cambio trascendental. El nuevo zar, Alejandro II, había decidido abolir la esclavitud, y este enorme acontecimiento, que se llevó a cabo con relativa tranquilidad en 1861, dejó una profunda impresión en Dostoievski. Lo habían enviado a Siberia por su odio a aquel detestable aherrojamiento

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de una gran mayoría del pueblo, y ahora la esclavitud era elimi-nada por “la mano del zar”… sin las sangrientas revoluciones que habían sido necesarias para mejorar las condiciones de las clases inferiores en Europa (para no mencionar la Guerra Civil que ahora había estallado en los Estados Unidos). Dostoievski se sintió, así, más confi rmado aún en su convicción, expresada desde sus días de Petrashevski, de que Rusia no necesitaba bus-car en Europa la solución de sus propios problemas sociales. Más aún: de mucho tiempo atrás había estado convencido de que el pueblo ruso (los campesinos) no responderían a agitado-res revolucionarios de la intelligentsia, que predicaban panaceas esencialmente europeas. Lo que más temía era que tal agitación obstaculizara o anulara las reformas que estaba haciendo el zar liberador, no sólo con respecto a los esclavos sino también en el ejército, el sistema jurídico y otras áreas de gobierno.

Dostoievski volvió a la vida literaria de comienzos de los sesenta como director de dos periódicos: Vremya (El Tiempo) y Epokha (La Época), que propugnaban una doctrina llamada po-chvennichestvo (de pochva, tierra natal). Pedían encarecidamente a los miembros de la europeizada intelligentsia rusa y a los de la clase alta en general que retornaran a los valores de su pa-tria. A su vez, la intelligentsia aportaría de su educación euro-pea los benefi cios supuestamente civilizadores de su cultura; no obstante, al correr del tiempo fue perdiendo importancia este último aspecto del programa. Para Dostoievski, la enajenada intelligentsia estaba obligada a dar el primer paso para salvar el abismo asimilando las creencias y la psicología del pueblo, arraigadas en su tradicional fe religiosa. Los radicales, por su parte, insatisfechos ahora con las condiciones económicas con que se había liberado a los siervos, estaban intentando causar disturbios, y Dostoievski se oponía a esta agitación porque es-taba provocando la reacción que él temía. Sin embargo, había algo más importante: la doctrina del “egoísmo racional” cho-caba de lleno con la modifi cación de sus convicciones, resul-tante de su arresto y sus años en prisión. Creer que todas las necesidades y los deseos de la personalidad humana podían ser satisfechos por la simple razón era, según él, prueba de la más miope ingenuidad; a la vez, tomar el egoísmo como base de una fi losofía moral no sólo era algo contradictorio en sus términos sino que podía justifi car los peores abusos. Después de Siberia, Dostoievski había llegado a considerar los valores cristianos de amor y autosacrifi cio como posesión inerradicable de la psique social-moral rusa, y como el único rayo de luz que brillaba en medio de las tinieblas morales circundantes.

La casa de los muertos, una semifi cticia autobiografía de sus experiencias en prisión, fue unánimemente aclamada, y restau-ró la reputación literaria de Dostoievski. Escrita en un esti-lo totalmente distinto de las exploraciones psicológicas de sus novelas, también revela lo multifacético de su talento; estas memorias agudamente observadas y objetivamente escritas las admiraba con fervor Tolstoi, quien en cambio criticaba acerba-mente ciertos rasgos de las obras de fi cción más conocidas. Na-die había expuesto antes este mundo cerrado de los campamen-tos de prisión, ni mostrado tanta comprensión y simpatía hacia sus habitantes. La siguiente obra importante de Dostoievski, su novela corta Memorias del subsuelo, pasó en gran parte inadver-tida, pero hoy con justicia se le considera como una creación sumamente original. Predecesora de toda una línea de moder-nos retratos de personajes cínicos y atrabiliarios, también es el preludio del gran periodo creador de Dostoievski.

Aquí lanza Dostoievski un ataque en gran escala contra las premisas de la ideología radical mediante la dramatización de sus consecuencias sobre la personalidad de su hoy célebre “hombre del subsuelo”. Con gran penetración muestra a un personaje lleno de resentimiento reprimido y de rabia tanto contra sí mis-mo como contra los demás, y atribuye todos sus rasgos malig-nos a la aceptación de ciertas ideas radicales. Ningún escritor puede compararse con Dostoievski en su capacidad de retratar esta relación entre las ideas y sus efectos sobre la personalidad humana. ¿Qué signifi caría realmente para la conducta humana si se aceptara, como lo hace el hombre del subsuelo, la negación que hace Chernishevski de la realidad de la libre voluntad o libre albedrío? La primera parte de esta obra, la que ha ejercido mayor infl uencia, muestra la lucha que emprende el hombre del subsuelo como ser humano por reconciliarse emocional-mente con todas las implicaciones de semejante doctrina sobre la vida real (aunque lo haga de manera tan tortuosa e intrincada que esta fuente ideológica puede ser pasada por alto). No obs-tante, este descubrimiento de la relación entre la ideología y la psicología o, más bien, el genio de Dostoievski para mostrar todos los sutiles entresijos de su interrelación, se convirtió en la característica de su talento particular y allanó el camino a sus grandes creaciones novelísticas.

Las tres novelas que escribió entre 1865 y 1871 siguen, todas ellas, el camino hollado por las Memorias del subsuelo. Crimen y castigo tiene por punto de partida el componente utilitario de la ideología radical —“una muerte y cien vidas a cambio: simple aritmética”—, combinado con las ideas de otro infl uyente radi-cal, Dimitri Pisarev, quien había esbozado los lineamientos de un nuevo héroe protonietzscheano, un Superhombre embrióni-co, para quien el bien y el mal (incluyendo el asesinato) sólo eran cuestión de gusto y de inclinación personal. Raskólnikov había imaginado, así, ser un “gran hombre” dedicado a mejorar el des-tino de la humanidad, pero descubre que un hombre verdadera-mente grande no se preocupa por los demás, y que él no puede llegar a serlo precisamente porque es psíquicamente incapaz de eliminar el elemento moral de su personalidad. Atrapado en esta traicionera dialéctica de ideas radicales, a Raskólnikov le resulta imposible suprimir su heredada conciencia cristiana, y el retrato de su lucha interna no tiene igual desde Macbeth.

En El idiota intenta Dostoievski mostrar su propio ideal del “hombre perfectamente bello”, la fi gura —semejante a Cris-to— del príncipe Mishkin, cuyo resplandor inspira a otros pero que, a su vez, se hunde en la congoja porque la universalidad de su compasión cristiana resulta incompatible con las limi-taciones de su naturaleza terrenal de ser humano. En la única declaración directa que jamás hiciera de sus convicciones reli-giosas, escrita en un cuaderno de notas mientras velaba al lado del ataúd de su primera esposa, escribió Dostoievski: “Es im-posible amar a otro como a uno mismo, según el mandamiento de Cristo. La ley de la personalidad en la tierra nos encadena. El ego se entromete… pero Cristo fue un perpetuo ideal eterno al que el hombre aspira y al que, de acuerdo con la ley de la naturaleza [puede presumirse, de la naturaleza humana], debe aspirar”. Estas melancólicas refl exiones quedan dramatizadas en la historia del príncipe Mishkin, ciertamente el más con-movedor héroe cristiano de toda la literatura moderna, cuya psicología fue determinada por las propias cavilaciones de Dos-toievski sobre el signifi cado de la encarnación de Cristo para la vida humana.

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Dostoievski escribió El idiota durante su estadía de cuatro años en el extranjero (1867-1871), originalmente planeada como breve viaje de vacaciones pero prolongada por temor a ser arrojado, al regresar, a la prisión por deudas. Éstos fueron años de resignada pobreza y aislamiento, aliviados tan sólo por la compañía de Anna Grigórievna, su segunda esposa, siempre leal, dedicada y mucho más joven que él, y que también le sirvió de amanuense. Fue aquél, asimismo, el periodo de su fi ebre del juego, esporádico vicio al que le han prestado excesiva atención los biógrafos que buscan la clave de su obra en un aspecto pato-lógico de su personalidad. Se debe tener en cuenta que en estos años, Dostoievski escribió El idiota en circunstancias prácticas extremadamente difíciles, así como dos brillantes novelas cor-tas: El jugador y El eterno marido. También apuntó algunas notas para una magna obra, en varios volúmenes, que nunca llegó a escribir: La vida de un gran pecador, de la que sacó materiales para Los demonios y para Los hermanos Karamázov.

Dostoievski empezó a escribir Los demonios estando aún en el extranjero, y con esta coruscante creación, probablemente la más grande novela jamás escrita acerca de conspiraciones po-líticas, volvió al ataque contra la ideología radical ya iniciado antes. En Crimen y castigo sólo había imaginado que las ideas radicales pudieran conducir al asesinato, pero ahora un grupo clandestino encabezado por Serguéi Nechaev había asesinado a uno de sus propios miembros, probablemente por temor a ser traicionado. Dostoievski vio este acontecimiento como confi r-mación de sus peores temores acerca de los efectos moralmente peligrosos de los principios radicales, que durante sus años de exilio había llegado a considerar como una infección de la so-ciedad europea que ahora estaba invadiendo el cuerpo político ruso. Proponiéndose al principio esbozar un breve “panfl eto político” acerca del asunto Nechaev, vio que la obra crecía en alcance y complejidad, y para completarla necesitó mucho más tiempo del que había planeado.

A la postre, la obra se convirtió en parte en un replantea-miento del tema del confl icto de generaciones tratado tan ma-gistralmente por Turgueniev en Padres e hijos, pero captado en una etapa ulterior. El débil y ridículo pero encantador y funda-mentalmente humano idealista liberal Stepan Trofímovich Ver-

jovenski personifi ca la generación de los cuarenta; las maqui-naciones totalmente cínicas y despiadadas de su hijo Piotr (que pone en práctica las ideas inmisericordemente maquiavélicas de Nechaev y provoca el asesinato) representan la desastrosa culminación del “egoísmo racional” de la generación de los se-senta. Este tema es combinado con el de Stavroguin, personaje tomado de La vida de un gran pecador: un brillante y byroniano dandy, a la manera de Eugene Oneguin, que ha perdido la fe religiosa y que vanamente busca una causa a la que pueda de-dicar sus fuerzas. Los demonios es la más intelectualmente rica de las grandes novelas, prácticamente una enciclopedia de la cultura decimonónica rusa fi ltrada a través de una perspectiva candentemente irrisoria y, a menudo, grotescamente graciosa. Ninguna otra novela muestra tan claramente el subestimado talento de su autor como satírico.

Dostoievski retornó a Rusia en 1871 con Los demonios escrito sólo a medias, y su terminación en 1872 inició una nueva fase de su carrera artístico-ideológica. Pues descubrió que el radica-lismo ruso había desarrollado ahora unas ideas que, al menos en parte, estaban mucho más cerca de las suyas que en el pasado. Especialmente, los radicales estaban ahora dispuestos a aceptar la validez de los valores morales cristianos (aunque no de la reli-gión misma). Éstos eran los mismos valores antes ridiculizados y descartados que Dostoievski había difundido y propagado en sus obras durante todos los sesenta. Por ello, sus escritos durante los setenta serían poderosamente afectados por esta mutación de la ideología radical, y hasta lo llevarían a una alianza tempo-ral con los populistas de izquierda, en cuyo periódico Oteches-tvenniye Zapiski (Notas de la Patria) publicó su siguiente novela. La condición de profeta que ahora había alcanzado Dostoievski puede atribuirse en parte a esta alteración del punto de vista radical, cuyos partidarios ya no rechazarían automáticamente y de inmediato toda declaración escrita en términos de moral cristiana. Pero esto nos lleva al comienzo del presente volu-men, y a esos asombrosos diez años de la vida de Dostoievski que culminaron, no sólo en un triunfo personal, sino también en Los hermanos Karamázov, la respuesta artística de su genio a todas las tormentosas agitaciones de aquéllos. G

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Tantísimos y excitantes y gozosos viajes a México desde los años setenta me obligan a reseñar, en este módico formato, tan sólo una serie de impresiones.

El primer encuentro, en noviembre de 1973, fue poco edi-torial: uno de aquellos tumultuosos viajes organizados por Bo-caccio (la discoteca de la gauche divine, etc.), en un avión cuyos pasajeros tenían como leitmotiv divertirse a tope durante unos diez días, mientras el cuerpo aguantase. Llegamos el Día de Muertos y nos llevaron a un pueblo cercano, asistimos a la apo-teosis de lo macabro, tan normal para los nativos. Luego, entre tequila y tequila, en el bar del Hotel del Prado con el famoso mural de Diego Rivera, se planeaban los obligados safaris tu-rísticos: las pirámides, los jardines de Xochimilco, la visita a un cabaret tan cutre y, digamos, buñuelesco que hacía palidecer a los más osados de Barcelona, el desmadre de los mariachis en la plaza Garibaldi, el impresionante Museo de Antropología, la bulliciosa explanada del Zócalo frente a la Catedral, la tra-ca fi nal en Acapulco, con el espectáculo a priori kamikaze de los clavadistas de La Quebrada lanzándose desde lo alto de la escarpada a las olas que emergían unos segundos, salvadoras, entre las rocas.

Entre los viajeros estaban mis amigos Manolo Vázquez Montalbán y el Perich. Con ellos y nuestras parejas, Jordi Sivi-llá, el distribuidor de Enlace Mexicana, que se ocupaba de sus libros y de los de Anagrama, nos llevó a visitar la sede de la em-presa y luego a una librería recién inaugurada, que recuerdo de tamaño escaso, la Gandhi, y nos presentó a su dueño, Mauricio Achar. Recuerdo que compré una joya: el libro de Octavio Paz sobre Duchamp, publicado por Era. Otro día nos llevó en su coche a Cuernavaca, y paladeamos la práctica de la consabida “mordida”. Al aparcar el coche, se acercó un torvo policía (“ya está”, dijo Sivillá) argumentando una real o presunta infrac-ción. Sivillá le tendió la cartera con el permiso de conducir, junto al cual había dispuesto unos billetes, que el guardián de la ley se guardó sin más comentarios. Tras este rito de paso y visitar la correspondiente (y decepcionante) Librería de Cristal de la ciudad, fuimos a almorzar al célebre restaurante Las Ma-ñanitas, en el que, como en el verso de Rubén Darío, “el jardín puebla el triunfo de los pavos reales”.

El segundo viaje, en 1975, si recuerdo bien, fue más mo-

nográfi camente editorial. El fi nal del franquismo estaba muy próximo y tuve interés en conocer a Costa Amic, a quien visité en su editorial, que publicaba en castellano y también en cata-lán, me regaló una Historia del POUM de Víctor Alba; también estuve con el viejo Fabregat, que tenía una distribuidora de li-bros y revistas en catalán, como Pont Blau y Xaloc, en las que las diversas voces del numeroso exilio a menudo se atizaban de lo lindo. Y sobre todo conocí a Neus Espresate, que, con Vicente Rojo y Azorín, había fundado Era, una editorial admirable y para mí muy querida, en la que además de publicar excelente literatura óGarcía Márquez, Pacheco, Pitol, Lowryó y los re-portajes de los dos autores estrella de la casa óMonsiváis y la Poniatowskaó, habían lanzado los izquierdosos y combativos Cuadernos Era, cuya sintonía con los Cuadernos Anagrama era evidente.

También en México, el patriarca Arnaldo Orfi la había fun-dado Siglo XXI a mediados de los sesenta, la más importante editorial de ciencias sociales en lengua española (con la que me topaba a menudo persiguiendo derechos de traducción). Un editor excepcional.

Neus me presentó a su grupo de íntimos, Carlos Monsiváis, Tito Monterroso, Bárbara Jacobs, Margo Glantz, Luz del Amo, Luis Prieto, naturalmente a Vicente y Albita Rojo y muchos otros. Todos ellos íntimos también de Sergio Pitol (gran amigo mío de sus tiempos de Barcelona), quien deambulara duran-te décadas por Europa como asesor cultural de las embajadas mexicanas de París, Varsovia y Moscú y luego como embajador en Praga hasta su regreso a México.

Entretanto, aquel librero afi cionado, el dueño de Gan dhi, estaba ya empezando a convertirse en un coloso y a hacer de su librería el mayor imperio librero de América Latina. Creo que fue Neus la primera que me dijo una frase célebre en el medio: algo así como que cuando Gandhi estornudaba (un pequeño retraso en los pagos, la exigencia de un descuento adicional, una voluminosa devolución inesperada), las editoriales tenían una pulmonía. Y en Gandhi conocí, pero eso fue en el tercer o cuarto viaje, hacia 1977, a otro personaje, Ricardo Nudelman, el segundo de Mauricio Achar (y ahora, por cierto, gerente ge-neral del Fondo de Cultura Económica), con quien componía un dúo singular, como pensado por un buen guionista. El ex-trovertido Achar era un adicto a los grandes negocios, a la ex-pansión librera, a la compra de miles (si no millones) de libros norteamericanos ilustrados de saldo, remainders, que inunda-ban la ahora inmensa Gandhi, y otros trapicheos (aunque su verdadera vocación era la de actor: en el altillo de la librería había montado un activo teatrito donde una tarde vi cómo

Mis viajes a México*1

Jorge Herralde

* Jorge Herralde, El optimismo de la voluntad. Experiencias editoriales en América Latina, fce, México, 2009.

1 La Vanguardia, 17 de noviembre de 2004. Texto inédito en libro.

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actuaba con enorme entusiasmo, como patrón de un lupanar, en una vigorosa pieza, creo que escrita por Germán Dehesa). Nudelman, por el contrario, silencioso, refl exivo, serio, parecía encarnar (una sobreactuación minimalista, si se me permite) un papel de consigliere, como el Robert Duval de El Padrino (sin ninguna connotación mafi osa, claro está, aunque se imponía la visibilidad del poder). Y en el bar de la Gandhi, también en el altillo, se reunían entonces, huyendo de los milicos, de la sangrienta represión de la dictadura militar, tantos argentinos exiliados y, al igual que en España, vivifi cando con su talento el sector editorial y librero.

En 1979 empezó, impulsada por el Gordo Taylor (no recuer-do su nombre, ni nunca lo oí pronunciar: el apodo se le quedó pegado a su cuerpo no esmirriado), la Feria de Minería, muy céntrica, no lejos del Zócalo. Fue una Feria imprescindible, a la que asistí hasta 1982, cuando, de pronto, el mismísimo día en que se iniciaba la Feria el peso se devaluó y se desplomó y siguió su caída, pese a que muy poco antes el presidente de México, López Portillo, menudo pájaro, había afi rmado enfá-ticamente que el peso era intocable (la frase era mucho más colorida: “Defenderé al peso como un perro”).

Dejé de ir a la Feria de Minería, que quedó muy tocada, pero seguí viajando a México muy a menudo con un forma-to bastante similar: una semana en el Distrito Federal con los amigos, escritores, libreros, periodistas y nuestros sucesivos distribuidores, y después diez o quince días de turismo. Posi-blemente conozca algo mejor, o menos mal, México que Es-paña, con lugares predilectos como Yucatán, Oaxaca y su inol-vidable Zócalo y el recuerdo de Malcolm Lowry (Oaxaca: “La palabra era como un corazón que se quebraba, un repentino repicar de campanas sofocadas en medio del vendaval, últimas sílabas de algún sediento que agoniza en el desierto”, dice el Cónsul en Bajo el volcán), y desde luego la Xalapa de Sergio Pitol y los julepes de menta que Lali y yo nos tomábamos con él en Veracruz.

Y en cada viaje los encuentros con nuestra “familia” mexi-cana, Sergio, ya de regreso; el Monsi, Tito y Bárbara, Margo, Luz, Neus, Vicente y Albita, más ocasionalmente García Pon-ce, y también Federico Campbell y más tarde el joven y espí-

dico Villoro. Y también los encuentros con otra familia, la de Plural y Vuelta, la familia de Octavio Paz, es decir, el agudísimo Alejandro Rossi (que nadie se pierda el Manual del distraído), siempre con Olbeth, su esposa, o Gabriel Zaid, el autor de Los demasiados libros (tan citado como poco seguido el consejo del título). Por cierto, es bien conocido que en México, al igual que en otros países latinoamericanos, los intelectuales que confor-man el cogollo ilustrado han leído más (lo han leído todo) y son mucho más cultos que nadie, nos dejan con la boca abierta.

Ya en los noventa, después de décadas de circulación de nuestros libros en México según el método de “ensayo y error” (con predominio del error de bulto), fi nalmente llegamos a una distribución más sensata, que nos produce menos sobresaltos (e incluso muchos placeres) en las visitas al Distrito Federal. Y también nos ha permitido incorporar a muchos más autores mexicanos en nuestro catálogo: así, Glantz, Fadanelli y Bellatin en narrativa, o los ensayos y reportajes de Monsiváis, González Rodríguez y Bartra.

Y empecé a ir casi cada año a la Feria de Guadalajara, que ha ido creciendo y creciendo hasta convertirse en la Feria por an-tonomasia en lengua española. Entre los numerosísimos actos culturales, destaca la concesión del Premio Juan Rulfo a la obra de una vida. El primer autor español con esta distinción fue un viejo amigo, Juan Marsé, a quien acompañé con su esposa Joa-quina, Joan de Sagarra y otros amigos, en el vuelo de Barcelona a Guadalajara, y este año el premio ha correspondido a otro buen amigo, Juan Goytisolo (acotación no menor: ambos son barceloneses, ninguno de los dos tiene el Premio Cervantes). El Premio Juan Rulfo lo han obtenido también, entre otros, autores publicados por Anagrama como Pitol, Monterroso y García Ponce.

Y a la Feria de Guadalajara, con la cultura catalana en el lu-gar de honor, acudiré de nuevo y con mayor razón. Una Feria en la que queremos también subrayar nuestro agradecimiento al México que presidió el general Cárdenas y que fue tierra de asilo para tantísimos exiliados de nuestro país tras la Guerra Civil, y a quienes México, por otra parte, tanto debe a su vez agradecer (y subrayemos el ámbito editorial y cultural) por la fecunda labor de tantos de ellos en su país de acogida. G

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Victor Serge, el gran escritor rusobelga que nos narró las revolu-ciones del siglo xx, llegó a la ciudad de México el 5 de septiembre de 1941 acompañado de su hijo Vlady, quien pronto se daría a conocer como un pintor de renombre.1 Las únicas pertenencias de ambos eran dos baúles repletos de manuscritos, acuarelas y dibujos, además de una maleta con ropa y unos cuantos objetos de familia. De estatura normal, recio y entrecano, Victor Serge apa-rentaba entonces un poco más de sus 51 años. Una fuerza tran-quila y dulce, una gran integridad, así como cierto agotamiento, emanaban de lo profundo de sus ojos color ámbar. ¿Quién era ese hombre que cargaba sobre sus hombros el cansancio de una época de cataclismos y la pesadumbre de incontables derrotas?

El ofi cio de vencido

Novelista, historiador, traductor, periodista y poeta, Victor-Napoleón Lvovich Kibalchich, mejor conocido como Victor Serge, nació en Bruselas el 31 de diciembre de 1890 de pa-dres exiliados, y murió, igualmente en el exilio, en la ciudad de México el 17 de noviembre de 1947. Su larga trayectoria mili-tante empezó a los quince años en la Joven Guardia Socialista de Ixelles y prosiguió en las fi las libertarias tras la lectura del folleto de Kropotkin A los jóvenes. Todavía adolescente, viajó a París, donde entró en contacto con individualistas radicales que pregonaban la guerra a muerte contra la sociedad.2 No com-partía su estrategia, pero sí su indignación, y quedó atrapado en un trágico asunto de asaltantes vegetarianos que le costó cinco años de prisión. Fue su primera condena; no sería la última.

Liberado en 1917, pasó a España, donde se acercó a los anarcosindicalistas de la Confederación Nacional del Trabajo. Fue en el periódico barcelonés Tierra y Libertad donde empezó a fi rmar sus artículos con el seudónimo que lo haría famoso: Victor Serge.

Participó, todavía, en la fallida insurrección de julio de 1917 en Barcelona y, luego de una prolongada estancia en un campo de concentración francés, llegó a Petrogrado hacia enero de 1919 para adherirse al bolchevismo de Lenin y Trotsky.

Combatiente en la guerra civil, organizador de los primeros servicios de información de la Comintern, agente clandestino en Europa, Victor Serge vivió tanto el fracaso de la revolución europea como la progresiva degeneración del régimen soviéti-co. Conservó, en estas andanzas, una marcada sensibilidad li-bertaria y una gran independencia de pensamiento, lo cual, a la postre, le permitió formular críticas certeras y demoledoras al socialismo estalinista.

A partir de 1924 fue miembro de la oposición de izquierda (trotskista), lo cual marcó su destino como perseguido políti-co cerrándole, poco a poco, todas las puertas como dirigente, tanto político como intelectual. Encarcelado una primera vez en 1928, fue sucesivamente liberado y fi nalmente deportado a Orenburg, ciudad en las remotas estepas orientales, que era la antesala geográfi ca y política del gulag.

En una carta-testamento escrita poco antes de su última de-tención, Serge fue de los primeros en defi nir a la Unión Sovié-tica como un país totalitario, algo que los comunistas ofi ciales nunca le perdonarían.3 Hacia la primavera de 1936, por un “milagro incomprensible” y la ruidosa presión de sus amigos europeos, fue expulsado de la URSS y despojado de la ciuda-danía soviética, la única que poseía. Volvió entonces a Europa occidental junto a su esposa, Liuba Russakova, y sus dos hijos, Vlady y Jeannine, poco antes de que empezaran los procesos de Moscú.

Pasó los tres años siguientes en Bruselas y en París, entrega-do a un trabajo monumental, poético y literario, además de pe-riodístico, histórico y teórico. Sobreviviente de la peste negra y también de la peste roja, llegó a México, último refugio de los proscritos en un mundo sin evasión posible.

La aventura había empezado un año antes, en agosto de 1940, cuando, desprovisto de recursos materiales, Serge había hecho contacto en Marsella con el Emergency Rescue Committee (erc, o cas por sus siglas en francés), constituido en Estados Unidos para rescatar a los artistas e intelectuales perseguidos por los nazis.4

El último exilio de un revolucionario:Victor Serge en México (1941-1947)*Claudio Albertani

* Selección y prólogo de Phillip Ollé-Laprune, Tras desterrados, fce, México, 2010.

1 Tarjeta de identifi cación No. 131930. Archivo General de la Nación, Galería 5, “Inmigrantes apátridas”.

2 Véanse Bernard Thomas, La bande à Bonnot, Claude Tchou Édi-teur, París, 1968; Malcolm Menzies, En exil chez les hommes, Éditions rue de Cascades, París, 2007.

3 Carta a Magdeleine y Maurice Paz, Clara y Jacques Mesnil, Marcel Martinet, fechada en Moscú, 1 de febrero de 1933, publicada en versión integral por Plural. Revista Cultural de Excélsior, septiembre de 1992. Una versión resumida se encuentra en Victor Serge, Memo-rias de mundos desaparecidos (1901-1941), Siglo XXI Editores, México, 2002, pp. 285-286. Véase también, Enzo Traverso, Le totalitarisme, Éditions du Seuil, París, 2001, pp. 278-281.

4 Varian Fry, Surrender on Demand, Random House, Nueva York,1945. La edición más reciente, con excelente aparato crítico, es la

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El erc era dirigido por Varian Fry, un joven e intrépido profesor de fi lología clásica que había abandonado la vida des-preocupada de la bohemia neoyorquina para entregarse a una tarea difícil y peligrosa. Contra la voluntad de su gobierno, casi sin medios fi nancieros, pero con el auxilio de un puñado de valientes internacionalistas, Fry estableció una exitosa red de fuga que puso a salvo a cientos de personas, entre las que se cuentan Hannah Arendt, André Breton, Benjamin Péret, Re-medios Varo, Max Ernst, Wilfredo Lam, Marcel Duchamp y Paul Westheim.5

He aquí el testimonio que Fry nos dejó de Serge, con quien residió algunos meses en la villa Air-Bel —a las afueras de Mar-sella— junto a otros fugitivos: “Nos hablaba durante horas enteras de lo que había vivido en las prisiones rusas, evocaba las conversaciones con Trotsky, o disertaba sobre las policías secretas europeas, argumento que manejaba con destreza. Es-cucharlo era como leer una novela rusa”.6

Habría que precisar que Victor Serge nunca fue un intelec-tual de mesa sino que “siempre vivió la necesidad de prolongar las exigencias del espíritu en la acción”.7

Era autodidacta, conocía las asperezas del trabajo manual y tenía una inteligencia ágil, forjada al calor de una prolongada permanencia tras las rejas. Un joven del hampa marsellesa que colaboraba con el erc consiguiendo papeles falsos para los re-fugiados lo recordaría como la única persona “respetable” (¡!) entre los ilustres huéspedes de la villa Air-Bel.8

Planeta sin visado

Con el auxilio de Nancy y Dwight Macdonald —editores en Nueva York de la revista Partisan Review—, Serge intentó emi-grar a Estados Unidos; sin embargo, las autoridades norteame-ricanas le negaron la entrada por su pasado anarquista y bol-chevique. Surgió entonces la opción de México, a la sazón uno de los pocos países que, aun con ciertas restricciones, recibía a los refugiados políticos procedentes de Europa. El cónsul en Marsella era entonces Gilberto Bosques (1892-1994), valiente diplomático que ayudó a cientos de personas (entre ellas a mu-chos judíos) a huir de Europa.

Auténticos ángeles de la guarda, los Macdonald se pusieron en contacto con Frank Tannenbaum, el prominente historiador de la Revolución mexicana. Ex militante del sindicato Indus-trial Workers of the World y antiguo simpatizante magonista, Tannenbaum tomó muy en serio el caso de Serge. Sin perder tiempo, envió una carta al presidente Lázaro Cárdenas, solici-tando que el revolucionario rusobelga y su familia fueran admi-tidos en México en calidad de asilados políticos.9

Cárdenas respondió favorablemente; sin embargo, por una serie de tropezones, el trámite tardó casi un año. ¿Por qué? En opinión de Vlady, a causa de las maquinaciones de agentes estalinistas incrustados en el gobierno de Cárdenas.10 El hecho es que la visa fue autorizada el primero de noviembre de 1940 y transmitida al consulado de Marsella el 29 del mismo mes a nombre de Victor Serge —seudónimo sin validez legal— y no de Victor Kibalchich.11

Mientras tanto, la situación política se precipitaba. La Ges-tapo detenía y sucesivamente “suicidaba” a protegidos del erc, como ocurrió con el conocido economista austriaco Rudolf Hilferding.12 La suerte cambió cuando, de un día para otro, el gobierno de Vichy dispuso conceder a los extranjeros todavía no requeridos por los nazis el permiso de viajar a la isla de la Martinica, posesión francesa en el Caribe.13

Era el caso de Serge. A sabiendas de que se trataba de una oportunidad única (duró sólo dos meses), el erc se dio a la tarea de encontrar una compañía de navegación confi able, lo cual tampoco fue fácil porque abundaban las estafas. El 25 de mar-zo de 1941, Serge y Vlady se embarcaron en el Captain Paul-Lemerle, “campo de concentración fl otante”, con destino a la Martinica. Viajaban con ellos André Breton y Wilfredo Lam con sus respectivas familias, 35 protegidos más del erc y otros 100 refugiados, amontonados en el puente y las bodegas pues el buque sólo contaba con dos cabinas y siete literas.14

La travesía resultó agradable a pesar de la pésima comida y el constante peligro de los submarinos alemanes. Cuando no charlaban con otros pasajeros, padre e hijo contemplaban los vastos paisajes del hemisferio occidental: “teníamos el cerebro lleno de estrellas. Cuando llegamos al trópico, hicimos una fi esta. La Vía Láctea, tan pálida en Europa, se ensanchaba hacia lo alto como una nube blanca vasta y luminosa”.15

El encanto fue breve. Al llegar a Fort-de-France, en la Mar-tinica, los extranjeros sin visa para otro país fueron detenidos. Los Kibalchich acabaron en un campo de concentración tórri-do y sin agua potable, guardados a vista por gendarmes que les robaron amenazando con enviarlos al Sahara si protestaban.

Permanecieron un mes allí con el peligro de ser devueltos a Francia en cualquier momento; recobraron la libertad sólo

francesa: Varian Fry, Livrer sur demande. Quand les artistes, les dissidents et les juifs fuyaient les nazis (Marseille, 1940-41), Agone, Marsella, 2008.

5 La historia del erc ha sido contada, entre otros, por dos de sus integrantes: Mary Jayne Gold, Crossroads Marseilles 1940, Doubleday & Co., Nueva York, 1980, y Daniel Bénédite, La fi lière marseillaise. Un chemin vers la liberté sous líoccupation, pref. David Rousset, Clancier Guénaud, París, 1984.

6 Véase Fry, Livrer sur demande…, op. cit., p. 129.7 George Henein, L’esprit frappeur. Carnets 1940-1973, Encre,

París, 1980, p. 57. 8 Véase Gold, op. cit., pp. 286 y 306.9 Nota de Nancy Macdonald a Frank Tannenbaum, acompañada

de una carta de Max Eastman sobre la visa a Serge, y una carta de Tannenbaum al presidente Cárdenas con fecha 8 de octubre de 1940. Archivo de Jeannine Kibalchich.

10 Entrevista con Vlady, 15 de febrero de 2005. 11 Ofi cio No. 4.351. 0”40”/II360 de la Secretaría de Gobernación,

expediente No. 4.351. 0”40”/I2263, del 4 de abril de 1941, fi rmado por el ofi cial mayor Adolfo Ruiz Cortines (quien será presidente de México entre 1952 y 1958) y enviado a Serge el 26 de mayo del mismo año. El ofi cio le informaba de que la visa se cancelaba por no haber sido utilizada. Cortesía de la Fundación Victor Serge, Montpe-llier, Francia. Archivo de la Universidad Yale, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Victor Serge Papers (en adelante, Archivo de la Universidad Yale), http://webtext.library.yale.edu/xml2html/beinecke.SERGE.con.html

12 Véase Fry, op. cit., pp. 192-200.13 Véanse Bénédite, op. cit., p. 190; Fry, op. cit., pp. 210-211. 14 Carta de Serge al erc con fecha 25 de mayo de 1941, Archivo

de la Universidad Yale. Otro pasajero, el antropólogo Claude Lévi-Strauss, proporciona la cifra de 350 personas. Véase C. Lévi-Strauss, Tristes Tropiques, Plon, París, 1955, p. 23.

15 Véase Vlady, entrevista citada.

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cuando les fue entregada una visa de tránsito para la República Dominicana. Se embarcaron, acto seguido, con rumbo a Ciu-dad Trujillo (Santo Domingo), donde les esperaba un viejo co-nocido: el pintor español Eugenio Granell.16

Errando de una isla a otra

Ahora estaban libres, pero aún quedaban muchos problemas por resolver. No contaban con una visa válida para México y, de todos modos, no había transporte directo entre los dos países. “Es un hecho: el camino más corto para ir de aquí a México pasa por Nueva York”, anotó Serge irónicamente. “El otro es el que pasa por Cuba, pero allá los estalinistas están muy fuertes y han logrado jugarme una mala pasada.”17

Mientras tanto, el Departamento de Estado norteamericano había desarrollado un vivo interés por nuestro desterrado quien, recién llegado a Ciudad Trujillo, recibió la visita de John A. But-ler, agregado naval de Estados Unidos, que lo interrogó exten-samente acerca de su solicitud de visa para ese país. Gracias a las investigaciones de Susan Weissman sabemos que, en su reporte a Washington, Butler apuntó que Serge era un observador “bri-llante y bien entrenado”, integrante de un supuesto “estado ma-yor rojo”. Como resultado, las autoridades norteamericanas le rechazaron la visa de tránsito, decomisaron dos maletas que ha-bía enviado a Estados Unidos y el fbi abrió un dossier a su nombre fotografi ando su correspondencia hasta el día de su muerte.18

En realidad, hacía tiempo que Serge había renunciado a in-ternarse en Estados Unidos y en aquella primavera de 1941 sólo ansiaba llegar a México. El clima tropical de Santo Do-mingo no le favorecía: “Me siento la sombra de mí mismo y, aunque mi máquina de escribir no descansa, no puedo hacer nada para nadie, sino que, por el contrario, dependo por com-pleto de unos amigos (admirables) neoyorquinos”.19

Serge y Vlady intentaron la vía de Haití, pero en Puerto Príncipe los agentes migratorios les obligaron a tomar el ca-mino de regreso.20 Sumamente angustiados, permanecieron en Santo Domingo tres meses más, hasta la llegada de las ansiadas visas: la de México con los apellidos en regla y la de tránsito para Cuba. Volaron entonces a La Habana, donde les esperaba otra sorpresa desagradable. Cuenta Vlady:

En el avión, yo brincaba emocionado de una ventana a otra, dibu-jando las nubes que, por primera vez, veía desde arriba. Sin embargo, mi afán artístico fue mal interpretado por el piloto que, convencido de que era yo un espía soviético, confi scó los dibujos. En La Habana, nos bajaron del avión y nos detuvieron. Primero nos metieron a un campo de concentración cerca de Santiago de Cuba y al día siguiente a una cárcel de La Habana, llamada La Triscornia.

Una vez más, corrieron con suerte. En Cuba se encontraba Gilberto González y Contreras (1904-1954), exilado salvado-reño que apreciaba la obra de Serge y había traducido algunos de sus poemas. Al enterarse de que el escritor estaba detenido con su hijo, pidió permiso para visitarlos. “Van a salir pronto”, les comentó radiante. Era verdad, pues, gracias a sus contactos de alto nivel en el gobierno de Fulgencio Batista, González y Contreras logró su liberación en cuestión de días.

Antes de seguir rumbo a México, Serge ofreció una confe-rencia en la Casa de los Sindicatos de La Habana. Su detención había causado cierto ruido y cerca de tres mil personas se ha-cinaron en la sala. El ambiente era tenso por la presencia de militantes del Partido Comunista fi eles a Stalin y por el tema candente, la agresión alemana a la URSS (21 de junio de 1941), pero Serge logró exponer sus ideas sin alterarse.21

El último exilio

El día siguiente, una vez más gracias al apoyo fi nanciero de los Macdonald, Vlady y Victor buscaron una agencia para volar a Mérida y el 5 de septiembre llegaron a la ciudad de México.22 En el aeropuerto internacional Benito Juárez, les esperaban Ju-lián Gorkin (Julián Gómez García), Enrique Gironella (Eric Adroher i Pascual) y el editor Bartomeu Costa-Amic. Los tres eran miembros prominentes del Partido Obrero de Unifi cación Marxista (poum), y sobrevivientes de otro drama sangriento: la Revolución española.

Costa-Amic recién había publicado el Retrato de Stalin de Serge (1940) con prefacio de Gorkin, y estaba en prensa Hitler contra Stalin, libro sobre la invasión nazi a la URSS que Serge había escrito en poco más de un mes, durante su encierro tro-pical en Ciudad Trujillo.23

Agotados por el largo viaje, padre e hijo transcurrieron su primera noche mexicana en el céntrico hotel Gillow, en las in-mediaciones de Isabel la Católica y Cinco de Mayo. Después de mucho tiempo, saboreaban al fi n el gusto de dormir tranquilos.

Aun así, sus tribulaciones no terminaban, ya que en Europa quedaban la pequeña Jeannine, la nueva compañera de Serge, Laurette Séjourné (cuyo verdadero nombre era Laura Valenti-ni), y Liuba, quien, demasiado frágil para una vida tan azarosa, padecía graves trastornos mentales y era atendida en una clíni-ca psiquiátrica.

¿Cuál fue el primer impacto de Serge con México? Una mezcla de sentimientos encontrados. Acostumbrado a las pe-nurias de Europa, se asombró ante la frivolidad de la muche-dumbre festiva, los autos de lujo importados de Estados Unidos y los cafés repletos de gente hasta muy tarde en la noche. Una modernidad agresiva se asomaba tras los numerosos anuncios publicitarios de chispeantes refrigeradoras y antros nocturnos. En los cines, las multitudes aclamaban al galán del momento, Arturo de Córdoba.

16 Eugenio Granell (1912-2001), luchador social y pintor surrea-lista, militante del Partido Obrero de Unifi cación Marxista (poum).

17 Carta de Serge a Mary Jayne Gold fechada en Ciudad Trujillo, 1 de agosto de 1941, Archivo de la Universidad Yale.

18 Susan Weissman, The Course Is Set on Hope, Verso, Londres/Nueva York, 2001, pp. 257-263.

19 Véase Serge, carta a Gold, op. cit.20 Carta de Serge a Laurette Séjourné, 15 de agosto de 1941,

Archivo de Jeannine Kibalchich.

21 Véase Vlady, entrevista citada.22 La correspondencia entre Serge y los Macdonald da fe de los

giros que el escritor recibía desde Estados Unidos.23 Véanse de Victor Serge, Retrato de Stalin, Ediciones Libres,

México, 1940; Hitler contra Stalin, Ediciones Quetzal, México, 1941 (ambos sellos eran iniciativa de Costa-Amic). Éstos son los únicos dos libros publicados en México en vida de Serge. La editorial Alter Costa-Amic anuncia una reedición de ambos.

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Pronto entendió que México era “un país en dos tonos, sin clases medias o insignifi cantes: arriba la sociedad del dólar, aba-jo la miseria primitiva del indio”.24 Durante algún tiempo, las medidas revolucionarias de Lázaro Cárdenas habían benefi cia-do a obreros y campesinos, pero ahora soplaban otros vientos. Elegido el año anterior al cabo de un proceso electoral con-trovertido, el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho constituía un régimen de transición.

¿Hacia qué? No estaba claro. Mientras que en la ciudad el fl amante jefe del departamento del Distrito Federal, Javier Rojo Gómez, emprendía trabajos ambiciosos, en el campo cun-día la miseria. Ahí la vida transcurría como antes, dominada por ritmos elementales, lentos y violentos. Observador agudo, Serge se interesó en las culturas indígenas comprendiendo que el futuro de México no podía fi ncarse en la imitación del mo-delo estadounidense. Para seguir adelante —pensaba—, el país tendría que buscar otros caminos.

En aquellos primeros días, sin embargo, las preocupaciones de nuestro autor eran otras: ganarse la vida, asegurar la sobre-vivencia de su familia y, sobre todo, seguir escribiendo, dejar un testimonio, antes de que el destino le alcanzara…

Serge nunca logró hacerse de un buen trabajo en México. Recibía unos cuantos pesos por las correspondencias que le co-misionaban las revistas norteamericanas Partisan Review, Politics (fundada en 1944 por Dwight Macdonald) y New Leader, so-brellevando con dignidad una miseria inaudita. Ahorraba hasta en los timbres y escribía sus manuscritos en papel cebolla, el más barato; nunca frecuentó los cafés —muy populares entre los exiliados— sencillamente porque no se lo podía permitir, aunque de todos modos le hubiera faltado el tiempo.25

Con muchos esfuerzos, alquiló un pequeño departamento en la calle Pedro Baranda, cerca del Monumento a la Revolución; después compartió la vivienda con Julián Gorkin, en la calle Victoria, para fi nalmente establecerse en la calle Hermosillo de la colonia Roma. He aquí el testimonio de su amigo, el sin-dicalista belga Jeff Rens: “Vivía en un departamento modesto

24 Victor Serge, “Lettres à Antoine Borie”, “Lettre du 21 août 1946”, Témoins, núm. 21 (Zúrich, febrero de 1959). [Reed.: À contre-temps, núm. 20, París, junio de 2005. Número dedicado a Serge.] 25 Véase Vlady, entrevista citada.

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y diminuto. Su preocupación de todos los días era el desenlace de la Revolución rusa. No encontraba ninguna justifi cación al sistema de trabajos forzados vigente en Rusia”.26

En marzo de 1942, después de muchos intentos frustrados, llegaron Laurette y Jeannine, de manera que en adelante gozó de cierta tranquilidad. Liuba, en cambio, quedó trágicamente atrapada en Francia viviendo cuarenta años más sumida en los abismos de la locura.27

Perseguido por los estalinistas

Eran, por demás, tiempos difíciles. Las historias de espías nazis que aterrizaban en regiones remotas para transmitir propagan-da bélica clandestina contribuían a generalizar el sentimiento de que el país ya no podía sustraerse a la guerra que incendiaba el mundo.

México era un hervidero de ideologías encontradas en don-de actuaban impunemente no sólo agentes del Eje, sino tam-bién norteamericanos y, sobre todo, soviéticos que ponían en peligro la estabilidad del país. Recordemos que, con ocasión del asesinato de León Trotsky (acontecido un año antes), Cár-denas había defi nido a los comunistas “traidores a la patria”.28

Serge no tardó en buscar a Natalia Sedova, viuda del funda-dor del Ejército Rojo a quien no veía desde 1927. El encuentro fue muy emotivo pues ellos dos eran los únicos sobrevivientes de la Revolución rusa en México y posiblemente en el mundo.29

Vlady me contó que ésa fue una de las pocas veces en que vio a su padre llorar. Y es que en los años anteriores al crimen de Coyoacán, las relaciones entre los dos revolucionarios se ha-bían vuelto ríspidas. Además de juzgar prematura la creación de la IV Internacional Socialista, impulsada por Trotsky, Serge criticaba los errores de la vieja guardia bolchevique, como la creación de la policía secreta y la sangrienta represión de la revuelta de Cronstadt, levantamiento este último que Trotsky, más rígido y dogmático, no podía tolerar.

Otro elemento de desacuerdo tenía que ver con el poum, partido con el que Serge se identifi caba y que Trotsky criticaba severamente. Nada de esto trascendió, a pesar de todo, en las relaciones entre Serge y Natalia, que siempre fueron cordiales y cariñosas. Tan es así que escribieron juntos la primera biogra-fía del “Viejo”.30

En colaboración con otros exiliados antitotalitarios —los compañeros del poum Marceaux Pivert, fundador del Instituto Francés de América Latina; Paul Chevalier (Leo Valiani), ex comunista italiano, y los escritores Jean Malaquais (Vladimir Malacki) y Gustav Regler—, Serge fundó Socialismo y Liber-tad, pequeño grupo animado por el deseo de reconstruir un

movimiento obrero internacionalista, más allá de las antiguas divisiones entre anarquistas, socialistas y comunistas. De gran calidad teórica, las dos revistas que publicaron, Análisis y Mun-do, abordaban la crítica del socialismo soviético, la resistencia al nazifascismo en Europa y la actualidad internacional, además de temas literarios y culturales.

Las hostilidades estallaron a principios de 1942, cuando El Popular dio cuenta del informe presentado por Miguel A. Ve-lasco ante un pleno del Partido Comunista Mexicano (pcm) so-bre “agentes y espías nazi-fascistas” en México.31 Velasco exi-gía la disolución de los grupos “quintacolumnistas” al mando de Serge, Gorkin y Pivert pidiendo su internación en campos de concentración y cárceles.32 El 13 de enero, la denuncia fue retomada por un grupo de diputados que repetían las mismas acusaciones solicitando la intervención de la Secretaría de Go-bernación. El 18 de abril, desde Santiago de Chile, el escritor Volodia Teitelboim (1916-2008) acusó a Serge de ser un agente del Eje exigiendo se le aplicara el artículo 33 en cuanto extran-jero indeseable.33

A la postre, no pasó nada porque el gobierno mexicano sabía perfectamente que las imputaciones eran falsas, pero los estali-nistas no se dieron por vencidos. El 1 de abril de 1943, al gri-to de “muera la quinta columna”, un centenar de energúmenos armados con puñales, matracas y pistolas asaltaron el local del Centro Cultural Ibero-Mexicano, donde Serge iba a dictar una con-ferencia.34 Los asistentes, en gran parte exiliados españoles de tendencia libertaria que sabían defenderse, repelieron el ataque con vigor. En el zafarrancho, Gorkin quedó mal herido y Giro-nella recibió un machetazo en la cabeza mientras ponía a salvo a Serge y Jeannine. “En los cafés de México se comentaba nuestro próximo asesinato”, registró lacónicamente nuestro autor.35

Una muerte extraña

Serge tuvo muy pocos amigos en México. El más cercano fue Fritz Fraenkel, un médico y psicoanalista austriaco que había organizado en España el servicio sanitario de las Brigadas In-ternacionales. Este personaje, del que se habla a menudo en los Carnets, lo infl uenció profundamente empujándolo a estudiar la compleja relación entre socialismo y psicología que nuestro autor plasmaría en un texto publicado en la revista Mundo.36

Entre los mexicanos cabe mencionar a Octavio Paz:

26 Jeff Rens, Rencontres avec le siècle. Une vie au service de la justice sociale, Éditions Duculot, París-Gembloux, 1987, p. 100.

27 Liuba Russakova (1898-1984) murió en una clínica psiquiátrica de Aix-en-Provence, Francia.

28 Lázaro Cárdenas del Río, “Mensaje a los trabajadores del país”, 29 de agosto de 1940, Apuntes, unam, 4 tt., México, 1972. Citado en Manuel Aguilar Mora, El escándalo del Estado. Una teoría del poder político en México, Fontamara, México, 2000, p. 331.

29 Victor Serge, Carnets, Actes Sud, 1985, p. 57.30 Victor Serge, Vida y muerte de Trotsky, pról. de Elías Castelnuo-

vo, Editorial Indoamérica, Buenos Aires, 1954. [Reed. por la editorial Juan Pablos, pról. de Vlady, México, 1971.]

31 “Se denuncian actividades de la Quinta Columna en México”, El Popular, 5 de enero de 1942.

32 Marceaux Pivert, Victor Serge, Gustavo Regler, Julián Gorkin, La GPU prepara un nuevo crimen, Serie “Documentos”, ed. de Análisis. Revista de hechos e ideas, Bartolomé Costa (ed.), México, 1942.

33 Volodia Teitelboim, El Siglo, Santiago de Chile, 18 de abril de 1942 (Fondo Marceaux Pivert, Bibliothèque Jean Maitron, París).

34 Sobre este acontecimiento, abundantemente comentado en la prensa de la época, existe un dossier en la Galería 3 del Archivo General de la Nación, Extranjeros perniciosos. Encuentros sangrientos entre nazi-fascistas y comunistas.

35 Carta de Serge a R. Lefeuvre, 8 de marzo de 1946, incluida en Vic-tor Serge, 16 fusillés à Moscou, Cahiers de Spartacus, París, 1984, p. 119.

36 Victor Serge, “Socialismo y psicología”, Mundo, núm. 3, abril-mayo de 1948. La revista Mundo publicó 13 números en México (el 11 y el 12 como número doble) y siguió después en Chile.

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A principio del año 1942 conocí a un grupo de intelectuales que ejercieron una infl uencia benéfi ca en la evolución de mis ideas políticas: Victor Serge, Benjamin Péret, el escritor Jean Mala-quais, Julián Gorkin, dirigente del poum, y otros [a Víctor Alba lo conocería meses después]. Se unía al grupo a veces el poeta perua-no César Moro. Nos reuníamos en ocasiones en el apartamento de Paul Rivet, que fue después director del Museo del Hombre de París. Mis nuevos amigos venían de la oposición de izquierda. El más notable y el de mayor edad era Victor Serge […]. La fi gura de Serge me atrajo inmediatamente. Conversé largamente con él y guardo dos cartas suyas […]. Su crítica me abrió nuevas perspec-tivas pero su lenguaje me mostró que no basta cambiar de ideas, hay que cambiar de actitudes. Hay que cambiar de raíz. Nada más alejado de los dialécticos que la simpatía humana de Serge, su sencillez y su generosidad. Una inteligencia húmeda. Victor Serge fue para mí el ejemplo de la fusión de dos cualidades opuestas: la intransigencia moral e intelectual con la tolerancia y la compasión. Aprendí que la política no es sólo acción, es participación.37

Otro amigo mexicano fue Ramón Denegri, ex embajador de México ante la República Española. Muy cercano a Cárdenas y a Mújica, Denegri había sido testigo de las maniobras de Stalin en la península ibérica y mantenía una posición crítica con res-pecto al socialismo soviético.

En los últimos meses, Serge se alistaba para regresar a Fran-cia y por fi n le prometían una visa para Estados Unidos, donde varias revistas solicitaban sus colaboraciones.38 Era optimista,

asesoraba a Laurette en sus estudios de antropología y había empezado una nueva novela sobre México.39 Refrendó, poco antes de morir, su optimismo sobre el futuro de la humanidad:

Lo que puede y debe ofrecer a la próxima generación es el ejemplo de una sociedad humanista, racional en su organización, equilibra-da, penetrada por un sentimiento de justicia... ¿Le hablo de una manera idealista? ¡Cielos! No hay más que idealistas, dimisiona-rios y totalitarios. ¿Por dónde empezar? Considero que es necesa-rio, en primer lugar, rechazar las fi losofías de la desesperanza que no hacen sino expresar el estado de ánimo de los desanimados. Reconstruir, desear un resurgimiento, es proceder desde un opti-mismo de acción, cuyas fuentes están en nuestro instinto y que la inteligencia ilumina. ¡Yo estoy a favor de vivir!40

El lunes 17 de noviembre de 1947, el escritor buscó a Vlady para entregarle su último poema.41 Al no hallarlo, se encami-nó hacia el Correo Central y, sintiéndose cansado, abordó un taxi hacia las diez de la noche. Pocos minutos después estaba muerto. “Lo encontramos sobre una mesa de operaciones de la delegación de policía. Un foco amarillento iluminaba el cuarto

37 Octavio Paz, Itinerario, fce, México, 1993, p. 74.38 Laurette Séjourné, carta a Antoine Borie, 20 de enero de 1948,

Témoins, op. cit. (no incluida en la edición de 2005).

39 Las únicas páginas que quedan de esta novela fueron publicadas por Vlady en Cuadernos Victor Serge, op. cit.

40 Entrevista de Víctor Alba publicada por la revista Combat en octubre de 1947 e incluida en Mémoires díun révolutionnaire et autres écrits politiques, Robert Laffont, París, 2001. [Trad. al castellano de Teresa Martínez en http://www.fundanin.org/serge4.htm]

41 Mains/Manos, un poema de Victor Serge, edición bilingüe, trad. de Verónica Volkow con un grabado y una nota de Vlady, Carta al lector/taller Martín Pescador, México, 1978.

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siniestro. Lo primero que percibí fueron los zapatos: perfora-dos. Esto me sacudió fuertemente pues él era un hombre cui-dadoso de su ropa, si bien siempre barata. Al día siguiente no pude dibujar su cara porque le habían sacado una mascarilla. Me limité a dibujar sus manos, que eran hermosas. A los pocos días recibí su poema: Manos.42

He aquí los recuerdos de Gorkin:

Una tira de tela cerraba su boca, esa boca a la que todas las tiranías del siglo no habían podido callar. Podría haber parecido un vaga-bundo recogido por caridad. ¿Acaso no había sido un eterno vagabundo de la vida y de un ideal? Su rostro aún tenía impresa una ironía amarga, una expresión de protesta, la última protesta de Victor Serge, de un hombre que, durante toda su vida, había pro-testado contra las injusticias humanas. […] Trasladamos el cadáver al salón principal de una empresa de pompas fúnebres. Le elegi-mos un ataúd de cierto precio. Lo rodeamos de fl ores, Victor

Serge se lo merecía. […] Al llenar la hoja para la inhumación y llegar a la nacionalidad le puse “apátrida”. Lo que era. El director de la empresa funeraria empezó a gritar que no se le podía ente-rrar si no tenía una nacionalidad. ¿Cómo iba a enterrar él a un sin patria? Llamé a Vlady.—¿Qué nacionalidad hubiera elegido tu padre de poder elegir?—La española —me dijo sin vacilar.El escritor ruso-belga-francés Victor Serge está enterrado en México en el Panteón Francés con la nacionalidad española.43

Ataque cardiaco, según el reporte médico. ¿Envenenamien-to? Probablemente no, ya que Victor Serge padecía del cora-zón, pero subsisten dudas. No hubo autopsia y nunca se sabrá la verdad. Sea como fuere, a los pocos días, Ramón Denegri convocó a Vlady para decirle estas terribles palabras: “Usted tiene que saber que a su padre lo mataron…”44 G

42 Ibid., p. 15.

43 Julián Gorkin, “La muerte en México de Victor Serge”, http://www.fundanin.org/gorserge.htm

44 Véase Vlady, entrevista citada. En los ambientes de la emigra-ción antiestalinista, siempre cundió la sospecha de que Serge había sido asesinado. A mí me lo refrendó la esposa de Gustav Regler, Peggy Irwin Regler, cuando la conocí, en Tepoztlán, Morelos, poco antes de su muerte en el año 1991.

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Hay una contradicción acerca del genio de la literatura rusa. Desde Pushkin hasta Pasternak, los maestros de la poesía y la narrativa rusas forman parte del mundo en su conjunto. Hasta en traducciones defi cientes, sus poemas, novelas y relatos bre-ves son indispensables. No nos sería fácil imaginar el reperto-rio de nuestros sentimientos y de nuestra común humanidad sin ellos. Históricamente breve y limitada en cuanto a géneros, la literatura rusa comparte esta convincente universalidad con la de la antigua Grecia. Sin embargo, el lector no ruso de Push-kin, de Gógol, de Dostoievski o de Mandelstam es siempre un forastero. En algún aspecto fundamental, está escuchando a es-condidas un discurso interno que, por evidentes que sean su fuerza comunicativa y su pertinencia universal, ni los más pers-picaces estudiosos y críticos occidentales entienden correcta-mente. El signifi cado sigue siendo obstinadamente nacional y resistente a la exportación. Por supuesto, esto es en parte cues-tión de lengua, o, con más exactitud, del apabullante espectro de lenguas que abarca desde la regional y demótica hasta la alta-mente literaria e incluso europeizada en la que trabajan los es-critores rusos. Los obstáculos que ponen un Pushkin, un Gógol, una Ajmátova para una plena traducción son innumerables. Pero esto se puede decir de los clásicos de muchas otras lenguas, y hay, después de todo, un nivel —de hecho un nivel enorme-mente amplio y transformadoró en el que los grandes textos rusos sí que llegan a comprenderse. (Imaginen nuestro paisaje sin Padres e hijos o Guerra y paz o Los hermanos Karamázov o Las tres hermanas.) Si uno sigue pensando que muchas veces lo en-tiende mal, que la visión occidental distorsiona gravemente lo que está diciendo el escritor ruso, la razón no puede ser sola-mente la distancia lingüística.

Es una observación rutinaria —los rusos son los primeros en ofrecerlaó que toda la literatura rusa (con la evidente excepción de los textos litúrgicos) es esencialmente política. Es producida y publicada, en la medida en que lo es, en contra de una censu-ra ubicua. Apenas se puede citar un año en el que los poetas, novelistas o dramaturgos rusos hayan trabajado en algo que se aproxime a unas condiciones normales, no digamos positivas, de libertad intelectual. Una obra maestra rusa existe a pesar del régimen. Pone en escena una subversión, un irónico circunlo-quio, un desafío directo al dominante aparato represivo o un ambiguo compromiso con él, ya sea el aparato zarista y ecle-siástico ortodoxo o el leninista-estalinista. Como dice una ex-presión rusa, el gran escritor es “el Estado alternativo”. Sus li-

bros son el principal, en muchos casos el único, acto de oposi-ción política. En un complejo juego del ratón y el gato que ha permanecido virtualmente inalterado desde el siglo xviii, el Kremlin permite la creación e incluso la difusión de obras lite-rarias de cuyo carácter fundamentalmente rebelde se da cuenta con claridad. Con el paso de las generaciones, esas obras —las de Pushkin, las de Turguéniev, las de Chéjov— se convierten en clásicos nacionales: hay unas válvulas de seguridad que libe-ran al ámbito de lo imaginario de algunas de esas enormes pre-siones por la reforma, por un cambio político responsable que la realidad no permite. La persecución de escritores concretos, su encarcelamiento, su prohibición, forma parte del trato.

Todo esto lo puede discernir el forastero. Si mira el acoso que sufre Pushkin, la desesperación de Gógol, la condena de Dostoievski en Siberia, la volcánica lucha de Tolstói contra la censura, o el largo catálogo de asesinados y desaparecidos que compone el registro literario ruso del siglo xx, entenderá el mecanismo subyacente. El escritor ruso tiene una inmensa im-portancia. Tiene mucha más importancia que su homólogo en el aburrido y tolerante Occidente. A menudo, la conciencia rusa en su totalidad parece entusiasmar su poema. A cambio, él se abre paso por un ingenioso infi erno. Pero esta lúgubre dia-léctica no es toda la verdad, o, mejor dicho, oculta dentro de sí otra verdad que resulta evidente de forma instintiva para el artista ruso y para su público pero es casi imposible de evaluar desde fuera.

La historia rusa ha sido una historia de sufrimiento y humi-llación casi inconcebibles. Pero el tormento y la abyección nu-tren las raíces de una visión mesiánica, de un sentimiento de singularidad o de un sino radiante. Este sentido puede tradu-cirse al lenguaje de la eslavofi lia ortodoxa, con su convicción de que la tierra rusa es sagrada de una manera absolutamente con-creta, de que sólo ella llevará las huellas del regreso de Cristo. O puede metamorfosearse en el secularismo mesiánico de la exigencia comunista de una sociedad perfecta, del alba milena-ria de la absoluta justicia e igualdad humanas. Un sentimiento de haber sido elegidos mediante el dolor y para el dolor es co-mún a los más variados matices de la sensibilidad rusa. Y signi-fi ca que en la relación triangular del escritor ruso, sus lectores y el omnipresente Estado que los envuelve hay una complici-dad decisiva. Tuve mi primer indicio de esto cuando visité la Unión Soviética algún tiempo después de la muerte de Stalin. Las personas que conocimos hablaban de su propia superviven-cia con un asombro paralizado que ningún visitante podía en realidad compartir. Pero en el mismísimo momento había en sus refl exiones sobre Stalin una extraña y sutil nostalgia. Ésta

Bajo la mirada de Oriente (1976)*George Steiner

* George Steiner, George Steiner en The New Yorker, Traducción de María Cóndor, Siruela/fce, México, 2009.

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no es, casi con toda seguridad, la palabra adecuada. No echaban de menos los demenciales horrores que habían experimentado. Pero daban a entender que estos horrores, por lo menos, ha-bían sido dispensados por un tigre, no por los insignifi cantes gatos que ahora los gobernaban. Y señalaban que el mero he-cho de la supervivencia de Rusia bajo un Stalin, como bajo un Iván el Terrible, evidenciaba alguna magnifi cencia apocalíptica o creativa rareza del destino. El debate entre esas personas y el terror era interior, privado. Un forastero rebajaba las cuestio-nes escuchándolo a escondidas y reaccionando a él con dema-siada prontitud.

Así sucede con los grandes escritores rusos. Sus gritos por la liberación, sus llamamientos a la somnolienta conciencia de Occidente son clamorosos y auténticos. Pero no siempre se pretende que sean oídos o que obtengan respuesta de una ma-nera franca. Las soluciones sólo pueden venir de dentro, de una interioridad con singulares dimensiones étnicas y visionarias. El poeta ruso odiará a su censor, despreciará a los informantes y a los gamberros policiales que acosan su existencia. Pero

mantiene con ellos una relación de angustiada necesidad, ya sea de rabia o de compasión. La peligrosa idea de que hay un lazo magnético entre atormentador y víctima es demasiado grosera para describir el clima literario-espiritual ruso. Pero se acerca más que la inocencia liberal. Y ayuda a explicar por qué el peor sino que pueda caber a un escritor ruso no es la detención, ni siquiera la muerte, sino el exilio en el limbo occidental de la mera supervivencia.

Es precisamente este exilio, este ostracismo del conglome-rado de dolor lo que ahora obsesiona a Solzhenitsin. Para este hombre acosado y poderoso, hay un sentido real en el que vol-ver a ser encarcelado en el Gulag sería preferible a la gloria y la inmunidad en Occidente. Solzhenitsin detesta a Occidente, y los disparates oraculares que ha expresado acerca de éste indi-can tanto indiferencia como ignorancia. La interpretación teo-crático-eslavófi la que hace de la historia está totalmente clara. La Revolución francesa de 1789 cristalizó las ilusiones secula-res del hombre, su superfi cial rebelión contra Cristo y contra una escatología mesiánica. El marxismo es la inevitable conse-

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cuencia del liberalismo agnóstico. Es un bacilo típicamente oc-cidental que fue introducido por intelectuales desarraigados, muchos de ellos judíos, en el torrente sanguíneo de la Santa Rusia. El contagio prendió a causa de las terribles vulnerabilida-des y confusiones de la situación de Rusia después de los prime-ros grandes desastres militares de 1914. El comunismo es una parodia de los verdaderos ideales de sufrimiento y hermandad que hicieron de Rusia la elegida de Cristo. Pero 1914 halló a la Madre Rusia fatalmente descuidada e indefensa ante la peste del nacionalismo ateo. De aquí la tremenda importancia que Sol-zhenitsin atribuye al primer año de la Guerra Mundial, y su decisión de explorar, en una serie de voluminosas obras de “fi c-ción real”, todos los aspectos materiales y espirituales de 1914 y de los acontecimientos que condujeron a marzo de 1917.

Pero en esta demonología Lenin plantea un problema del que Solzhenitsin es consciente desde hace mucho tiempo. El marxismo podrá ser una enfermedad occidental y judía, pero Lenin es una fi gura archirrusa y la victoria bolchevique fue en lo esencial obra suya. Ya en los escritos anteriores de Solzhenitsin había indicios de una cierta identifi cación antagonista del autor con la fi gura de Lenin. En un sentido que es sólo parcialmente alegórico, Solzhenitsin pensó, según parece, que su propia fuerza de voluntad y de visión eran del mismo tipo que la de Lenin y que la lucha por el alma y el futuro de Rusia se plantea-ban entre él y el engendrador del régimen soviético. Después, por un giro del destino a la vez irónico y simbólicamente inevi-table, Solzhenitsin fue a parar a Zúrich, a la misma arcadia del exilio, pulcra, restregada y semejante a una caja de bombones, en la que Lenin había pasado rabiando la época anterior al apo-calipsis de 1917. Había excluido de Agosto 1914 un capítulo so-bre Lenin y tenía mucho material sobre Lenin para ulteriores volúmenes, o “nudos”, como él los denomina ahora. Pero la coincidencia de Zúrich era demasiado rica para dejarla en bar-becho. De ella proviene el escenario intermedio de Lenin in Zu-rich (Farrar, Straus & Giroux).

El resultado no es ni una novela ni un panfl eto político sino una serie de estampas tratadas en profundidad. Solzhenitsin as-pira a establecer la falibilidad de Lenin. Las noticias de la Re-volución rusa hallan totalmente desprevenido al dirigente bol-chevique. En lo que tiene centrado su genio para la conspira-ción es en un plan extremadamente enrevesado y descabellado para implicar a Suiza en la guerra y en la consiguiente agitación social. Lenin muestra su preocupación mientras desayuna. Ju-guetea quisquillosamente con todas y cada una de las estratage-mas que puedan proporcionar fondos para su movimiento en embrión. Anhela otra mujer en su austera vida, la estimulante Inessa Armand, y acepta en ella desviaciones ideológicas que podían atraer el anatema sobre cualquier otro discípulo. Por encima de todo, como el propio Solzhenitsin, la antiséptica tolerancia de sus anfi triones suizos le resulta enloquecedora:

Todo Zúrich, probablemente un cuarto de millón de personas, de la ciudad misma o de otros lugares de Europa, se apiñaba allá abajo, trabajando, cerrando tratos, cambiando moneda, vendien-do, comprando, comiendo en restaurantes, asistiendo a reuniones, recorriendo las calles a pie o a caballo, cada cual por su camino, cada cabeza llena de pensamientos sin disciplina ni dirección. Y él estaba allí, en la montaña, sabiendo lo bien que podía dirigirlos a todos y unir sus voluntades.

Excepto porque no tenía el poder necesario para hacerlo.

Podía estar allá arriba, contemplando Zúrich, o yacer en aquella tumba, pero no podía cambiar Zúrich. Llevaba más de un año viviendo allí y todos sus esfuerzos habían sido en vano, nada se había hecho.

Y, para empeorar las cosas, los buenos burgueses están a punto de celebrar otro de sus bufonescos carnavales.

Lenin volverá a Rusia en el famoso tren blindado con la connivencia del gobierno imperial alemán y del Estado Mayor (deseosos de ver a Rusia fuera de la guerra). Pero esta huida, brillantemente ambigua, no es producto de la astucia de Lenin ni de sus recursos políticos. Surge del fecundo cerebro de Par-vus, alias doctor Helphand, alias Alexander Israel Lazare-vich. A pesar de una biografía de envergadura, obra de Z. A. Zeman y W. B. Scharlau, The Merchant of Revolution, hay muchas cosas sobre Parvus que siguen sin estar claras. Era un revolucionario afi cionado cuya capacidad para prever las cosas excedió en oca-siones a la del propio Lenin. Fue un genial recaudador de fon-dos para los bolcheviques, pero también un agente doble o tri-ple que actuó como intermediario para grupos turcos, alemanes y rusos. Era un dandy y un cosmopolita al que el ascetismo fa-nático de Lenin le fascinaba y al mismo tiempo le divertía. La opulenta villa que Parvus se construyó en Berlín y en la que murió en 1924 fue posteriormente utilizada por Himmler para planifi car la “solución fi nal”.

El encuentro entre Parvus y Lenin es la clave del libro de Solzhenitsin. Hay en él fi nos toques, cuando dos tipos de co-rrupción, el de la intriga mundana y el de una agnóstica volun-tad de poder, se rodean el uno al otro. Hay también connotacio-nes chirriantes. Parvus es el judío errante encarnado, el amaña-dor supremo. Invierte en el caos al igual que en la Bolsa. Sin Parvus, insinúa Solzhenitsin, Lenin tal vez no hubiera triunfa-do. Lenin, con su fuerza tártara, se convierte en portador de un virus extranjero. En el original, estas alusiones étnico-simbóli-cas son subrayadas, sospechamos, por las analogías entre el diá-logo Lenin-Parvus y los grandes diálogos sobre la metafísica del mal en Los hermanos Karamázov de Dostoievski. Lo que es más, si se puede decir que Agosto 1914 ilustra, de forma no del todo coherente, el lado tolstoiano de Solzhenitsin, su vena épica, Lenin in Zurich es una obra francamente dostoievskiana, inspira-das ambas en la política eslavófi la de Dostoievski y en su dramá-tico estilo panfl etístico. Es interesante pero deshilvanada y, en muchos aspectos, muy personal.

Lo personal en A Voice from the Chorus (Farrar, Straus and Giroux),1 de Abram Tertz, es de un género totalmente distinto. Tertz es el seudónimo de Andrei Siniavski, que se hizo famoso con la publicación en Occidente, entre 1959 y 1966, de una serie de ácidas sátiras políticas y sociales. Fueron la obra y el ejemplo de Pasternak, en cuyo entierro en mayo de 1960 tuvo un papel destacado, los que al parecer impulsaron a Siniavski hacia la oposición y hacia el peligroso camino de la publicación en el extranjero. Había empezado, como muchos de su genera-ción, siendo un comunista idealista o incluso utópico. Doctor Zhivago, las revelaciones acerca de la verdadera naturaleza del estalinismo en el discurso pronunciado por Kruschev en el xx Congreso del Partido y sus propias y agudas observaciones de

1 Existe edición en español: La voz del coro, trad. de Agustín Puig, Plaza & Janés, Barcelona, 1978. [T.]

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la realidad soviética desilusionaron a Siniavski. Mediante la ar-gumentación crítica y la invención poética buscó un signifi cado alternativo para la existencia rusa.

Durante un tiempo, “Abram Tertz” —así se llama el héroe de una balada de los bajos fondos del barrio judío de ladrones de Odessa— protegió a Andrei Siniavski. Pero el secreto se fi l-tró y Siniavski, junto con Yuri Daniel, otro escritor disidente, fue detenido en septiembre de 1965. El juicio, en febrero de 1966, fue una farsa y al mismo tiempo tuvo una extrema impor-tancia. El crimen del acusado estaba en sus escritos. Este he-cho, sumado a la ferocidad de las sentencias impuestas, desen-cadenó una tempestad de protestas internacionales. Lo que es más relevante, impulsó la amplia disidencia intelectual y la dis-tribución clandestina de textos prohibidos (samizdat) que son ahora una parte tan vital del escenario soviético.

Desde 1966 hasta 1971, Siniavski cumplió su condena en una serie de campos de trabajos forzados. Dos veces al mes se le permitía escribir una carta a su esposa. Extrañamente, estas cartas podían ser todo lo largas que se quisiera (el preso hubo de valerse de toda la astucia y buena voluntad disponibles para

conseguir papel). Las referencias a temas políticos o a los lite-rales horrores de la vida en el campo eran instantáneamente castigadas. Pero dentro de estos límites el preso podía dejar vagar libremente su espíritu y su pluma. A Voice from the Chorus se basa en las misivas de Siniavski desde la casa de los muertos.

Pero este libro no es un diario de la prisión. Hay pocas fe-chas o detalles circunstanciales. Lo que Siniavski nos ha guar-dado es una guirnalda de meditaciones personales sobre arte, sobre literatura, sobre el signifi cado del sexo y, principalmente, sobre teología. El ámbito literario de Siniavski es prodigioso: el autor plasma sus refl exiones sobre muchas de las grandes fi guras de la literatura rusa, pero también sobre Defoe, cuyo Robinson Crusoe adquiere una directa y evidente relevancia para su propia situación, y sobre Swift. La visión interna de sus recuerdos afec-tuosos pasa por el Hijo pródigo de Rembrandt y sobre los iconos sacros, cuyo mágico refl ejo del sufrimiento se hace cada vez más claro para él. Aunque ya no tiene en su mente los detalles con-cretos de la obra, Siniavski escribe un ensayo en miniatura sobre lo que ahora considera que es el núcleo de Hamlet, lo que deno-mina “la música interior de su imagen”. Una y otra vez, sopesa

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el genio creativo y narrativo del habla humana, su capacidad para confi gurar mundos.

En los campos, Siniavski conoce miembros de diversas sec-tas religiosas perseguidas casi hasta la aniquilación por la repre-sión soviética. Van desde la estricta ortodoxia hasta el funda-mentalismo cristiano (habla de presos que hablan lenguas des-conocidas) y hasta la fe islámica tal como la practica el pueblo checheno de Crimea. Estos encuentros y su propia sensibilidad empujan a Siniavski a una religiosidad cada vez más profunda. Estudia eslavónico eclesiástico y las crónicas de los mártires; medita acerca del lugar único que la ortodoxia asigna a la Asun-ción de la Madre de Dios; trata de discernir las posibles relacio-nes entre el carácter nacional ruso y la especial atención que presta la teología ortodoxa al Espíritu Santo. Por encima de todo lo demás, Siniavski da testimonio de que

el texto de los Evangelios estalla de signifi cado. Irradia signifi cado, y si no logramos ver algo no es porque sea oscuro sino porque hay tanto, y porque el signifi cado es demasiado luminoso: nos ciega. Uno puede acudir a él toda su vida. Su luz nunca se extingue. Como la del sol. Su brillo dejó atónitos a los gentiles y creyeron.

Fue sin duda esta piedad extática, y su sabor específi camente ortodoxo de sufrimiento aceptado, la que hizo posible que Si-niavski soportara su condena con algo afín al fanatismo. Llega a apreciar el lento ritmo de la vida en el campo: en él, “la exis-tencia abre mucho más sus ojos azules”. Es tal el resplandor de la revelación espiritual que “cuando todo está dicho y hecho, un campo da la sensación de una libertad máxima”. ¿En qué otro lugar refulgen los bosques, vistos al otro lado del alambre de espino, con esa llama pentecostal o arrojan las estrellas sus lanzas antes de Su venida?

Salpican estas homilías las literales “voces del coro”, breves interjecciones, retazos de canto, maldiciones, anécdotas, con-fusiones de palabras, seleccionados del murmullo del lenguaje utilizado en el campo. Max Hayward, que junto con Kyril Fitzl-yon han realizado lo que evidentemente es una brillante tra-ducción, nos dice que estos fragmentos se hallan entre los más fascinantes que hayan salido de la Rusia moderna. Añade que su timbre característico es accesible sólo a un oído ruso. Ésta es, en efecto, la sensación que nos producen. Hay inquietantes excepciones (“Cómprate un buen par de zapatos… y te sentirás como el rey Lear” o “¡Hasta el día de la muerte de nuestros hijos!”), pero la mayoría de estas expresiones son dolorosamen-te banales.

Es éste el testimonio, profundamente conmovedor, de un hombre de una fuerza, una sutileza, una compasión y una fe excepcionales. Tal vez deliberadamente, nos deja una impre-sión como en sordina, semejante a un sueño. Siniavski lee mu-cho en los campos. Incluso escribió un deslumbrante estudio sobre Pushkin mientras estuvo preso. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Estuvieron entre sus lecturas los textos prohibidos de Paster-nak, Ajmátova y Mandelstam, a los cuales hace amplia referen-cia? Un apunte alude a lo que debió de ser un debate ideológico entre un comandante del campo y el condenado. ¿Fue un ex-cepcional lapso en la disciplina habitual? Una de las voces del coro hace una observación muy signifi cativa: “Había más di-versión en el campo en los viejos tiempos. Siempre estaban pe-gando o ahorcando a alguien. Todos los días había algún acon-tecimiento especial”. ¿Cuáles son las metamorfosis de la políti-

ca del infi erno? Hay muchas más cosas que quisiéramos saber sobre un testigo de la talla de Siniavski. Pero, una vez más, su mensaje está destinado al consumo ruso. Oímos a escondidas. Y el exilio de Siniavski —ahora vive en París— hace que este proceso sea aún más incómodo.

La novela Going Under (Quadrangle) de Lydia Chukovskaya es mucho más accesible al lector occidental que el polémico fragmento de Solzhenitsin o las memorias de Siniavski. La pa-radoja es que la señorita Chukovskaya está todavía “dentro”, en la zona crepuscular asignada a los escritores, artistas y pensado-res que han ofendido al régimen y son expulsados de la vida profesional normal. En la Unión Soviética, los escritos de Chukovskaya circulan, allí donde lo hacen, mediante mimeó-grafos clandestinos. Así, en cierto sentido Going Under —tra-ducido por Peter Weston— está destinado al exterior. Somos nosotros quienes tenemos que sacar el mensaje de la botella.

La época es febrero de 1949, y la zhdanovshchina —la purga de intelectuales llevada a cabo por el matón cultural de Stalin, Andrei Zhdanov— está en sus comienzos. La acción tiene lugar en una casa de descanso para escritores en la Finlandia rusa. La traductora Nina Sergueyevna es uno de los pocos felices a quie-nes la Unión de Escritores ha concedido un mes de bucólico reposo lejos de la tensión de Moscú. Aparentemente va a des-cansar o a continuar con sus traducciones. Lo que en realidad está intentando hacer es poner por escrito el relato de la des-aparición de su marido durante las cazas del hombre impulsa-das por Stalin en 1938, y de ese modo liberarse, al menos en parte, de una larga pesadilla. No sucede gran cosa en Litvino-vka. Nina se mezcla más o menos en la vida de Bilibin, un es-critor que está intentando llegar a aceptar las exigencias de sus amos estalinistas después de un periodo de trabajos forzados, y en la de Veksler, un poeta y héroe de guerra judío. En el salón, los literatos van y vienen, escupiendo veneno sobre Pasternak, con un temblor en las fosas nasales al enterarse del último ru-mor de represión en Moscú. La nieve refulge entre los abedu-les; justo al otro lado de los claros confi nes de la casa de descan-so está la inhumana indigencia y atraso de la Rusia rural tras la guerra total. Los malos sueños de Nina la llevan de nuevo a las tristemente célebres colas de los años treinta, decenas de miles de mujeres esperando en vano ante las comisarías para tener alguna noticia de sus maridos, hijos o hermanos desaparecidos. (Hay aquí ecos del gran poema Requiem, de Ajmátova.) Bilibin querría hacerle la corte, por la amabilidad de su propia desola-ción. La nkvd viene a buscar a Veksler. Los héroes de guerra —en especial los héroes de guerra judíos— ya no hacen falta. Pronto llegan el mes de marzo y el momento de regresar a Moscú.

Desarrollada en una clave menor, esta novela corta resuena y vuelve a resonar en la mente. Todos los incidentes son del todo naturales y a la vez están repletos de implicaciones. Mien-tras camina por los bosques blancos, Nina se da cuenta de que los alemanes han estado allí, de que la nieve oculta un auténtico matadero. Haber luchado con los nazis para salvar y consolidar el estalinismo: las ironías son irresolubles. Cuando el untuoso escritorzuelo Klokov denuncia la oscuridad de Pasternak, el es-píritu de Nina se estremece. Pero en su soledad le persigue la convicción de que el arte excelso sólo puede pertenecer a los pocos, de que hay, a veces en la poesía más espléndida, una exigencia que nos aparta del ritmo y las necesidades comunes de la humanidad. El relato es a un tiempo escueto y resonante.

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Pushkin, Ajmátova, Mandelstam, Pasternak y Turguéniev están presentes de manera indirecta, especialmente Turguéniev, cuya obra teatral Un mes en el campo parece poner un contrapunto a las escenas de Chukovskaya. Éste es un clásico.

Bajo la mirada de Oriente —Solzhenitsin lo señala implaca-blementeó, buena parte de nuestras preocupaciones y de nues-tra literatura revisten una apariencia trivial. Vistos desde el Gu-lag, nuestra desorganización urbana, nuestras tensiones raciales o nuestros tropiezos económicos parecen edénicos. Las dimen-siones de crueldad y de resistencia en las que trabaja la imagi-nación rusa son, para la mayoría de nosotros, casi inimagina-bles. También lo son, de forma todavía más asombrosa, los mecanismos de la esperanza, de la exquisita percepción moral, del encantamiento vital que dan lugar a libros como las memo-rias de Nadezhda Mandelstam o los relatos de Chukovskaya. No comprendemos realmente el aliento cotidiano del terror, y

no comprendemos la alegría. Es porque el lazo indisoluble que hay entre ambos es para nosotros, en el mejor de los casos, una abstracción fi losófi ca. “Metida en una jaula —escribe Siniavs-ki— la mente se ve obligada a escapar a los amplios espacios abiertos del universo por la puerta de atrás. Pero para que esto suceda primero tiene que ser perseguida y acorralada”. Da la casualidad de que la “jaula” es el nombre que se da al compar-timento con barrotes de los vagones de ferrocarril rusos en los que los presos viajan a los campos. Dentro de ella, los Solzhe-nitsin, los Siniavski, las Chukovskaya parecen encontrar su li-bertad, como hicieron Pushkin, Dostoievski y Mandelstam an-tes que ellos. Sospechamos que no desearían cambiarse por nosotros. Tampoco debemos imaginar que podamos penetrar —mucho menos abrirla a la fuerza— en la prisión de sus días.

11 de octubre de 1976 G

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139 y 5276-2547.

Alí Chumacero

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Alfonso Reyes

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IPN

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Ciudad de México. CIDE. Carretera México-Toluca km 3655,colonia Lomas de Santa Fe, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01210.Teléfono: (01-55) 5727-9800, extensiones 2906 y 2910. Fax: [email protected]

Un Paseo por los Libros

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Víctor L. Urquidi

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León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

Isauro Martínez

Torreón, Coahuila. Matamoros 240 Poniente, colonia Centro, C. P. 27000.Teléfonos: (01-871) 192-0839 y 192-0840 extensión 112. Fax: (01-871) [email protected]

José Luis Martínez

Guadalajara, Jalisco. Av. Chapultepec Sur 198, colonia Americana, C. P. 44310. Teléfono: (01-33) [email protected]

Julio Torri

Saltillo, Coahuila. Victoria 234, zona Centro, C. P. 25000. Teléfono: (01-844) 414-9544. Fax: (01-844) [email protected]

Luis González y González

Morelia, Michoacán. Francisco I. Madero Oriente 369, colonia Centro, C. P. 58000. Teléfono: (01-443) 313-3 992.

Ricardo Pozas

Querétaro, Querétaro. Próspero C. Vega 1 y 3, esquina avenida 16 de Septiembre, colonia Centro, C. P. 76000. Teléfonos: (01-442) 214-4698 y [email protected]

ARGENTINA

Gerente: Alejandro ArchainSede y almacén: El Salvador 5665, C1414BQE, Capital Federal, Buenos Aires, Tel.: (5411) 4771-8977.Fax: (5411) 4771-8977, extensión [email protected] / www.fce.com.ar

BRASIL

Gerente: Susana AcostaSede, almacén y Librería Azteca: Rua Bartira 351, Perdizes, São Paulo CEP 05009-000.Tels.: (5511) 3672-3397 y 3864-1496.Fax: (5511) [email protected]

CENTROAMÉRICA Y EL CARIBE

Gerente: Carlos SepúlvedaSede, almacén y librería: 6a. Avenida 8-65, Zona 9, Guatemala. Tel.: (502) 2334-16 35. Fax: (502) 2332-42 16.www.fceguatemala.com

CHILE

Gerente: Óscar BravoSede, distribuidora y Librería Gonzalo Rojas: Paseo Bulnes 152, Santiago de Chile.Tel.: (562) 594-4100.Fax: (562) 594-4101. www.fcechile.cl

COLOMBIA

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ESPAÑA

Gerente: Marcelo DíazSede y almacén: Vía de los Poblados 17, Edifi cio Indubuilding-Goico 4-15, Madrid, 28033. Tels.: (34 91) 763-2800 y 5044.Fax: (34 91) 763-5133.Librería Juan RulfoC. Fernando El Católico 86, Conjunto Residencial Galaxia, Madrid, 28015.Tels.: (3491) 543-2904 y 543-2960. Fax: (3491) 549-8652.www.fcede.es

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