Alan Pauls - Historia Del Pelo

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Alan Pauls

Historia del pelo

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio AIlustración: «Crossing Over», escultura de arce joven, Patrick Dougherty

(www.stickwork.net <http://www.stickwork.net>), foto © Dennis Crowley

Primera edición: marzo 2010

© Alan Pauls, 2010

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2010Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-7209-5Depósito Legal: B. 2284-2010

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo08791 Sant Llorenç d’Hortons

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Para Vivi

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No pasa día sin que piense en el pelo. Cortárselomucho, poco, cortárselo rápido, dejárselo crecer, no cor-társelo más, raparse, afeitarse la cabeza para siempre. Nohay solución definitiva. Está condenado a ocuparse delasunto una y otra vez. Así, esclavo del pelo, quién sabe,hasta reventar. Pero incluso entonces. ¿O no ha leídoque...? ¿No les crece el pelo también a...? ¿O eran lasuñas?

Una vez, en verano, escapando del calor –son lascuatro de la tarde, casi no hay gente en la calle–, se meteen una peluquería desierta. Le lavan el pelo. Está bocaarriba, con la nuca apoyada en la canaleta de plástico.Aunque está incómodo y le duelen las cervicales, y lo in-quieta un poco la desaprensión con que su garganta pa-rece ofrecerse al tajo del primer degollador que le salgaal cruce, el masaje de los dedos, la dulce nube de perfu-me vegetal que se desprende de su cabeza y la presión delos chorros de agua tibia lo embriagan, transportándo-lo de a poco hacia una especie de ensueño. No tarda en

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dormirse. Lo primero que ve cuando vuelve a abrir losojos, tan cerca que lo ve fuera de foco, como pintado so-bre una superficie de arenas movedizas, es la cara de lachica que le lava la cabeza inclinada sobre él, invertida,la frente de ella suspendida a la altura de su boca. ¿Quéestá haciendo? ¿Lo huele? ¿Está por besarlo? Se quedaquieto, vigilándola con sus ojos ciegos, hasta que la chi-ca, después de unos segundos de concentración en quese priva hasta de respirar, intercepta con una uña larga yfilosa el afluente descarriado de champú que estaba apunto de metérsele en un ojo. Recién despierto, no pue-de recordar, aunque lo intenta, cómo era en verdad esacara diez minutos atrás, cuando acababa de entrar en lapeluquería y la vio por primera vez y ella sin duda le sa-lió al cruce para preguntarle: «¿Te vas a lavar?» Ahora latiene tan cerca que sería incapaz de describirla. Podríaenamorarse de ella. De hecho no sabe si no se ha ena-morado ya, al abrir los ojos y descubrir su rostro casi pe-gado al suyo, gigantesco, un poco como le sucede en elcine cuando se queda unos segundos dormido y al des-pertar se rinde al hechizo, siempre infalible, de lo pri-mero que ve en la pantalla.

No importa si lo que aparece es un paisaje, un pare-dón comido por una enredadera, una avenida que hor-miguea de gente, una manada de animales, el benditoportón de la fábrica de los hermanos Lumière –la pri-mera imagen siempre es una cara. La cara es el fenóme-no por excelencia, el único objeto de adoración para elque no hay defensa ni remedio. Es algo que aprende demuy joven, traduciendo a Shakespeare, cuando un tea-tro municipal le encarga una versión en castellano actual

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del Sueño de una noche de verano. Traduce el texto a ve-locidad récord, en estado de trance, como traduce porentonces todo lo que cae en sus manos: manuales de ins-trucciones de electrodomésticos, diálogos de películas,Kant, ensayos de teología de la liberación, psicoanálisislacaniano, encargos que tan pronto como acepta proce-de a pasar por la máquina, como llama entonces a tra-ducir, y luego expele en una especie de alocado vértigodigestivo. Pero después, una vez que ha entregado su tra-bajo y le toca recibir los comentarios del director quehan contratado para poner en escena la obra, un ex acró-bata diminuto que fuma en boquilla y escupe el humode costado, por la arcada que le ha dejado a un lado dela boca una muela prófuga, todo el precioso tiempo queha ganado con su método de traducción-bala lo pierde,lo pierde sin consuelo, cuando se descubre volviendo acasa con las ochenta y cinco páginas de la versión y la su-gerencia, la orden más bien, dado que los ensayos em-piezan en una semana, de insuflarle un tono un pocomás juvenil –justamente él, que no tiene veintitrés añosy ya parece de cuarenta–, cortar páginas enteras de ver-sos soberbios, incrustar el texto con la misma desolado-ra fruta abrillantada de siempre, chistecitos, referenciasa la actualidad local, canciones ridículas, única manera,según le confiesa avergonzado el director, de venderlesun Shakespeare a esas hordas de estudiantes secundariosque pronto, obligados a su vez a comprarlo por sus es-cuelas, clientes principales, si no únicos, de esa clase deiniciativas del teatro municipal, harán retumbar sus sal-vas de carcajadas y sus eructos en el circuito de salas mo-ribundas que persisten en programarlas.

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¡El teatro! De la experiencia, sin embargo, él, másbien vergonzoso, poco dado a socializar, rescata antetodo el modo en que lo obliga a abrirse al mundo, la ne-cesidad –en su caso absolutamente inédita– de sometersu trabajo a la opinión, las ideas, el gusto de los otros, yeventualmente de corregirlo si su traducción, perfectacomo suene en el papel, apenas salida de la máquina, enboca de los actores, como más de una vez lo ponen en evidencia los ensayos, deja que desear o resulta lisa yllanamente impronunciable. Acostumbrado a trabajarsolo, a ser su propio patrón y no tener socios, le cuestaconfiar en el tipo de sociabilidad de la que hace alarde elteatro, a la vez incondicional y caprichosa, que así comonace con bombos y platillos con la presentación oficialdel elenco, florece con el llamado trabajo de mesa, losensayos, las pruebas de vestuario, las rivalidades, el flir-teo indiscriminado, se consolida con esos inmensos vo-lúmenes de tiempo dilapidados en esperas, llegadas tar-de, crisis de llanto en los camarines, sobremesas en loscafés de los alrededores del teatro, y llega a la cima ab-soluta con el estreno, así también no tarda en disiparsecon las primeras funciones, como si todo ese articuladoandamiaje social sólo se hubiera puesto en pie para ha-cer frente a las exigencias extremas del estreno, y termi-na esfumándose pocas semanas después, una vez que laobra baja de cartel y los mismos que un mes atrás ha-brían dado la vida por cualquier otro miembro del elen-co se alejan ahora cada uno en una dirección distinta, enuna estampida triste, sin sonido, en busca de algún nue-vo contrato de trabajo. Así y todo, él –a su escala, comoes lógico, porque tampoco es cuestión de pedirle peras

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al olmo– adhiere a esa fraternidad inestable con entu-siasmo, como quien abraza un tratamiento médico cuyaeficacia es estrictamente proporcional a los sacrificiosque reclama. Adhiere incluso cuando se expone a las in-clemencias para las que menos preparado está: por ejem-plo, vencer una timidez enfermiza y ponerse a charlarcon una actriz a la que ve por primera vez en su vida,que le gusta (aunque pueden pasar meses antes de quelo reconozca) y que de golpe, sin aviso alguno, mientrasroe con pudor el orillado brillante de una de las alitasdel traje que le ha tocado en suerte, le pregunta si le pasóalguna vez que un hada de un bosque de las afueras deAtenas le ofreciera chuparle la pija en el baño de un ca-marín de teatro; o, como le sucede una tarde que no ol-vidará, que semanas después sigue ruborizándolo, noimporta dónde lo asalte el recuerdo, esto: tener que cru-zar en presencia del elenco entero el vasto patíbulo de lasala de ensayo, vestido con su pantaloncito de corderoy,su camisa a rayas, su chaleco de lana sin mangas y su sus-ceptibilidad, señales de un apocamiento, un apego a laconvención y un «miedo al cuerpo» –como oye después,mientras huye escaleras abajo, que alguien comenta envoz baja– en los que jamás se le ocurriría pensar, a talpunto forman parte de su naturaleza, si no se los enros-traran la sorna con que lo contemplan los actores –ellos,que no están vivos si no los mira alguien– y su propiaimagen, desvalida y vacilante, reflejada en el espejo queocupa de parte a parte la pared más larga de la sala.

Rescata de la experiencia el burbujeo social, la exci-tación, la pasión de depender de los otros, de prestarsemedias, zapatillas de baile, maquillajes, tampones, in-

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cluso la compulsión de los actores a besarse y abrazarsepor cualquier motivo, mucho más propia de ex compa-ñeros de un viaje de egresados o de sobrevivientes deuna catástrofe aérea que de gente acostumbrada a versela cara día por medio en el escenario de un teatro, uncurso de clown o uno de esos restaurantes del centro dela ciudad que siguen abiertos hasta bien entrada la ma-drugada. Rescata en suma todo aquello que lo contra-dice y lo saca de sí, de su ensimismamiento, aun a ries-go de incomodarlo o, como termina sucediéndole, dehacerle jurar en secreto que ni todo el oro del mundo lo convencerá otra vez de escribir una sola línea para elteatro.

Pero en particular, del texto de Sueño de una nochede verano propiamente dicho, se queda con un hallazgodel que por alguna razón no le alcanzan los años que tie-ne ni tendrá para reponerse: la idea de un filtro de amorque, derramado sobre los párpados de alguien que duer-me, forzará al durmiente, una vez despierto, a enamo-rarse de lo primero que vea al abrir los ojos, no importalo que sea, animal salvaje, niño, harpía sin dientes, be-lleza celestial. El recurso aparece en la primera escena delsegundo acto, donde el rey Oberón pretende ponerlo enpráctica con Titania, su mujer, para desenamorarla deljoven paje al que también él acaba de echarle el ojo, peroen rigor está en el origen de todos y cada uno de los ma-lentendidos sentimentales que se multiplican en la co-media. Tocados por el elixir mientras duermen, Titania,que sólo desea a su paje, se enamora de un cómico am-bulante perfectamente vulgar, Lisandro olvida a su ado-rada Hermia para caer rendido ante Elena y así sucesi-

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vamente. Una gota, una sola gota de ese jugo, destiladono de cualquier flor sino de una sola, el pensamiento, yel deseo se sale de quicio.

Por qué, es algo que desde entonces no puede evitarpreguntarse. Entiende perfectamente el carácter conven-cional del truco, no es insensible a su pérfida comicidad,pero, aun así, ¿por qué un rostro cualquiera, contem-plado al volver en sí después de un sueño, debería teneresa capacidad de sortilegio? ¿Sólo porque es lo primeroque se ve, y porque el que se despierta lo ve cuando másvulnerable es, antes de que la precaución, la distancia, lasospecha, todo el diversificado sistema de defensas quehace tolerable la vida en la vigilia tenga tiempo de vol-ver a organizarse y atrincherarlo? ¿O quizás porque esjustamente ese rostro que ve al despertar, a la vez anodi-no y providencial, indiferente y milagroso, el que lo re-patria del sueño y lo rescata de la oscuridad, lo salva, lodevuelve a la vida? ¿Por qué no?, se pregunta. Dormir,abrir los ojos, sucumbir... No saber del otro más que esoque se sabe en el acto, instantáneamente: que es un ob-jeto de amor. Eso es todo lo que sabe: que no es más queun objeto de amor.

Sin ir más lejos, aunque le basta poner en foco susojos demasiado pintados, sus pecas, las dos perlitas dealuminio que le brillan en las ventanas de la nariz ypronto se infectarán, para darse cuenta de que no se haenamorado de la chica que esa tarde le lava el pelo en lapeluquería, él mismo no sabe nada de ella y ella no sabenada de él, nada más, en todo caso, que lo que se ofrecea su vista. No lo ha conocido a los doce años, por ejem-plo, cuando él tiene el pelo lacio, rubio, largo hasta los

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hombros y sólo le presta alguna atención, sólo se dacuenta de que lo tiene y de cómo lo tiene, cuando algúnincidente perturba la naturalidad en la que ya se haacostumbrado a olvidarlo: cuando su abuelo, en uno delos arrebatos de afecto viril que más parecen exaltarlo, leagarra al vuelo un mechón con una mano y amenazacortárselo de cuajo con la tijera que forma con el dedoíndice y el mayor de la otra, mientras una banda sonoraimprovisada con la lengua, tzic, tzic, tzic, adelanta la eje-cución de lo que prometen los dedos, o cuando en unacola, en el correo, por ejemplo, el kiosco de revistas, lafarmacia, alguien a sus espaldas quiere preguntar algo envoz alta, dice «¿señorita?» y después de unos segundos,al sentir el dedo del desconocido que acaba de hablar te-cleándole un hombro, él se da cuenta de que lo han con-fundido con una mujer, o cuando, recién llegados a Ríode Janeiro, primera vez que viaja en avión, primera quesale del país y que está en un lugar donde se habla unalengua desconocida, sale a caminar por la playa con supadre y su hermano y un enjambre de mujeres negras lossigue un largo rato mientras anochece, todas agolpadasa su alrededor, pegando gritos y rozándole la cabeza conun asombro reverencial, como si su pelo irradiara unbrillo sagrado capaz de rejuvenecerlas o quemarles lasmanos.

No: por más ofensivo que le resulte, la chica no loconoce, y la desproporción que él nota que hay entre esedesconocimiento donde se mezclan la inexperiencia, eldesinterés, la rutina de un trabajo según ella muy pordebajo de sus posibilidades, y todo lo que ella o cual-quiera que estuviera en su lugar –tenga o no perforadas

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las ventanas de la nariz, se vuelva para él un objeto deamor o no– debería conocer de él, de su caso, según él,para que el hecho de poner su cabeza en manos de ellano sea lo que él ve ahora a todas luces que será, el preám-bulo de un acto suicida, representa exactamente el tipode pesadilla capaz de ensombrecerle la vida a lo largo delos siguientes veinte minutos, que es lo que dura en pro-medio un corte de pelo común y corriente. Pero ¿quiéntendría derecho a reprocharle nada? ¿Qué podría saberella de él –suponiendo que alguna vez llegue a «saber»algo, y a recordar algo de lo que «sabe», de los cientos decabezas que pasan por sus manos cada semana– si es laprimera vez que entra en esa peluquería?

Porque hay una cuestión antes y es ésta: ¿cómo él,que es un caso, cómo él, con su problemita, sigue yen-do a peluquerías por primera vez? ¿Cómo persiste en irde ese modo al matadero? Y sin embargo es así: sigue.No puede no seguir. Es la ley del pelo. Cada peluqueríaque no conoce y en la que se aventura es un peligro yuna esperanza, una promesa y una trampa. Puede co-meter un error y hundirse en el desastre, pero ¿y si fue-ra al revés? ¿Y si da por fin con el genio que busca? ¿Y sipor miedo no entra y se lo pierde? Es un paso siempretemerario, que por lo general no da si no tiene algunagarantía o hasta no haber agotado una larga serie de de-bates estériles. Esta vez, a diferencia de otras, no conocela peluquería de nombre, nadie se la recomendó, no haleído nada sobre ella, ni siquiera le ha llamado la aten-ción su aspecto, del que mal podría decir una palabra, atal punto viene obnubilado por la incandescencia de latarde de verano cuando la descubre. Simplemente ha

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visto desde la vereda de enfrente los espejos, los sillones,la luz de los tubos fluorescentes, un aire general de lim-pieza que asocia de manera automática con el fresco, hacruzado la calle, ha entrado. Y la peluquería está desier-ta. Es el colmo. ¿Qué más le hace falta para saber queestá liquidado, que aun antes de que lo sienten frente alespejo, le cubran el cuerpo con la estúpida mortaja deplástico, lo enfrenten con el dilema más inútil y más in-soluble, ¿tiene que meter los brazos o no?, y le pregun-ten cómo lo quiere –ya está listo, ya no tiene chance al-guna? Ya de chico le enseñan que no se entra a unnegocio vacío. Nunca a un restaurante, menos que me-nos a una peluquería. Más tarde, cuando todo haya pa-sado y salga otra vez al calor de la calle con por lo me-nos un mes, un mes y medio de oprobio inenarrabletallado en la cabeza, quién le creerá cuando se disculpediciendo que entró por el calor, que sólo una verdaderaemergencia explica un acto tan irrazonable en alguiencomo él, irrazonable en más de un aspecto pero sin dudano en el aspecto pelo, que le quita el sueño desde hace¿cuánto, exactamente? ¿Cuánto tiempo hace en concre-to que el pelo lo ronda, lo solicita, lo taladra?

No podría contestar. Hay un momento en su vidaen que empieza a pensar en el pelo como otros en lamuerte. No es que, de buenas a primeras, ¡ah, el pelo!No descubre algo cuya existencia ignoraba. Siempre hasabido que el pelo está ahí, agazapado en alguna parte,pero ha podido vivir perfectamente sin tenerlo en cuen-ta, sin hacerlo presente. No descubre una experienciasino una dimensión; no algo que su vida no hubiera in-cluido hasta entonces: algo que ya estaba en él, traba-

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jándolo en silencio, con una paciencia de rumiante, a laespera del momento oportuno para despertar y emitirlos primeros signos de una vida visible. La muerte es unejemplo clásico. Se sabe que «hay muerte» como se sabeque el destino de todo cuerpo es caer o que el agua sevuelve vapor a una temperatura determinada. Es algoque se da por sentado: una certidumbre invisible, admi-nistrada a diario y en dosis tan infinitesimales que pier-de consistencia, se confunde con el continuo de la viday termina por pasar inadvertida. Así años. Hasta que degolpe aparece y reclama lo suyo. Un conocido sufre unataque mientras maneja y la silla que dos semanas des-pués le tenía reservada su cena de cumpleaños queda va-cía para siempre. Alguien cercano se queja de una mo-lestia ínfima al tragar y días después el médico que anotaen una ficha su relato del episodio deja de escribir y le-vanta la cabeza y lo mira frunciendo el ceño. De golpealgo precipita y se solidifica: lo que era invisible y sigi-loso se vuelve material, de piedra, ineludible, un obs-táculo oscuro que no llega a bloquear del todo el caminopero contra el que no hay forma de no tropezar, y que,intruso vigilante, empieza a aparecer en todas y cada unade las fotografías que nos tomamos cuando jugamos aimaginar nuestro futuro.

De las dos ramas en que se divide su familia, pater-na y materna, rama calva y pilosa respectivamente, élpertenece sin duda a la segunda. Lo sabe antes de llegara los veinte años. Su padre no ha cumplido veinticuatroy ya dos feroces cuñas de piel le entran a los costados dela cabeza como lenguas de mar en un continente. Suhermano mayor emigra de cuarto a quinto año de la es-

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cuela sin llevarse una sola materia a examen, y cuandocree que el único cambio que sufrirá la soleada vida quetiene por delante es el que experimenta por el momen-to la biblioteca de su pieza, que de la noche a la ma-ñana ve desaparecer los libretos de ópera y florecer en su lugar una colección de cuadernillos de turf, unos yotros, aunque parezca mentira, idénticos en formato,cantidad de páginas y en los esfuerzos mnemotécnicosque le exigen, en un caso para cantar un aria al unísonocon el barítono, en el otro para presentarse en la venta-nilla y apostar sin la menor vacilación, con la genealogíade su potrillo fresca en la cabeza, se descubre agachadobajo la ducha, teniendo que destapar el desagüe de algoque primero cree que es una hoja de plátano que entrópor la ventana y descubre después que es pelo, su pelo,pelo que antes de meterse bajo la ducha formaba partede su cabeza y ahora en cambio no tendrá más remedioque tirar, no importa la repulsión que le produzcan losdesechos orgánicos cuando se codean con los industria-les, en el tacho de basura del baño, el mismo donde yaagonizan pedazos de papel higiénico, una hoja de afeitarusada, curitas, un par de algodones manchados con lasolución astringente que usa para secarse los granos de lacara. Así pasan las cosas. Otro hermano, uno menor, sedespierta un mediodía al cabo de una noche animadapor una agradable serie de escaramuzas solitarias y lue-go de verificar los rastros que sus hormonas de adoles-cente tardío han dejado en las sábanas comprueba losdos minúsculos restos de pelo que han quedado adheri-dos en los extremos de la almohada, entrecomillándolela cabeza mientras la perdía entre el amasijo de piernas

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y brazos de una alegre orgía de trasnoche de la que norecuerda nada.

Pelados, todos. Irremediablemente pelados antes si-quiera de cruzar el umbral que los hará hombres. A él,en cambio, le ha tocado tener pelo. Mejor: tiene pelo demás. Es cierto que durante un tiempo lo desconsuela eltemor de ser lampiño, y que su profusión de pelo rubioy lacio le sirve de poco cuando lo que se juzga –en esaolimpíada de proezas corporales que es la adolescencia–no son cabezas sino cuerpos, en particular pecho, axilas,piernas, zona púbica. Sobre todo zona púbica. Se pre-gunta una y otra vez qué ventaja le aporta eso que suabuelo siempre llama despectivamente melena a la horade entrar a la sala de duchas del club, ese teatro azuleja-do de tormentos, sin otra cosa para exhibir que una piellisa, tersa, tan libre de pelos como la de un delfín. Qui-zás lo mucho que tiene arriba esté en relación con lopoco que tiene abajo, piensa en algún momento. Lopiensa menos para tranquilizarse –porque la hipótesis esdemasiado abstracta para aliviar el peso que siente cadavez que participa de esas ruedas de reconocimiento quetienen lugar en las duchas– que para asignarle a su rare-za un lugar en algún lado, aunque más no sea en unafrase, algo que pueda repetir en silencio, para sí, cuandosea necesario, como un mantra, y calmarse. Por lo de-más, es cuestión de tiempo, y todo lo que es cuestión detiempo, como no tarda en descubrir, se resuelve hacien-do tiempo.

A tal punto tiene pelo para tirar al techo, como sedice, que en un momento dado se da el lujo por exce-lencia: renuncia a la laciedad. No lo sabe, pero es su ma-

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nera de proletarizarse. Empiezan los años setenta y mi-les y miles de hijos de la clase media y media alta, de laburguesía y hasta de la alta burguesía abdican de la ma-ñana a la noche de los tronos que les corresponden pornacimiento, rechazan por propia voluntad los privilegiosde los que han gozado, abandonan los hogares confor-tables, los barrios caros, las mucamas, el rugby, los taxis,los viajes, la ropa de marca, el dominio de lenguas ex-tranjeras, todas las frivolidades que hasta entonces for-man el elemento en el que han vivido y respirado, a lamañana parte indisociable de lo que son, sello de iden-tidad y fuente de satisfacción y placer, a la noche em-blema de violencia, indignidad, explotación inhumana,y se mudan a vivir a villas miseria, barrios carenciados,monoblocs de suburbios sórdidos, sin alumbrado niagua potable, de calles de tierra, donde se mimetizan yaprenden, siguiendo una técnica que décadas más tardeotros llamarán inmersión, las reglas de vida de las clasesexplotadas cuyo destino se proponen cambiar. Él, a losonce, doce, de qué va a abdicar si no del trono de su pelo. ¿De su colección de revistas de historietas? ¿De su ejem-plar deteriorado de Tintín en el país del oro negro? ¿De lasdos Rotring 0.2, una mortalmente deshidratada, con las que dibuja unos chistes gráficos que nunca han he-cho reír a nadie? Nada de todo aquello de lo que goza lepertenece. Ni siquiera el derecho a gozar. El pelo, encambio... En su caso no se trata sólo de una condiciónexcedentaria. Más bien intuye, instigado sin duda por laépoca, hasta qué punto un pelo rubio y lacio como elque tiene, que él ha dado por sentado hasta entonces deun modo natural, sin hacerse demasiadas preguntas,

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igual que otros dan por sentado el color de ojos con elque nacen o la medida de zapatos que calzan, en el mer-cado general del pelo, sin embargo, deja de ser un pelomás, uno entre otros, uno como otros, y se convierte enun pelo mejor, superior, deseable, como una de esas mo-nedas que, acostumbradas a pasar inadvertidas, caen depronto en un sistema donde son escasas y ven disparar-se hasta las nubes su cotización. El pelo es su riqueza, suoro, su lingote. El resto quizás sea pura sensibilidad deépoca, o simple oportunismo. El país cruje. Si queda enél algún lugar para los lacios, no queda sin duda en ru-bio, color burgués, color cipayo por excelencia. Queda-rá a lo sumo en morocho, negro azabache, el modelocriollo o de suburbios, que a veces va acompañado de unbigote cepillo y vuelve con todo de la mano del fogón,la peña, la asamblea sindical, la militancia radicalizada.

Pero sin duda la unidad de pelo estrella es el rulo, yel estilo número uno ese que de Angela Davis a esta par-te se conoce como afro. Aunque no podría formularloen términos tan diáfanos, en parte porque el valor icó-nico del pelo no necesariamente tiene un equivalente enel campo del lenguaje verbal, en parte porque basta laamenaza de una imputación infamante como la de fri-volidad para que un incómodo pudor organice la agen-da de temas de toda una generación, él lo ve clarísimo:la verdadera moneda es el afro. Treinta años más tarde veBlack Panther Newsreel, la película de Agnès Varda sobrelos Panteras Negras, y lo asaltan dos sentimientos cruza-dos: la euforia instantánea, casi suicida, de comprobarcuánta razón tuvo entonces, cuando, como otros tomanla decisión de perder, renunciar a bienes y prebendas y

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empobrecerse, él pega un portazo y deserta del mundolacio, y una pesadumbre inconsolable, ya que nunca ladesdicha es tan grande como cuando el azar, con imper-donable desaprensión, nos concede demasiado tarde losargumentos que nos habrían rescatado de una situaciónen la que naufragamos. No es sin duda por frivolidad, nipor exceso de tiempo libre, ni por una sensibilidad en-fermiza a las tendencias de la moda, por lo que gente atodas luces poco propensa a perder el tiempo en primi-cias de salón de belleza como Huey Newton, ministrode defensa de los Panteras Negras, entonces preso en lacárcel de Alameda y con una sentencia de entre dos yquince años suspendida sobre su cabeza, o Bobby Seale,cofundador del movimiento, o Eldrige Cleaver, todosnegros de armas tomar, desfilan ante la cámara de Varday ocupan tres de los quince minutos que dura la pelícu-la en explicar por qué el afro, signo soberano, puestoque desconoce los géneros y uniforma a hombres y amujeres, es una declaración de autoafirmación políticani más ni menos cabal que un manifiesto con los recla-mos del grupo, las banderas que enarbolan las tropas dechoque que acordonan la cárcel de Alameda, los anteo-jos de sol, las camperas de cuero o la exhortación delmismo Cleaver a violar mujeres blancas como parte del programa de entrenamiento para la insurrección.

Sin embargo, esa transición política, la que va deleclipse de lo lacio al ascenso irrefrenable del afro, él sólola percibe de manera oblicua, en una segunda instancia.Si la percibe. En él es más bien un pasaje al acto: le lle-gan unas señales del fenómeno, una especie de goteo, yda lo que se llama un salto al vacío. De un día para el

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otro se convierte al afro, a ese afro pobre, enclenque, pordemás inconvincente, mucho más próximo al desvali-miento aturdido en el que despierta un pelo no del todolimpio tras una larga noche de cama que al aplomo or-gulloso, la imagen de poder, la dignidad enhiesta queirradian cinco años antes, cuando efectivamente recla-man la libertad de Huey Newton, y treinta después,cuando él ve la película de Agnès Varda que los ha do-cumentado en pleno reclamo, las cabelleras de los Pan-teras Negras. Sin duda es la indecisión de ese afro acom-plejado lo que desorienta a los demás miembros de sufamilia en las fotos de la época, en particular una seriede cinco o seis en blanco y negro, tomadas en el come-dor de la casa probablemente un sábado, único día enque la familia se reúne, y después de almorzar, único ri-tual capaz de reunirla. Todos parecen mirar a la cámara,conscientes de la excepcionalidad de la situación y dis-puestos, en su honor, a postergar viejos enconos al me-nos por el tiempo que dure el almuerzo, o por lo menosel primer plato, o en su defecto el fogonazo del flash,pero mientras él la mira con decisión, de frente, enros-trándole al mundo, como una provocación, el nuevo es-tilo que luce en la cabeza, los demás, madre, marido demadre, abuela, hermanos, se debaten en un extraño di-lema: mirar a la cámara, como efectivamente hacen todolo posible por mirar, o mirarlo a él y detenerse esta vezde lleno, con toda franqueza, no con el disimulo incó-modo con que lo han estado haciendo a lo largo del al-muerzo, en esa especie de nido revuelto que le ha creci-do en la cabeza.

Y sin embargo, irrisorio y patético, como lo son casi

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siempre los blancos cuando usurpan papeles de negros y se ponen a tocar la trompeta, visten trajes chillones,usan dientes de oro o maldicen, ese pelito alborotadoque cuelga de un hilo, ese rulo penoso, esa parodia deafro le ha costado lo suyo. No es que el anhelo de tenerlolo haya empujado hasta la peluquería. No ha llegado albigudí, como es un secreto a voces que hacen muchos delos que entonces, envalentonados por los que se sacan eltraje y se ponen el overol, dejan la universidad y entrana la fábrica, se despiden de la mesada paterna y abrazanel salario miserable, se montan al boom del rulo, actores,mannequins, artistas, cantantes populares. Recurre a losmedios que tiene a su alcance: pasa semanas sin tocar elchampú, evita peinarse por las mañanas, termina de du-charse y se frota con frenesí de loco la cabeza y despuéssale al mundo a pavonear su pelambre de electrocutado.Una vez sale de la ducha y al secarse el pelo le parece no-tarlo más encrespado que nunca; atribuye el fenómenoal cambio accidental del agua caliente por la fría –la tí-pica desinteligencia del que maniobra con las canillas aciegas, con la cara llena de champú– y durante semanasrepite el procedimiento. Lo tiene sin cuidado la cara deasombro con que lo mira su madre cuando lo ve entraren la cocina recién despierto, con esa pajarera en la ca-beza. Lo mismo las chicanas incrédulas que le dispara suhermano, que siempre parece intuir más de lo que dice.Puede lidiar con eso. A fin de cuentas, no es por ellosque ha renunciado a ser lacio. No son ellos los que ex-plican tanto denuedo. Es la época.

Decirlo es fácil, pero ¿hacerlo? Porque ¿qué es la épo-ca? ¿A qué se reduce, cuánto dura una época sin mentir

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o evaporarse si no cristaliza en un nombre propio, un es-tilo personal, un cuerpo marcado por señas particularesy por huellas? A sus ojos, como a los de tantos otros, laepidemia de Pelo Nuevo que atraviesa a la época se da aconocer por un conjunto de señales triviales, una cons-piración de síntomas que se declaran, como de costum-bre, en el lapso paradojal de las vacaciones, por un ladopáramo adulto, tierra muerta, vacía de hechos, a juzgarpor la indigencia informativa que se instala en las pri-meras planas de los diarios, por otro, para los doce o tre-ce años que tiene –disciplinados desde que tiene seis, demarzo a diciembre, indefectiblemente, por el régimencarcelario de la doble escolaridad, de ocho y cuarto acuatro y media todos los días, todos los santos días delaño–, un intervalo cargado de puras novedades, vertigi-noso, en el que hasta dormir, comer o bañarse son pér-didas de tiempo imperdonables, único período, en ver-dad, digno para él de llamarse histórico, a tal punto losacontecimientos que lo pueblan, nimios o radicales, sonsiempre únicos, no se dejan anticipar y aportan las re-servas de vida que lo mantendrán en pie durante el añoque vendrá, cuando todo a su alrededor tienda a hun-dirlo en la inercia, el tedio, el suplicio de tener que eje-cutar órdenes dictadas por otros.

El nuevo estado de cosas empieza a insinuarse a finde año, un par de semanas antes de las fiestas, cuando velos avisos de un espumante nacional barato, un mal lla-mado champagne que a primera vista promete felicidady en el fondo garantiza una úlcera instantánea, y advier-te que el galán que alza su copa mientras clava sus ojosde lince en la chica que está más allá, del otro lado de la

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fiesta, inaccesible no sólo por la distancia que los separasino también por el cordón de admiradores que la cor-tejan, ese Casanova de pacotilla es cuatro, quizás cincoaños más joven que el que lo precedió en su mismo pa-pel en el afiche del año pasado, y en vez de estar peina-do a la gomina, como lo ordenan el dogma de bellezaoficial y las dos escuelas en que se inspira, el tango y elfisonomismo policial, luce ahora un peinado afro exu-berante, tan alto que el borde superior de la foto no hatenido más remedio que rebanarlo.

Es sólo el principio. A ese indicio muy pronto si-guen otros: el entrenador de fútbol que da rienda sueltaa un huracán de tirabuzones, el cantante de tango cuyacabeza florece como un jardín, el actor elegido para in-tegrar el elenco de Hair, los bañeros de las piletas públi-cas, que de un verano a otro rifan las décadas y décadasde pelo corto que les venían prescriptas por los códigosde higiene. En el horizonte irrumpe incluso un sobrinodel marido de su madre, condenado hasta entonces a reprimir, cortándoselo al ras, el pelo mota con el que na-ció, nunca más típico de una oveja negra que en su caso,ya que su clase de origen, como empieza a decirse en-tonces, sólo se concibe a sí misma con el pelo lacio ycondena cualquier otro tipo de pelo al ostracismo quemerecen ciertas anomalías étnicas. De modo que termi-na febrero y no necesita atar cabos. Se atan solos, comosucede en toda conspiración. Y a mediados de marzo,primer día de clase, cuando llega al colegio demasiadotarde, con los discursos ya pronunciados y la ceremoniadel himno a punto de concluir, y busca con avidez al-guna cara conocida entre las filas de estudiantes que

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rompen, los celadores que los arrean, los profesoresrumbeando hacia sus aulas, de golpe, en uno de esos ex-traños oasis de quietud que se abren a veces en medio deuna estampida, queda de frente a una pareja que se besalargamente contra una de las columnas de cemento delpatio, el chico de espaldas a él, la chica de frente aunquecasi tapada por la cabeza del chico, en cuya selva de ru-los oscuros hunde los dedos de las dos manos y los mue-ve como serpientes voluptuosas.

El cuarto de rostro que queda a la vista alcanza parahacerle saber quién es: conoce esa blancura, conoce esaceja tupida cuyos pelitos, a medida que la ceja se ensan-cha, van separándose entre sí y arqueándose hacia uncostado, como las primeras acróbatas de agua de la filaque se zambullen a la pileta de costado desde el tram-polín. Conoce el modo en que los diminutos capilaresde esa piel, cuando los arrebatan los besos, estallan enmil manchitas de rubor que después la avergüenzan yque esconde alzándose las solapas de un abrigo dos tallesmás grande. Ella lo ve, le sonríe mientras suelta una ex-clamación de asombro o de pudor, y él ve que el moca-sín rojo cuya suela tenía apoyada contra el arco –típicaindolencia de chica que besa para ensayar, posar, quizáspara vengarse– va a reunirse rápidamente con el quepermanecía plantado en el piso. Sin dejar de abrazarla,de aplastarla más bien contra la columna, el chico se davuelta. Podría ser cualquiera, y en ese caso él sólo ten-dría ojos, como se dice, para la mata enrulada de supelo, para constatar hasta qué punto el afro es un flage-lo y ha llegado a todas partes. Pero no es cualquiera; esMonti, su mejor amigo.

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