Consideraciones Del Polvo Completo

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Libro de cuentos

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Ganador de Estímulos al Talento Creativo 2015. En La más educada están las oportunidades.

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Estímulos al Talento Creativo 2015Título: Consideraciones del polvo© 2015, Jonatan Echeverri Londoño

Ilustracion y Diseño:Alexander Bermudez E.

ISBN: 978-958-46-7524-8

[email protected]

impresión: Editorial Manuel Arroyave

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¡Tan jóvenes y tan despiadados —se lamenta para sus adentros—. ¿Cómo he ido a caer en sus manos? ¡Es mejor que los viejos se encarguen de los viejos y los muertos de los muertos! ¡Y qué locura es estar tan solo en el mundo!

J.M. Coetzee

Ya no vale la pena enjuiciar las palabras. No están más huecas que lo que arrastran. Después del fracaso, el consuelo, el reposo; empiezo de nuevo; querer vivir, hacer vivir, ser otro, en mí, en otro. ¡Qué falso es todo esto!

Samuel Beckett

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ABANDONO

No recuerdo cuándo ni por qué me quedé encerrado, y ahora siento el vicio de mi propia respiración. Veo por la mirilla de la puerta. Hace tiempo nadie atraviesa el pasillo. Ya sólo tengo esa imagen del pasillo y la de una escalera de mano tendida contra el muro.

Estas paredes son siempre cuatro, pero no importa: han quedado, igual que yo, cercadas por una oscuridad perpetua. Es eso lo que más me abruma, no saber medir el tiempo. Incluso puedo pensar que el día avanza una vez y retrocede dos veces.

Tenía una cama, una mesita de noche donde guardaba los cigarrillos, un espejo para peinarme lo que me queda de pelo y una bacinilla para no obligarme a cruzar el pasillo hasta el baño. ¿Dónde han quedado esas cosas? Nadie viene a traerme un vaso de agua siquiera. Aceptaría un secuestro, un castigo inmerecido, cualquier suplicio a cambio de un poco de agua.

Estoy cansado de respirar mi propio aire, de tener las

No había sol ni nadie,ni siquiera un ser delante de mí,

ninguna creatura que me tutearaAntonin Artaud

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rodillas juntas y los brazos, como si el cuerpo quisiera aferrarse al cuerpo. No dejaron una cuerda, un filo, algún objeto simple que, dadas las circunstancias, adquiera todo el sentido que jamás tuvo nada en el mundo.

Cuando mis ojos necesitan luz regreso a la mirilla y veo el pasillo: es extraño que se mantenga iluminado. También aparecen de cuando en cuando, no sé si deliro, lucecillas que revolotean por este espacio —ya no sé qué es—, mi antiguo cuarto. Siento calor y frío, ardo a la vez que me congelo. Aún pienso, pero como si yo no fuera quien pensara sino la conciencia misma separada del cuerpo. Escucho, y ese cuerpo atrofiado es sólo una caja de resonancia.

Tiemblo. Un sonido me sobresalta, creo identificarlo bien, a pesar de mi confusión: es la puerta, al fondo del pasillo. Casi arrastrándome voy hacia la mirilla, procuro permanecer de pie y mirar. Sí, es alguien, no logro identificar su rostro. Trato de gritar y apenas me salen jadeos. No tengo suficiente fuerza para dar golpes, sin embargo lo intento. El sujeto escucha, pero abre la puerta equivocada: sus oídos no perciben la distancia. Prende un cigarrillo y sin soltarlo de la boca coge la escalera de mano. Antes de irse apaga la luz.

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UN ACTO DE FE

Puedo pasar todo el día tomando agua. ¿Por qué no? Todo deseo se aniquila y la existencia reduce su precio. No soporto la mugre. Vivir es contagiarse, minuto a minuto, de un sebo asqueroso. Mi bautizo es permanente, no puedo mirar a Dios con la piel reseca. Tengo el feliz presentimiento de morir ahogado.

El mundo será redimido con el agua. Después de un gran diluvio caerán peces del cielo y nadie tendrá ya hambre o sed.

Quisiera dar de beber a los vagabundos, que sorban del cuenco de mis manos y lleven la noticia: “he bebido y me he salvado, ahora puedes beber de mi mano y salvarte”. Harapos al aire y todos juntos al río. Lloro cuando lo pienso; pero no hay remedio para nadie. Veo rostros que se oxidan, el polvo de la herrumbre se acumula en las arrugas. Una vez formada la costra, no hay quien se atreva a mirar, su piel llagada no será más que alimento de otras miradas. A los sucios les encanta reír, mortificarse entre ellos mismos.

Haré sobre vosotros una aspersión de aguas puras, y seréis purosEzequiel (36, 25)

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A veces no puedo dormir; tengo pesadillas. Me levanto y medito unos minutos en el retrete. Cuando vuelvo a la cama pienso que, mientras la conciencia está en el sueño, el cuerpo corre el peligro de arder y quemar las sábanas…, volver la casa un nido de cenizas donde nada vuelve a nacer, excepto la angustia. Tengo la nevera cerca con muchos tarros de agua. Me he salvado en el acto de beber, pues lo impuro y asqueroso de mi ser desaparece. Me da frío… Luego asciende un calor más inocente. Frotar las manos es realmente delicioso, frotar y soplar.

Antes de salir y después de regresar a casa me lavo, elimino de mi piel toda la mugre de un aire que no se puede evitar. Es como sentirse acechado por un aliento maligno, azufrado. Me estrego de pies a cabeza hasta quedar blanco y lleno de mí otra vez: lo que pierdo en la calle me lo renueva el agua.

No soporto el roce con nadie, utilizo babas si es necesario. Intento cubrirme bien. El calor de otros me condena a sufrir noches de sudor y pesadilla. Como un desquiciado no paro de beber, tiemblo, ardo, no paro de beber, me consumo, mi cuerpo hierve, no puedo dejar de beber.

He cerrado puertas, ventanas, he sellado los resquicios con cemento. No quiero salir más: mi enemigo no es el sol, es la calle, la sequedad. Abriré agujeros por toda la casa. Dejaré que el agua corra.

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REGRESARÁ EL VERANO

Sus manos temblorosas no logran sostener el pocillo de gelatina. Es como si la gelatina no estuviera en el pocillo sino en el cuenco de sus manos, moviéndose, helada y babosa.

Son las once de la mañana: la hora del refrigerio. La hermana Clarisa reparte, luego vuelve para recoger. Las cucharas tintinean largo rato, las bocas se mueven sin hacer ruido. Efraín no puede comer: la mitad de su cuerpo tiembla, en su rostro una mueca de asco. Siempre es lo mismo. Le quitan el pocillo y le dan la galleta; ahora todos mastican la galleta. En la oración los que pueden escuchan, los que no, simplemente cierran los ojos. Después cada quien, para no dormirse tan pronto, deambula por los pasillos.

Efraín transita, sus manos empujan las ruedas. Bajo una cobija de cuadros se esconden sus piernas ya inertes. La sombra de la gorra le oculta una ceja. Va, viene, circula el ancho patio. Las palabras luchan en su lengua, es demasiado lenta para moverse con ellas; por eso calla.

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Se rebela cuando la noche lo sorprende en el patio. Las hermanas tratan de sacarlo de allí, pero en su silla, con el freno puesto, se resiste. Se han ido las palomas, Efraín, hasta mañana no vuelven los pájaros, le dicen. Pega la barbilla al pecho y decepcionado se deja conducir. Siempre es lo mismo. Luchan por peinarlo, porque se coma la gelatina, porque cierre los ojos en la oración. Ni siquiera sus hijos, que poco lo visitan, le harían cortar el bigote.

Efraín espanta las palomas cuando descansan en la baranda; no hace lo mismo con los pájaros.

Un domingo al mediodía se desató el invierno; no era el primero del año, era el tercero y ya se preveía el alboroto del abuelo. No hay palomas por estos días, viejo terco, ni los pájaros vienen a mojarse, le decía sor Clarisa ofreciéndole una galleta.

El testarudo salió al patio —aún no llovía—. Masticaba, sus manos puestas en las ruedas y los ojos en la baranda; algunas gotas se deslizaban por ella. Una cortina de agua se desplegó. Efraín dio vueltas en su silla, empapado, con la barbilla pegada al pecho. Sintió una leve sacudida, trató de moverse y tuvo que esperar; algo se atascó en una rueda. Bajo un paraguas, otra hermana, Concepción, se estremeció al ver a pocos metros de Efraín un pichón muerto. La novicia clavó los dardos de su mirada en el viejo; creyó que, a propósito, lo había arrollado. Lo tomó en sus manos y lo puso en el regazo del inválido. Los cuadros de lana se mancharon.

El viejo pasó semanas sin salir del cuarto, ni siquiera le importó la fetidez que alarmó a las hermanas. Tras muchas riñas, lograron arrebatarle unas llaves. En un

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cajón de la cómoda Efraín había depositado el pichón que sólo era una masa de plumas y gusanos. Le temblaba el pocillo de gelatina en las manos, pero ahora la comía. Cerró los ojos en la oración y se dejó conducir por sor Clarisa. Sus manos ya no tocaban las ruedas.

Veía llover desde una ventana, veía el patio mojado y la silueta de la baranda en la niebla.

En verano los pájaros volverían a cantar.

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IRREMEDIABLE

No vas a cambiar nunca, otra vez despiertas en un charco de licor. ¿Has perdido el olfato? Tu cuarto es una porquería. Vidrios regados por todas partes. Mírate las manos, cortada sobre cortada. Es el dolor lo que te complace. Abres la ducha, tu cuerpo arde. Tiemblas un poco, pero el temblor es ya natural. Acompañas el desayuno con una cerveza. Luego del enjuague bucal sales dispuesto a encarar el mundo. Ah, el aliento lo es todo para conseguir trabajo, eso piensas mientras una mujer te mira despectiva. Parece que la miseria se concentrara en tus ojos. Tu cuerpo es un cristal, cualquier cosa puede quebrarlo. Caminas, y los transeúntes, por el afán, te toman por uno de ellos. Tienes un poco de esperanza. Lo que para otros es la simple rutina, para ti es el reproche de lo que no eres. Ya no te importa la mugre porque sabes muy bien lo que es. Todos llevan la ropa limpia, los zapatos lustrados, el cabello brillante. Todo es pulcritud en esas vitrinas que te devuelven el reflejo como un sarcasmo. Alguien limpia las mesas de un restaurante, pasas indiferente, pero quisieras tener ese delantal rojo que dice Medialuz y ofrecer la carta con una leve inclinación.

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Llegas a casa de tu madre. Ah, la pobre ya no puede ni andar, piensas. Antes de entrar le preguntas si no está tu hermana, la única que se quedó cuidándola. Aunque esté sorda y artrítica, a tu madre no le importa su desgracia, le importa que aún la extrañez. Pobre ilusa, piensas, pero luego te remuerdes. Le dices que acabas de conseguir un buen trabajo, que necesitas dinero prestado. Mientras ella cuenta billete por billete, te pones nervioso. Le das un beso en la frente y sales apurado porque tu hermana puede llegar en cualquier momento.

No quieres ya ningún trabajo. No quieres consumir esta noche en preocupaciones. Entras a una cantina donde apenas hacen el aseo. Te bebes una y dos cerveza, luego una copa de ron. A las nueve de la noche hablas con una mujer que, aunque no es una puta, será fácil llevar a la cama. No bailas, pero deseas respirar en esos senos y agarrar esa cintura fofa. Suena un bolero, uno que aborreces, y la invitas, ofreciéndole tu mano. Le das un beso en el cuello y ella sonríe. La llevas para el rincón más oscuro de la cantina y allí se abre otro momento especial de la noche.

Tu cuarto es una porquería. La mujer que tienes en tu cama tiene estrías por todos lados. Amanece. No tienes las manos cortadas, pero tu cuerpo arde, no de pasión, sino de asco. Abres la ducha y piensas en tu madre. Después del desayuno y el enjuague bucal, encuentras a la mujer poniéndose la ropa. Le arrojas lo que te queda de dinero y ella lo rechaza diciendo que no es una puta. Se va, dando un portazo. Untas saliva a la punta de tus zapatos y sales dispuesto a encarar el mundo.

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DOLORES

Sé que mi sufrimiento es inútil. No encontraré absolución en la tierra ni en otra parte. Pero vivo, como los médicos, del dolor y la enfermedad. No soy ni mendiga ni limosnera, tampoco deterioro mi cuerpo en un trabajo. Soy una mártir que ha hecho de su martirio un modesto negocio.

Mi método es simple. Salgo de casa a las cinco de la tarde y me dirijo primero a los parques: a esa hora los padres sacan a sus hijos. Selecciono una pareja o algún rostro amable y solitario —mi método funciona mejor con parejas—.

Comienzo preguntando cualquier trivialidad: “qué bonito niño tienen” o “¿son nuevos por aquí?” En otro caso, “¿por qué tan solo?”, “¿por qué tan sola?”. Luego pido perdón por no presentarme antes, y digo mi nombre.

He tenido charlas hasta de una hora: las gratificaciones no varían mucho, pero, si me harto, desaparezco aunque no consiga nada. Una vez logro sacarles alguna

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intimidad —lo íntimo casi siempre resulta ser trágico— meto la frase: ay, si supieran por lo que he pasado.

Y entonces mi sufrimiento —que no es falso— se convierte en una labia de negocio: mi padre trató de violarme, nos dejó solas a mi madre y a mí. Luego tuve que lidiar con el cáncer de ella. Murió en la miseria y yo quedé en la inmunda. Me prostituí por cinco años. Tuve dos abortos. Etc. Hasta que llego a lo de mis hijos y las dificultades que pasamos para conseguir la comida.

Tengo cuidado de memorizar los rostros para no repetir. A veces con los ya conocidos basta un saludo para recibir algo. En las tiendas, sobre todo, me va muy bien. Además visito las cantinas, y allí sí que mi trabajo cobra sentido. Lo borrachos lloran conmigo, me ofrecen trago para “aliviar las penas” y llego a mi casa, copetona y con dinero.

Sé que mi sufrimiento es inútil, pues, de otra manera, me hubiera convertido en una puta feliz o en una mendiga apasionada.

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Vivir bajo un puente no es fácil, hay que poner trampillas para las Ratas, comprar muchas velas y aprender a dormir con el ruido de los carros. El diseño del puente me permite habitar dos compartimientos: en uno duermo y en el otro acumulo lo que encuentro, lo que pueda vender o utilizar en cualquier momento.

Tengo cerca el río.

No me considero sucio ni vagabundo. Prefiero trabajar que pedir, pero es mejor pedir que robar. Otra cosa es la astucia. Puedo decir, sin vergüenza, cómo me las arreglo para darme esta vida. Ya no regateo con inventos, una moneda no vale tanta carajada. Sé de lugares donde nada más tengo que estirar la mano. Hay quienes dan sólo para provocar un comentario absurdo. La maledicencia es la primera en arrojar limosnas.

Qué sería de mis noches sin la pipa. Al mono no hay

LA PIPA

¿Qué necesita un hombre para vivir? Una piel de oso y algunos alimentos

Petrus Borel

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que decirle nada, ya lo sabe. En un movimiento ligero de manos, él toma el dinero, ni siquiera nos hablamos.

Reemplazar el día por la noche es un giro bastante osado. Se requiere cierta habilidad, cierto carácter. Desde mi huida, he aprendido a escabullirme. Apuñalé a un minero en mi pueblo natal. Quizá por la costumbre de estar entre rocas, me adapté a la calle sin mucha angustia. No me siento culpable de nada, matar a un hombre no va más allá de su consecuencia: fugarse simplemente, hacer vida en otro lado. Aquí nadie me conoce, excepto el mono, aunque no puedo decir que es mi amigo. Ya me atraía el humo y los viajes. Cuando encontré el puente no dudé en descargar los costales con la ropa y acomodarme. Pedir era sencillo, había trabajado mucho en los socavones. Conocí al mono por un mecánico al que, el mismo día de mi llegada, descubrí en unos matorrales junto al río: se puso nervioso cuando me vio, pero no dejó la pipa; tampoco quiso invitarme a soplar. Cada quien con lo suyo. Sólo le pregunté dónde conseguía la “tierra”.

No me importaría vender los zapatos o el alma. ¿Rehabilitarme por qué? Tengo la pipa, eso es suficiente. Llego a la casa-puente, desempolvo, monto la leña y pongo a hervir el agua. Cocino un poco de arroz, unas papas y hago una sopa con los huesos que me regalan en la carnicería. Me preparo un café con un poco de alcohol y prendo la pipa. Soplar tiene su rito. En la madrugada me pellizca el frío y duermo hasta después del mediodía.

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Estuve enfermo casi una semana. No tenía nada para comer. La fiebre no me desagrada del todo. Empapé de sudor las cobijas y en los momentos de alivio pude masturbarme —no hay mejor manera de comprobar el alivio—. Cuando logré levantarme fui al río, lavé una ropa y me bañé. Luego di vueltas por el parque: unos que bebían me ofrecieron alcohol. En la esquina, una niña acababa de botar unas papas con salsa. Me encontré al mono. Le dije que estaba enfermo, que tenía la peste. No le importó mucho, me dio “tierra” a cambio de un favor. En horas no conseguí muchas monedas, pero bebí, comí papas fritas y soplé.

No deseo vivir de otra manera. Puedo regresar a la mina o buscar otro trabajo. Si quiero dinero, lo pido. No pago impuestos. Cuando me quiero calentar, busco perras y las invito a soplar: me lo chupan, a veces se lo dejan meter. No necesito esperanzas, vivo y es suficiente. Me paseo por estas calles sin otra ambición que mantener un hábito; cada quien tiene el suyo y busca la manera de salvarse, incluso hundirse en la miseria es una manera de salvarse. Unos se agotan trabajando, a mí no me agota pedir.

Las Ratas han tratado de invadir mi espacio. Bajan de noche por la orilla del río y, poco a poco, se van metiendo. Tengo alambres de púa bien camuflados, vidrios por todas partes… Si nada de esto funciona, tengo el puñal a la mano. Diario salgo con mi lámpara y alumbro los matorrales. En ocasiones me compadezco de algún miserable que está de paso. Pongo a secar sus zapatos si están mojados, le doy comida, abrigo, lo invito a soplar. No soy un mal hombre, me defiendo de los seres que, por alguna razón, Dios no quiso

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terminar. Mi camino no es exactamente el camino del bien, hago lo que debo hacer para mantenerme, para suplir lo que tampoco a mí se me ha dado: un cuerpo que pueda resistir por milenios el polvo, el fracaso, la “tierra”.

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QUIEN CRUZA LA PUERTA

Callar es sencillo. De tanto pensar la mente olvida que el pensamiento sirve para algo. Aquí, en esta casa, nadie piensa. Se puede vivir sin actuar, vivir sólo para ver cómo el cuerpo sufre, se complace o simplemente reposa. Uno se sienta en el mueble y puede estimar el peso de la carne, a la vez que la suavidad de los cojines.

No siempre ha sido así. Digo esto sin resignación, lo digo para constatar un hecho más, quizá diferente, pero al fin y al cabo, vago y casi ajeno.

Hace 20 años podía hablar con las visitas. En la calle cualquiera me saludaba y yo respondía. Era tranquilo como ahora, pero notablemente iluso. En esta misma casa, en estos mismos muebles, me hinchaba de esperanzas y conseguía enhebrar el hilo del tiempo, gozando de imaginar un armonioso tejido.

No era usual que a medianoche escuchara el timbre de la puerta. No me alteraba ni temía. Lo insólito para mí no significaba más que la sensación de un instante. El orden volvía, lo otro era una especie de azar inútil:

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ninguna ráfaga fortuita anticipaba la presencia de un dios.

Hace 20 años el timbre sonó a medianoche. Calentaba en la cocina un poco de leche. Me pareció prudente mirar por la ventana. Un hombre cautivo en su cara de vagabundo ni siquiera me hizo señas cuando me vio. Permaneció petrificado en un gesto que no inspiraba lástima o pavor, sólo duda y extrañeza.

Abrí la puerta y él se quedó como estaba, sin mover su mano para pedir, o al menos sus párpados. Cuando le hablé no hice más que amplificar una serie de ruidos. Sentí mi voz como los gruñidos ridículos de un demente. Un poco exasperado por la actitud del hombre cerré la puerta, pero me quedé en la ventana. Volvió a tocar el timbre, esta vez mirándome fijo. Abrí.

Reaccioné cuando ya él estaba adentro. Pareció deslizarse por un lado de mi cuerpo sin que lo sintiera. No tuve tiempo de vedarle el paso. Dejé que siguiera con su juego, si acaso trataba de jugar. Lo seguí hasta la cocina. Por sus movimientos parecía conocer la casa. No llevaba ningún costal, sólo mugre y harapos. Su rostro era una maraña de signos: trajín, desvelo, silencio, sobre todo silencio.

En la cocina tomó dos tazas. Bajó la leche del fogón y sirvió. Sin mirarme empezó a sorber, y yo, sin dejarlo de mirar, acompañé su acción. Saqué un pan y lo partí. No hizo más que estirar la mano. Comió.

Lo seguí de nuevo, esta vez por las escaleras que daban a dos alcobas y el baño. Entró al último y no demoró en salir. Como si ya hubiera dormido en la habitación de

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huéspedes, hizo uno de aquellos movimientos sutiles y cerró la puerta cortando mis palabras.

Pensé en la manera de sacarlo. Un día, otro día, semanas… No tenía justificación para sacar a alguien que, en realidad, no existía. Las esperanzas se agotaron. Cada vez encontraba menos razones para reprocharle su intrusión.

Me habitué a su silencio. De tanto pensar en él me olvidé de todo lo demás. Aprendí a callar. Éramos una doble ausencia. Vivíamos, eso era todo.

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UN HOMBRE AL QUE ODIABAN

El viejo exigió una ronda para todas las mesas. Nadie dijo nada, cada quien bebió su cerveza en silencio. Permanecía de pie junto a la barra; ni siquiera el cantinero le ofreció una silla. Su bastón vibraba; el demacrado cuerpo del viejo se sacudía. Trató de contenerse apretando el mango del bastón. Miró el reloj casi con el rostro pegado a la muñeca.

Había transcurrido un cuarto de hora, tiempo de otro trago para el que bebe. Pidió otra ronda para todas las mesas. Nadie dijo nada; alguien quiso alzar el vaso para agradecer, pero, de inmediato, fue obligado a bajarlo. El anciano se percató del incidente y agachó su calva y granulosa cabeza como mirando sus zapatos. El cantinero no se inmutó; acodado en la barra, con los ojos a medio cerrar, se atusaba la barbilla. La música era apenas un tímido rasgueo de guitarras. Además, se oía un hilado chapoteo en el orinal.

Apuntaron las once en el reloj del viejo. El viento

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agitó las hojas de la puerta. Antes de irse levantó su tembloroso, flácido brazo, aunque no hubo comercio de saludos con él. Los hombres bebían la última ronda. Lento y apocado, el anciano se acercó a la puerta y se fue de bruces por una zancadilla. Todo el bar rompió a carcajadas.

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CENIZA

Fuma para no pensar. Cada cosa es la suma de muchas que ya fueron, pero las cosas y él parecen ignorarlo. Las materas que cuelgan del alero se balancean porque sí, porque el viento las hace mover.

Siempre está en su silla: junto a él los viejos siguen el curso de una vida sin curso. Por los balcones recién iluminados caminan las hermanas que reemplazan a la muerte. Las frutas son una falsa recompensa. Prefiere fumar. Sin embargo, se vive bien así, indiferente hasta en la enfermedad; por eso cuando tose, vuelve a su calma. Monta la picadura y lía: parece que de tanto hacerlo sus dedos han cobrado independencia.

La noche no le importa. A veces no duerme y espera que se apaguen las luces y sólo quede la lumbre de su cigarrillo. De pronto pone su cabeza en la almohada y, por acto de la indiferencia misma, parece que el amanecer sólo fuera un parpadeo. Mientras él pasa de la cama a la silla —desayuna poco—, los viejos tuestan sus decrépitos vicios bajo el sol: mastican galleta o comen fruta, acomodan el mentón en la mano o mueven las

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rodillas. Ninguno quiere darse el lujo de morir. Para qué contar los días. El cigarrillo le deja la mancha del filtro, eso es todo… La muerte es otro asunto.

El olvido no importa. Hay imágenes de su pasado que desfilan a paso de carnaval: las calles vuelven a estar solas, llenas de basura. Las hermanas, la muerte, los viejos, todo es un mero eco en su cabeza, una distracción vaga, otro bastón inútil de la vida. Fumar es el acto para el que ha nacido y está destinado. Tan simple.

No importa ya si alguien prende la luz al fondo, en la cocina quizá. No quiere su sitio entre los bultos. No desea, no habla, no espera. La calle despoblada le abre un espacio donde habitan él, una piedra, el viento y la noche.

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MORFINA

Acaso es la muerte, pero no, hay algo más terrible: su vestido, su aroma.

Ya no sabe quién o qué es lo que se sienta a la mesa. Cuando el asco y la desesperanza se disipan, le dice madre. Apenas la mira entre bocado. Le repugna darle de comer. Hilos de sopa se derraman por las comisuras de los labios. Siente pena, pero no culpa: pena porque no puede olvidar lo que fue su madre. La asistió cuando la enfermedad aún dejaba ver un rostro humano.

Todo es más extraño cada día. Apenas duerme; hasta el sueño le huele a morfina. El tedio agudiza sus oídos: en la habitación contigua escucha los estertores de un vestigio orgánico. El cuerpo de la enferma sobrevive sólo para alimentar un espectro.

Cuántas horas, cuántos días más tiene que soportar. Fuma en el cuarto para no dejar la costumbre —todos sus hábitos se han trastornado—. A veces sale, pero es inútil. El pavor se convirtió en amor perverso y la extrañeza en obsesión.

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No tiene trabajo ni esperanza de nada, pues la enfermedad de su madre también acabó con la fe y la voluntad. Roza los límites de su conciencia: o asesina por desprecio del mundo o se suicida. Sin embargo, ya no le importa ni siquiera escoger. Lo que podía amar ha muerto, ahora espera ver morir lo que odia

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¿Por qué no consumar la muerte de tu querida anciana? No le digas tonterías, háblale de lo que quiere oír: el funeral al que fuiste hoy, el dolor de los deudos, la pomposidad del entierro. Ella quiere saber cómo la recibirán; tú, aún no deseas saberlo.

Sufres, es cierto. Padeces, no la enfermedad, sino su peso de dama regordeta y caprichosa. Quisieras consumirte porque crees en una vejez injusta, la vejez innatural que no reclama, la que no lleva a cuestas el fantasma de una vida culpable.

Nadie dudaría de esto: se es culpable, pues hasta respirar es competir por el aire, caminar es borrarle el camino a quien viene detrás. Los martirios de la vejez compensan la usurpación.

No le robes a tu querida el vacío de sus minutos, dale más vacío; para tu vieja no hay peor regalo que el tictac de los relojes.

ALIENTO

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¿No te abruma, además de ver sus cabellos en el peine, verlos en la almohada? Está cansada de levantarse.

El pintalabios dibuja la boca que se ha contraído hasta parecer un remiendo. La palidez la confunde entre las sábanas. Ya no es lo que tanto cuidas. Alguien se burla de ti: esa imagen grotesca, maquillada por la esperanza. La Enfermedad se esconde tras un manto de cuero con dos agujeros para ver el exterior. Apoplejía es su dulce epíteto. ¿Qué vas a hacer con un cuerpo al que le han cambiado su etiqueta?

No quieras subastar su muerte en un hospital. En los asilos dejarías su miseria en manos de la compasión. En cama tu querida anciana se acomoda honestamente. Ya sabes: deja que su espectro vague por los pasillos, por el balcón, que suba y baje las escaleras, que esparza sus notas de violín por toda la casa.

Ella duerme; aprovecha entonces.

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Tan simple como tener hambre. La calle que transita vale un pan. Igual caminan los perros entre los pies de quienes sueltan un bocado en cualquier momento. Pedir es sólo alzar la mano y aceptar con humildad lo que cae en la palma. Hombre simple: no necesita harapos, es quien es, con una vida lenta. Sabe cuántos pilares, cantinas y gente, hay hasta su casa. Lo sabe porque ignora un lado de la calle, el derecho.

Como es simple, piensa poco.

Pone a hervir la tetera. Mientras hierve, evoca a su madre. Recuerda cómo se le replegaban las medias en los pies secos, llenos de varices y heridas. La vieja sonríe y su risa se disuelve en el vapor que anuncia el punto del café. Él sirve y mientras bebe ya no piensa.

Un hijo más de la miseria. Desde niño las calles se le abrieron como amplios pasillos de una sola casa. Su madre le entregó las llaves de una puerta difícil de

LA CASA QUE ARDE

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abrir. La puerta que da a un mundo donde se puede sobrevivir con un poco de astucia.

Más simple robar: nadie puede quejarse toda la vida por perder un reloj o unos pesos. Sus años fueron la búsqueda de lo insignificante, quería evitar el cansancio por el cansancio mismo.

La cocina es un montón de mugre y anhelos. No le gusta el café, pero lamenta romper la costumbre de tomarlo. Su tetera vapora entre el reino de la miseria que vive —acogedora para él— y el reino de los muertos donde tiene un espacio reservado, al lado de su madre.

Camina con las nubes y desaparece con ellas. Su vida es la de los perros. Pide por cansancio, ya casi no disfruta robar. Es un hombre de aceras. Suele visitar los parques: así como él, existen para detenerse un poco. Allí fuma o se come un pan, aprende a imitar, a camuflarse en el paisaje. No necesita muchas monedas; a su vida no le falta nada porque nunca ha tenido nada. Su inercia le basta. Se siente cansado para morir y seguirá despreciando la acción, el cambio, el afán. Prefiere ser una oruga ante Dios y los hombres.

Reconoce la miseria, para él significa un estado de pasividad. Un pan lo es todo. Su noche es la misma penumbra ante la tetera: vive para un café que no le gusta. Su existencia no va más allá de leves riñas consigo mismo. Tiene una madre muerta para dialogar y un anhelo diario para matarlo. Ese anhelo es llegar siempre, un poco más cansado, a su rincón, hasta el día en que no se preocupe más por el agua que

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hierve, por la cocina, por la casa que arde.

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EL LADO ORIENTE DE LA MESA

Lenta y meticulosamente una de las cuatro ancianas se encargó de tejer el mantel de la mesa. Utilizó lana amarilla. Por dos días —con breves interrupciones para comer— no paró el repiqueteo de agujas capoteras tramando finos puntos en cruz.

Bajo el cobertizo situado en el centro de un inmenso jardín, que por múltiples senderos conducía a la casa —una pomposa casa colonial de dos pisos llena de ventanales y chambranas de macana—, las ancianas celebraran su tertulia dominical. Desde anécdotas familiares hasta expertas discusiones en el ámbito artesanal salían de aquellas voces ya magulladas por el tiempo.

Emilia ocupaba el norte de la mesa y por esto —según los criterios del grupo— presidía las conversaciones. Era una de esas señoras que tienen porte de matrona: altivo y solemne. Se hizo cortar algunos mechones de cabello negro, pues su tez morena, no muy alterada por

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arrugas, se veía más fresca y juvenil bajo aquel hongo de canas; cada una de sus compañeras le manifestó su admiración.

Cierto domingo habló de la nueva cadenilla de sus lentes: de su finura y de lo bien que contrastaba con su vestido blanco.

Siempre que incidentalmente alguna de las ancianas aludía al tema de la salud, otra interrumpía tosiendo o regando a propósito un poco de café; luego un incómodo silencio les entornaba la mirada.

Con un abombado vestido rubio, ataviada con una cantidad exagerada de collares y pulseras, Ligia era el motivo de frecuentes burlas y de los agudos sarcasmos de Emilia. Su lugar estaba en el oriente de la mesa donde el sol se enroscaba por el dorso rojo y plegado. Sus labios se contraían de enojo, pero, de inmediato, afloraba en ellos una sonrisa. Según los comentarios de sus amigas —antes de descubrir el impulso real de aquella conducta— el tiempo la favoreció con un estupendo carácter infantil.

Al frente de Ligia se distinguía Berta, escoltada por la sombra de un gran arbusto. Diagonal a ella, es decir, al sur, Esmeralda sostenía siempre su mentón que poco a poco iba deslizándose por la palma hasta dar con el borde de la mesa. Ni siquiera el café la mantuvo despierta; importunada por los empujones de Berta, volvía sus ojos perdidos bajo párpados hinchados.

Casi absortas por el aire de la mañana dominical, las cuatro ancianas reposaban después de una larga

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y controvertida plática, acerca de cuál era el mejor punto para tejer un chal o una pañoleta en crochet.

Con ese mismo esmero que puso en la hechura del tendido, Emilia pasaba por cada puesto vertiendo otra dosis de café. Luego de que el reloj anunciara el mediodía, Berta despertaba por última vez a Esmeralda.

Al terminar, cada una recogía su taza; Ligia envolvía el mantel de lana amarilla y, bien doblado, lo depositaba en el armario indicado por Emilia.

Una vez fuera del jardín se reunían en la sala y daban comienzo a un juego repetido de adioses y hasta-luegos. Después de cerrar la puerta, la anfitriona se desplomaba satisfecha en su canapé por el resto del día.

Durante la semana los sonidos de este y otro teléfono no daban tregua. Berta llamaba a Emilia, Emilia había hablado ya con Ligia, Esmeralda nunca contestaba… Concebían su próximo domingo de café o, con un súbito, apagado cambio de voz, se referían a la enfermedad —descubierta por desgracia— de “esa pobre…”

Ninguna reunión llegó a ser menos jocosa que la otra. Ovaciones para ésta, reprimendas para aquélla; nuevos juegos de porcelana, nuevos tejidos, renovadas anécdotas familiares. A su círculo nunca lo rompería la monotonía, de eso siempre estuvieron seguras. Pero también ocultaban funestas verdades.

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Los frecuentes adormilamientos de Esmeralda sólo significaron una cosa: narcolepsia. Emilia se tropezaba cada vez con más frecuencia, además, su degenerativa sordera implicó un hablar fuerte y prolongado. Berta, siempre atenta y jubilosa, pretendió disimular —tarea consecutivamente imposible— con una crema cutánea sus brotes y manchas en la piel. Sin embargo, todo esto lo aceptaron. El rio de los años se precipita menos caudaloso y, ahora más claro, deja ver sus profundidades.

Ni una palabra se dijo de Ligia, sobre quien se descargaban bromas, pero jamás “lo otro”, lo que ni siquiera supera aquel perturbador espectro que llaman cáncer. La anciana sumaba collares y brazaletes, el vestido, roído ya por los bordes del escote, olía fétido por el uso; sus comentarios, mientras enrojecía a carcajadas, comenzaron a generar en las demás una honda tristeza.

El miedo las absorbía. Y hay una sola justificación para su espanto: el presenciar ese mal, el imaginárselo en ellas como una fiera que despedaza la rutina y les roba todos sus preciados momentos al lado del café, condenándolas a un deplorable encierro.

Pero Ligia lo sabía y no lo sabía —ya se lo han dictaminado—. Al principio lo reconoció y se estremeció como ahora sus amigas. Sin embargo, un hecho no es sino causa del que le sigue.

Una mañana de domingo, bajo el cobertizo ubicado en el centro del inmenso jardín, un silencio entre labios despavoridos se elevó hasta empañar cada ventanal

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y enredarse en cada baranda. Esmeralda no dormía, a Berta se le contraían los labios como quien desea llorar y por la tez de Emilia resbalaba tal deseo.

En el lado oriente de la mesa, a sus anchas el sol alumbró una silla, una que, por algunos años más, mantendría en vilo al círculo de ancianas.

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Ah, qué bueno es estar sentado. Siquiera estamos sentados. Qué haríamos si no; es lo único que pueden ofrecernos aquí. La gelatina es horrible, todas estas actividades estúpidas, lo único son las galletas y las pastillas para dormir. Ah, y estar sentado, sí, en la butaca cuando aún las piernas se mueven, o en la silla de ruedas cuando las piernas sólo sirven para darle forma a la cobija.

Berenice, la que ya no habla, se escapó ayer, y nadie sabe cómo. Caminó fuera unos pocos minutos…, regresó llorando, no hizo sino llorar hasta que su hija, sólo por esa ocasión, vino a consolarla. Berenice contrae los labios y no deja que nadie la toque, excepto Concepción, la hermana obesa.

No me gusta cuando apagan las luces ni cuando dejan una prendida. Tampoco me gustan los amaneceres, la hora de levantarse, pues hay alguien, Julio por ejemplo, que un día no se levanta. Nadie aquí se ha

AH, ES MEJOR ESTAR SENTADO

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muerto sentado, por eso nos da miedo ir a la cama y nos alegra que nos repartan la galleta cuando estamos en la silla.

Hay un huerto, un jardín y una fuente. Nos peleamos por regar las flores… En los días de sembrar escogen voluntarios; quienes nos antojamos pedimos el palustre y las semillas. No hay como estar sentado en la fuente mientras se toma el sol o se descansa de tanto molestar con las plantas. Pero las plantas son lo único ya, y las sillas; todo lo que permanece quieto, en reposo, no reclama esperanza de nada.

Tenemos días de guitarra: los que cantan también hacen palmas y los que tocan sólo pueden cantar. Nadie fuma, ni un trago se bebe; pero la música nos llena y embriaga con el licor de otros tiempos. Luego la hermana lo suspende todo con su voz afectada por una s muy suave.

Saberse el nombre de cada viejo significa que aún la memoria pervive para nuestra desgracia. Es mejor ser como Leticia que de tanto olvidar ha inventado otros espacios. Pensar aquí es inútil, la esperanza de Berenice por salir es inútil, no habla porque se ha cansado también de pensar.

Nos toman de la mano, constantemente nos acarician: ah, es mejor estar sentado sin esa limosna de afecto; que traigan la galleta y nos dejen en paz. Y las frutas, no pedimos otra cosa, la manzana que nos regala un poco de su nombre, y la naranja, sobre todo a mí me gusta la naranja.

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Contamos un tiempo de artritis, el tiempo sin afán de las nubes y el de la hermana que debe soportar un gran peso en sus rodillas.

Nos dejan aquí por una sola razón: para irnos acostumbrando al cementerio donde también hay flores, pero ninguna silla. Con el rezo, en la hora del rezo, llenamos nuestra pronta ausencia: la que no se llena, porque a Julio y a otros todavía les rezamos.

En cualquier momento Berenice volverá a salir; si alguna esperanza nos queda… Ah, ya encontraremos allá afuera un lugar para sentarnos.

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UN SUCESO EXTRAÑO

Éramos cinco en la mesa. Media botella de ron para cinco es poco: tres, cuatro tragos no son nada. Apenas conocía el lugar; acaso lograba distinguir el nombre de mis acompañantes. Se reían conmigo. Traté de ser amable. Como la conversación era variada y dispersa no tuve que hablar mucho; me bastaron sus gestos para responder con otro gesto.

Empecé a preocuparme. Mis acompañantes casi no bebían. El trago era una excusa para ocupar —por horas— la mesa. Me pareció ridícula su manera de beber.

Esperé. Mientras hablaban pensé en la manera de irme. Me gusta jugar a la lotería: esa fue una buena disculpa. Tomé un taxi.

Mi mujer trabaja de noche. A veces coincidimos en la puerta, otras veces en el camino. Nos saludamos como se saludan dos simples transeúntes. De tanto convivir

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nos hemos vuelto inexpresivos, excepto con los niños. Ella los cuida en el día y yo en la noche.

En el taxi traté de recordar mi vínculo con cada uno de los compañeros de la mesa. Una relación vaga: no sé por qué me incluyeron en su reunión. Casi no hablé. Quizá pensaron que simplemente era un hombre callado.

Esta vez no quise despertar a los niños. El cansancio opacó incluso el ruido en mi cabeza. Trabajo con maquinaria pesada y ese ruido sólo acaba cuando duermo.

Sonó el teléfono, pero ya estaba en cama. Siguió sonando. Sentí una voz delgada que contestó. Mi hijo menor dijo que era para mí. Lo regañé sin razón. Le dije que se acostara. El teléfono repicó y repicó.

A las seis de la mañana me encontré con mi esposa. Yo iba y ella venía. En el trabajo recibí dos llamadas que tomé por una pésima broma. No vuelvas a casa que te van a matar.

Al principio me pareció oír la voz de mi mujer, luego dudé. Aunque no creí en la amenaza, continué mi labor distraído. Al terminar la jornada, sólo por sugestión evoqué ciertos momentos de mi vida. Pero ninguno resultó tan cruel para provocar una venganza.

De camino a casa no me encontré con mi esposa. A veces pasa. Abrí la puerta con cautela y de inmediato escuché una voz. ¿Está cansado? Camine despacio y siéntese. Lo hice porque la amenaza de horas antes

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cobró sentido. Tome el tarro que está a sus pies y beba sin levantar la cabeza. No la levante ya.

Pensé en los niños. El silencio se prolongó y recordé con más detalle ciertos momentos. Mis deudas, la pelea con un tío, el tipo que denuncié por robo… Nada era tan grave.

Intenté pararme y me arrojaron un vaso de vidrio que logré esquivar.

Le dije que no levantara más la cabeza.

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LÁGRIMAS DE ALCOHOL

La Señora trapea. A las 4:00pm llega el viejo dejando huellas dispersas. Según ella, lo hace con intención de exasperarla. Riñen. Al él sólo se le entiende: jodida casa mía. Luego desaparece en balbuceos: beata, beata, beata… La Señora sacude, pero hoy no quiere cocinar. Qué se muera de hambre, dice.

A las 9:00pm hay un brillo de fatiga en sus ojos. En una bandeja lleva el jugo, la sopa y el arroz con la carne, un gran trozo de cerdo. La habitación del viejo apesta, la Señora arrastra con el pie la ropa desperdigada en el piso. A él no le importa mostrar su enorme cuerpo rebujado de canas. Mientras come escucha la radio.

Para la Señora y el viejo el amor es imposible, pero la costumbre y el desprecio los ha obligado a vigilarse. La vejez los cobija bajo el mismo temblor.

La Señora sufre, en un silencio piadoso, dolores agudos en el vientre. Su cuarto es la extensión de un

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dolor que nadie conoce, las paredes velan el drama de su secreto. Cada objeto es una fibra nerviosa. En ese pequeño espacio la Señora soporta el infierno más íntimo: ahogos desesperados. Aceptó el trabajo de ama de llaves porque no quiere morir sola.

Convivir con un borracho es para la doméstica un asunto insignificante. Inútil o no, está condenada. Las riñas con el viejo al menos la distraen de su condena. Lleva diez años con él, suficientes para no distinguir el vicio ni la virtud.

Compra el mercado los fines de semana, lava, cocina y le queda tiempo para dormitar. Cuando no quiere abandonarse a la mera pesadez, busca el desorden en algún rincón de la casa; si no lo encuentra, ella misma lo hace: quiebra un vaso, esparce tierra de las plantas o cambia las cosas de lugar. Su manía es justa: el trabajo es doble, pero así olvida más tiempo su tedio.

El viejo vive y morirá en su laguna. Sus molestias ya no son nada: todo se hunde en esa carne espiritosa. Sólo existe para una constante secreción, para la fiebre de sus días. Su cuerpo es la efervescencia y el agotamiento. Apenas habla, y cuando lo hace, riñe. Necesita quejarse de los ruidos que todo el tiempo hace la Señora. Comulga con ella en el desprecio. No dejaría su ebriedad en manos de cualquiera.

La habitación del viejo está atiborrada de zapatos y botellas. En el armario guarda, tras la ropa, licores blancos y oscuros: aguardiente, vodka, ron, tequila y whisky. Tonalidades, añejamientos, grados de alcohol.

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Antes y después del desayuno, una copa. Luego en la cantina, muchas copas.

Tuvo esposa, la enterró. Tuvo hijos y éstos lo enterraron. Ahora convive con la beata: hombre y mujer unidos por un dios colérico.

La Señora trapea. Son las 4:00pm y el viejo no llega aún. Según ella, lo hace con intención de exasperarla. No tiene con quien reñir. El silencio la exaspera más. Nadie se tambalea, nadie da un portazo. La Señora sacude, pero hoy no quiere cocinar. Qué se muera de hambre, dice.

A las 9:00 pm hay un brillo de tristeza en sus ojos. En una bandeja lleva el jugo, la sopa y el arroz con la carne, un gran trozo de cerdo. La habitación del viejo apesta, la Señora arrastra con el pie la ropa desperdigada en el piso. La cama es enorme cuando no está él. Prende la radio y toma un poco de jugo. Abre el armario. Luego, entre lloriqueos, se tumba en un rincón.

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LA RATA

Son las tres de la mañana. Otra vez la puta rata hurgando en la cocina; creo que, en cualquier momento, hurgará en mi cuerpo. La llama crece, los objetos se duplican y se pierden. Luz, penumbra y tinieblas: tres espacios confundidos en la casa. Dios no habita en los abismos; bajo mi cama no lo he visto esta noche.

Ni culpa ni remordimiento, el purgatorio es gratuito. Ruido de ollas y de platos; una niña llora en algún lugar. Es ahora cuando los pensamientos parecen luces desnaturalizadas. El opio, la somnolencia, la muerte más próxima. Y los que tienen sueño ya lo saben. Los que no pueden dormir tratan, en vano, de salir de un sueño peor.

La carne sufre injustamente su postura. Esta lucha inconciliable con el espacio me tiene al borde de

Te mira fijamente con sus ojos centelleantes,te aterroriza, se ríe de ti, se burla y te maldicemientras recorres la ratonera de arriba abajo

hasta que tu propia desgracia te destroceEdgar Lee Master

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la fuga. Errar por la calle, odiar la cama, surgir constantemente como el polvo. En la duermevela, la realidad y el sueño se disputan un cuerpo, pero la rata es la que más lo desea.

A veces siento náuseas, mareos. La puerta se aparece unas veces lejos y otras cerca. Por un lado es la salida sin retorno, por el otro, un mero paso hacia la dispersión. Las paredes de mi cuarto se aniquilan en lo oscuro. Hay ruido, diminuto pero agudo. Cuántos, como yo, desearían dormir. La vela se consume. Si duermo, nadie vendría a despertarme en la mañana; mi reloj interno está dañado.

No sé si sentir vergüenza por mi pasado, por esto que soy ahora o por la patética descomposición en sueños. Al menos soy el sirviente de mis perversiones, pues el que duerme, de alguna manera, es un pervertido.

En mi álbum de pesadillas la rata se ha hecho un fotograma constante. Siento, y eso no me consuela, que el roedor se salió por un resquicio del sueño y, amañado en el mundo de lo distinguible, no quiere regresar.

El mismo espacio puede una y otra vez cambiar, por eso la extrañeza, y me siento aún más extraño por enfermo: estoy en un lugar que no acabo de reconocer nunca. No quiero hacer el menor esfuerzo por adueñarme del lugar donde constantemente sufro. Vivo la tensión de cuidar cada parte de mi cuerpo, de vigilarme, de conservarme en este pedazo de suelo donde se acumula la fatiga.

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Diario comienza para mí la vida en un parto, a veces inmundo, a veces más que inmundo. Cuando amanece busco la calle renovada: me pregunto si saldrá el sol o lloverá deliciosamente. No sé lo que espero.

Creo repetir siempre y siempre la misma pregunta, cuya respuesta no depende de nadie. Mis hijos, los hijos, nadie. El mundo desaparece cada noche y con la primera luz se levanta casi intacto.

No hay tal cosa como lluvia en estos tiempos; hay sol, rayos que forman telarañas en el cuarto. Siento laceradas todas las caras que tengo para mostrar. Me pregunto hasta cuándo la dicha será sirvienta de las cosas y de los actos. Se es cualquier forma embutida en un Nombre.

Después de cuatro años, vuelvo a fumar. Cómo me afecta el tabaco. Hay gente que se levanta; unos apenas se acuestan. Ahora son casi las cuatro. Rugen los primeros carros. Me duele la cabeza. La maldita rata descubrió su única e inmutable función: ser una molestia, un motivo más por el cual no pueda dormir.

Bajo las cobijas acaricio los vellos de mi pene.

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ESAÚ

Unos mocasines sobresalían graciosamente de las botas de su pantalón. Tres o cuatro cuadras le faltaban para llegar a casa. Su ánimo era la expresión de dos bolsillos cargados con la pensión. Se había tomado unos tragos. Recordó la risa de sus compañeros y la afabilidad de la joven camarera. Hizo una mueca extraña, pero ni siquiera advirtió su causa. Caminó abstraído en anteriores juergas que se unían a la reciente. Sintió entre los dedos de su pie derecho una piedrecilla. Le quedaban dos cuadras de camino. Sus pensamientos se trasladaron hacia la casa: su esposa y sus hijos, especialmente hoy, lo recibirían con afecto. La piedrecilla se acomodó en el empeine y allí casi ni la sentía. Imposible agacharse para desanudar el mocasín y sacársela. Para un viejo como él, aquejado de la espalda, esto era realmente insufrible; además, llegaría pronto. Creyó sentir la piedra en el talón y luego en la planta. La mueca de antes cobró significado. Pero aguantaría; era peor agacharse. Qué lo iba a molestar una cosa tan simple: en otros tiempos pudo

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resistir grandes dolores cuando el trayecto a casa no se comparaba con éste. Nuevas imágenes sobrevinieron. Ahora todo su cuerpo era un pie gigante punzado por un elemento filoso. A media cuadra se perfilaba su casa. Aceleró el paso. La piedra, que no se había movido de la planta del pie, lo laceró con más fuerza. Los recuerdos adquirieron otro sentido: la risa de sus compañeros se convirtió en un gesto de burla mordaz e insoportable; la camarera lo había tratado como si él, Esaú, fuera un pobre niño; lo esperaban en casa una mujer hipócrita y un trío de holgazanes. La piedra, la piedra… repetía en su mente como si la experiencia de su vida no hubiera sido más que un andar entre ellas. Encorvadas, todas las arrugas del rostro formaban un gesto severo. Se paró ante la puerta. Una vez adentro, rechazó los saludos. En su cama, no sin esfuerzo, arrojó el mocasín a lo lejos. La piedra se había adherido a la piel, pero ni una gota de sangre. Simplemente la muesca.

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CONTENIDO

ABANDONO .................................................................9UN ACTO DE FE ........................................................11REGRESARÁ EL VERANO ......................................13IRREMEDIABLE .........................................................17DOLORES ....................................................................19LA PIPA ........................................................................21QUIEN CRUZA LA PUERTA ...................................25UN HOMBRE AL QUE ODIABAN .........................28CENIZA ........................................................................31MORFINA ....................................................................33ALIENTO .....................................................................35LA CASA QUE ARDE ................................................37EL LADO ORIENTE DE LA MESA .........................40AH, ES MEJOR ESTAR SENTADO ..........................46UN SUCESO EXTRAÑO ...........................................49LÁGRIMAS DE ALCOHOL ......................................52LA RATA ......................................................................55ESAÚ .............................................................................59

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