Criada para todo

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1 Jean-Louis Dubut de Laforest Criada para todo

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Jean-Louis Dubut de Laforest

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JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST

CRIADA PARA TODO

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Jean-Louis Dubut de Laforest. Paris. 1887

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, 2014.

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I

La conversación se volvía tormentosa por momentos; Théodore en-

cendió su pipa, apuró una segunda copa de coñac, y tras haber desinflado

sus gruesas mejillas arrojando una bocanada de humo, dijo enérgicamente a

su esposa:

–Charlotte, déjalo ya. ¡Yo me encargo!...

–¿Tú?...

–¡Yo!...

Al día siguiente, a las ocho de la mañana – era el cuatro de noviembre

de 1885 –Théodore Vaussanges, jefe de negociado en el ministerio de fi-

nanzas, descendía los tres pisos del apartamento que ocupaba con su familia

en el bulevar de Clichy, tomaba un coche y daba al cochero una dirección de

la calle Montmartre. Bien enfundado en su abrigo marrón con cuello de piel,

se instaló en el centro de los cojines del taxi, se adelantó un poco a la dere-

cha, ojeó dos o tres periódicos de diversas tendencias y encontró mucho más

divertido observar, a través de los cristales de las portezuelas, la vorágine

peatonal de las aceras, ese va y viene matinal de París donde todos los go-

ces, todos los dolores, todos los corajes, todos los orgullos, todas las ver-

güenzas parecen poseídas de una similar fiebre, la prisa por vivir, – como si

eso pudiese resultar útil al alma que vive aprisa, como si avanzase más rápi-

do hacia el objetivo final ignorado, corriendo sobre una trayectoria en forma

de circunferencia que gira con nosotros.

Miraba a los transeúntes. «¿Adónde diablos, van?» Y, como un buró-

crata parisino de humor sarcástico, desdeñoso de los filósofos vulgares y

pedantes, resolvía el problema al estilo de Alexandre Dumas hijo: «¡Par-

diez! ¡Van todos a pedir algo a alguien!»

Todo un tipo, este Théodore: cuarenta y cinco años, modales de cléri-

go rabelesiano, estatura por encima de la media, cabellos cortos, figura re-

donda y gruesa, colorado, expansivo, sin un pelo en la barba, ojos azules,

cejas espesas, nariz fuerte con amplias narinas, dientes intactos que se mos-

traban de buen grado en la eclosión de una sonrisa de burgués bromista.

Señal particular: una verruga por encima del labio superior, a la izquierda,

una verruga limpia, muy cuidada, jovial. Estaba tocado de un sombrero de

copa y vestido, bajo su abrigo de piel, con una amplia levita, con un chaleco

y pantalón negro. Sus dos robustas manos, un poco velludas, con los dedos

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cuadrados en sus extremidades, se apoyaban en un bastón de junco con po-

mo de plata que tenía grabadas las iniciales de su propietario en letras góti-

cas. Todo en él delataba uno de esos hombres, ni viejos, ni jóvenes, llenos

de salud, que expulsan la melancolía y a veces imponen a las siguientes ge-

neraciones el ingenuo respeto hacia una hermosa cabeza de anciano.

–¡Yo me encargo! – había dicho para estupefacción de su esposa e

hija, con tono de marido honorable y como dispuesto a corregir un insulto.

Para aquellos que conocen a los Vaussanges, el compromiso solemne

del jefe de negociado no tenía nada de temible; no había nada que temer. El

Sr. Théodore dejaba transcurrir sus días en el seno de un hogar respetado, a

la sombra de las virtudes familiares, al principio esperando la condecora-

ción, y más tarde la jubilación como jefe de división, con seis mil francos de

sueldo, cinco mil de rentas, la dote de la esposa, y con la esperanza, – des-

pués de hacer de su hijo Léonce un médico y casar a su hija Valentine, – de

ir a descansar con su esposa a alguna villa cercana a la capital y ver allí lle-

gar la caída de la noche.

Cuatro años de funcionario en provincias, veinte años en el ministerio

de finanzas. Había visto discurrir a un número inimaginable de senadores-

ministros, de diputados y de directores, –políticos rechazados por el sufragio

universal, directores sospechosos para los nuevos ministros; él, Vaussanges,

era inquebrantable a pesar de la política y sus avatares; sabía mejor que na-

die las cuestiones referentes a su división, los mil trucos del despacho. Su

tarea no era dura: por la mañana dos horas; tres horas por la tarde, libertad

entera los domingos y festivos, más un mes de vacaciones en el verano, el

mes de agosto que pasaba con su familia en Cabourg. En la casa, sobre el

cielo de la alcoba, ni una nube; la amistad había sucedido al amor por los

sentidos apacibles del hombre y de la esposa; deberes conyugales una vez

por semana, muy tranquilamente, con la preocupación de ya no esperar un

heredero; paseos por los límites de Montmartre, una vuelta por el parque

Monceaux, el Bois de Boulogne, una escapada a Neuilly, a Asnieres, a Bou-

gival, a Ville-d’Avray, a Fontainebleau, de vez en cuando el circo, el teatro,

la ópera Cómica preferentemente, pues el Sr. Théodore tocaba el violonche-

lo. ¡Todo un ramillete de virtudes burguesas!

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¿Entonces, qué mosca había picado a Théodore? Y por qué, él, esposo

tranquilo por excelencia, ordenaba callarse a su esposa afirmando que «se

encargaría»?

Es que hacía varios meses, las criadas se sucedían en la casa como los

ministros en el ministerio. No se podían conservar las terribles sirvientas:

una era respondona; la otra sucia y bebía; una tercera se ponía las camisas y

las medias de la señora; otra dormía fuera de casa y regresaba vapuleada;

algunas llevaban la audacia hasta recibir individuos en la cocina; algunas

otras hacían de la habitación del sexto un auténtico lupanar; todas mentían y

robaban.

Después de su declaración, el Sr. Vaussanges, con la pipa en la boca,

el vientre al fuego, había desplegado un periódico por la tercera página:

Ofertas y demandas de empleo.

Leía para sí:

Señora se ofrece para cocinar y llevar la casa de una o dos per-

sonas. Muy buenas referencias., H.M., avda. Lamotte-Piquet.

–Una marquesa caída en desgracia; ¡no nos hace falta eso!

Continuaba:

Joven de 17 años, desea plaza de criada en el extranjero…

Sus ojos recorrían esa serie de anuncios:

Criada para todo, 20 años, solicita plaza.- J.M.O calle Colisée.

Criada para todo, 16 años, solicita plaza. Muy buenas referen-

cias.- Escribir a ***, despacho del periódico.

Criada para todo, 19 años, media plaza. M.W., calle Milton.

Criada para todo, 26 años, Dirigirse a L.L., avenida Gabriel.

Criada para todo, 18 años, media plaza, preferentemente perso-

nas serias.- H.Z., calle de Turin.

Habiéndose alejado Valentine, el jefe del despacho mostró los anun-

cios a la Sra. Vaussanges, incriminando a los periódicos que se atrevían a

hacer negocio con tal tipo de publicidad. Atacaba a toda la prensa parisina;

se indignaba, pero como sin duda tenía la indignación fácil, la dama no pa-

reció dar mucha importancia al furor del burgués. Théodore se calmó por

fin, y su jovialidad volvió:

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–¡Después de todo, esto sirve a los viejos solterones!...

El coche se detuvo en medio de la calle Montmartre. Théodore subió

la escalera de un entresuelo y llamó a una puerta que indicaba en letras ne-

gras sobre una placa de cobre: «Agencia de colocación.»

Una vieja dama fue a abrir, y desde que el visitante le hubiese dicho

su nombre, su profesión y el objeto de su gestión, ella le rogó que entrase en

una pequeña estancia previa al despacho. El agente, el Sr. Julien Maudier,

un hombre de barba gris, dejó sus escritos y aparentó aire comprometido:

–El señor ha llegado en el momento idóneo… ¡Tenemos donde ele-

gir!...

Tenía una agenda en la mano:

–«Cahterine Paulhiac, 33 años. – Entrada en el servicio de… »

El Sr. Vaussanges le interrumpió:

–Soy un poco fisonomista – dijo – preferiría de entrada juzgar por el

aspecto… Las informaciones vendrán a continuación para corroborar mis

apreciaciones…

–¡A sus órdenes, señor¡…

En el pasillo iluminado por una farola de gas, se abrían dos habitacio-

nes, una frente a la otra: la de la derecha reservada a los hombres; la de la

izquierda para las mujeres: Aquí y allá, un ruido sordo de palabras, las eter-

nas quejas variadas de la domesticidad:

–¡Ah, qué malo es ser pobre!...

–¡No pagaban siquiera a la lavandera!...

–¡Se moría de hambre!

–¡Se compraba el vino al litro!

–La señora no tenía nada que ponerse encima…

El agente abrió la puerta enorme y designando las habitaciones:

–Vea, caballero, ¡nada de promiscuidad!...

Los dos hombres entraron en el local de las mujeres, y, de inmediato,

el clamor se apaciguó. En grupo una veintena de mujeres, de nodrizas, de

robustas campesinas normandas, con gorritos de paño blanco, gobernantas

con sombreros de flores, muy serias, cocineras, mujeres de compañía, estas

en gorro de color o sombrero, algunas sin cubrir la cabeza; muy al fondo, un

poco apartada, una joven de hermosos ojos de un terciopelo brillante, coque-

ta bajo un fular anudado a la nuca, una pañoleta azul graciosamente echada

hacia atrás de una cabellera morena, densa y brillante. Era de bella talla,

bien hecha, calzada con unos encantadores botines, un pie hacia delante, una

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mano apoyada sobre un paraguas cerrado, un jersey negro moldeaba su pe-

cho y una falda de cuadros permitía adivinar los esplendores de sus formas,

dibujando, gracias a su pose, unos salientes, contornos y los convexidades

de unas vigorosas caderas. Una raya al medio, despreocupada de la moda,

separaba sus cabellos cuyos rizos rebeldes venían a acariciar unas cejas bien

perfiladas. Su cuello era esbelto, su nariz fina, con delicadas narinas, la tez

de sus mejillas de un rosa tierno menos intenso que el de los voluptuosos

labios un poco húmedos donde sonreían unos bonitos dientes; al lado de la

boca, a la izquierda, un lunar con algunos pelillos negros al que una de las

manos ligeras frotaba amorosamente. La limpieza de su humilde vestuario y

de sus puños contrastaba con la ropa más o menos desgastada de las otras

mujeres, pero era sobre todo la pañoleta de seda azul, la pañoleta brillante,

lo que arrojaba una nota alegre, una llama de primavera en ese ambiente

pobre y sombrío de una mañana de invierno.

La muchacha morena parecía alejarse aún más del gentío de sirvien-

tes, como si tuviese temor al contacto del rebaño que parecía temblar, con

los ojos en el suelo y, sola, detrás de las cabezas serviles, conservaba la

frente alta, el pecho en evidencia y la mirada brillante.

Théodore la observaba, de pie, con las manos en los bolsillos, el

bastón bajo la asila derecha, y unas ideas contradictorias poblaban el cere-

bro del burgués. Él, que nunca engañaba a su esposa, pensaba: ¡Menudo

cuerpo!... ¡Pero es demasiado bonita para ser decente! Y el rigor conyugal

ganándole: ¡Pero qué dices!...Examinó el grupo de las otras criadas, el popu-

lacho endomingada y de atroz fealdad, y regresaba a la bella.

Era la primera vez que la muchacha de la pañoleta azul se presentaba

en una agencia de colocación; encontraba extraña, penosa y humillante la

exhibición solicitada por el gran y grueso señor, y que, en su pensamiento,

comparaba con otro género de exhibición del que se le había hablado en

Burdeos.

El Sr. Vaussanges y el agente charlaban en un rincón.

–¿La morena alta?... ¿La del pañuelo azul?...

–Sí…

–Es una perigurdina que viene de Burdeos… Excelentes informes…

¿Quiere verlos, caballero?

–Todavía no.

Y el jefe de negociado contemplaba a la perigurdina; la contemplaba

como a algo artístico, como se admira una planta soberbia y malvada a la

que está prohibido tocar; se decía eso, pero no emitía una palabra. La peri-

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gurdina lo deslumbraba. En un momento le asaltó la idea de salir brusca-

mente, de posponer su elección a otro día, de no reaparecer más; extrajo su

reloj; no miró las agujas.

–Parece inteligente y parece muy limpia… ¡Muy limpia!...

–¿Desea usted?

–¡Veamos!... No me comprometo a nada…

–¡Por supuesto!...

El agente hizo una señal a la perigurdina, y el Sr. Vaussanges, la joven

sirvienta y Maudier abandonaron la habitación para entrar de inmediato en

la pequeña estancia contigua.

Maudier comenzó a leer sobre un gran registro:

–«Srta. Félicie Chevrier, 24 años, nacida en el pueblo de Coussières,

cerca de Piègut (Dordogne)… En 1880, servía en Thiviers…»

Théodore se inclinó hacia el agente:

–¿De quién son esos informes?

–¡De la señorita, por supuesto!...

–Entonces – dijo el jefe de negociado – con una sonrisa maligna, más

vale que la interrogue yo mismo…

–¡A sus órdenes, caballero!... Precisamente acaban de tocar el timbre y

no pasa ni un minuto… Ya hay seis personas en la oficina… Discúlpeme

señor, le dejo…Podremos, por lo demás, verificar las referencias… Si usted

lo desea escribiré enseguida a Burdeos, a la dirección indicada…

¡Muy bien…Ya veremos!...

Desde que quedó solo con la sirvienta, el Sr. Vaussanges la invitó a

sentarse, recreándose en la actitud grave de un amo que interroga a un sir-

viente nuevo. Su bonhomía se delataba a su pesar, y la joven mujer veía que

el señor no era malo, aunque fruncía las cejas y trataba de dar a su voz una

entonación severa.

–Usted se llama Félicie…

–Sí, señor, Félicie Chevrier, –respondió la criada con voz aflautada…

–¿Es usted el Périgord, el país de las trufas?...

–Sí, señor…

–¿Y sabe cocinar?...

–Si señor no es demasiado difícil… Creo…

–No es solamente al señor al que trataría de contentar –interrumpió

él– Está la señora, la señorita... También tengo un hijo en el colegio… ¿ Tal

vez pensó que yo estaba soltero?...

Ella guardó silencio.

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Él continuó dulcemente:

–En la casa, el trabajo no es enorme… La Sra. Vaussanges es muy ac-

tiva… Esas damas arreglan algunas veces ellas mismas sus habitaciones. …

Lo que buscamos, es una criada fiel, devota… Usted me parece una mucha-

cha decente… ¿Desde cuándo está en París?

–Desde ayer…

–¡Ah!... ¿Y está alojada?...

–Provisionalmente, en casa de mi tío Barba, en la calle Rochechou-

art…

–¿A qué se dedica, su tío Barba?...

–Es zapatero…

–¿Por su cuenta?

–¡Oh! ¡no, señor!...

–En Burdeos, ¿dónde servía usted?

–En la calle Guillaume-Brochon, a la familia Moncirel…

–¿Tiene algún certificado?

–Sí, señor…

Y Félicie presentó al Sr. Vaussanges una hoja de papel que el jefe de

negociado ojeó rápidamente.

–Parecen apreciarla mucho el Sr. y la Sra. Moncirel, ¿Por qué los ha

dejado?

–Quería venir a París…

–¿De verdad?... ¡Al menos es usted sincera!

Él buscaba sus frases, un poco embriagado por la visión de la bella

criatura.

–Me gusta la franqueza… Es una cualidad cada vez más escasa.. Así

pues, señorita, desea conocer Paris y ha venido con la intención…

–¡De trabajar!... Le he cortado… perdón, señor…

–¿Tiene aún padres?

–Mi padre y mi madre viven en un pueblo, Les Coussières, cerca de

Piégut; son pobres, tan pobres como el tío y la tía Barba de Paris, y si pudie-

se acudir en su ayuda…

–Tiene buenos sentimientos, ¡perfecto!... ¿Qué ganaba en Burdeos?...

–Quince francos al mes…

A fin de sentarse mejor, Félicie había levantado un paño de su vestido

y dejó al descubierto una esquina de falda blanca. El Sr. Théodore cerró los

ojos.

Se levantó para concluir:

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–Tendrá usted treinta y cinco francos, señorita, y más tarde, si le con-

viene, se le aumentará… Venga esta tarde a las ocho, al bulevar de Clichy…

La casa está situada en el esquina del bulevar y de la calle de Guelme…

Preguntará por el Sr. Vaussanges… El apartamento está en el cuarto piso, la

puerta del medio; es un poco alto, pero hay un balcón y aire!... Por lo de-

más, debe usted tener buenas piernas… No hablemos de eso… tengo pri-

sa… Me voy… ¿Ha entendido bien?... Sr. Vaussanges…

–Sí, señor… ¿Deberé llevar mi maleta?

Él vaciló y mirándola de frente:

–Venga con su maleta…

El agente entró. El jefe de negociado le dio las gracias, bajo las escale-

ras y subió al coche con los ojos inflamados:

–Al ministerio de finanzas!....¡Rápido!...

La sirvienta se despidió del agente con la promesa de saldar su deuda

el fin de mes.

–¡Eh! ¡paisana, prudencia! – observó Maudier… Es usted encantado-

ra, y creo que le ha entrado por el ojito derecho al burgués… Las historias

de faldas no duran mucho tiempo… Ha conseguido un excelente puesto y si

es hábil lo conservará…

Ya en el coche, el Sr Vaussanges suspiraba:

–¿Qué dirá Charlotte?... ¡Oh! ¡esta Félicie, me ha dejado en un esta-

do!... ¡Hum!... ¡Qué pedazo de mujer!... ¡Qué ojos!... ¡Qué cabello!... Res-

pecto al hogar… El adulterio… La loba en el redil… Théodore, ¡seamos

serios!...

Y se volvió serio, como por encantamiento.

A las doce, Théodore regresó a almorzar a su casa; cuando las damas

lo interrogaron, él se vio invadido por un escrúpulo, se hizo una reflexión

tardía, como con miedo, y declaró que había visto muchas sirvientas, pero

que nada estaba todavía decidido. Debería volver a pasar por la agencia de

colocación.

Hacia las dos, Théodore hizo el viaje desde el bulevar de Clichy al

ministerio de las finanzas, esta vez a pie y sin pasar por la calle Montmartre.

En el intenso frio caminaba animado por una fuerza nueva; y fue en vano

que tratase de vender la idea de que Félicie era el sol de ese renovación de

juventud y de ardor. Profirió invectivas conocidas contras los amos amantes

de sus sirvientas; pensó en las manos arrugadas y ennegrecidas por el humo

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de los hornos, la escoba de los pasillos, las grandes operaciones de cocina;

pensó en las ropas; olió los olores grasientos; tuvo la visión de un cuerpo de

mujer sucio en la prisa del sueño, a la hora de bajar la bolsa de basura, y se

creyó armado contra la morenita de la pañoleta. Luego, el ramo de virtudes

burguesas, dominando su nervio olfativo, acentuó su robusta indiferencia

por el recuerdo de la familia. ¡Vaya un bonito ejemplo si conseguía ser el

amante de su criada! Así como él decía, ayer, con desdén, delante de los

anuncios de los periódicos, las grandes letras B y su continuación, las cria-

das para todo, ¡eso servía a los viejos solteros!

La Srta. Valentine ponía los platos y su madre supervisaba la cena, es-

pecialmente un plato de dulces por el que jefe de negociado se volvía loco.

Théodore entró con una sonrisa en los labios.

–Y bien, – preguntó la Sra. Vaussanges, ¿tenemos criada?

–Sí, querida esposa, es hora de que descanses…

Se besaron.

–Tienes que reconocer que después de todo no estamos tan mal servi-

dos haciéndolo nosotros mismos.

–Esa no es una razón… La cocina te fatiga y estropea tus manos…

–Trabajo con guantes…

–No es necesario, además es bueno que todo el mundo viva.

–Desde luego…

–Creo haber encontrado…

-–¿Una perla?

–No digo una perla, pero una buena sirvienta...

–Eso es todo lo que necesitamos… Cuéntanos…

El padre, la madre y su hija se sentaron a la mesa.

–Estará aquí a las ocho, – anunció Théodore, tomando el plato de po-

taje que su esposa le presentaba.

La Sra. Vaussanges adoptó un aire serio:

–La interrogaré y estableceremos nuestras condiciones…

–¡Es inútil!... ¡Eh!... ¡Me quemo!... ¡Esta sopa está demasiado calien-

te!

–¿Inútil?...

–Treinta cinco francos al mes…

Él soplaba a la cuchara:

–Me he comprometido…

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–¡Treinta y cinco francos!... No le dábamos más que treinta francos a

Julie…

–Julie manchaba la casa, y si por cien centavos más…

–¡Oh! ¡no me quejaré¡...

–Confío en Félicie…

–¿Félicie?... No me gusta mucho ese nombre..

–A mí tampoco – dijo la señorita que, muy gentilmente, retiraba los

platos.

–¡No es feo!

–En fin. Veremos a Félicie manos a la obra... Valentine, trae un cuchi-

llo de servicio para tu padre… en el cajón, el último afilado…

Desde luego, la dama estaba mediocremente halagada de que su mari-

do hubiese obtenido una nueva criada, pero aún contaba con los ocho días

reglamentarios para, si era necesario, poner las cosas en su sitio.

Alta, rubia, con ojos negros, nariz griega, la boca muy fresca, el rostro

manchado con esas ligeras marcas rosadas que revelan las blancuras de la

piel, la Sra. Charlotte Vaussanges, a pesar de estar un poquito gruesa, era

aún una bella mujer. En su camisón azul, y por esa noche, el pecho libre de

corsé, abundante, no demasiado flojo, manos finas, hubiese picado de deseo

a un hombre. En su expansión, se exhalaba de todo su ser, del estallido de

sus ojos, de sus labios, de la ondulación perezosa de su cuerpo, una de esas

voluptuosidades dormidas que saben despertar a los que comprenden a la

mujer y prefieren, a morder los frutos verdes, el jugo sabroso de unos peca-

dos bien maduros. El jefe de negociado era la esencia de todos los seres: la

pasión de los objetos que se han amado con un amor violento se mitiga por

el hábito en vez de fortificarse. No hay marido tan fiel por mucho que uno

se pueda imaginar que, tras veinte años de matrimonio, bese a su mujer en la

boca con ardor.

Durante el transcurso de veinte años, el Sr. Vaussanges creía haber

adivinado todos los tesoros de Charlotte y no soñaba con ella más que para

la correcta noche de la semana. Esposo ignorante, dejaba morir el verano de

San Martin y marchitar las rosas, en lugar de retomar a la mujer, enérgica-

mente, santamente, y de hacerla vibrar hasta la hora del descanso.

Valentine tenía apenas diecisiete años; sus padres acababa de retirarla

de la pensión; se parecía a su madre; era el diminutivo, no solamente por la

altura y la fragilidad de los miembros, sino incluso en el color de la fiso-

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nomía, con un tinte y unos ojos más claros, cabellos de oro más pálidos. La

joven muchacha iba a desarrollarse, terminar su crecimiento.

Léonce, el segundo hijo de los Vaussanges, entraba en retórica en el

colegio Rollin donde estaba internado.

A las ocho sonó el reloj del comedor, un péndulo Luis XV, – una reli-

quia de familia por parte de la señora.

–¡Valentine, mi pipa y mis accesorios!...

El timbre de la antesala sonó.

–¡Aquí llega Félicie!... ¡Cómo ves, es puntual!...

La joven se levantó para abrir.

–¿Señor Vaussanges, señorita, por favor?

–Es aquí, señorita…

Félicie envuelta con un chal de lana saludó a las amos con una reve-

rencia. Charlotte la miraba. Pero lejos de turbarse, con la noble seguridad de

su Midi, la criada decía, cantando los finales:

–Señora, he dejado mi maleta abajo… El portero debe subirla, cuando

se lo indique… Estoy a las órdenes de la señora.

–Bien, hija mía… Vaya a cenar…

–Ya he cenado… Se lo agradezco señora…

Mientras Théodore daba cuenta de un aguardiente doble, las damas

Vaussanges conducían a Félicie a través del apartamento. La sirvienta escu-

chaba, atenta, las recomendaciones de su nueva ama. El Señor no la había

engañado: el servido era fácil, con el polvero todos los lunes, y nada de ropa

que lavar. La señora confiaba a la criada las llaves de la bodega y ella se

comprometía, si estaba satisfecha, a darle la ropa y los vestidos limpios.

Félicie casi no tendría gastos.

–Señorita, no será desdichada en nuestra casa… Al señor le gusta gri-

tar, pero es bueno; mi hija y yo no somos exigentes…

–Intentaré hacerme digna de las bondades de la señora:

–De entrada, le pediría un pequeño sacrificio, un cambio de cofia…

En Paris se llevan gorros blancos… ¿Tiene usted gorros?

–No, señora…

–Le daré dinero, y mañana los comprará…

El portero, el Sr. Tareau, botones en el Banco de Francia, subía la ma-

leta de la criada; golpeó a la puerta de los Vaussanges, y, con la autorización

de la señora, la joven criada siguió al portero a su habitación, al sexto.

Cuando el conserje bajaba, la vivienda estaba ya llena. La Sra. Tareau

y algunos sirvientes de la casa comentaban la llegada de la nueva criada, su

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porte altivo, la pañoleta azul. La portera vecina, Sra Lortier, una vieja com-

patriota de los Tareau, originarios ambos de un pueblo de la Somme, entró,

queriendo saber. Desde su ventana, a la luz de una lámpara de gas, había

divisado a la desconocida y la juzgaba muy orgullosa y demasiado encanta-

dora para ser una simple criada. Con los puños en las caderas, interrogó a su

colega en su patois local:

–¿Quién es esa mocita con rizos que está ahí? Parece extranjera

Pero la Sra. Tareau, que temía una larga con cháchara, se conformó

con responder riendo:

–¡Es una africana1…

Théodore se desvestía:

–Una provinciana ignorante en Paris: la formaremos…. Para mí ella

vale más con su ignorancia que todas esa parisinas resabidillas, venidas no

se sabe de dónde… frutos del vicio de la Babilonia moderna, invadidas por

las herencias funestas… la provincia tiene tesoros de honestidad y devo-

ción… Nosotros somos provincianos

Charlotte respondió:

–Félicie podría ser feliz con nosotros… ¿Lo querrá ella?

–¡Caramba!

–¡Es que nunca se sabe!...

El jefe de negociado se metió en la cama:

–·Es bien divertida, la gascona con su pañoleta!...

–¿Su pañoleta? … Le he rogado que la reemplace por un gorro blan-

co…

–¿Por qué?

–Será lo más conveniente…

–¡Pero menos original!...

Él tuvo miedo de haber dicho demasiado, y, expulsando los malos

pensamientos:

–Vamos, ven, querida…

–Que cariñoso estás esta noche, Théodore…

–Los primeros fríos del invierno…

–Decías lo mismo al entrar la primavera… Los primeros fuegos, en

lugar de los…

–¡En el verano y en el otoño también!... Al preludio… Soy un hombre

de las cuatro estaciones!...

–Eso no dura…

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–¡Durará, Charlotte!...

Tras haber alineado sus cosas en el armario y pasado la cerradura,

Félicie se extendió entre las sábanas muy blancas, y suspiraba, alegre y me-

lindrosa:

–¡Esto está muy bien!… ¡Aquí me siento como en mi casa!...

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II

Desde las siete de la mañana, Félicie ya estaba a pie. Se vistió aprisa,

temiendo llegar tarde para preparar el café con leche de las damas. Cuando

atravesaba el pasillo, cubierta con su pañoleta azul, percibió, en una puerta

entreabierta, la cabeza de una mujer, luego otras cinco cabezas de mujeres

de puerta en puerta. Eran las criadas del edificio que habían decidido no

bajar antes que la nueva para observarla y burlarse de ella a gusto. Eran

Louisette, la sirvienta de los hermanos Carbonade del primer piso, unos ne-

gociantes de vino cargados de familia cuyas esposas e hijos gritaban todo el

día; – Rosa, de casa del doctor Le Roux, inquilino del segundo, un amigo de

Théodore; – Malvina, que servía a los Damicourt, dos apacibles rentistas del

entresuelo; – Hortense, criada de los Vercouzére, ocupando uno de los apar-

tamentos del cuarto, al lado de los Vaussanges; su patrón era arkitekto, de-

cía ella; – Pauline, de casa del Sr. y la Sra. Dujaric, del tercero: el marido

estaba empleado en el Banco de Crédito de la Ciudad de París; – por último,

una mujer bajita con un gorro a los Récamier, nariz puntiaguda, muy viva-

racha, la Sra. Bouvet, gobernanta de los nueve hijos del Sr. y la Sra. Nerpin,

ex fabricantes de mostaza y, según decía Théodore, hoy fabricantes de ni-

ños1. La Sra. Bouvet se dignaba a limpiar un apartamento del quinto; la lla-

maban la « madame » porque afirmaba haber sido dama y haber estado ca-

sada con un caballero que se había arruinado en el crack bursátil; su marido

educaba aborígenes en Oceanía; regresaría rico. Mientras esperaba, la Sra.

Bouvet, obligada a la servidumbre, intentaba dignificar la profesión: una

liga nueva contra las agencias de colocación la consideraba entre sus más

celosas e inspiradoras acólitas.

La criada de los Vaussanges acometió las escaleras. De inmediato, las

seis mujeres en falda y mandil, con los ojos hinchados, los labios secos, los

cabellos despeinados, se agruparon contra la rampa.

Deseosa de continuar con su rol, comenzado en la agencia, de no mez-

clarse con los demás sirvientes, Félicie no se dignó al principio a considerar

la comedia que se desarrollaba en lo alto, codazos, «¡hum!», risas.

Se encogió de hombros: el murmullo aumentó. Entonces se detuvo en

el último escalón, levantó un poco la pierna derecha e hizo restallar violen-

tamente su mano sobre su falda, más bajo que las caderas, en el muslo.

1 Juego de palabras intraducibles. Moutarde es mostaza y moutard es niño pequeño

(N. del T.)

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20

Se produjo un estrépito de amenazas e insultos.

–¡Pendón!...

–¡Aldeana!...

–¡Mal bicho!...

–¡Sube si te atreves!...

–¡Es demasiado cobarde!...

–¿De dónde sales, mamarracha?...

Pero la sirvienta entraba en el apartamento de sus amos, llevando en la

mano la jarra de leche que un cochero depositaba cada mañana sobre el des-

cansillo. El horno de la cocina encendido, depositó allí una cafetera y se

dirigió al comedor para abrir las ventanas. Se familiarizaba tanto o más

rápido, pues todo en torno a ella le recordaba a la provincia transportada a

Paris, desde los frascos de mermelada dispuestos en lo alto de la alacena,

hasta la gran panera de madera de la cocina y el colosal armario del vestíbu-

lo.

En el salón, con el plumero en la mano, desempolvaba los muebles de

acajú macizo, y toda esa sencilla confortabilidad era para ella el mejor de los

augurios.

Apareció la Sra. Vaussanges.

–Señorita, es usted tempranera… eso está bien… ¿Está la leche al

fuego?...

–Sí, señora…

–El señor tiene por costumbre picar algo, antes de salir… Ponga un

cubierto en el comedor y sirva el cordero frío… Luego bajará a la bodega y

traerá una botella de vino blanco…

–La última de la fila, al lado de los aguardientes… ¡No se confunda! –

dijo Théodore que atacaba un bocado de cordero…

Al abandonar la agencia de la calle Montmartre, Félicie Chevrier se

había dirigido a la calle Rochechouart. Tras haber anunciado al tío Barba y a

la tía Fantille la noticia de su colocación, de inmediato, y con un suspiro de

liberación, cerró su maleta. Esa prisa por partir no carecía de fundamento.

Desde Burdeos, la sirvienta había escrito a los Barba para pedir un aloja-

miento provisional: creía a los parisinos más afortunados en los negocios, a

juzgar por las cartas que ellos escribían a los Chevrier del Périgord. Le hab-

ían bastado dos tristes comidas y una mala noche sobre un colchón, en el

sofocante subsuelo, para convencerse de que los desdichados obreros de

Paris tienen algunas veces el orgullo de callarse sus infortunios. La vista de

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la miseria laboriosa y altiva le produjo un estremecimiento de miedo; pero,

valiente, reaccionó y multiplicó su deseo de triunfar, a base de brazos, cere-

bro… y lo demás.

No mentía cuando declaró al Sr. Vaussanges que solo la idea de la ca-

pital la determinó a abandonar la provincia donde ella vegetaba, sin espe-

ranza de futuro. Allá, en Thiviers, al principio, ciento veinte francos al año y

un par de zapatos de aguinaldo, la miseria a pesar de las bondades de la Sra.

Dussutour; luego en Burdeos, con la familia Moncirel, de la calle Guillau-

me-Brochon, quince francos al mes, como máximo: era bien mezquino, y

todos sus ahorros de cuatro años penas le bastaron para el gran viaje.

Su infancia la había pasado en el humilde pueblo de Coussières, sin

nada, descalza, con un vestido de fustán, los cabellos al viento, gritando a

los bueyes: «Vamos Chabrô!... So Billiâ!...», a recoger el estiércol, a guar-

dar las vacas en el establo, a pasear los corderos a través de las cunetas de la

carretera departamental; había crecido al sol, con los árboles, los robles,

pues era un joven roble en su primavera, tanto por su vigor físico, como por

su porte bien plantado, – una frondosidad rosa y negra, en lugar de un verde

ramaje.

Ya de jovencita, iba a vender huevos, conejos y perdices al mercado

de Piégut, el gran mercado del municipio de Nontron; ya era bonita y soña-

dora. En la fiesta patronal, los muchachos se acercaban para hacerla bailar:

los tapones de limonada saltaban en su honor, y entre los estribillos de la

canción, el caballero se volvía pálido, de tal modo ella iluminaba el cara a

cara.

Un día llegó alguien a Coussières, el más apuesto y el más robusto del

baile, un joven soldado con bigote. Era una noche de verano. Félicie y él se

fueron a un sembrado de heno, a la claridad de las estrellas, y el muchacho

parecía tan apresurado y tan rudo que la chiquilla experimentó dolor sin

placer. Eso no le había impedido divertirse en Burdeos con unos sargentos

mayores de caricia más tierna. Prudente, hábil en los asuntos de amor, desa-

fiante, evitaba las maternidades con rara ciencia, y nadie jamás cotilleaba

sobre ella.

Desde su huida de Coussières, una huida nocturna, un largo camino a

pie para llegar a Thiviers, todo tipo de angustias antes de la entrada en ser-

vicio en la casa Dussutour, tenía el deseo de educarse, y también el horrible

temor a caer en la vida de las putas, de morir en el hospital, rabiosa y des-

truida por alguna enfermedad venérea. No se ilusionaba con las ganancias

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rápidas y peligrosas. Thiviers, pequeño pueblo, permanecía indemne, pero

Burdeos, ¡cuántos ejemplos!

Gracias a una vigilante prudencia, dominando su fogoso temperamen-

to, Félicie tenía la salud de la bella juventud, todo el frescor deseable del

cuerpo, todo el encanto.

Para llegar a su objetivo, la fortuna, sacrificaba la ruta de los placeres

y escalaba el camino de la servidumbre, – camino más largo, menos agrada-

ble, pero más seguro.

Ante el burgués, cliente de la agencia de colocación, que se presentó

allí como en un mercado de mujeres, la sirvienta se había estremecido con

una repulsión instintiva: ese aire bonachón y, de pronto, esos ojos encendi-

dos le provocaron cierta inquietud. Ella no conocía al agente, aunque fuese

su compatriota. Hacía algunos minutos, caminaba hacia la aventura a la ca-

lle Montmartre; había entrado en la casa Maudier, guiada por el azar, por la

simple indicación de un funcionario al que ella había pedido la dirección de

la agencia de colocación más próxima. Ese Maudier la había inscrito en un

registro, felicitándola por su porte y su belleza: eso era todo. Esa mañana

ningún amo había visitado la habitación de los sirvientes, antes del jefe de

negociado. ¿Y si el caballero no era un burgués, sino el patrón de un esta-

blecimiento sospechoso?... Entonces caería en un mal lugar!... ¡Qué estupi-

dez!... ¡Qué temor inverosímil!... De inmediato la timidez de la provinciana

se había desvanecido para dar lugar a un sentimiento de orgullo. El caballe-

ro le echaba el ojo con firmeza; dudaba; tenía miedo de su esposa, pues es-

taba casado; ella no podía dudar, adivinaba algo y no se sorprendió en abso-

luto al escuchar confirmar su creencia por el propio amo.

Aparte de los imaginarios patrones de los tugurios, ella hubiese acep-

tado el servicio de un caballero solo y rico, pero la situación nueva, una vez

bien reconocida, le pareció preferible aún: ese era el secreto de la joven

criada.

Durante los ocho primeros días, ningún incidente marcó la existencia

de Félicie. Desde el día siguiente, para contentar a la señora, se había puesto

un gorrito blanco que, según la silenciosa opinión de Théodore, no sustituía

más que de un modo imperfecto la pañoleta azul celeste. La sirvienta ya

estaba al corriente de los proveedores, y la familia apreciaba cada vez más

su modo de cocinar, aunque la gascona declarase que, en los ultramarinos, la

mantequilla no tenía la grasa de su país. Los parisinos del Norte detestaban

la grasa y Félicie lo admitió.

Page 23: Criada para todo

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Charlotte y Valentine alababan la inteligencia y la actividad fiel de la

criada, su ligereza ante las órdenes, el buen gusto y la limpieza de sus vesti-

dos, su escrupulosa honestidad en las compras: tan solo, el jefe de negocia-

do permanecía taciturno.

Los Vaussanges se habían casado en Rouen, su patria común, ella, rica

con cien mil francos de dote; él, sin fortuna, antiguo empleado de la Prefec-

tura de Sena-Inferior, habiendo agotado en sus estudios de derecho los últi-

mos recursos de la familia. Gracias a la recomendación del Sr. Nicolas Lu-

zard, el diputado de Rouen, el empleado había podido obtener una plaza de

redactor en el ministerio de finanzas y, con esa pequeña situación, casarse

con la Srta. Charlotte Dupuis, la hija de un mercader de cereales.

Sus padres habían muerto; solos en el mundo, amando a sus hijos, pe-

netrados ambos de sus responsabilidades familiares, conservaban el respeto

por el hogar, el marido satisfecho, la esposa dormitando sus carnes.

Desde la llegada de la criada, Théodore sentía arder un fuego, un fue-

go que pronto ya no podría controlar.

Intentaba no ver a Félicie. Precisamente, en el segundo mismo en el

que deseaba evitarla, ella le presentaba un plato, o bien, si él no la creía allí,

aparecía frente a él. Ella bajaba la cabeza, confusa, y, bajo el primer pretex-

to, abandonaba el comedor.

Antes de sentarse a la mesa, el jefe de negociado se lavaba las manos

en el fregadero de la cocina; Félicie le tendía una toalla; él tomaba la pren-

da, bruscamente, con aire irritado, la cabeza baja, sin decir ni una palabra.

Para él, ella tenía dos rostros: ella lo alejaba, lo atraía, lo bajaba, lo alzaba,

lo suspendía, – si hubiese sido posible, – como un tallo de metal entre dos

amantes de igual potencia. Se encontraba muy estúpido, estando lleno de

apetitos, de no poder satisfacer su capricho, salvo en despedir enseguida a la

sirvienta con un poco de dinero. Durante el invierno, la ventana de la cocina

de cortinas de color estaba siempre cerrada; veinte veces, a la semana, él

había dudado en empujar a Félicie, al lado del horno, en besarla; y no se

atrevía, tenía timideces, el candor de una virgen. Una noche en la que re-

gresó más tarde que de costumbre, atiborrado de una fuerte cena, subió un

piso encima de su apartamento. Se detuvo allí, escuchando los menores rui-

dos, estremeciéndose con la idea de que él, padre de familia, funcionario,

podría ser visto por las otras criadas o incluso rechazado ruidosamente por

la muchacha; bajó, apenado.

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En esa imaginación de hombre, la pasión crecía, desarrollada por el

contacto familiar. Hoy, el amo encontraba a la sirvienta tan bella bajo el

gorrito de tela como con la antigua cofia; levantaba un rincón de cortina

para admirarla trotando sobre el asfalto. Ella recogía su vestido al estilo de

las damas; brincaba como las jóvenes parisinas, y aunque sus formas armo-

niosas tuvieses amplitud y resistencia, caminaba muy firmemente. Un día,

en el ministerio de finanzas, un estallido de locura atravesó el cerebro de

Théodore. El amo escribía a su sirvienta; declaraba que ella no había nacido

para servir; sabía bien lo que había hecho, llevándola a su casa; él la citaba,

al otro lado del río, en un café de estudiantes. Ella dejaría sus trabajos en la

casa, vendría en coche, cenarían juntos; alquilaría un apartamento amuebla-

do, esperando mejores tiempos. ¡Sería para siempre su amante!

¿Su amante? ¿Félicie, la criada?... Se trató de animal, de cretino y

quemó la nota, jurando que no había que montar tanta historia y que, en la

primera ocasión, iría de frente.

La perigurdina era prudente; salía muy poco, no hablaba con nadie,

seguía recta su camino, se acostaba temprano, y las otras sirvientas, alojadas

en el sexto, se celaban de esa moza altiva, aunque ella dignificase singular-

mente la profesión.

Un pensamiento preocupaba al Sr. Vaussanges. ¿Era virgen, Félicie?

Esa duda lo inflamaba con un ardor más intenso. A punto estuvo de ceder a

la ingenuidad interrogando a la doméstica sobre este capítulo. Todas las

noches, regresaba con la voluntad de acabar con ello, y todas las noches, se

encontraba algún obstáculo nacido de sí mismo, o de la presencia de Char-

lotte y de Valentine. ¡Uno no hacía la corte a una criada! Se la tomaba de un

golpe, se la arrinconaba en la oscuridad del vestíbulo, y se la mordía, como

se muerde una fruta que es nuestra!...¡Eso estaba bien!!..

–Félicie,– ordenó, lavándose las manos – baja a media noche al corre-

dor… Las señoras estarán acostadas… La esperaré… Nos divertiremos,

¿verdad?

Y tosió muy fuerte antes de reunirse con su mujer y su hija.

Félicie sacudió la cabeza, guiñando un ojo, y no acudió a la cita.

Al día siguiente de ese día, un domingo, – las damas Vaussanges es-

cuchaban la misa en Notre-Dame-de-Lorette, – el jefe de negociado muy

humillado llamó desde su habitación; Ni rastro de Félicie. De un brinco, se

lanzó al corredor. Vio a la criada que lloraba.

Se sintió débil.

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–¿Por qué llora? – preguntó – ¿Acaso la he disgustado?... Yo la amo

mucho, mucho, y se equivoca…

Le acarició las mejillas, y ella lo rechazaba, suavemente. Entonces, no

resistiendo más a la expansión de la enorme bestia que desde hacía varios

días pugnaba por salir:

–¿Tal vez eres virgen?...

Ella tuvo unas formidables ganas de reír, pero se contuvo y respondió,

enrojecida, con las manos sobre su delantal:

–Casi, señor…

Théodore extrajo tres luises de su bolsillo que le obligó a aceptar y la

arrastró brutalmente sobre el canapé del salón.

La besaba a plena boca; ella permaneció inerte, un momento. La bru-

talidad del hombre la había aturdido y le disgustaba; pero, de repente, sacri-

ficando la carne, arrojó su gorrito cuyos lazos acariciaron su rostro; sus ca-

bellos se desplegaron, sus ojos se agrandaron, y el amo, maravillado de su

fácil conquista, vio a la bella gascona palpitar y rugir de voluptuosidad.

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III

Los Vaussanges ofrecían una cena: serían diecisiete a la mesa; y como

el número de invitados era inusitado en la casa, Charlotte había creído opor-

tuno proponer a Félicie la presencia de una ayudante. Precisamente, una

mujer del barrio, gran cocinera sin empleo, solicitaba, durante su paro, algún

trabajo para ir tirando. La mujer había sido recomendada por la benevolen-

cia de los porteros; Félicie podía bajar, pedir la dirección a la Sra. Tareau e

ir a encargar el cordón bleu. Pero deseosa de probar a la vez su abnegación

y sus talentos culinarios, la sirvienta respondió que si la señora confiaba en

ella, la futura cena no le amedrentaba en absoluto, pues tenía cierta costum-

bre en la preparación de grandes comidas, y de inmediato citó un ejemplo:

en Thiviers, en las fiestas patronales, la Sra. Dussutour había preparado

víveres para cocinar para veinticinco personas, damas y caballeros de Saint-

Pardoux, de Nontron, de Brantôme, fritos, lechones… «En Périgord, decía

ella, con su acento arrastrado y con gesto orgulloso, en Périgord nos gusta

mucho comer...»

La Sra. Vaussanges se echó a reír y no insistió; incluso aplaudió tan

excelente disposición, y quedó establecido que a la hora de la cena, Rosa, la

sirvienta del Dr. Le Roux, un invitado del segundo piso, vendría a echar una

mano para el servicio de mesa.

–Así pues, Félicie, todo queda convenido… Potaje, pescado, estofado

de liebre y…

La joven criada inclinó la cabeza suspirando:

–¿Estofado de liebre?...

–¿Por qué no?...

–Una royal sería mejor

–¡Una royal!... ¿Qué es eso? – preguntó Charlotte.

La perigurdina entró en extensas explicaciones; hizo tal elogio del pla-

to de su país que la dama normanda se dejó convencer.

–¡De acuerdo… royal de liebre!...

Si Félicie era competente en su trabajo, todavía era más avara y temía

que la gran cocinera desconocida le pidiese compartir los beneficios de la

cesta; Rosa, la criada de los Le Roux, se conformaría con ayudarla a cam-

biar los cubiertos, a llevar los platos y no iría a meter las narices en las cuen-

tas de los suministradores.

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Eran las seis y media. Casi todos los invitados se encontraban en el

salón. En una de las esquinas de la chimenea, bajo la luz de las lámparas de

globo de cristal, dos damas estaban sentadas sobre un diván: la Sra. Lafont,

en vestido de satén malva, desplegando gracias enormes, era la madre de las

dos jóvenes de blanco y rosa que charlaban con Valentine delante del piano

abierto; la otra, Sra. Celeste Mercoeur, una joven y fresca viuda de vestido

violeta, muy nerviosa, muy habladora, sobrina del dueño de la casa. Sobre

los sillones, dispuesto en semicírculo, la Sra. Le Roux, una mujer alta en

traje severo, luego la Sra. Auguste Vaussanges, la cuñada del jefe de nego-

ciado, una dama morena en traje claro, con rostro de romana, sonriendo con

risa temerosa del buen humor de la viuda. Alrededor del piano, Léonce

Vaussanges y su amigo Robert, el segundo hijo de la Sra. Le Roux, ambos

con uniforme de colegial. Junto a las damas y de pie, el Sr. Mecenas Bagois,

un colega de Théodore, grueso y bajito de bigotes pelirrojos, rizados en las

puntas, inflado en su levita, la mandíbula prominente, un auténtico bromista:

no protegía ni las artes ni las letras, pero aún así se llamaba Mecenas igual-

mente; el Sr. Chrétien des Mazerolles, un vecino del otro lado del bulevar,

de barba blanca; el Sr. Auguste Vaussanges, contable de la Banca del Co-

mercio y la Industria, un hombre de barba gris, visiblemente preocupado de

la turbación de su esposa.

El doctor Ambroise le Roux entró y fue a inclinarse ante la Sra. Vaus-

sanges; el joven médico pasó casi desapercibido, pues la atención de las

damas y de las señoritas se concentraba sobre el recién llegado, el Sr. Geor-

ges Luzard. Era un alto y apuesto joven, de boca roja, ojos negros acaricia-

dores, cabellos rubios, al igual que los bigotes coquetamente levantados y

rizados, nariz delicada, muy en armonía con su rostro; tenía un color pode-

roso, rosado de pura sangre. En el corte de la levita, en la hechura del chale-

co, en el encantador nudo de la corbata blanca, en la finura de la ropa blanca

y sobre todo en la aristocracia de los modales, en la expresión un poco bur-

lona de la sonrisa, se reconocía en él a uno de esos parisinos que imponen la

moda y llevan el espíritu y la alegría en torno suyo, sin buscar nada a cam-

bio, por un don de la naturaleza…. Su ojal estaba adornado con una garde-

nia, y en la aurora de sus treinta años todo en él revelaba la fuerza, la frescu-

ra y la gracia.

En su proximidad, en la alta sociedad que solía frecuentar a menudo,

los maridos se volvían inquietos; las mujeres dejaban desbordar su imagina-

ción. Sus amigos, pintores, hombres de letras, alababan su vigor sensual, sus

proezas amorosas. Era rico y se dedicaba a hacer pinturas y retratos, por

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29

mantenerse ocupado. Desde su más tierna edad conocía al Sr. Vaussanges al

que su padre, antiguo diputado de Rouen, había tenido la ocasión de ser útil,

cuando el jefe de negociado no era más que un modesto empleado de la pre-

fectura del Sena-Inferior.

Théodore le consideraba novio de Valentine; él no decía que no; du-

rante la jornada el joven había enviado dos ramos a las damas, afirmando así

su situación de pretendiente.

Se adelantó. Charlotte le sonrió tendiéndole la mano.

–Gracias por sus flores – dijo ella.

Él se inclinó, aceptó el apretón de manos de la Sra. Mercoeur que lo

devoraba con la mirada y se dirigió al lado de Valentine, sin gran entusias-

mo.

Félicie anunció la cena y pasó muy ceremoniosa al comedor. La Sra.

Lafont se alejó un poco del Sr. Bagois, su acompañante, para murmurar al

mismo tiempo a los oídos de su hija menor, colgada del brazo de Georges

Luzard, y de la mayor conducía por el hermano de Théodore:

–¡Señoritas, prestad atención a vuestros vestidos!...

Desde el caldo de besugo, – una receta del Norte, llegada tardíamente

a Gascogne, pero bien comprendida por Félicie, – el elogio a la nueva coci-

nera había comenzado. La criada, en delantal blanco, iba a buscar los platos

a la cocina, reaparecía a continuación para servir ella misma; Rosa, una

gruesa muchacha normanda, repartía los cubiertos y Félicie encontraba

siempre tiempo para reparar los gazapos de la sirvienta de los Le Roux, muy

voluntariosa pero poco habituada al ceremonial, presentando el pan a la iz-

quierda, poniendo el cubierto de un invitado en el lugar de otro.

–¿Hace mucho tiempo que usted tiene a esta muchacha? – preguntó la

Sra. Lafont a la Sra. Vaussanges.

–Hace diez días tan solo, señora…

–Debe usted estar satisfecha.

–Sí, es activa e inteligente…

–¡Un auténtico cordón bleu! – exclamó el Sr. Bagois ante su ración de

trucha rebozada.

–Vamos, Bagois, –dijo suavemente Théodore – no adule a nuestra

criada…

Félicie permaneció impasible.

En la mesa, brillantemente iluminada por el lustre del gas y dos cande-

labros, los invitados habían tomado lugar en el siguiente orden: a la derecha

e izquierda de la ama de la casa, el Sr. Chrétien des Mazerolles y el Sr. Me-

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cenas Bagois; a ambos lados del Sr. Vaussanges, la Sra. Le Roux y la Sra.

Lafont; luego el doctor y la Sra. Angèle, la esposa del contable; el Sr. Geor-

ges Luzard tenía a su derecha a la viuda Mercoeur y a su izquierda a la Srta.

Blanche, la hija mayor de la Sra. Lafont; el Sr. Auguste Vaussanges separa-

ba a Valentine de Sophie. A fin de estar más cómodos, en el último minuto,

Théodore había ordenado retirar los cubiertos de Léonce, de Robert, el her-

mano del doctor y de Jeanne, una niña de doce años, la hija del Sr. y la Sra.

Auguste Vaussanges; Félicie acababa de levantar una pequeña mesa al lado

del buffet. Léonce no estaba contento y su camarada del colegio Rollin tra-

taba de calmarlo:

–Estamos tan bien servidos como los demás…

–No es lo mismo, ¡papá es un cretino!...

El hijo de los Vaussanges tenía dieciséis años, tres años más que su

amigo: ambos colegiales formaban un vivo contraste. Alto, desgarbado, la

nariz fuerte de su padre, grandes orejas rojas, un rostro de mono sembrado

de espinillas, Léonce era un empollón, y su naturaleza no era mala, a pesar

de cierta vanidad infantil; Robert tenía un rostro de señorita y ojos vivara-

chos, escrutadores; quería ser marino y preparaba los exámenes del Borda.

Su padre, un ingeniero civil, había muerto cuando él era todavía un bebé y

toda la ternura hacia el huérfano se concentró por parte de su madre y su

hermano el doctor. Por su hermano mayor, experimentaba más que amistad,

más que respeto, un sentimiento de admiración profunda. Sin decir nada, las

tardes de salida, observaba al médico en medio de las probetas, los alambi-

ques y los microscopios. ¿Qué hacía el doctor un poco desdeñoso de la

clientela?... ¿Qué trataba de inventar? El escolar no tenía ninguna idea de

esa labor, pero estimaba en su ingenua fe que era algo muy grande, de lo

que se hablaría un día en toda la tierra.

–¡He aquí la royal!– dijo la Sra. Vaussanges, mientras Félicie deposi-

taba sobre el hornillo un plato negro humeante, adornado con hojas de lau-

rel.

–¡Una royal!... – exclamó Mecenas – ¡Tenga cuidado, Vaussanges, a

nuestros jefes no les gustan esas bromas!... ¡Lo pueden despedir!... Bah…

¿esto es liebre?...

–Es liebre, señor – respondió la sirvienta…

–Entonces,– continuó el Sr. Bagois – ¿una royal es como un estofado,

hace falta liebre?

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–¡Eso es, señor!

Comenzaron a comer. Se produjeron exclamaciones entusiastas.

–¡Exquisito!...

–¡Delicioso!...

–¡Bravo por la perigurdina!...

–Yo repetiría…

–¡Yo también!...

La Sra. Lafont quería a toda costa saber la receta y Félicie, llena de

orgullo, daba explicaciones al oído de la dama:

–Cuando haya despellejado y vaciado la liebre, haga un relleno, bien

con cerdo, bien con restos de ave asada. Rellene la liebre; luego métala en

una tartera con rodajas de tocino, encima y debajo, una cebolla, una zana-

horia, un pequeño ramillete de tres hierbas, lavanda, tomillo y perejil.

¡Échele sal y pimienta!... Haga el hígado con cebolletas y tocino; añada a

ese picadillo la sangre que previamente ha guardado; a falta de sangre de

liebre, puede usar sangre de ave; añada un vaso de caldo, un cuarto de vaso

de vinagre. Ponga el picadillo al fuego, dándole vueltas siempre hasta que

esté a punto de hervir. Entonces páselo por un colador y viértalo sobre la

liebre. Póngala a cocer tres horas y sírvala caliente tras haber colocado alre-

dedor del plato unas hojas de laurel… Esa es, señora, la royal de liebre, ¡el

plato del Périgord!...

Y, envalentonada, con una mano en la cadera:

–Todavía está mejor fría, por la mañana, con vino blanco... Antes de

partir para la caza, los señores de nuestra tierra…

Théodore comenzaba a impacientarse:

–Vamos Félicie… Ya ha dado su receta… ¡No canse a la señora!...

¿Me ha oído?...

La Sra. Mercoeur se inclinó hacia Georges Luzard:

–¿No es muy divertida, mi familia?... Excelentes personas, señor…

como puede ver…

Georges servía bebida a su vecina, y siempre amable, saltando gustoso

de un tema a otro, la joven viuda continuaba:

–Valentine es encantadora… ¿Qué os parecen las señoritas Lafont?

–¡Muy bien, señora!...

Ni siquiera las había visto.

Blanche y Sophie, las dos morenas, con rostros rosas, narices respin-

gonas y grandes bocas, no tenían más que miradas para el Sr. Luzard. Sop-

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hie sonreía a Valentine triunfante, y ella parecía decirle: «¡Ah! ¡qué afortu-

nada eres!...» Blanche hacía las mismas reflexiones, y de vez en cuando, las

hermanas levantaban los ojos y evocaban sueños de dormitorio, invadidas

de un similar deseo de lujuria. Su padre, modesto funcionario del Tribunal

de Comercio, había sido invitado a cenar, pero se había excusado a última

hora. La mamá comenzaba a exhibirlas, y ambas pensaban que al no ser ni

ricas ni bonitas, todavía no estaban preparadas para el largo camino.

El jefe de negociado había entrado en el comedor en el momento en

que Valentine y sus amigas indicaban los lugares con pequeñas tarjetas en

las copas de champán: fue a buscar a su esposa y a su sobrina y comentó su

deseo de ver a Valentine al lado del Sr. Luzard.

–No – dijo Charlotte –¡no sería conveniente!...

–¡Novios!...

–¡Un sueño tuyo!...

–Sin embargo, Georges…

–El Sr. Luzard todavía no ha hecho ninguna gestión oficial… ¡No

quiero que nuestra hija dé la impresión de que corre tras él!... Que sea Ce-

leste…

Y la joven viuda:

–¡Mi tía tiene razón!... Soy yo quien se va a poner a la izquierda del

Sr. Luzard, del lado del corazón… ¡por Valentine!...

En lugar de luchar por su sobrina, la bonita viuda hacía su propio jue-

go, pero no con ideas matrimoniales. Ya había tenido bastante; era rica,

amaba la libertad. Celeste se inflamaba con el sentimiento de que una con-

quista pasajera de la que se mostraba cada vez más deseosa, no debería im-

pedir, ni retardar, ni ensombrecer la futura unión legítima: una canita al aire

antes de la lectura del contrato.

Georges permanecía indiferente a los coqueteos de la Sra. Mercoeur;

él no brincaba cuando un botín rozaba su pie. La viuda se lanzó en un elogio

extraordinario de Valentine; él no escuchaba más que con oído distraído,

sonriendo con su sonrisa de astuto normando. A menudo, una sombra de

tristeza pasaba por su frente, apagando sus ojos, y la mirada del joven hom-

bre no volvía a brillar más que cuando miraba a Charlotte.

La Sra. Vaussanges estaba preciosa en su vestido. Una rosa brillaba en

su cabellera de ligeros rizos retorcidos en arillos de oro. Tenía un vestido de

seda azul, adornado con encajes blancos, escotada en cuadrado sobre el pe-

cho y en V a partir del bajo de la nuca, un escote tímido, casto, pero sufi-

ciente para permitir admirar unas carnes rubias y turgentes que se levanta-

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ban en profundas oscilaciones. En sus finas orejas brillaban unos diamantes

sin aro, de una agua muy pura que, con el movimiento de su cabeza, – en el

va y viene de las órdenes dadas a Félicie, – encendían a su alrededor am-

plias y rápidas llamas. Vigilaba todo, no comía casi nada, paseando sobre

sus invitadas su mirada benevolente y atenta de una mujer dueña de sí; pa-

recía radiante con la satisfacción de sus invitados, y por sus temores, sus

fiebres de burguesa, un intenso color le había subido a las mejillas; había en

ella todo un brillo de juventud y placer.

–¿Señor Luzard? – preguntó la Sra. Mercoeur.

–¿Señora?

–¿Qué edad creéis que tiene mi tía Charlotte?

–Pero…

–¡Treinta y siete años, señor!... ¿No los aparenta, verdad?

–¡Desde luego que no!...

–¿Y a mí, cuántos años cree que tengo?

–¿Usted, señora?... Veintidós…

–¡Oh! ¡Adulador!... ¡Tengo veintitrés!...

–¡Y el pulgar! – dijo suavemente la vecina de la derecha, la Srta.

Blanche Lafont, a la cual uno de sus primos había enseñado algunas expre-

siones singulares en la boca de una señorita.

Se pasaba la ensalada y Théodore, con el rostro animado por los vinos,

insistía mucho para que su esposa acertase un trozo de ave:

–Charlotte, no has comido nada… Esas damas y esos caballeros

podrán esperar un poco… Vamos Charlotte…

–No, gracias, amigo mío…

Y se levantó de la mesa para echar un vistazo por todo el salón.

Durante el champán, – mientras los hermanos Vaussanges, el Sr. Ba-

gois, el Dr. Le Roux y el Sr. des Mazerolles continuaban bastante ruidosa-

mente una discusión sobre la reforma de los impuestos, la joven viuda apro-

vechó el tumulto de las voces para irse al fondo y sacar a su vecino de sus

ensoñaciones. Un calor la quemaba; unos sudores le subían a las sienes.

Desde un momento, se había adelantado, sin que lo pareciese; su cabeza

permanecía inmóvil en el espacio, pero la parte inferior de su cuerpo se

aproximaba cada vez más al joven hombre, en un juego de caderas.

–Señor Luzard – dijo la viuda, con un tono que trató de que fuera de lo

más natural – Señor Luzard, una de mis amigas me ha hablado de usted…

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Ante este nuevo ataque de la vecina de la que sentía el empuje carnal,

Georges pareció expulsar una idea loca, obsesiva, y llena de reconocimiento

para la mujer que rompía el encanto, abrigaba el doloroso viaje de su pen-

samiento, rizó los bigotes con aire contento.

–¿Y su amiga, señora, le ha dicho… algo malo?

–¡Oh! ¡no!...

–¿Soy indiscreto?...

–La Sra. Bouvreuil…

Se miraron, gentilmente, con la copa de champán en la mano, y a la

presión de la rodilla que respondía por fin a su ruego, la Sra. Mercoeur a

punto estuvo de desvanecerse de alegría.

Félicie los vigilaba, pensando:

–¿Qué es lo que le pica a esta? Parecen entenderse bastante bien los

dos… ¡Amores sin alas!... ¿Habéis acabado, pequeños picaros?... ¿Cómo

está la alta sociedad!... ¡Pero es peligroso ver eso!...¡Vamos, Félicie, se pru-

dente!...

Los hombres continuaban su discusión sobre los impuestos de la renta.

Detrás de la Sra. Mercoeur y el Sr. Luzard, la sirvienta continuaba con

su observación. Presentó a los enamorados una cesta de frutas: ellos la re-

chazaron con un gesto; se inquietaron tanto de la cridada como del impuesto

sobre la renta. Al bajarse para recoger un corcho de champán, Félicie pudo

ver la pierna del joven hombre introducida a fondo entre los pliegues del

vestido. Georges contaba a su entorno una aventura picante del mundo pari-

sino; Celeste bebía, cerraba los ojos con un suspiro, inclinaba la frente, abría

la boca para beber las frases del vecino, cuyo aliento fresco pasaba, acari-

ciador y voluptuoso, lleno de perfume, como una brisa exhalada de un cam-

po de heliotropos en flor.

Bajo la presión de sus cuerpos, en el fogoso ardor, Georges charlaba,

Celeste reía, ambos del modo más natural.

–¡Esto sorprendería en Coussières! – concluyó Félicie entusiasmada.

Después del café, Charlotte se levantó de la mesa, y todas las demás

damas abandonaron el comedor para dirigirse al salón, la Sra. Mercoeur se

resignó a seguirlas, agitando con fuerza el abanico.

Los invitados encendieron sus cigarros, y el Sr. Chrétien des Mazero-

lles, el gran señor de barba blanca, interpeló en estos términos al doctor Le

Roux:

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35

–Henos aquí entre hombres, mi querido doctor; ¿sería usted tan ama-

ble de decirnos en qué situación se encuentran sus trabajos, su admirable

descubrimiento?...

El viejo había hablado con voz seria; el médico dudaba en responder.

–La fecundación artificial, sin duda – intervino Bagois – ¡Una bro-

ma!... ¡No creo en ello!...

El Sr. des Mazerolles sacudió la cabeza:

–¡No!... ¡otra cosa!... Un descubrimiento que concierne a toda la ju-

ventud… desgraciadamente…

Añadió asimismo:

–¡Descubrimiento demasiado tardío, lamentablemente por el que llo-

ro!...

El viejo pensaba en su hijo único, fallecido por una espantosa enfer-

medad; el Sr. des Mazerolles vivía solo con su esposa que no salía nunca,

viuda de su hijo, sumida en su dolor.

Théodore balbuceó:

–El tema es evidentemente interesante, original, y el descubrimiento

en cuestión hace el más grande honor a nuestro amigo Le Roux, pero me

temo…

Y con el índice, designo a Georges Luzard que fumaba un cigarrillo,

con los ojos mirando el techo.

–¡Bah! – respondió el Sr. des Mazerolles,– ¡el Sr. Luzard no es un ni-

ño y es bueno que nuestra juventud esté al corriente de los progresos de la

ciencia y esté armada!...

Georges se acercó al grupo, miró a los cuatro invitados y al anfitrión y

dirigieron su atención sobre el doctor Ambroise Le Roux.

Félicie abría la puerta.

–¡Déjenos! – ordenó Théodore…

El médico tenía treinta y dos años; era de talla media, un poco delga-

do, un poco pálido, con una frente muy alta, una barba morena puntiaguda,

una nariz recta artísticamente modelada, ojos negros pensativos. Conside-

rando su amplia capacidad cerebral, los huesos frontales francamente desta-

cados, era fácil comprender, después de haberle escuchado, que uno se en-

contraba en presencia de uno de esos grandes sabios cuya imagen vivirá

deslumbrante, eterna por los siglos futuros, mientras que políticos, artistas y

soldados, incluso los más famosos, dormitan olvidados en el polvo una vez

sus ambiciones muertas y sus sueños

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–La idea de la inoculación experimental del virus sifilítico – comenzó

sencillamente el doctor Le Roux – cuenta con cerca de un siglo de existen-

cia; pero los ensayos han produjo desordenes tan graves como el mal obte-

nido por contagio directo, el método preservativo tuvo suerte en la inocula-

ción de la viruela

–¡No vale la pena! – interrumpió Mecenas Bagois.

–El descubrimiento del bacilo jeneriano aporta un nuevo impulso de

actualidad a la tentativa: se trató de inocular con el virus unos accidentes

atenuados; esos accidentes no eran contagiosos, y no hubo resultado. Por

fin, en 1884, Auzias-Turenne pretendió aplicar la inoculación varias veces

repetida, – en un primer periodo. – hasta que el enfermo se volviese refrac-

tario a los efectos de los primeros accidentes y arrastraba para siempre la

inmunidad, y se inoculó el mismo; luego intento la experiencia sobre diver-

sas personas. Operó hasta dos mil inoculaciones sucesivas sobre el mismo

individuo. Quedó demostrado que, siendo la preservación transitoria, los

sujetos quedaban sometidos al envenenamiento; Auzias-Turenne se mató

por inoculación…. A consecuencia de estos tristes resultados, se abandona-

ron las experiencias… Caballeros, después de estas explicaciones prelimina-

res e indispensables que he querido hacer poco rigurosas y rápidas, llego a

mi descubrimiento; yo tenía la convicción, basada en estudios serios, de que

la enfermedad en cuestión, como el ántrax y la rabia, se debe a un bacilo…

Mecenas levantó los brazos:

–¡Los bacilos!... ¡Vivan los bacilos!... ¡Madelieng-Baille!...

El Sr. des Mazerolles golpeó con su puño sobre la mesa:

–¡Silencio!

–Yo buscaba el bacilo. Ninguno de los microscopios en uso daba un

aumento suficiente; el azar me favoreció: un viejo, curado de locura por la

transfusión de sangre, había leído en una revista científica un artículo dedi-

cado a mis estudios; me ofreció el microscopio que su salvador, su propio

hijo, el ilustre Paolo Lorezzi, acababa de inventar para el examen de los

glóbulos. Con el potente aparato, constaté la presencia incuestionable de los

bacilos en el virus, millones de bacilos en forma estrellada. Estudié el terre-

no de cultivo y me detuve por el hecho de que, al contrario que el ántrax y la

rabia, la sífilis es una enfermedad esencialmente humana. Casi todos los

animales, en efecto, excepto una raza de monos, la tribu de los alouates o

monos-aulladores, tribu del Nuevo Mundo, cada vez más rara, son refracta-

rios a la enfermedad. La rabia, ustedes lo saben, no es una enfermedad

humana, el ántrax tampoco; el Sr. Pasteur cultivó el virus del ántrax en el

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suero de la sangre de buey, el virus de la rabia sobre médulas de conejos

rabiosos. Yo necesitaba experimentar en el propio hombre; comencé por la

sangre; continúe con el líquido segregado por los riñones; no obtuve ningún

resultado. Entonces trate con la linfa, cuyas propiedades y composición son

más variables, siguiendo las partes donde los vasos linfáticos se aprovisio-

nan; elegí la linfa mas ordinaria, la que se diluye mezclada con alcohol, que,

en porción sólida, se vuelve roja purpura en el gas ácido carbónico y rojo

escarlata en contacto con el oxigeno, y procedí por atenuaciones. Cultivaba

bacilos en esa linfa a una alta temperatura, sobre cuatro terrenos progresi-

vos, 45º, 50º, 55º y 60º. Tras esta serie, los bacilos, muy poco activos, se

encontraban incapaces de evolucionar en el organismo o manifestándose sin

gravedad. Intente la experiencia de inoculación sobre mí mismo y, de esa

experiencia que se remonta a siete años atrás, ha nacido en mí la certeza de

que la vacuna del virus así atenuada preserva para siempre del mal…

Los asistentes habían escuchado con mucha atención, el Sr. des Maze-

rolles y Georges Luzard sobre todos; el propio Sr. Mecenas Bagois el mis-

mo estaba serio.

El Dr. Le Roux, concluyó:

–¿Qué será de mi trabajo?... Un medico experimente sobre sí mismo;

eso no es suficiente para imponer la creencia de su descubrimiento… El Sr.

Pasteur encontró sujetos que aceptaron el virus de la rabia, en tanto como

preservativo. ¿Tendré yo la misma fortuna? No lo sé… No puedo presentar

un memorándum a la Academia de medicina en tanto que esa memoria no

relate una observación nueva, la experiencia intentada sobre otro que no sea

yo, sobre un hombre joven, robusto, de libre albedrío, y por eso entiendo

que no debo aprovecharme de la desgracia de un pobre!... Esperaré… Tal

vez me roben mi descubrimiento… ¡Qué le vamos a hacer!...

–Te veo venir, – dijo sardónico Bagois – buscas un hombre de buena

voluntad para avalar el bacilo: ¿necesitas a un tipo?... Pues bien, ilustre doc-

tor, de Mecenas, puedes olvidarte!....

–Doctor – dijo des Mazerolles, si, en lugar de la sangre roja de un jo-

ven de musculatura vigorosa, le valiese un ser viejo y tembloroso, le digo:

¡Tómeme a mí!... ¡Yo creo en usted!...

–Gracias, amigo… ¡Pero necesito sangre joven!...

Chrétien des Mazerolles insistió:

–Sea como sea, estoy seguro que un día encontrará el medio de afir-

mar públicamente su descubrimiento; habrá hecho a la humanidad un servi-

cio enorme! Ya no veremos más a amigos destrozados por ese mal infa-

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me!... Ya no se irán, desertando de la familia y ocultando escondidos, en-

fermedades vergonzosas, el venenos de sus cuerpos!... La rabia provoca

escasas víctimas, veinte por año en toda Francia, pero con la sífilis se cuen-

tan por millares sus envenenados, sus locos y sus muertos; la sífilis, el Pro-

teo vengador que siempre se cree dominar, disminuir y que siempre se nos

escapa, es la causa de la decrepitud humana, descendencias taradas y perdi-

das, el empobrecimiento intelectual y vital de toda la vieja Europa!...

Se levantó y tendió su copa; Mazarolles estaba soberbio, con su gran

corpachón levantado, sus ojos brillantes y su barba ondulada, deslumbrante

como la del «emperador de barba florida».

Su voz vibraba:

–¡En pie, caballeros!... ¡A la salud del doctor Ambroise Le Roux!...

¡Por la próxima aclamación de su descubrimiento!...

Mientras las copas entrechocaban en el estrépito de las felicitaciones,

Théodore hizo una señal:

–¡Chsss!... ¡Aquí están los niños!...

Léonce y Robert venían a buscar a los hombres; en el salón, las damas

se impacientaban. Por la puerta abierta aparecía Félicie, con una bandeja en

la mano, muy curiosa por saber lo que podían contar los hombres… atroci-

dades evidentemente. Pero, ¿por qué no reían?... ¿Por qué parecían todos

serios rodeando al doctor con una especie de admiración respetuosa?...

El pequeño Robert Le Roux no había escuchado más que el brindis del

Sr. Chrétien des Mazerolles y sentía un orgullo de niño. En la emoción ge-

neral, se arrojó en los brazos de su hermano, y anegado en lágrimas:

–¡Estos señores tienen razón!... ¡Tienen razón!... No sé de lo que se

trata, pero triunfarás, hermano!...

–¡Oh! ¿Sr. Théodore?... ¡Oh! ¿señor Théodore?...

Ante la amable insistencia de la Sra. Lafont y de las jóvenes mucha-

chas, el jefe de negociado se acercó al piano donde Valentine acababa de

sentarse y él tomó su violonchelo para acompañar una sonata de Massenet.

Tras el fragmento, estallaron los aplausos; en la punta de los pies,

Félicie hacía circular las consumiciones, siropes y helados para las damas;

cerveza y ponche para los hombres.

Se solicitó una serenata de Gounod, Mecenas Bagois aprovechó para

seguir a Félicie a la cocina; Théodore traducía sus susceptibilidades celosas

con formidables golpes de arco inoportunos, con unos «¡broun!... ¡broun!...»

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redobles de trueno que rompían la medida, para gran estupefacción de su

hija.

–¡Papá!...

Los bailes comenzaron; Charlotte estaba al piano. Georges Luzard

ofreció el brazo a la Sra. Céleste Mercoeur, el Sr. Auguste Vaussanges y

Léonce habían invitado a las señoritas Lafont; Robert hacía bailar a Valenti-

ne.

Mecenas regresaba; se acercó a su colega:

–¡Muy amable, su criada!... ¡Ah! ¡viejo pícaro!...

–¿Está borracho, Bagois?

Mecenas hizo deslizar sus manos sobre su panza:

–Estoy muy a gusto…

–Colega, no me gustan esas bromas…

–¿Vaussanges?...

–No siga, querido!...

–Vamos, Théodore…

–¿Ha entendido?---

–¡Caramba!...¿Me quiere echar?...

–No… pero…

Hacia el fin de la velada, a Félicie le cayó una bandeja de copas en mi-

tad del salón mientras el Sr. Vaussanges se puso de un humor de perros:

–¡Esta muchacha es idiota! – exclamó – ¡idiota! – Mientras la criada

recogía los fragmentos de cristal, Charlotte murmuró al oído de su marido:

–Théodore, en presencia de extraños las observaciones de los amos

son demasiado ofensivas, demasiado duras…

Él se alzó de hombros y no vio la mirada que le arrojaba la sirvienta

humillada; no comprendió la levadura de odio que fermentaba en esa mu-

chacha salvaje, con el pensamiento de que estaba mantenida por la mujer

engañada bajo su propio techo y despreciada por el hombre que la había

tomado sobre el canapé del salón, tan brutalmente como el soldado de Cous-

sières en una noche de agosto, bajo el heno en espiga, a la claridad de las

estrellas.

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41

IV

Durante el abrazo de un vals, cuando la Sra. Céleste Mercoeur se apre-

taba con rabia contra su apuesto caballero, Georges Luzard había pedido a

su compañera de baile que almorzase con él al día siguiente en su pequeño y

encantador palacete de la calle de Mont-Thabor. Aunque la dama le hubiese

dado ya pruebas manifiestas de su disposición y de sus fiebres de deseo, el

novio de Valentine, – novio, según Théodore, – creyó deber excusar el atre-

vimiento de la invitación; pero la joven viuda aceptó de inmediato, atraída

hacia el hombre por un imán invisible al que se sometía con una alegría to-

dopoderosa.

Había una causa en ese desencadenamiento de pasión erótica, en ese

desprecio a todo temor, a todo pudor, a la furiosa exposición de ese amor

furioso. Cierta noche de ese mismo invierno, la Sra. Céleste Mercoeur to-

maba el té en la calle del Mont-Thabor, en el salón de su amiga Sra. Bouv-

reuil, la vecina de Georges. Perezosamente sentadas en un sofá, las dos

jóvenes charlaban, manejando el abanico, indiferentes al resto de la gente

allí presente, en gran parte femenina. El nombre de Georges Luzard salió

varias veces en su conversación, y la viuda muy interesada en saber la opi-

nión de esas damas sobre su futuro pariente, no escuchó más que con un

oído las banalidades de tres o cuatro viejos caballeros apelotonados junto a

ella. Eran «¡Oh! ¡querida!... ¡Oh! ese Georges!...», luego unos ojos elevados

al techo, crispaciones de dedos, suspiros, estremecimientos de voluptuosi-

dad, y de repente, reposo, silencio; párpados cerrados y manos enguantadas

agarradas a los vestidos… Pero las damas sacudían su torpor, y con movi-

mientos convulsos, continuaban juntas: «¡Oh! ¡querida!... ¡Oh! ese Geor-

ges!...» Sus miradas eran brillantes; sus cabezas se levantaban orgullosas,

atentas; sus pechos se agitaban, sus piernas trepidaban, y todo su cuerpo

temblaba como si el bien amado fuese a venir, como si estuviese allí, a sus

rodillas.

–¡Ah! mi pobre Valentine! – suspiró la Sra. Mercoeur.

Durante dos días, Céleste guardó para ella su descubrimiento; pero al

tercer día, deseó saber más y se confió a la Sra. Bouvreuil. Esta ignoraba

aún las ideas matrimoniales de Georges y no dudó en afirmar la reputación

de gallo elegante de la calle de Mont-Thabor; ella misma – todas sus amigas

lo sabían, pero ello lo ocultaba al menos! – había podido apreciar el valor

sexual del Sr. Luzard; la Sra. Bouvreuil, en plena verborrea, confirmó en la

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opinión de otras mujeres, el resultado de sus propias observaciones. Hizo un

cuadro tan vivo de las aventuras galantes de Georges que la viuda descubrió

sin esfuerzo que su interlocutora había debido de vivir un buen revolcón.

–¿Entonces, todas? – preguntó riendo la Sra. Mercoeur… –¿Todas las

damas del barrio?

–¿Todas? No… Casi todas… ¿Yo?... No… ¡No, se lo juro!... ¡Adoro a

mi marido!...

La Sra. Bouvreuil había pronunciado estas últimas palabras sin gran

convicción. Si evitaba habar de ella, la vecina de Georges era inagotable al

respecto de las otras mujeres.

–El Sr. Luzard – dijo – no se limita al barrio!

–¡Cómo! ¿todas las amantes que me ha usted citado no le bastan?

–El Sr. Georges también recibe visitas de grandes damas en velo… Se

cuenta que varias condesas, marquesas, duquesas, incluso una princesa lo

han honrado con sus favores… Todo con gran discreción…Coches con los

estores bajados, las mujeres descienden y entran… La puerta se cierra… He

intentado ver… ¡Imposible distinguir un rostro!...

–Debe tener una amante… más amada que las demás, El Sr. Luzard…

¿una amante… titular?

–No creo… no lo pienso… Lo sabríamos.

–¡Es justo – declaró la joven mujer, un poco sofocada por la revela-

ción de ese permanente espionaje.

A partir de ese día, la Sra. Mercoeur soñó con Georges Luzard, y su

carne fue mordida, exacerbada por una rabia tanto más violenta que en en

lugar de buscar un paliativo a sus transportes, la viuda los aumentó alejando

a su amante. Este amante, el Sr. Adrien Michon, comercial en mercaderías,

era un buen hombre que había adorado a Céleste, sin decírselo, los cinco

años de su matrimonio, y que hoy, esperaba casarse con ella.

En su lujoso retiro de Neuilly, Céleste recibía la visita del Sr. Michon

y este la colmaba de regalos. Ella invocó una enfermedad nerviosa, la nece-

sidad de estar sola, al menos durante algunos meses, y el amante desolado

partió para un viaje por Italia y Alemania.

Tras la muerte de su marido, un hombre gordo y feo, banquero de la

calle Lafayette, la Sra. Mercoeur se había visto agobiada por las innumera-

bles preocupaciones de las viudas; sus tíos Théodore y Auguste estaban de-

masiado ocupados para ayudarla; por otra parte, temía las tiranías fatales de

la familia. Encargó sus intereses a un agente de negocios, el Sr. Tamisier.

En primer lugar, quiso ver clara su situación e incluso experimentó un cierto

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placer en dirigirse a los estudios de abogados; muy inteligente, comenzaba a

vislumbrar el proceder actual, una de las vergüenzas del país de Francia, ella

medía sobre todo la inmensa desdicha de las mujeres solas. Pero, desde su

capricho, nada le interesaba, ni siquiera un proceso ante el tribunal civil

donde un cuarto de su fortuna estaba comprometida. El Sr. Tamisier no la

reconocía. La viuda antes tan desbordante, tan activa, que estudiaba los do-

cumentos antes de firmarlos, ordenada en su casa y no teniendo más que

vivir de sus rentas, puesto que el Sr. Michon sufragaba lo demás; esa misma

mujer actuaba a lo loco, dando todo por bueno; acudía a la calle del Mont-

Thabor, a casa de la Sra. Bouvreuil, a fin de escuchar hablar de Georges,

excitando a las charlatanas; iba a casa de sus parientes, bulevar de Clichy,

con la esperanza de encontrar allí a Georges; pero, en esa época, el Sr. Lu-

zard viajaba por Irlanda. Por fin, lo vio y tembló; le parecía aún más amable,

más robusto, más seductor, más atractivo de cómo lo habían descrito la Sra.

Bouvreuil y sus invitadas.

Céleste no había amado a su enorme marido, ni la casa de la calle La-

fayette donde unos cíngaras bailaban una zarabanda, donde el metal sonaba,

siempre sonaba, como en un gueto. El Sr. Mercoeur se prendó de ella, cuan-

do vivía en la avenida Montholon, en un pequeño apartamento con su ma-

dre, la hermana mayor de los Vaussanges. Los padres de Céleste habían

muerto y el banquero, fulminado por un ataque de apoplejía, se acordó de su

esposa con la mitad de su fortuna evaluada en treinta o cuarenta mil francos

de rentas, según decisión de los jueces. La Sra. Mercoeur no estaba más

vinculada al Sr. Michon de lo que lo había estado a cuatro jóvenes emplea-

dos de su marido a los que ella se abandonó en sus horas de aburrimiento;

estas cinco personas, las únicas, no contaban nada para ella; era la primera

vez en su vida que sus sentidos se alertaban por un hombre, y latían, latían,

latían.

A la una de la madrugada, – el baile de los Vaussanges acababa, –

Félicie fue a avisar a la joven viuda que su cupé la esperaba. Théodore y el

Sr. Auguste se habían ofrecido para acompañar a su sobrina a Neuilly.

Céleste los rechazó. Su viejo criado Jérôme era un hombre muy seguro, y

además, ella era valiente! Mientras la sirvienta la examinaba con ojo sarcás-

tico ayudándola a poner su abrigo de peluche negro doblado de terciopelo

de cereza, la Sra. Mercoeur había mostrado al entorno el pequeño revolver

que llevaba en su manguito de nutria, y tras haber apretado fuertemente la

mano de Georges, había partido con las carnes festivas.

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A lo largo del camino, más de una vez, pensó que estaba mal encen-

derse así por un hombre, como la última de las putas, mal de haber dado

pruebas íntimas de ternura a un futuro pariente, mal de haber aceptado por

parte del novio de Valentine un almuerzo para esa misma mañana, un al-

muerzo, una cita de amor. Ella se consoló; sus alarmas se apagaron. El ma-

trimonio no había sido aún decidido; Georges no estaba tan colado por la

sobrina; ese matrimonio era un sueño del tío Théodore. Charlotte, más pru-

dente, se negaba a creer en ello, a causa de la desproporción de las fortu-

nas!... la tía Charlotte le había dicho: «¡Tu tío está loco!... El Sr. Luzard

viene a nuestra casa como amigo; nos envía flores, como compatriota, como

amigo». ¡Además Céleste era mujer, era joven, era bonita, era viuda y ella

amaba!

En lugar de alegrarla, la idea que Georges había tenido de tantas

amantes la atraía; no tenía en absoluto la pretensión de poseerlo virgen y se

decía que realmente tenía que ser extraordinario para obtener tantas victo-

rias. Se acordaba de las palabras de la Sra. Bouvreuil, de la entusiasta con-

versación de las dos damas, en el salón de la calle de Mont-Thabor; se acor-

daba aún más de las caricias de su vecino de mesa, del fuego que la había

abrasado y que, lejos de apagarse, ardía más fuerte, en la exasperación del

deseo, igual que un incendio gana terreno, por una noche calurosa, al empu-

je de un viento impetuoso, sobre un campo de brezales secos en llamas.

Había ya dejado pasar un paño de sus faldas en el engranaje donde mil cria-

turas y más bellas, habían puesto su cuerpo. Georges lo había observado,

incluso en presencia de Valentine, y eso le daba un orgullo, un gran orgullo,

una valentía de enamorado.

En su habitación, por primera vez, después de su duelo, no tuvo una

mirada para el retrato de su marido, del muerto al que siempre alababa en

presencia de Michon, sin creer una palabra en los elogios, para irritar al

amante, gozar de su estupefacción y sus angustias; no tuvo ni un pensamien-

to para el hombre que le había dejado la libertad y la fortuna, sin la cual la

libertad es una ironía; ella soñó con Georges, disfrutando en engrandecer al

héroe, en dotarlo de todo tipo de atracciones de refinamiento, de sobre-

humanos meritos desconocidos al resto de los mortales, vio una apoteosis

mágica, un luminoso cortejo de mujeres donde ella, la recién llegada, apre-

suraba el paso y florecía, desplegaba todos su encantas para brillar en primer

lugar.

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Georges Luzard no estaba en las mismas disposiciones que la fogosa

viuda. Se acordaba de sus preocupaciones, durante la cena de los Vaussan-

ges, donde su vecina acometía su conquista. Al final, por simple cortesía

masculina de hombre de mundo más que por enervamiento, se había decidió

a responder a las acometidas de la Sra. Mercoeur, y su frente pensativa se

había aclarado.

Georges había parecido vencer y expulsar un idea penosa, pero hete

aquí que esa idea primera regresó más turbadora que nunca. No eran la be-

lleza picante, las gracias de juventud de Valentine quien lo absorbían en ese

momento. ¿Había tenido vírgenes por amantes? Jamás se había preocupado

de eso; no lo pensaba, estimando en su profunda sabiduría que la virginidad

es un mito, pues, tan pura como la joven muchacha pueda ser imaginada, –

si no ha sido corrompida en el pensionado o por su gobernante, al menos ha

soñado con un primo, – y ese sueño ya de por sí era una mácula. No creía

pues en la existencia de una muchacha inmaculada, virgen en toda la acep-

ción de la palabra, – virgen de sentidos y virgen de pensamiento impuros.

¿Por un momento había – y a pesar de su opinión muy meditada sobre

la virtud de las señorita de carne y hueso – pensado en hacer su esposa a

Valentine? Tal vez, En todo caso, a la hora presente, otro amor y un amor

poderoso le colmaba el corazón. El galante tan amado por las mujeres, el

pintor aficionado, el joven de gran fortuna cuya reputación amorosa iba cre-

ciendo día a día, – desde el mundo de los burgueses de la calle de Mont-

Thabor hasta el barrio Saint-Germain, – el que tenía su entrada en casa de la

Sra. Bouvreuil, tanto como en el recibidor de la princesa de Sahcs-Rantel, se

turbaba, enrojecía ante una mujer, una mujer de de treinta y siete años, – una

mujer vieja para un hombre que todavía no había pasado la treintena.

Amaba a la Sra. Vaussanges, la madre de Valentine. Fue en vano que

tratase de engañarse a sí mismo exagerando los aspectos ridículos y funestos

de este amor en germen; fue en vano que intentase, – más preocupado de su

razón y de su salud que la Sra. Mercoeur – de aturdiste, olvidar, con aman-

tes: la obsesión de la dama rubia estaba en él y no le abandonaba.

De niño, había admirado a Charlotte de jovencita, en Rouen; la había

visto crecer, embellecerse; la había deseado, siendo él demasiado pequeño,

y ella ya mujer. Luego, los estudios derecho habían venido después del Ins-

tituto, luego los viajes, y había olvidado a la Srta. Dupuis.

Bruscamente, una noche, a la salida del teatro del Vaudeville, hacía ya

seis semanas de eso, – un hombre le había golpeado suavemente en el hom-

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bro; él se había girado y había reconocido a Théodore Vaussanges, acompa-

ñado de su esposa y de su hija.

El jefe de negociado habló del padre de Georges, del Sr. Nicolas Lu-

zard, el antiguo diputado de Rouen, el generoso protector al que debía un

buen abrazo; Charlotte se acordaba muy bien de Georges y su familia, sobre

todo de su mamá, la Sra. Isabelle, tan querida en Normandía. Los Vaussan-

ges habían visto el Salón; entablaron una conversación sobre las rarezas

expuestas y la conversación se terminó por estas palabras de Théodore:

–Mi querido señor Georges, venga a cenar a nuestra casa, una de estas

noches, sin ceremoniosas!... ¡Nos daría mucho gusto!...

El hijo del ex diputado tenía una gran fortuna para que el Sr. Vaussan-

ges tuviese en ese momento la locura de su sueño de noviazgo, pero la invi-

tación del jefe de negociado no era absolutamente desinteresada. Luzard

poseía amistades en el mundo de la política, aunque en general no le gustaba

mucho ese mundo, Luzard ayudaría a Théodore a obtener la cinta roja.

Georges cenó en el bulevar de Clichy, varias veces en poco tiempo, y

manifestó su cortesía con flores para las damas e invitando a almorzar al

jefe de negociado. Al convertirse la intimidad en más profunda, Théodore se

imaginó que Luzard distinguía a Valentine, y esa quimera se ancló en su

espíritu, a pesar de los esfuerzos de Charlotte para arrancársela.

Creyendo que el mejor medio de llegar a la madre era mariposear con

la hija, el joven mariposeaba, como bajo el sol las autenticas mariposas re-

volotean en torno a las flores, antes de abordar los dobles cálices, más ex-

pansivos, a los perfumes más suaves y más embriagadores; él ofrecía aun

ramos, buscando la ocasión de arriesgar una confesión que no encontraba al

no atreverse. Se lamentaba, quería romper; intentó también prendarse de

Valentine; no lo consiguió. En cuanto a la idea de introducirse en la casa por

la puerta secreta de los incestos de alianza, tal como un hipócrita y un mal-

hechor, aceptando por esposa a la hija de la madre amada, no se detuvo en

eso: esa abyección de vil y falso mancillaban la familia, mancillaban la

amante, lo mancillaban a él, repugnaba a la vez a u humor galante, a su alma

de artista y a su bravura de macho.

A los dieciocho años, Georges Luzard había entrado en la Escuela de

Saint-Cyr; salió con buen número, eligió los dragones donde sirvió dos

años, y la familia desaparecida, el lugarteniente millonario envió sus espue-

las y sus sables al diablo de la paz. Viajo por Europa, por el Extremo Orien-

te, Indias, y vino a instalarse en Paris, calle del Mont-Thabor. Su pequeño

palacete maravillosamente dispuesto permanecía confiado, durante sus nu-

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merosas ausencias, a la custodia de dos criados, los Pervinquières, el marido

y la mujer, la mujer, cordon bleu, el hombre, valet de chambre; este último,

Etienne, muy acostumbrado a su amo. Una vez, como pasatiempo, Georges

se había divertido, en traducir al latín, el apellido de su criado; y de Pervin-

quières, él hacía Pere-vainqui-erre: Pater-vanus-qui-errat.

Los raros elegidos podían admirar en esa estancia las curiosidades de

tierras lejanas y un gran número de obras de arte francesa; pero la consigna

era severa, y Etienne, ligero a las órdenes, no dejaba entrar más que a las

personas esperadas, designadas por adelantado, amigos, mujeres, aquellos

murmuraban una contraseña, siempre en términos graciosos, – el nombre de

un pájaro, de una joya, de una flor, de un perfume.

Era una vida muy agradable la de Luzard, despreocupado del dinero,

muy generoso: el buen muchacho se complacía en obligar a un amigo a pa-

gar el costurero de una bella, a aumentar el precio de los vestidos, a espaldas

de los esposos..

Georges era un hombre sensual, pero no un vicioso. En amor, tenía

todas las ternuras, todos los mimos de un amante y también las voluntarias

ignorancias del libertinaje. Las jóvenes que, en casa de la Sera. Bouvreuil,

en presencia de la Sra. Mercoeur, habían hecho un gran elogio de Luzard,

no podían hablar de él más que de un modo personal; ellas se confesaban la

una a la otra, porque, sin duda, se conocían mucho, habiendo ambas sabido

o más bien adivinado su relación, habiendo dudado al principio, temerosas,

llenas de desconfianza, y abriéndose a continuación en una especie de fra-

ternidad divertida y tal vez necesaria.

A Georges le horrorizaba particularmente el acoplamiento de las mu-

jeres, y afirmaba que los vicios de Lesbos, siempre cada vez más numero-

sos, siempre más espantosos, surgen del hecho de que los maridos y los

amantes contemporáneos son tristes. Cuando sus amigos, gozadores impeni-

tentes, le citaban orgías contra natura, él no comprendía; no deseaba saber.

Pero era caprichoso, más variable que un termómetro; acogía y amaba a las

bellas del mismo modo que a uno le gustan las flores que se marchitan de la

noche a la mañana; Paris era grande, y la floración incesante.

Era todo un temperamento ese Sr. Luzard desde el punto de vista del

hombre y del artista. Cuando observaba las ridiculeces del mundo, estallaba

en la mejor de sus risas en un concierto desenfrenado, en su poderosa cabe-

za; tenía, por así decirlo, la risa cerebral.

En el Instituto de Rouen, donde fue buen alumno, fue admitido en el

concurso general en la clase de filosofía. El tema: Comentar esta máxima de

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Kant: “Si tenemos por objetivo el placer, somos unos insensatos por no em-

plear todos los medios para procurárnoslo:” Luzard explicó la máxima, sa-

crificando en ello la hipótesis, y entregó una composición bastante original

para ponerlo en la puerta del establecimiento. Había sido sincero; su vida lo

demostraba, al no tener más que un solo objetivo: el placer; pues ser carita-

tivo es todavía un placer para un hombre rico, dichoso en mujeres, bien pa-

recido.

La pintura era su menor preocupación:

–Hay tantos artistas que tienen necesidad de trabajar para vivir, que si

trabajase para vender, les robaría el pan!...

Expedía sin embargo algunas veces una tela al Palacio de la Industria,

un retrato de mujer siempre, ante el cual los iniciados se detenían menos por

el arte que para dar un nombre a los dos hermosos ojos.

Se sabe lo que pensaba de los políticos. Saludaba al profesorado,

siempre humilde, honesto y animoso; honraba al ejercito laborioso; respetas

aquellos de entre los magistrados y funcionarios de todo tipo que le parecían

íntegros.

¿La literatura, la ciencia el teatro? Leía las crónicas parisinas para co-

nocer los chismes de la ciudad y relajar su espíritu en obras profundas rela-

tivas al origen de los seres, relatando los descubrimientos de la medicina y

la electricidad, – los dos únicos poderes del futuro; no iba ya al teatro; no

compraba novelas; la música también le aburría.

–¿Qué hacen los novelista y los dramaturgos?– me lo decía uno de

ellos, que es todo eso al mismo tiempo, y además filósofo – cepillan y ajus-

tan puertas y ventanas; se revelan más o menos hábiles en el cepillado y el

ajuste; arruinan o enriquecen a directores y editores, algunas veces consi-

guen la fortuna necesaria, – muy raramente alcanzan la inútil celebridad, – o

bien, mueren de hambre: el oficio conocido no es interesante ni para ellos,

ni para mí!...

Amaba la caza, la pesca, el remo, el baile, la mesa, las rosas y el amor;

odiaba el corsé, ese instrumento de tortura indigno de la civilización, ese

estorbo de los pechos de las mujeres, ese imbécil de ballenas, ese falso uten-

silio que a menudo lo engañaba.

Antaño, en los dragones, había leído las obras del marqués de Sade;

juzgó al “divino” pesado, sin percibir, por lo demás, que ambos, él y el

marqués de Sade, eran compadres, gozadores, aficionados a la máxima de

Kant falsificada: el Marqués, infame verdugo, y él, Georges Luzard, genero-

so toro.

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Recientemente, echó una mirada a las obras de un novelista ruso, el

conde Tolstoi: se río hasta torcerse de ese socialista que despreciaba el bien-

estar para él y sus semejantes y que trabajaba como sencillo “obrero” de la

tierra.

Si Georges se daba hoy la molestia de formular un sueño, si, según la

metempsicosis, él era, en el día de la muerte, consultado por el laboratorio

de la creación, quisiera renacer bello caballo salvaje, enérgico, Valiente y

cumplir su nueva evolución terrestre, allá, en algún valle soberbio, junto a

grandes ríos, donde, entre las ramas vírgenes, bajo los besos del sol, vienen

a beber las yeguas amorosas de crines flotantes, cascos rápidos y cuerpos

esbeltos.

–A fe mía – se dijo una noche frotando sus rubios bigotes – Charlotte

me vuelve loco!... No debo nada al Sr. Théodore, y por tanto puedo tomar a

su esposa!... No soy su deudor, y él está obligado con mi padre!...

Lleno de esta intención fue como Luzard aceptó la invitación de los

Vaussanges; tras el baile, se hizo conducir a un restaurante nocturno; no se

divirtió; y en lugar de vivir como la diáfana Sra. Mercoeur, un sueño encan-

tado, él prorrumpía a llorar.

Charlotte estaba allí, siempre allí, y nunca allí, cuerpo ausente para el

contacto, presente en el pensamiento en un espacio geométrico indefinido, y

esa mujer lo incentivaba con sus ojos lánguidos y la palidez de sus carnes.

Habían bailado juntos una sola vez, y él todavía sentía el calor de la dama;

la había vuelto a encontrar enseguida en el comedor, donde Félicie prepara-

ba los refrescos; se había sentado, un poco cansada, tras haber levantado

muy castamente el bajo de sus faldas, y él veía algo de sus enaguas, telas

bordadas con una exquisito blancura; esto no se trataba de la coquetería tu-

multuosa y refinada de las duquesas y las putas, sino un horizonte más sim-

ple y más franco. Pensaba que Théodore, aferrado al violonchelo, no había

debido desflorar esta belleza simple. ¿Sin embargo, la maternidad? Las ma-

ternidades ya estaban lejanas, y ese cuerpo ultrajado por el insípido marido,

debía estar en reposo: los bellos árboles, los árboles sólidos que la helada

pasajera ha quemado, se rehacen con corteza nueva, adquieren un nuevo

aspecto bajo el roció y el sol; él sería el sol, él sería el rocío.

En el verano, los Parisinos, hombres y mujeres, encuentran placer en

viajar a algún pueblo normando, olvidando los víveres, los azúcares artísti-

cos, los cangrejos a la bordelesa, las trufas, el champán, los muelles de los

somieres y los sofás, el aire ficticio de los abanicos, las esencias de pachuli,

de musgo verde, de musgo rosa, de jary y deylangh-ylang; quieren comer

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pan, beber una taza de leche o un trago de agua, en la cavidad de su mano,

en la fuente de una pura fontana; quieren dormir a la sombra de los robles,

al frescor de la brisa que pasa, en el perfume natural de los henos, de los

tomillos y de las lavandas: así, él iba hacia ella, viajero extraviado, pero

buen caminante todavía; dormiría sobre su hombro, sobre su pecho… ¡Oh!

¡no¡ ¡No se dormiría nunca!...

A las diez de la mañana, Étienne Pervinquières entró en la habitación

del amo.

–Étienne, espero una persona para almorzar… Una dama… Es un po-

co vaporosa… Advierte a tu esposa… ¡Platos ligeros!...¡Florituras!...

–¡Bien, señor!... El Señor ha dado a la señora…

–¡Ah! sí, la contraseña?... Es esta…

Y pronunció el nombre de un perfume.

Étienne, un hombre bajo de patillas pelirrojas, se dirigió a la cocina:

–¡Otra más!...

–¿Esta mañana? – preguntó la cocinera.

–Sí, querida… ¡Esta mañana!...

–¡Se callaron!..

–¿El.?.. ¿El?... ¿El?... ¡Jamás!,,,

Son las doce – Un coche con los estores bajados se detiene ante el pe-

queño palacete de la calle de Mont-Thabor. Etienne se adelanta.

–Corylopsis… – murmura la Sra. Mercoeur.

El sirviente ruega a la visitante que lo siga al salón. Era allí donde Ge-

orges esperaba a la dama, en una estancia con techo en forma de cúpula

atravesado de vigas azules y rojas; él estaba apoyado sobre una psique de

mármol rosa, muy cerca de una ventanal con vitrales venidos de los antiguos

Flandes. A Luzard le gustaban las colgaduras multicolores por todas partes:

¿Acaso la naturaleza no se complace también en variar la mar florida de las

cosechas con el oro de los trigos y las espigas, el cobre de los maíces, el

verde de la frondoso, el gris salpicado en los trigos negros, el blanco violeta

de los claveles y mil variantes de hermas, de sus parásitos y de las flores,

desde los acianos azules y los rojos albaricoques hasta las hojas blancas a

deshojar del amarillo azafrán? ¿Y los pájaros?... ¿Y las tierras?... ¿Y los

océanos?... ¿Y el propio cielo?... Luzard era el gran hijo de la creación!

–¿Parece que se encuentra mal, señor Georges?...

–Señora, he dormido mal…

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Ella se imagino todo enseguida, que si había dormido mal era causa de

ella, y afirmó riendo:

–¡Yo también!...

En la mesa, Georges quiso parecer amable, galante; todas sus cortes-

ías, todas sus gracias manifestaban resignación, contrariedad, una auténtica

y humillante fastidio del cuerpo.

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53

V

La joven criada, humillada por su amo, guardaba rencor al amante;

Théodore la había tratado de idiota en pleno salón, ante todos los invitados y

ella quería darle una lección, disfrutar de su venganza.

Al día siguiente de la cena, a las nueve de la mañana, el jefe de nego-

ciado que se dirigía a su ministerio con una cartera llena de papeles, en-

contró a Félicie limpiando los cobres de la puerta de entrada. Se detuvo en

medio del vestíbulo y, con la cabeza, hizo una señal a la muchacha; pero la

sirvienta siguió frotando sin levantar los ojos; él tosió, tosió de nuevo, es-

bozó con la boca un beso en el aire. Inútil. Félicie, completamente dedicada

a su tarea, extendía el abrillantador sobre el metal, le pasaba el paño y acti-

vaba los brillos de los cobres, esmerándose en las ranuras que se resistían a

brillar.

–¿Félicie?...

–¿Me llama el señor? – dijo ella en voz alta, para ser oída por la Sra.

Vaussanges que vertía agua en su cuarto de baño.

Théodore frunció las cejas y esperó, inmóvil, presa de un temor. En el

apartamento no se oyó ningún ruido. El jefe de negociado caminó suave-

mente hacia la criada y esta, en su cercanía, retrocedió un paso, sobre el

rellano.

El preguntó:

–¿Por qué has gritado tan fuerte?... ¿Por qué te portas así?...

Ella permanecía con la boca cerrada.

Él continuó:

–¿Me sigues queriendo?, confiésalo… Pero si te he reñido, mi peque-

ña Félicie, eres demasiado inteligente para comprender que eso era lo mejor

para ocultar… nuestro juego… Vamos, se amable, ¡ven a besarme!... ¡Ven,

vamos, ven!...

Ella no se movió.

No viendo a nadie en el corredor, el Sr. Vaussanges se adelantó para

tomar por la fuerza un beso pero ella se alejó hasta la puerta del vecino de

enfrente. Allí se plantó y dijo con resolución:

–¡Déjeme, señor!

Tras haber calado su sombrero en la cabeza y levantado el cuello de su

abrigo, el jefe de negociado emprendió la bajada de la escalera, mascullando

entre dientes unas frases iracundas. El en décimo escalón, no se pudo domi-

nar, se volvió lanzando una amenaza que lo estrangulaba:

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54

–¿Sabes?... ¡Te despediré!

–¡Ahora mismo, si usted quiere! – respondió Félicie.

Théodore se alzó de hombros, y lleno de dignidad:

–No replique, señorita… ¡Haga su trabajo!...

Cuando el burgués hubo desaparecido, Félicie estalló a reír:

–¡Viejo mono, vete!... ¡Quiere carantoñas a escondidas y luego me tra-

ta como la última de las mujeres!... ¡Tan altivo como es, lo obligaré a bajar

esos humos!... Me echa miraditas y la señora no le dice nada… Y además ni

es demasiado generoso… Desde hace quince días que estoy aquí, no me ha

dado más que sesenta francos… ¡Voy a apretarle toda la semana y acabará

por aflojar los cordeles de su bolsa!... ¿Acaso se cree que me divierte estar

con él?... Si fuese el Sr. Luzard, aún se podría dar una un capricho; pero el

Sr. Georges tiene tantas mujeres como desea, y no iba a querer a una criada,

por supuesto!... ¡Lo que les va a costar la viudita! … Y la señora, y el señor,

y la señorita que se imaginan que la Sra. Mercoeur está ahí para propiciar el

matrimonio de la Srta. Valentine!... ¡Menuda broma!... Y el Sr. Luzard per-

dido por la señora!... ¿Así es París?... ¿Así es la gente de la alta sociedad?...

¡Vaya decepción!... Los parisinos son tan canallas como los campesinos!...

Las reflexiones de la criada fueron interrumpidas por la Srta. Vaus-

sanges que tomaba un baño y llamaba:

–¡Félicie… i… i… i… ie!...

Y embutida en su blusa de cuadros rojos, con las manos caídas y pe-

gadas a su delantal blanco, semejante a una caricatura célebre del Charivari,

la joven criada tomó su paño y su caja de abrillantador y cerró la puerta di-

ciendo con una voz doliente:

–¡Ya voy!... señorita… ¡ya voy!

Y añadió:

–Ya voy, señorita Valenti…i…i…i… ine!...

En sus ocho días de abstinencia, Théodore casi se vuelve rabioso. La

sirvienta limpiaba sus cobres, antes o después de la partida del señor. Si

escuchaba llegar al burgués, ella corría rauda al salón y sacudía las alfom-

bras por las ventanas. Por la noche, cuando el jefe de negociado regresaba

de su ministerio y como, según su costumbre, iba a dar una vuelta por la

cocina bajo el pretexto de lavarse las manos, llegaba con el corazón en la

boca, junto a Félicie. Pero, bruscamente, a pesar del frío reinante, la criada

abría de par en par la ventana que daba al patio y, ante las cabezas curiosas

de las vecinas y vecinos, el Sr. Vaussanges se batía en retirada. Buscaba a

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Félicie; la presentía en todos los rincones; pero nunca la encontraba sola.

Tanto la sirvienta se encontraba con sus amas, tanto subía a su habitación

del sexto; y cuando las damas salían para hacer sus compras y el jefe de

negociado adelantaba la hora de regreso, encontraba a la criada en su cuarto.

Si el señor la interpelaba, ella le decía que las damas todavía no habían re-

gresado; y él, temiendo que se divulgasen sus relaciones o que sospechase la

portera, no se atrevía a pedir a la criada que lo siguiese, ni siquiera enviarle

a hacer algún recado. Sin embargo, un día, irritado, molesto, enervado,

completamente seguro de que su esposa y su hija se encontraban en Neuilly

en casa de su sobrina y que ambas no regresarían antes de la hora de la cena,

entró en la vivienda, saludó a la Sra. Tareau que se había levantado en su

proximidad y, con la mirada severa, dijo a la sirvienta:

–¿Y bien, Félicie, olvida la cena?...

–Señor – respondió la sirvienta, sin pestañear, – no son más que las

cinco y es demasiado temprano para que me ponga a ello…

–¿Está el fuego encendido en mi despacho?

–Sí, señor…

–¿La lámpara?

–La lámpara está encendida…

Ante este no querer, él trataba de buscar algo.

–Suba – ordenó – tengo unas cartas que darle para el correo…

Ella le siguió lentamente; él la precedía un piso, sin volver la cabeza;

y ella, retardando siempre su ascensión, le hacía muecas a la luz del gas,

unas burlas por detrás; lo imitaba en su marcha jadeante, acompañando su

mímica con gestos indecentes.

Cuando entró en el vestíbulo, él ya se había instalado sobre su sofá de

cuero.

–¡Félicie!...

–¿Señor?...

–¿No ha cerrado la puerta?...

–No, señor…

–¡Ciérrela!...

–Puesto que el señor me va a dar sus cartas…

–Mis cartas todavía no están listas…

–¡Ah!...

–No hay “¡ah!” que valga, ¡es usted una impertinente!...

A estas palabras, ella giró los talones y salió del apartamento dando

un portazo.

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–¡Queda despedida! – gritó él, exasperado.

Pero ella ya no lo escuchaba.

La sirvienta iba a bajar y contar el incidente a la Sra. Tareau; pero tu-

vo una súbita idea y se dirigió con toda naturalidad al ultramarinos donde

compró una libra de velas. Mientras caminaba pensó que si estaba bien en-

ojar al burgués, o regatearle el precio de sus favores, sería peligroso llevar

las cosas al extremo de llegar a una ruptura. ¿Adónde ir para estar mejor? La

Sra. Vaussanges tenía para con ella todo tipo de bondades; le dejaba las lla-

ves de la bodega; le regalaba vestidos, ropa interior, calzado; Félicie estaba

tan bien alimentada como los amos y el trabajo en la casa era fácil.

Desde luego, el amor del Sr. Vaussanges le gustaba mediocremente,

pero en fin, tampoco le disgustaba; ella ya le había sacado provecho, y se-

senta francos, tres luises de oro no se encontraban bajo los pasos de una

mula, como se decía en Piégut. Si dejaba a los Vaussanges, no volvería al

servicio para ser menos en otra parte. ¿Y entonces, adónde ir? ¿Qué

hacer?... Rosa, la criada del Dr. Le Roux le había contado que las criadas

erraban por millares por las aceras de la ciudad y ambas habían convenido

que cuando se tenía una buena plaza había que conservarla.

Al igual que en Thiviers y en Burdeos, pero con más motivo en la ca-

pital, Félicie tenía miedo de quedarse en la calle, miedo del hambre, miedo

del frío; se sabía muy bonita; hubiese podido sin duda dedicarse al arte de la

seducción, alquilar una habitación, abordar a los transeúntes; pero aparte de

no poseer vestidos de casquivana, se consideraba inexperta en el arte de

hablar y hacerse la interesante; tenía el temor enorme de los aldeanos habi-

tuados a servir desde su infancia, de esas naturalezas que tiemblan con la

idea de no recibir salario, de no contar a partir de ese momento más que con

sus propias fuerzas, y además, un miedo cerval a las enfermedades conta-

giosas. Ya se veía sobre la cama de un hospital. Decididamente no se sentía

con valor para afrontar el riesgo de esa aventura.

Así pues, consideró que el Sr. Vaussanges estaba suficientemente cas-

tigado y que era necesario calmarlo cuanto antes.

Regresó a la vivienda con su paquete de velas en la mano, felicitándo-

se por haber contenido su lengua. El ruido de la disputa hubiese llegado a

conocimiento de la Sra. Vaussanges; era el momento de someterse, contan-

do además que, desde hacía ocho días que duraba el ayuno del burgués, ella

no había recibido ni un centavo. En definitiva, ella acababa por ser su propia

víctima…

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La sirvienta introdujo su llave en la cerradura, temblando un poco por

la acogida de su amo; pero se envalentonó y atravesó con gallardía el corre-

dor.

La puerta del despacho estaba abierta de par en par. Con la frente en-

tre las manos, Théodore Vaussanges reflexionaba. ¿Hacer una escena?...

¿Despedir a Félicie?...Ya no se sentía con fuerzas… Félicie despedida le

contaría todo a la Sra. Vaussanges. ¡Qué desolación en la casa!... Él lo ne-

garía sin duda; ¡no había pruebas!... Sí, pero siempre quedaría una sospecha

entre los esposos, una sombra, una tristeza, una de esas molestias que no se

pueden evitar… Y además esa no era la verdadera causa de su mutismo, de

su impotencia. Amaba a Félicie; la amaba mucho más después de que ella lo

rechazase; y en su ingenuidad de hombre, olvidaba a la sirvienta, disculpaba

a la amante, atribuyendo al orgullo, a la vanidad de la persona, a un tempe-

ramento salvaje, original, sus negativas y las insolencias que no procedían

más que de un carácter de aldeana interesada, brutal y sobre todo maligna.

Balbuceó:

–¡Ah! Félicie, ¡puedes vanagloriarte de hacerme muy desdichado!

Ella se acercó, chupándose el dedo en una turbación fingida:

–Usted también me ha hecho mucho daño, señor, la otra noche…

–¿Y me quieres todavía?

–No… ¡se acabó!...

Él se levantó, la tomó por el cuello, la besó con todas sus fuerzas; y

sacando de su cartera un billete de cien francos:

–¡Toma, querida!... Se amable conmigo, me portaré bien…

El timbre de la antesala sonó.

–¡Aquí está mi esposa!... ¡Besémonos una vez más, querida!...

La Sra. Vaussanges y Valentine entraban. El jefe de negociado se pa-

seaba por el despacho, furioso.

–¡Ah! – exclamó – ¡me desquician en el ministerio!...

–¿Por qué, amigo mío? – preguntó Charlotte que se quitaba el abrigo.

–¡Siempre las historias del balance del año pasado!...¡Siempre los cien

millones!... ¿Dónde están los cien millones?... ¿Quién los ha tomado?...

Tanto se acusa a este como al otro… Y hay que investigar, hacer cuentas…

–¿Por una sustracción? – dijo la dama riendo…

–¡Bonita palabra!... ¡Bravo!... ¡Cien millones de menos en una caja!...

–¿Pero al menos no se te acusa a ti?...

Y Vaussanges muy alegre:

–¡Regístrame!...

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Nunca el Sr. Vaussanges fue tan amable con su esposa y su hija como

durante su reconciliación con Félicie. A menudo, traía pasteles, tabletas de

chocolate que compraba él mismo en las tiendas más renombradas. A veces

se trataba de pequeños regalos: un neceser de baño, una corbata, encajes,

una novedad para la señora, una bombonera, un paquete de pañuelos para la

señorita. Esas damas lo encontraban cambiado, embellecido, y realmente

estaba siempre del mismo humor, él, que antes se volvía púrpura a la menor

contrariedad, a la rotura de un cristal de una lámpara, al menor desorden en

sus papeles. La joven criada tenía secretamente su parte en esos dispendios

inacostumbrados; Théodore acababa de regalarle un reloj, una cadena de

oro, una sortija, pero a condición de que no llevara esas joyas hasta más

adelante, cuando estuviese en condiciones de demostrar que las había com-

prado con sus ahorros. Mientras tanto, Félicie las debía guardar en su male-

ta.

Pero la criada quiso lucir las joyas de inmediato.

A su entrada en el servicio había confiado a la Sra. Vaussanges que las

primeras compras de ropa interior y de vestidos habían consumido más o

menos sus pequeños ahorros de Thiviers y de Burdeos y ahora no podía

desdecirse de ello. Había que explicar el reloj y la cadena. Félicie se abonó a

una casa de crédito y llevó su malignidad hasta el extremo de pedir a su se-

ñora un adelanto de cinco francos para el pago de la primera semana: así

pudo enorgullecerse pronto, al abrigo de todo peligro, del regalo de su amo.

La cadena y el medallón que desplegó sobre su blusa el domingo siguiente y

que continuó llevando durante sus compras de la semana, tanto en su blusa a

cuadros rojos, como en su matiné verde, le parecieron ser del mejor gusto.

Para salir, arrojaba sobre sus hombros su largo chal de paño azul, pero tenía

mucho cuidado, al entrar en casa de los proveedores, de dejar ver su cadena

de oro que la carnicera encontraba absolutamente maravillosa. Sin el gorro

blanco – distintivo de la servidumbre – se hubiese tomado a Félicie por una

dama, tan grande era su aspecto y aire de seducción en sus movimientos al

caminar finamente sobre la acera, a lo largo de las tiendas, con una coqueto-

na cesta en la mano.

Además, no hablaba con nadie, apresurando el paso, cuando un hom-

bre la interpelaba; en la casa, solamente dirigía un saludo reservado a Rosa,

la criada de los Le Roux. En cuanto a las otras criadas que vivían en el sex-

to, ni las conocía ni deseaba en absoluto conocerlas; en la escalera o en el

corredor que llevaba a su habitación, ella pasaba muy erguida ante las cole-

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gas, y si, por casualidad, una de esas muchachas se atrevía a emitir alguna

observación, un insulto o una amenaza, Félicie la miraba de arriba abajo y

seguía su camino. Las sirvientas la detestaban e iban a cotillear sobre ella en

la papelería de la vendedora de periódicos donde Félicie compraba las lectu-

ras de su amo. La vendedora de periódicos, Sra. Clémence, una joven muy

amable, muy prudente, muy fiel a su amo, no le gustaba tampoco la perigur-

dina; se burlaba de sus modales pretenciosos, – y con una frase atrevida que

regocijaba a las otras criadas, definía así la situación:

–¡Cuando esta pava os mira, se diría que se le sale de alguna parte!...

Por el contrario, las damas Vaussanges alababan a la sirvienta, en-

contrándole sin embargo un poco exagerados su porte y ya no digamos su

forma de andar.

–¡No camina, se escurre! – declaraba el amigo y vecino de enfrente, el

Sr. Chrétien des Mazerolles.

Cada noche, bajo el pretexto de trabajar en sus escritos, el Sr. Vaus-

sanges esperaba en su despacho y, una vez acostadas las damas, Félicie ven-

ía a recibir de su amo algunos cálidos besos.

Durante el invierno, las damas Vaussanges raramente salían, y era so-

bre todo el domingo, a la hora fatal de la misa, cuando el jefe de negociado

tenía toda libertad de acción; arrastraba a Félicie sobre el edredón todavía

tibio del lecho conyugal, pues a la sirvienta le gustaba más la cama que el

canapé. De ese modo le parecía que entraba completamente en posesión del

hombre, en una intimidad mayor, entre los últimos rescoldos del calor de la

esposa; por otra parte, la joven criada tomaba serias precauciones para evi-

tar la maternidad.

Con las dificultades de los contactos y las largas y crueles esperas de

ese domingo matinal, la pasión crecía en el espíritu y en la carne del Sr.

Vaussanges; crecía, exasperada por los besos furtivos del día y de la noche y

sobre todo por los encuentros familiares, la vista de los desnudos y la lan-

guidez del despertar, cuando Félicie descendía de su cuarto para encender el

fuego en la cocina y él la encontraba allí, sin sujetador, en camisón, con las

faldas bien blancas, las medias de color bien ceñidas, la cabellera suelta, los

párpados plomizos, el cuerpo ardiente de los pensamiento de la noche, ex-

halando todo su embriagador olor de mujer. Ella le gustaba más así que en

los días de fiesta, en los que se vestía de negro con una cinta clara alrededor

del cuello.

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A finales de noviembre – tras veintiséis días de servicio – gracias a la

ejemplar generosidad de su amo, Félicie se encontraba en posesión de una

pequeña fortuna, cuatro billetes de cien francos y cuatro luises de oro, más

los emolumentos de su mes: El Sr. Vaussanges había negociado un título de

renta, a espaldas de su esposa.

Fiel a su promesa, la joven criada fue a saldar su colocación en la

agencia Maudier de la calle Montmartre. Su compatriota, el agente, aplaudió

viéndola tan elegante:

–¡Caramba! – dijo – con una cadena de oro ya, y sin duda un reloj…

¡Muy bien, hija mía!... ¡Ah! ¿Quién diablos te ha pagado eso?... ¡Pero qué

idiota soy!... ¡Pardiez, eso procede del burgués!...

–Así es, señor…

–¿Te encuentras bien allí?

–¡Sí, sí, señor!...

–¿Y me lo agradeces?

–¡Sí, señor!... vengo a agradecérselo y a pagarle…

Con el tono seco que la criada le respondía, Maudier comprendió que

no debía insistir. Entregó un recibo a la muchacha y añadió con tono pater-

nal:

–Señorita Chevrier, harás carrera en París y tienes razón en no ser

charlatana… El proverbio de nuestra tierra es bien cierto: «A quién buen

árbol se arrima…».

Félicie había olvidado a los Barba, sus parientes pobres de la calle

Rochechouart; nadie hablaba su lengua natal en la casa ni en la vecindad. Le

hizo bien escuchar en su patois esa frase tan conocida en Coussières; se

echó a reír y repitió el proverbio en su totalidad: «¡A quién buen árbol se

arrima, buena sombra le cobija!…».

Se marchó.

La Sra. Vaussanges había concedido permiso a Félicie para salir cada

domingo, después del almuerzo, e incluso a media jornada durante la sema-

na. La sirvienta no abusaba del permiso. Estar sola, a través de la ciudad, le

parecía de un atractivo mediocre. Rosa, la gruesa normanda, le ofreció

acompañarla; y ambas se dirigieron en autobús o en tranvía, al jardín Botá-

nico, a las iglesias. A menudo también, iban al teatro, al principio pagando,

al teatro de los Batignolles y de Montmartre, luego con pases de favor que

les daba Théodore, al Ambigu y a la Porte.-Saint-Martin. El jefe de nego-

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ciado recomendaba dulcemente a Félicie que fuese prudente, que evitase

malos encuentros.

A lo que ella respondía:

–¡Señor, ¿por quién me toma usted?

La sirvienta de los Le Roux, con sus mano rojas y su tosco calzado,

parecía la criada de Félicie, pues la sirvienta de los Vaussanges salía siem-

pre bien enguantada y muy coqueta bajo su sombrero de flores que no le

hacía añorar su fular azul. Entre ellas se llamaban «señorita» – a veces la

Srta. Chevrier decía: «Rosa», pero Rosa no se hubiese atrevido a aventurar-

se a semejante familiaridad.

La esposa del jefe de negociado se declaraba satisfecha de la conducta

de Félicie; en efecto, la sirvienta regresaba de inmediato al cierre de los tea-

tros si, por casualidad, iba a aplaudir un drama; las otras veladas las pasaba

cosiendo, limpiando la cocina, escribiendo sus cuentas, sin haber puesto los

pies en las aceras del bulevar. Se le veía con rostro descansado en su exacti-

tud matinal, en ausencia de toda preocupación, en el frescor de su tez, en su

musculatura robusta contra la que los amores ya seniles de Théodore no

podían prevalecer, como las puertas del infierno contra la iglesia de Pedro.

Varias veces, Charlotte había vigilado a su criada desde lo alto del balcón, y

nunca advirtió que llegase acompañada de un hombre.

El apartamento siempre estaba limpio; la cocina lavada; las cacerolas

brillantes y, cada noche, las despensas del día justificadas en un libro bien

llevado. Desde que Théodore se mostrase tan generoso hacia ella, la criada

apenas le tiraba de las bridas; ella desdeñaba una limosna de cuatro centa-

vos, cuando era fácil ganar cuatro luises. Su avaricia gritaba, pero su razón

le imponía silencio. Félicie tenía su plaza y no quería comprometerse por

tan poco. Charlotte nada sospechaba y se extasiaba con la honestidad de esa

muchacha, estableciendo comparaciones con las sirvientas anteriores.

–¡Parece que nunca se enfada! – decía a su marido.

Y Théodore, continuaba con su papel:

–Escuchándote, daría la impresión de que es una maravilla!

–¿Qué le reprochas tú?

–Un poco perezosa…

–¿Perezosa, ella?

–Hace dos días que no ha sacudido el folgo de mi despacho…

–¡Te equivocas!... Esta misma mañana, se ocupaba de eso…

–Entonces, retiro lo dicho…

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El Sr. Vaussanges se frotaba las manos, creyendo ocultar muy bien su

juego, de «ganarse a su esposa»; pero en presencia de Félicie, y sobre todo

cuando había otras personas presentes, él recordaba sus ocho días de absti-

nencia obligada y se guardaba mucho de cualquier tipo de observación

humillante.

Charlotte tenía a menudo dolores de cabezas, alteraciones nerviosas

que sucedían a grandes ganas de descansar, luego lasitudes, fiebres pasaje-

ras, lo mil pequeños tormentos que asaltan a las mujeres cuando se aproxi-

ma la edad crítica, sobre todo las mujeres demasiado pronto desasistidas por

hombres impotentes o veleidosos.

La esposa está fatalmente abandonada por el esposo antes de lo debi-

do. A los impulsos de la juventud, a los abrazos más robustos de la virilidad,

suceden la amistad, el respeto, todos los nobles sentimientos humanos, el

soberano ultraje de las mujeres aisladas y valientes. ¿No es bastante para

ellas ver llegar el invierno y su escarcha, la nieve sobre los rubios cabellos,

las arrugas sobre todas las frentes y todos los encantos más íntimos y más

adorados? ¿No es bastante para las mujeres pensar que un día la ola san-

grante y viva que las mojaba con savia generosa y desencadenaba en ella los

efluvios del amor, se iría para nunca regresar?...

Al igual que todas las esposas desdeñadas y aún virtuosas, Charlotte

experimentaba la necesidad de estar sola y pensar. Llena de confianza en

Félicie, la encargaba que acompañase a Valentine a través de la ciudad, lo

más a menudo, a la calle de Paradis-Possonnière, a casa de la Sra. Lafont,

junto a Blanche y Sophie. La criada esperaba en la cocina, o bien se atrevía

sola a un pequeño paseo, muy exacta a la hora de devolver a su joven ama a

la hora indicada. A veces, ocurría que la Srta. Vaussanges modificaba el

itinerario. El tiempo era bueno y sería desagradable encerrarse toda una jor-

nada. Entonces la joven muchacha y la criada daban largos paseos por el

parque Monceau; a su regreso, Valentine entraba en una pastelería y se pon-

ía morada de pasteles.

–No le digas nada a mamá, Félicie…

–¡No tenga miedo, señorita!...

De esas tonterías infantiles, nacía cada día una intimidad más grande

entre la cridad y la ama.

Un día, regresando del parque Monceau, Valentine, presa de una idea

loca, interpeló a su sirvienta:

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–¿Félicie?...

–¿Señorita?...

–¿Qué te parece el Sr. Luzard?

–El Sr. Georges Luzard, su pretendiente? A fe mí que es un bello

cuerpo de hombre!

–Sí, pero es mucho menos distinguido que el Sr. de Breteuil…

–¿El Sr. de Breteuil?... ¡No lo conozco!...

–El vizconde Henri de Bretuil, un joven con el que bailado el pasado

verano en el Casino de Cabourg y que me esposaría si…

Se detuvo enrojeciendo, confusa, asombrada de haber dicho tanto a

semejante interlocutora; pero vio a Félicie levantar la cabeza, atenta, y ella

añadió:

–.. ¡Si fuese noble!... ¡Oh! pero no ya no pienso en el Sr. de Breteuil,

no he pensado nunca… y me equivoco al contarte esto… ¡Soy boba!... ¡Dios

mío, que boba soy!...

La Señorita Vaussanges se mordía los labios, lamentando su impru-

dencia, buscando un medio de repararla:

–Tienes razón, Félicie; el Sr. Georges Luzard es muy apuesto… Tiene

un aire leal, inteligente, muy inteligente…

Las palabras se embarullaban en la boca de la joven muchacha y Va-

lentine tenía grandes ganas de llorar.

–Félicie, – dijo extrayendo su portamonedas una moneda de cinco

francos en oro, – jamás te he dado nada, esto es para ti…

La sirviente lo rechazaba. Valentine insistió:

–Te lo ruego, toma… Me apenaría que no lo cogieses… te lo asegu-

ro…

Y habiendo la criada aceptado al final, la Srta. Vaussanges murmuró:

–No dirás nada a mamá, ¿verdad?

–Señorita, ¡no soy una charlatana!... ¡Me horrorizan los chismes!... ¡Se

me pueden confiar secretos!... ¡Soy una auténtica tumba!...

Entrando en el salón, Valentine encontró reunidos, junto a su madre, a

la Sra. Le Roux, la Sra. Auguste Vaussanges y a la pequeña Jeanne, el Sr.

Chrétien des Mazerolles, la Sra. Céleste Mercoeur y Georges Luzard. La

viuda y el joven, sentados el uno cerca del otro, se habían estrechado la ma-

no, luego se habian mirado, conservando la actitud correcta, y más o menos

reconocida de dos personas que no tienen nada que decirse.

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VI

Entre las criadas que dormían en el sexto piso, la oronda Malvina, sir-

vienta de los Damicourt, vecinos del entresuelo, era la esposa legítima de un

pobre sastre tísico llamado Rogaton y la amante de un hombre gallardo de

barba hirsuta, un habitual de la Bola-Negra, llamado Honfleur, por el nom-

bre de su ciudad natal. Casi todas las noches, para gran escándalo de la Sra.

Bouvet y a espaldas de la portera, Malvina daba hospitalidad a Honfleur y

Rogaton acudía a hacerle escenas. En cuclillas ante la puerta de su esposa,

con la cabeza erizada entre las manos, el sastre suspiraba, con la mirada

baja, como si lo llevasen al cadalso:

–¡Malvina!... ¡Malvina!... Malvina es mía… Honfleur canalla… Vi-

na… fleur…ca…

Hablaba, tosía, pero su voz y su tos eran tan débiles que nunca se le

oía; su cuerpo era tan flaco que, recogido sobre sí mismo, en las sombras,

bajo la negrura de su vieja vestimenta, casi no se le veía; tenía el rostro pe-

ludo, las piernas delgadas y los ojos redondos y brillantes. Una noche, Féli-

cie tuvo miedo; avisó a la portera y la Sra. Tareau montó en cólera y subió

al sexto.

Rogaton gemía:

–¿Mi esposa?... Vina?...

–¡Su esposa está acostada! – respondió brutalmente la portera… Déje-

la dormir, puesto que ella lo mantiene a usted con su trabajo...

–¡Ah! ¿qué me mantiene?... ¡Es Honfleur el que se come todo!...

–¿Qué Honfleur?...

–Honfleur…!Ahí!...

Y con sus dedos de bebé enfermo, los ojos lacrimosos, indicaba el

cuarto de Malvina.

–¡No hay ningún Honfleur en la casa!... ¡Usted está borracho!...

–No, tía Tareau… No estoy bo… El pecho solamente está… un po-

co… un poco.. Honfleur… ¡Ahí!... Canalla Honfleur… ca… Vina… fleur…

–¡Usted está equivocado, amigo mío!... Su mujer está sola…

–¡Por supuesto que aquí no hay nadie! – exclamó Malvina que entre-

abrió su puerta –Pero no quiero nada de él... ¡Envenena la habitación!...

–Pícara!... ¡pícara!.... ¡pícara!...

Sin escuchar por más tiempo al sastre, la portera ordenó:

–¡Márchese!...

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–No… Quiero a mi esposa… Vina!... Soy un desgraciado y honrado

obrero… Honfleur y Malvina, unos canallas!...

–¿No quiere usted bajar?...

Sacudió su cabeza de animal herido y la Sra. Tareau lo llevó, a la

fuerza con sus brazos, casi sin dificultad.

Al día siguiente reapareció. Se había colado detrás de un inquilino, y,

con más intensidad que la víspera, golpeaba la puerta de su mujer. Malvina,

en camisa, le empujó y él cayó, refunfuñando.

Eran las tres de la mañana. De repente, Félicie fue despertada por un

espantoso estrépito. Rogaton había forzado la cerradura y había entrado,

sorprendiendo a Malvina dormida entre los brazos de Honfleur. Loco de

rabia, había subido a la cama, y con su cuchillo, les había rajado el rostro a

ambos. Espantados, sangrando, aullaban en las tinieblas, buscando con las

manos al pequeño ser que brincaba sobre las mantas como un tigre. Por fin,

Honfleur agarró a Rogaton y le retorció los miembros.

El sastre gritaba a su vez:

–¡Ay!... ¡Ay!... ¡Al asesino!...

Todas las criadas se habían levantado; El Sr. Tareau y su mujer acud-

ían; Honfleur con la barba manchada de sangre, se abrió paso, con los puños

cerrados, y dos agentes de policía condujeron a la comisaría al pobre hom-

brecillo totalmente magullado.

Al día siguiente, los Damicourt despidieron a su sirvienta, y sin que

Félicie hubiese aún manifestado su deseo, la Sra. Vaussanges la autorizó a

tomar posesión de la habitación que tenían desocupada en el apartamento.

La familia Le Roux actuó del mismo modo respecto a Rosa.

En presencia de Charlotte, y mostrándose indignado, Théodore escri-

bió una carta muy agria al propietario sobre el mantenimiento de su inmue-

ble, amenazando con dejarlo si semejantes escándalos se repetían. Pero en

su fuero interno se regocijó extraordinariamente de la aventura, del feliz

azar que le permitía llevar a cabo una idea tiempo acariciada. A partir de ese

momento, Félicie tendría sus comodidades, una habitación conveniente,

alfombras donde poner los pies; podría verla fácilmente, tanto como quisie-

ra, y sentirla cerca.

Ese mismo día, la joven criada, ayudada por la portera, bajó su maleta

y, para no parecer abusar del incidente, dijo a la Sra. Vaussanges que la ca-

ma del sexto sería suficiente para ella y que solicitaba autorización para ins-

talarla en un rincón de la habitación. De ese modo, la gran cama permane-

cería siempre limpia, y si venía un invitado, cedería el lugar y transportaría

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su colchón a la cocina. Ella sabía que la cocina era demasiado estrecha para

eso. Habiendo observado eso su ama, pareció resignarse.

–No te preocupes, Félicie – dijo la Sra. Vaussanges, desde la muerte

de mi madre, jamás hemos tenido a nadie. Cuando mis primas vienen de

Paris, prefieren alojarse en el hotel; en cuanto al viejo tío del señor, le gusta

el campo y solo nos visitará durante la Exposición de 1889… ¡De aquí a

allá!...

Y ella, de ordinario tan graciosa, tuvo un gesto muy vulgar, levantan-

do los hombros y extendiendo los brazos, como si, mediante el pensamiento,

abrazase todo un futuro cargado de aventuras, todo un cielo de tormentas.

–Instálate pues.

La habitación era espaciosa, tapizada con un papel-terciopelo con flo-

res de oro; una gran ventana con cortinas de seda verde y transparencias se

abría sobre el patio principal de la casa, el verdadero patio donde brotaba

una fuente y no el estrecho y apestoso reducto en el que varias sirvientas

vaciaban sus basuras. Allí había un armario de espejo, un canapé, un baño

en mármol, dos sillas tapizadas, un sofá Voltarie, unos marcos. Sobre la

chimenea, un péndulo en globo; dos grandes jarrones de flores artificiales en

globo también; en un rincón, un busto en yeso de Napoleón III, que el padre

de la Sra. Vaussanges había involuntariamente olvidado allí, de la época en

que Bélgica expedía oculto y de contrabando, en el interior de millares de

bustos semejantes, el periódico Les Lanternes del célebre panfletario Henri

Rochefort.

Deshaciendo por segunda vez su maleta, ahora muy llena, Félicie se

sentó sobre el canapé, tanteaba los sofás y las sillas, palpaba la cama, se

miraba en el espejo del armario. Experimentó una auténtica dicha lavándose

en la gran bañera, en caminar descalza sobre las alfombras, en procurarse

los pequeños cuidados propios de la mujer.

Desde luego esos muebles no eran en absoluto nuevos para ella, pues-

to que de vez en cuando iba a sacudir el polvo y airear la habitación vacía;

pero ahora miraba los muebles como si fuesen suyos, como destinados, al

menos por mucho tiempo, para su uso personal.

El armario con espejo ocultaba la puerta que comunicaba la habitación

de Félicie y el cuarto del joven Léonce.

El colegial solamente dormía con su familia a primeros de año, en

Pascua y en las vacaciones largas. La criada se puso a pensar que sería muy

divertido que el pollito le hiciese la corte. Expulsó este pensamiento,

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acordándose que en su última salida, el colegial la miraba con sus grandes

ojos y que ella había reído, encontrándole feo con su morro de mono y la

nariz como la de su padre, – el pico del que se burlaba alegremente la seño-

rita Valentine.

Félicie estaba encantada con su nuevo alojamiento. ¡Qué bien dormir-

ía en esa cama de rico, en el somier elástico, entre esas sábanas finas, bajo

las cortinas verdes y sedosas, al dulce calor del edredón, con la cabeza apo-

yada en la almohada de encajes! ¡Qué gran placer, por las noches, en darse

un largo y completo baño en el confortable bidé, sin tener que escuchar los

comentarios y las risas de las criadas del sexto, mientras chapoteaba en la

humilde e insuficiente jofaina de porcelana!... ¡Cómo iba a estirarse, a ba-

ñarse voluptuosamente completamente sola, al abrigo de las irritantes veci-

nas, absolutamente sola! – pues no sospechaba que su ama tendría la cara de

abandonar a la señora para acosarla. ¡Realmente era suficiente con los do-

mingos por la mañana!

Durante el día, Valentine abordó a Félicie, y con su voz dulce de da-

mita, dijo:

–Mamá y papá decían antes que sería muy agradable tenerte a mano

por las noches, por si nos ponemos enfermos… Yo, sobre todo, estoy con-

tenta porque estarás mejor aquí que allá arriba!...

–Es usted muy amable, señorita…

Y, habiéndose retirado la joven, Félicie hizo un chasquido con la len-

gua y abrió el grifo del agua caliente del fregadero. Mientras lavaba un plato

con grasa murmuró:

–¡Mira la pequeña!... ¡Tiene miedo de que largue!... Aún no tiene die-

ciocho años y ya sueña con porquerías, y con aristócratas!... ¡La mamá, la

hija, el hijo, poco hay que empujar para que todo se desmorone!...

Y seguía hablando consigo misma, y sus palabras salían de su boca a

medida que los detritus del plato grasiento caían en el fregadero: aún no

había acabado y el plato ya estaba limpio.

Por la noche, cuando las criadas supieron que Félicie abandonaba el

sexto para vivir en el apartamento de sus amos, el grito burlón fue unánime:

–¡Se acuesta con!... ¡Se acuesta con!...

Todas, a excepción de la sirvienta de los Le Roux, acusaron a la seño-

rita Chevrier de haber denunciado a Malvina a la portera; la propia señora

Bouvet declaró que odiaba a las chivatas. La más encarnizada era Louisette:

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–¡Sí, ese veneno es la causa de todo!... ¡Malvina no hacía daño a na-

die!... Le gustaba la juerga y retozaba con el Sr. Honfleur; su marido la as-

queaba; ¡era libre!... ¡Ahora está sin pan!... ¿Va a ser la gascona quién la

alimentará?...

Pauline y Hortense aprobaban gritando y la pequeña Sra. Bouvet no

podía calmar a sus jóvenes colegas:

–¡Señoritas!... ¡Os lo suplico, señoritas!... ¡Nos van a despedir a to-

das!.. Y las plazas son muy difíciles de obtener a pesar de nuestro sindicato

de la calle del Bouloi!... ¡Nuestro sindicato todavía no funciona a pleno ren-

dimiento!... Vamos, Louisette…

Rosa también quiso intervenir en medio de la lluvia de vociferaciones;

Louissete la calló con un palabra:

–¡Basta, chivata!...

–¿Yo?..

–¡Sí, tú!... – continuó Pauline – Sabemos que tú le has contado a la

gascona todo lo que decimos sobre ella…

–¡E incluso mentiras! Sois las dos de la misma calaña – intervino fu-

riosamente Hortense.

La sirvienta de los Le Roux brincó bajo el insulto; la Sra. Bouvet se

interpuso entre las muchachas:

–¡Calma, señoritas, calma!...

Pero Rosa muy encendida, exclamó:

–Vosotras estáis celosas y mereceríais…

–¿Eh?... ¿qué? – interrogó Louisette provocativa…

Todas se callaron. Con el rostro lívido, la mirada echando chispas,

Félicie acababa de aparecer; había subido la escalera, suavemente, retenien-

do sus faldas. Se plantó ante Louisette, y con el puño cerrado y con voz sor-

da, fijando en ella toda su luz, dijo:

–Mira, hija mía, soy una aldeana y no soy chivata… No tengo frío en

los ojos, te lo juro; pero tengo necesidad, como tú, de ganar mi pan; si me lo

impides yo no me pelearé contigo, mi pobre pequeña, no te zurraré a la pari-

sina, pues, todavía tengo la mano demasiado ruda y podría matarte!... Pero

aún así, – y de su bolsillo sacó un cuchillo de cocina – ¡con esto te cortaría

la nariz y las dos orejas!... ¿Me has entendido?... ¿Está claro?... ¿Bien cla-

ro?... ¿Todavía escupirás sobre mí cuando pase por la calle, eh?... Si me

ocurre algo, puedes estar segura que caeré sobre ti!... Perderé mi puesto,

pero tú perderás tu horrible nariz y tus sucias orejas!...

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La criada de los Carbonade se alejó, espantada, más muerta que viva,

y la Sra. Bouvet estrecho la mano de la criada de los Vaussanges, diciéndole

que la encontraba muy digna por haber evitado un nuevo escándalo y muy

valiente por haberse atrevido a medirse con esa víbora. Ella le confió inclu-

so que Louisette, también despreciable, afirmaba que había escrito, pero sin

enviarla todavía, una carta anónima a la Sra. Vaussanges, – una carta donde

denunciaba a Félicie como la amante de su amo.

–¡Que la envíe! – gruño Félicie y lo suficientemente alto para ser es-

cuchada por Louissete– Que hagan que me despidan… Por Dios que se

atreva… La desangro… la desangro… le corto el cuello…

Se la veía tan terrible, con los labios torcidos, los ojos inyectados, far-

fullando su patois mientras blandía el cuchillo en su mano, que Pauline y

Hortense abrazadas la una contra la otra temblaban; Louisette acababa de

parapetarse en su habitación.

El asunto acabó ahí. Las criadas y Louissete abandonaban la partida,

y la Sra. Bouvet exclamó:

–¡Esa gascona es toda una mujer!...

El Sr. Théodore Vaussanges ya no era el amo; era el amante, el

humilde servidor de la muchacha. Se había idiotizado, casi puesto enfermo,

y comenzaba a sufrir de la situación de la que se ocultaba o exageraba a su

vez el ridículo y los peligros. El amante de Félicie luchaba contra el funcio-

nario correcto, el enamorado delirante contra el esposo siempre afectuoso

con su mujer y sus hijos; y eso era un camino agradable, pero difícil, una

especie de ascensión alpina con metas voluptuosos y también con tropiezos

donde la prudencia del jefe de negociado se desequilibrase a cada paso.

En la mesa, Théodore no se atrevía a dar órdenes a la sirvienta por te-

mor a que su voz le pareciese demasiado ruda a la criada o demasiado dulce

a su esposa; le daba la espalda y comía con la nariz en su plato, evitando la

mirada de la muchacha, aceptando, resignado y tembloroso, todos los platos;

– en el ministerio, escribía sobre unas hojas, que quemaba a continuación, el

nombre amado: FÉLICIE; escribía diez veces, veinte veces, cien veces, en

inglés, en gótico, en bastardilla, en redonda; luego dibujaba, sin arte, el re-

trato de la sirvienta-amante, la forma oval del rostro, los grandes ojos, las

negras y espesas cejas, los cabellos, el pecho, la cintura, la boca, la nariz, el

mentón con un hoyuelo y sobre todo el bello lunar con los siete pelos cana-

llas que él amaba tanto en contar y en acariciar! Escribía ese nombre: Féli-

cie; dibujaba esas cosas, no como algunos neurópatas, por un transporte

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especial de lujuria, sino en la explosión de un amor ingenuo, violento, muy

n atural. Ella tenía un lunar y él, una bonita verruga; habían nacido bajo la

misma estrella, el uno para el otro!... Se aburría mucho cuando Félicie

dormía en el sexto; y, por la noche, unas ideas negras le asaltaban; en su

pensamiento había surgido la posibilidad de que ella compartiese su dormi-

torio con otro hombre, con uno de esos chulos errantes de los bulevares. Se

había levantado varias veces, afirmando a su esposa que se sofocaba y que

tenía necesidad de andar. Entonces, entreabriendo la puerta del corredor,

escuchaba, con el sudor en la frente; y en el silencio de la casa dormida,

necesitaba una gran fuerza para resistir la tentación de subir hasta el sexto

piso.

Por la mañana, desde que Félicie había bajado de su cuarto, él se le-

vantaba e iba hacia ella, la acariciaba, luego tratando de olfatear sobre su

cuerpo el olor de otro hombre, y no encontrando en ella más que su perfume

de mujer, la devoraba a besos. En esa época, en la renaciente turbación de

sus inquietudes y alarmas, hubiese querido alejarla de su casa, alquilarle un

apartamento en la ciudad, en un barrio lejano y poder sorprenderla por la

mana, por la noche, en medio de sus idas y venidas al ministerio, por la no-

che, el mayor tiempo posible. ¡Félicie por fin vivía en el apartamento! El

amo ya no estaba celoso; ya no veía gorros de tres puntas, ni mechas pega-

das a las sienes; ya no tenía la horrible visión de un zarrapastroso metido

entre las sábanas de su criada, pues el sentido moral surgiendo en él, y mo-

delando todas las cosas y los seres a su voluntad, consideraba a su esposa y

a su hija unas excelentes vigilantes.

Regresaba a casa, besaba a Charlotte y a Valentine, y, llamando aparte

a Félicie, extraía de los profundos bolsillos de su chaleco negro, jabones

finos, pasta dentífrica, cepillos de dientes y de manos, una piedra pómez,

una esponja, un vaporizador, agua de colonia:

–¡Ya ves que pienso en ti! – le decía a la criada, entregándole esos pe-

queños objetos que valían menos por su importancia que por el detalle.

Félicie aceptaba todo eso, como si le fuese debido y la idea de ese

patrón, de ese honorable funcionario, recorriendo por ella las tiendas, la de-

jaba más o menos indiferente, sin gratitud, y a veces incluso con un deje de

burla, aunque supiese perfectamente que a Théodore le horrorizaba ir de

compras, ya que siempre dejaba en manos de su esposa y de su hija el pro-

veerle de guantes, de corbatas, de calzado y de tirantes.

El Sr. Vaussanges ya no era cascarrabias. Si la criada rechazaba sus

caricias, él no insistía, no quería violentarla; le pedía perdón por sus rudezas

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en el ataque inicial; la ponía al corriente de sus menores asuntos: le decía

una cifra concerniente a sus emolumentos y sus rentas, una cifra que él

siempre exageraba. Valentine, más activa por la casa que su madre, los inte-

rrumpía a menudo; pero Valentine no estaría siempre allí; iba a casarse con

el Sr. Luzard o bien con otro, si Luzard se eternizaba; no estaba preocupado

de la situación de su hija…

–Para los demás, bebé, tu eres nuestra criada; y para mí, eres una

amante, una amiga, y lo serás siempre… No te preocupes; yo me encargo de

tu fortuna; del bienestar de tus parientes… Envíales dinero… ¿No tienes?...

Es justo, la compra del segundo lote de acciones te ha absorbido todo…

Eres prudente al tener acciones; la muerte podría sorprenderme… Esta no-

che llenaré tu bolsa… ¿Si me resulta gravoso?... No… Todavía tengo algu-

nas rentas que mi mujer desconoce… Querida, no te canses demasiado… Si

supieses como me apena pensar que cada mañana vacías las basuras, y con

este frío!... ¿Es muy enojoso, verdad, vaciar las basuras?... Pronto nos las

arreglaremos con una mujer de encargo… Maligno, – pues soy maligno, –

haré nacer la idea en el espíritu de la señora!... Tus manos están negras: usa

limones, gatita, usa limones tanto como quieras!...

Literalmente se volvía tarumba.

A pesar de todas esas muestras de ternura, la sirvienta no amaba al Sr.

Vaussanges; jamás lo había amado; en realidad lo despreciaba desde que él

se sometía de ese modo ante ella y al no encontrar en él ni la dignidad de un

amo, ni el valor de un verdadero amante. Él la molestaba, la enervaba con

sus continuas palabras de amor y su continua vigilancia, aunque se prohibie-

se vigilarla; lo juzgaba hipócrita con su esposa, vil, ladino, y en su imagina-

ción de campesina siempre permanecía latente el profundo insulto que había

recibido de él, – en presencia de todos los invitados, – cuando ella ya era su

amante.

Félicie estaba vejada por permanecerle fiel: le parecía cada vez más

feo, cada vez más grotesco, cada vez más patán con su corpachón ventrudo,

sus ojos saltones, sus cabellos lacios y su amplia boca, – su boca pringosa

de lujuria burguesa, primitiva, ignorante de la menor coquetería, ajena al

menor refinamiento.

La gascona padecía al patrón por el dinero; hubiese soportado a un

amo más feo todavía, por más dinero, pues alimentaba el deseo imperioso

de la independencia, y sabía que solamente la fortuna da la libertad. Conse-

guir fortuna, poseer unos buenos ahorros: tal era su idea, y por el momento

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no acariciaba otra. Enseguida comprobaría que con dinero se hacen bien las

cosas!...

Por la noche, en su habitación, contemplaba los dos paquetes de ac-

ciones, mil francos ganados en algunas semanas, pensaba en su familia, en

los pobres jornaleros de Coussières a los que la moneda de la venta de los

bueyes –¡seis francos!– daba tanto placer. Ella ya les había enviado una

treintena de francos para ayudar a vestir a los pequeños – sus hermanos – y

allí se lo agradecían de todo corazón.

«Conserva tu trabajo, pues tiene un buen trabajo!», escribía o más

bien hacía escribir la madre Chevrier… «Hemos tenido mucho miedo, al

saber que dejabas Burdeos por Paris donde tantas personas acaban mal…

¡Hoy ya estamos tranquilos!...»

–Mi madre tiene razón al estar tranquila con mi suerte – concluía Féli-

cie con orgullo.

La gascona se decía ahora que cuando se es joven y bonita, basta con

un poco de alegría y de mucha paciencia para ser reina, algún día, en la casa

donde se sirve.

Fue en esa disposición de ánimo como la criada de los Vaussanges al

regresar una mañana del Mercado de Montmartre, donde había ido a com-

prar una langosta de la que sin duda tendría su parte, se quedó muy sorpren-

dida al oír que la llamaban cuando iba por la calle Steinkerque.

–¡Félicie! – gimió detrás de ella una voz estrangulada…

Ella no respondió y la voz continuó un poco más fuerte:

–¡Señorita Félicie!...

Se volvió bruscamente y dijo a la persona que, desde algunos minutos

la seguía:

–¿Es usted quién me llama?

–Sí, señorita…

–No lo conozco…

–Ravida Brizol… ¿Se acuerda?... Burdeos… calle Guillaume-

Brochon.

–¿Usted?...¿Tú?...

La mujer inclinó la cabeza suspirando:

–¡Ah! no he tenido suerte!...

En lugar de continuar su ruta, Félicie se desvió del camino y se dirigió

hacia el bulevar Rochechouart, de tal modo le repugnaba mostrarse ante sus

proveedores habituales con semejante compañía. Se acordaba muy bien de

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su antigua vecina y compañera, Ravida Brizol, la criada del tercero, tan

amable, tan risueña, tan limpia, en la época en que ella servía a los Monci-

rel, en la gran barraca de la calle Guillaume-Brochon. ¿Y esa era Ravida?...

Una alta muchacha de cabellos ralos y polvorientos, con los labios pálidos,

mejillas hundidas, la nariz inflamada y enferma, de tez marchita sudando la

fiebre de la derrota, el cuerpo embutido en un vestido de indiana demasiado

amplio en la cintura. ¡Y esa era Ravida Brizol! …

–¡Eh! sí, desgraciadamente soy yo – gimió la mujer.

Ya comenzaba el relato de su lamentable odisea.

–En Burdeos…

–Date prisa – interrumpió la criada – ¡tengo prisa y está nevando!...

La nieve caía cubriéndolas a ambas de flores y de estrellas. La natura-

leza despreocupada metamorfosea a menudo de ese modo los andrajos de

las pobrecillas en vestidos de princesas bajo el esplendor de las floraciones

del cielo.

–Es muy sencillo – dijo Ravida…

–¡Rápido!... ¡Rápido!...

–…En Burdeos, mi patrón me dejó preñada…

–¿Tu patrón, el Sr. Celestin, el rico fabricante de cirios?

–Sí… me tomó virgen…

–Psss…

–¡Te lo aseguro!... Yo no sabía lo que era eso… De otro modo hubiese

desconfiado… Cuando quedé embarazada me despidió…

–¡Sin un centavo!

–Con setenta y cinco francos…

–¡Eso es poco!...

–Di a luz un bebé muy bonito… No tenía leche o mi leche n o valía

nada… Así es que mi bebé murió… ¡Eso supuso un duro golpe!... ¡Oh!...

Ahora, hago la calle…

–¿En Burdeos?

–En Burdeos… En París…

–Cuéntame…

–Al principio muy bien… En las cercanías de las estaciones gané di-

nero y alquilé un apartamento, en la calle Nápoles… Tenía muchos amigos,

unos bordeleses, sobre todo en la época de las carreras: se habían dado entre

ellos mi dirección y venían los unos tras los otros… parisinos también… Mi

nombre de guerra incluso salió en los periódicos… Los bordeleses me hab-

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ían llamado: «Quinconces» y los periodistas encontraban eso muy diverti-

do…

–¿Quinconces?... ¿Por qué?...

–No lo sé… Quinconces, como el gran paseo de Burdeos…

–¿Y después?... ¿No tienes frío?...

Y Félicie, con los pies cálidos en sus botines de tela, con las manos

calientes en sus guantes forrados, se ajustó su gran chal de lana con el que

llevaba encapuchada su cabeza, mientras que Ravida, siempre con la cabeza

sin cubrir, con los dedos nudosos de sabañones, continuaba:

–¿Después?... ¡la desgracia!... También tenía otros caballeros, unos

ingleses: uno de ellos – todavía lo veo con unas grandes patillas pelirrojas y

nariz de pato, – me contagió una enfermedad… Fui a menos; me deshice de

mis muebles y entré a trabajar en una cervecería, al otro lado del río, bastan-

te bonita aún, en delantal blanco con la limosnera en el lugar que ya sabes…

Estaba enferma; no me cuidaba; tenía vergüenza en consultar con un médi-

co, sin dinero… A la cervecería acudían muchos estudiantes de primer cur-

so; había que beber con ellos, dejarse manosear; me manoseaban; en reali-

dad no bebía; en vez de licor era agua tintada de miel lo que tomaba en la

barra y que la patrona apuntaba como si se tratase de una de las más caras

consumiciones… Al principio, el mal, en lugar de marchitarme, me embe-

lleció; tenía los ojos más brillante y sobre las mejillas colores más rojos;

pero no era auténtica sangre… La enfermedad me estaba trabajando y duro.

Eso me trabajaba desde la cabeza a los pies… El horno calentaba!... No te

imaginas lo que he soportado a los estudiantes… ¡Cuando ese mal te atena-

za y te devora, una siente una gran alegría en pegarse a los demás!

– ¡Miserable!

–No seas tonta!... La caries de los huesos comenzaba… ¡Oh! soy ma-

la, pero no se lo deseo a nadie… ¿El mercurio?... Lo tomé a montones!...

¡Demasiado tarde! … Lo que he sufrido!... El cráneo me explotaba en mil

pedazos!... Por la noche, veía y sentía sobre mí una gran rata hambrienta:

chupaba mi sangre, roía mi vientre, bajaba, subía, comía todo, desde el

hígado al corazón!...

–¡Basta!... ¡Basta!...

Me metieron en un coche célular, y me llevaron a Saint-Lazare!... Al

salir de Saint Lazare conocí a un tipo; me pegaba, pues los transeúntes no

querían nada de mí, a causa de mi nariz hinchada… Tenía que llamar:

«Psss!… Psss!...» a ver si alguien picaba en la oscuridad, bajo la farola del

gas… Por lo demás, la enfermedad regresó y ya no valgo ni cuatro reales…

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–¿Dónde vives?

–O en la calle… o en la cárcel de la comisaría… Acabo de cumplir se-

senta días de prisión…

–¿Por robo?

–No… todavía no… por mendicidad, vagabundeo…

–¿Por qué no vas a la residencia de caridad por la noche?

–No me atrevo… con un aspecto como el mío, puedo provocar un

cólico en las bellas damas… Y además, una duerme una noche, dos no-

ches…

–Se dice que las damas pueden conseguir trabajo…

–Ya no sé trabajar…

–¿Ni coser?

–Nunca he sido hábil con la costura… ¿Y tú, Félicie?... ¿Y tu amante,

el sargento mayor de Burdeos?

–Hace tiempo que no sé de él…

Llegaron al bulevar de Clichy. Félicie se detuvo:

–Te dejo…

–¿Félicie?

–¿Qué?...

–Préstame diez centavos… No he almorzado, ayer no he cenado, y es-

ta mañana tengo la cabeza vacía, como si fuese a caerme…

La criada de los Vaussanges le dio tres francos. Mientras Félicie volv-

ía a introducir su portamonedas en el bolsillo, la muchacha examinaba la

cesta de provisiones.

–¿Qué llevas ahí?

–Una langosta…

–¡Comería tu langosta con mucho gusto!...

–¿Viva?...

–Sí… ¿Quieres verlo?...

–No… ¿Qué dirían mis amos?

–Es cierto… Todavía tienes trabajo – observó Ravida con un tono

menos humilde.

–Sí, hija mía, tengo trabajo y me vanaglorio de ello!...

–¿Cocinera?... ¿Dama de compañía?...

–De todo un poco…

–¡Hum!...

–¿Qué?...

–Nada…

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–Has dicho: Hum!...

–Un antiguo catarro! – respondió la muchacha sonriendo con aire ma-

licioso… ¿Y tú vives en el barrio?

–Sí…

–¿Dónde?

–Prefiero no decírtelo…

–¡Ah!...

–Cuando una no está en su casa… Ya entiendes… Venga, adiós Ravi-

da, y que mejore tu suerte!...

–Adiós y gracias!...

Félicie se alejó rápidamente, mientras que la puta completamente es-

tremecida se perdía por el callejón del Eliseo de Bellas Artes. La criada de

los Vaussanges, un poco cegada por la nieve, se giró para escuchar a unos

gamberros que gritaban a su antigua vecina de Burdeos.

Los hombres avanzaban. Ravida emprendió la huida; ellos la siguie-

ron, y, en la tumba de nieve, Félicie los perdió de vista.

–¡Vamos! – suspiró la criada de los Vaussanges al subir la escalera,

tras haber saludado a la Sra. Tareay, – he hecho bien manteniéndome como

sirvienta!...

Théodore, que esa mañana no había ido al ministerio, pronto se rego-

cijó con la presencia de Félicie en la cocina. Caminaba en bata y pantuflas,

cubierto con un gorro griego bordado por su hija; besó a la cocinera en el

cuello y quitando de la cabellera unas estrellas de nieve dispersas, a pesar de

la capucha protectora:

–Mi gatita, has debido pasar mucho frío… Cuando haga un tiempo tan

malo, envía a la portera!... Puedes caer enferma!... Hay un buen fuego en mi

despacho; ven a calentar tus pies… Te dejaremos un gran trozo de langosta;

las señoras y yo nos centraremos en la ternera… Cómprate una docena de

ostras, y puesto que te gusta el vino blanco, sube de la bodega una vieja bo-

tella… Ya sabes… La última de la fila, junto a los aguardientes: esa es la

mejor… Sobre todo no tomes el vino de los invitados!...

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VII

En el cuarto piso de una casa de la calle de las Pirámides, vivía senci-

llamente con su mujer y su hija, el Sr. Auguste Vaussanges, el hermano de

Théodore. Hacía algunos años que ocupaba el puesto de contable en el Ban-

co del Comercio y de la Industria, situado en la plaza del Teatro Francés, –

uno de esos viejos locales que habiendo evitado siempre las especulaciones

temerarias y los beneficios fraudulentos, aprovechaban su prudencia cuan-

do, por todas partes, después del crack, las demás casas se hundían.

Auguste tenía cuarenta años, cuatro años menos que su hermano. Alto,

el cuerpo delgado, el cabello y la barba ya grises, los ojos azules muy dul-

ces, el porte grave, el gesto sobrio, parecía ser el mayor de los Vaussanges;

y Théodore, siempre sonrosado, siempre pimpante, a pesar du su vientre, se

regocijaba, ante sus íntimos, afirmando ese error. El contable no se enfada-

ba, al haber pasado la floración de la juventud y de sus conquistas.

Era un hombre de una inteligencia media y de una honestidad profun-

da. Había entrado en el Banco en calidad de simple oficinista, y con el poco

personal y las escasas vacaciones, debió esperar bastante tiempo antes de

llegar a una situación modesta, sin duda, pero satisfactoria para sus ambi-

ciones. En los momentos más favorables para las empresas boyantes, Au-

guste hubiese encontrado un empleo más lucrativo; no lo había buscado,

considerándose feliz así, temiendo las aventuras, muy estimado por sus je-

fes. Cada mañana, se dirigía a du despacho y se ponía en la mesa ante el

Brouillard, el Diario y el Libro Contable, – sus tres dioses. Tenía una her-

mosa escritura, una comprensión tan completa de la contabilidad, que aca-

baba de publicar un pequeño tratado para el uso de los alumnos de las Es-

cuelas comerciales. En esa obrita se exponían todos sus conocimientos. En

el Instituto de Rouen, – mientras Théodore hacia derecho en París y absorb-

ía los últimos recursos de su familia ya desangrada por las cuatro venas,

como decía el padre Vaussanges, antiguo conductor de los puentes y calza-

das, – Auguste seguía los cursos de francés, – las clases de los tenderos. A

los dieciocho años, al morir su padre y su madre, se había enrolado en el

ejército; alcanzó la graduación de sargento furrier. Théodore, ya malicioso y

preocupado por la existencia, había podido librar haciendo valer una debili-

dad, muy poca cosa, en la pierna izquierda.

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En los días aciagos donde, simple oficinista de Banco, Auguste Vaus-

sanges ocupaba una habitación en el sexto piso, en una vieja casa de la ave-

nida Voltaire. Un día de primavera conoció en el jardín del Palais Royal, a

una joven ni bonita, ni fea. La señorita acababa de trabajar en un jersey de

lana sobre un banco del jardín, y, acabada la música de la guardia imperial,

se iba, pensativa, muy sencilla en su vestido negro y su sombrero de grandes

rosas fresas, – su único adorno. El joven oficinista la siguió, atento; ella no

se volvía. Por fin, Auguste se atrevió y le dirigió la palabra. Fue derecho a

su objetivo; le confesó que durante la música la había observado. Ella le

gustaba mucho; y si no le importaba demasiado, tal vez aceptase cenar con

él. ¡Oh! no sería una cena de lujo, desgraciadamente, visto el estado de la

bolsa, pero una pobre comida, – enrojeció – una comida a veintidós centa-

vos por cabeza!... Bajó la mirada, muy avergonzado, esperando la respuesta;

pero ella había sonreído: él le ofreció el brazo y ambos partieron.

Durante la cena, y sobre todo en la habitación de Auguste, charlaron.

Angéle Ménard, – era el nombre de la joven – era natural de la provincia de

la Nièvre. Sus padres eras unos obreros necesitados con un tropel de hijos;

el padre, ebanista, la madre lavandera. Ella era instruida, le gustaba leer. Las

monjas de Nevers le habían dado una educación de señorita, con la esperan-

za de verla entrar en la orden; pero la pensionista no sentía la vocación.

Había dejado el convento, se había despedido de la familia al no querer ser

una carga, y, llena de esperanza, animosa para el trabajo, había venido a

París; hoy, después de varios fracasos, estaba empleada en una tienda de

costura de la calle de los Halles y vivía en un hotel amueblado cercano al

taller. ¿Virgen? No. Había que vivir. Un hombre, uno solo, la había ayudado

y amado. Murió, llevado por la fiebre tifoidea y ella había sido prudente,

viviendo de su trabajo. ¿Cómo se había decidido a seguir al desconocido?...

Lo ignoraba. No eran las ganas de cenar a veintidós centavos, ni un irresisti-

ble deseo de su carne, sino tal vez a la vez la dulzura inquieta del joven, su

franqueza y el deseo de un rayo de amor en plena batalla de juventud, – un

rayo de amor en la miseria común.

Las prostitutas de todos los tipos no tienen ese desinterés, ni ese orgu-

llo de entregarse sin una rabia de lujuria, sin una esperanza de fortuna o de

protección, a un ser tan pobre, tan enclenque, como lo era en sus principios

Auguste Vaussanges.

Angèle reapareció varias veces en la habitación de la avenida Voltaire,

y se acostumbró a dormir allí, a amar allí, despertándose temprano para co-

rrer a su taller. Al naciente amor había sucedido una pasión más fuerte, una

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estima más segura, una misma necesidad de no dejarse, de vivir la misma

vida. «¿Por qué no vivir juntos?, preguntaba el contable… Tú harías la co-

mida…. Precisamente, me van a dar un aumento…» Angèle dudaba; ella

ganaba dinero; se pagaba sola sus gastos. Auguste insistió; él se enojaba al

verla en medio de esas compañeras viciosas; quería arrancarla de ese medio

malsano.

La Srta. Ménard dejó el hotel, envió su maleta; había metido, entre sus

tres vestidos y su ropa interior, toda su dote: dos pares de sábanas y ocho

cubiertos, – dos platos, una cacerola, un vaso y una sartén, – objetos peque-

ños que se fueron a confundir con otros de igual valor en la habitación del

sexto. El aumento del contable se hizo esperar y la miseria se hizo más

cruel. Auguste se encontró en la imposibilidad de renovar el ajuar de su

amante, y naturalmente, la amante, en andrajos, se quedó en la casa, resig-

nada al rol de sirvienta. No se bebía más que agua; no se comía siempre

carne. Los días pasaron.

Al haber sido cuestionado por su hermano, respecto a su ya antigua re-

lación, mintió. Quería, ante la temible familia, frente a un hogar legítimo,

mantener una situación correcta, y declaró que Angèle Mènard era simple-

mente su criada. Dijo esa mentira injuriosa para la mujer abnegada y poco

honorable por él, sin darse cuenta de la importancia de una declaración que

la pobreza de su vivienda, así como sus débiles recursos, hacía tan inve-

rosímil. Pero el daño estaba hecho. Cuando, por casualidad, Théodore se

dignaba a subir los seis pisos de su hermano menor, trataba a Angéle como

se trata a una verdadera sirvienta; le daba su sombrero, su bastón, le ordena-

ba ir a buscar dos cañas y dos cigarros, le pedía que le cepillase el cuello de

su abrigo salpicado de pelusas; por otro lado, Auguste, acostumbrándose a

esta inmolación de la amante, enviaba a Angéle a llevar sus cartas al bulevar

de Clichy; ese era el servicio más duro.

La Srta. Ménard aceptaba sin rechistar su aislamiento del mundo y los

oprobios de todo tipo, – injurias voluntarias y calculadas por parte del jefe

de negociado, insultos inconscientes por parte del amante, – mientras ella ya

experimentaba los estremecimientos de las futuras madres.

Nació Jeanne. La sirvienta-amante fue a dar a luz en casa de una co-

madrona; y, una vez que la niña crecía, Auguste Vaussanges, ascendido por

fin al puesto de primer contable e instalado en la casa de la calle de las

Pirámides, fue un buen día a anunciar a su hermano que se casaba con

Angéle. Théodore se indignó. ¡Uno no se casaba con la criada!... Auguste

trató en vano de hacer comprender al jefe de negociado que él había oculta-

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do la verdad, que Angéle siempre había sido su amante, mujer fiel… Théo-

dore no quiso escuchar nada y respondió que ni él ni los suyos asistirían a la

boda.

La boda tuvo lugar sin ruido: los dos jefes de la Banca del Comercio y

de las Industria y los dos empleados más antiguos aceptaron con compla-

cencia el rol de testigos. Al regreso de la iglesia, la pequeña Jeanne preguntó

a su padre: «¿Por qué te has casado?» y Auguste respondió simplemente

mirando a su esposa: «Para quererte un poco más, y más cómodamente!»

Ascender al rango de mujer legítima, tras haber sido tratada no como

amante, sino como criada, por los extraños, los proveedores, los parientes, el

propio amante!... ¡Poder abrazar a su hija a la vista de todos!... Angéle expe-

rimentó una gran alegría, un alivio enorme, una segunda liberación; y ella, –

la modesta y muy inteligente chica de provincias, la obrera del taller de cos-

tura, la honesta paseante del Palais-Royal, la criada que había los recados en

delantal, que traía las cartas del bulevar de Clichy, que quitaba las pelusas

del abrigo de Théodore, – se estremecía en una de esas alegrías que un via-

jero aislado, perdido en medio de las tinieblas, experimenta descubriendo el

sol; se estremecía en la suprema y radiante visión de un muerto que, año-

rando la tierra, volviese a vivir, – pues eso fue para ella una verdadera resu-

rrección.

Los dos hermanos ya no se veían. De vez en cuando, Charlotte se di-

rigía a la calle de las Pirámides; a base de astucia femenina, llamando en su

ayuda a su sobrina la Sra. Mercoeur, decidió por fin al jefe de negociado en

que tratase como pariente a su cuñada.

Auguste ofreció entonces una gran cena, una cena de rehabilitación

para la esposa doméstica, – donde asistieron los testigos de la boda y toda la

familia.

¡Esas bodas fueron las bodas de diamante!

En el seno del hogar inmaculado, Angéle temblaba aún con el recuer-

do de su condición primera. No deseaba brillar. Dos seres bastaban a su cul-

to, su hija y su marido; su marido, – el redentor, el orgullo de su pobre exis-

tencia, – al que ella servía siempre, como la más tierna de las esposas y la

más humilde de las sirvientas.

Regresando a su casa, una tarde, a las seis, Auguste Vaussanges dijo

estas palabras:

–Angéle, mi hermano me aflige!...

–¿Qué ocurre? – preguntó la mujer que abandonaba su tarea.

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Auguste se puso a contar los amores de Félicie y de Théodore. Esos

amores los había sospechado, pero no creía que las cosas llegasen a ese ex-

tremo. Mecenas Bagois acababa de ponerlo al corriente, y él se indignaba en

su candor, de que ese hermano, antaño incólume en sus principios, impusie-

se un semejante ejemplo a Valentine y a Léonce, semejante tortura a su es-

posa.

Ya no se podía dudar: Théodore mantenía una concubina bajo su pro-

pio techo; le había dado una habitación, la mejor del apartamento; iba mejor

vestida que sus amas; cocinaba con guantes, no salía los días que hacía frío,

lluvia o aquellos días que nevaba; tenía pequeños detalles con ella. En la

mesa, incluso ante los invitados, Théodore reservaba a Félicie los mejores

trozos, hasta tal punto que el Sr. Bagois había murmurado a oídos de Maze-

rolles: «los Vaussanges son muy divertidos con su cocinera; cuando no es el

uno, es el otro!...» El contable había temblado bajo el insulto; pero por te-

mor al escándalo, y a ruego de Mazerolles, había contenido su violencia ya

que estaba dispuesto a estrangular a Mecenas a la primera alusión inconve-

niente. Bastaba a Auguste reflexionar un poco, y se acordaba perfectamente

del brusco cambio de humor de su hermano desde el día en el que esa Féli-

cie lo había sometido bajo su imperio: Théodore, antes tan serio, ahora no se

atrevía a decir palabra y jamás reprobaba las torpezas ni las impertinencias

de la muchacha.

–Auguste, – dijo Angéle – todas esas historias no son de nuestra in-

cumbencia…

–Théodore es mi hermano, tengo el derecho de hacerle observaciones!

–No las escuchará y os enfadaréis de nuevo!...

–¡Tanto peor!...

–Auguste, – continuó dulcemente la mujer – tu hermano y tu familia

se han mostrado generosos conmigo, y no debemos olvidar…

–¡Ah! – exclamó el marido – imagino que no irás a compararte con

esa buscona que se ha arrastrado por todos los rincones!

–¿Cómo lo sabes?

–¡Se ve… en su mirada canalla!... Y además, las situaciones son muy

distintas; Théodore está casado, es padre de dos hijos… Esa mujer puede

arruinarlo, deshonrarlo y mi deber…

–¡Tu deber, amigo mío, es decir a aquellos que divulgan semejantes

acusaciones que se equivocan o que mienten!... Incluso admitiendo que los

hechos sean ciertos, innegables, tu deber es reflexionar mucho, antes de

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atreverte a decir cualquier cosa capaz de aportar un trastorno en su familia,

revelando a Charlotte su irreparable desgracia…

–¡No tengo la intención de advertir a mi cuñada!

–¡Solo faltaba eso!... ¡Piénsalo bien!...

–Lo pensaré… pero…

–¡Sí, comprendo!... Un deseo de moral y tal vez también de revancha

pasa por tu espíritu… Estás guiado por la amistad fraternal; pero los buenos

sentimientos no bastan siempre para hacer lo que está bien… ¡Auguste, vas

a cometer una estupidez!...

El contable estaba empeñado.

Cierto día, el Sr. Luzard fue a hacer una visita a la Sra. Vaussanges.

La encontró en el salón, al igual que Valentine, y quedó durante tiempo jun-

to a ambas damas, muy simpático con la joven, hablando de viajes lejanos,

de la banalidad de París, del aburrimiento de estar solo.

En el momento en que Félicie le abría la puerta, él había preguntado

de entrada: «¿Está visible la señora?» luego, sin esperar respuesta, con una

sonrisa para ocultar su juego: «¿La señorita está con su madre, verdad?» La

criada había respondido afirmativamente a la última pregunta; observó el

embarazo del visitante, su vacilación al entrar, su incierta actitud, la mirada

sombría, la mano que rizaba nerviosamente los bigotes y la sonrisa tardía

por fin volviendo a sus labios crispados.

Ante la extraña pantomima del hombre, la criada balanceó la cabeza

de un modo significativa; no había olvidado la palidez del mismo rostro, con

motivo de una visita anterior del Sr. Luzard.

–¡Está loco por la señora! – se dijo ella, alegre.

Realmente ella se interesaba por ese gran y amable muchacho, desde

que Valentine se había delatado confesando un capricho por un noble al que

había conocido durante su estancia en la playa en el verano. Félicie no co-

nocía a ese noble y toda su devoción se dirigía hacia Georges Luzard. Le

gustaba Georges Luzard desde todos los puntos de vista; era familiar, buen

muchacho, generoso, el único de los invitados que daba propina, y al menos

cien centavos. Por lo común, él le pedía novedades, pero hoy no lo había

hecho. Lo había encontrado tan divertido con la viuda rabiosa, que, desde la

primera noche en la que le sirvió, experimentó una inocente admiración por

ese hombre encantador. La confesión de la señorita aumentaba esa admira-

ción con una verdadera simpatía, con un ardiente deseo de ser útil. Sin duda,

Félicie hubiese corrido a él si la hubiese llamado; sabía medir las distancias,

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estimando que tal hombre no podía honrar con sus favores a una cualquiera,

– y su llama se apagaba prudentemente.

¡Luzard!... Incluso ese nombre la había impactado, deslumbrado de

una manera sobrecogedora. En patois del Périgord, «un luzard» significa:

¡serpiente! Sí, la serpiente de Adán y Eva, la serpiente de la manzana, la

serpiente enrollada en torno al árbol del Paraíso terrestre, la serpiente que un

retablo de iglesia de Piégut representaba bajo su forma real, la tentación más

depravada de las mujeres. Hoy, Félicie reconocía el fallo de la Iglesia, o del

pintor, o del Buen Dios, y se decía que, para imponer a todo el género

humano la creencia en la seducción de la primera mujer, habría que dar a la

serpiente, no la imagen reposada de una boa constrictor, sino los rasgos em-

brujadores del Sr. Luzard!...

La criada de los Vaussanges no admitía las virtudes hipócritas, ni en

las damas ni en sus parejas, y sus observaciones de infancia y de juventud,

en el campo y en la ciudad, no podían hacer presumir en ella un cambio de

opinión. En el pueblo de Coussieres, las muchachas retozaban con los mo-

zos, por las buenas o las malas, – ella sabía algo de eso; – en Thiviers, se era

prudente; pero en Burdeos, el señor y la señora se engañaban recíprocamen-

te. En París… París es para la provincia, y sobre todo para los pueblos leja-

nos, la ciudad de perdición por excelencia! Allá, nada se sabe de Berlín, ni

de Londres y uno disfruta ensuciando París, se le achaca a París todas las

cosas de Sodoma y Gomorra que se cantan en latín, en las vísperas! Félicie

estaba estupefacta de la calma de su burguesa. ¡La señora no veía nada, no

comprendía nada!... La sirvienta le gustaba más admitir esa hipótesis que

una resistencia que le parecía imposible ante tanto encanto, solo por fideli-

dad a un marido desertor y feo. Ella estaba apenada por esta larga espera,

viendo que la caída de la mujer supondría más seguridad para ella, sobre

todo dinero, siempre el dinero.

Georges Luzard atravesaba la antesala y Félicie lo había precedido,

manteniendo la puerta abierta. Lo vio pasar muy triste con el sombrero cala-

do hasta los ojos; oscilaba bajando las escaleras. Ella suspiró:

–¡Las dos son tontas!... ¡Virgen santa, qué tontas son!... ¡Hará falta

que le eche una mano para meterlo en su cama!...

A las cinco de la tarde, la Sra. Vaussanges y Valentine estaban en su

cuarto de baño. El jefe de negociado sentado en su despacho, simulaba dar

unos paquetes para el correo a Félicie, cuando llamaron a la puerta.

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–Quién diablos es ahora? – preguntó Théodore.

–Es su hermano! – dijo Félicie…

–Hola, Théodore…

–¿De dónde has sacado esa voz?... ¿Estás resfriado?...

–No…

Se estrecharon la mano. El contable cerró misteriosamente la puerta.

–¿Eh?... Como te decía, estás resfriado… ¿tienes miedo de las corrien-

tes de aire?...

–No tengo miedo de las corrientes de aire, sino de los oídos curio-

sos…

–¿A quién te refieres?... A la criada, sin duda… Es la muchacha más

discreta… En fin… Siéntate… ¿Cenas con nosotros?...

–No, gracias, no esta noche… Théodore, esto es por tu bien… por la

amistad fraternal…

–Jamás he dudado de tus buenos sentimientos…

–Me encontrarás tal vez muy atrevido… pero obedezco a un deber…

–¡Caramba!... ¡Vaya exordio!... Vamos, ¿qué vienes a anunciarme?...

¿He sido despedido?... ¿He sido acusado de haber robado cien millones del

ministerio?...

–No se trata de eso…

–¿De qué, entones?...

–Hermano, corren viles rumores sobre ti; se dice que has hecho de tu

criada tu amante…

–¡Se afirma!... Tú sabes lo que es eso: ¿«se»?... Se es uno… Solo es

necesario cambiar una letra delante2, y ya está!... ¡Es suficiente!...

El jefe de negociado se levantó y cruzó los brazos sobre su amplio pe-

cho:

–¿Así que esas tenemos, hermano mío? – dijo con un tono que em-

pleaba el emperador Guillermo, cuando, furioso, el amo de Alemania se

dirigía a su sobrino, el pobre loco, reyezuelo de Baviera – ¿Y por qué te

involucras en esto? ¿Adónde quieres ir a parar?

–A suplicarte, en nombre de nuestra familia, que despidas a tu aman-

te!... Créeme, Théodore, no vaciles… Piensa en tu esposa, en tus hijos, en tu

2 El “se” reflexivo es “on” en francés y el pronombre “uno” es “un”, de ahí el cam-

biar solo una letra. (N. del T.)

Page 87: Criada para todo

87

posición… Tú, que vas a ser condecorado… Se puede saber… habladur-

ías… Charlotte desesperada… La ruina, tal vez…

–¿Has acabado tu monólogo?... ¡Sí! Pues bien, muchacho, voy a res-

ponderte: Tú eres el último de los hombres de los que aceptaría observacio-

nes, si formase parte de mis costumbres recibirlas…

–¿Por qué me dices eso?...Soy tu hermano menor, y te hablo de un

modo respetuoso…

–¿Me preguntas por qué?... Pero, alma ingenua, ¿y tu matrimonio?

Auguste se violentó:

–¡Tú no tienes nada que reprochar a mi esposa!...

–No, pero tengo el derecho de constatar que el moralista arrepentido,

el verdugo de las criadas, ha comenzado por casarse… con su criada!...

–¡Eso es falso!... ¡Angèle no era mi criada!...

–Tú mismo le atribuiste esa calificación… ¿Entonces, mentías?

–¡Sí!

–¡Felicidades!

–Angéle era mi sirvienta, en apariencia solamente, pues era demasiado

pobre para comprarle vestidos… Ella aceptaba su suerte, resignada, valien-

te… No tenía ni las alegrías de la amante, ni el orgullo de la esposa; fue

devota, mártir, y yo reparé mis faltas, todas mis faltas casándome con ella…

¿y tú?..

–¡Ah!... ¿y yo?

–¡Tú cometes un crimen manteniendo a Félicie!...

–¿Un crimen?... ¡Eres un cretino!...

–Puedes insultarme; soy tu hermano y permaneceré tranquilo… Théo-

dore, es por tu mujer, por tu hija y tu hijo que te suplico por última vez que

te rindas a la evidencia, y si la pasión se obceca hasta el punto de no poder

olvidar a tu amante, haz el sacrificio de mantenerla en la ciudad, pero no la

tengas bajo tu techo; no impongas a tu esposa y a tus hijos ese repugnante

espectáculo…

–¡Basta!... ¡Me estás irritando!...

–¿Théo?...

–¡Me irritas!... ¿Has comprendido?...

El contable se retiró lleno de inquietud y tristeza, ante la ineficacia de

su gestión, y por toda respuesta, el jefe de negociado se alzó de hombros,

mientras el hermano menor, con sus grandes ojos azules, le dirigía todavía

una última llamada, un ruego.

Una vez solo, Théodore se desfogó:

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88

–¡Se ha visto nunca semejante animal!... Estoy seguro de que Angéle

lo ha empujado!... Voy a arrojarlos de mi vida a los dos!...

Félicie entró.

–¿Su hermano lo ha apenado, señor? – preguntó ella con voz dulce.

Él tuvo un sobresalto:

–¿Escuchaba usted?

–No… Pero adivino… ¡Está usted muy rojo!... ¿Acaso está enfadado,

dígame?... No me ha tuteado… ¿Así pues, señor, soy demasiado curiosa?...

Perdón…

–No, no… sí – dijo pesadamente – mi hermano ha venido a hacerme

una escena… en relación contigo…

–¿Conmigo?...

–Sin duda enviado por su esposa…

–¡Vaya!... esa morena alta que parece tan reservada… Se tiene razón

cuando se dice que hay que desconfiar de las aguas tranquilas… ¿Entonces

se ha acabado?... ¿Hemos roto? Como decía la actriz del Palais Royal la

noche en la que usted nos dio dos localidades a la Sra. Tareau y a mí, la no-

che en la que regresé a casa, riendo aún, con todo mi corazón, y usted tam-

bién… y después… ¿Se acabó?... ¿La señora va a saber?...

–¡Espero que no!... Que mi hermano no tenga esa cara… Él y su mujer

se las dan de moralizar al mundo!...

–Se ve que en tiempos han debido tener una relación tormentosa.

–¿Él?... No… Pero, ella!...

–¡Ah! ¿la dama ha cobrado?...

–No digo eso!...

–Yo tenía entendido…

La hora de cenar se aproximaba. La criada regresó a su cocina, al lado

del despacho de su amo:

–¡Dodore se ha cortado!... Deberá contarme las historias de su cuña-

da!... ¡Ah! la tiparraca, yo me encargo de ponerla en su sitio!

La sirvienta de los Le Roux no era tonta, aunque pareciese muy del

montón, sobre todo comparada con Félicie. En diversas ocasiones, había

escuchado largas conversaciones entre su amo y otros médicos, en relación

con los estudios del doctor Ambroise, del gran descubrimiento con el que el

joven sabio había entretenido a los huéspedes de los Vaussanges. Con obje-

to de este descubrimiento y de las serias discusiones, a veces tormentosas,

muy correctas siempre, Rosa no conservaba demasiado recuerdo excepto del

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89

nombre banal y raramente pronunciado, por lo demás, de la enfermedad

discutida. Eso bastaba para azuzar la curiosidad de la muchacha. Rosa había

hablado de ello con Félicie. Al principio, la cosa le interesó poco a la criada

de los Vaussanges, pues, mujer prudente y en suma poco aventurera en sus

salidas, la Srta. Chevrier había permanecido al abrigo de todas las infeccio-

nes; pero, el día en el que se encontró a Ravida Brizol, la encantadora mu-

chacha de Burdeos, hoy atacada y corroída por el mal, la perigurdina co-

menzó a preguntar a su compañera, deseosa de saber en que estaba el doc-

tor; ella se acordaba de las últimas palabras del brindis del Sr. Chrétien des

Mazerolles y la emoción que había embargado a todos los hombres cuando

el pequeño Robert se había arrojado en brazos de su hermano.

Una mañana, Rosa vino a anunciar a Félicie que se preparaba en la ca-

sa un acontecimiento extraordinario. Desde hacía tiempo, – decía ella– El

Sr. Ambroise buscaba alguien lo bastante loco para aplicarle la vacuna terri-

ble y establecer públicamente su descubrimiento, y era precisamente el Sr.

Robert, el amigo del Sr. Léonce, el futuro alumno del Borda, el colegial de

Rollin, quién quería prestarse voluntario... Rosa contó la escena de la pasada

noche; ella todavía estaba sobrecogida: el colegial había obtenido la autori-

zación para dormir con su familia, y su cama se encontraba en la misma

habitación de su hermano, contigua a la de Rosa, que, ella también, había

desertado del sexto piso desde el día siguiente a la disputa. Por la noche, la

sirvienta escuchó palabras… El doctor soñaba en voz alta; decía: «– Todo

mi trabajo de diez años está perdido!... ¡Dónde encontrar a un ser bastante

confiado!... ¡La carne humana no se puede pagar!... ¡Necesitaría otro yo

mismo, un creyente!... ¡Ah! ¡si tuviese un hijo!...» De pronto, el Sr. Robert

había encendido la vela; se había levantado, y a medio vestir, se había acer-

cado al doctor; lo despertó con esas palabras que parecían salir de la boca de

un hombre serio y decidido: «¡Dispón de mí, hermano mío!...» Aún medio

dormido, El Sr. Ambroise preguntó como si hubiese continuado su sueño:

«¿Quién es usted?» – «¡Tu hermano!» – «¡Ah!, ¡eres tú, Robert!... ¿Te en-

cuentras mal?» - «No…» – «¿Por qué no estás acostado?» – «Te escuche

soñar…» – «A saber lo que dije, Dios mío!» –«Implorabas un creyente, un

hijo…» – «Entonces… ¿tú sabes?...» – «Yo no sé nada más que esto: soy tu

hermano pequeño que te quiere con todo su corazón… Necesitas alguien

para intentar una experiencia…Soy un creyente; ¡soy tu hijo!... ¡Heme

aquí!...»– «¡No!... ¡no!... ¡Jamás!...» – «¿Hermano?...» – «Eso es imposi-

ble!... ¡No quiero que!... Robert, las cuestiones que me preocupan no las

entenderías con tu edad, debo rechazar sin explicación; te agradezco pero te

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90

rechazo!... » El Sr. Robert insistió durante mucho tiempo, mucho; …. Pero,

nuestro amo declaró que trabajaría aún en su laboratorio, para estar más

seguro, aunque estuviese muy seguro… El Sr. Ambroise esperará las gran-

des vacaciones de agosto a fin de poder hacer un seguimiento del pequeño

durante dos meses…

–¡Rayos! – exclamó Félicie – yo sé por la pobre Ravida el destrozo

que el Sr. Robert va atrapar con la vacuna, y si eso no tiene éxito el valiente

pequeño no hará huesos viejos!... ¡Realmente, si en el mes de agosto estoy

todavía aquí, tendré mucha curiosidad en ver eso!...

–Eso será fácil, – concluyó la sirvienta del doctor; yo acecharé a nues-

tros caballeros y te avisaré… Nos ocultaremos en mi habitación… ¿Y si el

Sr. Ambroise mata a su hermano?... ¡Oh! no… ¡Lo quiere demasiado!...

Page 91: Criada para todo

91

VIII

Una tarde, la criada de los Vaussanges, muy bien vestida, – chaqueta

de paño negro a la siciliana que moldeaba su fina cintura, vestido marrón,

sombrero nuevo con plumas y flores, botines relucientes, cadena de oro bri-

llando en la discreta y coqueta apertura de la blusa, – se decidió a visitar a

sus parientes de la calle Rochechouart. No los había vuelto a ver desde el

día de su entrada en servicio y anhelaba el deseo de mostrarles por su aspec-

to que se pueden hacer buenos negocios en París cuando se es lista.

Félicie caminaba por la acera, y aunque el asfalto y el pavés estuvie-

sen muy secos en esa fría y límpida jornada, ella levantaba ligeramente su

vestido, orgullosa del lujo de sus medias rojas. Sus faldas blancas, extendi-

das como velas a la brisa, habían emitido, al caminar, unos alegres rumores

de roce; pero, en el calor del cuerpo, al movimiento de las piernas, de las

idas y venidas de las manos enguantadas que a veces las aplastaban a lo lar-

go con gestos equívocos, las faldas tuvieron que someter su orgullo.

–Puedo desvanecerme – pensaba la paseante llena de entusiasmo por

su ropa interior – Me pueden desvestir en una farmacia… ¡No tendré ver-

güenza!... ¡No!...

A la entrada de la calle Rochechouart, ante la tienda del tío Barba se

detuvo, sorprendida e inquieta. El puesto del zapatero estaba cerrado. La

sirvienta estuvo a punto de irse, pero percibió a la portera que caminaba

hacia la puerta.

–Señora, –preguntó, –¿ya no viven aquí los Barba?...

No se había atrevido a preguntar: ¿Están muertos?

–Señorita, –dijo la portera, –me parece reconocerla… Es usted quién

ha venido…

–Sí, señora…

–Es usted la sobrina de la Sra. Barba… Sin duda… la gascona del fu-

lar azul… ¿Por qué ya no lleva su fular?... Le sentaba muy bien… ¿Se le ha

roto?...

–Sí, señora

–¿Bien roto?…

Felicia impacientada respondió con una señal de la cabeza.

–¡Ah! señorita,– continuó la portera,– va a encontrar muchos cam-

bios… los Barba no han tenido suerte… Desde hace seis semanas, su tío

está en la cama y me temo lo peor… la Sra. Barba preguntaba por usted;

quería escribirle, pero seguramente usted no había dejado su dirección…

Page 92: Criada para todo

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Félicie Chevrier atravesó el corredor, bajó la escalera llegando a los

primeros trasteros y golpeó en la armadura de hierro de una auténtica puerta

de celda o de prisión.

La tía Barba era una gran mujer de gafas, nariz delgada, dientes lar-

gos, cubierta con un tartán amarillo, tocada de un gorro grosella demasiado

grande y vacilando sobre su cabeza.

–¡Aquí estás, tú! – dijo con acento de reproche mientras observaba a

la bonita visitante de la cabeza a los pies…

–Perdón, tía Fantille, he estado tan ocupada…

E indicando el camastro donde el zapatero parecía dormir con un go-

rro de algodón sobre los ojos:

–¡Yo no sabía!...

Se abrazaron.

Félicie se había acercado a la cama:

–Hola, tío…

Barba quiso hacer un movimiento hacia su sobrina, pero un acceso de

tos lo volvió del lado contario y quedó allí, tosiendo, escupiendo, con los

ojos rojos, los párpados pesados, la lengua colgando, el rostro terroso inva-

dido por una barba grisácea; todo su pobre cuerpo trabajaba, temblaba, cruj-

ía en un espantoso dolor, y eran tanto los «!haus!» para dar un poco de jue-

go a los pulmones, como el «!gniaf!» de los hombres en su estado – y

siempre una horrible pena, un desgarramiento interior, quejidos, crisis, sofo-

cos, estertores, todas las atrocidades, todos los espantos de los que la eterna

creación a veces somete a sus miserables criaturas mientras terminan su

evolución terrestre.

–¿Tío Bertrand?...

Félicie no insistió, temiendo provocar otro acceso de tos. A la invita-

ción de su tía, había tomado asiento junto a la estufa, sobre un sofá cubierto

de una tela verde comida por las polillas. De pie ante su sobrina, la Sra.

Barba esperaba para hablar, pues el hombre ya se revolvía con un nuevo

ataque, más terrible aún que el anterior.

La habitación era simplemente un antiguo trastero contiguo a otros: de

muros encalados, entre imágenes de santos y grabados profanos, colgaban

algunos harapos; sobre una plancha, cerca de la ventana, al lado del respira-

dero del patio inmundo, una serie de viejos calzados, unas formas, una hor-

ma, un rollo de cuero mohoso; en un rincón, la pequeña mesa de trabajo que

se acababa de retirar del local alquilado a un vendedor de castañas; luego,

aquí y allá, un armario encima de un aparador cojo con los hierros desmon-

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93

tados, algunas sillas de paja; sobre el suelo pedregoso, el colchón donde la

tía se acostaba vestida, durante la noche.

–¿Quieres beber, Bertrand? – preguntó la vieja Fantille.

El hombre descansaba al fin. Entonces las dos mujeres charlaron sua-

vemente:

–¡Fíjate a lo que uno se reduce en dos semanas! – gemía la Sra. Barba.

Estábamos más o menos bien, tanto como Bertrand se mataba a trabajar; sin

duda, temblábamos ante el futuro… ¡ciento cuarenta francos de ahorros, a

nuestra edad, no más!... ¡Casi todo se ha gastado en médico, farmacéutico,

el diablo y su tren!...

Félicie acababa de sacar de su portamonedas dos monedas de oro, cua-

renta francos que puso en las manos de su pariente:

–No se ha acabado, tía Fantille… No temas… Me he equivocado al

tardar tanto tiempo… ¿Por qué no me has avisado?

–Félie, había olvidado tu dirección… Nos la habías dicho tan rápido, y

además no te creía en tan buena posición… Gracias, hija mía… ¿Estás a

gusto con tus patrones?...

–Muy a gusto…

–¿Y cómo están los nuestros?... ¿Tu padre, tu madre, la casa, los pe-

queños?

–Están bien… Les he enviado algo…

–¿Ganas pues… oro?

–¿Oro?... No… Bastante dinero para cuidarte y siempre con gusto…

–¿Y sin perderte?

–Sí…

Tras haber abierto un poco la ventana de un respiradero para que en-

trase algo de día en la habitación, la Barba se plantó ante su sobrina:

–¿Tu mano, Félie?... ¿La izquierda?... ¡Quita el guante!...

La criada de los Vaussanges se levantó y ofreció su mano desnuda:

–¿Sabes leer las manos, tía?

–Un poco… He practicado tiempo en la calle Coq-Heron… para dis-

traerme, entre las horas de trabajo… ¿La línea de la vida?... ¡Perfecta!...

–¿Moriré vieja?

–Pasarás los ochenta años…

–¿Rica?

–¡Millonaria!...

–¿No bromees?

–¡Te lo juro!... Hay duelos y sangre…

Page 94: Criada para todo

94

–¿Dónde?

–A tu alrededor… Pero lo superas… ¡Triunfas!.... ¡Sublime!... ¡No es

sorprendente con semejante monte de Venus!...

–¿Qué monte de Venus?

–El tuyo, hija mía, el más bello, el más desarrollado que he visto nun-

ca!...

La tía Fantille dejó caer la mano de su sobrina:

–¡Ponte bien derecha, querida, que te admire!... ¡Cómo has embelleci-

do!... Tú ya eras bonita, pero el aire de París te ha soplado… Este cerdo de

Paris, que toma a las jóvenes, las endulza, las refina!...¡Qué tipo!... ¡Qué

gracia!...

Se bajó para levantar el vestido de la joven, y mientras Félicie se de-

fendía un poco riendo, a la vez avergonzada y halagada por esa revisión de

la experta parienta:

–¡Oh, la Félie!... Bella embaucadora, estás hecha con un torno, y qué

pantorrillas!... ¡Y qué muslos!... ¡Y qué figura!... ¡Eso no es como lo mío,

mira!...

De un solo golpe, la Barba se quitó su gorro grosella y la diadema ne-

gra; apareció el cráneo limpio con un tono amarillento de paté mohoso.

La criada de los Vaussanges retrocedió un paso ante la horrible cabe-

za:

–¡Tía!... ¡Usted que tenía tan hermosos cabellos blancos!...

–¡Vendidos!...

–¿Vendidos?...

–Sí… hace dos días… al peluquero de enfrente… al Sr. Victor…

–¿Y por qué?

–¡Para comer!... ¡Para comprar jarabes de quinina, vesicatorios y tam-

bién la carne a mi marido!... ¡Ah! ¡esto no ha acabado!... Desde hace tiem-

po, el Sr. Victor le echaba el ojo a mis cabellos… La otra mañana pasaba

cerca de su peluquería; regresaba de casa del farmacéutico; estaba sin un

centavo para entrar en la carnicería, y tenía lágrimas sobre la nariz… El Sr.

Victor, que fumaba un cigarrillo ante su puerta, me detuvo: – «Buenos día,

Sra. Barba…» – «Buenos días, Señor Victor…» – «¿Malos asuntos, eh?» –

«No… no » – «¿Si le ofreciese dos monedas de cien centavos por algo, le

iría bien?» –«¿Por lo que me daría dos monedas de cien centavos?» –«Por

sus cabellos…» – «¿Por mi vieja peluca?» – «Sí, ¡entre para ver!...» Entré.

El Sr. Victor hizo saltar mi gorro: – «¿Quiere?» – «No… ¡quince!...» –

«Muy bien, ¡sean quince francos!...» Pasamos a un pequeño despacho cer-

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cano al salón y el Sr. Victor me sentó sobre un sillón, tomó sus grandes tije-

ras: «¡Zig-zag!... ¡zig-zag!... ¡zig-zag!...» Me daba un poco de escalofrío en

el cuerpo y soñaba con mujeres criminales en la guillotina, aunque ya no se

ejecuten las mujeres… Me vino esta idea: ¿Qué he hecho, Jesús, para que

me rape?... Pero me rapaba a la fuerza, además… las tres monedas de cien

brillaban sobre el mármol, completamente nuevas… «¡Zig-zag!... ¡zig-

zag!... ¡zig-zag!...» – «¿Sra. Barba?...» – «¿Sr. Victor?...»– «Vamos a dejar

dos mechones a los lados… ¡Si quiero todo, dos francos más!...» – «¿Dieci-

siete, entonces?»... – «¡Diecisiete!» – «¡Rape!... ¡Quite!...» Y ¡zig-zag!...

¡zig-zag!... ¡zig-zag!... Y así fue…

–¡Pobre tía!...

–¡No me compadezcas!... De nada me servían ya mis viejas greñas

blancas… No es como si se hubiesen rapado tus ricitos negros… Tú debes

tenerlos… ¡estás en la edad!... ¡A los galantes les gustan las bellas cabelle-

ras!... Besan los mechones; se embriagan…

Después de haberse puesto el gorro de nuevo, la Sra. Barba contó su

vida, su honrada y laboriosa juventud en el pueblo de Coussières, su matri-

monio con Bertrand, zapatero en Piégut, su loca idea de partir para la ciu-

dad, la llegada a París, la primera instalación, en la calle Coq-Heron, el na-

cimiento de su hija Clarisse, todo fueron alegrías, gracias al trabajo. ¡Ah!

¡cómo se curraba firme toda la semana, para irse, el domingo, con la peque-

ña, a Chatou, a comer sobre la hierba y regresar los tres, cargados de lilas y

ramos de verdor!... Pero ¡catapum!… ¡Clarisse enferma, durante tres años!...

Clarisse muerta a los dieciséis años… Del entierro al trabajo, a pesar de las

ganas de llorar y de morir... ¡Fue un rudo golpe!...

La tienda de la calle Coq-Héron cerrada, los muebles vendidos, el ar-

tesano, el fabricante de elegantes botines para damas, tratado como un pro-

vinciano demasiado viejo, mendigando trabajo, no encontrándolo, resignado

por fin al triste estado de zapatero remendón en el taller de la calle Roche-

chouart... Allí, después de veinte años, ambos robustos contra la vejez y el

infortunio, conseguían su pan, levantándose al alba, haciendo dos trabajos, –

y todo eso para ganar, cada día, como máximo, el hombre sus tres francos y

la mujer veinticinco centavos... ¡Quedaban tiesos, después de haber saldado

el alquiler, los vestidos, la comida!... Y luego, Bertrand enfermo, la ruina

hoy, y mañana la muerte... ¡La cesta sin una flor!...

–¡Ah!... exclamó con los ojos llenos de lágrimas, arrancando otra vez

su gorro de la cabeza.

Page 96: Criada para todo

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Y, de pie, en una actitud de espectro vengador, indicando al moribun-

do con sus dedos huesudos, mientras Barba se hundía, desgarrado, aniquila-

do por las espantosas sacudidas de un nuevo acceso de tos:

–¡Mira Félie, he aquí una buena conducta y su recompensa!... Este

hombre no es en absoluto un borrachín, ni un libertino, ni un facineroso, y

sin embargo muere condenado!... ¡Helo ahí en el infierno!... ¡Su pecho es

puro fuego!... ¿Dónde está la justicia?... ¿Dónde está la caridad?... ¿Dónde

está la fraternidad?... ¿Dónde está Dios?... un hombre bravo… ¡un viejo

obrero!... ¡Tose, escupe, llora, sangra tu sangre!... Antaño, cuando yo aún no

estaba demasiado marchita, hubiese podido venderme, ahorrar dinero…

Unos caballeros me echaban el ojo… No… Eso no me iba… Permanecí

decente!... Y cuando se lleven a mi pobre viejo y duerma allá, en Saint-

Ouen, en la fosa común, quedaré completamente sola, bajo la lluvia, al frío,

con los bolsillos vacíos, ¡más infeliz que una perra!... ¡Ah! mi Félie, los

amos de hoy se parecen a los amos de antes; han prometido, prometen au-

mentar los salarios, crear fondos de retiro, refugios para los minusválidos.

¡Y jamás, jamás se ve llegar nada!... ¡No creo a todos esos charlatanes!...

Republicanos de todos los matices, realistas y bonapartistas, todos esos vi-

vidores son iguales… ¡Es el mundo que está envenenado y podrido!... Y si

nuestra Clarisse no hubiese muerto en la flor de la vida, yo, su madre, hon-

rada, ahorradora y valiente toda mi vida, lloraría y le diría: «¡Hija mía, el

destino es muy duro para los pobres; si estás sola en el mundo y eres mise-

rable, a pesar de un trabajo contumaz, arrójate al agua!... Pero si tienes un

viejo padre o un marido inválido que cuidar, hijos que alimentar y tu belleza

puede salvarlos, ¡oh! no esperes a la espantosa vejez, no esperes a que el

peluquero te ofrezca diecisiete francos por tus canas. Pide perdón a Dios y

haz la calle…

En ese cuchitril, tumba de vivos, la Barba se engrandecía y Félicie se

sentía admirada por ese desencadenamiento de revuelta y de odio social. Se

estremecía ante las blasfemias, el furioso sermón, las angustias que desbor-

daban de ese pecho de mujer en torrentes de lava ardiente, con el cráneo

rapado y los ojos rojos.

Félicie prometió a su tía regresar a verla al día siguiente, todos los día

si podía, y le juró que si la desgracia llegaba, ella no la dejaría sola.

–Me las arreglaré – dijo la sobrina – para que puedas vivir con mis

amos…

–No seré exigente; ignoro tu posición; no te lo he preguntado, pero

que sepas que me tendrías allí, a toda prueba…

Page 97: Criada para todo

97

–Tía Fantille, estoy segura de ello…

–Pero no abandonaré a mi pobre viejo.

Dejando el subsuelo malsano, la criada de los Vaussanges se apresuró

a ir a respirar a la calle. Y, enseguida, la asaltó la curiosidad por ver la tien-

da del famoso Victor, el peluquero de su tía.

Entró, hizo una reverencia, y con tono un poco guasón:

–Me han dicho, señor, que usted compra cabellos…

–Así es, señora… señorita… se…

–¡No importa!... ¿Cuál es el precio de mi cabellera?...

–¿Usted quiere vender?

–Sí…

–Tendría que quitarse el sombrero…

–¡De acuerdo!...

El peluquero, un joven moreno, pelo rizo, con bigotes crecientes, el

peine en los cabellos, se acercó a la mujer y encontrándola bonita:

–¡Señorita, es una pena!...

–¿El precio, señor?

–¡Ocho francos!

–¿Cómo?

–He dicho ocho francos…

–¿Y usted ha pagado diecisiete francos por los cabellos de la Sra. Bar-

ba?...

–¡Era blanca, señorita!...

–Entonces los cabellos blancos…

–Son más escasos que los negros y por consiguiente…

–Se pagan más caro…

–¡Exactamente!…

–La pensaré, señor…

–¿Señorita?...

–¿Señor?...

–¡Usted tiene una cabellera soberbia!... ¡Admirable!...

–¿Por ocho francos?... ¡Lo sé! – respondió la sirvienta con ironía.

–¿Quiere permitirme peinarla a mi gusto? Nadie viene nunca a esta

hora y tendría todo el tiempo…

–¡Ya estoy peinada!...

–Se podría hacer mejor… ¡a eso le falta estilo!... Los bucles de la fren-

te están demasiado dispersos, y además, está usted llena de polvo…

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Félicie se inclinó hacia el espejo y vio en efecto su cabeza sembrada

de algunas partículas de polvo, escapadas sin duda del techo salitroso de los

Barba.

–Tenemos un salón para damas,– continuó Victor – Dese ese gusto…

Entraron en la pequeña estancia donde, dos días antes, la vieja Fantille

se había sentado.

Sobre una mesa de mármol, entre dos manteles, había largas mechas

blancas atadas entre ellas con hilos de seda negra.

Mientras el peluquero ayudaba a Félicie a desprenderse de su abrigo y

le ponía un batín, la criada de los Vaussanges preguntó riendo:

–¿Esos son los cabellos de la Sra. Barba?

–Sí, señorita, – respondió Victor, que hacía descender un gran peine

de tres dientes por los cabellos de su nueva clienta… ¿Conoce a esa pobre

vieja?... Una mujer con coraje, y su marido un buen hombre… ¡Mala suer-

te!...

Victor mojaba a lo largo los rizos rebeldes con una brocha perfumada

de agua de Portugal, y entraba a manos llenas en todas los matas espesas,

levantándolas, extendiéndolas sobre sus brazos, aclarándolas, lustrándolas,

como un verdadero artista. La criada extendía sus piernas sobre el soporte

en puente; cerraba a medias los ojos, con las manos descansado sobre sus

rodillas en la cierre del batín, y experimentaba un bienestar, una voluptuosi-

dad con ese cosquilleo del joven hombre, un orgullo al verse ella, la sirvien-

ta, servida por primera vez.

Los cabellos se extendían sobre los hombros de la joven: se hubiese

dicho una colada de tinta, una colada luminosa con reflejos de un azul oscu-

ro.

–¡Por supuesto que no los cortaré! – declaró Victor, con la mirada in-

flamada… ¡Sería un crimen!...

–¿Señor?

–¡Sí, señorita, un crimen abominable!…

–¿Se niega usted a raparme?

–¡Absolutamente!… Usted podrá ir a buscar a otro de mis colegas…

Yo no lo haré… Y si me atreviese… si no temiese…

–¡Usted está convencido de que valen más de ocho francos!

–¡A cualquier otra dama, le ofrecería quince en el presente!...

–¡Diecisiete!

–¡Incluso diecisiete!... Pero a usted…

–¿A mí?

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–Preferiría prestarle el dinero…

–¿En serio?...

–¡Palabra de honor!

–¡Usted se burla, señor! Usted no sabe quién soy...

–¡Qué importa!...

–Tal vez me tome por una dama… ¿y si no fuese más que una sirvien-

ta?...

–¿Una sirvienta?... ¡Usted no tiene aspecto de sirvienta, señorita!...

–Pero sin embargo…

–¡Aún así!...

El peluquero había trazado dos rayas, una desde la nuca a la frente, la

otra transversal, de la nuca a las orejas, dividía para reinar como emperador

sobre las negras frondosidades.

–¿En serio que le gusta trabajar así?... Baje la cabeza, se lo ruego, a la

derecha… Bien… ¡Gracias!... ¿No le hecho daño, verdad?...

–No, señor…

–Un poco de aceite… Las pomadas son demasiado grasientas… ¡No

utilice nunca pomadas, señorita!...

Victor se apresuraba, sin mezclar los perfumes, abriendo frascos de

baño, como si estuviese peinando a la más generosa de sus clientas. Hacía

una obra de arte, y su entusiasmo, catalizado por el esplendor de la cabelle-

ra, crecía ante el rostro que el espejo le devolvía con una luz muy suave.

Estaba sorprendido de que una muchacha tan bien formada hubiese venido a

ofrecer la venta de sus cabellos; la señorita no había respondido a su oferta

de dinero; Olía un misterio y deseó saber de nuevo, según las costumbre de

los hombres de su profesión.

Félicie sacó su reloj de su blusa para ver si la hora indicada coincidía

con la del reloj vecino, y a la vista del reloj y la cadena de oro que la mujer

balanceaba orgullosamente entre sus dedos, el joven se decidió a hablar:

–Creo, señorita – dijo con una sonrisa – que usted ha querido ponerme

a prueba…

–¿Cómo es eso?

–Cuando alguien se viste como usted lo está y se es tan bonita, una no

vende sus cabellos...

Y frotándose contra ella, a derecha, voluptuosamente, bajo el pretexto

de reducir un rizo caprichoso, y en realidad para sentir mejor el calor de su

cuerpo, dijo:

Page 100: Criada para todo

100

–Mire usted, señorita, el cabello es el principal ornamento de la mujer,

y las pobres damas se deshacen de todo antes de vender sus cabellos... Se

dice: ¡los dientes!... Sin duda, los dientes tienen su utilidad y su gracia, pero

una mujer puede cerrar la boca o en caso de necesidad, podría hablar por

señas, y hay hombres que no detestarían eso!... ¡Pero el cabello!... ¡Oh! ¡el

cabello!... Todo está ahí!... Y con usted, señorita, seré franco, ¡la peluca más

admirable no sustituye nunca el precioso don de la naturaleza!... ¡Una mujer

calva o rapada es un monstruo!... Pase todavía para las ancianas, para la Sra.

Barba, por ejemplo, pero para una juventud gentil… ¡El peluquero que

aceptase su sacrificio, que dudara en conservar su belleza, su atributo más

encantador, ese peluquero no sería un hombre, sino un verdugo, un ser igno-

rante, sin entrañas, un sacrílego, un profanador!...

–¡Me halaga, señor!... Eso no me disgusta… Habla tan bien, y además

parece un buen muchacho… Y no tonto, a fe mía...

–¡Se hace lo que se puede, señorita!.. Así pues, usted no quiere ven-

der… ¿Era para reír?

–¡Era para reír!...

–¡Ah! ¡Tanto mejor!...

Mientras se dedicaba a su tarea, el peluquero animado contó su histo-

ria. Se llamaba Hériot, pero en el barrio no se le conocía más que por su

nombre de pila: Victor. Tenía veintiocho años, era natural de Marsella, eso

se entendía fácilmente. Había hecho un serio aprendizaje en las grandes ciu-

dades del midi y del sudoeste de Francia; Marsella, Toulouse, Burdeos,

Périgueux, Limoges, Desde hacía tres años, vegetaba en ese local de la calle

Rochechouart. El barrio no valía nada para su estado: soñaba con un gran-

dioso establecimiento en el centro de la ciudad… ¿Los medios?... Ya vería

más adelante, si se casaba…

–Mientras tanto, – continuó – permanezco aquí completamente solo,

y me hago yo mismo mi comida… Me gusta la lectura, aprendo hermosas

frases en los libros; me gusta bastante charlar...

Félicie lo escuchaba sin decir nada, absorbida por una idea; ella le es-

taba agradecida por su oferta de dinero y por su confianza y el apuesto char-

latán comenzaba a encantarla.

Con un gesto de la mano izquierda, el índice deslizándose bajo el pul-

gar, Victor suspiraba:

–¡Me parece que lo conseguiría si tuviese de esto!... Soy un muchacho

muy sencillo, no demasiado juerguista y me gusta mi oficio!... Así, por esa

peluca de la Sra. Barba, ¿cree usted que no es una pena dejar casi todo el

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101

beneficio a un colega?... Yo no tengo bastantes relaciones en el mundo

chic… Si las tuviese, tendría obreros especializados… Hay que vender

bien… Los cabellos me sobrarían.. Por lo demás, he comprado bajo orden…

Hablaron patois, comprendiéndose más o menos, a pesar de las dife-

rencias de los dialectos, encontrando palabras semejantes.

La criada de los Vaussanges confesó su situación, toda su situación al

joven, haciendo sonar muy fuerte sus ahorros. De confidencia en confiden-

cia, acabó por declarar que venía de ver a la Sra. Barba, su tía. Había perdi-

do de vista a la vieja pariente; y no sabía que era tan desdichada; estaba dis-

puesta a ayudarla…

Félicie de ordinario reservada y prudente, se asombraba de contar tan-

to a ese desconocido; ¿pero acaso no le había confiando en primer lugar él

todas sus esperanzas?... Por lo demás, ella estaba deseosa de volver a verlo,

de conocerlo mejor; una mentira la hubiese molestado, pudiéndole contar la

portera, un día u otro, al peluquero sus visitas a los Barba.

–¿Cuánto cobraría usted para devolver los cabellos de la Sra. Baba?

–Diecisiete francos, el precio que he pagado… si todavía me pertene-

ciesen…

–¿Ya los ha vendido?

–Los había comprado para un colega de la calle de Varennes… La pe-

luca está destinada a una vieja duquesa… Yo no gano nada… ¿Diecisiete

francos?... La he vendido por treinta… la clienta pagará por la peluca al me-

nos quinientos francos…

–¡Caramba!...

–¡Los cabellos blancos no tienen precio!... Yo habría podido esperar,

ver, buscar beneficio por otra parte!.. Bah!... pero por otro lado todo el tra-

bajo incumbe al colega de la calle de Varennes: yo simplemente entrego los

mechones…

–¿Qué costaría un peluca… ordinaria?

–¿Para la Sra. Barba, por ejemplo?

–¡Sí… pues usted la ha rapado!...

–¡A fondo!... Estaba en el mercado… Pues bien, con veinte o veinti-

cinco francos… pero no en pelo blanco.

–¡Eso la rejuvenecerá, pobre tía!... Yo se la encargaría, señor Victor…

–¡A sus órdenes, señorita!

–¿Por qué no fabrica usted mismo las pelucas?

–Señorita, desconozco el manejo del implantador…

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–¿El implantador?...

–El instrumento que hay que utilizar fijar los cabellos en la gasa…

¡Señorita, mírese peinada al estilo español!... Gorro frigio, última nove-

dad… ¿Lo encuentra bien así?

–Sí, señor…

–¿Un toque de vaporizador, si usted quiere, señorita?...

Ella ondulaba la cabeza, alegre, para recibir el rocío de oro del perfu-

me.

–¿Cuánto le debo, señor?

–Victor se inclinó:

–¡Soy yo quién le debo, señorita, el honor y el placer de haberla servi-

do, como artista!...

Durante varios días, al salir de la casa de los Barba, a la que llevaba

botellas de vino viejo regaladas por la Sra. Vaussanges, la criada iba a salu-

dar brevemente a su amigo Victor. A veces incluso, pedía ser peinada; el

joven rechazaba su dinero; ella dejaba siempre al menos un franco sobre la

mesa, deseosa de conservar su independencia.

La muchacha observaba al joven, lo registraba con su espíritu escruta-

dor, y a pesar de la charlatanería meridional y las grandes frases: «¡Soy

fuerte!... ¡Mas fuerte que los demás!... » Félicie llegó a convencerse de que

Victor Heriot era un muchacho muy activo, muy recto, muy dulce y fácil de

llevar.

–¡Sería divertido, –pensaba,– casarme con el hombre que ha rapado a

mi tía!...

Una noche, fueron juntos a la Escala, cenaron en una cervecería, y al

regreso, la criada de los Vaussanges se entregó en la trastienda de la calle

Rochechouart. Se había abandonado, no como una cualquiera, sino como

una amante largo tiempo esperado, como una futura esposa siempre respeta-

da, guardando por el amante un prestigio y una autoridad del que este no

podía defenderse.

Tras esta escapada, Félicie muy cansada, con las ropas arrugadas, re-

gresó a la casa. Eran las dos de la madrugada. La criada atravesaba el vestí-

bulo para dirigirse a su habitación; la puerta del despacho del Sr. Vaussan-

ges se abrió, y el amo, de pie, con los ojos inflamados, rojo de cólera, pre-

guntó:

–¿De dónde vienes?

Se había adelantado y la había tomado brutalmente de la muñeca.

Page 103: Criada para todo

103

–¿De dónde vienes tú?… Quiero que me digas de dónde vienes…

–¡Me hace daño!...

–Tu tienen un maromo, ¿verdad?... algún crápula. ¡Ah, te ha dejado

en un bonito estado!...

–¡Déjeme!... ¡Me está haciendo daño!...

Pero él la estrechaba más fuerte:

–¿Te ha dado un revolcón ese tipo?... ¿Al menos te ha sobado?...

¿Adónde te ha llevado?.. ¿Bajo alguna puerta cochera?... ¿No había agentes

para detenerte?... ¿Te has entregado?

–Quiere dejarme, ¿sí o no?

–¡No!...

–¡Una vez… Dos veces… Tres veces…

–No!

Dos vigorosas bofetadas impactaron en el rosto de Théodore.

El jefe de negociado se desequilibró. Llevó sus manos al rostro y dijo

con voz ronca:

¡Estas despedida!... ¡Mañana partirás!...

–¡Enseguida!... Voy a hacer la maleta…

Félicie había entrado en su habitación y el Sr. Vaussanges, acodado en

su despacho, pensaba.

–¡Ah! soy un miserable – gimió, levantándose… ¡Esta muchacha me

arruina, me desprecia, me golpea y me embruja!...

Luego, habiéndose aproximado a la habitación de su esposa, prestó

oídos a su alrededor. Muy tranquilo ya, pues no había podido ver una blanca

silueta inmóvil y oculta por una vasta portezuela, Théodore se decidió a

reunirse con su criada. En el furor de la carne, bajo el golpe del deseo, tenía

necesidad de ella y ya no tenía en cuenta las humillaciones!...

A las primeras palabras de su marido interrogando a la criada, la Sra.

Vaussanges se había levantado, y, descalza, en enaguas, acababa de escu-

char toda la escena del vestíbulo. Había temblado, llorado de rabia y de ver-

güenza; al ruido de las bofetadas se quedó allí, hundida entre la cortina, re-

teniendo su aliento, mientras el merodeador la creía dormida. Con los ojos

fijos, completamente lívida, se había arrastrado hacia la puerta cerrada de la

sirvienta.

Escuchó estas palabras, ahogando un sofocante dolor, unas ganas de

gritar, de estallar en sollozos, de despertar a Valentine y de huir con ella, no

importa adónde, bien lejos, en la noche profunda:

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«–¿Por qué no responderme de inmediato que regresabas de velar a tu

pobre tío Barba?

«–¡Usted no me ha dado tiempo de explicarme!...

« – Me he equivocado, gatita mía… ¡Vamos, bésame para olvidar tus

bofetadas!... ¡Qué mano!... ¡Brrr!... No he visto más que treinta y seis estre-

llas y creo que eso hincha!... ¿Al menos tú no te has hecho daño en la mano?

«– ¡Usted se burla!...

«– ¡No!... ¿Sabes?… mañana tendré algo para ti, ¡unos buenos lui-

ses!... ¡Estoy celoso, porque te amo!... Si no te adorase, ¿acaso te hubiera

esperado hasta las dos de la mañana?... ¿Un besito?...

Y habiendo recibido el beso:

–Como decía el otro en verso: tu boca tiene el olor de los bombones

de navidad, con un toque de especia picante!... ¿Eh!... ¿Eso te halaga, Lili?...

Se rió como buen burgués, con un gruñido de satisfacción, unos: «

¡heu!... ¡heu!... ¡heu!... ¡heu!... ¡heu!...» una canción pectoral en cascada.

Charlotte, amortiguando todos sus pasos, regresó a su habitación: a lo

largo de sus mejillas corrían unas lágrimas frías, – lagrimas de muerte.

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105

IX

A la mañana siguiente, el Sr. Vaussanges, que se dirigía a su ministe-

rio, quiso dar unos buenos días familiares a su esposa. Afirmaba que se hab-

ía acostado a las cuatro, después de una dura tarea, un auténtico galimatías

de cifras, una orgía burocrática; Charlotte giró la cabeza para no verle, para

no escucharle, y, él, imaginándose que deseaba seguir descansando, se alejó.

La Sra. Vaussanges no había dormido. Había pasado las horas sumida

en penosas reflexiones, en un dédalo de voluntades contradictorias. La dama

volvía a ver su vida, ¡veinte años de fidelidad!... Veinte años de sacrificio,

pues muchas veces había debido sustraerse a sus sueños de rubia del Norte,

un poco novelesca, refrenar sus instintivas repulsiones!... Cuando Charlotte

se convirtió en la Sra. Vaussanges, Théodore tenía la lozanía de la juventud;

pero no era guapo; ¡no era necesario!... Ella amaba esa cara de mayordomo;

había soportado los caprichos del hombre, su carácter ambivalente, el orgu-

llo desmesurado del hombre que, – según la expresión de los conserjes – era

algo en los légamos del Estado; ella justificaba al funcionario arrogante a

causa de la aparente bonhomía del burgués, de la ternura del esposa y del

padre.

Y el marido que acababa de sorprender con la sirvienta se le aparecía

de súbito, no en medio de las dulces sombras de las que una afectuosa in-

dulgencia rodea y acaricia a los queridos ausentes, sino bajo la luz deslum-

brante y brutal de la realidad. En esos momentos, la mujer parecía encontrar

al hombre, en un giro del camino, por vez primera; lo miraba como se mira

a un extraño que os ha hecho daño y que no puede darse cuenta de vuestro

atento examen. Ella lo detallaba. En el rostro redondo y colorado, – pálido

como el de esos comediantes humorísticos, como el de los sacerdotes igno-

rantes de los goces del amor o culpables, – Charlotte entreveía algo odioso.

Había algo del cerdo en esas carnes rojas y grasientas, del cerdo en esos

ojillos mordaces, del cerdo en los labios adiposos y golosos, espantosos bel-

fos, del cerdo hasta en la risa ostentosa y temblorosa: los « ¡heu!... ¡heu!...

¡heu!... ¡heu!... ¡heu!...» que la noche pasada sonaban y amontonaban en el

fondo de la garganta como gruñidos de establo, agradecimiento y alborozo

de animales cebados.

Le producía un auténtico horror, y el odio exasperaba su pena. Un fu-

rioso deseo de vengarse, lo imaginó como un verdadero cerdo de carnaval,

completamente desnudo, rebosante de grasa, sangrante y colgado en el es-

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caparate de una carnicería. No se le había matado completamente, y profería

aún su gruñidos, como en la habitación de la criada: ¡heu!... ¡heu!... ¡heu!...

¡heu!... ¡heu!...

¡Experimentaba un goce feroz en deshonrar, en mancillar al hombre

que, a sus ojos, se había deshonrado y mancillado para siempre!

Entonces, desfilaron las escenas de la vida conyugal, los menores de-

talles íntimos, las pequeñas miserias humanas y los atroces dejarse de los

que las mujeres sufren y ocultan: el descaro de alcoba, el marido sorprendi-

do en una necesidad, una debilidad de estómago u otra cosa y aliviándose en

presencia de la esposa, el ser ya viejo y no enfermo divirtiéndose apestando

la habitación… El muy cerdo encontraba eso muy divertido… «Por favor,

¿Théodore? … Vamos, ¿Théodore?...» Y él, desarmándola con su gruesa

risa de animal!... Ella perdonaba, siempre perdonaba, y eso no había sido

más que toda una larga serie de insultos y de perdones en el transcurso del

matrimonio, desde la noche de bodas donde el normando apresurado y pato-

so la violentó demasiado aprisa hasta el momento en el que el marido mani-

festó querer dormir solo.

La esposa traicionada lamentaba sus veinte años de honor; recibía to-

das las humillaciones de un solo golpe, y la avalancha era tan formidable

que la víctima estaba fulminada. El la había engañado con la sirvienta; le

había impuesto el afecto por esa muchacha indigna a base de hipocresías. El

adulterio bajo su propio techo, sin temor a la inocencia de los hijos, el

desdén del marido, su degradación no por una rival, sino por una criada, –

este matiz le parecía más espantoso, más inmundo y menos justificable que

el crimen cometido en otra parte, y triunfando no importa donde, más alto e

incluso más bajo, si hubiese sido posible.

Charlotte había tomado una decisión. Al día siguiente, en ausencia del

Sr. Vaussanges, abandonaría la casa, llevaría a Valentine a Rouen y pediría

el divorcio. ¿Pruebas?... Las encontraría… ¡Acecharía a los criminales!...

Iba a emplear su jornada en hacer las maletas, esperaría a última hora para

advertir a su hija, a fin de evitar una tentativa de reconciliación. Precisamen-

te, debía estar sola hasta la tarde: Valentine había prometido una larga visita

a las señoritas Lafont. Con Félicie, la dueña de la casa actuaría como si nada

hubiese pasado. Qué le importaba, por un día, la presencia de la concubina,

puesto que desde el día siguiente, ella sería una extraña!... Partiría, so pre-

texto de un viaje, sin decir adió a nadie.

Durante el almuerzo, Charlotte parecía estar muy tranquila.

¡Por fin estaba sola!

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107

–Buenos días, Félicie…

–A sus órdenes, señor Luzard…

–¿Está visible la Sra. Vaussanges?

–No lo sé… la señora está sola…

–¡Ah!... ¿sola?

–Sí, señor Luzard…El señor está en su oficina… La señorita acaba de

irse a casa de las señoritas Lafont y permanecerá allí todo el día…

–¿Cree usted, Félicie, que la señora querrá recibirme?

–La señora me ha ordenado responder que ella no estaba para nadie…

Pero, usted… La señora esta tan contenta de verle…

–¿Ella le ha dicho… eso? – preguntó él, temblando.

–No… pero… Mejor debería guardar mi lengua… Si la señora…

Ella sonrió, bajando la cabeza, representando su papel de maravilla.

Georges turbado y alegre a la vez por la inesperada revelación, extrajo

dos luises del bolsillo de su chaleco:

–Tome, Félicie… ¡Es usted una muchacha valiente!

–Gracias, señor… Yo veía al señor tan aburrido… La propia señora..

Algunas veces no se atreve… Cuando una puede hacer un servicio… Enton-

ces, ¿anuncio al señor?...

–Espere… Me quito el abrigo… y el sombrero… ¡Tome!...

La sirvienta colgó el abrigo y el sombrero y Georges apareció, muy

elegante en su chaleco negro y el pantalón a rayas azules que moldeaban sus

formas. Rizó sus bigotes rubios, extendió sus guantes e incrustó su monócu-

lo en el ojo izquierdo.

La Señora Vaussanges estaba en el salón y escribía.

Félicie hizo un gesto para hacer comprender al joven que debía seguir-

la de cerca, de modo que la dama no pudiese cerrar la puerta.

Luzard pensó: «¡Es muy inteligente!»

Y la siguió.

–¡Señora, es el señor Georges Luzard!...

–Te había dicho…

El visitante entraba y Charlotte se vio obligada a recibirle.

Félicie se acercó a su ama, y con voz lagrimosa:

–Si la señora me lo autoriza, iré a ver a mi pobre tío Barba que está a

punto de morir…

–¡Está bien, vete!

Georges se había sentado frente a Charlotte.

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108

–Tal vez soy indiscreto – dijo – ¿pero qué le ocurre?... Sus ojos están

rojos y se diría que acaba de llorar… Pero… ¿está llorando, señora?...

Ella lo miró con tristeza:

–Tengo mucha pena… No quería recibir a nadie hoy, y sin embargo,

estoy feliz de que usted esté aquí… Son tan escasos los amigos verdade-

ros!...

–¿Y puedo hacer algo para aligerar su dolor?

–No, amigo, no…

–Es que tengo por usted una estima y una amistad profundas…

–No lo dudo, señor Georges… Mi pena es de las que una mujer debe

saber llevar con dignidad y callar!...

Georges se acordaba de las palabras de Félicie, y, a pesar de la infa-

tuación anclada en el corazón de todo enamorado, realmente no podía supo-

ner que él fuese la verdadera causa de una tristeza tan grande. Es solamente

después de la caída –¡él lo sabía! – cuando las mujeres enamoradas acogen a

los amantes con lágrimas amargas. Se detuvo en la idea de una discusión de

pareja, pero al hablar, e incluso hacer una alusión a ello, ante el silencio de

la dama, le pareció de mal gusto. Cambió de argumento:

–¡Ah! si alguien la ha ofendido y si su estima me autoriza, a falta de

otro…

–No… nadie…

Pensó en dificultades económicas y se atrevió tímidamente, como

hombre que sabe cubrir mediante una dulce inflexión de voz las osadías

indirectas de una oferta:

–Las personas ricas no siempre son felices, sabe?...

–¡Oh! – dijo ella – jamás he deseado una gran fortuna!...

El se mordió los labios, intentando otra razón. Creyó haberla encon-

trado:

–Señora, los que tienen pena y pueden llorar son seguramente los que

menos se quejan…

–Sí, las lágrimas alivian…

–Yo he llorado, esta noche… durante mucho tiempo…

–¿Usted, señor?

–¡A causa… de una mujer!... Y esa mujer es… usted…

–¿Yo?...

Y a Charlotte la invadió una idea: «¡Conoce mi desgracia!»

Pero, Georges continuó febrilmente:

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109

–He sufrido demasiado y tengo que hablar, aunque me desprecie y me

maldiga!... Señora, yo la he engañado…

–¿Qué usted me ha engañado?...

–Sí, y le pido perdón… Al venir a su casa, y ser recibido como un

amigo, como el novio de su hija…pues jamás he pensado en su hija!... No

conozco a la señorita Valentine; no la he visto… ¡Necesitaba un pretexto

para justificar mis numerosas visitas de donde salía mi corazón roto!...

¡Perdón!...

–Señor Luzard, jamás tomé ese matrimonio en serio, esa interesada

unión por parte del Sr. Vaussanges… Su situación y la nuestra son demasia-

do diferentes…Hijo mí, por lo demás, lo entiendo perfectamente…

–Señora, una diferencia de fortuna no hubiese sido un obstáculo, si

hubiese amado a su hija… Pero mi sueño iba hacia usted!...

Se arrodilló y tomando las manos de Charlotte entre las suyas:

–Es usted todo mi deseo, todo mi respeto, toda mi creencia, toda mi

religión, todo mi amor!...

–¡Una mujer vieja!...

–No diga eso… He intentado olvidarla… Usted, siempre usted, nada

más que usted!... Para no matarme necesito el estallido de sus ojos y de sus

cabellos, el sonido de su voz, su sonrisa incluso mojada con lágrimas… So-

lamente su belleza me ilumina… ¡Oh, Charlotte!... Por la noche, tu imagen

se me aparece, soberana y radiante… ¡Ten piedad!... vengo a verte, ser in-

digno y tembloroso… Y sobre mi frente, y sobre mis ojos, y sobre mis la-

bios, mientras que tú te inclina y yo te adoro, desciende una caricia, el fres-

cor embalsamado de mi sueño… más fresco… más acariciador… más em-

balsamado… siempre!... ¡Oh, Charlotte!...

–¡Georges!... ¡Georges!...

El la había tomado, abrazado.

La dama, con el rostro perlado de lágrimas, no se defendía… De re-

pente, una ola de vida la atravesó y sus miembros desfallecieron. Sus arte-

rias silbaban en sus sienes; sus oídos zumbaban, y no era el ruido sordo de

las conchas del océano, sino un estrépito agudo, el de todo un mar furioso…

Ella ya no sabía lo que decía, ni lo que hacía, en en desencadenamiento de

su carne excitada, avergonzada por largas y criminales virtudes. Embriagada

de besos, vibraba, frenética, alegre, poderosa.

A su regreso, Félicie observó el camisón arrugado de su señora, su

rostro colorado, su peinado irregular. Una vuelta por el salón le confirmó la

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escena adivinada por la sirvienta. La misma alfombra hablaba! En el furor

de los espasmos, los pies del canapé la habían mordido, desplazado hasta tal

punto que todo un gran círculo de oro conservaba la forma estrangulad de

un óvalo imperfecto, jorobado, cómico. La Sra. Vaussanges tenía el aspecto

inquieto, desconfiado.

Charlotte observó:

–Félicie, has estado ausente durante mucho tiempo!...

Ella decía eso, sin acritud, sin una sombra de cólera, por decir algo.

La criada se excusó más educadamente que de costumbre, muy

humilde:

–La señora tendrá la extrema bondad de perdonarme… He ayudado a

mi tía a cambiar las sábanas del viejo tío.

–¿Y cómo está el Sr. Barba?

–Un poco mejor… gracias, señora…

¿Había perdido la cabeza, la Sra. Vaussanges?

No. Simplemente olvidaba todos sus odios. Para ella el pasado había

muerto. La mujer adúltera entraba, sin metamorfosis póstuma, en una vida

nueva; ella entraba allí, con un propósito deliberado, despreocupado, muy

racional, y sus bellos ojos de terciopelo marrón un poco lánguidos por el

placer sonreían aún a una luz de voluptuosidad.

–¡Enhorabuena! – murmuró la sirvienta, sentada al fondo de su cocina,

y pensando en ese adulterio por fin consumado, preparado y dirigido por

ella, la sirvienta experimentó una alegría muy grande, una especie de íntima

liberación, el goce de un temor disipado, el orgullo de un éxito, un delirio de

satisfacción. No hubiese sido más feliz de haber compartido la caricia sin

duda exquisita del Sr. Luzard.

Se sentía armada, sólida sobre sus pies, dueña de la vivienda.

¿Qué podría decir la esposa adúltera, si por casualidad, la sorprendía

con el señor? Tal vez la dama lo sabía ya y se burlaba! Con eso de que el

señor era una especie de cerdo, – ¡sí, un cerdo! – la sirvienta ya había en-

contrado la semejanza y, más audaz que la esposa, no tenía ni veinte años!

A esta felicidad de la muchacha se mezclaba la feroz ironía de haber

sido la causa de la debacle del hogar burgués siempre odiado, la instigadora

invisible de la caída de la esposa y de la cornamenta del amo. ¡La vieja Bar-

ba la hubiese abrazado!...

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111

A partir de ahora, ella iba a ver como las damas se las componían para

mentir; reiría de la estupidez del señor y de las estrategias de la señora y

rebajándolos a ambos, ella crecería, ella ascendería.

Y luego, el dinero, siempre el dinero! El Sr. Vaussanges nº 1, el Sr.

Luzard nº 2.

Próximamente la Sra. Vaussanges nº 3.

Ella sería la Sra. de Victor Hériot, cuando quisiera. ¡Oh! ¡todavía

no!...

¡El dinero!... ¡viva el dinero!...

Amante del marido, procuradora del amante a la esposa, destructora

del hogar conyugal, todavía no había terminado su obra y su espíritu malsa-

no quería infiltrarse aún en otras venas, – veneno mortal más seguro que el

que el Dr. Ambroise le Roux intentaba destruir su principio, virus de un mal

más terrible que todos los plagas, – aquí y por todas partes, en una sociedad

rebelde a los ejemplos de todos los días, a las observaciones, a las lecciones

necesarias y a veces valientes de los historiadores de costumbres.

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113

X

Era primavera, y Félicie ya contaba con seis meses de servicio en la

casa de los Vaussanges.

El apartamento había sufrido grandes modificaciones. El mobiliario

del salón acababa de ser renovado: los robustos y sólidos muebles de acajú

macizo de la familia burguesa, la vieja alfombra de Felletin, las cortinas

con bandas de tapicería, una obra maestra de Charlotte, los sofás imperio,

en fin, la mesa y las consolas de mármol, habían sido sustituidos por una

falsa explosión de colorido oriental; muebles, colgaduras y asientos de difí-

ciles tintes, gama cromática a precio fijo que cegaba el ojo con rojos, ver-

des, índigos, blancos, azules, y todo el abigarrado colorido de los bazares

afganos. El mismo océano desaparecería bajo una tela chillona.

Era una fantasía de Charlotte, y Charlotte no era artista. Ella ignoraba

que los plagios modernos, las vulgares imitaciones no reemplazan, para un

conocedor, las suntuosidades y las maravillas de Oriente. El jefe de despa-

cho había levantado los brazos, luego se había callado; Georges lo encon-

traba de mal gusto; le gustaban las tinturas multicolores, pero solamente en

las telas preciosas; Valentine parecía indiferente, la criada aplaudía el deco-

rado.

En la habitación nupcial, si bien el señor conservaba su antigua cama

de palisandro, la señora tenía una cama completamente nueva, una cama

estilo Luis XIV, con adornos de Lavallières, enguirnaldada con cortinas de

seda azul. Entre las dos lechos se elevaba un biombo de estilo japonés que la

Sra. Vaussanges había adquirido en la época de los fríos, porque los ronqui-

dos siempre enormes de su marido la impedían dormir. El biombo no deten-

ía demasiado el estrepito; pero la dama acostada no veía ya al durmiente, ni

al hombre desnudo, ¡y para ella eso ya era algo!

Charlotte se metamorfoseaba en vivaracha parisina; bajo el pretexto

de introducir a su hija en sociedad y llevar poco a poco a Georges Luzard a

la unión tan deseada por el Théodore, todo el invierno había recorrido, con

Valentine y el futuro yerno, por los bailes y los teatros, aunque supiese el

matrimonio imposible, tanto por su condición de amante como por su digni-

dad de madre.

Los Vaussanges no se encontraban cómodos cuando estaban solos;

tenían invitados el jueves y el domingo, Georges venía a cenar al menos tres

veces por semana, y él invitaba a Théodore a almorzar en el cabaret, le

ofrecía cajas de cigarros y enviaba siempre frutos de África o flores de Niza

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114

a las dos damas. Los demás invitados eran, como de ordinario, la Sra. La-

font y sus hijas, raramente el Sr. Lafont, muy agobiado por su empleo en el

tribunal de comercio, siempre Mecenas Bagois, Chrétien des Mazerolles, la

Sra. Le Roux, el doctor Ambroise y su hermano Robert, Léonce, el hijo de

la casa, y por último el señor y la señora Auguste Vaussanges y su hija, pues

el contable, a instancias de Angéle, no se mostraba ofendido; a veces se

ponía en la mesa algún cubierto más para recibir a los profesores de Léonce

del colegio Rollin. El lunes, toda la familia cenaba con los Le Roux, el

miércoles, en casa de los Lafont y el sábado, pero no regularmente, en casa

de Auguste. Solo, la Sra. Celeste Mercoeur, a la cual la vista de Georges

siempre producía migrañas, se excusaba al vivir como ermitaña en su villa

de Neuilly, El jefe de negociado se enteró un día, y completamente por ca-

sualidad, que su sobrina, la joven viuda, se embriagaba con éter en compañ-

ía de otras dos damas, sus vecinas; estaba ocupado en otras cosas y no dio

gran importancia a la extraña noticia.

El Sr. Vaussanges, al principio un poco asombrado del lujo de la casa

y del cambio de comportamiento de su esposa, ponto tomó su partido:

–¡No está mal deslumbrar un poco al yerno!... ¡Luzard no se casará

con nuestra hija por su fortuna! Ayer almorzamos en el café inglés y Geor-

ges me manifestó, del modo más formal, que si se casa, la dote no pesará ni

una onza en la balanza… Él amará o no amará, y si ama es bastante rico

para dos e incluso para cuatro... Tendrá que decidirse… Valentine es todav-

ía joven, sin duda; ella era delgadita; ahora se desarrolla… Se vuelve más

bonita… ¡Vamos, esposa, conduce la barca!...

El jefe de negociado estaba propuesto para la cruz de honor a distri-

buir el 14 de julio próximo, - veinticuatro años de servicio y cumplido el

tiempo pasado en la prefectura de Rouen. Georges Luzard hacía mover a

todas las antiguas amistades de su padre, el ex diputado del Sena Inferior, y

la recompensa prometida era más o menos segura.

Lleno de orgullo, Théodore decía a Charlotte:

–Trabajando para mí, Georges trabaja para él… ¡Un suegro Caballero

de la Legión de honor halagará al muchacho!...

La mujer adultera no siempre guardaba su seriedad; a base de obligar-

se, estallaba a reír, y el marido inquieto la interpelaba severamente:

–¿Qué es lo que he dicho de divertido, señora?... ¿Tal vez no merezco

la cruz?...

–¡Sí, señor, sí!

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115

–¿Y por qué te ríes entonces?...

Ella encontraba una respuesta irónica y feroz:

–¡Théodore! Rio de placer!... ¡Hace falta que el Sr. Luzard esté siem-

pre ahí para hacerte condecorar, él que no lo está!...

O todavía, y con más hiel:

–¡Soy yo quien te colgará la cinta roja!... Tú lo mereces, querido, sí…

¡Una vida de trabajo y de honor!...

–¡Claro… con toda seguridad!

La Sra. Vaussanges ya no razonaba: vivía, amaba. El jefe de negocia-

do, casado bajo el régimen de bienes en común, tenía la libre disposición de

la fortuna, y la disponía a su guisa. Cuando Charlotte compraba bellos ves-

tidos, el marido pagaba al costurero, la dama no se preocupaba de nada; ya

no pensaba en el porvenir de sus hijos, transportada desde su caída, en una

atmósfera de fuego donde su cerebro trabajado de mil ideas no se detenía ya

ni en una sola, donde su bello cuerpo ardía voluptuosamente. A veces, tenía

migrañas, calores en las sienes y en las nucas, más a menudo el dolor cere-

bral de un gran vacío, una especie de mezcolanza de pensamientos que se

ejercía de improviso, a pesar de la resistencia del tema, en un estrepito de

palabras irreflexivas. Peros esas pequeñas molestias, debidas a los excesos

formidables del amor – el organismo produce am menudo efectos parecidos

por causas contrarias.,– esas leves indisposiciones se desvanecían por si

solas cuando el bien amado murmuraba dulces palabras embriagando a su

amante de besos. En la mesa, una noche, ella experimentó trastornos visua-

les y el doctor Ambroise Le Roux le aconsejó bromuro. ¡El bromuro no era

un remedio para la mujer enamorada, con veinte años de virtud burguesa a

cuestas! El joven sabio, completamente dedicado a sus bacilos, no tenía la

experiencia clínica del médico practicante.

Charlotte tuvo curiosidad por conocer el palacete de la calle Mont-

Thabor.

Ella y Georges hicieron pequeñas escapadas y el ex lugarteniente, pin-

tor aficionado, turista, obligó a su amante a aceptar algunos bibelots que la

dama ocultó en el cajón secreto de su armario. Intercambiaron sus fotograf-

ías, – dos cada uno; Charlotte como colegiala y recién casada; Georges en

uniforme de oficial de dragones y en bata de taller.

El palacete de la calle Mont-Thabor era muy suntuoso comparado con

el apartamento del bulevar de Clichy: por razones femeninas, la Sra. Vaus-

sanges prefería recibir al amante en su casa.

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A pesar de la facilidad de las entrevistas, les gustaba escribir, traducir

por las noches sus pensamientos, para probarse que estaban hechos el uno

para el otro. ¡Una fantasía infantil!

Se advertían de la partida de las cartas, y eso los divertía mucho: La

Sra. Vaussanges escribía directamente a la calle de Mont-Thabor; Luzard, a

recoger en la oficina de correos, al bulevar de Clichy con las iniciales de los

dos nombres propios con una línea de unión y tres estrellas C-G***.

Georges enviaba pocas líneas a Charlotte, pero unas líneas ardientes

donde ponía todo su calor; algunas veces le dirigía versos: En los primeros

días, Charlotte iba ella misma a reclamar su correspondencia secreta; no le

gustaba hacer recados, y de esa tarea pronto encargó a su criada.

Desde que Théodore había partido para su ministerio, la esposa de li-

braba de Valentine, rogando a las señoritas Lafont que viniesen a buscar a

su hija, – según su madre, la pobre niña se aburría en la casa y no se atrevía

a decirles nada.

Luzard llegaba.

Félicie estaba allí.

–¿Sola?

–Sí, señor Georges…

–¿Sabe, Félicie?... ¡Cuento con usted!...

–El señor puede estar tranquilo como un pez en el agua!...

–¡Nada de comparaciones injustas e hirientes!...

–¿Cómo?

–¡Nada!...

Al principio, la Sra. Vaussanges no se había atrevido a hacer de Féli-

cie su confidente; un temor la había retenido, pero hoy, independientemente

de las idas y venidas a la oficina de correos, los servicios interiores de la

criada no eran ignorados por la dama: con una mirada la amante y la sirvien-

ta se entendían; Georges y Charlotte se encerraban en la habitación de la

dama y Félicie montaba guardia, alejando a los importunos o bien dejaba

esa tarea fácil a su tía, la Sra. Barba, la nueva recluta.

Hacía algunas semanas, en efecto, que el zapatero había muerto y la

sobrina, fiel a su palabra, había situado a la tía Fantille en la casa de sus

amos, en calidad de servicio doméstico a domicilio; el Sr. y la Sra. Vaus-

sanges no pusieron ninguna objeción para acoger a la vieja viuda que se

instaló en el sexto, en el antiguo cuarto de Félicie. La Barba no pedía paga;

Charlotte le ofreció generosamente diez francos al mes. Había sido conveni-

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do entre las perigurdinas que la viuda mantuviese silencio y que siempre

mantuviese la calma.

La tía Barba, hoy tocada con una peluca gris, – un regalo anticipado

de su futuro sobrino, Victor, – se mantenía muy tranquila, ya al corriente de

los secretos de la casa. Ella sabía que no debía molestar a la señora y al se-

ñor Luzard, ni al amo ni a Félicie, y a la hora de los amores se encerraba en

la cocina, pelaba las patatas, lavaba la vajilla, llevaba lentamente todos los

trabajos más desagradables de la limpieza, vaciando las basuras y sacudien-

do las alfombras, frotando los cobres y los pomos de las puertas, no dejando

a Félicie más que el trajín de las compras y de la sabia preparación de las

comidas. En el sexto, se encontraba muy bien. Se sabía que era la tía de la

temible gascona y la Sra. Bouvet, Mariette, la sustituta de Malvina, Pauline,

Hortense, y la propia Louisette, se mostraban llenas de atenciones hacia la

vieja con peluca. Todas, – excepto la Sra. Bouvet y la tía Fantille por su-

puesto, – iban a hacer sus bromas aparte, principalmente sobre los bancos de

la avenida de la plaza de Anvers.

Ningún hombre subía al sexto; las muchachas habían leído historias

terribles de asesinos, y el espanto de tales aventuras paralizaba los sexos.

Por las noches se reunían en la habitación de la Sra. Bouvet: se entra-

ba allí como a una conferencia íntima; se tenía el derecho de beber los vinos

y licores sustraídos de las bodegas de los burgueses y se permitía fumar.

Aunque ella vivía en el apartamento de sus amos, Rosa, reconciliada

con las colegas, participaba a menudo de la fiesta; Félicie, nunca.

Los temas de conferencia eran tan variados como en el bulevar de los

Capuchinos y las oradoras eran sobre todo la Sra. Bouvet y la Barba.

La Sra. Bouvet trataba cuestiones de la Liga de la calle de Bouloi,

contra las agencias de empleo.

La pequeña dama argumentaba: Hay en París más de 100.000 camare-

ros, mayordomos, amas de llaves, cocineros y cocineras, lavanderas, coche-

ros privados, porteros, sirvientes de todo tipo. Si los 100.000 servidores se

adhiriesen a los estatutos, es decir pagasen el derecho de admisión de 3

francos y la cotización de 1 franco al mes, el sindicato, del que me honro ser

miembro, será a finales de año una fuerza social… Señoras, no seguiríamos

siendo explotadas ni por las agencias ni por los patrones; nosotras seríamos

nuestros propias amos!...

Todas las criadas se inscribieron en la Liga de la calle de Bouloi. La

Barba contaba cuentos del Périgord, echaba las cartas, leía las líneas de las

manos, y las muchachas comprendían que hubiese sido peligroso tirarle de

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118

la lengua en relación con los Vaussanges. Hortense, que tenía una voz muy

bonita, cantaba melodías de los café-concert que Louisette y Pauline acom-

pañaban tamborileando sobre los cristales: El Omnibus, la Tringle, el Bi-bu-

bour-du ban, la Clarinette de Jeannette…. Una increíble mezcolanza, un

galimatías de sentimentalismo, de patriotismo y de polvos de cayena.

Cierta noche, en la que la Sra. Bouvet había entusiasmado más que

nunca a su auditorio por sus ideas de reivindicación social, todas las criadas

insistieron a la Barba para que les cantase una balada de la que las sirvientas

no conocían más que fragmentos esbozados por la vieja mujer.

–¡Pagaremos con un ponche! – dijo Rosa– ¡a veinte centavos cada

una!...

–¡No nos líes, señorita! – intervino fieramente Pauline – Yo bajaré a la

bodega del patrón y traeré dos botellas de coñac añejo…

–¡Yo traeré el azúcar, las tazas y el bol de ponche!... – continuó Loui-

sette…

La tía de Félicie se había acercado a la Sra. Bouvet:

–¡Para cantar eso necesito un largo trozo de tela roja!...

E hizo un gesto expresivo, como si pasase una banda a través de su

pecho, así como lo hace un condecorado de la Legión de honor, cordón que

quiere deslumbrar a las mujeres e inspirar sueños a las muchachas impúbe-

res en una velada familiar. Hortense había comprendido:

–¡Voy a traerle una cinta, señora Barba!

La criada corrió a su habitación, quitó una de las cortinas de su cama,

una cortina que replegó sobre sí misma en longitud; luego regresó, triunfan-

te.

Las velas estaban apagadas y el ponche se quemaba; la tía Fantille ex-

presó su deseo de que Rosa bajase a buscar a Félicie; todas las sirvientas

aprobaron, incluso Louisette, la enemiga de los primeros momentos.

Ahora, sobre el vestido de la Barba, estallaba la banda roja; con sus

dos manos arrugadas y secas del color del pergamino, la viuda arrancó gorro

y peluca y apareció, tal como la vio un día su pariente, a la cabecera del za-

patero moribundo; alrededor de ella soplaba un viento de carmañola y nadie

río.

Félicie acudía, estupefacta:

–¡Tía, ha perdido la razón!...

–¡No temas, Félicie!.... Esta pobre vieja todavía es robusta y no va a

contar un chiste picante … ¡El rojo es todavía de duelo!...

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Hortense, Louisette, Rosa, Pauline y Mariette, se sentaron en la cama,

alineadas y muy convenientes; la Sra. Bouvet presidía, en un rincón, sobre

el único sillón donde Félicie había rechazado sentarse; la joven perigurdina

se acodó, pensativa, contra el mármol de la chimenea, mientras que de pie,

en medio de la habitación, la Barba comenzó:

–¡Escuchad, pequeñas!...

En el silencio más profundo, a los fulgores de las llamas del ponche,

la vieja gran mujer en vestido negro, con la banda roja, el cráneo rapado y

los ojos en llamas, comenzó con gestos melindrosos; la voz amable, de una

amble ironía, reservándose para entonar más fuerte con todo su furor y acen-

tos inflamados la Balada del Comunero:

Cuando finalizó:

–¡Bravo!... ¡Bravo!...

–¡Es genial!–exclamó Félicie muy emocionada saltando al cuello de la

Barba…

Hortense sollozaba:

–¡Le ruego que me la copie, señora Barba!...

Con su voz grave, el brazo derecho en el aire, creciendo hasta el final,

y allí, desarrollándose en toda su grandeza, la Sra. Bouvet cuya memoria era

maravillosa, volvió a entonar lentamente un pasaje que la había particular-

mente conmovido.

Pauline sirvió el ponche y, graciosa, Louisette presentó el primer bol a

la antigua insultada:

–¿Todavía está enfadada conmigo, señorita?

–¡Claro que no, hija mía!...

–Gracias, señorita… Figúrese que he soñado que me cortaba usted la

garganta…

–¡No digas tonterías!...

–¿Y si me atreviese?

–¿A qué?...

–¡Si la besará!....

Félicie ofreció sus mejillas:

–Vamos, pera nada de porquerías… ¡No me gusta eso!...

Se brindó a la salud de la cantante y a la de la Srta. Chévrier.

Desde hacía tiempo, en efecto, para las criadas, la sirvienta de los

Vaussanges ya no era una igual; habían reconocido su superioridad y se

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120

prodigaban en reverencias. Se le llamaba «señorita Félicie», del mismo mo-

do que se decía: «señora Bouvet.»

La Barba jamás servía la mesa; no salía de la cocina o de su cuarto ex-

cepto para ir al cementerio de Saint-Ouen a llevar una corona o un ramo de

flores a su esposo; gracias a Félicie había podido saldar los cincuenta fran-

cos de una concesión renovable por cinco años y la idea de que los huesos

del pobre Bertrand no desaparecerían de inmediato, en la horrible fosa

común de los cadáveres, le daba una enorme alegría; era más sensible a esta

prueba de afecto de su sobrina que en todo lo demás; e incluso su bienestar

y su nueva cabellera no eran nada comparado que el homenaje rendido al

pobre muerto, al humilde obrero, al marido amado y llorado, muerto, decía

ella, – y esa era una frase de esposa, – en el campo del honor del trabajo.

Tanto Fantille prometía a Félie una abnegación sin límites. Sin em-

bargo, cuando Félicie parecía contrariada, ella se envalentonaba:

–Si me lo ordenas – gruñía– ¡prendo fuego a esta barraca y los aso a

todos!...

–¡No se trata de eso, tía!... ¡Has jurado estar tranquila!... Vamos, no

siempre seremos criadas… Pero antes de marchar… Ya sabes…

–¡Pardiez! ¡La pasta!... ¿Y tu Victor?

–Nos casaremos cuando llegue el momento…

–¿Y si te dejase?---

–¡No hay peligro!...

–Pues tendrás otro, verdad?... Con una hermosa dote y pasta… La pas-

ta es lo que los hace bailar!...

–Victor tiene más prisa que yo en casarse…

–Y estoy segura que él no llevará los pantalones…

–¡No!... ¡No!...

Félicie seguía su plan. De vez en cuando, Georges Luzard le daba un

billete de cien francos; Théodore ya llevaba dándole algunos miles, pues el

jefe de negociado se proveía de recursos a espaldas de su esposa.

Ya, a finales de febrero, la criada poseía ocho mil quinientos francos,

no en sus cajones, sino a buen recaudo en la Caja de Ahorros. La Sra. Vaus-

sanges la gratificaba con vestidos apenas usados; Valentine le ofrecía ropa

interior, cintas, pañuelos de batista bordados por ella misma con las iniciales

F.C. «Félicie Chevrier.»… ¡Oh! la desdichada niña tenía tanto miedo de la

terrible confidente, que.la pobre Valentine haría lo que fuese por la sirvienta

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121

si esta se lo pidiese, de tal modo era su agitación por el enamorado de Ca-

bourg de la que ella misma se había traicionado.

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123

XI

El sueldo mensual del jefe de negociado y la dote de la señora y los

cinco mil francos de renta en cupones, no habían sido suficientes para pagar

el mobiliario del salón, del dormitorio y satisfacer, al mismo tiempo, las

ambiciones de la criada.

Théodore pidió prestado; y, a fin de tapar las grietas siempre más

grandes, se dedicó a jugar en Bolsa. Sus primeras operaciones le valieron

unos beneficios modestas; se dejó llevar por el entusiasmo, y una hermosa

tarde, absolutamente radiante, regresó a casa con unos beneficios de seis mil

francos que compartió con Félicie, con lo que esta alcanzó la cifra de once

mil quinientos francos.

Théodore se recreaba en su suerte.

Tomaba a Félicie por el mentón, se divertía introduciéndole billetes en

su blusa o hacerle papillotes y, la sirvienta, que no odiaba ese jueguecito,

dejaba de buen grado despeinar el trabajo del amigo Victor, incluso el pei-

nado español, – el gorro frigio, la obra maestra a menudo renovada por el

artista capilar.

–¡Se amable, siempre amable, mi gatita adorada y tendrás tu recom-

pensa!...

Félicie estaba maravillada por esas rápidas ganancias.

–¡Quién lo diría, pero es usted muy astuto!...

–¿Tú crees?

–¡Con toda seguridad!

Ella recordó a un tal Richard de Piègut, un antiguo mercader de bue-

yes que, según se decía, había perdido todo en la Bolsa. Ante eso hizo aco-

pio para el futuro:

–¡Tango como ganes, te lo cepillaré!...

Tras un sueño de años, la Sra. Vaussanges se abría a la vida y al placer

como la Bella durmiente del bosque, y Georges, su Príncipe encantado, era

el hombre que hacía arder las llamas suficientemente intensas para alejar de

ella cualquier ganas de reposo y de cualquier tipo de remordimiento.

Se amaban. Él la amaba con todo el calor de su sangre joven, con todo

el poder de un robusto temperamento, antes desperdigado en mil inconstan-

cias, hoy desbordante de una fértil reserva; ella lo amaba con todas las fuer-

zas reunidas durante un periodo más o menos mudo de veinte años; ella lo

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124

amaba con toda la energía de su alma, con todo el vigor de su espléndida

madurez.

Charlotte adelgazó un poco. Parecía más joven bajo el influjo de la lu-

juria, con una cintura más delicada, una piel siempre fina, unos ojos negros

más brillantes, carnes más firmes y unos dientes muy blancos entre el rojo

de unos labios amorosos.

Charlotte y Georges olvidaban su pasado e incluso el presente de los

demás: justificaban la definición psicológica y bien conocida del amor:

egoísmo a dos bandas.

Y no solo era la fantasía de un orgullo de mujer lo que determinaba a

la amante de Georges a modificar el decorado del salón y del dormitorio: el

amante desearía anular los muebles cotidianos de la esposa, acostarse en una

cama nueva, que resultase extraña por la noche al esposo y familiar durante

el día al amante. Considerando las lejías insuficientes, quiso sábanas y man-

tas nuevas. Otro tanto ocurrió con sus vestidos y sobre todo con su ropa in-

terior más íntima, antes, de sencillo algodón burgués, hoy con encajes pre-

ciosos. Si ella no era hábil en la decoración de un apartamento, incompeten-

te o indiferente, o demasiado apresurada, se mostraba muy experta en el arte

de la vestimenta. Tenía sobre todo un vestido primaveral cuya blusa en azul

marino, ceñido a la piel, mostraba mediante unas transparencias las formas

del pecho y cuya falda de ligero tisú modelaba encantadoramente las cade-

ras, en una profunda ciencia de los contornos. Era coqueta con su cinta lila

alrededor del cuello, anudado a izquierda, hacia el nacimiento de la oreja..

Olía bien, y sus labios exhalaban un perfume, no el olor almizclado y

vulgar que Théodore admiraba en la sirvienta, sino un perfume de dama, –

el perfume de las dulces violetas bajo los chorros del sol, cuando la tierra es

rociada con las lágrimas de una aurora estival.

Georges la adoraba. Sufría con no poder demostrárselo con entera li-

bertad y a todas horas; le proponía huir, irse ambos, y para siempre, a un

rincón irradiado de luz en Italia o a las Indias.

¡Ella se divorciaría!... ¡Él la esposaría!...

–¿Yo, volver a casarme?... Una mujer de treinta…

Él le cerraba la boca con un beso y acababa:

–¡Treinta años!... ¡No más!...

El beso le sentaba bien, era el que Georges depositaba en la pequeña

oreja izquierda de la mujer. ¡Oh!, ese penetrante beso… Charlotte tenía es-

tremecimientos de placer hasta en su sexo.

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125

Félicie gozaba de su dicha, y esa visión de felicidad encendía en ella

voluptuosidades ardientes, desconocidas por su amo y muy apreciadas por

Victor. También vestía con elegancia los días fiesta, con su vestido y su

fular azul y sus zapatos molière; imitaba a su ama tanto como una morena

puede imitar a una rubia, y tan solo el color de los perifollos marcaba la di-

ferencia; en lugar de una cinta lila, una cinta roja; – ¡sin contar catorce años

menos! – añadía triunfante.

Una noche en la que los Vaussanges iban a una velada a casa de la

familia Lafont, en la calle del Paradis-Posonnière, a la sirvienta se le ocurrió

una idea, y las ideas no escaseaban en ella.

–¿Tía?

–¿Hija mía?

–¿Y si hiciésemos una pequeña juerga?... ¿Eh?...

La Barba vacilaba en responder.

–Una simple juerga familiar… La idea es esta: ¡Voy a invitar a Victor

a cenar y tú nos servirás!...

A la hora indicada, el peluquero hizo su entrada en el apartamento de

la calle Rochechouart, en chaqueta y en sombrero bombín. El cubierto esta-

ba puesto en el comedor, un cubierto de amos, la vajilla más rica, la ropa

más fina, la plata de la casa no era utilizada más que en las grandes celebra-

ciones. Flores y dos candelabros de ocho velas. El menú: paté de foie gras –

caracoles a la Bordelesa – asado frio de aves – pasteles variados – una cesta

de frutas, el regalo del Sr. Georges a la señora – Vinos y licores: Haut-

Sauterne, Château-yquem, Viuda de Cliquot, Chartreuse verde, coñac 1836

– Café negro.

–¡Esta es la cena del contrato! – exclamó Félicie colocando una rosa

en sus cabellos. – Y bien, Victor, ¿y nuestros negocios?

–El patrón del establecimiento del bulevar está decidió a negociar…

–¡Ah!...

–Quiere en contado…

–¡Lo arreglaremos!... ¡Tía, pan!...

Muy erguida, con los riñones apretados con un delantal blanco, la ser-

villeta bajo el brazo, la tía Fantille presentó la panera a su sobrina:

–Aquí tienes, gatita…

–¿Victor?...

–¿Amor mío?...

–¿No bebes?... ¡Tía, un vaso! ¡Vamos brindar juntos!

La Barba trajo su vaso y Félicie sirvió a los tres, y alegremente:

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–¡Por la sirvienta, ama de sus amos!

–Esa es una bella frase – dijo Victor… ¡Me la copiarás y la parafrase-

aré!...

–¡Eh! ¡señor Hériot! –continúo Félicie, con los codos sobre la mesa,–

jamás hubieses pensado que la sobrina de la Sra. Barba, de la pobre misera-

ble, caminase tan aprisa, ¿verdad?

–¡Eres muy fuerte!

–¡Bah! esto no es nada todavía… Hay que redondear la jugada… ¡Ah!

¡si supieses lo que me asquea el patrón!... ¿Tú no eres celoso verdad?...

–¿Yo?..

–¡Muy bien!...

–Yo te quiero de todos modos… Comprendo…

–Por lo demás, soy franca y he preferido decírtelo todo…

–No lo dudo…

–¡Vamos, una copa de champan!... ¡tía, un poco de valor!

–No, gracias, querida… ¡No tengo sed!...

Después de la cena, mientras la Barba servía el café en el salón, Féli-

cie tomó un candelabro para hacer visitar las habitaciones a su amante. Este,

con el cigarrillo en los labios, penetró por todas partes, hasta en el dormito-

rio de la joven.

Uno y otro abrían los cajones, criticaban la blancura de las ropas brus-

camente allí arrojadas, en batiburrillo, durante el aseo de las damas.

–¡Así son las burguesas!

–¿Y es bonita, la señorita Valentine?

–¡Poco!... Un tapón ¡La frescura del diablo!... ¡Poco desarrollada!..

–¿Y la madre?

–¿La madre?... ¡Muy bella!... ¡Fíjate, este es su retrato!... ¿Adónde mi-

ras, imbécil?... Allí, detrás del biombo… en lo alto… a la izquierda…

–¡Sí, elegante!... ¿Por qué esta separación?

–¡El señor ronca!...

La criada hizo enseguida los honores de su habitación al peluquero y

Hériot se extasió con el lujo del mobiliario:

–¡Es tan coqueto como el de la dueña y más bonito que el de la señori-

ta!...

Cuando hubieron tomado su café y unas copitas sucesivas de coñac y

de Chartreuse verde, Victor, un poco achispado, se acercó al violonchelo de

Théodore y tomó el arco. La Barba en duelo estaba triste.

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127

¡Una cena muy buena!... Pero, ¡la música!...

–¡Respeto a la familia! – ordenó severamente Félicie.

Pero Victor farfullaba una canción de café-concert. La sobrina de la

Fantille le arrancó violentamente el arco de las manos:

–¿Me has oído?... ¿Se acabó?...

Él balbuceó excusas, y obtuvo su perdón. Desde que el peluquero se

fue, la Barba besó a Félicie:

–¡Eres una auténtica mujer!... ¡Enhorabuena!... ¡Respeto a los parien-

tes! ¡Odio y muerte a los amos, a los extraños!... ¡Oh mi Félie, tú no tienes

ni un ápice de criada!...

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129

XII

Un domingo de mayo, tras el almuerzo, Théodore Vaussanges, su es-

posa y su hija, bastante preocupados por la salud de la Sra. Céleste Merco-

eur, se hicieron conducir a Neuilly. Tal y como había sido contado al jefe de

negociado por los vecinos de su sobrina, Céleste se embriagaba con éter; se

decía que el olor se expandía a su alrededor y que ella estaba impregnada,

saturada, enferma.

El Sr. Vaussanges había decidido presentar algunas observaciones a su

sobrina y aprovechar al mismo tiempo la hermosa jornada. El Sr. Luzard

debería formar parte de la comitiva; Charlotte, Valentine y Georges darían

una vuelta por el jardín, mientras Théodore reprobaría dulcemente a su pa-

riente. A última hora, el invitado se excusó; la Sra. Vaussanges quedó muy

mortificada y quiso renunciar al paseo, pero no se atrevió ante el temor de

despertar sospechas.

El coche descapotable circulaba bajo un cielo claro. Hasta llegar al

puente de Neuilly, el jefe de negociado se dedicó a contar historias; pero las

damas, en vestido de primavera, no le escuchaban, manteniéndose ambas

pensativas.

–¡Llegamos! – afirmó Théodore – ¡Beber éter!... ¿Es eso posible?...

¡Ah! Céleste, voy a lavarte el cerebro!... ¡Es que soy como un padre para

Céleste!... ¿Por qué se embriaga?... ¿Cuál es la causa?... Tal vez el dolor de

la viudedad… El aislamiento… ¡Qué se vuelva a casar!... Eso será infinita-

mente mejor, ¿no es así, Charlotte?

–Hay mujeres casadas que también se embriagan…

–¡Sí, pero no tienen un marido tan amable como yo! – dijo el jefe de

negociado pellizcando las mejillas de su esposa.

–¡Déjame, me incomodas!...

El coche llegaba a un patio con grandes árboles y, entre el verdor flo-

rido y unas guirnaldas de rosas, se veía al fondo la villa blanca que, bañada

por el Sena, parecía emerger de las aguas deslumbrantes del río. Céleste, en

batín blanco, bajaba el empedrado de mármol para recibir la inesperada visi-

ta familiar. Desde la aventura del pequeño palacete de la calle de Mont-

Thabor, de ese viaje cuyo regreso fue lamentable, la rubia y bonita viuda,

cada vez más diáfana, intentaba olvidar al Sr. Luzard. Ella había compren-

dido, ante la frialdad del apuesto muchacho, del amante adorado por tantas

mujeres, que Georges no la amaría nunca, y, a pesar de su cólera, no tenía

fuerzas para llevar sobre otro hombre el desencadenamiento de su furiosa

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lujuria. El Sr. Adrien Michon, el amante excluido, el rico viajante de comer-

cio, había vuelto de viaje y no era para ella más que un humilde amigo, un

dócil servidor. Él se dirigía a la villa, solamente cuando Céleste le autoriza-

ba a ir allí, y no dejaba, en su ternura de hombre, de colmar con regalos a la

bebedora.

Fue durante una sesión de té, en la casa de su vecina, miss Northow,

una de las mujeres más elegantes de la colonia inglesa, muy numerosa en

Neuilly, cuando la Sra. Mercoeur se prendó del éter. El olor le había pareci-

do agradable, el sabor suave. Como sus dos amigas, la joven inglesa Victo-

ria Northow y una parisina, muy vivaracha también, la Sra. Arminde

d’Églaë, la viuda encontraba en la absorción del éter, una sensación de bien-

estar y de paz, completamente opuesta al trastorno y molestia que sigue a la

ingesta de los licores alcohólicos. Estos casi siempre excitan, mientras que

el éter, según dicen los sabios, calma los dolores, disminuye y amortigua la

sensibilidad, hace más fácil la respiración, la piel más cálida y más húmeda.

El licor de «five o’clock», muy de moda en New York y en Londres,

comienza a introducirse en París, en el barrio Saint-Germain y en el mundo

de la alta sociedad, de un modo misterioso todavía. Después de los mor-

finómanos, los eterómanos. Al igual que en Hyde Park, los jardineros a ve-

ces encuentran, entre los macizos del Bois de Bolonia y del parque Monce-

au, frascos vacíos con la etiqueta: éter. El brebaje mundano no cuenta en

París más que con escasos clientes; hace estragos en todo su furor en Amé-

rica y sobre todo en Inglaterra. Para convencerse de ello, basta leer las rela-

ciones del New York Herald y del Times. Las revistas de medicina de más

allá del canal de la Mancha, recuerdan que antaño los alumnos, por amor a

la ciencia, se embriagaban con éter en los laboratorios de Cambridge: las

observaciones de los doctores constatan en la actualidad con espanto que en

Epsom, después de las carreras, se encuentras botellas de éter vacías sobre

la plaza y en cantidad tan considerable como las botellas de ginebra y

champán.

En Draperstown, burgo del condado de Londonderry, existe, según el

doctor Regnard, verdaderos cabarets de éter: allí se bebe una mezcla de esta

sustancia con alcohol: el litro vale tres francos; catorce gramos bastan para

sumir a un individuo en una profunda embriaguez.

La Sra. Mercoeur buscaba todos los medios de acortar la visita de sus

parientes y no tener que invitarlos a cenar, pues ese mismo día, a las nueve,

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131

ella reunía por primera vez en su casa a la Sra. Arminde d’Eglaë y a Miss

Victoria Northow. En el bufet del comedor ya se encontraban alineados va-

rios frascos con tapón esmerilado.

La Sra. Vaussanges y su hija se paseaban por el jardín; Céleste y

Théodore las seguían a alguna distancia. El jefe de negociado ofreció el bra-

zo a su sobrina y, de súbito, deteniéndose en medio de una avenida, sin

ningún tipo de delicadeza, preguntó, severo y brutal:

–¿Así que te embriagas con éter?

–¿Cómo sabe usted eso?

–¡Lo sé!

–¡Pues… sí!

–¡Desgraciada!...

–¡Tengo miedo!...

–¡Ah! ¡Cuéntame eso!...

–No, tío…

Charlotte y Valentine acababan de sentarse a orillas del río estelado

por unas barcas ligeras. La joven deshojaba margaritas; ese juego infantil no

le divertía y arrojó las flores, con los ojos fijos sobre un remero encantador

que, con los brazos desnudos, se aplicaba al remo.

–Mamá, ¿piensas seriamente que el Sr. Luzard desea casarse conmi-

go?... Yo no pienso demasiado en ese matrimonio…

–¡Tienes razón! – respondió Charlotte enrojeciendo y temblando – El

Sr. Georges es demasiado rico para nosotros…

–Papá…

–¡Tu padre no sabe lo que dice!... Se imagina tonterías, piensa como

posibles sus ideas más insensatas…

–Entonces, ¿por qué viene tan a menudo a casa el Sr. Luzard?... ¿Por

qué envía ramos de flores?

–¡Viene como amigo!... ¡Envía flores, como amigo!... Su padre, el an-

tiguo diputado, ayudó a tu padre, y el Sr. Luzard, muy dispuesto siempre,

está haciendo todo lo posible para obtener la cruz…

–¡La cruz para papá!... Es cierto, ya no me acordaba…

–Debemos al menos acoger bien a nuestro benefactor, y tú misma, pa-

ra la tranquilidad de tu padre y sobre todo para conseguir la condecoración,

debes imaginarte…

–¡Que el Sr. Luzard me hace la corte, cuando ni siquiera me mira!...

¡Eso es duro, mamá!...

–¡Cállese, señorita!...

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132

Mientras el jefe de negociado sermoneaba vehementemente a la bebe-

dora de éter, una escena tenía lugar en la casa del bulevar de Clichy.

La Sra. de Auguste Vaussanges, que ignoraba la ausencia de la fami-

lia, había ido de visita. Angèle se retiraba; Félicie la detuvo, cerró la puerta

de entrada gruñendo:

–¡Un momento!... ¡Tengo que decirle algo!... ¡Hace mucho tiempo

que me arde este asunto en el estómago!

–¿Me está impidiendo salir, señorita?

–Señora, quisiera hablarle en privado…

–Tiene usted una forma muy particular de…

–Usted no está aquí por mí… ¡Necesito hablarle igualmente!...

–¡Impertinente!... No tengo porque aguantar…

–¡Me escuchará! – gritó la sirvienta de espaldas a la puerta – ¡Me es-

cuchará!...

–¡Está usted loca, puta!

–¡Puta!... ¡Puta!... ¡Mírate arrastrada!... ¡Maldita, te mato!...

–Déjame salir, miserable, o llamo…

La Sra. de Auguste Vaussanges, con los ojos desorbitados, la boca ba-

beante, permanecía allí, sobrecogida de espanto, apoyada contra la pared del

vestíbulo.

Félicie cambió de tono:

–Señora, conozco su historia, toda su historia, y sin embargo le sirvo

en la mesa con tanta cortesía como a las demás damas… Hubiese podido

divulgar su pasado… ¿Por qué intenta quitarme mi pan? ¿Por qué ha envia-

do usted a su marido a pedir al señor mi despido? ¿Es que acaso le molesta

que el Sr. Vaussanges sea la amante de su criada?... ¡Usted ha progresado,

usted y yo, yo progreso!... ¿Quién era usted, en definitiva? Una pobre obre-

ra, tan pobre como una sirvienta; usted ha tenido la suerte de salir de esa

miseria, de convertirse en una dama, de ganar el premio gordo en la lotería,

tras haber comido carne podrida… Pues bien, puesto que usted ya tiene ase-

gurado su porvenir, no impida a las demás seguir su camino. ¡En París, la

miseria es horrible!... ¿Ya no se acuerda?... Yo no me casaré con mi amo;

no me convertiré en otra Sra. Vaussanges, pues tengo otras ambiciones!...

No se meta en medio, eso es todo lo que le pido, todo lo que exijo, ¿me en-

tiende?... El otro día, cuando la señora me ha dado la orden de llevarle una

de las cestas de frutas ofrecidas a la casa por el Sr. Georges, ¿he sido grose-

ra con usted?... ¿Acaso mi rostro ha traicionado mi pensamiento?... Fíjese…

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usted que no es mala, ni siquiera pensó en invitarme a tomar asiento; ¡alejó

a la Srta. Jeanne, por temor a que su hija me besase!... ¡No lo he tenido en

cuenta porque un poco de orgullo está justificable cuando una se ha hecho a

sí misma!... Yo quiero a su pequeña Jeanne con todo mi corazón y soy por

ella tan bienintencionada como por el Sr. Léonce o el Sr. Robert; y en cuan-

to a usted, si la veo apenada, humillada, tímida en el salón, sufro con usted y

me gustaría poder gritarle: «¡Pero hable, mujer!... ¡Usted no es tonta y ellos

no valen más!...» Señora, créame, ¡no hay que jugar con fuego! Otras muje-

res como usted se han quemado en mis faldas… Allá arriba, en los cuartos

de las criadas todas las antiguas compañeras estaban contra mí; he subido

una noche, y desde ese día nadie me ha tosido... No hay ningún misterio:

Fue Théodore quién me contó su historia, conmovedora y digna, lo reconoz-

co, el día en el que el pavo de su marido fue expulsado de esta casa de mala

manera… Si la he advertido es para que esto no vuelva a suceder… Estaba

exasperada, pero al no encontrarla nunca sola, temiendo un escándalo, me

he comido la lengua… ¡Ya estoy aliviada!... Vamos, no llore; disculpe mis

vehementes palabras; usted me ha tratado de puta y yo he respondido… A

partir de ahora, está libre de tener detrás de usted a una mujer rencorosa y

feroz como una aldeana!... Usted me ha comprendido, señora… Todo el

mundo ignorará lo que ha pasado entre nosotras… Por mí, si usted quiere,

siempre será la Sra. de Auguste Vaussanges y yo seguiré siendo su respe-

tuosa sirvienta… ¡Está todo dicho!...

Abrió la puerta:

–¡A su servicio, señora!

Al regreso, en el coche, Charlotte y Valentine discutían respecto al re-

traso en las visitas.

–Mamá…

–¡Silencio, señorita!...

-–Sin embargo…

–No quiero escucharte más…

–¡Oh! ¡mamá!...

–¿Podéis dejaros de pinchar la una a la otra? – preguntó Théodore –

Estáis insoportables…

Encendió un cigarro y envió una bocanada al rostro de las damas que

respondieron con una mueca.

–¡Théodore, eres un maleducado! – observó la Sra. Vaussanges.

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–¡Siempre lo es! – balbuceó Valentine difuminando el humo con su

pañuelo.

El jefe de negociado inclinaba la cabeza:

–¡Vais a ver como Céleste acabará en un manicomio!... Me ha obliga-

do a probar su licor… ¡Puag!... Cuando yo era niño y tenía fiebre tifoidea,

en el momento de las crisis, se me calmaba con unas gotitas de éter… ¡Nada

más ver el frasco, me desmayaba!... ¡Y esas damas beben eso!... ¡Es el col-

mo!...

En la villa de Neuilly, en el salón de la Sra. Mercoeur, la Sra. Arminde

d’Églaë y miss Victoria Northow estaban sentadas sobre un diván tapizado

de azul.

De pie, Céleste daba órdenes en voz baja a su ama de llaves y esta se

apresuraba a terminar la instalación de una mesa cargada de vajilla de plata

y de sándwichs.

Las dos invitadas de esta selecta reunión eran ambas jóvenes, frescas y

bonitas; la Sra. d’Églaë muy morena, gordita, de piel rosa intensa, tenía un

vestido estampado de flores malvas; miss Northow, pelirroja, alta, figura

esbelta de estatua griega, ojos de color aguamarina, lleva un vestido crema

adornado con hojas verde agua y pequeñas rosas: ambas formaban con

Céleste un hermoso trío.

Eran conocidas las tristezas de Céleste; las otras damas no estaban ex-

entas de preocupaciones: la Sra. Arminde, parisina divorciada, echaba de

menos a su hija; la inglesa, antigua lugarteniente de la mariscala Booth,

quería el placer y permanecía muda a los sentidos – una nueva señorita

Tántalo, una incapaz sexual. Las compañeras de la Sra. Mercoeur eran ricas

también y vivían en Neuilly, en las villas próximas donde vivían solas en el

aislamiento de un lujo refinado y rodeadas de numerosos sirvientes. Miss

Northow, educada en Francia desde su más tierna juventud, se expresaba

notablemente en francés con una muy ligera acentuación de origen.

–¡Esta bien, Louise, déjenos! – ordenó la dueña de la casa.

Y Céleste se dirigió enseguida al comedor para tomar allí tres frascos

de cristal conteniendo tres litros. Dos de los frascos, destinados a las apren-

dices, Sra. d’Églaë y a la Sra. Mercouer, tenían una etiqueta verde semejan-

te, una única palabra: Nitrico; la otra botella reservada a miss Northow, una

etiqueta roja llevando también un solo nombre: Acético.

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El uso prolongado y habitual del éter llevaba a una tolerancia que de-

bilitaba y atenuaba sus efectos, las bebedoras habían aumentado gradual-

mente las dosis. Miss Victoria indicaba a todas las nuevas reclutas la marcha

a seguir durante la eterización. En primer lugar, el elixir de Bonjean que

contiene una notable proporción de éter fijado por azúcar y unido a infusio-

nes aromáticas y caucho; – como añadido, las perlas de Clertan; los cigarri-

llos de Naudin, los tubos de pluma abiertos en ambos extremos y encerrando

brizas de guata empapadas en éter que se conserva en la boca sin ejercer

aspiración; las lavativas de éter: 200 gramos de agua perfumada de esencia

de rosa y 10 gramos de éter; – luego el licor de Hoffmann, mezclando en

partes iguales éter y alcohol; – finalmente el Nítrico y el Acético: el primero

de un sabor penetrante y dulce, provocando una acción refrigerante, una

inercia pasajera, unas beatitudes; el segundo, él último, el Rey, de un sabor

todavía más exquisito, no desarrollando propiamente calor y la sequedad de

la mucosa bucal, sino procurando una embriaguez lenta, bien establecida,

persistente, completa, y otros efectos aún, todos los estados espasmódicos

del nerviosismo.

Las tres damas se habían acercado a la mesa cubierta de un mantel de

Frise, comenzaron a comer sándwiches que hacían entrar con nítrico y acé-

tico, bebiendo de un trago en cálices de oro, rápidamente. De inmediato

cerraban los frascos.

Sobre la chimenea, en el hogar resplandecían flores naturales, unas

lámparas japonesas de bronce, con tulipas festoneadas de lunares ingleses,

expandían por el salón oro y azul, una dulce claridad. Las cortinas ocultaban

las ventanas; las puertas estaban cerradas; no se oía ningún ruido.

–Mis queridas amigas – comenzó miss Northow, – confesad que os he

indicado la manera más encantadora de olvidar el mundo y sus desencantos.

–¡Es cierto! – dijo la Sra.d’Églaë.

–¡Así es! – afirmó Céleste.

–El vino, incluso el champán, dejan tras de sí un olor repugnante, in-

digno de una mujer… El éter…

Ahora la inglesa, de pie, esbelta y graciosa, con el torso bien erguido,

el pie derecho hacia delante, el cáliz de oro en la mano, los ojos brillantes,

sus bellos cabellos del color del maíz maduro desatados sobre sus hombros

recitaba con voz armoniosa una glorificación a la cual las otras dos mujeres,

todavía sentadas, respondían al unísono al final de cada versículo, bebiendo

al mismo tiempo que la oficiante:

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136

–El éter hace descender hasta lo más profundo de nosotros mismas

una brisa que acaricia. ¡Bebamos, hermanas!

–¡Bebamos!...

–El éter adormece los dolores físicos y las penas del alma. Su espíritu

volátil no tiene necesidad, para manifestarse, de un pinchazo de aguja como

la morfina. Con él, no hay que hacerse horribles tatuajes sobre las partes

más bellas del cuerpo… ¡Bebamos, hermanas!

–¡Bebamos!...

–El éter nos proporciona sueños y, mediante el pensamiento, volve-

mos a ver a los seres amados, infieles o muertos… Nos parece que están ahí,

a nuestras rodillas y que tocan nuestras manos y besan nuestros ojos y nues-

tros labios con sus labios voluptuosos… ¡Bebamos, hermanas!

–¡Bebamos!...

–El éter aleja los límites del mundo y nos transporta al Eldorado de los

goces eternos, bajo un cielo de aurora boreal, donde los serafines de coronas

floridas y largas túnicas blancas, hacen vibrar las violas de amor… ¡Beba-

mos, hermanas!

–¡Bebamos!...

–¡El éter es el licor divino!... ¡Oh, mujeres que lloráis, amantes pedi-

das, venid a nosotras!... ¡Vuestras lagrimas van a secarse al fin!... Sean cua-

les sean vuestros terrores – próximas a la vejez o a las crueles separaciones,

– no volveréis a ver más vuestras arrugas; ¡seréis eternamente jóvenes y

eternamente amadas!... ¡venid a nosotros!... ¡venid!.. ¡He aquí las puertas

del Paraíso!... ¡He aquí a la Virgen y todas las Santas!... ¡Bebamos herma-

nas!...

–¡Bebamos!...

Al final de esta Glorificación, las pupilas de las bebedoras se dilata-

ban; sus pulso tenían más amplitud sin aumentar sensiblemente su frecuen-

cia. Las tres damas se arrastraban, con las manos en las manos, hasta los

divanes; y allí, se abrazaron, se tumbaron, con las cabezas descansando en-

tre los encajes de los cojines. Sus ojos se cerraban, se entreabrían para vol-

verse a cerrar de nuevo, voluptuosamente.

Miss Northow suspiró:

–¿Dónde estás, hermana Céleste, y que ves?

–Estoy en un parque iluminado de estrellas; estoy sentada al lado de

una fuente límpida, abrigada por oscuros mirtos … Un joven rubio atraviesa

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137

un campo de rosales y verbenas… ¡Se detiene y me mira!... Viene hacia mí:

¡es Georges!...

–¿Dónde estás, hermana Arminde, y qué ves?

–Estoy en el centro de un inmenso anfiteatro cuyos actores son todas

jóvenes vírgenes de una blancura deslumbrante... (Esta observación tan es-

pecial de la eterización es del profesor Velpeau.)

–Yo, hermanas mías, estoy en un aerostato que se eleva por encima de

un mar fosforescente… Mi amado me abraza… Experimento un placer, ¡oh!

¡qué placer!... Labios contra labios, en el azul celeste, lentamente, subimos,

amorosamente hasta las estrellas...

Las bebedoras de éter se habían dormido, la Sra. Mercoeur y la Sra.

d’Eglaë sin reacción muscular, miss Northow con movimientos convulsos.

Las tres, bajo la tenue luz de las lámparas, mostraban una sonrisa de un pro-

fundo goce sexual.

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139

XIII

En el culmen de su encantadora borrachera, miss Victoria Northow, la

bebedora de éter, se imaginaba ser transportada con un joven en un globo

que se elevaba hasta las estrellas: el deseo de ascender de Félicie Chevrier

no alcanzaba tanta altura. La sirvienta-amante era pragmática; se conforma-

ba con llevar su aerostato hacia una temperatura deseada por todos los habi-

tantes de la tierra, – la temperatura fija de la fortuna y la salud, – y no le

hubiese costado nada sacrificar el lastre de todo aquello que se lo impidiese.

Por lo demás la comparación de ella con la adicta de éter carecía de exacti-

tud, puesto que el descenso desde el sexto piso era la segunda etapa de su

marcha triunfal. La criada, que no bebía éter, adolecía de poesía, prefirien-

do, a otro modo de locomoción, el va y viene de sus piernas nerviosas afian-

zadas sobre el suelo.

La perigurdina sentía orgullo de ver en torno a sus faldas un mundo

servil o al menos diferente, desde los amos esclavos y la pariente flagelada,

hasta los invitados de la casa. El serio y solemne Chrétien des Mazerolles, el

muy modesto y muy gran sabio doctor Ambroise Le Roux, el cómico Mece-

nas Bagois decían dirigiéndose a la sirvienta: «Señorita» o «señorita Féli-

cie», – pues esos caballeros se inclinaban ante la conocida y aceptada situa-

ción por todos. Quizá aún desconocedores del papel activo de Georges Lu-

zard al lado de Charlotte, pero eran perfectamente sabedores de los amores

del Sr. Vaussanges y de la joven criada. El más duro en la dispensa de la

cortesía fue el Sr. Bagois que a su edad, su calidad de colega de Théodore e

invitado durante diez años, parecía sentirse autorizado a habituales familia-

ridades entre la burguesía poco ceremoniosa. Tras una mala mirada de la

sirvienta y un mohín de disgusto, Mecenas abandonó sus pequeños viajes a

la cocina a la hora en la que sonaba el violonchelo en el salón; el soltero,

gran aficionado a las buenas comidas, veía sus invitaciones comprometidas;

sacrificó su triste y senil ansia de amor por la seguridad de su vientre. En la

mesa ya no lanzaba los: «¡Psstt!... ¡pan!» «¡Gracias, cielo!» No, se expresa-

ba como los demás: «¡Pan, por favor, señorita!» «Se lo agradezco, señorita.»

Para Mecenas Bagois, eso no era gran cosa, y sin embargo significaba

mucho para Félicie.

Céleste Mercoeur continuaba con su adicción al éter; la Sra. Le Roux,

la Sra. Lafont y sus hijas parecían saberlo todo; el Sr. Auguste no profería

palabra, bajo los ardientes ruegos de su esposa. La cuñada, la pobre Angèle

Vaussanges, tan vapuleada por la criada, inventaba pretextos para hacer sus

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140

visitas más escasas y, cuando estaba allí, temerosa, huyendo de la sardónica

mirada de la muchacha triunfante y su obsequiosa cortesía, más terrible que

sus ojos inquisidores, la invadía una gran pena, no por el recuerdo de las

humillaciones padecidas, sino del peso de la tormenta que rugía sobre su

familia. Angéle se preguntaba si hacía bien guardando silencio, y algo decía

a la humilde mujer: El deber demostrado inútil a veces resulta muy peligro-

so para aquellos a los que se quisiera servir.

En el barrio Pigalle, Félicie era amada o temida; los proveedores se

achicaban ante la clienta hoy desdeñosa de las mercancías y comprando

siempre las mejores carnes y las más exquisitas viandas. Algunas veces da-

ba unos centavos a la vieja Barba, cuando, por casualidad, en un momento

apresurado, la sobrina enviaba a su tía a buscar provisiones. En cuanto a las

porteras, no ahorraban elogios a la Srta. Félicie.

–¡Ahí va una que sabe llevar una casa! – exclamaba la Sra. Tareau –

he visto el apartamento: ¡está de un limpio!...¡Ni una mancha, y unos co-

bres!... Además, la Srta. Chevrier es muy atenta con nosotras, ¿no es así,

señor Tareau?...

–¡Desde luego!– respondía el portero, muy orgulloso bajo el sombrero

y el traje azul de botones blancos de los recaderos del Banco– ¡Con toda

seguridad!... Nos da vino, licores, y, aún, esta mañana, la mitad de un pernil

y fresas… ¡Pero la diablesa le debe costar un montón a sus amos!...

–¡Chssst! ¡señor Tareau!...

–El Sr. Vaussanges es un asno… ¡Va con la sirvienta y su mujer me

gusta más que la Félicie!…

–¡Basta, señor Tareau!...

Las criadas del sexto se entusiasmaban cada vez más con la Srta.

Chevrier. Rosa estaba orgullosa de un apretón de manos de Félicie y la Sra.

Bouvet declaraba en voz alta que la gascona era un verdadera mujer y hon-

raba la profesión.

La vendedora de periódicos, Sra. Clémence, acaba de ofrecer a la sir-

vienta rica venderle su fondo de papelería, deseosa de instalarse en otro la-

do, y la criada rechazaba de un modo tan gentil, expresando otras ideas con

tanta gracia, que la encantador vecina había vaciado su corazón:

–Señorita, cuando, en los primeros tempos venía usted a mi casa, con

el mandilón de cuadros rojos y en zapatillas, yo traducía así mi odio, antes

sus colegas enemigas: «Cuando esa gran pava os mira, se diría que le sale de

alguna parte!...» Hoy, quiero cambiar mi decir: «¡Cuando la Srta. Félicie

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Chevier me hace el honor de charlar conmigo, me siento feliz y orgullo-

sa!...” La Sra. Bouvet tiene razón: ¡Señorita, es usted una mujer muy ama-

ble, muy bonita, muy inteligente y, a fe mía, muy fuerte!...

Se abrazaban como amigas, como hermanas.

Todas las mañanas, la Barba abría la ventana de la habitación de la jo-

ven criada y preparaba el café con leche de los amos, sin olvidar nunca

hacer la crema para el chocolate de su Félie. La perigurdina, aún somnolien-

ta, se levantaba para tomar la taza y un brioche caliente con mantequilla

muy fresca. Después del chocolate, comía un puñado de cerezas en tempo-

rada; luego echaba una cabezada o devoraba la novela parisina del día, hasta

la maldita hora en la que el jefe de negociado venía a molestarla, el único

mal momento. Entonces, después de un lavado de pies, una limpieza de su

cuerpo, una gran limpieza con suaves perfumes, se vestía y llevaba el al-

muerzo a la habitación de las damas, frío o caliente, pronto o tarde, eso no

tenía importancia.

Con motivo de la liquidación de abril, el Sr. Vaussanges había ganado

dieciocho mil francos. Aprovechando la circunstancia, Félicie quiso haber

vibrar la lira y obtuvo siete billetes de mil que se apresuró a depositar en su

cuenta de la Caja de Ahorros. De una fuente diferente, envió trescientos

francos a Coussières. En la mima semana, en efecto, recibió quince mil lui-

ses del Sr. Luzard, un vestido de fiesta, una mantilla y veinte centavos del

Sr. Léonce.

Los hijos de los Vaussanges vivían en ese medio de corrupción; Va-

lentine, todos los días, cuando su madre no la enviaba a casa de las damas

Lafont todas las noches; Léonce un día por semana, el domingo; el colegial

de Rollin había pasado allí las fiestas de Pascua; – y eso era suficiente para

que las dos jóvenes imaginaciones presintiesen ya los funestos efectos.

A su salida del pensionado de la calle del Rocher, Valentine, risueña,

en el estallido virginal de sus diecisiete años, prometía ser una hermosa mu-

jer como lo era su madre, y de repente, sin haber cumplido todo su creci-

miento, dejó de crecer; su desarrollo físico se detuvo, arruinado por unos

hábitos solitarios que la joven había contraído, no en el pensionado donde se

educó muy laboriosa y casta, sino en su propio hogar. Y esos hábitos, sobre

los que no nos conviene insistir, databan de las siniestras horas en la que la

casa se hizo transparente para la señorita. Cierta tarde de invierno, poco

tiempo después de la inocente confidencia que había dejar caer desde su

corazón en presencia de la sirvienta y en relación al Sr. Henri de Breteuil, el

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142

aristócrata que había conocido en Cabourg, Valentine sorprendió a su padre

y a Félicie en la cocina; se detuvo en medio del corredor, no atreviéndose a

avanzar para transmitir las órdenes de su madre a la criada, y había visto,

por el cristal de la puerta, las sombras que se abrazaban a la luz de una

lámpara de petróleo. Experimentó una gran humillación y una profunda tris-

teza: evitaba hablar a Félicie, salir con ella, pero la confesión de su secreto

la obligaba a ser prudente. La señorita despreciaba a su padre, sufría por la

esposa valiente, lloraba por la madre adorada: sus lágrimas secaron y la in-

vadió un nuevo desprecio, luego de inmediato una completa indiferencia,

cuando por fin se percató de que las visitas del Sr. Luzard no eran por ella.

¿Cómo no advertir la súbita metamorfosis desarrollada a la vez en su

casa y en la persona de su madre?... ¿Por qué esos lujosos vestidos?... ¿Por

qué, en la habitación nupcial se levantaba ese biombo indicador de un ais-

lamiento deseado?... ¿Por qué la madre alejaba siempre de ella a la hija que

antaño tanto amaba?... ¡Oh! ¡qué frías parecían las caricias y los besos!...

«No sales bastante… El tiempo es bueno… ¡Ve a ver a tus amigas!... ¡Va-

mos, vete!...»

Y la muchacha salía, salía todo el día, regresando por la noche, y en

lugar de una madre tranquila, sonriente y bendita, se encontraba una mujer

enervada, de rasgos fulgurantes.

Al final del otoño pasado e incluso en el comienzo del invierno, el Sr.

Georges Luzard no cenaba en casa excepto los domingos, y no regularmen-

te; hacia un trimestre que se le podía encontrar a la mesa tres veces a la se-

mana.

El Sr. Luzard sonreía en la mamá; se aproximaban el uno al otro, se

tocaban las manos, disimuladamente; Félicie, bajo el pretexto del servicio,

de retirar la vajilla o pasar un cepillo para limpiar las migas, se frotaba con-

tra papá: mamá no veía en absoluto a papá y papá no veía en absoluto a

mamá, y todas esas cosas eran visibles para ambos... ¿Entonces, qué?... ¿Se

entendían a cuatro?.. ¡Padre y sirvienta, madre y amante!... ¡sí, la señorita

por fin lo comprendía, se burlaban de ella, de su flor virginal!...

Fue por lo que, en Neuilly, en el jardín de la Sra. Mercoeur, Valentine

interrogaba a su madre en relación con el matrimonio del que el jefe del

negociado las abrumaba en familia. Tuvo el placer de saber que la mamá se

oponía a esa unión, pero ella no conservó menos el horror del hogar inmun-

do y su imaginación no trabajo menos para penetrar en los misterios de to-

das esas vilezas. A pesar de su aire de chiquilla de cabellos de un dorado

pálido cortados a lo perrito, cabellos casi muertos, gentil siempre por el bri-

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llo de sus ojos, el frescor de la tez, el hoyuelo del mentón, y los dientes

blancos con las paletas apartadas, se sentía madura. En los bailes de los La-

font, el contacto del bailarín la sumía en un estado de gran turbación. Regre-

saba con el fuego en la sangre, y a lo largo de horas de insomnio, tanto dis-

tinguía un ruido de besos exhalados del despacho donde el padre decía sudar

sobre las cifras, tanto se estremecía a la voz de la madre que suspiraba:

«¡Georges… oh, mi Georges!...»

En un momento quiso gritarles su infamia en la mesa, y, eso hecho,

bajar a la calle, matarse o perderse a lo lejos; no se atrevió, temerosa ante el

futuro, y la infernal comedia la consumió lentamente hasta el día en el que,

ella también, no teniendo ya nada que amar ni respetar en el mundo, la carne

quemada por el espectáculo, se sumió en el vicio de los hábitos solitarios.

Cayó en esa silenciaos orgía de sí misma, donde todo desfallece, y el co-

razón, y la salud y la razón, y todo lo que es digno de vivir, de ser amada y

de amar.

Madre egoísta y padre monstruoso, tal era la opinión de Valentine so-

bre sus progenitores: el padre, no dudaba en entregar su hija sin dote al rico

amante de su esposa; la madre, absorbida en sus amores, no pensaba en ca-

sar a su hija, aunque se opusiera al matrimonio con el Sr. Luzard. La mejor

de la casa era Félicie, Félicie que decía:

–Mi pobre señorita, no tiene suerte, siempre repite que no quiere ca-

sarse con el Sr. Georges y no encontrará nunca otro enamorado como el de

la playa!...

–¡Tienes razón, no tengo suerte!...

Valentine se veía abandonada, solterona, y el recuerdo del Sr. De Bre-

teuil cantaba en su memoria. Soñaba por la noche; viciosa, se moría.

Léonce, un muchacho de dieciséis años, no había mirado nunca a las

otras criadas que se habían sucedido tan numerosas en el espacio de algunas

meses; sin embargo, ahora el pilluelo acababa de prendarse con loca pasión

por Félicie. En las fiestas de Pascua, y para suplicio de su padre, había debi-

do acostarse en la habitación contigua de la de la sirvienta, y estaba incen-

diado. Con esa fuerza de observación de los jóvenes cerebros que hace que

más adelante los hombres inteligentes recuerden sin esfuerzo los menores

detalles de las aventuras de la infancia, el precoz colegial había adivinado,

en ciertas miradas, los amores secretos de la familia antes que su hermana.

Pero no perdía su tiempo en incriminar a la casa, absorbido por completo en

su pasión. Por la noche, imaginaba el desnudo de la mujer por comparación

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con las estatuas, principalmente la de la Venus del Milo, a la cual añadía dos

hermosos brazos; escuchaba a la criada caminando sobre la alfombra,

abriendo su armario, alineando su lencería, riendo, hablándose en voz baja,

sola. ¿Qué podía decir?... Lo ignoraba. ¿Tal vez se burlaba de él?... Escu-

chaba aún cuando estaba seguro de que ella dormía, pese a que no roncaba;

escuchaba, atento como si hubiese podido oírla dormir. La volvía a ver

siempre presente en su pensamiento. Involuntariamente bostezaba si ella

bostezaba; reía, si ella reía; se hablaba en voz baja, solo, cuando sola, en voz

baja, ella se hablaba. ¡Era demasiado fuerte! La mañana de su partida para el

colegio, la acechó y la besó.

–¡Oh! ¡señor Léonce!...

Le pareció tan divertido, tan penoso con su larga nariz y sus manos

temblorosas que rompió a reír a carcajadas.

Él regresó al colegio, afligido.

A partir de ese día, Léonce ya no trabajó. Los exámenes de la primera

parte del bachillerato de letras se acercaban y los profesores preguntaban al

alumno, de ordinario estudioso, no comprendiendo nada en presencia de ese

nuevo cáncer.

–¿Está enfermo, señor Vaussanges?

–¡No, señor!

–¿En qué piensa entonces?

–No lo sé, señor!

–Vaya a dar un paseo…

El permanecía frio, con los ojos mirando al techo.

–Señor Vaussanges me va a obligar a privarle de salir…

–¡Señor!...¡ señor, no!...

–Pues bien, trabaje.

–¡Sí, señor… sí señor!...

Léonce comenzaba a empollar, pero sin inteligencia. De los diez pri-

meros, había descendido a la cola de la clase y los profesores, que no eran

malos, habían acabado por decir:

–El pobre muchacho está perturbado. Más vale tratarle mejor… ¡Re-

doblará su retórica, eso es todo!

En la mesa, el padre menos tierno que los profesores de Rollin, inter-

pelaba a su hijo:

–¿Qué miras, imbécil?

–¡Nada, papá!...

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La obsesión por la mujer se convertía para Léonce en un auténtico do-

lor; estaba sombrío, invadido por una idea de suicidio. Escribió una carta en

verso que depositó sobre la mesilla de noche de la sirvienta.

–No me escriba más, señor Léonce, me va a comprometer…

–¡La amo!...

–¡Quiere callarse!...

Extrajo un franco de su bolsillo, toda su paga semanal:

–Tome, Félicie…

–No, señor…

–¡Ah! me hace daño!...

–¿Por qué me da este dinero?...

–Sé que es bien poco, pero si lo rechaza tal vez me mate…

–¡Venga ya, no bromee!...

–No bromeo, Félicie… ¡Tome!... Pero tome…

Ella lo vio tan triste, tan sincero que acepto los veinte centavos.

–¡Béseme, rápido!... ¡Se lo autorizo…

–¡Te adoro!... ¡Me vuelves loco!...

–¡Mocoso!...

Léonce ya no pensaba en los exámenes; esperaba las vacaciones de

agosto con un plan de campaña amoroso largamente meditado en las noches

del dormitorio.

Los hijos Vaussanges eran huérfanos, peores que huérfanos, aunque

tuviesen un padre vivo y una madre viva. ¡Cuando el respeto familiar está

muerto, el parentesco está enterrado para siempre!

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XIV

En plena sobrexcitación de los sentidos, poniendo en ello toda su

energía vital, Charlotte se sintió angustiada. Luzard hacía sus visitas menos

frecuentes y se justificaba con mil pretextos; ya no aprovechaba todas sus

horas libres; ya no se producía esa pasión fogosa que inflamaba el corazón y

la mente hasta las entrañas de la radiante mujer.

Georges ya no era Georges, y el amor del joven se distendía como la

cuerda de un arco precioso que un tirador hábil desdeña en la lasitud de las

victorias o que reserva para otro terreno de combate.

Pareció a Charlotte sumirse, no en su noche calma, serena y pasada,

sino en un vacío cuya extensión no podía medir, ni comprender esa caída,

por supuesto horrible.

Durante los primeros calores del verano, Georges todavía la abrazaba:

–¡Estás loca!... ¡Claro que te amo!...

El abrazo era débil, la caricia casi fría.

¡No, ya no era Georges! Ya no entraba en la habitación con los ojos

encendidos, el pecho jadeante, para tomar a la dama rubia que acudía hacia

él, para mecerla, mimarla, devorarla con sus labios sensuales y llevarla fi-

nalmente al lecho, estremecido, entre sus brazos hercúleos.

No. Se presentaba como un gentleman, enamorado correcto, simpáti-

co, que besa la mano que se le tiende; ya no se estremecía ante el fruto sa-

broso y prohibido; ya no la ayudaba a desabrochar el corpiño; no había teni-

do, ni podía tener para ella, en su declinar, la prudente discreción de un ma-

rido por su esposa, de un joven amante por su amante virgen: los delicados

sacrificios, las búsquedas artísticas y pacientes, el deseo de retrasar los des-

cubrimientos, de llegar a esos tesoros con el temor de bruscas sacudidas, de

floraciones apresuradas, de la caída de las hojas, del despojar demasiado

precoz de ese rosal que, bien florido y para un solo hombre, es el orgullo de

la creación: la mujer.

No había caminado; había corrido; y como no estaba sofocado por el

viaje, y, sin duda, deseoso de ver al final del camino nuevos horizontes,

Charlotte quiso reconquistarlo desempeñando un papel activo, volviéndose

melindrosa allí dono él era indiferente, apasionada allí donde él era tierno.

Ella percibía sobre el cielo espantosas nubes; sentía que después de

Georges ya no amaría a nadie y quería gozar de la recuperación de su luju-

riante cosecha. Por varias causas, la vejez le daba miedo; quería apagarse en

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un espasmo frenético; tras largos y terribles excesos; activaba su amor con

todo el poder de su odio contra el marido, primer desertor de la alcoba:

–¡Oh! ¡Qué bien he hecho al engañarlo! – exclamaba.

Charlotte se imaginó engañar todavía mejor al Sr. Vaussanges dando a

su pasión formas y acentos que un bravo hombre, sano de espíritu y cuerpo,

jamás pide a la esposa; se imaginó reconquistar al enamorado con astucias

de puta impúdica y lloró sus vergüenzas raramente aceptadas y a menudo

rechazadas. Era sabido que Georges era un verde galán, pero no un vicioso.

Era a esa conducta ejemplar a lo que debía su robustez poco común; no ten-

ía nada que conceder, sobre todo a una burguesa tan inexperta como bien

intencionada en la obra de la lujuria. A pesar de todo, la mujer creyente se

colgaba y sangraba en la horca de la infamia.

–¡Tú ya no me quieres!... ¡Ya no me quieres!...

–Te soy absolutamente devoto… ¡Ponme a prueba!...

Ella se levantaba, irritada:

–¿Dinero?... ¿Dinero?... ¿Te gustaría que tuviese necesidad de dine-

ro?... A todas las mujeres les gusta el dinero, pero no por eso deben todas

humillarse a ser unas mantenidas…

–Yo no te he dicho eso, Charlotte, pero si por casualidad…

–Lo que yo quiero, ya que tú afirmas que no soy demasiado vieja ni

estoy demasiado marchita, lo que quiero, son tus ojos, tus labios!... ¡El in-

cendio que has prendido no puede apagarse más que con todo mi cuerpo!...

Dime, ¿cómo te gusto?...

Ante ese desencadenamiento de halagos para su orgullo, Georges no

se atrevía a romper. Volvía, arrastrado por el hábito, sin dudar que él, el

espejo de mujeres, el artista aficionado, actuaba como hubiese actuado un

burgués inocentemente casado, – unos de esos hombres cándidos para cerrar

los ojos al declinar de los astros, porque, gentes virtuosas, solo les gusta ver

salir el sol.

Entre tanto, el jefe de negociado perdía en Bolsa una gran suma. La

liquidación de mayo ya había absorbido todos los beneficios, todas las ga-

nancias de abril; la de junio fue desastrosa; y como Théodore jugaba, a es-

paldas de la familia, conformándose con ofrecer antes una buena parte del

pastel a la sirvienta, se resignó a soportar solo el formidable marrón y a po-

ner buena cara ante la mala suerte. En la casa, fingía reír, se volvía expansi-

vo; fuera, tomaba la actitud ensimismada del banquero de garito extraordi-

nariamente en racha desde varias semanas atrás que, una noche de Navidad,

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teniendo dos sotas, mira caer en el tapete ocho y nueve, treinta y siete veces

seguidas, sobre las dos cartas.

–Para ganar, – decían al banquero los jugadores burlones, es necesario

un punto!..

Al día siguiente, el banquero amargado marcaba las cartas y burlaba a

los clientes.

–¡Nueve!... ¿Un punto, verdad caballeros?

Théodore no tenía esperanzas de corregir la fortuna; era libertino y

terco pero leal, y luego la Bolsa, ese palacio de malsanas exhalaciones, os

toma sin que podáis defenderos, a menos que dirijáis vosotros mismos la

política y sus fluctuaciones. Se ha visto bajo todos los regímenes, y esto es

historia, ministros enriquecerse, despreocupados de su dignidad; jamás se

verá a un hombre honrado hacer fortuna en Bolsa.

El Sr. Vaussanges hubiese debido acordarse del crack y de sus innu-

merables catástrofes, no se acordaba de nada. Desde la llegada de la sirvien-

ta-amante, tenía necesidad de dinero. A veces, por la noche, a pesar de su

amor siempre intenso, pretextaba cenas en la ciudad y corría a los informa-

dores de segunda mano – a los tugurios de antiguos jockeys o de corredores

de bolsa sin empleo, de esos bromistas que se deslizan entre los recintos del

pesaje del hipódromo y dan los nombres de diez caballos diferentes a diez

personas. Atravesaba el bulevar, con las oídos silbando, la frente sudorosa,

entraba para reflexionar mejor en los cafés vecinos del Crédit Lyonnais,

pedía los periódicos, estudiaba la política extranjera y los debates internos, –

y volvía a marchar con un nuevo impulso al que aferrarse todavía.

Tanteo el bacarrá.

De unos cien mil francos de la dote de la Sra. Vaussanges, no le que-

daron más que veinte y pico mil francos.

Antes de arriesgar un último golpe a la Bolsa, el jefe de negociado,

aún generoso con Félicie, pensó que sería bueno determinar finalmente si

Georges Luzard estaba dispuesto al matrimonio o no.

–Charlotte, – dijo una noche, después de haber rogado a Valentine que

lo dejase solo con mamá,– Charlotte, tengo que hablarte muy seriamente…

–¡Ah!...

La Sra. Vaussanges se puso pálida.

Él continuó sin percatarse del trastorno y la palidez de su esposa:

–Georges es un muchacho amable… ¡Sapristi, no tiene prisa!...

–¿Prisa por hacer qué?

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–¡Casarse, caramba!...

–¿Con Valentine?...

–¡Con Valentine, evidentemente!... No va a ser con la reina de Inglate-

rra… Ah, pero tienes aspecto de regresar de Pontoise… ¿Es que el matri-

monio no se ha decidido?

–¿Decidido por quién?

–¡De entrada por mí!... Digo «por mí» como una simple manera de

expresarme… ¡Ellos se convienen!...

–¿Qué sabes tú?... ¡Llamemos a Valentine!...

–¡Es inútil!... Nuestra hija acatará la opinión de su padre y su madre…

–¡No se la debe forzar!...

–No se la forzará… Le diré dos palabras y comprenderá que su dicha

está en esa unión… En cuanto a Georges…

–¿Sí?

–No tiene prisa, lo constato, pero bastaran algunas hábiles palabras…

Las mujeres saben proceder mejor… Tú ya sabes…

–No…

–Bastaría con tu graciosa intervención… ¡Oh! sin brusquedad!...

–¡Nunca!

–¿Eh?

–¡Nunca!

–¿Por qué?

–¡Sería indigno… de una madre!...

–¿Qué mosca te ha picado?... Palabra de honor, parecería que Georges

es un extraño aquí!... Vamos, Charlotte, si el Sr. Luzard tuviese otros inter-

eses, no vendría tan frecuentemente a casa…

–¡Viene menos a menudo!...

–No lo he notado… En fin… ¿quieres encargarte?...

–Ya veré…

–¿Mañana?

–Mañana… u otro día…

–Tal vez es mejor dejar pasar la semana siguiente… Ya sabes… Estoy

seguro que lo adivinas… El 14…

–Sí, el 14 de julio… ¡Tu condecoración!...

–¡Luzard ha trabado bien a mi favor!... Todos los senadores y diputa-

dos del Sena Inferior han sido tocados… ¡Lo que halaga a ese muchacho

tener un suegro caballero de la Legión de honor!...

–¡Difícilmente se lo imaginaría!

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–¡Sin duda! Así pues, el día de la fiesta nacional…

–El Sr. Luzard no estará en París…

–¡Es cierto!... Le horrorizan las multitudes… Háblale no obstante an-

tes de su partida para los Pirineos… Sé que ha prometido reunirse con noso-

tros en la costa… Sin embargo es preferible, desde todos los puntos de vista,

no esperar…

–¡Ya veremos!...

Llegó el 14 de julio y el Sr. Vaussanges fue condecorado; esa cinta ro-

ja no produjo ninguna alegría a la familia excepto al titular, a Auguste y a

Angéle. El jefe de negociado presidió la cena, el ojal del florido chaleco con

una cruz de brillantes ofrecida por Luzard; para su mujer y sus hijos, para

esos tres seres con el rencor y el desprecio oculto, les pareció pueril y gro-

tesco, en su desbordante vanidad.

Detrás de la puerta, Félicie se partía de risa escuchando vociferar a la

vieja Barba plantada en el fondo de la cocina:

–¡Ahí tenemos un caballero de honor!... ¡Un bonito cornudo!...

Unos días más tarde, una mañana, hacia las nueve, el Sr. Vaussanges

bajaba de un choche ante el palacete de Georges, en la calle de Mont-

Thabor. El jefe de negociado llevaba la condecoración sobre su chaleco y su

abrigo. Golpeaba con el pie, impaciente e irritado, muy sorprendido de que

se hiciese esperar a un caballero.

–¿El Señor George?...

–¡El señor duerme! – respondió Étienne.

–¡Despiértele!...

–¿Perdón?

–¡Despiértele!

–Tengo órdenes de despertar al señor solamente a mediodía…

–¡Por el amor de Dios!... Esto es muy urgente… ¡Anuncie al Sr.

Théodore Vaussanges!...

Él ya desabotonaba su abrigo, irrumpiendo la cinta roja del chaleco en

caso de que la primera insignia no hubiese sido observada por el criado.

–¡Vamos! – ordenó.

Y penetró en el salón del pintor amateur, mientras el mayordomo sub-

ía la escalera del palacete. Contemplaba la estancia, el techo de vigas azules

y rojas, en forma de cúpula, totalmente cubierta con viejas tapicerías de los

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Gobelins, encumbrada de objetos de arte, y un vitral brillante que daba al

jardín; se encontraba a sus anchas sobre el sofá donde la Sra. de Mercoeur

había experimentado una amarga desilusión, donde tantas mujeres habían

suspirado, donde su propia esposa se había tumbado tan voluptuosamente;

observaba un mueble con un cajón secreto cuya abertura le hubiese desvela-

do muchas cosas, cuando apareció Georges.

El Sr. Luzard estaba en camisa de surah y en chaqueta de franela blan-

ca. Al anuncio del criado, se había dicho: «¡El marido lo sabe todo! ¿Qué

hacer?... ¡Bah! ¡Vaussanges es un goloso, pero no comerá de todo!...» En-

traba con las manos libres, la cabeza erguida, los ojos claros, los bigotes

levantados, dispuesto a responder. De pronto, su valiente actitud – un re-

cuerdo de la época en la que llevaba uniforme – cambió, pues Théodore

sonriendo le estrechó las manos:

–Mi querido Georges… ¿Es usted un amigo, sí o no?

–¿Se va a batir en duelo?... ¿Busca un testigo?... ¡Soy todo suyo, que-

rido!...

El jefe de negociado sacudió la cabeza:

–No soy un camorrista…

–Sin ser un camorrista…

–Bueno, de momento no se trata de un duelo….¿Me dirijo a un ami-

go?

–Desde luego…

–Esperando un título más próximo, más íntimo aún…

Georges guardaba silencio y Théodore pensó:

–El muchacho es tímido… Enrojece… ¡Esto está chupado!... ¡Es sen-

cillo, Charlotte se encargará!...

Continuó:

–Me encuentro en algunas dificultades… Nuestra fortuna está deposi-

tada en rentas nominativas y por una pequeña operación…

Luzard se inclinó, gracioso:

–Usted tendría necesidad de…

–Diez mil… ¿Es una suma muy fuerte?... Tal vez con…

–No… no hay problema… Pasaré a habar con mi banquero hoy y…

–Es que la Sra. Vaussanges ignora…

–¡Poco importa!...

–De todos modos le rogaría…

–¿No decir nada?... Soy discreto, querido amigo, y si usted quiere po-

demos vernos a las seis en el café de la Paz. Le entregaré allí la suma…

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–¡Gracias, Luzard!

–Es lo menos que puedo hacer…

–¿Cuándo deberé devolvérsela?

–¡Cuando le plazca!

–¡Es usted un corazón de oro!...

Ese mismo día, el jefe de negociado se embolsaba los diez mil francos

contra un simple recibo, y sin indicación de intereses ni fecha de devolu-

ción. Con esta cantidad, dio quince luises a Félicie, excusando su mala racha

momentánea.

Luzard se consideró muy feliz de haber hecho un favor al marido. Su

fortuna le permitía ese préstamo no productivo incluso a largo plazo; tenía

completa seguridad, ignorando las aventuras de Théodore; además, el hecho

de haber engañado al protegido de su padre y a su propio obligado le hubie-

se resultado menos grave si el apuesto y buen muchacho, que en definitiva,

no repartía más que felicidad – exceptuando a la Sra. Mercoeur – hubiese

podido tener algún atisbo de remordimiento.

Otra razón se impuso en el espíritu del prestamista: Georges se creyó

un poco más libre, respecto de Charlotte. La mujer ya no le atraía del todo, y

experimentaba por ella a la vez mucha compasión y un poco de asco, cuan-

do la veía arrojando sus últimos fuegos, en una furia de desenfreno. Él reco-

nocía que la había puesto en ese estado y no quería abandonarla brutalmen-

te; su próximo viaje acostumbraría a la amante a la idea de la separación

necesaria. En Cabourg, se dirían un último adiós; se besarían con una su-

prema voluptuosidad; luego Georges buscaría otros lugares, retomando su

arco, – y la Bella durmiente del Bosque se volvería a dormir o tomaría un

nuevo Príncipe si tal era su fantasía.

–¡Pan!... ¡Ya está!.... ¡La señora le molesta! Ya me parecía a mí que

esto acabaría sucediendo!… No me sorprende que no durase: un hombre tan

joven con una tan madura!... ¡Pase aún para los caballeros ociosos que se

hacen mantener por las damas!... Pero el Sr. Georges es rico y hubiese apo-

quinado fijo si la señora no hubiese sido tan simple!... La señora se confor-

mará con abrazar las notas cariñosas en su cajón y besar las fotografías del

señor!... ¡Ella lo fastidia!... ¡Lo fastidia!... ¡Lo fastidia!...

Tales eran las exclamaciones que su temperamento observador arran-

caba a Félicie. La Barba dijo:

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–Mi Félie, tu siempre aciertas, ves claro, muy claro!... ¡Ah! ¡me gus-

taría estar en el lugar de mi hermana y haberte hecho!...

–Di: ¡«engendrado», tía! Es la palabra que emplea en semejante aven-

tura el doctor Ambroise Le Roux, el sabio del segundo…

–¿Entonces, en las conservación de las dabas y los caballeros, apren-

des?

Félicie arrulló haciendo gracias:

–Absorbo… retengo expresiones científicas o elegantes y las transmi-

to a Victor para que él me las parafrasee!...

A las cuatro de la tarde, – Georges salía de la habitación de Charlotte,

aún más pronto de que costumbre, y sin embargo Valentine estaba ausente y

el Sr. Vaussanges se encontraba todavía en su despacho. Atravesando el

comedor, el joven se cruzó con Félicie; con una señal, le dijo que se detu-

viese y ella así lo hizo. Tocó las mejillas de la sirvienta, le levantó la cabeza,

la examinó como se hace con una extranjera apetecible y favorable que se

codicia. Ella dejaba caer sus bellos ojos de terciopelo, tendía el cuello a la

caricia; él depositó un beso en lo más blanco de las carnes rosadas.

Ella iba, muy graciosa, a abrir la puerta.

–¡Es usted encantadora!...

–¡Señor Georges!...

–Escúcheme: sus amos estarán mañana en Neuilly, en casa de la Sra.

Mercoeur… Mañana, durante el día, vendré a por usted… ¿Le gustaría?

–¡Oh! señor Georges… ¡He soñado con eso!… ¡Pregunte a mi tía!...

Las damas Vaussanges partieron temprano y, a pesar de su deseo de

quedar en casa, el jefe de negociado debió dirigirse al ministerio de finan-

zas: las vacaciones reglamentarias estaban próximas y había que hacer un

último esfuerzo.

La Barba había dedicado toda la mañana a encerar la habitación de su

sobrina, a desempolvar las alfombras y los muebles. Puso sabanas limpias,

una almohada blanca, flores; quiso llevar el piano y el gran reloj de péndulo

del salón; pero la Félie se opuso a ello.

La joven criada en camisón claro, un regalo de la señora, esperaba al

señor. Se meneaba en sus zapatos de charol, lencería blanca, peinada a lo

Victor. No era ya el vulgar gorro frigio, sino un peinado original y seductor:

la raya a la izquierda, como un muchacho, los cabellos retorcidos bajo la

nuca, los mechones de rizos cayendo a la derecha, cubriendo una parte de la

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frente y dando al ojo miradas de misteriosa claridad, bajo sombras dulces y

cálidas; se meneaba ante el armario de espejo, con una rosa en la cintura,

sonreía a sus dientes, al intenso satén de sus labios, se besaba y se alejaba

con sonrisas y movimientos voluptuosos de caderas.

–¿Estoy bien así?... ¿Me encontrará bella?...

–¡Sí, mi Félie, sí! – afirmaba la Barba, sobrecogida de admiración.

El Sr. Luzard llegó sobre las dos… Se produjo una seria y gran batalla

entre el señor y la joven sirvienta…

–¡Eres una muchacha bonita, a fe mía!

–¡El Sr. George me hace muy feliz!...

–A medianoche parto para los Pirineos… Nos encontraremos en Ca-

bourg…

Él abrió su cartera.

–No – dijo ella – se lo ruego… ¡Hoy eso me ofendería!...

Durante la velada, Georges fue a despedirse de la familia Vaussanges

y, en el vestíbulo, el beso más cariñoso fue para Félicie.

Tras la partida de Georges, Charlotte se hundió en sus crueles pensa-

mientos y el ultraje marital le pareció más penoso, más odioso de sufrir:

todo su pensamiento que antes se dirigía al amante; hoy su mente vagabun-

da regresaba al hogar, lleno de esa necesidad de investigar. ¡Hubiese queri-

do despedir a la sirvienta! Pero no podía hacerlo por temor a que se divulga-

se el secreto de sus amores... Al menos deseó conservar con ella a su hija, y

eso le hacía encontrar en su pobre corazón unos tesoros de ternura materna.

Valentine acogió muy mal el regreso tardío y explicable de la madre a la

que ya no amaba, que ya no quería amar. ¡Eh! ¿Cómo?... Valentine la había

desenmascarado?... Si, y la madre lo comprendió... Esa fue su mayor pena,

su vergüenza de vivir; se hundió en el dolor hasta el momento en el que,

cansada de llorar sola, sin esperar el perdón, se levantó aún, tentada, angus-

tiada por Georges, irresistiblemente, infernalmente.

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157

XV

Los Vaussanges comenzaban los preparativos para ir de veraneo. Era

a primeros de agosto; la familia se iría el día 4, con la idea de ausentarse

hasta finales de setiembre; el jefe de negociado regresaría a Paris cuando

expirasen sus vacaciones: volvería todos los sábados por la tarde y se iría

todos los lunes por la mañana.

Léonce acababa de suspender los exámenes de bachillerato y se había

decidido que seguiría en Cabourg las lecciones de un profesor que, durante

las vacaciones, desplazaba a la localidad su pequeña y seria escuela.

En medio de sus aventuras, Félicie no pensaba demasiado en los gran-

des trabajos del doctor Le Roux, el vecino del segundo. Rosa vino a decirle

misteriosamente.

–Es esta noche, a las once, señorita…

–¿Lo qué, Rosa?

–Ya lo sabe... El doctor y el señorito Robert…

–¡Ah! ¡sí!...

–Si quiere, nos ocultaremos en mi habitación…

–¡Bien!...

Así como el joven médico Ambroise Le Roux lo había dicho en una

reunión de hombres, una noche del pasado invierno, después de la gran cen-

sa de los Vaussanges, – sus primeras tentativas en la búsqueda de los bacilos

del virus de la sífilis habían fracasado por causas que se resumían en una

sola: la ausencia de un microscopio de aumento suficiente y la ausencia de

una luz lo bastante fija y deslumbrante para iluminar el aparato con eficacia.

Cierto día, un viejo italiano se hizo anunciar en casa del doctor:

–Yo soy Giovanni Lorezzi…

–¿El padre de Paolo Lorezzi?

–Sí, doctor, ¡soy su padre!...

Y con emoción y orgullo en la voz, el viejo contó la primera y terrible

experiencia de transfusión de sangre humana, en relación con la curación de

la mente: él había estado loco y su hijo le había devuelto la razón; ¡pero a

qué precio!... Revivía su drama: Una mañana de primavera su hijo lo había

ido a recoger al Sceaux, el manicomio, y lo había conducido a una casa de la

calle General-Fo. Allí, a pesar de su resistencia, lo ató sobre una mesa de

operaciones, con el cuerpo desnudo; sobre sus hombros, tan solo una sabana

de hilo… Paolo decía a Louis Tolbiac, el único asistente: «En primer lugar

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voy a sustraer a mi padre una cantidad de sangre igual a la que quiero trans-

fundirle. Hecho eso, clavaré una de estas dos agujas, una en mi arteria ra-

dial, la otra en la vena de mi padre; luego no tengo más que abrir la llave de

paso de comunicación y la sangre circulara desde mí hasta el corazón del

viejo. Si por casualidad me desvaneciese, cerrarás de inmediato la llave,

sino déjala y no intervengas»... Entonces Paolo hundió la aguja en su muñe-

ca… Louis Tolbiac acababa de caer al suelo… La sangre del hijo brotaba

rutilante, soberbia; brotaba aún, siempre, siempre, siempre… El hijo suspi-

raba: «Louis… Louis… no puedo más… Basta, … socorro… muero… mue-

ro…» Pero Louis no podía escucharle: la sangre perdida lo había desvaneci-

do… El cuerpo de Paolo se tambaleaba, la cabeza se ornó con un rayo de

sol que le parecía trazar una aureola de inmortalidad… El viejo loco se

volvía a sentir lleno del vigor de esa sangre joven y buena. Rompiendo sus

lazos, gesticulando a través de la habitación, con el pecho sembrado de am-

plias manchas rojas, la sabana de la cama golpeando sus hombros desnudos,

así como lo hacía el sudario de Lázaro en la resurrección… Volvía en sí,

riendo con una risa bestial, tratando de destrozar contra las paredes el mi-

croscopio y los alambiques; y finalmente, al haber regresado la razón, se vio

de rodillas, anegado en lágrimas, ante el cuerpo inerte de su salvador; con

sus manos temblorosas, levantaba el rostro blanco que la muerte había to-

mado y le besaba con amor…

–Esa es mi espantosa historia – dijo el viejo italiano, enjugando los

ojos – Mi hijo me ordenó salir de la tumba; obedecí y él murió… Pero, se-

ñor doctor, no he venido a su casa para ofrecerle solamente el espectáculo

de mi dolor; he venido para poner al servicio de sus trabajos, de los que he

tenido conocimiento por una revista científica, los aparatos de mi hijo, el

microscopio que le sirvió para el estudio de los glóbulos…

–¡Oh! ¡señor! – exclamó el doctor – ¡me hace usted el más feliz de los

hombres! ¡En vano paso mis días buscando un microscopio lo suficiente-

mente potente!...

–El microscopio de Paolo deja bien lejos detrás de él los instrumentos

más perfeccionados de Nachet… Una partícula de polvo se convierte en una

piedra de talla, una gota de agua en un océano…

El médico miraba con inquietud al viejo:

–Yo creía, señor Lorezzi, que los instrumentos habían sido destrozado

por usted…

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159

–Doctor, cuando mi cerebro hervía y echaba humo como una cuba de

vino fermentando, traté, en efecto, de romper los aparatos; el microscopio

resistió gracias a la fuerza de su carcasa de cobre…

–¿Y la fuente de luz?

–No llegué a tocar el aparato de platino; está intacto y además da una

luz…

–¿Es más estable que la luz eléctrica?

–¡Más estable y más intensa!... Desde hoy tendrá usted a su disposi-

ción los instrumentos inventados por mi hijo…

–¿Cómo agradecérselo, señor?

–Yo no le pido nada para mí; solo le ruego que si usted consigue rati-

ficar su descubrimiento, declare en su memoria para la Academia de medi-

cina, que los aparatos de Paolo le han ayudado…

–¿Ayudado? Diga usted, señor, que sin el microscopio nada podría

hacer... Le prometo no solamente citar el nombre y recordar la obra de su

hijo, el día que lea mi observación, sino incluso dedicar un estudio al descu-

brimiento de Paolo Lorezzi...

A partir del instante que estuvo en posesión del microscopio y la fuen-

te de luz, el médico profirió un grito de triunfo: acababa de descubrir los

bacilos en el virus sifilítico.

Pero lo que el investigador había olvidado voluntariamente mencio-

nar, con motivo de su exposición sumaria, era la espantosa lucha que desde

hacía más de siete años – desde el mes de junio de 1879 al 1 de agosto de

1886, – había tenido que mantener y que todavía debía continuar mante-

niendo contra los presuntos sabios de Francia y del extranjero. Al igual que

en Alemania, el doctor William Knauus, el hacedor de hombres, sufrió y

lloró tras haber creado un ser mediante los procedimientos de la fecundación

artificial, el doctor Ambroise Le Roux sufría y lloraba, tras haber encontra-

do el medio de librar a la raza humana de una de sus más horribles plagas.

Al contrario que el doctor Knauus, el suicida del castillo de Alhen-

berg, Le Roux era un alma valiente pese a vivir una época turbulenta y en-

ferma, uno de esos hombres que el siglo XX sabrá valorar, cuando, gracias a

los secretos arrancados a la naturaleza, el viejo mundo deslumbrado escu-

chará rugir la sublime tormenta que debe darle la vuelta, regenerando el

orden social corrompido. La metamorfosis vendrá de los realistas y los sa-

bios y no de los políticos incapaces, ni de esos filósofos ingenuos y estériles,

a veces poco originales y a menudo aburridos, los Leopardi, los Cakya-

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160

Mouni, los Schopenahüer y los Hartmann, cuya quimera consiste en despre-

ciar e insultar a la creación eterna sin tratar de aliviar a la débil criatura cada

vez más lamentable.

Después de la formidable sacudida, que nadie podrá impedir, vendrá

la gran paz que sigue a las tormentas, y sobre la sangre y las ruinas se levan-

tará la aurora que iluminará a una humanidad siempre imperfecta pero me-

nos desgraciada, gracias a los inventos y a los descubrimientos, pero vivifi-

cada por gérmenes nuevos, más ardiente en las tareas mejor repartidas, me-

nos sujeta al dolor y en consecuencia a la necesidad de hacer el mal.

Eran las once de la noche. La Sra. Le Roux acababa de retirarse a su

habitación y sus dos hijos, el doctor y el pequeño Robert permanecían sen-

tados, el uno al lado del otro, ante la mesa de trabajo del médico, sin hablar-

se.

Robert había quitado su túnica de colegial, remangado una de sus

mangas y presentaba su brazo desnudo al hermano mayor.

Con la inoculación preparada, la jeringuilla en la mano, el virus en su

interior, Ambroise no se atrevía. Elevaba la mirada al techo, parecía fijar la

luminosa tulipa rosada de la lámpara y su mirada volvía caer con su pensa-

miento.

Rosa y Félicie, con las orejas pegadas a la pared, escuchaban.

Al no ver nada, lamentaban no haber practicado una abertura en la pa-

red.

El doctor preguntó con voz sorda:

–Robert, ¿y si te matase?

–¡No tengo miedo!...

–¡Yo tengo miedo!...

–¿Hermano?...

–Te digo que tengo miedo!... ¡No puedo!... ¡Es superior a mis fuer-

zas!... ¡No puedo!...

Ambroise caminaba, febril. Tuvo la idea de despertar a su madre, to-

marla por testigo y por juez; pero se sintió detenido por una invencible re-

pugnancia… ¡Otra cosa sí, pero eso!... ¡Entrar en explicaciones sobre seme-

jante asunto!... Sentir pesar sobre él la asombrada mirada de la madre, de la

mamá a la que amaba y veneraba con todo su cariño… ¡Hacer sonrojar a la

vieja mamá!... ¡No!... ¡Oh! ¡no!...

–Robert, ¡esta noche no!...

–¿Hermano?

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–¿Es lo que quieres?...

–¡Sí!...

–¡Tu brazo!... ¡Rápido!...

Tomó la jeringuilla con el virus, pinchó en la carne y se formó una

roncha roja en la parte herida. De repente, el médico retrocedió un paso.

En el umbral de la puerta, la madre acababa de aparecer; la gran dama

vestida de negro dejó caer gravemente estas palabras:

–Ambroise, no sé qué experiencia acabas de intentar hacer sobre tu

hermano que es también mi hijo… Te observo desde hace tiempo; te he vis-

to en las noches de trabajo y tus ojos brillaban como una aurora… No quie-

ro saber nada… Conozco tu corazón y estoy segura que, en tu religión, no

has expuesto a nuestro valiente Robert a ningún peligro… Su tu padre vivie-

se, él no pensaría de otro modo… Hijo mío, tu madre cree en tu obra y soy

la primera en darte mi bendición…¡Qué Dios te proteja!...

Y ella lo besó en la frente.

–¡Caramba! – dijo Félicie – ese doctor debe haber descubierto algo

asombroso para curar el espantoso mal!... ¡Oh! cuando pienso en Ravida

Brizol, tan amable y tan fresca antaño, hoy marchita … ¡Es curioso!... ¡Hab-

ía venido para reír y he aquí que escuchando a la vieja dama, a punto he

estado de llorar!...

Todavía bajo la emoción de esta escena, Félicie acababa de acostarse

y se dormía, cuando le pareció escuchar como un ruido de carpintería: como

el giro de un destornillador o el ruido de un torno que se aplica. La sirviente

encendió la vela en el mismo instante en que el armario de espejo se abría

en sus tres cuartas partes. La criada pensó que se había vuelto loca al no

estar ni dormida ni soñando. Quiso gritar… Los sonidos se estrangulaban en

su garganta… Miró aún y, en el interior del armario, vio a Léonce.

El colegial avanzó hacia la cama.

–¿Qué quiere?

–¡Amarte!...

–¿Usted ha perdido la cabeza?

–¡No!...

–Vamos, señorito… ¿qué quiere?

–¡Amarte!...

–¿Ha sido usted quién ha manipulado el armario?

–Sí…

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162

–¡Me ha dado un susto de muerte!...

–¡Me gustaría saberte muerta!... ¡Quisiera estar muerto!...

Había en él tal expresión de angustia que la mujer no se atrevió a

echarlo.

Con los cabellos erizados, la voz cavernosa, el colegial contó sus su-

frimientos, su impotencia en el estudio, su rabia de amor. A continuación, a

la amable petición de Félicie que le suplicaba al mismo tiempo calmarse,

explicó el ingenioso mecanismo adaptado al mueble y como había llegado a

inventar el juego del armario de espejo. Durante las vacaciones de abril se

había dado cuenta que la puerta de la criada siempre estaba cerrada con do-

ble pasada de llave. ¿Desmontar el cerrojo? La familia hubiese oído los tra-

bajos; por otro lado, intentar la escalada con una cuerda por la pared del

patio parecía impracticable a causa de los vecinos; además Félicie no hubie-

se querido abrir la ventana. En el dormitorio, él pensaba en la puerta ciega

de su habitación. El día en el que depositó una carta amorosa sobre la mesi-

lla de noche de la sirvienta, había observado que el marco de esa puerta se

encontraba justamente ocupado por el gran y pesado armario de espejo.

Desmontar la aparente protección en la otra habitación, disimular con tela el

agujero provisionalmente era fácil. Pero… ¿entrar?... Admitiendo que tuvie-

se fuerzas para empujar el mueble y las tenía, ¡la durmiente despertada en

un sobresalto no tendría más que dar la alarma!... Entonces, desde la maña-

na, en lugar de aferrarse a la versión latina, había quitado penosamente los

cuatro marcos, uno seguido del otro, calzándolos con diccionarios, estreme-

ciéndose con la idea de la caída del mueble, fijar el torno, recubrirlo de cau-

cho, intentar cien veces el movimiento, ¡todo eso en la misma jornada!...¡El

invento funcionaba de maravilla!...

–¿Ves lo que te adoro? – concluyó, y que Silvio Pellico no lo hubiese

hecho mejor, ni siquiera el viejo profesor de retórica, Henry des Houx, para

salir de las Nuovi-Carcere de Roma!...

–¡Pobre señorito Léonce!... ¿Y no tenía miedo de mi reacción cuando

viese girar?…

–No… me he dicho: ¡Creerá que sueña!...

La criada se sentía realmente halagada de haber desencadenado en esa

alma inocente una pasión tan intensa y, su cuerpo de mujer perversa, hervía

de deseo de saber en qué singular modo iba a atacar al muchacho. Él la be-

saba; ella lo besó. Él quiso desnudarse, entrar en la cama enseguida.

–¡Un poco de calma, eh?...

–¿Félicie?...

Page 163: Criada para todo

163

–¿Y si su padre escuchase?... Vamos, béseme una vez más y váyase…

¡Señorito Léonce, sea prudente!...

A la idea del padre, él brincó:

–Tú sabes perfectamente que mi padre no se atreve a entrar en tu dor-

mitorio cuando yo estoy ahí – exclamó él señalando su habitación.

–¿Quién le ha dicho que su padre?...

–¡Nadie!... ¡Lo sé!...

–¡Eso no es cierto!...

–¡Sí!... ¡Sufro demasiado, lloro demasiado!... ¡Pierdo la cabeza!... ¡No

me rechaces!... O bien… O bien, prendo fuego a tus cortinas y toda la casa

va a arder...

–¡Vamos, pequeño, ven!...

En pleno amor, ambos se levantaron, espantados. Se abría la puerta.

–¡Es su padre!... ¡Tiene una llave!... ¡Estamos perdidos!...

–¡Me escondo!...

Léonce sopló la vela y saltó de la cama.

El Sr. Vaussanges ya había entrado con una vela en la mano.

A la vista de su hijo en camisa, el padre osciló y la vela se apagó. En

la profunda oscuridad unas voces se respondían:

–¡Léonce!... ¡Ah! ¡Miserable crío!...

–¿Y tú qué?...

–¡Degenerado!...

–¿Y tú qué?

–¿Dónde estás que te estrangulo!...

–¡Ven si te atreves!...

Se produjo un silencio.

–¿Félicie?...

–¿Qué?...

–¿Ya sabe usted lo que tiene que hacer?

–¿Me despide?

–¡Sí!...

–¡Está claro!... marcharé mañana… ¡Ahora tengo sueño!... ¡Buenas

noches!...

Durante la noche, el padre y la sirvienta reflexionaron.

Théodore pensó: «¡Ella va a contar todo!... ¡Mi esposa y mi hija van a

saber!... Georges, también… ¡El matrimonio de Valentine al garete!... ¡Y no

tengo un centavo!...»

Page 164: Criada para todo

164

Félicie: «¡Difícilmente encontraré otro sitio, y todavía me falta dinero

para instalarme con Victor, según nuestros proyectos!... El Sr. Luzard me

volverá a ver en Cabourg… ¿Qué pensará el Sr. Luzard?... El Sr. Vaussan-

ges le contará la historia de su hijo. No querrá a una mujer que se ha acosta-

do con un mocoso… »

Y ambos:

–«¡Arreglaremos esto por algún tiempo!»

Desde el día siguiente, Léonce fue ingresado por su padre en un pen-

sionado para estudiantes. El Sr. Vaussanges dijo a su esposa que el colegial

trabajaría allí más seriamente que en Cabourg; temía las distracciones mun-

danas de la playa para su hijo; dijo eso con un tono tan imperioso y tan de-

cidido que Charlotte no se atrevió a contrariarle.

Félicie juraba a su amo que no había pasado nada entre ella y Léonce.

–¡Ese galopín tenía una obsesión, una locura!... ¡Entró sin mi consen-

timiento y me amenazó con prender fuego a la casa!....

–¡No hablemos más de ello… Nunca más!

Los años anteriores, los Vaussanges alquilaban una vivienda, bien en

el Hôme, a una legua de Cabourg, o en el mismo Cabourg, en la avenida del

Embarcadero.

El Hôme-Varaville es lúgubre, con sus barcazas varadas sobre las du-

nas, su playa insensible a los esfuerzos de la vegetación y su paseo de arbo-

les escuálidos cuyas escasas hojas gimen con un sonido de pergamino que

se arruga al ardiente aliento del viento. Todo es seco, muy seco; todo se es-

tremece y chasquea: es un campo yermo de muertos, de ausentes malditos, a

los que se le niega una lágrima, una oración, una flor.

La avenida del Embarcadero hace olvidar ese sombrío decorado.

Un camino de verdor conduce allí, y, por la noche, los alegres habitan-

tes de esas villas (jóvenes esposos, jóvenes amantes) se pasean entre las

frondosidades de los alrededores donde se cuchichea, donde se rozan las

faldas y revolotean los besos al claro de luna.

Allí, a veces, florecen las rosas del adulterio, pero siempre batalla la

amable juventud voluntariamente aislada de las pandillas mundanas.

Ante el plano que le fue presentado, la Sra. Vaussanges se alzó de

hombros ante el Hôme-Varaville y pasó la avenida de los sencillos enamo-

Page 165: Criada para todo

165

rados. Luego, interrogando sus recuerdos, volvió a ver los jardines con ver-

de césped, chorros de agua esparciendo su roció entre matas de flores, de

blancas estatuas a través del follaje; sonrió a casas de espléndidas terrazas:

acababa de elegir una de las elegantes villas construidas sobre el acantilado.

Théodore escandalizado por el precio del alquiler había observado:

–¿Y el viento?

La señora no temía el viento del mar.

Había transcurrido una semana desde la instalación de los Vaussanges

en Cabourg, en la Villa-Sombreuse, una residencia de estilo italiano que

acababa de edificar un viejo aristócrata, hoy encerrado en Bicêtre por haber

amado demasiado, sin poseerla, a una mujer, una mártir, una crucificada

viva, una santa laica.

A Charlotte le encantaba esa rica vivienda con muebles artísticos y

cortinas estivales, y era una gran suerte haber podido alquilar por dos meses

la villa italiana por la irrisoria suma de dos mil quinientos francos.

La agencia había explicado la excesiva oferta por lo que el dueño, el

marqués César de Sombreuse, habiendo sido condenado en un juicio de in-

terdicción, había tenido que esperara el resultado de las negociaciones entre

el embargo y el tutor ad hoc.

El marqués no tenía parientes en condiciones de asumir la tutela; su

único primo, el senador conde de Mauval, se moría senil: durante algún

tiempo, una mejoría se había producido en el estado del enfermo, víctima de

sus pasiones como el propio Sombreuse; pero la enfermedad regresó espan-

tosa, siempre más espantosa, y la señora condesa de Mauval, – la patricia, la

esposa que, para salvar al innoble marido, transformó su alcoba en un jardín

de olivos, – la esposa del chocheras daba un último aliento para escalar su

calvario, asumiendo todos los dolores, bebiendo todas sus vergüenzas, mu-

jer más grande que la propia Virgen madre llorando al Crucificado.

El tutor del marqués, un notario, ajeno a la familia, temía no poder al-

quilar la villa Sombreuse y atraerse complicaciones con el tribunal del Sena:

era celoso y había preferido un compromiso inmediato; de ahí, que el alqui-

ler del inmueble fuese relativamente apreciado por los esposos Vaussanges.

Al igual que su ama, Félicie amaba el lujo de la casa del loco: ambas,

ama y sirvienta, esperaban febriles la llegada de Georges Luzard.

La Barba permanecía sola en el apartamento del bulevar de Clichy. A

fin de evitar las habladurías de los porteros y las injuriosas sospechas del

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166

vendedor de vino, en ausencia de sus amos, Félicie había obtenido la autori-

zación para la vieja guardiana de recibir con entera libertad, e incluso de

invitar algunas veces a cenar a su pretendido sobrino… el peluquero Victor

de la calle Rochechouart.

Un verano magnífico. Había mucha gente todos los días ante el palco

de la música, todas las noches en el casino, parisinos y parisinas, norman-

dos, un gentío variopinto y bullicioso, el de todos los veranos en los balnea-

rios de moda.

Las damas Vaussanges jugaban a los Caballitos, a la Mascota, toma-

ban baños; la sirvienta también, pero no a las mismas horas. Théodore se

bañaba cuando tenía tiempo, pues sus deudas le reclamaban frecuentemente

en París de donde regresaba con un rostro taciturno que intentaba modificar

en el tren.

Una mañana, Valentine y la sirvienta estaban solas sobre la terraza de

la Villa-Sombreuse.

–¿Y bien, Félicie, cómo lo encuentra usted?

–¿Al Sr. vizconde Henri de Breteuil?... ¡No mal!...

–¡Es usted muy exigente!... ¡El baila a rabiar!...

–Vamos, señorita Valentine, si todas las mujeres estuviesen enamora-

das…

–¿Félicie?...

–¿Señorita?...

–¿Tiene algún afecto por mí?...

–Sí, señorita…

–Le pediría un favor… No me atrevo…

–Atrévase, señorita… atrévase…

–Antes, el Sr. de Breteuil, en el casino, me ha pedido… pedido…

–¿Una cita?... Para…

–Esta noche…

–¿Dónde?

–Allá… En la Pointe… y…

–¿Y usted quiere ir allí?... ¡El tiempo será muy bueno!...

–He prometido… El Sr. de Breteuil ha jurado casarse conmigo…

–¡Eso es a considerar, señorita!...

–No debo… no es que no deba…

La sirvienta removió sus labios, como si hubiese dicho todavía: «¡Eso

es a considerar!»

Page 167: Criada para todo

167

Valentine sonrojada continuó:

–Si me decidiese, ¿me acompañaría usted?

–¡Hum!...

–No puedo salir sola por la noche… A las diez dejaría a mamá y a

papá…

–En el Casino…

–Yo la encontraré…

–En la terraza…

–Entraremos…

–En la pastelería…

–O bien…

–En la librería…

–Luego no dirigiremos…

–Ambas…

–A la Pointe…

–Y regresaremos…

–Juntas…

–Pondríamos cara de habernos encontrado…

–Por casualidad…

–Y haberlos buscado…

–Todo el tiempo…

–Y Félicie, yo os querré…

–Con todo mi corazoncito!...

–¿Pero, adivina?...

–Eso parece!...

–¿Y?...

–Vamos, señorita Valentine, eso le dará mucho placer…

–Placer…

–¡Entendido, Señorita!...

–Así pues – pensó Félicie, dejando a su joven ama – soy la hija

del Diablo… El papá, la mamá, el pequeño, la pequeña… ¡Los cua-

tro!... ¡He corrompido a los cuatro!...

Y sonrió con maldad.

Page 168: Criada para todo
Page 169: Criada para todo

169

XVI

Théodore y su mujer iban y venían de la terraza al café del Casi-

no, de la sala de baile al salón de la Mascota y de los Caballitos.

–Nuestra hija no ha ido al Círculo – dijo el Sr. Vaussanges que,

la víspera, había sufrido una importante pérdida en el bacarrá –

¿Dónde se ha metido?...

Tomaron asiento sobre un banco del paseo. La muchedumbre

caminaba, animada, viva: sombreros de remeros con largas cintas des-

lumbrantes, vestidos multicolores, abanicos chinos de cuatro centavos,

una orgía de colores, un galimatías familiar y encantador.

Charlotte llevaba un vestido en crepe de china rosa té, fruncido

alrededor de los hombros y adornado con un pequeño ramillete de va-

lencianas; estaba cubierta con un sombrero de paja, enguantada de ne-

gro a lo mosquetero y se daba aire con su abanico, una joya de Chanti-

lly, de nácar y esmalte; – en guantes marrones demasiado estrechos y

nuevos, con el frac abierto sobre un chaleco blanco, el sombrero de

copa de fieltro gris entre sus rodillas, el jefe de negociado, muy rojo,

sudoroso, con la mirada perdida, se cegaba con la ardiente luz del gas.

–¿La buscas en el techo?

–No… ¡Pero me preocupa!...

La orquesta atacaba un brillante vals. Avanzaron hacia el grupo

que cortaba la entrada, y Théodore, dominando las cabezas, forzó la

vista:

–¡No está ahí!...

–¿Ha perdido algo, caballero? – preguntó el portero del Casino.

–¡Busco a mi hija, señor!...

–¡Ven! – gruñó Charlotte – ¡Eres grotesco!... Valentine se habrá

encontrado con Félicie y habrán regresado juntas a la villa…

–Me apunto a esa hipótesis… ¿Tienes sed?

–¡No!...

–Pues yo me tomaría con gusto una caña…

–¡Ve!...

–¿Tú no?...

–No…

–Tengo que escribir una carta… Voy al círculo…

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170

–Muy bien… Voy a sentarme un rato en el baile… Veo a las

damas de Saint-Pardoux…

–¡Unas redichas!...

–¡No del todo!... ¡Son unas mujeres muy distinguidas!...

–¡Charlotte!...

–¿Qué ocurre ahora?...

–Valentine parecía rara en la mesa y…

Ella le tomó por el brazo:

–¡Regresemos rápido!... ¡Yo también tengo miedo!...

Bajo el cielo fulgurante de estrellas, Valentine y su amigo, el

vizconde Henri de Breteuil, caminaban.

El vizconde era un joven de talla media, moreno y rizado, de bi-

gotes nacientes, y el rostro un poco bronceado por el mar; llevaba un

sombrero de paja con una cinta clara; un elegante completo de rayas

grises, moldeaba su esbelto cuerpo. Su voz era dulce como suave su

piel de damisela. La joven en vestido escocés con una capucha roja

sobre los hombros, se apoyaba amorosamente en el brazo del aristó-

crata, el bailarín más distinguido del Casino.

Ya habían pasado la Pointe de Cabourg y se hundían en la cam-

piña dormida.

–¡Querida Valentine!...

Se detuvieron. Alrededor de ellos, unas frondosidades verdes,

bajo sus pies, una alfombra de verdor; enfrente, un horizonte de clari-

dad donde flotaban luminosidades de fuego, el mar tranquilo tararean-

do su gloria.

–¡Serás mi esposa!...

Se sentaron.

El Sr. de Breteuil contó sus infructuosas gestiones para encon-

trar a Valentine; precisamente había olvidado el número de la casa del

bulevar de Clichy; había merodeado cien veces por las inmediaciones,

olvidando que en el ministerio de finanzas habría podido preguntar la

dirección del Sr. Vaussanges. Contaba sus tristezas, sus ansias, sus

noches sin dormir, su loco deseo de que llegase el verano. Ella lo es-

cuchaba, radiante, palpitante, con el cuerpo atravesado por un calor y

azuzado de agradables cosquilleos.

Page 171: Criada para todo

171

Dulcemente, con su brazo, el joven rodeaba la cintura de la se-

ñorita, y la caricia era tan tierna y tan leve que, con los nervios relaja-

dos, Valentine se dejaba caer un poco hacia atrás para sentir mejor la

presión. Por encima de sus cabezas, algunos pajarillos de un amarillo

luminoso buscaban las altas ramas para reposar; otros más fuertes

partían para mojarse en la espuma de las olas y regresaban enseguida,

con las alas atrevidamente desplegadas, frescos y ligeros, más brillan-

tes que piedras preciosas.

Valentine y Henri se habían abrazado; sus labios se unieron en

un beso…

Se produjo un golpe de viento; las hojas temblaron; las hierbas

se estremecieron, y uno de los pajarillos revoloteó, solo, y pío en lo al-

to con un trino alegre. Con la cabeza inclinada entre las hierbas, los

ojos lánguidos dirigidos fijamente sobre un claro de la cúpula de ver-

dor, la damisela trataba de seguir el vuelo del desertor de plumas do-

radas extrañamente luminosas: el pájaro volaba, volaba, volaba, y en

el espejo de las constelaciones se orientaba hacia un astro determina-

do, pues, mensajero fiel, traía un regalo precioso, una joya virginal del

planeta Tierra al planeta Venus.

Cuando abandonaron las sombras, Valentine y Henri iban toma-

dos de las manos. Una creciente luna los embriagó a ambos en una pa-

lidez deslumbrante. Al igual que la amiga del poeta, la joven que hab-

ía entrado virgen en ese bosque, salía de él convertida en mujer; le-

vantó los ojos al firmamento; el pájaro había desaparecido en pleno

cielo, y la Sra. Venus, brillando con un fulgor sin par, sonreía a la Sra.

Tierra.

Félicie esperaba, embobada con las estrellas. El Sr. de Breteuil

bajó por el camino que llevaba a la playa, y la joven ama y la criada

regresaron a la villa, casi sin hablar. Félicie iba encantada como el

planeta que guarda los objetos perdidos, mientras Valentine se man-

tenía en un estado de ensueño.

El Sr. y la Sra. Vaussanges iban a preguntar, cuando la señorita

les cortó la palabra:

–¡Papá, mamá, os hemos buscado por todas partes, por todas

partes!...

–¿Dónde estabais?

–¡En los Caballitos!... ¡En la sala de baile!... ¡En la Mascota!...

Page 172: Criada para todo

172

Con motivo de su estancia en Burdeos, Félicie, humilde sirvien-

ta de los Moncirel, no había podido nunca visitar Royan ni Arcachon:

veía el mar por primera vez y experimentaba con ello una gran estupe-

facción; – lo que la impactaba, aparte del fenómeno de las mareas, los

amontonamientos de arena, de la altura de las olas, de la inmensidad

azul donde, al declinar del día, el sol hundía el disco flamígero rojo

cobre en que se había convertido, semejante a la base pulida de una

cacerola; lo que la sorprendía sobre todo, era ver bailar en los bailes

del casino a las jóvenes con desconocidos, tras la presentación banal

de personas más o menos desconocidas por sus madres: de ese modo

Valentine había conocido al Sr. vizconde de Breteuil las pasadas va-

caciones…. – Lo que la sorprendía sobremanera, era la gran libertad

de la playa, la promiscuidad de los sexos, los bañistas y las bañistas en

trajes cortos, las piernas desnudas, llevando un albornoz sobre los

hombros; luego, en el agua, caballeros barbudos, enamorados hábiles,

enseñando a nadar a damas, rozando las olas y los cuerpos.

La Sra. Vaussanges y la Srta. Valentine, que hubiesen emitido

gritos de pánico si extraños las hubiesen sorprendido en sus cuartos de

baño de Paris, mostraban sus pantorrillas y no enrojecían cuando unos

bromistas rozaban sus cabinas, al abrigo del viento, bajo el pretexto de

encender unos cigarrillos.

Félicie observaba, constataba; pero al no haber ido a la playa pa-

ra predicar moral, imitaba a todo el mundo. No se bañaba en las olas

lejanas reservadas al servicio entre Cabourg y Hougate, en miserables

calzones o en faldas, o completamente desnuda; tranquilamente espe-

raba que sus amas saliesen del agua; les presentaba los albornoces y,

una vez estas partían, ella iba a su vez a vestirse con un traje de baño

rojo. Intrépida nadadora, se arriesgaba desde lo alto del trampolín, con

la cabeza hacia delante, los brazos en toda su longitud, las manos so-

bre las manos, se hundía y volvía a emerger más lejos, entre las olas,

triunfante. La miraban; la elogiaban.

Pero permanecía fría ante las miradas de los bañistas, mandando

a paseo a los hombres demasiado atrevidos; no estaba vacunada por el

doctor Ambroise Le Roux, y la visión de Ravida hubiese echado al

traste todos sus caprichos si la esperanza de estar con el Sr. Luzard no

hubiese sido bastante para preservarla contra todos los peligros.

Page 173: Criada para todo

173

El peluquero de la calle Rochechouart cenaba regularmente con

la Barba: ambos, tía y futuro esposo, evocaban a su Félicie, como

siervos dóciles y creyentes. Victor escribía a Cabourg a vuelta de co-

rreo, a fin de evitar las celosas susceptibilidades del jefe de negocia-

do; contaba sus gestiones con su colega de los grandes bulevares: la

hermosa peluquería sería de ellos a comienzos de invierno. Exponía

sus progresos en el arte del peinado, pero tímidamente.

Cada vez más asustado por su situación, Théodore realizaba fre-

cuentes viajes a París; recientemente se había dirigido a Neuilly y hab-

ía pedido prestado una gruesa suma a su sobrina, la Sra. Mercoeur.

Valentine y el Sr. de Breteuil se libraban a escondidas a sus amores

apasionados; Félicie no estaba contenta, pues el vizconde parecía po-

bre o cicatero: ¡unas monedas de diez francos!... ¡Un noble!... ¿Cuán-

do llegaría el Sr. Luzard?...

La joven muchacha enardecida no tenía temor alguno; mentía

tan bien: amigas de pensión que se encontraba, bailes de niños, visitas

a la costurera y a la modista, cuestaciones benéficas, patronazgo de

buenas obras de las damas de Cabourg, cursos de baile, lecciones de

piano, ¡todo le valía!

–¡Mamá, Félicie viene conmigo!...

Ama y criada se despedían en la verja de la Villa Sombreuse e

iban cada una por su lado, Félicie a la aventura, Valentine a un peque-

ño restaurante de la Pointe donde el vizconde de Breteuil pedía una

habitación.

A Charlotte le gustaba salir menos: pasaba sus horas, en medio

de los arbustos y las plantas, en un saloncito oriental; absolutamente

conquistada por el color del lugar, se tumbaba sobre un diván, al estilo

oriental, más bien a lo italiano, con una flor en la boca, su bello cuer-

po en una nube de alegres y vaporosas batistas. Recordando a Geor-

ges, deshojaba unas rosas y suspiraba: «Mio caro…»

De excursión por los Pirineos, Luzard no escribía ni llegaba;

llegó hacia mediados de septiembre. Para gran desesperación de Char-

lotte y de Félicie, el joven dejó Cabourg a las cuarenta y ocho horas,

no sin haber dado testimonio de su ternura a la Sra. Vaussanges y a la

criada, con quinientos francos de más para esta última. Prometió a la

criada enviarle unas palabras cuando tuviese ocasión; prometió tam-

bién a Charlotte volver a verla; pero la mujer adivinando una eterna

separación no pudo retener sus lágrimas.

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–¡Adiós!...

Era un domingo, y Théodore que ya había retornado al ministe-

rio hacía una quincena, se encontraba en Cabourg; el jefe de negocia-

do insistía en acompañar a su acreedor a la estación. Hicieron el tra-

yecto a pie, detrás del coche que llevaba el equipaje.

–¿Nos volveremos a ver, Georges?...

–Cuento con ello… A mi regreso de las Indias…

–¿Parte para las Indias?...

–¡Mañana!... El tiempo de pasar por París y hacer mis maletas…

–¿Y cuándo regresará?...

–No antes de dieciocho meses…

Théodore levantó tristemente los ojos al cielo:

–Mi querido Luzard, excúseme… Todavía no le he hablado de

mi deuda…

–No se preocupe por eso…

–Gracias… Dígame, Georges…

–¿Señor?...

–En la pequeña operación… me refiero a la pequeña operación

financiera en la que estoy involucrado y respecto a la cual…. me haría

falta aún…

–¿Cuánto?...

–Dos mil francos…

–Aquí los tiene…

–¡Es usted el más generoso de los hombres!... En el restaurante

de la estación le daré un recibo…

–¡No hace falta!...

–¡Hasta pronto, Georges!...

–¡Adiós!...

El tren silbó y partió.

Sobre el andén de la estación, Théodore envió un último saludo

a Luzard.

–Voy a intentar una última tentativa en el bacarrá…. Llevaré a

la banca hasta doscientos cincuenta luises con los dos mil de Luzard y

los tres mil de Céleste… Mi sobrina me prestó cinco… Ocho mil fran-

cos debidos a Céleste… ¿Luzard?... ¡catorce mil!... ¡Está la cosa

bien!...

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La misma mañana del regreso a París, el 3 de octubre de 1886,

Félicie se presentó en casa de su amante de la calle Rochechouart. Es-

taba nerviosa, extraordinariamente agitada.

–¡La casa se hunde! – exclamó – Mi tía y yo preparamos las ma-

letas… Mañana por la noche me despediré de la señora y partiré ense-

guida… ¿Está firmado el arrendamiento de la peluquería?

–¡Sí!... Vengo de casa del patrón… Ya no tienes que firmar…

Nos deja el mobiliario mientras hacemos nuestras compras… Ten-

dremos una vista sensacional a los grandes bulevares…

–¿Las amonestaciones?...

–¡Publicadas!...

–Ya lo sabes, señor Hériot, nada de boato!... Una boda sencilla y

de buen gusto!... Mis viejos de Coussiéres son demasiado mayores pa-

ra viajar y no tendré a nadie más que a mi tía Barba… ¡Encuentra gen-

te y testigos!

–¡Eso está hecho!...

La criada se acodó sobre la mesita de mármol, y polvoreando

sus mejillas con la borla de polvos de arroz:

–¡Hay un viento furioso en las velas!... ¡Debería abandonar el

barco, desde hoy!... ¡Me da mala espina!...

–¡Oh! ¡espera a mañana!...

El Sr. Chrétien des Mazerolles acababa de leer en su periódico

que el doctor Ambroise Le Roux, tras haber intentado una experiencia

decisiva y de las más extraordinarias, sería llamado próximamente a

leer su memoria en la Academia de medicina. El periódico añadía: «El

descubrimiento del doctor Le Roux honrará enormemente al cuerpo

médico francés…»

El viejo des Mazerolles, con la cabeza al descubierto, atravesó

corriendo el bulevar de Clichy: pensando en su hijo víctima del mal,

revivía todo su dolor:

–¡Ah! ¡si Le Roux me lo hubiese salvado, preservado!...

En su cerebro poco sólido, creyó por un momento que su hijo

todavía no estaba muerto, y que él, el padre, iba a buscar un salvador...

Llamó a la puerta del médico; Rosa fue a abrirle.

–¿Dónde está?

–¿Quién?

–¡Ambroise!...

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Parecía un loco; no lo estaba; la emoción lo sofocaba. Entró en

el despacho del médico; saltó al cuello de Ambroise, lo abrazó; luego,

salió y bajó las escaleras sin haber pronunciado una palabra: unas

lágrimas rodaban por su blanca barba.

Valentine regresó anonadada del veraneo. Desde hacía más de

dos semanas, el Sr. de Breteuil había abandonado Cabourg, y en vano

había acudido para ver a su novio en su cita habitual, en el restaurante

de la Pointe. Unos desconocidos le informaron que el vizconde se en-

contraba en las tierras de su familia en Limousin, y que iba a casarse

con una de sus primas. La Srta. Vaussanges tuvo que guardar cama, y

el doctor Le Roux que había interrogado a la enferma, estando la ma-

dre ausente, guardaba silencio en relación con la triste confesión de la

joven muchacha.

A las dos de la mañana, Théodore entró en la habitación conyu-

gal, y, habiendo encendido la lámpara apagada por Charlotte, despertó

a su esposa:

–¿Qué quieres?... ¡Tengo sueño!… ¡Déjame!...

–¿Charlotte?...

–¡Me molestas!...

–¿Charlotte?...

–¡Quiero dormir!...

–Charlotte, lo que quiero decirte es serio… Fíjate como me

tiembla la voz… Charlotte, soy un… miserable… un mal hombre…

Charlotte, ¡te he arruinado!... Charlotte, ¡te he engañado!...

–¿Engañado? – dijo ella levantándose – ¡Ya lo sabía!... Pero…

¿arruinada?

–¡Sí!

–¿Arruinada?

–¡Sí!... Más vale acabar con esto: he jugado en Bolsa… al ba-

carrá… He perdido todo… incluso ocho mil francos de Céleste… y…

¡doce mil francos prestados por Luzard!...

–¿Por Georges?...

–¡Por Georges!...

–Oh, Dios mío!...

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–Eso no es todo: me ha sido imposible satisfacer mis últimos

pagos… La queja ha sido elevada al ministro… estoy a punto de que

me revoquen la concesión de mi cruz de la Legión de honor…

–¿Y aún te atreves a pronunciar esa palabra?...

–¡Me mataré!...

–¡Venga ya!... ¡Eres demasiado cobarde!...

Él se había arrodillado, y con las manos de su esposa entre las

suyas:

–¡Charlotte, perdón!... ¡perdón!... ¡Es una vida nueva!... ¡Seré

fuerte!...

–¡Demasiado tarde!...

–No… ya verás…

–¡Demasiado tarde!...

–Abrázame… Eso me relaja… ¡Sufro tanto!... ¡Abrázame, mu-

jer, por caridad!...

A las nueve de la mañana, mientras el Sr. Vaussanges se dirigía

a una audiencia con su protector, Charlotte entró en la habitación de

su hija. Estaba tan pálida y vestida de negro que Valentine, quemada

por la fiebre, se creyó descubierta:

–¡Mamá!... ¡Mamá!... ¡Lo sabes todo!... Lo veo en tus ojos, en tu

palidez… ¡Perdona mamá!… ¡He sido una loca!… ¡loca!

–¿Qué dices?

–¡Me ha engañado!... Yo debía ser su esposa… ¡Yo lo amaba!

–¿A quién?...

–A Henri de Breteuil, ya sabes… ¡Me mata hablar de ello!...

–¿El Sr. de Breteuil?...

–¡Lo quería tanto!... ¿No me echarás, verdad?... Tendrás piedad

de tu hija…

Charlotte se adelantó, y percibiendo sobre el rostro de Valentine

la máscara de la maternidad:

–¡Embarazada!... ¡Ah! ¡esto es demasiado!... No puedo más!...

¡no puedo más!...

Y salió de la habitación, lívida.

–Tía, ¿está todo listo?

–¡Sí, mi Félie!

–¡Acabemos pues!...

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Apoyada sobre la rampa del balcón, Charlotte miraba el vacío.

El tiempo era frío, el cielo muy claro, y las golondrinas revoloteaban

entre los alerones de los tejados, llamando a sus hermanas al lejano

viaje; luego toda la bandada, reunida para partir, se elevó por encima

de los esqueléticos árboles del bulevar, saludando a París con un últi-

mo aleteo.

De pronto, se oyó un clamor: la Sra. Vaussanges acaba de des-

trozarse contra la acera. Enseguida se formó una multitud; en medio

de la calzada, la portera llamaba al cuarto:

–¡Bajad!... ¡Bajad!... ¡Bajad!...

La Barba y Félicie aparecieron en la ventana:

–¡La Señora se ha matado!... ¡Ah! ya se lo decía a ese idiota de

Victor… ¡Lo presentía!...

–¿Qué ocurre? – exclamó Valentine.

El doctor Le Roux, el Sr. des Mazerolles, la Sra. Tareau, las

criadas, toda la casa, dos agentes de policía y una multitud siempre

creciente rodeaban el cadáver, y era horrible verlo: los riñones contra

tierra, las dos piernas rotas en el nacimiento de las caderas, lo que se

veía del rostro era un amasijo, la cabellera de oro bañada en sangre ro-

ja; un fragmento de cerebro había saltado por el aire y había caído so-

bre la pequeña oreja izquierda antaño tan sensible a la caricia. Uno de

los agentes había ido a buscar una camilla; tardaba.

–¡El Sr. Vaussanges va a regresar! – observó el médico – ¡Hay

que evitarle este espectáculo!...

Félicie llevó una sábana de la cama.

Se tapó el cuerpo. El doctor Ambroise ayudado del Sr. des Ma-

zerolles, del agente de policía y de un vecino, tomaron cada uno las

cuatro esquinas de la sábana e hicieron así la ascensión hasta el cuarto

piso.

El Sr. Vaussanges estaba de regreso; a algunos pasos de la casa,

el médico, el Sr. des Mazerolles y el hermano, el contable, lo habían

detenido para anunciarle la noticia. Cuando el jefe de negociado vio la

sangre inundando la acera, perdió el equilibrio sobre sus piernas y es-

talló en sollozos; los tres amigos lo sostuvieron, a fin de permitirle su-

bir la escalera.

Se penetró en la habitación donde unos cirios ardían.

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A la vista de la sirvienta, Théodore sintió las venas de su cuello

hincharse: el dolor dio paso a la cólera:

–¡Miserable, tú la has matado!... ¡Tú nos has matado a todos!...

–¿Acaso la he empujado?...

A pesar de los esfuerzos de los tres hombres por retenerlo, el Sr.

Vaussanges se arrojó sobre Félicie; la tomó del pelo, sacudiéndola fe-

rozmente:

–¡No queda nada! ¡Has devorado todo!... ¡Destruido todo!...

¡Mancillado todo!... ¡Matado todo!...

Le tiraba de la melena, a derecha y a izquierda. Ella le mordió el

pulgar; él aflojó la presa. La Barba acudía, armada de un martillo, pe-

ro Félicie detuvo a la vieja. Desmelenada, con los ojos desorbitados,

enrojecida, con la cabeza erguida y los dos puños amenazando el ros-

tro del hombre:

–¡Maldito cornudo!...

–¿Yo?...

–¡No te hagas el imbécil!... ¡El Sr. Luzard no venía aquí para

enhebrar perlas!... ¡Su dama ha pasado por la piedra!... ¿Y su hija?...

¡Valentine está lista!... ¡Ya lo verá dentro de siete meses!... ¡Un pe-

queño Cabourg!... ¡Abra el armario de la señora, y se regocijará con

las dulces notas, si nada ha sido sustraído!... ¡Sí, usted lo es!... ¡Es un

cornudo, y no poco!... ¡Y si me tocas otra vez, te arranco los ojos!...

–¡Y yo le rompo la cabeza!– gritó la Barba levantando furiosa-

mente su martillo.

Fue necesario llevarse al amo.

Mientras los porteros, la Barba y Félicie bajaban las maletas, el

Sr. Vaussanges forzaba un cofre para leer las cartas de Luzard olvida-

das por la muerta en su locura; encontró las dos fotos de Georges, el

militar y el pintor amateur; además de un medallón que contenía un

mechón de cabellos rubios, un alfiler de pelo en platino y zafiro y

otras joyas que él no reconocía.

Por la noche, en la habitación de la muerta, Théodore, con la ca-

beza descubierta, la corbata desanudada, rojo escarlata, gesticulaba,

hablaba en voz alta sordo a los ruegos de la Sra. Angéle Vaussanges,

de la Sra. Céleste Mercoeur, de Valentine y de Léonce, arrodillados; y

de su hermano Auguste, al pie de la cama, con la frente entre sus ma-

nos.

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Caminaba como ebrio, tanteando las paredes. Era una gran masa

imbécil y temblorosa, respirando y resoplando el olor pestilente de to-

da la casa; y las carnes vivas de su hija embarazada y de su hijo co-

rrompido. Esas carnes vivas, malditas y podridas lo envenenaban tanto

como el cadáver de la esposa adúltera en descomposición, allí arrojada

bajo una tela negra a la luz de las llamas de la muerte.

–¿Cornudo?... ¿Charlotte?... ¿Georges?... ¿Valentine embaraza-

da?... Léonce y… ¿Quién era esa mujer, del fular azul tan encanta-

dor?... Céleste, soy un cornudo como lo ha sido tu marido gracias a ti,

y no poco!... ¡Fíjate bien querida sobrina!... ¡El éter consuela de to-

do!... ¡Pero a mí no me gusta el éter!... ¡Cornudo! ¿Escuchas?... ¡Ah!

lloras, lloráis todos, pero todo el mundo reirá, y lo cierto es que es ri-

sible... Uno ya no sabe si los hijos… Luzard y otros, ¡pardiez! ¡Mi

Charlotte era tan gordita!... Un pichoncito… Cuando se ha sido cor-

nudo, uno siempre lo será, ¿verdad, Celeste?... ¡Siempre queda en el

recuerdo de los traidores!... ¡Siempre queda, incluso cuando la carroña

de la mujer está, como esta, a medias embriagada de éter o, como esta,

hecha trizas!...

Théodore ya no caminaba; ya no hablaba. Levantaba las manos

hacia el techo en un estremecimiento convulso, con el cuerpo hacia

delante… Tenía frío, mucho frío; se estremecía, iba a caer cuando, su

hermano anegado en lágrimas, le tendió el brazo para calentarlo contra

su robusto pecho.

FIN

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Esta novela se acabó de traducir en Pontevedra el 19 de septiembre de 2014