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    Este libro

    al vez algunos vean en estos relatos el rastro de las fábulas.Y es verdad que hay animales enellos y que algunos se comportan demodo similar a como lo hacen en ellas. Perono quieren ser fábulas estoscuentos más o menos breves, pues lo que movió a escribirlos no es la finalidaddidáctica

    o moral, sino que fueron compuestos con el objeto de narrar historias.

    Es verdad lo que me dijo Marta Campos, en la ocasión de leerlos: nadie narra tanto porque síque no imagine un interlocutor. Y, aunque es enteramente verdad, no sabría decir quétraza podríatener el supuesto lector. Me bastaríaque, fuere quien fuere, los recorriera con agrado y le aprovecha-ran en algo, siquiera en eso: pasar un tiempo agradable, que hoy por hoy, no es poco.

    Los relatos se publicaron a lo largo de estos años, desde 2012 hasta 2014, en una bitácora pelícano en el sur , primero (que ya no existe), y en la bitácora ens , finalmente, que es adonde fuerona dar; y allí están los originales ahora.

    T

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    acía tiempo la espiaba desde el saucedal y los espinillos, desde los ceibos y los fresnos.Y unamañana,alfin,lacalandriaseatrevióyleimitóelcantoalamorenitaquelavabalaropaenelrío.

    Cada día practicaba con el silbido del boyerito, y lo seguía de madrugada entre la tropa, pero noalcanzaba coneso.Afanosa de aprender, hacía susgorjeos concienzudamente al mediodía cuando Soriano,el mayoral, murmurando unacancióninexistente,volvíade lospotreros conla tropilla; o cuando Tarcisio,el

     peón, atracaba el carro de vuelta de los trojes y siempre tarareando. Temprano y a la tardecita entonabaintermitente con Rosarito, la hija de la cocinera, que tarareaba mientras barría el patio de tierra de atrás de lacasa, bajo los paraísos y la tipa enorme.

    La voz humana la tenía fascinada.Y descuidaba las otras melodías que hay por todas partes: sólo seatenía a los sonidos del hombre.

    1. La calandria y la morenita 

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    Pero ni el boyero, ni Soriano, niTarcisio, ni Rosarito, ni los domadores, ni los peonesdel tambo, ni lacocinera, nadie.Ni siquierael patrónque tenía esa voz melodiosa y grave,ni suhija que trinaba altocomosudifunta madre.Nadie tanto.

    Sólolamorenitaqueamediamañanacargabaelcanastoybuscabaelrío.Sóloellaeralaúnicadignade imitación para la calandria overa. Pero no se le animaba así nomás. Era calandria macho. Sabía quecantaba mejorque su hembra y tenía como honra mayor cierta pulcritud creativa y su buen gusto, las frasesmás largas, más exigentes. No era cuestión de una imitación cualquiera. No de ese canto sencillo y claro delamorenitadelaropa.

    Cada día, durante mucho tiempo, revoloteabaporlascina-cinas,se acomodaba en el tala,confortableen su ramas erizadas de espinas, dabasaltos breves por los ramajes de unos pocos fresnos que bordeaban elcamino al agua. Y esperaba verla salir. Entonces, ganándole metros por las alturas, de árbol en árbol, dearbusto en arbusto, iba oyendo el canturreo de la morenita que de habitual decía rancheras y milongas, aveces algún valsecito, unas coplas, quién sabe de dónde los sabría, tal vez de oír en la casa grande, donde secantaba mucho. Y en silencio, mientras la custodiaba porel aire y cuandodespués recordabalas melodías,ensayaba los tonos y los acordes sólo en su oído, en su imaginación musical, alada y dúctil, tratando desacarle los secretosa esa voz inigualable. Pero no se le animaba.

    Esa mañana, todo el aire olía a poleo y a pastos nuevos. Sopló medio fuerte el viento y sacudía el nidoquelacalandria con su compañera habíancolgado cuidadosamente de unceiboalto. Ella estaba empollando,así que la overa no quería apartarse demasiado de los huevosque corrían peligro.Además, la tarde anterior,unos tordos lustrososy ladinos habíanrevoloteadopor allí con la intenciónde ponerle sushuevos intrusosalnido. No era cuestión de descuidarse.

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    Pero, esa mañana, la morenita de la ropa salió en silencio de la casa y recién hizo sonar la voz deterciopelo y plata cuando enfiló para el río, bien entrada la senda.

    Lacalandrialevantóelpicoalcielooliendoelvientoysemblanteandoelaire.Moviólacabezaentodasdirecciones, parada en el pináculodel nido, mientras la compañera cobijaba adentro loshuevostibios. Dudóapenas un segundo y se lanzó al vuelo hacia el camino al río. Voló yendo y viniendo, aprovechando lascorrientes rápidas de ese día y, así,con un ojo vigilaba el nidoy con el otrole seguía los pasos a la morenita,mientrassuoídoansiosoestabatodopuestoenlavozdelaniña,quenoaparecíasinoensusurrosmelodiosos.Ya volaba sobre ella cuando recién allí se oyó una copla nueva y tristona.

    Lamorenita estaba lloriqueando y sele cascaban las sílabas de su música, lo que hacía más conmove-dora la partitura para la calandria que embelesada y atraída se acercaba más y más. Tanto llegó cerca quehasta vio unaslágrimas de la morenita, como cristalitosblancoazules sobre la piel tersa y mate. De tanto entanto, oía, imperceptibles, como unos suspiros hondos y lastimeros, quién sabe por qué. La calandria nosabíay no podía preguntárselo siquiera, porque todo lo veía como si transcurrieramudo, opaco y silencioso.Ensuconmoción, sólo tenía atención suficiente parala voz de laniña que a medida que caminaba, a pasomáslento que de costumbre, sinlaalegría de siempre, menosgimoteaba y más ymejor entonaba,y aunque envozqueda y gris, igual de arrobadora.

    Y entonces,desesperadade emoción, envueltaen un torbellino tibio quecrecía rápidoyle subía hastala gola, la calandria, como borrachade esa voz, dio un vuelo más largo y se detuvo caminoadelante, sobreuna rama baja de un aguaribay retorcido y luminoso.

    * * *

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    Y cantó. Cantó al fin la calandria con todas las notas que le había oído a la morenita durante tantotiempo y que le salían sin querer, de tan maceradas que estaban. Pero ahora ensayó un trino nuevo con lamelodía tristona y el tono melancólico que venía oyéndole por la vereda del río esa mañana.

    Y cantó alto la calandria y sonó como en eco por todo el monte y por la vera del río, tanto que otros pájaros por un momento se apagaron y los animales del monte, del campo y hasta los de la casa, volvieronsus cabezas hacia el caminodel río.Alto y claro cantó lacalandria,con tantosentimiento y tan virtuosamente,que hasta la hembra asomó la cabeza del nido, tan atraída como recelosa.

    Detrás de lamelodía repetida, por debajode la frase que sonabacomo amplificada por todo el ámbito,

    la calandria disimulaba la cancióny la voz de la morenita, sin proponérselo, por hábito, peroahora con unaintención y una emoción que atravesaban sus dotes de imitadora y desde adentro le moldeaban -como unartesano invisible- la composición de sus gorjeos y la maestría de sus trinos.

    Asíconmovida, la calandria novioquelamorenita llegabaal aguaribay, silenciosa,yyarobadatambiénella por el canto del ave. Hasta que alcanzó a ver, cuando ya la tenía debajo de la rama en la que se había

     posado, que la morenita sonreía apenas y miraba hacia arriba, buscando los sonidos, la boca entreabierta y

    los ojos ansiosos.

     No podía dejar de trinar, con arpegios cada vez más armónicos y punzantes. Tan alegres resultabanen su melancolía, tanto entraban en el corazón, que entonces la morenita mudó la nota tristona que veníatrayendo y ahora era ella la que quería imitar el canto de la calandria, con un entusiasmo convaleciente

     pero animoso.

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    Y así, entreveradas las voces, sonaron por el monte la tristeza de la morenita, rehecha en gozo en elcanto de la calandria, y esa alegría nueva de los trinos medio agrisados de la calandria que la morenita fueimitando y que le airearon su propia melancolía mientras llevaba la ropa al río ese día.

     Nunca después volvióa oírse que la calandria overacantara así.

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    l día que el puma hirió al zorro, la garza cuidaba a los pichones del otro lado del estero, en unaespecie de isleta de juncales.

    Oyó el quejido agudodelzorrito,primero atrapado, despuésheridoy al finalfatalmente agonizante,yse sobresaltó; inmediatamente se recogió sobre el nido y aplastó a los pichones bajo el ala, agachando lacabeza. Había oído nítido el chillido y sabía lo que era.

    Cuando cayó la tarde, un viento tibio movió el agua de la laguna y los juncales bailaron lentamente,

    meneando las cabezas al ritmo. La garza apenas acomodó los pichones en todo ese tiempo y les retaceó lacomida, engañándolos con algunasemilla y briznasde pasto. No queríasalir a buscar alimento,portemor al

     puma. Jamásllegaría al nidocruzando lasaguas,perosí podría alcanzarlaa ellasi se descuidabayse le poníaa tiro.

    ¿Qué hacía el puma tan cerca de los esteros?

     2. La cría 

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    La garzaalzó el cuello tersoy blanco, cuidadosamente, másarriba de los juncos, y vio hacia el oeste,recortadascontra el solponiente, unas nubes grises todavía e inclinadas, queiban siguiendoel vientocontra-rio, que no dejaba que el aire oliera a quemazón cerca de las aguas. El monte todavía no se había apagado.

    Sería eso.Un día y otro pasó la garza rondando la isleta, un poco más cada vez, juntando bichitos que llevar al

     buche de la cría.Ya no se oyeron los agudos gritos de la caza del puma en todo ese tiempo. Losanimales, al parecer, olieron al carniceroy buscaron mejores rumbos, por un tiempo al menos.La garza, mientras, sabíaque las marismas alrededoreran los muros de su fortaleza y de allí nosaldría hasta que se sintiera segura.

    Una tarde, oyó ruidos que parecían venirdel pequeño canal, al norte del estero.

    El vientoque no dejaba de cambiar le impedía darse cuenta dequé se trataba. Por un momento apenasoyó el chapoteo isócrono y advirtió la madera sobre el agua del canal: un botecito chico.Y el hombre, claro.Entonces volvió sin ruido al nido y a los pichonesy medio los tapó de nuevo con el cuerpo.

    El botecitopasó lento, muylento,y dejó un silencioclaro queprecisamente, poreso mismo,amplificóel maullidoterrible del gato que sonó imprevistamente, aunque con certeza entendió que no cerca, sino ya

    como bien adentro de tierra firme, lejos del agua. Peroigual, otra vez el viento, el grito se oyó fuerte y claro. No era el mismo ronquidograve que oyó después de lo del zorrito, más tarde, cuando parecía que el

    animalse había saciado y digería la presa complacido, imaginó la garza.

    Era un maullido ronco pero ansioso. Como de hembra de puma, parecía.

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    La garza instintivamente alzó otra vez el cuello pero esta vez el pico apuntó al cielo, inclinando lacabeza en un ángulo imposible. Se movióy dejó a lospichonesapenas al descubiertoy como distraídamenteestiró las patas, acercándose a los juncalesde la orilla y revisando con cuidado para ver si en las hojas y los

    tallos había bichos que comer. Un pocomás se acercó al agua y miró fijo para ver si entre sus patas nadabaalguna mojarra chica. Al rato, clavó el pico al descuido, profesionalmente, en las tierras de la orilla y sacóalgún gusano tierno.

    Esa tarde, distendida, estuvo bastante tiempo llevando comida al nido y picoteando a los pichones,comosiloslimpiara.

    Al anochecer deese día, rugió otravez el gato, que ya la garza estimabahembra, y eso marcó el fin dela jornada para las aves de la isleta del estero.

    Amaneció limpio el airey la luz se iba esparciendo como humo tibio por el cielo.

    La garza esperaba el sol desde hacía rato y lospichones dormían.Antes de que lo advirtieran ellos, lamadre yaestaba de pie y haciendo su excursión habitual para encontrar alimento.

    Un rato largo estuvo como pensativa al borde del agua, sinmoverse,apenas girandola cabeza garbosasobre el cuello curvo. Los pichones ya despiertos estaban quietos y en silencio, como si entendieran laemergencia yel peligrolatente.

    El estero despertaba y la infinidad de pequeños signos de vida sonaba por doquier. Juiciosamente, acada signo, la garza movía lacabeza y enfilaba los ojos y los oídos en cada dirección.

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    De pronto, apartándose apenas de la orilla, hizo un ademán elegante, un carreteo imperceptible ylevantóel vuelo, sinprólogos.

    Primero casi a la altura de la junquera alta que había hacia el sur, donde el esterose hacía más hondoy acuoso. Después,con un girográcil enfiló hacia la piel del agua y voló casi al ras por unosmetros. En otrogiro leve, cortó oblicuamenteel canal y ganó altura, sabiendo queen cuanto se hiciera visible ya no podríaocultarse. Pero, para cuando esopasó, estaba lejos del nido y en dirección opuesta. Cualquieranimal habríacreído que levantabavuelo desde allí mismo desdedonde ahora ya podía vérsela surcar el aire.

     Nadapasó, sinembargo, y la garza pudomirar todoalrededor y hasta disfrutar del vuelo de la mañanade ese día, el primero que acometía desde que llevó a los pichones a la isleta del estero.

    Vio al oeste el monte quemado y algunos humos dispersos: asociando una cosa con la otra, recordóque el puma (¿o eran dos?) todavía podía ser una amaenaza cierta. Entonces, en un gesto mecánico quisoenfilar hacia la isleta, pero retomó el rumbo hacia el este que traía, con el sol de frente y los espejos de lasaguas del estero brillandoya bastante abajo. De todos modos, no quería alejarse demasiado y en cuanto viola morosa cola ocre y bronce del río grande cerrando el horizonte, se dio cuenta de que ya era suficiente.

    Alcanzó las barrancas rojizas y verdesy vio a la vera del agua grandedecenas de garzasy otras aves,

    que aprovechaban el estallido de la mañana fresca y se reunían a revolotear comiendo y trazando figuras enelaire.Setentóporunmomento.¿Porquénodarseunavueltaporaquellamagníficareunióndealasytrinos?Pero se acordó del juncal del esteroy oyó sin oír el ronquido del gato grande y hambriento.

    Giróen plenovuelo y enfilóhaciaelborde sur del esteroparacortarcamino,despuésunpocoaloeste yyaestaba sobrelasestribacionesdel agua,volando todavíasobreunapampaquesesalpicaba deunos pocos talas.

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    Yallílosvio.

    Erandos cachorros de puma que seguían a su madre saliendo de entre unasramas caídas, metiéndose

    en lospastos y enredándose en revolcones y manotazos torpes, mientras la hembra volvíade tanto en tantoy zamarreaba a alguno de losdos, poniéndolode nuevo en camino.

    Lepareció oír los ronquidos festivos de la cría del gato y el ronquido complacido de la madre.

    Ynoviomás.

    Acariciaba ahora otra vez casi la piel del agua y fue planeando parejo hasta que distinguió el nidoapenas adelante.

    Las patas tocaron tierra húmeda suavemente y, a saltos armónicos, la garza se acercó a lospichonesque la miraban y festejaban como si nada hubiera pasado.

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     3. Tincho

    F ueron ocholos perros en lodeTincho: Cabito, Negro, China, Chino,Tarta, Gaucho, Mate y Liebre. No podríanhaber sidopelajes ytemperamentos másdistintos: parecían una manada de salvajes que se

    hubieran ido juntando al azar y hubieran resuelto jugarse lasuerte de la vida así, en malón, como una bandade hermanos enel fragor de cada día, a lo que saliera al paso.

    Lloraba uno y lloraban todos. Cuando ladraban al unísono, cada cual con su registro -el Tarta y laChina eran agudos e insufribles-, parecían un coro, hasta que Cabito dejaba de ladrar y entonces todos sellamaban a silencio como conjurados. Era el patrón de la jauría y parecía el animal de mejor casta o conmenos mezcla. Peroseveque sumando noera despótico y eso no lequitaba a los demás lainiciativa. Se losveía muchas veces de a uno o de a dos por los alrededores, a su aire, incluso comiendo en casas ajenas oechados a la salida de la estación, tal vez esperando, nunca perdidos.

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    Créase o no, nosotros habíamos llegado a conocer cada ladridoy cada llamada, cada tono, cada penay cadahambre de los ocho. Y, creáse o no, sabíamos, por ejemplo, que si Mate y Liebresalíandisparados sinaviso, aunque hubieran estado hasta un segundo antes echados y somnolientos, era porque el padre de

    Tincho había bajado del tren y caminaba ya por la calle de la estación. Sabíamos que si el Negro lloraba oladraba triste, por ejemplo a la tardecita o a la noche, era porque Tincho estaba enfermo o al menos teníafiebre. Sabíamosque el Chino y Cabito eran los únicosque empezaban a ladrara las comadrejas denoche olos quecazaban ratones en el baldío.

    Habían ido apareciendo de a uno, a lo largo de unos años. El único de origen reconocido fue elGaucho, que había nacido en el tambodel vasco Oña.Todavía medio cachorrón, enalguno de los viajesa laestaciónel animal lo siguióy, en vez de volverse, habíahechoyuntacon alguno de losdeTincho correteando

     por los andenesy las vías, y ya no se fue. Cuando el vasco aparecía,el Gaucho se le acercaba, lo olfateabaregalón y le hacía algunas fiestas. Pero se quedaba clavado cuando el vasco arrancaba para el tambo. Al principio lo llamaba, pero se ve que, guacho como era el animal y con otros en el campo, el vasco no seesforzaba demasiado por atraerlo.

    Los ocho sehicierontan de lacasa que parecían ellos los dueños y los demás habitantes sus mascotas.Distintos y todo, se hermanaron, sin embargo, y tanto que parecían realmente hijos de la misma madre.Aveces, viendo eso con extrañeza, los chicos jugábamos a esconder a alguno de ellos y losdemás se volvían

    locos buscándolo. Y había que ponerle límites precisos a la escondida para que no empezaran a gruñir amenazasmuycreíbles.

    ¿Por qué tantos? ¿Para qué?, decía la viuda Rita cuandosalía el tema y era tema siempre.Mi madre,con la bolsa de las compras en la mano y ya en la puerta de la despensa, respondía invariablemente que locuidabana Tincho.Y seríaasí.

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    Tincho había quedado huérfano de madre al nacer. El padre tenía una herrería en la ciudad. Casi todoel día pasabasoloTincho,aunquelatía Poli (¿qué nombreesése? ¿Apolinaria?) vivía enel lotedelacasa, enuna piecita que había en el costado del terreno, y hacía las veces de cocinera y tutora del muchacho.

    Ella llamaba al médico siTincho seengripaba y era la que iba a las reuniones depadres enla escuela ola que veíamos en primera fila en los actos, porqueTincho casi siempre llevó la bandera.

    Tal vez el padre sintiera que los perros harían que Tincho se hallara menos solo en el caserón en quevivían y por eso los habría ido permitiendo a medida que aparecían. La tía Poli era buena mujer pero muycallada y adustay por alguna razóndesconocida no dormía bajo el mismo techo. Los perros,al revés, eran

     barullerosy simpáticosy tenían el pasofranco por cualquiera de las habitaciones.

    El Colorado, el hijo de Don Tomás, les traía de comer casi a diario, porquela carnicería del padre erala fuente obligada para abastecer la mesa de la jauría y nos habíamos tomado a cargo -porquesí,por afectoa Tincho- ayudar a mantener a semejantetropa. Pero también Saló, el terrible Saló, colaboraba conpanes dela despensa desu madre, la viuda Rita, que de tanto entanto y a desgano arrimaba además unpocode lecheo un arroz recocido y chirle que les encantaba a los pobres bichos.

    Mi hermano y yo hacíamos aportes magros, porque apenassi había enla casa. Perosobras nofaltabanen ninguna parte y losperros deTincho,al final,estaban bastante bien alimentados.

    De habitual,dormían apelmazados en losfondosdel terreno, entreligustresylaurelesde árbol,algunosdebajo de los jazmines, el piso de tierra ahuecado por todos lados, como madrigueras tibias. En el invierno,

     buscaban el alero de atrás de la casay Tincho, con los primeros fríos, sacaba del galpón unascobijas rotosas

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    y peludas que les extendíasobre elcemento helado.Allí dabael sol a latarde y allí estaban casisiempre -si nosalía Tincho- desde mediodía hasta la siesta.

    Y eran guardianes, claro, pero no prepotentes. Había quetener alguna mala traza en algo para que lotorearan a uno. Pocas veces pasó. Y nunca feo. La gente por allí era buena gente.Y no éramos tantos quehubiera desconocidos, al menos no del todo desconocidos.

    Como quieraquese hayan juntado, la jauríaeraindiscutiblemente propiedad de Tincho.Él losgober-naba casi sin palabras ni gestos. Eran su guardiapretoriana y sus compañeros de horas solas.Temprano por la mañana, abajo de los paraísosque había en lavereda de la escuela,donde se dejaban las bicicletasy algún

    caballode vezen cuando, se recostaban como si fueran la monta de duendes diminutos, yesperaban así hastamediodía, cuando Tincho aparecía por la puerta del patio por la que salíamos. Cuando nos juntábamos a jugar en el campito de la estación, Tincho venía con la pelota y con su compañía. Losperros se iban acomo-dando cansinamente, dispersos por los bordes de la canchita, más alejados algunos, entreverados a vecesentre los suplentes que los usaban de cojinillospara recostarse sobre ellos,porque si estaba el patrón cercaeran bien mansos. Cuando nos volvíamoscada quien a su casa, la manada levantaba al unísonola cabeza y

     buscaba a Tincho y sin siquiera mirarse, al trotecito, se le acercaban, algunos adelante, otros detrás. Si sedemoraba bromeandoa la salida del campito, el perrerío esperaba alrededor, comoimpaciente.

    * * *

    Fue unos días antes del verano. Habíamos terminado las clases hacía poco y se nos abría un abismoadelante hasta las fiestas. Las vacaciones esta vez iban a ser agridulces, sobre todo para algunos.

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    Yo me iba a la ciudada seguir estudiando y tenía que vivir durante lasemana en lodeAurora, la primasolterona de mi padre, a mi hermano le quedaban todavía dos años en la escuela. Saló, que a duras penashabía pasado las últimas pruebas, iba derecho a la despensa dela viuda Rita y de allí no parecía que fuera a

    salir enlos próximos al menos 50 años. El Colorado se iba a la capital, bastante más lejos; su padre teníaalgunas pretensiones, además de parientes que lo alojaran, y quería que su hijo hiciera el industrial y en laciudad no había. Los mellizos, DanelyAitor, sobrinosdel vasco Oña, se separarían porprimera vez, porqueDanel se quedaba en el tambo yAitor iría a vivir y estudiar conmigo. Dura cosa para ambos.

    YestabaTincho.

    Unos días antes de terminar las clases, un sábado antes de almorzar, el padre y la tía Poli se habían

    sentado con él enel comedor y le habían contado los planes. Se mudarían enfebrero a la ciudady ponían lacasa en venta.

    Cuando nos lo contó, esa misma tarde, lloraba el pobre Tincho y no le entendimos mucho de por quéasí, tan de repente la mudanza. Después supimos que el padre había encontrado mujer allá y pensaba casar-se. Pero la que sería madastra deTincho no quería venirse a vivir al pueblo.

    Habíamos hechoun fueguito abajode las casuarinas quebordeaban la víaabandonada deltrencitodelmolinoy anochecía.Aitor quemaba unarama de eucalipto, distraídamente,y todos mirábamosensilencioycomo hipnotizados el chisporroteo que de tanto en tanto se levantaba cuandoAitor golpeaba la rama contralas brasas, con la fuerza exacta para que se entendiera el gesto de protesta y de tristeza, sin que fueraviolento. Muchotiempo después,he visto enel recuerdo aquellas chispas levantarsecomo el ritmoexacto deun tambor de guerra, melancólico, afectuoso y serio, a la vez.

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     Están los perros, dijo Tincho de pronto y con la voz apagada. No me los puedo llevar. Ni siquierauno me dejan llevar, no hay lugar dice papá...

    Bajó el silencio otra vez sobre las brasas y las pocas llamas y el mecanismo de la protesta deAitor volvióafuncionarsutilmente.

    Saló, que parecía un poco ajeno a la tragedia, miraba las llamitas sinmoverse.

    Yo puedo tenerte uno o dos, la vieja me mata, pero los tengo lo mismo, ¿qué me va a decir? Vaa gritar un poco, como hace siempre..., dijo sin mover un solo músculo del cuerpo y como si hablaran lasllamas.

    Ydijo puedo tenerte ynodijo puedo quedarme con, con una delicadeza que ahora me sorprende yme emociona.

    Y yo, dijo Danel, me llevo al Gaucho y al Negro, que son bien compinches. Al tío no le hace un par de perros más y cuando venís los tenés a mano...

    Mi hermanome miró y, antes dequele hicieraningún permisocon el gesto, meestaba preguntando sinquerer mi respuesta.

    Y nosotros en casa uno podemos tener, ¿no? Uno de los más chicos, o por ahí dos de los máschicos..., ¿no?

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    El Colorado completó la subasta, lacónico y seguro de sí mismo, como siempre.

    Tincho no habló por un rato largo.

    Miraba las brasas y parecía que contaba una por una las chispas que Aitor hacía volar ritualmente,como si contara hasta ocho y volviera a empezar, una y otra vez.

    Y, sí..., mejor; así, por lo menos... Pobres bichos...

    Eso dijo al final y ya no hablamos más del asunto, ni de nada esa noche.

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    ontaba Don Cleto Rivas que huboun tiempoenel llanoenel que,sorprendentemente, los caranchos

    y los chimangos anduvieron a los picotazos, y durante muchos meses con las garras listas siempre paraatacarse. Después, decía, lo peor de la bronca pasó y se fueron distanciando hasta casi ignorarse, aunque notantoy nunca como antes.

     No se acordaba Don Cleto cómo había sabido el hecho pero lo decía con tantosdetalles y conclusio-nes que se podía creer que él mismo lo hubiera protagonizado y supiera por qué había sido.

    Pero, según se dice también, laverdadla sabía deciertoel aguilucho, porqueél sí había sidotestigo de

    aquel entrevero.

    Yo, por mi parte, solamente puedo referir aquí lo queme contaron.

    Fue hacemuchos años y todos los animales de la llanura tienen en la memoria los cuentos dela épocafatídica de aquellos encuentros asesinos, especialmente a campo abierto y a plena luz del día.

    4. Caranchos y chimangos

    C

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    Tan peligrosa se volvióaquella guerraque a casi todos hasta se les hacía difícil salir a buscarsu propiacomida durante la mañana y la tarde y muchos prefirieron por entoncesmerodear a la noche,cuando la sañade loscarroñeros amainaba con la caída del sol.

    Todo parece que empezó con una suelta de palomas que hubo en el pueblo, para el aniversario de lafundación. La idea había sidodel párroco, apasionadocolombófilo,amante investigador tenaz de loshábitosde esos bichos.

    En los pueblos vecinos -yen el monte grande, la casa de los Colombo, precisamente y parece broma-había otros como el cura y así por todo alrededor menudeaban por entonces los palomares y la cría demensajeras.

    Se dice que, a instancias del párroco, la idea era que los criadores de palomas soltaran todas a la vez,no sólo en el pueblo, y las dejaran volar por allí para que terminara volviendo cada bandada a su sitio,finalmente. Una vez en el aire, pensaban, las palomasharían un gran espectáculo con su paseo alejándose-algunas buscando inclusosusdestinos habituales- yse encontraríanlasbandadas enpleno vuelo,mezclándo-se hasta que el instinto las devolviera a su origen, lo que suponían pasaría en unos días. Y fue así, nomás.Aunque no exactamente con esa pulcritud y precisión que era impecable sólo en el diseño de la compleja

    operación.

    Elcasofuequebandadasdepalomasllenaronelcieloyloscamposesedíaysemezclaronefectivamenteentre sí,pero también con las torcazasycon unlorerío bullicioso que hacía nomucho tenía suasentamiento enel monte deeucaliptosyallísereproducía yalborotaba, ocupando hastarecovecos delas ruinasdeunpuestoqueenotrotiempohuboenese monte,cuandotodas esastierras eranprecisamentedelos padresde Don Cleto.

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     presa, a buena distancia, claro, y sonreía mostrando sus dientes desparejos con una risa que por la mueca parecía alegre yhasta simpática, pero queeraen verdadcruel.No tenía buena famay aunque parecíallevarse bien con casi todos,no tenía sociosni compañerosde correrías y mucho menos amigos. Casi todos decían,además, que era cobarde e interesada. Y mentirosa, decían, las más de las veces por cobardía. De estemodo, ni siquiera su astucia era apreciaday, al contrario, los quellegaban a conocerla de cerca bien prontola despreciaban enprimer lugar por loagrio de su sutileza, que ademássiempre maquinaba en su beneficio.

    La cuestión es que la liebre rápidamente hizo con el dato que oyó del tero un cuadro completo yafiebrado y se imaginó que habiendo tanta presa suelta, lasaves rapaces, los carroñeros y otros predadoresandarían también de fiesta por un tiempo, con la gula a flor de garras, colmillos y picos quebradores dehuesos y tironeadores de tejidos.

    De todos, a los que más temía era a los caranchos y a los chimangos. Eran los que podían con suvelocidad amargarleel día, y especialmente el carancho que porsu envergadura podía hacerse un banquetecon lacría y hasta con ella misma. Con ellos se sentía indefensa y el miedo la cegópor completo.

    Estaba el aguilucho también. Pero fuera porque el ave era más elegante, solitaria y distante que lasotras, fuera porque el terror a los otros dos la obnubilaba sin medida, apenas si lo tuvo en cuenta.

    La misma tarde en que se enteró, corrió ella menos que otras veces por el campo y se paró largo ratoaquí y allá sobre sus tensas y poderosas patas traseras, las orejas por todo lo alto, buscando hacerse bienvisible, aun desde las alturas del vuelo de los carroñeros. Y pasó que llegó primero el carancho que venía

     planeando en círculosde muyaltoy hacía rato la había visto. Siempre atento a la escopetade los hombres,elcarancho vigilaba mientras descendía. Curioso y todo por la actitudextraña de la liebre, cuando ya estaba a

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    cierta alturachillólo suficientemente claro como para queella quedara advertida. Su prestigiode cazador un poco se resentía viendo que el animal no se movía y parecía esperarlo sin emociones. Siempre era mejor ymásapasionante desentumecer lasalas en unabuena corrida, porquela destreza para atrapar bichosveloces

    tambiénerasuorgullo.Pero la liebre lo esperó hasta que su voz pudiera hacerse nítidapara el carancho y entonces levantó la

    cabeza y lo llamó. Sorprendido, el carancho tocó el suelo bastante lejos y fue acercándose lentamente; erahábil entierrafirme.

    Allí nomás,a la distancia, la liebreempezóel cuento. Sinaturdirlocondetalles humanos, fuedirecta-mente al punto que el carroñero podía apreciar mejor. Muysuavemente fue despertando en el carancho lacodicia detanta presaindefensa cruzandoal descampado, muysutilmentele fue pintando unenorme coto decaza privado. Por supuesto no dijo nada de sus pesadillas y terrores. Quería poner ante los ojos del caranchouna mesa ricamente servida con toda suerte de carnes volanderas y de roedores varios, y nada de liebre.

    El carancho picó. Le dio, eso sí, los detalles que sabía del día y la hora y el asunto estaba terminado.Casi al momento el ave carreteó y alzó vuelo. Iba a avisar del festín a sus socios, otros caranchos.

    El pánico dela liebre no tuvoen cuenta que al carancho no le gusta cazar en el aire y esun carroñeromás torpe y brutal que el chimango, que se precia de su pericia para volar y cazar a la vez, porque tienealgunas ínfulas de halcón.Y esta vez el menú se trataba de palomas al vuelo, especialmente, que era haciadonde más que nada la liebre quería distraer la atención de sus temidos enemigos en medio de la bata-hola que esperaba.

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    Sin revisar ennadasu plan, y conformecon suestrategia y su traición, la liebrepasólos pocos díasquequedabanhasta la que preveía sería unamatanza acomodandosu cubily acicalandoa sucría,despreocupadaya. Mucho más tranquila estaba desde que vio el movimientode las tropas de caranchos por aquí y por allá,una juntada que era inusual pero que solamente tenía sentido si alguno hubiera sabido lo que tramaban ainstancias de la liebre.

    Y llegó el día. La noche había pasado muy nublada y hasta se vieron refucilos en el horizonte que parecía vendrían para estos lados. Pero, cuando empezó a clarear, un aire limpio,un perfumado olora campoanunció un buendía. Nomás rayó el sol, se levantó una niebla suave de rocío que pronto se diluyó y todo por todas partes lucía expectante aunque sereno.

    A eso de las ocho, había en el cielo unos como puntos negros a muy gran altura y no era sino elrevoloteo de las escuadras de vigías queloschimangos habíanconvenidohacer salir al vientodesdetempra-no,porqueimaginabanasí tener un control absolutode la situación.

    A las nueve en punto,cuandoel párroco daba inicio a la procesión queencabezaba,sonaron ahogadosy potentes los primeros estruendos de lasbombas de los festejos, que estallarían durante toda la mañana yotra vez al caerel sol, porque habría un festival de fuegos de artificio como cierre de losactosdel aniversario.

    Desde elcampo abierto, podía oírse la banda que había venidode la ciudady su música llegaba con elvientoen ondas intermitentes, entremezclada con losestruendos y, de tantoen tanto,loscantos.Unamisa decampaña introdujo nuevos sonidos, como murmullos, que eran las voces de los fieles. Más tarde, el sonmetálico de losparlantesamplificaba inmoderadamentelosdiscursos de circunstancias,máso menos pareci-dos de año en año.

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    En el pináculo de un poste, alerta, el aguilucho inmóvil veía y oía todo.Ya habíadetectado el revoloteode los caranchos, y ya había notado que el único bicho que no andaba esa mañana por allí era la liebre.Lechuzones, cuises, la perdiz, alguna que otra culebra, teros y los pájaros de costumbre. Más lejos, unas

    vacas pastabanenlos potreros decerca del arroyo y, más lejos todavía, los caballos del regimiento ibana los bebederosen grupos de cuatro o cinco. Cada tanto, sin embargo, el airese suspendía y todos los animales sedetenían, alzaban o volvían sus cabezas, como reteniendo la respiración, con ese instinto que tienen paraolfatear y sentir en las coyundas los desastres por venir.

    Faltaba pocopara las once y media. Había terminado la misa y ya no había discursos.Antes de que seabriera la kermesse o de que se habilitaran las mesas junto a los asadores para el almuerzo criollo, el cura

    tomó elmicrófono yanunció solemnemente -yexplicó con minuciosidad apasionada-la sueltade palomas ysu complejo desarrollo. Cruzando de punta a punta la tarima, bajó hasta la calle principal y se fue hacia lascajas y jaulas que habían dispuestopor decenas en semicírculoy de las quesaldrían las palomas al aire. Lamujer del intendente abriría la primera jaula,el párroco la segunda yasíotros notables lasrestanteshastalasdiez primeras. Para las demás, estaban los scouts, ya parados cada cual junto a su cañón de plumas y alas,comoartilleros.

    El aguilucho levantóvuelo repentinamente y se volvió a posar enotro palo, ahora en un puntero másalto y más ancho que marcaba el linde de varios potreros.

    De pronto, un estrépito mayor que losanteriores indicó elcomienzo del revuelo.Eranexactamentelasonce y media y, tal como se había convenido, otras jaulasy cajas, mucho más lejos de allí, también se abríany soltaban su cargaal viento. Siguióun aplauso atronador y una griteríafestiva.

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    El aguiluchovolteaba sucabeza alternativamenteendirección al puebloyhaciaun punto del horizontedesde donde suponía vendrían las otras bandadas.Su miradaterriblevioprimero, curiosamente, la bandadamás lejana abierta como en abanico y con algunas nubes de fondo que le permitían distinguirlas mejor.Inmediatamente diovueltaen dirección al pueblootra vez y violas palomas locales ascendery tomarmuchaaltura antesde elegir unadirección.

    Loquesiguiófuebastante rápido. Prontoalgunos grupos desgajadosde la bandada mayor empezarona llegar hasta el campo abierto y allí se demoraron dando vueltas extensas como enespiral. Bastante tiempoquedaronasí. Primerose lesunieron lasdemásquevenían del pueblo, despuésfueron llegando más y más detodas partesy al rato ya no era posible distinguir su origen. Sobre campo abierto las palomas seguían en susdestrezas, algo inconsistentes y no muygarbosas, como es su vuelo.Lo quesí impresionaba erala cantidad.

    Como de la nada, primero comoun chirrido lejano, se oyó crecer el barullo de los loros.Al minuto, yase mezclaban enel frenesí de las palomas,como si entrarana un festejo deno sabíanqué, peroal que veníana traerle su entusiasmo vocinglero. Y las torcazas, después, de a decenas también ellas, volando con unainocencia conmovedora.

    El campo parecía un inmenso mar fértil de peces, cubierto a media altura de centenares de voraces

    gaviotas pescadoras que alborotaban volando anárquicamente.En la tierra, mientras tanto, el bicherío de a piesintió la creciente emociónelectrizante de aquellamezcla inusual y se movía comoconvulso de un ladoaotro.

    El aguilucho vio que laliebre-siempreausente ymás enese momento-nosehabía equivocadodel todo.

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    Y eneso estaba cuando, como unrelámpago estalla enmedio dela noche oscura, dealguna parte salióunacompañíacompletade chimangos.Veníanvolando a mayor altura que el restode las aves, pero más bajoque loscaranchos que seguían juntándose arriba listos para almorzar ese día opíparamente.

    En vuelos rápidosy oblicuos, los chimangos se desprendieron como flechas sobre las bandadas, eli-giendo enespecial a los palomones y a las torcazas, unospor más lentosy torpes, las otras por más sabrosas.

    Tantaseranlas presas queloschimangos apenas si conseguíanenel primerintentodañarlasy hacerlascaer a tierra. El lorerío tuvo pocas bajas ese día, pero sus chillidos le ponían una nota terrible a la matanza,como ayes de heridos, o de viudas y huérfanos.

    Antes de queloscaranchos pudierantomar posición,otra oleada de chimangos yaandabaporel suelodescarnando a lasvíctimas.Algunos, incluso, despreciando palomas o torcazas, encontraban en el caminoalgún ratóno unaculebra chica yremontabanvuelocon esanueva presa para alejarse del batifondo y echarseun bocado en paz.

    Hasta quellegaronloscaranchos porfinal teatro de operaciones, yatanfuriososcomo hambrientos,ycomo babeantes de odio.

    Desordenadamente quisieron tomar posesión del campo, pero ya estaba tan ocupado y tanrevueltocon tanta víctima y tanto predador que pronto se vieron en la necesidadde dejar la comida para después delcombate conlos competidores.

    Todavíaestabanmaltratándose entresí ferozmente caranchos ychimangos cuandoel aguilucho levantóvuelo para ver la escena desdeun punto arriba, panorámico. En algún momento, creyó ver un par de orejas

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    salirde un agujero en la tierra, muylejos de la acción, y después un hocico dientudo que parecía olfatear enuna sola dirección. Pero no se detuvo en eso y voló en círculos sobre el campo de batalla.

    Desde allí pudo ver que la mayoría de las mensajeras y palomones se habían salvado y se juntaban en

    el aire, ya muy apartadas de la masacre y buscando cada bandada su destino. Pero quedabanvarias en tierra,de todos modos, agonizantes o muertas.

    En el campo, abajo, quedaba igualmente un tendal de toda clase de aves y algunosbichos terrestres.Vio que la gran mayoría de ellos, heridos o ya exánimes, eran ignorados por caranchos y chimangos quesolamente teníanpico y garras para el enemigo.De hecho,sólo losmásjóvenesy algunashembras de ambosejércitos tenían más ganasde comerque de guerrear.

    Yasípasóesedía.

    A la mañanasiguiente, en patrullas desconfiadas, todavía loscarroñeros tomaban posiciones porsec-tores y buscaban presas perdidas. Los caranchos para el lado del arroyo, los chimangos para el lado del

     pueblo. Pero aun ese día se desgajaban de cada grupo los más belicosos y se enfrentaban cada vez que podían, al rato, la trifulca volvíaa hacerse poco menosque general.

    Lamutua furia de ambos había dejado mucha presa a medio consumir, y pese a que eran muchos loscompetidores, algunos animales se atrevían a su riesgo a mordisquear lo que quedaba.Y el riesgo era alto porque ambos bandos a la vez acechaban agudamente los movimientos de todacosa, conla alerta que quizásólo el odioy la furia empujan.

    Gran mortandad de bichos hubo por esos tiempos. Incluso de caranchosy chimangos.

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    El aguilucho vio, día tras día y durante meses, cómo se levantaba la ola de la venganza y parecíaaplacarse al rato,para volver a crecer después, y así fue durante mucho tiempo.

    Pero pasó,almenos lo máscruentoe inquinado del asunto.Y, aunque muy lentamente, al fin volvieron

    las cosas a como son y habían sido.

    Menoslaliebre.

    Estuvoaterradadurantemuchísimotiempoyaquelloquepensabaconseguirselevolvióalfinencontramisteriosamente, como aquello quepensaba evitarresultó al finamarguísimoymultiplicadomilesdeveces, yvivía con un pánico y una desazón tan honda que le impedían reaccionar. Su propia cría, más o menos ajenaa las maquinaciones y a casi todas las cosas del mundo fuera del cubil, y precoces como son las liebres,

     pronto ganóel campo y se lanzóa hacer su vida,más o menoslejos de casa. Peroellaapenas si volvió a salir de su cueva. El campo alrededor, siempre fértil, le daba de comer una dieta mínima sin que tuviera quehacerse ver.

    Su terror ante caranchos y chimangos creció hastahacerse obsesivoy doloroso.

    Perolo más curioso de todofue que, sin poder saber por qué, soñabacada noche con el aguilucho, al

    quepasóatemerlemásqueaningunaotracosaensumundo.

    Lociertoesquejamáselaguiluchovolvióacruzarseconellaennadayjamásellavolvióaverlo.Peroel caso esque la liebre no podía dejar de verni soportar la mirada penetrante del ave, que,en sus pesadillas,la miraba siempre a la distancia, muda y directamente a losojos.

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    unca había visto una mandolina.

    Cuandoera chico, sólo aparecía en unaexpresión de la abuela María, la piamontesa: “¡…otra vez lamandolina…!”, decía ella con acento y mirando al cielo cuando había alguna queja mía que no terminaba

     jamás, cuando prolongaba yoalgún remilgo parahacer algún mandadoo cuando oía queme retabanotravez por sacarel caballo de mi hermano sin permiso.

    Como se la mencionaba así sin más, no había que preguntar cómo era. Pero nunca había visto elartefacto que, siempre asociado al suspiro teatral y simpático de la piamontesa, no sé qué me imaginaría

     podría ser. Tenía sí una forma redonda en mis imágenes, pero como una rueda que gira infinitamente. Noimaginaba que sonaray, menos aún, cómo.

    Despuéssupe qué era, por supuesto, pero seguía sinhaber vistoun ejemplar vivo.

    5. Sire y la mandolina 

    N

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    Cuandola única hija de CarmenSaracho cumplió 15añosera verano.Y hubogranfiesta en lode DonCarmen. Yo estaba ya de vacaciones. Por esos días no me quedaba en la ciudad más que lo necesario paracursar o rendir exámenes. Pero hasta para estudiar volvía al campo, ahogado y a desahogarme.

    Don Carmen tenía siete regias chacras a unas cinco leguas del pueblo, entreel campo de los Juárez ylas quintas que lamían lo último del poblado, para el lado de la panadería vieja. Su padre, Lino Saracho, eraun criollo juicioso y trabajador que había muerto ya y había repartido juiciosamente tierras a sus siete hijos.Su madre, Filumé, era siciliana. Se llamaba Filomena, por cierto, pero enla voz de sus hermanos mayoresyde su padre viudo, sonaba así endialecto y el nombreasí quedó para todos.Y fue ella la que insistió enquesu primer hijo varón se llamara como su abuelo (Carmine, quería, pero no hubo caso) que había quedadoallá, en la isla, y al que en la casa, incluso los que jamás lo habían visto, extrañaban como una pérdida

    irreparable. Sería un gran hombre, seguramente.

    Tina Saracho era muy bonita y a la fiesta en su honor fueron bandadas de gavilanes con ilusiones justificadasypretensionesimposibles.Susojos teníanunaire marinodetormenta, unamiradafirmeverdegris,navegando siempre enérgica ensucara morena yvivaz. DonCarmen era un anfitriónorgullosoyespléndidoy ella, la niña de sus ojos, tuvo un festejo algo exagerado peromagníficoque duró todo el día, desde mediamañana hasta la madrugada. Durante toda la jornada cayó gente a lo de Saracho y a la tarde todavía habíaquienes llegabancuandootros se daban por cumplidos.

    En ese día de mi vidapasaron dos cosas importantes: murió el caballo demi hermano, por mi culpa, yvi por primeravez una mandolina.

    * * *

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    Había llegado de la ciudad el jueves y la fiesta fue el sábado. El pueblo, las quintas y las chacrasestabanalborotadosconlafiestadeDonCarmen.Enelcampolafiestacausabaalgomenosderevuelo,peroigual alcancé a ver al herrero acomodar el viernes a último momentoalgún que otro carruaje, algún charré oalguna jardinera, señal siempre de que no se usaría automóvil porque la ocasión ameritaba un protocolo

    especial, como seusa en el pueblo.

    Mi hermano no estaba en la casa en esos días. Mishermanas durante semanas habían estado atormen-tando a mi madre con pedidos de arreglos, compras y promesas de peluquerías, perfumes, chucherías…,cosas de mujeres.

    El sábado,en algún momento de la mañana, la casa quedó silenciosa y desierta, portodaspartes con

    los restos típicos de los preparativos para un festejo. Con calma, esperé gozando de aquella paz hasta que pasó el mediodía. Me parecióbuena idea ir a caballo y aproveché que no estaba Esteban y ensillé el suyo,antes de ponerme en condiciones, para no desentonar del todo.

    El Sire, el caballo de Esteban, estaba en la casa desde que su madre, una yegua de cría de los Juárez,habíamuerto desgraciadamente al nacer él.Mi padre ayudaba de tanto en tanto en esas cosas y Pilo Juárez,el dueño dela yegua, lehabía regalado el potrillo paraque locriaraalgunode los chicos. Mi padre, encuantollegó a casa, se lo regaló a Esteban, a quien le habían robado una yegüita lobuna por esos días.

    Yo tenía al Petizo, un morochico, morrudo, inquieto y arisco, que a mí sólo me hacía caso, pero megustaba el Sire, su planta, sus colores, su andar elegante; a veces conseguía que Esteban me lo prestara.Cuando no, se lo sacaba a escondidas. Inevitablemente, tenía que vérmelas con él o con mis padres a lavuelta. Y, por supuesto, oír a la piamontesa que desde la galería,sentada en su sillónhamaca, o asomándose

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    a la ventana de la cocina quedaba al palenque, donde yo estaba siendo sentenciado in fraganti, murmurabaaquellas cosasde la mandolina.

    En lode Saracho la fiesta iba camino al éxito. Pasó el almuerzo y las gentes se fueronagrupando paraconversar. Se sucedían losguitarrerosy cantores,el vino era bueno,había familias enteras, y estaba lleno dechicos que corrieron por todas partestodo el día. Había visto a casi todos los viejos amigos ycompañeros delosaños de escuela,habíasaludado a infinidad de señorasy viejos (“¿te acordás de mi hijo?”, “¿aqueno sabés quién es esta señora…, este señor…, esta chica…?”). Hasta había conversado con todo aliñodurante veinteminutosconmi primera novia…

    A media tarde, las mesas se acomodaron hasta quedar debajo de los árboles y se pusieron unas

    tarimas de madera en el centro del semicírculo que se había formado. El día era glorioso y un viento sur,liviano y aromático, prometía una noche mejor aún. El calor podía esperar. El verano sería otro día, mañanaacaso.

    Se poníael sol cuando, de pronto,un movimientoquevino como oleaje crecientefue acompañado por aplausos y vivas. Un grupo de gentesque estaban más cerca de la casa saludaban y escoltaban a DonCarmen que,emocionado y sonriente, caminaba entre ellos, saludando, abrazando, llorando y levantando

    triunfante un instrumento impecable, color roble borgoña, de frente opaco y dorado, clavijas de un marfiloscuro y añejoen un clavijero de metal que parecía de plata. Era unamandolina.

    Subióalatarimayallísequedóunratomientraslosaplausosseextendíancomounmurmullodemar,comounrío depalmasundía de creciente.Elespacio abierto se llevaba yvolvíaa traer las manos ylas voces.

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    Don Carmen, finalmente, se quedó quieto mirando a la gente y a su hija que estaba frente a él,absorta y risueña.

    Cuandosehizo silencio, Don Carmen contóque hacíatresaños habíamandado a pedirunamandolina

    al pueblo de su madre y que unos primos se la habían elegido entre las cinco que tenía la familia. Fue uncapricho, dijo inocentemente con la voz cortada, un gusto que quería darse, un regalo para la niña de susojos. Quería aprender algunas canciones sicilianas y cantarlas en el cumpleaños de su hija.Y lo hizo. Ensecreto, con la Sra. De Santis, la eterna profesora de guitarra del pueblo, a la que había complicado en laconspiración. Durante tresaños casi, dos veces por mes sin faltarnunca, durante más de dos horas practica-

     ba las trescancionesque quería cantar ese preciso día.La mandolina dormía con su cómplice en el pueblo yhasta esa semana de la fiestajamás había llegado a las chacras. Solamente sus dos hijos varones fueronen el

    último mes invitados al conciliábulo y ellos se encargaron de ir corrieron la voz desde la mañana: “el viejotiene una sorpresa…, un regalo para Tina…, ni se imaginan…” Yasífuecomolasorpresafueelcomen-tario durante todala jornada hasta que Don Carmen apareció y mostró el instrumento mágicoy misterioso atodos losque allí estábamos.

    Sonó másque maravillosamente, dadas las circunstancias y el ejecutante viejoy bisoñoa lavez. En uncostado, en la mesa de las señoras, la maestra de músicalloraba su secreto, ahora a la vista detodos,con una

    sonrisa impagable en la boca. Tina casi todo el tiempo tuvo las manos cubriendo la cara y sus hombros semovían convulsionados, de tantoen tanto,yvimos al fin susafeitesde quinceañera arrasadospor la ternura yla emoción del regaloafinado y por la voz ineducada de Don Carmen, peropor sus raícesmelodiosa y nítida.

     No recuerdo qué cantó. Perosí recuerdo –conrecuerdo imborrable- la mandolinacomouna apariciónque sonaba dulcemente, llevándonos a todos a otro lugar, quién sabe cuál para muchos.

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    DoñaFilumé,sentada juntoaTina,deimpecablevestido negrosiciliano, regíacomo unareinalagrimeantey miraba a su hijo con un arrobamientodignísimo.

    Lo que siguió es parte del catálogo establecido para las fiestas familiares, bailes incluidos, algunas pocas borracheras, gente “alegre” aquíy allá, una que otradiscusión, mujeressermoneandoa sushijos, a susmaridos, a susamigas. Los chicos corrieron hasta que con la noche cerca fueron defeccionando.

    Era de noche y bastante tarde cuando me pareció que podía irme. El cielo estaba lleno de luces y aquelviento del sur limpiaba el aire de tal modo que, aunque no había luna, alcanzaba para ver lo necesario.

    * * *

    Podría haberme ido por el caminoreal, peroera tan fragantey clara lanoche que enlacurva deJuárez,en vez de seguir, tomé la calle angosta que desemboca en el descampado de los Fuentes, una tierra ahoramedio descuidaday por eso sin alambrado.No se corta mucho caminopor allí para ir a la casa, pero se abreel cielo yel llano de tal modoque tienta echarse un galope ligero, con los ruidos serenos delas nochesde unveranoque reciénnace y escasi primavera,con elvientoenla caradespejandola fiesta y trayendouna y otra

    vez la escena luminosa de la mandolina de Don Carmen.

    El Sire, descansado y alegre, navegaba suavementey los cueros de las riendas y la montura (Estebanlo quería estilizadoy jamás se ensillaba con apero) gemían virilmente acompasando su andar armónico,suave, pero firme, con ese sutil toque de acero del bocado.

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    Tan en andas de la noche mansa íbamos losdos que cuando la vizcacha saltó a un costado, corriendodespués histérica hacia adelante, nossorprendimos al unísono. Hice unmovimiento bruscocon las riendas yelSire se resintió. Dio un cabezazo, primero, después un bufidoquequiso ser relincho bronco y se bandeó

     bruscamente para el lado opuesto al de la carrera de la vizcacha.Abrió los ojos con espanto, resopló con

    temor. Perdí la vertical con el bandazo y losestribos flamearon soltadosde mispies. Más se encabritó el Sirey tomó carrera, como alocado en medio de la noche que podía ser clara para un paseo amable, pero eraoscurapara unaemergencia así de violenta e inadvertida.

    Corrió el Siresin tino por el descampado y parecía estar persiguiendo a la vizcacha más que escapan-do del objeto que lo había asustado.

    Mal acomodado (ah, si hubiera sido apero…), me costaba asentarme sobre el cuero lustroso de lamontura. Los frenéticos corcovos del Sire no me dejaban controlar al animal y él mandaba en esa huida aningunaparteporningúnmotivo.

    A esa altura, y aunque nos íbamosacercando al pago, todavía estaba a buena distancia, ymás cerca delo de Saracho que de nuestra casa. La familia seguía exprimiendola fiesta hasta su último jugo.

     No podía habervisto las vizcacheras en esa noche y en ese trance, imposible. Ni siquiera recordé queen el descampado había ése yotros riesgos,como pozos sindestino,osamentas, restos de alambrados,algúnramerío o troncos,incluso.

    El Sire pareció clavar las dos manos hacia adelante y de golpe,en un gesto brutalacompañado de unquebrarse fiero de huesos, y salí desmañada y velozmentepor encima de su cuellogarboso. Caí de costado

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     s un bicho asqueroso, dijo el sapo. Yo perdí un hermano y un tío en los dientes de la overa.

    Será, no lo niego. Pero el raterío le teme y otros también, así que para algo sirve, como todos. Laculebra, con la cola refrescándose en el agua, no le temía a la comadreja. Era más rápida y más ágil y eradifícilquelaalcanzara.

     No me venga con cuentos,dijoelpato. La muy bicha nada bien y es peligrosa también en el agua.Usted cuídese, que le gusta nadar... Vez pasada fui a poner los huevos a la isla del medio y hasta allá

    quiso cruzarse, la desgraciada. Si no era por el perro flaco de la casa que se aficionó a la isla..., ahorael pobre cruza por el bañado, desde que bajó el agua de la laguna. Nadar ya no puede. No bien lo viola overa se zambulló en los pastos y arañando el suelo llegó al agua, que si la pilla...

    Sí, es verdad , volvió a terciar el sapo con un bufido de disgusto, siempre a la sombra del sauce.

    6. Torcazas y comadrejas

    E

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     Pero las que no se salvaron fueron las torcazas, ahora que menta la isla. Y eso sí que fue imper-donable: ahí se ve la entraña de la overa, dígame si miento...

    * * *

    La tardeempezaba tranquila en el otoño. Había buen sol y viento fresco, no muyfuerte. Las aguas semecían suavemente. Se habían juntado varios bichos al borde de la laguna en esos días, porel calor raro delas semanas pasadas. La tierra tardaba en enfriarse. Para algunos predadores, el agua era una tramperanatural,así que el bicherío conversaba siempre con un ojo y un oído atentos al derredor.

    En el último año y medio, la comadreja overa había ido ganando enemigos por todas partes. Habíallegado un poco antes de una primavera raramente fría en el pago. No estaba sola. Eran varias, pero comoson bichos que sólo se juntan para tener cría, andaban sueltas por todo el ámbito y se las veía poco.

    Salvo cerca de la laguna. Era el sitio de los troncos podridos por la humedad y allí buscaban reparodurante el día y de allí salían por las noches a hacer desmanes. No se acercaban a la casa, pese al gallinero

     bien poblado, porqueel gallego Urdiales alimentaba unamódica jauríade cuzcos de mandíbulas veloces y deinstintoscazadores,queeranla pesadillade cualquier comedor de huevoso pollitos.Porotro lado, alrededor de la laguna había alimento suficiente para una overa calculadora y algo sensata como era ésta. De otros

    tiempos, quedaban recostadossobre el monte de ceibos y paraísos que hubo en una época,unos frutalesquetodavía daban. Hasta frutay a vecesalgún zapallo perdido ligaba la overa y variaba así la dieta.

    Estaba la isla, además. No era, en realidad, sino un montículo, elevado vaya a saberse por qué.Cuandoseformólalagunaenelbajo,quedóesalonjadetierraquenollegabanialamediahectáreayconunas pocasplantas.El cotorrerío dejó allí semillas de tala y de alguna que otra acacia que esparcía susvainas,

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    así que terminó por formarse una especie de montecito no muylucido, pero tentador para pájaros y bichosque quisierancriar a suscrías sindemasiado sobresalto.

    A la overa le gustaba el agua y se sabe que son muy pulcras, pese a las costumbres carroñeras y

     basureras. La laguna no era valla suficiente y sabía que loshuevos de la islatenían el sabor de lo segurotantocomo el de lo difícil: doblemente sabrosos, entonces.

    Las torcazas anidaban allí desdeque la laguna se había formadoyeran como lasdueñas delmontecito,aunque convivíancon otro pájarossin hacer cuestión. Pero desde que apareció la overa y su cría numerosayadesparramada, no vivían tranquilas.

    El último episodio era reciente y a eso se refería el sapo indignado. Ni uno sólo de los huevos habíasobrevivido. Una verdadera masacre.

    Sin necesidad , dijo la calandria. Yo no soy quién, pero díganme si no es verdad: cuántos ratoneshabía en el campo en esos días.

    El gallego Urdiales había tirado abajo el galpón viejo. Un cobertizomediano en el rincón norte de la

    chacra que había comprado cuando ya terminaba el verano pasado, algo apartada como a tres o cuatrocostados de chacra de la casa. Del desguace salieron a las disparadas familias enteras de ratones migrantes.Le había puesto tanto ruido el patrón con la sierra para cortar tirantes y los martillazos en las chapas, queandaban los roedores aturdidos por el campo, salvando lo que pudieron y buscando nuevas habitaciones.Afuera, a la luz del día, a campo abierto, las lechuzas miraban con displiscencia desde los postes de los

    l b d l Y l bié

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    alambrados su almuerzo seguro. Y la overa, también, se supone, porque aunque era muytemprano paradarse una vuelta por allí, sabía que las nochesque veníantodavía serían tiempo paraunos cuantos bocados.

    Pero laovera apenassi cazóalgunoque otro.Yuna nochecita, tibia ysin mucho viento, enfiló hasta la

    orilla de la laguna y nadó sin ruido.Acechó desde que llegó a la isla y fue trepando con método árbol por árbol, haciendo su plan de batalla, nunca uno al lado del otro. Subiendo uno aquí, otro en la otra punta, paraque casi no se la notara. A la madrugada, cuando empezaban a volar las madres para buscar comida, lacomadreja atacó huevos y pichonesa mansalva.Antesde que saliera el sol, el daño estaba hecho y la overanadaba, satisfecha y lenta, ahora anadeando hasta la orilla de tierra y juncos y troncospodridos, como sifuera más pato que marsupial.Atrás quedaba un mar de arrullos como lágrimas torcaces.

    Lanoticia voló, claro, y esa mañana no se hablaba de otra cosa enel campo alrededor. Yera comidillatodavía después de un tiempo,como se oyó al principio, porque la furia contra la overa no menguaba.

    Así fue que mientras los bichoshacíanlonjasde lafama de la comadreja,cayó el perro flaco a la orilla,medio apartado del bicherío y rengueando, por una controversia con los más jóvenes de la jauría que ledisputaron la osamenta de un pernil esa mañana. La ganó, finalmente, peroa su costa.

    La calandria hablóprimero y para que la escuchara el mastín flaco.

     Algún escarmiento hay que darle a esta mal parida.

    Sí, pero quién..., dijo el sapo.

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    P ti l h b insistió la calandria P l h b i d b b h

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     Perro tiene que ser, o el hombre, insistió la calandria. Pero el hombre ni debe saber que hay coma-drejas por acá. Muy bichas son, ni se arriman al gallinero. El perro sí sabe. La vio el flaco y los otrosla huelen de lejos, a ellos no los engaña...

     Ah..., si anduviera el zorro aquel que vivía en el montecito del alto..., dijo el pato. A ése no se leanima. Pero quién sabe qué habrá sido...

    Cómo qué, dijo la culebra. Yo lo vi. Unos perdigones del .12, eso fue. ¿No se acuerdan? Muy zorro y todo pero fue por gallinas un domingo..., hay que ser...

    Si no hay zorro, hay perros. Perro tiene que ser. No hay otra... , volvió a la carga chillando la

    calandria.Y el hombre sí que sabe, vea, dijo la culebra. Vez pasada, andaba yo por el pastizal al lado de la

    bomba y oí al patrón que hablaba con el hijo mayor, el que estudia en el pueblo. El mozo le decía al  padre que no matara a las comadrejas, si había, que las aprovechara para que le cazaran los ratones y las cucarachas, que no pasaban enfermedades..., y no sé cuántas cosas le decía. El patrón lo oía y le preguntaba cosas y el mozo le contaba que había visto una en el monte de atrás que ellos le dicen, alládonde vivía el zorro, que en paz descanse... Yo los oí, de cierto que el hombre sabe...

     Mala cosa entonces..., ahí quedan las comadrejas, dijo el sapo mirando el agua que brillaba.

     Entonces, perro tiene que ser , levantómás el chillido la calandria.

    Y el perro flaco se acercó al fin cansado de que lo aludieran tandescaradamente

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    Y el perro flaco se acercó, al fin, cansado de que lo aludieran tandescaradamente.

    Qué dice la gente, dijo serio y casi cordial.

    Ya ve, lanzó el pato, seguro de que había oído todo.

    ¿Nos da una mano, don?, dijo la calandria.

     No sé, mire, ladeó la cabeza el perro mirando para la casa. ¿Qué quieren hacer?

    Que usted haga, más bien dirá. Nosotros no podemos nada. Ella nos puede a todos nosotros juntos, si vamos al caso, se sinceró la culebra.

    ¿Entonces...?, desafió el mastín.

    Usted, ¿se le animará?, lo chuceó el pato.

    ¿Para?, negoció el perro.

     Para que vea que acá viene sobrando ella..., la calandria nerviosa cambió de rama y se posó casifrente al perro obligándolo a mirar para arriba a contrasol, él la siguió un poco molesto con la mirada.

     Mire, don, dijo parsimoniosamente el sapo, usted entiende el asunto. No lo haga si no quiere, perousted sabe que con esta overa no hay tu tía, es ella o nosotros. Y si esto sigue, es ella. Ya vio lo de la isla y las torcazas, ni ganas de bajar a la orilla tienen, las pobres. No digo que la comadreja no tenga que

    comer pero eso fue puro daño Un día le puede tocar a cualquiera eso se sabe como otro día le puede

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    comer, pero eso fue puro daño. Un día le puede tocar a cualquiera, eso se sabe, como otro día le puedetocar a ella, ley de las cosas, claro que sí. Pero esto fue abuso...

     Es verdad. Ley de las cosas..., dijo el perro parco.

    Siquiera un buen susto, siquiera eso..., insistía la calandria.

    Y cómo haciendo, dijo el perro.

     Del otro lado del juncal aquel , señaló la culebra, ahí, en los troncos tiene la guarida. No es cosa dehacerle daño porque sí, pero que se asuste lindo, eso puede hacerse...

     Ahora, eso sí, guay con la overa que es ladina, dijo el sapo. Lo sabía mi finado tío y se ensartóigual. Le habían contado al pobre que las comadrejas cuando están en peligro pueden hacerse lasmuertas, ni respiran casi, por horas, y ni se les oye latir el corazón, y hasta empiezan a oler hediondocon una cosa que no sé qué dijo que tenían que la sueltan para eso. Y se quedan así hasta que el enemigo se va y más... Toda una noche, tal vez, hasta que se levantan bien vivas de nuevo y escapano se esconden. Engañan, son astutas y cobardes...

    Veré,dijoelperrocomotododictamenysequedóéltambiénviendocomoelsoljugabaenlasolitasde la laguna mientras la tarde se iba poniendo fresca.

    Unos minutos más estuvoenmedio deellos, todos ensilencio. De pronto, sin avisar, dio media vueltay apenas se oyó un saludo mientrasvolvía a la casa, rengueando un poco menos, pero sin trotar.

    Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín Aveces se lo veía de lejos cerca de la

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    Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín. Aveces, se lo veía de lejos, cerca de lacasa,como paseando sindestino. Después, entre losfrutales. Otra vez, como buscandoalgo en el montecitode los ceibos. Otra vez estuvo casi toda una mañana echado bajo los eucaliptus, con el sol del este enla cara,mirando quiénsabe qué cosa, como perdido.Y no mucho más. Locierto esque tampoco había rastros de la

    overa, no que ellos hubieran visto.Ni señales.

    Al tiempo, una tarde, después de una lluvia fina y fría que castigó el campo hasta casi el mediodía,volvieron a juntarselosbichos, pero ahoraapartados de la laguna, buscandoel calor de lospastos, debajo delos árboles. Una de las torcazaspardas estaba entre ellos esta vez.

    Yo lo vi, dijo derepente enun arrullo bajo. Estaba en los frutales y lovi. A los dos,en realidad. Ella,

    la overa, venía escondiéndose a la tardecita, raro tan temprano, pero se ve que un par de frutas quehabía entre los yuyos la pudieron. No andaba descuidada, no. Al revés, juiciosa andaba. Pero se ve queni lo vio ni lo oyó al perro flaco, que estaba como echado, pero con las orejas atentas y el hocico tenso. Después me di cuenta de que se había puesto con el viento de frente y por eso ella no lo olió siquiera,hasta que se lo topó, medio lejos pero bien visible. Yo estaba a dos árboles, bien arriba. El perro sí me vio.Yo lo vi: antes, me estuvo mirando largo, sin moverse. Después, volvió a mirar para adelante, por dondevenía la overa. Ella estuvo rápida en cuanto lo topó: se escabulló a los pastos altos, lejos del alambre y

    buscó el montecito de los paraísos. Los alcanzó y se trepó veloz. Raro: el perro ni se movió. Como si nole importara, porque ella vio que él la había visto y la había mirado fijo. Pero el miedo no hizo muchoscálculos y se trepó, nomás. Me quedé quieta, pero la rama se mecía un poco por el vientito fresco y hacíaequilibrio para no moverme. Se venía haciendo la noche enseguida...

    ¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco? preguntaron casi a dúo la calandria y el sapo Todos

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    ¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco?, preguntaron casi a dúo la calandria y el sapo. Todosestaban atentos y asombradosy la torcaz hablaba como consigo misma, llena de melancolía todavía por loque había perdido.

    Y vieran cómo, perro sabio ese flaco... Ella alcanzó el paraíso más apartado y medio pelado deramas, el de la punta del potrero, el que encontró primero. Si hacía unos metros más, llegaba a losceibos o a los otros paraísos que están más juntos aunque más cerca de la casa, y allí hubiera podido saltar de uno en otro como suelen hacer, yo las vi hacerlo. Pero ahí, en ése, estaba aislada. Se diocuenta, pero como el perro estaba inmóvil y había quedado medio lejos, la overa no sabía qué hacer. Entre los pastos, estaba perdida. Pero si el perro no iba a atacar, pensaría que tenía tiempo para llegar a los otros árboles. Para el otro lado del alambre no podía ir, era presa segura. El perro no se movió

    nada. En un momento debe de haber creído la overa que tenía la ventaja. De a pasitos firmes, con losdedos bien afirmados a la corteza, se fue alistando para el próximo movimiento. No le sacaba los ojosde encima al flaco. Ahí es cuando el perro apenas gira la cabeza, ni el cuerpo acomodó. La overa secongeló de miedo, ya se creía que el perro no tenía ganas de correr y de pronto el animal muestra uninterés mínimo. La miró el flaco apenas un segundo y volvió la cabeza, otra vez hacia la laguna,digamos. Les digo que yo no entendía qué estaba haciendo el perro. Pero me pareció que lo que hacíaera obligarla a moverse como él quería. Ella quería escapar, nomás. Y ahí es claro que se equivocó laovera. Porque la confundió y al final la desesperó. No la dejó que pensara, que viera cómo escapar.

     Ella quería escapar como fuera. Y parece que así no se escapa. De pronto, al rato, el flaco pegó un par de ladridos, medio ahogados son, como ladra él, sin ganas. Pero ladró. Separados uno de otro losladridos. ¿Qué hace?, pensé. La overa se quedó tiesa y bailaba los ojitos mirando los paraísos y al  perro, que no volvió a mirarla. Al otro rato, se oyeron dos o tres ladridos que hicieron eco en lanochecita, venían de la casa, de los cuzcos. Ellos ladraron lejos, pero salieron al campo, ya sin ladrar,

     y se fueron arrimando al trote para el lado de los frutales, por atrás de los paraísos. La overa ni se fijó.

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    y f p f , p p f j Los ojos empezaban a brillarle más rojos y amarillos con los destellos de la luna que se colaban entrelas nubes que iban rápidas, arriando la última lluvia para el lado del pueblo. Yo estaba entumecida pero la escena me tenía petrificada. En cuanto unas nubes taparon otra vez la luz del cielo, loca de

    miedo secreyó al amparo y así la overa pegóun salto y se lanzó a los pastos y de ahí a los paraísos con pasitos cortos y rápidos. No tanto que alcanzara los árboles salvadores. Yo los había visto a los cuzcosacercarse porque estaba mejor ubicada. Ella no los vio hasta que los tuvo casi al lado: ahí se le debehaber parado el corazón a ella y todos se quedaron duros por unos segundos. Ella gruñó y mostró losdientes filosos ferozmente, pero dio la vuelta con un gesto brusco de la cola gruesa que tiene que debehaberle pegado a un cuzco en el hocico, porque gimió entre los ladridos de los demás, como lastimado.Y la overa empezó a correr, curvada sobre sí misma y desesperada por escapar. Los perros la seguían

     sin verla, apenas por el movimiento que hacía poco ruido entre los pastos húmedos y también por el olor. Sin darse cuenta por el terror, fue a parar derecho a la vigilia del perro flaco. Ya casi ni se veía deoscuro que se había puesto. De repente, como un eco grave, se oyó un ¡clac! fiero, sordo. Y un chirridolargo, ensordecedor, que enloqueció a los cuzcos por un momento. Siguieron ladrando hacia el lado del chillido, pero se quedaron quietos, hasta que se fueron volviendo de a uno a la casa, ladrando también, pero ya como de compromiso. Se oyó el silbido del patrón. Y después silencio. El perro flaco, al ratolargo, se levantó. Y también él enfiló hacia las luces de la casa. En el campo no se movía nada. Al fin,volé por encima un par de vueltas, yendo y volviendo hasta los paraísos, volando bajo fui y volví. Al lado de donde había estado el flaco, la vi, echada de costado, quieta. Y así estaba a la mañana siguien-te. Y así cuando, al otro día, fue que se le acercó uno de los cuzcos y la arrastró para el lado del maizal chico. Eso fue hace tres días. No la vi más.

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    n la calle cortada, la única que había en el pueblo, vivía Emilia. Nadie se acordaba nunca delapellido de aquella mujer. Sí del de la madre, Julia Requena, que era nativadel pago(el padre venía de una

     provincia del sur), y era común que le dijeran Emilia Requena, como si fuera hija de madre soltera. En un pueblo chico era raro que hubiera una calle así. No era raro en cambio que uno no se acordara del apellidode alguien. Sobrenombres y nombres suelen bastarpara el común de los mortales que se conocen de toda lavida.

    Emilia no estaba lejos de eso quellaman mediana edad, arrancandoen los cuarenta y algo y llegandocasi a los 60, según el porte y las peripecias de la vida. Desde la muerte del padre, vivía sola en una casitamodesta pero bien puesta, la última de la calle, antes del paredón de las monjas, detrás del cual había un

     jardincito muybiencuidado que era la parte privada de una especie de conventitoque habíanacido casiconel pueblo.

    Era la casa donde siempre había vivido.Aunque no siempre, esverdad, porque hubo un tiempo en elquefaltócasidosañosdelpueblo.LasmalaslenguasdecíanqueEmiliateníaunhijoquevivíaenlaciudad,tal

     7. Emilia y los gatos

    E

    vez al cuidado de algún pariente o conocido, o que lo había dado en adopción. Pero, yase sabe, las historias

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    crecen como matorrales en los pueblos y las tardes de verano o de invierno son el almácigo en el que sesiembrany se rieganlos chismes. Erancosas que se decían, nada más. Nadie nunca vio o supo si era verdad.Y, por cierto, nadie sabía por qué había estado ausente.

    Emilia era una mujer pulcra y discreta. Amable, aunque distante, tenía buen trato concasi todos. El primero con el que dejó de saludarse -en un pueblo chico es un asuntodelicado- fue el veterinario, por otra parte su compañero en toda la primaria y hasta compañerode banco.

    El asuntoconEmiliaeraprecisamentecosa de veterinarios.

    Un par de años después de la muerte de su padre, Emilia trajo a la casa un gato negro. Nunca habíahabido animalesen la casa porqueJulia Requena vivía atacada por alergias a casi todas las cosas.Y fue ideadeTito Francini, el veterinario encuestión,que Emilia sellevaraal felino"poruntiempo", le dijo,hasta ver silo ubicaba con alguna familia que loquisiera.Aél se lo había dejado la madre del jefe de la estación, que sehabía ido con suhijoa la ciudadcuandolotrasladaron.Enel departamentono habríalugar paraelbicho que,

     por otra parte, apenas si lohabía alimentado durante menos de un año, porqueeraanimalrecogido deporahí.

    Emilia, reticente, aceptó,másporamistad que porafecto a los gatos.

    Los primerosdías fueron tensos y difíciles. El gato, es claro, no se hallaba cómodo con el cambio yEmilia notenía mucha idea de cómo se lleva a la felicidad a semejante bicho. Pero algún empeñopuso en lademanda y hasta fuevarias veces a lo de Francini buscandoconsejosy estratagemas para cumplir a concien-cia sututoría.

     Mirá que es gata, le dijo una de esas veces Tito. Y puede tener cría. Es medio fina. Así que puede

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    darte gatitos bien bonitos. Tenéla vigilada. Yo no quise esterilizarla porque es buen animal. Ya estoybuscando a ver quién...

    Emilia se fue contrariada de la veterinaria.Apenas podía con la idea de tener un animal en la casa ytodo este expediente nuevo era abrumador para ella. Llegó a la casa y se quedó un largo rato en la puerta,mirando los árboles que asomaban por encima del paredón de las monjas, o buscando quién sabe qué en loscanteros de su propio jardincito, nerviosa,sin querer entrar.

    Hasta que por elpasillo del costado aparecióel felino, lacola negra ylustrosa muyaltaenelaire, comosi fuera una oriflama de un ejército regio. El paso cuidado y contoneante, con elegancia, le fue irritante aEmilia. Le pareció que la gata sepavoneba comouna aristócrata petulanteo comouna mujer insinuante, tanto

    daba.Al cuello, la gata llevaba una especie de collarín, que en realidad era una cinta azul oscuro, en la queestabaescrito su nombre: Lila.

    Fueraporsuimpericia o por distracción(o, como fue: la cintaestaba dada vuelta),noadvirtió el escritosino cuando, en un reflejo sorprendente, alzó al animal y revisó recién en ese momento, porprimera vez, elcollarín sedoso quele ceñía el pelaje renegrido. Lila. Más irritada quedó mirando aquel dictamen y soltóalanimal dejándolo más o menos suavemente otra vez en la vereda de piedras que llevaba a la puerta deentrada.

    La gata, como si supiera, alcanzó a lamerse discreta pero como despectivamente las partes de sucuerpo quehabía tocadoEmilia.

    * * *

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    Tito oyó y nada dijo. Estaba ocupado con un ovejero abichado y apenas prestó atención. Pero loi t ó V l ió b l l h l tó j Ell j l fi l dij E ili i

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    registró. Volvió sobre el caso a la noche y le contó a su mujer. Ella, mujer al fin, le dijo que Emilia siemprehabía sidouna chica rara ydio el pase del expediente a otro sector. PeroTito quedó intrigado y algomolesto.

    Un incidente casual vino a enmarañar el asunto. Un perro. Uno de esos que andan sueltos,yaviejos yapenasbastándoseasímismosyalosquesevedeambularcomosibuscaranunlugarparaecharsefinalmen-te a morir. Merodeó la calle cortada un par de días.Alguna vecina le dio por piedad algo de comer, tal vez.Yél mismo,con sus instintos mermadosperovivos,buscó losuyo por las suyas.Así fue que semetió enlodeEmiliauna nochecita y fue casi directamentealplato delaleche delos gatos que estaba a uncostado del alerode atrás. Emilia no lo descubrió sino hasta la tarde del día siguiente, debajo de unas hortensias frondosasadonde había buscado refugio, lejos de la vista. Reaccionó con furia y trató de echarlo, pero el animal sequedó inmóvil, como adivinando que esamujer no eraenemigo de temer. Efectivamente, ella se rindió des-

     pués de cuatro o cinco intentos. El perro, que ya había dado cuenta de dos platos de leche, tenía motivos para resistir.

    Pero Lila olióel peligro y al perro casi inmediatamente. Primero llevó a su cría algomás lejos, dentrodel mismo jardín. Pero al día siguiente, de a uno entre los dientes, los cruzó al jardincito de las monjas,

     poniendo distancia. Yno apareció otra vez por lo de Emilia.

    Fue, precisamenteal díasiguiente, cuando Tito Francini haciéndose el encontradizo, pasó por la calle

    cortada. Desde la esquina la vio a Emilia barriendo lavereda, frenética, para paliar la abstinencia de Lilay lasobredosis del perro rebelde.

    Tito lasaludópara hacerse ver, medio a losgritos,cuandoella levantó lacabeza. Desviándose,Francinicaminó los pocos metros de la calle aparentando cortesía. Ella se dio cuenta de que no podía escapar.

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    Ansioso, Titoapenas cruzó las preguntas protocolares y atacó enseguidael punto. Ella negó. La gatano había vuelto y no sabía nada de ella Llevada por su propia ansiedad aprovechó el diálogo forzado para

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    no había vuelto y no sabía nada de ella. Llevada por su propia ansiedad aprovechó el diálogo forzado paradenunciar al perro. No lo podía sacar, ¿por qué no la ayudaba con eso? Entraron y en un recorrido expertode la mirada, Francini rápidamentedetectó el plato vacíoy unos trastos conalgunospocos pelos.Y un cierto

    olor inconfundible. Unos metrosmás atrás, estabatodavía el animal, rebelde todavía al desalojo.

    Francini prometió volver más tarde o a la mañana siguiente, porque andaba sin la camionetita y lascosas,collares o jeringas, según se necesitaraporqueel animalse veía bastante mal. Emilia, mientras,se habíatranquilizado unpoco. Francini no parecía olernada raroyla libraría del obstáculoqueimpedía que Lilay losgatitos volvieran a la casa.

    Pero pasóque,como había llegado,el perro se fue esa mismanoche, tal vez por la misma razón: ya nohabía lo que había encontrado el primer día: algoque comer.

    Temprano,Emiliarecorrió el jardín másque nada ilusionada con la vuelta de Lila. Pero pronto advirtióque el perro ya no estaba y un nuevo frenesí la atacó: como Francini no había venido a la tarde,vendría a lamañana. ¿Ysi lagatavolvía? ¿Ysi él laveía? ¿Ysi veíalosgatitos?

    Apenas se acicaló y con pasórápido caminó hasta la veterinaria para suspender la visita del veterina-

    rio. Estaba cerrada. No sabía qué hacer. No se dio cuenta de que era temprano para abrir. Pensó lo peor:Francinipasaría por sucasa antes devenir a sulocal,nola encontraría a ella, entraría al jardincitode atrás, noencontraría al perro..., pero podía estar la gata con su cría... Temblaba.

    Cuandollegó, agitaday sin podercontrolar eltemblor, nohabíarastrosdeTito. Nidel perro. Nidela gata.

    Pero algo pasó ese día que la desquició: Francini no apareció. Y peor fue al día siguiente: tampocoapareció Y más: el repartidor de la leche no vino

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    apareció. Y más: el repartidor de la leche no vino.

    Emilia no podía ni imaginar una serie revuelta de casualidades. Y pensó cualquier otra cosa y todo

    enmarañado. Llegóa la conclusión de quehabía sido descubierta,queFrancini había sacadosubrepticiamen-te el perro a la noche, que en ese momento pudieron aparecer los gatos, siquiera Lila, y que él mismo se lahabía llevado en represalia. ¿Por qué,si no, no había pasado su sobrino con la leche esa mañana? ¿Por quéFrancinino había venido a buscar al perro? Estaba claro: habíasido descubierta. Yentonces eramejor quesecubriera.Así, porunos días, ni apareció.

    Locierto esque Francini había ido por allíy había visto alperro callejear enla esquina.Lo ciertoesqueFrancini había visto la tarde anterior a la gata en el jardín de las monjas, que desde lo de Emilia no se veía,

     pero desde la otra calle, sí.Y Francini perdió rápidamente interés en el misterio, como hombre práctico queera. Emilia olvidó en su descontrol que los pedidos sehacían mes a mes, como lo había hecho ella desde el

     principio, olvidó que este mes se había cumplido y que ya había lo había pagado por adelantado, paraasegurarse, como habíahecho desde que contrató el reparto. Como no renovó el pedido,el chico no pasó yel lechero esperaba un nuevo encargo, que nunca llegó. Nunca llegó a completar el relato de lo que había

     pasado y amontonaba impresionesy causas yefectos algo disparatados al principio, completamente dispara-tados al final. Uno de eso días, con un aspecto algo siniestro por el secreto que le impuso al comentario, le

     pidió a la vecinaque, si pasaba por el reparto de pan, se lo suspendiera por favor y que allí le daba los pesos para pagar la cuenta. En la mesa de la cocina, en unas cuantas bolsassin abrir que el repartidordejó duranteun tiempocada día, estaba el pan ya endureciéndose.

    * * *

    Durante bastante tiempo, Emilia estuvo al acecho.Después, con unsigilo algo ridículo, hacíasus com-prassiempre en lugaresdistantes yevitaba a los más conocidos Llegó a hacer doce cuadras (yotras doce de

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     prassiempre en lugaresdistantes yevitaba a los más conocidos. Llegó a hacer doce cuadras (yotras doce devuelta, desde su casa hasta casi la ruta) para traerse tres piezas de pan francés, dos bifes de cuadril y dostomates. Dejo deir a misa y, sobre todo, jamás pasaba ni cerca de la veterinaria.De tanto en tanto,se la veía

    a horas raras, como una sombra algo encorvada y siempre discretamente acicalada, aunque ya no pasaba por la peluquería y el color del pelo era difusoy el peinado algo extraño.

    Porlasmañanas,muy temprano, barríala vereda obsesivamentemientras mirabaentodas direccionesesperando ver aparecer a Lila, que era su verdadero propósito.Yesperando no ver aparecer a Francini,queera su casiúnica pesadilla. Porlasnoches,hablandoensusurros queni siquiera ella misma oíabien, limpiabael plato sucio a veces de tierra, otras veces con hojas, y acomodaba los trastos del alero.

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    l agua estaba helada y el viento soplaba apenas, pero era tan frío que obligaba a cubrirse la piel delas manos y la cara para no sentir los tajos de hielo. Un invierno crudo como hacía tiempo no teníamos.

    Todo alrededor de la laguna, para el norte, se veían montecitos de eucaliptos y acacias, sauces yespinillos, quietos y envueltos en la niebla del amanecer. Visto así, más frío parecía todo. La misma nieblacubría las aguas hacia el sur de la laguna, por donde están los campos más bajos y los bañados.

    Era helado el amanecer y prometía unsol insuficiente. Pero para eso faltaba bastante.

    En silencio, miraba la silueta oscura del pobre viejo que parecía un tocón casi sobre el agua, inclinadoe inmóvil como estaba, si no fuera por el mástil de la caña que con la luz escasa yabrillaba como encendido.

    Había hecho un fuego chico a unos veinte metros de la orilla, para no molestar al viejo y para queambos tuviéramos donde calent