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PRIMERA PARTE

CH I A ROS CU RO

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SAINT JAMES’S, LONDRES

Comenzó con un accidente. Claro que todo cuanto in-cumbía a Julian Isherwood empezaba invariablemente así. De hecho, tenía una fama tan acendrada de dispara-

tado y gafe que el mundillo del arte londinense, de haberse ente-rado del asunto —que no se enteró—, no habría esperado otra cosa. Isherwood era, afirmaba una lumbrera del departamento de Maestros Antiguos de Sotheby’s, el santo patrón de las causas perdidas, un funambulista con debilidad por las maquinaciones que, planeadas con esmero, acababan en desastre, a menudo no por culpa suya. De ahí que fuera a un tiempo objeto de admira-ción y de lástima, rasgo este poco frecuente en un hombre de su posición. Gracias a Julian Isherwood, la vida era un poco menos tediosa. Y por ello la sociedad elegante de Londres sentía adora-ción por él.

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Su galería, situada en un rincón del patio adoquinado conocido como Mason’s Yard, ocupaba tres plantas de un tambaleante alma-cén victoriano que en tiempos había pertenecido a Fortnum & Mason. A un lado tenía las oficinas de una pequeña empresa navie-ra griega; al otro, un pub cuya clientela se componía principalmen-te de guapas oficinistas que se movían por la ciudad montadas en vespas. Muchos años atrás, antes de que las oleadas sucesivas de dinero ruso y árabe anegaran el mercado inmobiliario londinense, la galería había estado situada en la elegante y exclusiva New Bond Street, o New Bondstrasse, como se la conocía en el gremio. Luego llegaron Hermès, Burberry, Chanel, Cartier y compañía, y a Isherwood y a otros como él (marchantes independientes especia-lizados en cuadros de Maestros Antiguos dignos de figurar en co-lecciones museísticas) no les quedó otro remedio que buscar cobijo en Saint James’s.

No fue esa la primera vez que se vio abocado al exilio. Nacido en París en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, hijo único del afamado marchante Samuel Isakowitz, tras la invasión alemana fue llevado a través de los Pirineos e introducido clandestinamente en Inglaterra. Su infancia parisina y su origen judío eran dos fragmen-tos más de su enmarañado pasado que Isherwood mantenía en se-creto, a buen recaudo de la notoria malicia que caracterizaba al mundillo del arte de la capital británica. Que se supiera, era inglés por los cuatros costados: tan inglés como el té de última hora de la tarde y la mala dentadura, como él mismo gustaba decir. Era el in-comparable Julian Isherwood: Julie para sus amigos, Julian el Jugoso para sus compañeros de francachela ocasional, y Su Santidad para los historiadores del arte y los conservadores que, de manera rutinaria, recurrían a su ojo infalible. Era tan leal como ancho es el mar, confiado hasta el exceso, de modales impecables y no tenía verdaderos enemigos, un logro singular teniendo en cuenta que

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llevaba siglos navegando por las procelosas aguas del mundo del arte. Isherwood era, ante todo, un hombre decente, y la decencia escasea mucho en estos tiempos, en Londres y en todas partes.

En Bellas Artes Isherwood dominaba la verticalidad: atestados almacenes en la planta baja, despachos en la primera y una sala de exposiciones formal en la segunda. La sala de exposiciones, consi-derada por muchos la más ilustre de todo Londres, era una réplica exacta de la famosa galería de Paul Rosenberg en París donde, de niño, Isherwood había pasado muchas horas felices, a veces en compañía del mismísimo Picasso. La oficina era una conejera dic-kensiana llena hasta los topes de catálogos y monográficos amari-llentos. Para llegar hasta ella, el visitante debía atravesar un par de puertas de cristal reforzado: la primera era la que daba a Mason’s Yard; la segunda se alzaba en lo alto de un estrecho tramo de es-caleras cubiertas con una manchada moqueta marrón. Allí, el vi-sitante se encontraba con Maggie, una rubia de mirada soñolienta incapaz de distinguir un Tiziano de un rollo de papel higiénico. Isherwood había cometido la estupidez de intentar seducirla tiem-po atrás y, a falta de otros recursos, había acabado por contratarla como recepcionista. En ese momento Maggie estaba sacándose brillo a las uñas sin hacer caso del teléfono que berreaba sobre su mesa.

—¿Te importa contestar, Mags? —preguntó Isherwood con benevolencia.

—¿Por qué? —repuso ella sin atisbo de ironía.—Puede que sea importante.Maggie puso los ojos en blanco antes de levantar el aparato con

aire resentido, acercárselo a la oreja y ronronear:—Bellas Artes Isherwood.Unos segundos después colgó sin decir nada y siguió con su

manicura.

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—¿Y bien? —preguntó Isherwood.—No contestaban.—Sé buena, tesoro, y mira el identificador de llamadas.—Ya volverán a llamar.Isherwood arrugó el ceño y volvió a fijar la mirada en el cua-

dro apoyado en el caballete de bayeta verde que ocupaba el centro de la habitación: una escena de Cristo apareciéndose a María Magdalena, seguramente de un discípulo de Francesco Albani, que se había agenciado hacía poco en una casa solariega de Berkshire a cambio de una miseria. El cuadro necesitaba restau-ración urgente, igual que el propio Isherwood. Había alcanzado esa edad que los gestores de patrimonio denominan «el otoño de su vida». Y no era un otoño dorado, pensó sombríamente. Estaban a finales de la estación, el viento cortaba como un cuchillo y las luces navideñas brillaban en Oxford Street. Aun así, con su traje de Savile Row hecho a mano y sus abundantes mechones grises, lucía una figura elegante aunque frágil, una apariencia que él mismo describía como de «depravación dignificada». En aquella etapa de su vida, no podía aspirar a otra cosa.

—Creía que un ruso espantoso iba a pasarse por aquí a las cua-tro para ver un cuadro —dijo de repente mientras su mirada vaga-ba aún por el deteriorado lienzo.

—El ruso espantoso canceló la cita.—¿Cuándo?—Esta mañana.—¿Por qué?—No me lo dijo.—¿Por qué no me lo has dicho?—Te lo dije.—Tonterías.—Debes de haberlo olvidado, Julian. Te pasa mucho última-

mente.

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Isherwood clavó en Maggie una mirada fulminante, sin dejar de preguntarse cómo podía haberse sentido atraído alguna vez por una criatura tan repulsiva. Luego, como no tenía más citas en su agenda ni nada mejor que hacer, se puso el abrigo y se fue al restaurante-marisquería Green’s, poniendo así en marcha la ca-dena de acontecimientos que lo conduciría a otra calamidad, no por culpa suya. Eran las cuatro y veinte de la tarde, un poco temprano para los parroquianos habituales, y el bar estaba vacío salvo por Simon Mendenhall, el subastador jefe de Christie’s. Mendenhall, dueño de un eterno bronceado, había desempeñado una vez, inadvertidamente, un pequeño papel en una operación conjunta americano-israelí que buscaba infiltrarse en una red de terrorismo yihadista cuyos atentados estaban dejando k.o. a Europa Occidental. Isherwood lo sabía porque él también había tenido un papelito en dicha operación. Pero él no se dedicaba al espionaje. Se limitaba a prestar ayuda a los espías, especialmente a uno.

—¡Julie! —exclamó Mendenhall. Luego, con esa voz seductora que reservaba para los postores poco entusiastas, añadió—: Estás verdaderamente estupendo. ¿Has adelgazado? ¿Has estado en un balneario caro? ¿Tienes novia nueva? ¿Cuál es tu secreto?

—El vino de Sancerre —contestó Isherwood antes de acomo-darse en su mesa de costumbre junto a la cristalera que daba a Duke Street.

Y allí, como no le bastaba con una copa, pidió una botella brutal-mente fría. Mendenhall se marchó al poco rato con sus aspavientos de costumbre, e Isherwood se quedó a solas con sus cavilaciones y su vino, una combinación peligrosa para un hombre de edad avanzada y con una carrera profesional en franco declive.

Pasado un tiempo, sin embargo, se abrió la puerta y de la calle oscura y húmeda surgieron un par de conservadores de la National

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Gallery. A continuación entró uno de los mandamases de la Tate seguido por una delegación de Bonhams encabezada por Jeremy Crabbe, el rancio director del departamento de pintura de Maestros Antiguos de la casa de subastas. Casi pisándole los talones llegó Roddy Hutchinson, considerado en general como el marchante con menos escrúpulos de todo Londres. Su llegada era un mal presagio, porque allá donde iba Roddy aparecía sin falta el rechon-cho Oliver Dimbleby. Como era de esperar, un par de minutos después entró anadeando en el bar con toda la discreción del sil-bato de un tren a medianoche. Isherwood agarró su móvil y fingió que estaba manteniendo una conversación urgente, pero Oliver no se lo tragó. Se fue derecho a su mesa (como un sabueso enfilan-do a un zorro, recordaría después Isherwood) y acomodó su amplio trasero en la silla vacía.

—Domaine Daniel Chotard —dijo con admiración al sacar la botella de vino del cubo de hielo—. No te importa, ¿verdad?

Llevaba un imponente traje azul que embutía su oronda figura como una tripa a una salchicha y grandes gemelos de oro del tama-ño de chelines. Sus mejillas eran redondas y rosadas, y el brillo de sus ojos azules claros daba a entender que dormía a pierna suelta por las noches. Oliver Dimbleby era un sinvergüenza de marca mayor, pero su conciencia no le quitaba el sueño.

—No te lo tomes a mal, Julie —dijo mientras se servía una ge-nerosa cantidad de vino—, pero pareces un montón de ropa sucia.

—No es eso lo que me ha dicho Simon Mendenhall.—Simon se gana la vida embaucando a la gente para quedarse

con su dinero. Yo, en cambio, soy una fuente de verdad incorrupti-ble, incluso cuando esa verdad duele.

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Dimbleby fijó en él una mirada de sincera preocupación.—Venga, Oliver, no me mires así.—¿Así? ¿Cómo?—Como si estuvieras buscando algo amable que decir antes de

que el médico tire del enchufe.—¿Te has mirado al espejo últimamente?—En estos momentos procuro evitar los espejos.—No me extraña nada.Dimbleby añadió otro centímetro de vino a su copa.—¿Se te ofrece algo más, Oliver? ¿Un poco de caviar?—¿No correspondo yo siempre?—No, Oliver, no correspondes. De hecho, si llevara la cuenta,

que no la llevo, llevarías varios miles de libras de retraso.Dimbleby hizo caso omiso del comentario.—¿Qué pasa, Julian? ¿Qué te preocupa esta vez?—En este momento, tú, Oliver.—Es esa chica, ¿verdad, Julie? Eso es lo que te tiene hundido.

¿Cómo dices que se llamaba?—Cassandra —contestó Isherwood mirando hacia la ventana.—Te ha roto el corazón, ¿a que sí?—Siempre te lo rompen.Dimbleby sonrió.—Tu capacidad para el amor no deja de sorprenderme. ¡Qué no

daría yo por enamorarme aunque solo fuera una vez!—Eres el mayor mujeriego que conozco, Oliver.—Ser un mujeriego tiene muy poco que ver con enamorarse.

Amo a las mujeres, a todas las mujeres. Ahí radica el problema.Isherwood se quedó mirando la calle. Estaba empezando a llo-

ver otra vez, justo a tiempo para la hora punta de la tarde.—¿Has vendido algún cuadro últimamente? —preguntó

Dim bleby.

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—Varios, de hecho.—Ninguno del que yo me haya enterado.—Eso es porque son ventas privadas.—Bobadas —contestó Oliver con un resoplido—. Hace meses

que no vendes nada, pero eso no te ha impedido comprar género nuevo, ¿verdad? ¿Cuántos cuadros tienes guardados en el almacén? Suficientes para llenar un museo, y todavía te sobrarían varios mi-les. Y están todos calcinados, más tiesos que la mojama, como aquel que dice.

Isherwood se limitó a frotarse los riñones. Aquella molestia ha-bía ocupado el lugar de una tos perruna como su achaque físico más persistente. Imaginaba que era una mejoría. El dolor de espal-da no molestaba a los vecinos.

—Mi oferta sigue en pie —añadió Dimbleby.—¿Qué oferta es esa?—Venga, Julie. No me hagas decirlo en voz alta.Isherwood giró la cabeza un par de grados y miró fijamente la

cara carnosa e infantil de Dimbleby.—No estarás hablando otra vez de comprarme la galería, ¿ver-

dad?—Estoy dispuesto a ser más que generoso. Te daré un precio

justo por la pequeña parte de tu colección que es vendible y usaré el resto para calentar el edificio.

—Es muy caritativo por tu parte —respondió Isherwood sardó-nicamente—, pero tengo otros planes para la galería.

—¿Planes realistas?Isherwood guardó silencio.—Muy bien —dijo Dimbleby—. Ya que no permites que tome

posesión de ese naufragio en llamas al que tu llamas galería, al menos deja que haga algo para ayudarte a salir de tu actual Periodo Azul.

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—No quiero a una de tus chicas, Oliver.—No estoy hablando de una chica. Estoy hablando de un boni-

to viaje que te ayudará a distraerte de tus problemas.—¿Adónde?—Al lago Como. Con todos los gastos pagados. Billete de avión

de primera clase y dos noches en una suite de lujo del Villa d’Este.—¿Y qué tengo que hacer a cambio?—Un pequeño favor.—¿Cómo de pequeño?Dimbleby se sirvió otra copa de vino y le contó el resto.

Por lo visto, Oliver Dimbleby había conocido hacía poco a un ex-patriado inglés que coleccionaba con avidez pero sin la ayuda de un asesor experto que le sirviera de guía. Parecía, además, que estaba atravesando un bache financiero y tenía urgencia por vender parte de sus obras. Dimbleby había accedido a inspeccionar con calma la colección, pero ahora que había llegado el momento de emprender el viaje no soportaba la idea de subirse a otro avión. O eso decía. Isherwood sospechaba que sus verdaderos motivos para escaquear-se eran muy otros. A fin de cuentas, Oliver Dimbleby era la perso-nificación misma del disimulo.

Con todo, la idea de un viaje inesperado atraía a Isherwood y, a pesar de que el sentido común dictaba lo contrario, aceptó la oferta en el acto. Esa misma noche metió algunas cosas en la maleta y a las nueve de la mañana siguiente se estaba arrellanan-do en su asiento de primera clase del vuelo 576 de British Airways con servicio ininterrumpido, rumbo al aeropuerto milanés de Malpensa. Bebió una sola copa de vino durante el vuelo (por el bien de su corazón, se dijo) y a las doce y media, al montar en un

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Mercedes de alquiler, se hallaba en pleno dominio de sus faculta-des. Hizo el trayecto hacia el lago Como, en dirección norte, sin ayuda de mapas ni dispositivos de navegación. Era un reputado historiador del arte especializado en pintores venecianos y había hecho innumerables viajes a Italia para recorrer sus iglesias y museos. Aun así, aprovechaba cada oportunidad de volver, sobre todo si era otro quien corría con los gastos. Julian Isherwood era francés de nacimiento e inglés de adopción, pero dentro de su pecho hundido latía el corazón romántico e indisciplinado de un italiano.

El expatriado inglés de tambaleante fortuna lo esperaba a las dos. Vivía a lo grande, según el e-mail que Dimbleby había redac-tado a toda prisa, en la punta suroeste del lago, cerca del pueblo de Laglio. Isherwood llegó con unos minutos de antelación y encon-tró la imponente verja abierta para darle la bienvenida. Más allá se extendía una avenida recién pavimentada que lo condujo amable-mente hasta una explanada de gravilla. Aparcó junto al embarcade-ro privado de la villa y se dirigió a pie a la puerta principal, pasando junto a varias estatuas hechas en molde. Nadie contestó al timbre cuando llamó. Consultó su reloj y llamó una segunda vez. El resul-tado fue el mismo.

Llegado a ese punto habría hecho bien en volver a subirse a su coche alquilado y abandonar Como a todo correr. Pero probó a abrir la puerta y, por desgracia, descubrió que no estaba cerrada con llave. La abrió unos centímetros, gritó un «hola» dirigiéndose hacia el interior en penumbra y entró, indeciso, en el espléndido vestíbulo. Vio al instante el lago de sangre sobre el suelo de már-mol, los dos pies descalzos suspendidos en el aire y la cara hincha-da y negra azulada que miraba desde lo alto. Sintió que se le afloja-ban las rodillas y vio levantarse el suelo para recibirlo. Se quedó arrodillado allí un momento hasta que remitieron las náuseas.

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Luego se levantó temblequeando y, tapándose la boca con la mano, salió de la villa y se dirigió a su coche a trompicones. Y aunque no se diera cuenta en aquel momento, fue maldiciendo al gordinflón de Oliver Dimbleby cada paso del camino.

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