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El hombre invisible Herbert George Wells Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El hombre invisible

Herbert George Wells

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CAPÍTULO ILa llegada del hombre desconocido

El desconocido llegó un día huracanadode primeros de febrero, abriéndose paso a tra-vés de un viento cortante y de una densa neva-da, la última del año. El desconocido llegó a piedesde la estación del ferrocarril de Bram-blehurst. Llevaba en la mano bien enguantadauna pequeña maleta negra. Iba envuelto de lospies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltrole tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descu-bierto la punta de su nariz. La nieve se habíaido acumulando sobre sus hombros y sobre lapechera de su atuendo y había formado unacapa blanca en la parte superior de su carga.Más muerto que vivo, entró tambaleándose enla fonda Coach and Horses y, después de soltarsu maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Unahabitación con un fuego!» Dio unos golpes en elsuelo y se sacudió la nieve junto a la barra. Des-pués siguió a la señora Hall hasta el salón para

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concertar el precio. Sin más presentaciones, unarápida conformidad

y un par de soberanos sobre la mesa, se alojóen la posada.

La señora Hall encendió el fuego, le dejósolo y se fue a prepararle algo de comer. Queun cliente se quedara en invierno en Iping eramucha suerte y aún más si no era de ésos queregatean. Estaba dispuesta a no desaprovecharsu buena fortuna. Tan pronto como el baconestuvo casi preparado y cuando había conven-cido a Millie, la criada, con unas cuantas expre-siones escogidas con destreza, llevó el mantel,los platos y los vasos al salón y se dispuso aponer la mesa con gran esmero. La señora Hallse sorprendió al ver que el visitante todavíaseguía con el abrigo y el sombrero a pesar deque el fuego ardía con fuerza. El huésped es-taba de pie, de espaldas a ella, y miraba fija-mente cómo caía la nieve en el patio. Con lasmanos, enguantadas todavía, cogidas en la es-palda, parecía estar sumido en sus propios

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pensamientos. La señora Hall se dio cuenta deque la nieve derretida estaba goteando en laalfombra y le dijo:

-Me permite su sombrero y su abrigopara que se sequen en la cocina, señor?

-No -contestó éste sin volverse. No estando segura de haberle oído, la

señora Hall iba a repetirle la pregunta. Él sevolvió y, mirando a la señora Hall de reojo, dijocon énfasis:

-Prefiero tenerlos puestos.La señora Hall se dio cuenta de que llevaba

puestas unas grandes gafas azules y de que porencima del

cuello del abrigo le salían unas amplias pati-llas, que le ocultaban el rostro completamente.

-Como quiera el señor -contestó ella-. Lahabitación se calentará en seguida.

Sin contestar, apartó de nuevo la vistade ella, y la señora Hall, dándose cuenta de quesus intentos de entablar conversación no eranoportunos, dejó rápidamente el resto de las

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cosas sobre la mesa y salió de la habitación.Cuando volvió, él seguía allí todavía, como sifuese de piedra, encorvado, con el cuello delabrigo hacia arriba y el ala del sombrero go-teando, ocultándole completamente el rostro ylas orejas. La señora Hall dejó los huevos conbacon en la mesa con fuerza y le dijo:

-La cena está servida, señor. -Gracias -contestó el forastero sin mo-

verse hasta que ella hubo cerrado la puerta.Después se avalanzó sobre la comida en la me-sa.

Cuando volvía a la cocina por detrás delmostrador, la señora Hall empezó a oír un rui-do que se repetía a intervalos regulares. Era elbatir de una cuchara en un cuenco. «¡Esa chica!,dijo, «se me había olvidado, ¡si no tardara tan-to! ». Y mientras acabó ella de batir la mostaza,reprendió a Millie por su lentitud excesiva. Ellahabía preparado los huevos con bacon, habíapuesto la mesa y había hecho todo mientrasque Millie (¡vaya una ayuda!) sólo había logra-

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do retrasar la mostaza. ¡Y había un huéspednuevo que quería quedarse! Llenó el tarro demostaza y, después de colocarlo con cierta ma-jestuosidad en una bandeja de té dorada y ne-gra, la llevó al salón.

Llamó a la puerta y entró. Mientras lohacía, se dio cuenta de que el visitante se habíamovido tan deprisa que apenas pudo vislum-brar un objeto blanco que desaparecía debajode la mesa. Parecía que estaba recogiendo algodel suelo. Dejó el tarro de mostaza sobre la me-sa y advirtió que el visitante se había quitado elabrigo y el sombrero y los había dejado en unasilla cerca del fuego. Un par de botas mojadasamenazaban con oxidar la pantalla de acero delfuego. La señora Hall se dirigió hacia todo ellocon resolución, diciendo con una voz que nodaba lugar a una posible negativa:

-Supongo que ahora podré llevármelospara secarlos.

-Deje el sombrero-contestó el visitantecon voz apagada. Cuando la señora Hall se

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volvió, él había levantado la cabeza y la estabamirando. Estaba demasiado sorprendida parapoder hablar. Él sujetaba una servilleta blancapara taparse la parte inferior de la cara; la bocay las mandíbulas estaban completamente ocul-tas, de ahí el sonido apagado de su voz. Peroesto no sobresaltó tanto a la señora Hall comover que tenía la cabeza tapada con las gafas ycon una venda blanca, y otra le cubría las ore-jas. No se le veía nada excepto la punta, rosada,de la nariz. El pelo negro, abundante, que apa-recía entre los vendajes le daba una aparienciamuy extraña, pues parecía tener distintas cole-tas y cuernos. La cabeza era tan diferente a loque la señora Hall se habría imaginado, quepor un momento se quedó paralizada.

Él continuaba sosteniendo la servilletacon la mano enguantada, y la miraba a travésde sus inescrutables gafas azules.

-Deje el sombrero -dijo hablando a tra-vés del trapo blanco.

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Cuando sus nervios se recobraron delsusto, la señora Hall volvió a colocar el sombre-ro en la silla, al lado del fuego.

-No sabía..., señor -empezó a decir, perose paró, turbada.

-Gracias -contestó secamente, mirandoprimero a la puerta y volviendo la mirada a ellade nuevo. -Haré que los sequen en seguida-dijo llevándose la ropa de la habitación. Cuan-do iba hacia la puerta, se volvió para echar denuevo un vistazo a la cabeza vendada y a lasgafas azules; él todavía se tapaba con la servi-lleta. Al cerrar la puerta, tuvo un ligero estre-mecimiento, y en su cara se dibujaban sorpresay perplejidad. «¡Vaya!, nunca...» iba susurrandomientras se acercaba a la cocina, demasiadopreocupada como para pensar en lo que Millieestaba haciendo en ese momento.

El visitante se sentó y escuchó cómo sealejaban los pasos de la señora Hall. Antes dequitarse la servilleta para seguir comiendo,miró hacia la ventana, entre bocado y bocado, y

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continuó mirando hasta que, sujetando la servi-lleta, se levantó y corrió las cortinas, dejando lahabitación en penumbra. Después se sentó a lamesa para terminar de comer tranquilamente

-Pobre hombre -decía la señora Hall-,habrá tenido un accidente o sufrido una opera-ción, pero ¡qué susto me han dado todos esosvendajes!

Echó un poco de carbón en la chimeneay colgó el abrigo en un tendedero. «Y, ¡esasgafas!, ¡parecía más un buzo que un ser huma-no! ». Tendió la bufanda del visitante. «Yhablando todo el tiempo a través de ese pañue-lo blanco..., quizá tenga la boca destrozada», yse volvió de repente como alguien que acaba derecordar algo: «¡Dios mío, Millie! ¿Todavía nohas terminado?»

Cuando la señora Hall volvió para reco-ger la mesa, su idea de que el visitante tenía laboca desfigurada por algún accidente se con-firmó, pues, aunque estaba fumando en pipa,no se quitaba la bufanda que le ocultaba la par-

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te inferior de la cara ni siquiera para ¡levarse lapipa a los labios. No se trataba de un despiste,pues ella veía cómo se iba consumiendo. Estabasentado en un rincón de espaldas a la ventana.Después de haber comido y de haberse calen-tado un rato en la chimenea, habló a la señoraHall con menos agresividad que antes. El refle-jo del fuego rindió a sus grandes gafas unaanimación que no habían tenido hasta ahora.

-El resto de mi equipaje está en la esta-ción de Bramblehurst -comenzó, y preguntó ala señora Hall si cabía la posibilidad de que selo trajeran a la posada. Después de escuchar laexplicación de la señora Hall, dijo:

-¡Mañana!, ¿no puede ser antes?-.Y pa-reció disgustado, cuando le respondieron queno.

-¿Está segura? -continuó diciendo-. ¿Nopodría ir a recogerlo un hombre con una carre-ta?

La señora Hall aprovechó estas pregun-tas para entablar conversación.

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-Es una carretera demasiado empinada -dijo, como respuesta a la posibilidad de la ca-rreta; después añadió-: Allí volcó un coche hacepoco más de un año y murieron un caballero yel cochero. Pueden ocurrir accidentes en cual-quier momento, señor.

Sin inmutarse, el visitante contestó:«Tiene razón» a través de la bufanda, sin dejarde mirarla con sus gafas impenetrables.

-Y, sin embargo, tardan mucho tiempoen curarse, ¿no cree usted, señor? Tom, el hijode mi hermana, se cortó en el brazo con unaguadaña al caerse en el campo y, ¡Dios mío!,estuvo tres meses en cama. Aunque no lo crea,cada vez que veo una guadaña me acuerdo detodo aquello, señor.

-Lo comprendo perfectamente -contestóel visitante.

-Estaba tan grave, que creía que iban aoperarlo.

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De pronto, el visitante se echó a reír. Fueuna carcajada que pareció empezar y acabar ensu boca.

-¿En serio?-dijo. -Desde luego, señor. Y no es para to-

márselo a broma, sobre todo los que nos tuvi-mos que ocupar de él, pues mi hermana tieneniños pequeños. Había que estar poniéndole yquitándole vendas. Y me atrevería a decirle,señor, que...

-¿Podría acercarme unas cerillas? -dijode repente el visitante-. Se me ha apagado lapipa.

La señora Hall se sintió un poco moles-ta. Le parecía grosero por parte del visitante,después de todo lo que le había contado. Lomiró un instante, pero, recordando los dos so-beranos, salió a buscar las cerillas.

-Gracias -contestó, cuando le estabadando las cerillas, y se volvió hacia la ventana.Era evidente que al hombre no le interesaban nilas operaciones ni los vendajes. Después de

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todo, ella no había querido insinuar nada, peroaquel rechazo había conseguido irritarla, y Mi-llie sufriría las consecuencias aquella tarde.

El forastero se quedó en el salón hastalas cuatro, sin permitir que nadie entrase en lahabitación. Durante la mayor parte del tiempoestuvo quieto, fumando junto al fuego. Dormi-tando, quizá.

En un par de ocasiones pudo oírse cómoremovía las brasas, y por espacio de cinco mi-nutos se oyó cómo caminaba por la habitación.Parecía que hablaba solo. Después se oyó cómocrujía el sillón: se había vuelto a sentar.

CAPÍTULO IILas primeras impresiones del señor Teddy

Henfrey

Eran las cuatro de la tarde. Estaba oscu-reciendo, y la señora Hall hacía acopio de valorpara entrar en la habitación y preguntarle al vi-

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sitante si le apetecía tomar una taza de té. Enese momento Teddy Henfrey, el relojero, entróen el bar.

-¡Menudo tiempecito, señora Hall! ¡Nohace tiempo para andar por ahí con unas botastan ligeras! La nieve caía ahora con más fuerza.

La señora Hall asintió; se dio cuenta de queel relojero traía su caja de herramientas y se leocurrió una idea.

-A propósito, señor Teddy-dijo-. Megustaría que echara un vistazo al viejo reloj delsalón. Funciona bien, pero la aguja siempreseñala las seis.

Y, dirigiéndose al salón, entró despuésde haber llamado. Al abrir la puerta, vio al visi-tante sentado en el sillón delante de la chime-nea. Parecía estar medio dormido y tenía lacabeza inclinada hacia un lado. La única luzque había en la habitación era la que daba lachimenea y la poca luz que entraba por la puer-ta. La señora Hall no podía ver con claridad,además estaba deslumbrada, ya que acababa de

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encender las luces del bar. Por un momento lepareció ver que el hombre al que ella estabamirando tenía una enorme boca abierta, unaboca increíble, que le ocupaba casi la mitad delrostro. Fue una sensación momentánea: la ca-beza vendada, las gafas monstruosas y eseenorme agujero debajo. En seguida el hombrese agitó en su sillón, se levantó y se llevó lamano al rostro. La señora Hall abrió la puertade par en par para que entrara más luz y parapoder ver al visitante con claridad. Al igual queantes la servilleta, una bufanda le cubría ahorael rostro. La señora Hall pensó que se-guramente habían sido las sombras.

-Le importaría que entrara este señor aarreglar el reloj? -dijo, mientras se recobrabadel susto.

-¿Arreglar el reloj? -dijo mirando a sualrededor torpemente y con la mano en la boca-. No faltaría más -continuó, esta vez haciendoun esfuerzo por despertarse.

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La señora Hall salió para buscar unalámpara, y el visitante hizo ademán de quererestirarse. Al volver la señora Hall con la luz alsalón, el señor Teddy Henfrey dio un respingo,al verse en frente de aquel hombre recubiertode vendajes.

-Buenas tardes -dijo el visitante al señorHenfrey, que se sintió observado intensamente,como una langosta, a través de aquellas gafasoscuras.

-Espero -dijo el señor Henfrey- que noconsidere esto como una molestia.

-De ninguna manera -contestó el visitan-te-. Aunque creía que esta habitación erapara mi uso personal -dijo volviéndose hacia laseñora Hall.

-Perdón -dijo la señora Hall-, pero penséque le gustaría que arreglasen el reloj.

-Sin lugar a dudas -siguió diciendo elvisitante-, pero, normalmente, me gusta que serespete mi intimidad. Sin embargo, me agradaque hayan venido a arreglar el reloj -dijo, al

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observar cierta vacilación en el comportamientodel señor Henfrey-. Me agrada mucho.

El visitante se volvió y, dando la espal-da a la chimenea, cruzó las manos en la espal-da, y dijo:

-Ah, cuando el reloj esté arreglado, megustaría tomar una taza de té, pero, repito,cuando terminen de arreglar el reloj.

La señora Hall se disponía a salir, nohabía hecho ningún intento de entablar conver-sación con el visitante, por miedo a quedar enridículo ante el señor Henfrey, cuando oyó queel forastero le preguntaba si había averiguadoalgo más sobre su equipaje. Ella dijo que habíahablado del asunto con el cartero y que un por-teador se lo iba a traer por la mañana tempra-no.

-¿Está segura de que es lo más rápido,de que no puede ser antes? -preguntó él.

Con frialdad, la señora Hall le contestóque estaba segura.

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-Debería explicar ahora -añadió el foras-tero lo que antes no pude por el frío y el can-sancio. Soy un científico.

-¿De verdad? -repuso la señora Hall,impresionada.

-Y en mi equipaje tengo distintos apara-tos y accesorios muy importantes.

-No cabe duda de que lo serán, señor -dijo la señora Hall.

-Comprenderá ahora la prisa que tengopor reanudar mis investigaciones.

-Claro, señor. -Las razones que me han traído a Iping-

prosiguió con cierta intención- fueron el deseode soledad. No me gusta que nadie me moleste,mientras estoy trabajando. Además un acciden-te...

-Lo suponía -dijo la señora Hall. -Necesito tranquilidad. Tengo los ojos

tan débiles, que debo encerrarme a oscuras du-rante horas. En esos momentos, me gustaríaque comprendiera que una mínima molestia,

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como por ejemplo el que alguien entre de pron-to en la habitación, me produciría un gran dis-gusto.

-Claro, señor-dijo la señora Hall-, y sime permite preguntarle...

-Creo que eso es todo -acabó el foraste-ro, indicando que en ese momento debía finali-zar la conversación. La señora Hall entonces seguardó la pregunta y su simpatía para mejorocasión.

Una vez que la señora Hall salió de lahabitación, el forastero se quedó de pie, inmó-vil, en frente de la chimenea, mirando airada-mente, según el señor Henfrey, cómo éste arre-glaba el reloj. El señor Henfrey quitó las mane-cillas, la esfera y algunas piezas al reloj e inten-taba hacerlo de la forma más lenta posible. Tra-bajaba manteniendo la lámpara cerca de él, demanera que la pantalla verde le arrojaba distin-tos reflejos sobre las manos, así como sobre elmarco y las ruedecillas, dejando el resto de lahabitación en penumbra. Cuando levantaba la

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vista, parecía ver pequeñas motas de colores.De naturaleza curiosa, se había extendido en sutrabajo con la idea de retrasar su marcha, y asíentablar conversación con el forastero. Pero elforastero se quedó allí de pie y quieto, tan quie-to que estaba empezando a poner nervioso alseñor Henfrey. Parecía estar solo en la habita-ción, pero, cada vez que levantaba la vista, seencontraba con aquella figura gris e imprecisa,con aquella cabeza vendada que lo miraba conunas enormes gafas azules, entre un amasijo depuntitos verdes.

A Henfrey le parecía todo muy miste-rioso. Durante unos segundos se observaronmutuamente, hasta que Henfrey bajó la mirada.¡Qué incómodo se encontraba! Le habría gusta-do decir algo. ¿Qué tal si le comentaba algosobre el frío excesivo que estaba haciendo paraesa época del año?

Levantó de nuevo la vista, como si qui-siera lanzarle un primer disparo.

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-Está haciendo un tiempo... -comenzó.

-¿Por qué no termina de una vez y semarcha? -le contestó aquella figura rígida su-mida en una rabia, que apenas podía dominar-.Sólo tiene que colocar la manecilla de las horasen su eje, no crea que me está engañando.

-Desde luego, señor, en seguida termino-.Y, cuando el señor Henfrey acabó su trabajo,se marchó. Lo hizo muy indignado. «Maldi-ta sea», se decía mientras atravesaba el pueblotorpemente, ya que la nieve se estaba derritien-do. «Uno necesita su tiempo para arreglar unreloj». Y seguía diciendo: «Acaso no se le puedemirar a la cara? Parece ser que no. Si la policíalo estuviera buscando, no podría estar más lle-no de vendajes.»

En la esquina con la calle Gleeson vio aHall, que se había casado hacía poco con la po-sadera del Coach and Horses y que conducía ladiligencia de Iping a Sidderbridge, siempre quehubiese algún pasajero ocasional. Hall venía de

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allí en ese momento, y parecía que se habíaquedado un poco más de lo normal en Sidder-bridge, a juzgar por su forma de conducir.

-¡Hola, Teddy! -le dijo al pasar. -¡Te espera una buena pieza en casa! -le

contestó Teddy. -¿Qué dices? -preguntó Hall, después de

detenerse. -Un tipo muy raro se ha hospedado esta

noche en el Coach and Horses -explicó Teddy-.Ya lo verás.

Y Teddy continuó dándole una descrip-ción detallada del extraño personaje.

-Parece que va disfrazado. A mí siempreme gusta verla cara de la gente que tengo de-lante -le dijo, y continuó-, pero las mujeres sonmuy confiadas, cuando se trata de extraños. Seha instalado en tu habitación y no ha dado nisiquiera un nombre.

-¡Qué me estás diciendo! -le contestóHall, que era un hombre bastante aprehensivo.

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-Sí -continuó Teddy-. Y ha pagado poruna semana. Sea quien sea no te podrás librarde él antes de una semana. Y, además, ha traídoun montón de equipaje, que le llegará mañana.Esperemos que no se trate de maletas llenas depiedras.

Entonces Teddy contó a Hall la historiade cómo un forastero había estafado a una tíasuya que vivía en Hastings. Después de escu-char todo esto, el pobre Hall se sintió invadidopor las peores sospechas.

-Vamos, levanta, vieja yegua -dijo-. Creoque tengo que enterarme de lo que ocurre.

Teddy siguió su camino mucho mástranquilo después de haberse quitado ese pesode encima. Cuando Hall llegó a la posada, enlugar de «enterarse de lo que ocurría», lo querecibió fue una reprimenda de su mujer porhaberse detenido tanto tiempo en Sidderbridge,y sus tímidas preguntas sobre el forastero fue-ron contestadas de forma rápida y cortante; sin

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embargo, la semilla de la sospecha había arrai-gado en su mente.

-Vosotras las mujeres no sabéis nada-dijo el señor Hall resuelto a averiguar algo mássobre la personalidad del huésped en la prime-ra ocasión que se le presentara. Y después deque el forastero, sobre las nueve y media, sehubiese ido a la cama, el señor Hall se dirigió alsalón y estuvo mirando los muebles de su es-posa uno por uno y se paró a observar una pe-queña operación matemática que el forasterohabía dejado. Cuando se retiró a dormir, dioinstrucciones a la señora Hall de inspeccionar elequipaje del forastero cuando llegase el díasiguiente.

-Ocúpate de tus asuntos -le contestó laseñora Hall-, que yo me ocuparé de los míos.

Estaba dispuesta a contradecir a su ma-rido, porque el forastero era decididamente unhombre muy extraño y ella tampoco estabamuy tranquila. A medianoche se despertó so-ñando con enormes cabezas blancas como na-

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bos, con larguísimos cuellos e inmensos ojosazules. Pero, como era una mujer sensata, nosucumbió al miedo y se dio la vuelta para se-guir durmiendo.

CAPITULO IIILas mil y una botellas

Así fue cómo llegó a Iping, como caídodel cielo, aquel extraño personaje, un nueve defebrero, cuando comenzaba el deshielo. Suequipaje llegó al día siguiente. Y era un equipa-je que llamaba la atención. Había un par de ba-úles, como los de cualquier hombre corriente,pero, además, había una caja llena de libros, degrandes libros, algunos con una escritura inin-teligible, y más de una docena de distintas cajasy cajones embalados en paja, que conteníanbotellas, como pudo comprobar el señor Hall,quien, por curiosidad, estuvo removiendo entrela paja. El forastero, envuelto en su sombrero,

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abrigo, guantes y en una especie de capa, salióimpaciente al encuentro de la carreta del señorFearenside, mientras el señor Hall estaba char-lando con él y se disponía a ayudarle a descar-gar todo aquello. Al salir, no se dio cuenta deque el señor Fearenside tenía un perro, que enese momento estaba olfateando las piernas alseñor Hall.

-Dense prisa con las cajas -dijo-. He es-tado esperando demasiado tiempo.

Dicho esto, bajó los escalones y se diri-gió a la parte trasera de la carreta con ademánde coger uno de los paquetes más pequeños.

Nada más verlo, el perro del señor Fea-renside empezó a ladrar y a gruñir y, cuando elforastero terminó de bajar los escalones, el pe-rro se avalanzó sobre él y le mordió una mano.

-Oh, no -gritó Hall, dando un salto haciaatrás, pues tenía mucho miedo a los perros.

-¡Quieto! -gritó a su vez Fearenside, sa-cando un látigo.

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Los dos hombres vieron cómo los dien-tes del perro se hundían en la mano del foraste-ro, y después de que éste le lanzara un punta-pié, vieron cómo el perro daba un salto y lemordía la pierna, oyéndose claramente cómo sele desgarraba la tela del pantalón. Finalmente,el látigo de Fearenside alcanzó al perro, y éstese escondió, quejándose, debajo de la carreta.Todo ocurrió en medio segundo y sólo se escu-chaban gritos. El forastero se miró rápidamenteel guante desgarrado y la pierna e hizo unainclinación en dirección a la última, pero se diomedia vuelta y volvió sobre sus pasos a la po-sada. Los dos hombres escucharon cómo sealejaba por el pasillo y las escaleras hacia suhabitación.

-¡Bruto! -dijo Fearenside, agachándosecon el látigo en la mano, mientras se dirigía alperro, que lo miraba desde abajo de la carreta-.¡Es mejor que me obedezcas y vengas aquí!

Hall seguía de pie, mirando.

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-Le ha mordido. Será mejor que vaya aver cómo se encuentra.

Subió detrás del forastero. Por el pasillose encontró con la señora Hall y le dijo:

-Le ha mordido el perro del carretero. Subió directamente al piso de arriba y,

al encontrar la puerta entreabierta, irrumpió enla habitación. Las persianas estaban echadas yla habitación a oscuras. El señor Hall creyó veruna cosa muy extraña, lo que parecía un brazosin mano le hacía señas y lo mismo hacía unacara con tres enormes agujeros blancos. Depronto recibió un fuerte golpe en el pecho ycayó de espaldas; al mismo tiempo le cerraronla puerca en las narices y echaron la llave. Todoocurrió con tanta rapidez, que el señor Hallapenas tuvo tiempo para ver nada. Una oleadade formas y figuras indescifrables, un golpe y,por último, la conmoción del mismo. El señorHall se quedó tendido en la oscuridad, pregun-tándose qué podía ser aquello que había visto.

Al cabo de unos cuantos minutos se

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unió a la gente que se había agrupado a lapuerta del Coach and Horses. Allí estaba Fea-renside, contándolo todo por segunda vez; laseñora Hall le decía que su perro no tenía dere-cho alguno a morder a sus huéspedes; Huxter,el tendero de enfrente, no entendía nada de loque ocurría, y Sandy Wadgers, el herrero, ex-ponía sus

propias opiniones sobre los hechos acaeci-dos; había también un grupo de mujeres y ni-ños que no dejaban de decir tonterías:

-A mí no me hubiera mordido, seguro.

-No está bien tener ese tipo de perro.

-Y entonces, ¿por qué le mordió? Al señor Hall, que escuchaba todo y mi-

raba desde los escalones, le parecía increíbleque algo tan extraordinario le hubiera ocurridoen el piso de arriba. Además, tenía un vocabu-lario demasiado limitado como para poder rela-tar todas sus impresiones.

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-Dice que no quiere ayuda de nadie-dijo, contestando a lo que su mujer le pregun-taba-. Será mejor que acabemos de descargar elequipaje.

-Habría que desinfectarle la herida -dijoel señor Huxter-, antes de que se inflame.

-Lo mejor sería pegarle un tiro a ese pe-rro-dijo una de las señoras que estaban en elgrupo.

De repente, el perro comenzó a gruñirde nuevo.

-¡Vamos! -gritó una voz enfadada. Allíestaba el forastero embozado, con el cuello delabrigo subido y con la frente tapada por el aladel sombrero-. Cuanto antes suban el equipaje,mejor.

Una de las personas que estaba curio-seando se dio cuenta de que el forastero sehabía cambiado de guantes y de pantalones.

-¿Le ha hecho mucho daño, señor? -preguntó Fearenside y añadió-: Siento mucholo ocurrido con el perro.

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-No ha sido nada -contestó el forastero-.Ni me ha rozado la piel. Dense prisa con elequipaje. Según afirma el señor Hall, el extran-jero maldecía entre dientes.

Una vez que el primer cajón se encon-traba en el salón, según las propias indicacionesdel forastero, éste se lanzó sobre él con extraor-dinaria avidez y comenzó a desempaquetarlo,según iba quitando la paja, sin tener en consi-deración la alfombra de la señora Hall. Empezóa sacar distintas botellas del cajón, frascos pe-queños, que contenían polvos, botellas pe-queñas y delgadas con líquidos blancos y decolor, botellas alargadas de color azul con laetiqueta de «veneno», botellas de panza redon-da y cuello largo, botellas grandes, unas blan-cas y otras verdes, botellas con tapones de cris-tal y etiquetas blanquecinas, botellas taponadascon corcho, con tapones de madera, botellas devino, botellas de aceite, y las iba colocando enfila en cualquier sitio, sobre la cómoda, en lachimenea, en la mesa que había debajo de la

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ventana, en el suelo, en la librería. En la farma-cia de Bramblehurst no había ni la mitad de lasbotellas que había allí. Era todo un espectáculo.Uno tras otro, todos los cajones estaban llenosde botellas, y, cuando los seis cajones estuvie-ron vacíos, la mesa quedó cubierta de paja.Además de botellas, lo único que contenían loscajones eran unos cuantos tubos de ensayo yuna balanza cuidadosamente empaquetada.

Después de desempaquetar los cajones,el forastero se dirigió hacia la ventana y se pusoa trabajar sin preocuparse lo más mínimo de lapaja esparcida, de la chimenea medio apagadao de los baúles y demás equipaje que habíandejado en el piso de arriba.

Cuando la señora Hall le subió la comi-da, estaba tan absorto en su trabajo, echandogotitas de las botellas en los tubos de ensayo,que no se dio cuenta de su presencia hasta queno había barrido los montones de paja y puestola bandeja sobre la mesa, quizá con cierto enfa-do, debido al estado en que había quedado el

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suelo. Entonces volvió la cabeza y, al verla, lallevó inmediatamente a su posición anterior.Pero la señora Hall se había dado cuenta de queno llevaba las gafas puestas; las tenía encima dela mesa, a un lado, y le pareció que en lugar delas cuencas de los ojos tenía dos enormes aguje-ros. El forastero se volvió a poner las gafas y sedio media vuelta, mirándola de frente. Iba aquejarse de la paja que había quedado en elsuelo, pero él se le anticipó:

-Me gustaría que no entrara en la habi-tación, sin llamar antes -le dijo en un tono deexasperación característico suyo.

-He llamado, pero al parecer... -Quizá lo hiciera, pero en mis investiga-

ciones que, como sabe, son muy importantes yme corren prisa, la más pequeña interrupción,el crujir de una puerta..., hay que tenerlo encuenta.

-Desde luego, señor. Usted puede ence-rrarse con llave cuando quiera, si es lo que des-ea.

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-Es una buena idea -contestó el foraste-ro. -Y toda esta paja, señor, me gustaría quese diera cuenta de...

-No se preocupe. Si la paja le molesta,anótemelo en la cuenta -.Y dirigió unas pala-bras que a la señora Hall le sonaron sospecho-sas.

Allí, de pie, el forastero tenía un aspectotan extraño, tan agresivo, con una botella enuna mano y un tubo de ensayo en la otra, quela señora Hall se asustó. Pero era una mujerdecidida, y dijo:

-En ese caso, señor, ¿qué precio cree quesería conveniente?

-Un chelín. Supongo que un chelín seasuficiente, ¿no?

-Claro que es suficiente -contestó la se-ñora Hall, mientras colocaba el mantel sobre lamesa-. Si a usted le satisface esa cifra, por su-puesto.

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El forastero volvió a sentarse de espal-das, de manera que la señora Hall sólo podíaver el cuello del abrigo.

Según la señora Hall, el forastero estuvotrabajando toda la tarde, encerrado en su habi-tación, bajo llave y en silencio. Pero en una oca-sión se oyó un golpe y el sonido de botellas quese entrechocaban y se estrellaban en el suelo, ydespués se escucharon unos pasos a lo largo dela habitación. Temiendo que algo hubiese ocu-rrido, la señora Hall se acercó hasta la puertapara escuchar, no atreviéndose a llamar.

-¡No puedo más! -vociferaba el extranje-ro-. ¡No puedo seguir así! ¡Trescientos mil, cua-trocientos mil! ¡Una gran multitud! ¡Me hanengañado! ¡Me va a costar la vida! ¡Paciencia,necesito mucha paciencia! ¡Soy un loco!

En ese momento, la señora Hall oyócómo la llamaban desde el bar, y tuvo que de-jar, de mala gana, el resto del soliloquio delvisitante. Cuando volvió, no se oía nada en lahabitación, a no ser el crujido de la silla, o el

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choque fortuito de las botellas. El soliloquio yahabía terminado, y el forastero había vuelto asu trabajo.

Cuando, más tarde, le llevó el té, pudover algunos cristales rotos debajo del espejocóncavo y una mancha dorada, que había sidorestregada con descuido. La señora Hall deci-dió llamarle la atención.

-Cárguelo en mi cuenta -dijo el visitantecon sequedad-. Y por el amor de Dios, no memoleste. Si hay algún desperfecto, cárguelo ami cuenta -.Y siguió haciendo una lista en lalibreta que tenía delante.

-Te diré algo -dijo Fearenside con airede misterio. Era ya tarde y se encontraba conTeddy Henfrey en una cervecería de Iping.

-¿De qué se trata? -dijo Teddy Henfrey. -El tipo del que hablas, al que mordió

mi perro. Pues bien, creo que es negro. Por lomenos sus piernas lo son. Pude ver lo que habíadebajo del roto de sus pantalones y de su guan-te. Cualquiera habría esperado un trozo de piel

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rosada, ¿no? Bien, pues no lo había. Era negro.Te lo digo yo, era tan negro como mi sombrero.

-Sí, sí, bueno-contestó Henfrey, y aña-dió-: De todas formas es un caso muy raro. Sunariz es tan rosada, que parece que la han pin-tado.

-Es verdad -dijo Fearenside-. Yo tam-bién me había dado cuenta. Y te diré lo queestoy pensando. Ese hombre es moteado, Ted-dy. Negro por un lado y blanco por otro, a lu-nares. Es un tipo de mestizos a los que el colorno se les ha mezclado, sino que les ha apareci-do a lunares. Ya había oído hablar de este tipode casos con anterioridad. Y es lo que ocurregeneralmente con los caballos, como todos sa-bemos.

CAPÍTULO IVEl señor Cuss habla con el forastero

He relatado con detalle la llegada del fo-rastero a Iping para que el lector pueda darse

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cuenta de la expectación que causó. Y, excep-tuando un par de incidentes algo extraños, noocurrió nada interesante durante su estanciahasta el día de la fiesta del Club. El visitantehabía tenido algunas escaramuzas con la señoraHall por problemas domésticos, pero, en estoscasos, siempre se libraba de ella cargándolo asu cuenta, hasta que a finales de abril empeza-ron a notarse las primeras señales de su penu-ria económica. El forastero no le resultaba sim-pático al señor Hall y, siempre que podía,hablaba de la conveniencia de deshacerse de él;pero mostraba su descontento, ocultándose deél y evitándole, siempre que podía.

-Espera hasta que llegue el verano-decíala señora Hall prudentemente-. Hasta que lle-guen los artistas. Entonces, ya veremos. Quizásea un poco autoritario, pero las cuentas que sepagan puntual mente son cuentas que se paganpuntualmente, digas lo que digas.

El forastero no iba nunca a la iglesia y,además, no hacía distinción entre el domingo y

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los demás días, ni siquiera se cambiaba de ropa.Según la opinión de la señora Hall, trabajaba arachas. Algunos días se levantaba temprano yestaba ocupado todo el tiempo. Otros, sin em-bargo, se despertaba muy tarde y se pasabahoras hablando en alto, paseando por la habita-ción mientras fumaba o se quedaba dormido enel sillón, delante del fuego. No mantenía con-tacto con nadie fuera del pueblo. Su tempera-mento era muy desigual; la mayor parte deltiempo su actitud era la de un hombre que seencuentra bajo una tensión insoportable, y enun par de ocasiones se dedicó a cortar, rasgar,arrojar o romper cosas en ataques espasmódi-cos de violencia. Parecía encontrarse bajo unairritación crónica muy intensa. Se acostumbró ahablar solo en voz baja con frecuencia y, aun-que la señora Hall lo escuchaba concienzuda-mente, no encontraba ni pies ni cabeza a aque-llo que oía.

Durante el día, raras veces salía de laposada, pero por las noches solía pasear, com-

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pletamente embozado y sin importarle el fríoque hiciese, y elegía para ello los lugares mássolitarios y sumidos en sombras de árboles. Susenormes gafas y la cara vendada debajo delsombrero se aparecía a veces de repente en laoscuridad para desagrado de los campesinosque volvían a sus casas. Teddy Henfrey, unanoche que salía tambaleándose de la ScarletCoat a las nueve y media, se asustó al ver lacabeza del forastero (pues llevaba el sombreroen la mano) alumbrada por un rayo que salíade la puerta de la taberna. Los niños que lohabían visto tenían pesadillas y soñaban confantasmas, y parece difícil adivinar si él odiabaa los niños más que ellos a él o al revés. La rea-lidad era que había mucho odio por ambas par-tes.

Era inevitable que una persona de apa-riencia tan singular y autoritaria fuese el temade conversación más frecuente en Iping. Laopinión sobre la ocupación del forastero estabamuy dividida. Cuando preguntaban a la señora

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Hall sobre este punto, respondía explicandocon detalle que era un investigador ex-perimental. Pronunciaba las sílabas con cautela,como el que teme que exista alguna trampa.Cuando le preguntaban qué quería decir serinvestigador experimental, solía decir con uncierto tono de superioridad que las personaseducadas sabían perfectamente lo que era, yluego añadía que «descubría cosas». Su hués-ped había sufrido un accidente, comentaba, ysu cara y sus manos estaban dañadas; y, al te-ner un carácter tan sensible, era reacio al con-tacto con la gente del pueblo.

Además de ésta, otra versión de la gentedel pueblo era la de que se trataba de un crimi-nal que intentaba escapar de la policía embo-zándose, para que ésta no pudiera verlo, ocultocomo estaba. Esta idea partió de Teddy Hen-frey. Sin embargo, no se había cometido ningúncrimen en el mes de febrero. El señor Gould, elasistente que estaba a prueba en la escuela,imaginó que el forastero era un anarquista dis-

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frazado, que se dedicaba a preparar explosivos,y resolvió hacer las veces de detective en eltiempo que tenía libre. Sus operaciones detecti-vescas consistían en la mayoría de los casos enmirar fijamente al visitante cuando se encon-traba con él, o en preguntar cosas sobre él apersonas que nunca lo habían visto. No descu-brió nada, a pesar de todo esto.

Otro grupo era de la opinión del señorFearenside, aceptando la versión de que tenía elcuerpo moteado, u otra versión con algunasmodificaciones; por ejemplo, a Silas Durgan leoyeron afirmar: «Si se dedicara a exhibirse enlas ferias, no tardaría en hacer fortuna», y, pe-cando de teólogo, comparó al forastero con elhombre que tenía un solo talento. Otro grupo loexplicaba todo diciendo que era un loco inofen-sivo. Esta última teoría tenía la ventaja de quetodo era muy simple.

Entre los grupos más importantes habíaindecisos y comprometidos con el tema. Lagente de Sussex era poco supersticiosa, y fue-

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ron los acontecimientos ocurridos a principiosde abril los que hicieron que se empezara asusurrar la palabra sobrenatural entre la gentedel pueblo, e, incluso entonces, sólo por lasmujeres del pueblo.

Pero, dejando a un lado las teorías, a lagente del pueblo, en general, le desagradaba elforastero. Su irritabilidad, aunque hubiese sidocomprensible para un intelectual de la ciudad,resultaba extraña y desconcertante para aquellagente tranquila de Sussex. Las raras gesticula-ciones con las que le sorprendían de vez encuando, los largos paseos al anochecer con losque se aparecía ante ellos en cualquier esquina,el trato inhumano ante cualquier intento decuriosear, el gusto por la oscuridad, que le lle-vaba a cerrar las puertas, a bajar las persianas ya apagar los candelabros y las lámparas.¿Quién podía estar de acuerdo con todo esetipo de cosas? Todos se apartaban, cuando elforastero pasaba por el centro del pueblo, y,cuando se había alejado, había algunos chisto-

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sos que se subían el cuello del abrigo y bajabanel ala del sombrero y caminaban nerviosamentetras él, imitando aquella personalidad oculta.Por aquel tiempo había una canción populartitulada El Hombre Fantasma. La señorita Stat-chell la cantó en la sala de conciertos de la es-cuela (para ayudar a pagar las lámparas de laiglesia), y después de aquello, cada vez que sereunían dos o tres campesinos y aparecía elforastero, se podían escuchar los dos primeroscompases de la canción. Y los niños pequeñosiban detrás de él y le gritaban «¡Fantasma!», yluego salían corriendo.

La curiosidad devoraba a Cuss, el boti-cario. Los vendajes atraían su interés profesio-nal. Miraba con ojos recelosos las mil y unabotellas. Durante los meses de abril y mayohabía codiciado la oportunidad de hablar con elforastero. Y por fin, hacia Pentecostés, cuandoya no podía aguantar más, aprovechó la excusade la elaboración de una lista de suscripciónpara pedir una enfermera para el pueblo y así

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hablar con el forastero. Se sorprendió cuandosupo que la señora Hall no sabía el nombre delhuésped.

-Dio su nombre -mintió la señora Hall-,pero apenas pude oírlo y no me acuerdo.

Pensó que era demasiado estúpido nosaber el nombre de su huésped.

El señor Cuss llamó a la puerta del salóny entró. Desde dentro se oyó una imprecación.

-Perdone mi intromisión -dijo Cuss, ycerró la puerta, impidiendo que la señora Hallescuchase el resto de la conversación.

Ella pudo oír un murmullo de voces du-rante los siguientes diez minutos, después ungrito de sorpresa, un movimiento de pies, elgolpe de una silla, una sonora carcajada, unospasos rápidos hacia la puerta, y apareció el se-ñor Cuss con la cara pálida y mirando por en-cima de su hombro. Dejó la puerta abierta de-trás de él y, sin mirar a la señora Hall, siguiópor el pasillo y bajó las escaleras, y ella pudooír cómo se alejaba corriendo por la carretera.

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Llevaba el sombrero en la mano. Ella se quedóde pie mirando a la puerta abierta del salón.Después oyó cómo se reía el forastero y cómose movían sus pasos por la habitación. Desdedonde estaba no podía ver la cara. Finalmente,la puerta del salón se cerró y el lugar se quedóde nuevo en silencio.

Cuss cruzó el pueblo hacia la casa deBunting, el vicario.

-¿Cree que estoy loco? -preguntó Cusscon dureza nada más entrar en el pequeño es-tudio-. ¿Doy la impresión de estar enfermo?

-¿Qué ha pasado? -preguntó el vicario,que estaba estudiando las hojas gastadas de supróximo sermón.

-Ese tipo, el de la posada. -¿Y bien? -Déme algo de beber -dijo Cuss, y se

sentó. Cuando se hubo calmado con una copitade jerez barato -el único que el vicario tenía asu disposición-, le contó la conversación queacababa de tener. «Entré en la habitación», dijo

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entrecortadamente, «y comencé pidiéndole quesi quería poner su nombre en la lista para con-seguir la enfermera para el pueblo. Cuandoentré, se metió rápidamente las manos en losbolsillos, y se dejó caer en la silla. Respiró. Lecomenté que había oído que se interesaba porlos temas científicos. Me dijo que sí, y volvió arespirar de nuevo, con fuerza. Siguió respiran-do con dificultad todo el tiempo: se notaba queacababa de coger un resfriado tremendo. ¡Nome extraña, si siempre va tan tapado! Seguíexplicándole la historia de la enfermera, mi-rando, durante ese tiempo, a mi alrededor.Había botellas llenas de productos químicospor toda la habitación. Una balanza y tubos deensayo colocados en sus soportes y un intensoolor a flor de primavera. Le pregunté que siquería poner su nombre en la lista y me dijoque lo pensaría. Entonces le pregunté si estabarealizando alguna investigación, y si le estabacostando demasiado tiempo. Se enfadó y medijo que sí, que eran muy largas. "Ah, ¿sí?", le

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dije, y en ese momento se puso fuera de sí. Elhombre iba a estallar y mi pregunta fue la gotaque colmó el vaso. El forastero tenía en sus ma-nos una receta que parecía ser muy valiosa paraél. Le pregunté si se la había recetado el médi-co. "¡Maldita sea!", me contestó. "¿Qué es loque, en realidad, anda buscando?" Yo me dis-culpé entonces y me contestó con un golpe detos. La leyó. Cinco ingredientes. La colocó en-cima de la mesa y, al volverse, una corriente deaire que entró por la ventana se llevó el papel.Se oyó un crujir de papeles. El forastero traba-jaba con la chimenea encendida. Vi un resplan-dor, y la receta se fue chimenea arriba.

-¿Y qué? -¿Cómo? ¡Que no tenía mano! La manga

estaba vacía. ¡Dios mío!, pensé que era una de-formidad física. Imaginé que tenía una mano decorcho, y supuse que se la había quitado. Peroluego me dije que había algo raro en todo esto.¿Qué demonios mantiene tiesa la manga, si nohay nada dentro? De verdad te digo que no

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había nada dentro. Nada, y pude verle hasta elcodo, además la manga tenía un agujero y laluz pasaba a través de él. "¡Dios mío!", me dije.En ese momento él se detuvo. Se quedó mirán-dome con sus gafas negras y después se miró lamanga.

-Y, ¿qué pasó? -Nada más. No dijo ni una sola palabra,

sólo miraba y volvió a meterse la manga en elbolsillo. "Hablábamos de la receta, ¿no?", medijo tosiendo, y yo le pregunté: "¿Cómo demo-nios puede mover una manga vacía?" "¿Unamanga vacía?", me contestó. "Sí, sí, una mangavacía", volví a decirle.

«"Es una manga vacía, ¿verdad? Ustedvio una manga vacía."

»Estábamos los dos de pie. Después dedar tres pasos, el forastero se me acercó. Respi-ró con fuerza. Yo no me moví, aunque desdeluego aquella cabeza vendada y aquellas gafasson suficientes para poner nervioso a cualquie-

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ra, sobre todo si se te van acercando tan despa-cio.

»"¿Dijo que mi manga estaba vacía?",me preguntó.

»"Eso dije", le respondí yo. Entonces él, lentamente, sacó la manga

del bolsillo, y la dirigió hacia mí, como si qui-siera enseñármela de nuevo. Lo hacía con sumalentitud. Yo miraba. Me pareció que tardabauna eternidad. "¿Y bien?", me preguntó, y yo,aclarándome la garganta, le contesté: "No haynada. Está vacía." Tenía que decir algo y estabaempezando a sentir miedo. Pude ver el interior.Extendió la manga hacia mí, lenta, muy lenta-mente, así, hasta que el puño casi rozaba micara. ¡Qué raro ver una manga vacía que se teacerca de esa manera!, y entonces...

-¿Entonces? -Entonces algo parecido a un dedo me

pellizcó la nariz. Bunting se echó a reír.

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-¡No había nada allí dentro! -dijo Cusshaciendo hincapié en la palabra «allí»-. Me pa-rece muy bien que te rías, pero estaba tan asus-tado, que le golpeé con el puño, me di la vueltay salí corriendo de la habitación.

Cuss se calló. Nadie podía dudar de susinceridad por el pánico que manifestaba.

Aturdido, miró a su alrededor y se tomóuna segunda copa de jerez.

«Cuando le golpeé el puño», siguióCuss, «te prometo que noté exactamente igualque si golpeara un brazo, ¡pero no había brazo!¡No había ni rastro del brazo!»

El señor Bunting recapacitó sobre lo queacababa de oír. Miró al señor Cuss con algunassospechas.

-Es una historia realmente extraordina-ria -le dijo. Miró gravemente a Cuss y repitió-:Realmente, es una historia extraordinaria.

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CAPITULO VEl robo de la vicaría

Los hechos del robo de la vicaría nos lle-garon a través del vicario y de su mujer. El robotuvo lugar en la madrugada del día de Pente-costés, el día que Iping dedicaba a la fiesta delClub. Según parece, la señora Bunting se des-pertó de repente, en medio de la tranquilidadque reina antes del alba, porque tuvo la impre-sión de que la puerta de su dormitorio se habíaabierto y después se había vuelto a cerrar. Enun principio no despertó a su marido y se sentóen la cama a escuchar. La señora Bunting oyóclaramente el ruido de las pisadas de unos piesdescalzos que salían de la habitación contigua asu dormitorio y se dirigían a la escalera por elpasillo. En cuanto estuvo segura, despertó al re-verendo Bunting, intentando hacer el menorruido posible. Éste, sin encender la luz, se pusolas gafas, un batín y las zapatillas y salió al re-llano de la escalera para ver si oía algo. Desde

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allí pudo oír claramente cómo alguien estabahurgando en su

despacho, en el piso de abajo, y, posterior-mente, un fuerte estornudo.

En ese momento volvió a su habitación y,arenándose con lo que tenía más a mano, subastón, empezó a bajar las escaleras con el ma-yor cuidado posible, para no hacer ruido. Mien-tras tanto, la señora Bunting salió al rellano dela escalera.

Eran alrededor de las cuatro, v la oscuridadde la noche estaba empezando a levantarse. Laentrada estaba iluminada por un débil rayo deluz, pero la puerta del estudio estaba tan oscuraque parecía impenetrable. Todo estaba en silen-cio, sólo se escuchaban, apenas perceptibles, loscrujidos de los escalones bajo los pies del señorBunting, y unos ligeros movimientos en el es-tudio. De pronto, se oyó un golpe, se abrió uncajón y se escucharon ruidos de papeles. Des-pués también pudo oírse una imprecación, yalguien encendió una cerilla, llenando el estu-

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dio de una luz amarillenta. En ese momento, elseñor Bunting se encontraba va en la entrada ypudo observar, por la rendija de la puerta, elcajón abierto y la vela que ardía encima de lamesa, pero no pudo ver a ningún ladrón. Elseñor Bunting se quedó allí sin saber qué hacer,y la señora Bunting, con la cara pálida y la mi-rada atenta, bajó las escaleras lentamente, de-trás de él. Sin embargo. había algo que mante-nía el valor del señor Bunting: la convicción deque el ladrón vivía en el pueblo.

El matrimonio pudo escuchar claramente elsonido del dinero y comprendieron que el la-drón había

encontrado sus ahorros, dos libras y diezpeniques, y todo en monedas de medio sobera-no cada una. Cuando escuchó el sonido, el se-ñor Bunting se decidió a entrar en acción y,batiendo con fuerza su bastón, se deslizó de-ntro de la habitación, seguido de cerca por suesposa.

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-¡Ríndase! -gritó con fuerza, y, de prontose paró, extrañado. La habitación aparentabaestar completamente vacía.

Sin embargo, ellos estaban convencidosde que, en algún momento, habían oído a al-guien que se encontraba en la habitación.

Durante un momento se quedaron allí,de pie, sin saber qué decir. Luego, la señoraBunting atravesó la habitación para mirar de-trás del biombo, mientras que el señor Bunting,con un impulso parecido, miró debajo de lamesa del despacho. Después, la señora Buntingdescorrió las cortinas, y su marido miró en lachimenea, tanteando con su bastón. Seguida-mente, la señora Bunting echó un vistazo en lapapelera y el señor Bunting destapó el cubo delcarbón. Finalmente se pararon y se quedaronde pie, mirándose el uno al otro, como si qui-sieran obtener una respuesta.

-Podría jurarlo -comentó la señora Bun-ting. -Y, si no -dijo el señor Bunting-, ¿quiénencendió la vela?

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-¡Y el cajón! -dijo la señora Bunting-. ¡Sehan llevado el dinero! -.Y se apresuró hasta lapuerta-. Es de las cosas más extraordinarias...

En ese momento se oyó un estornudo en elpasillo. El matrimonio salió entonces de la habi-tación y la puerta de la cocina se cerró de golpe.

-Trae la vela -ordenó el señor Bunting,caminando delante de su mujer, y los dos oye-ron cómo alguien corría apresuradamente loscerrojos de la puerta.

Cuando abrió la puerta de la cocina, elseñor Bunting vio desde la cocina cómo se esta-ba abriendo la puerta trasera de la casa. La luzdébil del amanecer se esparcía por los macizososcuros del jardín. La puerta se abrió y se que-dó así hasta que se cerró de un portazo. Comoconsecuencia de eso, la vela que llevaba el se-ñor Bunting se apagó. Había pasado algo másde un minuto desde que ellos entraron en lacocina.

El lugar estaba completamente vacío.Cerraron la puerta trasera y miraron en la coci-

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na, en la despensa y, por último, bajaron a labodega. No encontraron ni un alma en la casa,y eso que buscaron cuanto pudieron.

Las primeras luces del día encontraronal vicario y a su esposa, singularmente vestidos,sentados en el primer piso de su casa a la luz,innecesaria ya, de una vela que se estaba extin-guiendo, maravillados aún por lo ocurrido.

CAPÍTULO VILos muebles se vuelven locos

Ocurrió que en la madrugada del día dePentecostés, el señor y la señora Hall, antes dedespertar a Millie para que empezase a trabajar,se levantaron y bajaron a la bodega sin hacerruido. Querían ver cómo iba la fermentación desu cerveza. Nada más entrar, la señora Hall sedio cuenta de que había olvidado traer unabotella de zarzaparrilla de la habitación. Como

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ella era la más experta en esta materia, el señorHall subió a buscarla al piso de arriba.

Cuando llegó al rellano de la escalera, lesorprendió ver que la puerta de la habitacióndel forastero estuviera entreabierta. El señorHall fue a su habitación y encontró la botelladonde su mujer le había dicho.

Al volver con la botella, observó que loscerrojos de la puerta principal estaban desco-rridos y que ésta estaba cerrada sólo con el pes-tillo. En un momento de inspiración se le ocu-rrió relacionar este hecho con la puerta abiertadel forastero y con las sugerencias del

señor Teddy Henfrey. Recordó, además, cla-ramente, cómo sostenía una lámpara mientrasel señor Hall corría los cerrojos la noche ante-rior. Al ver todo esto, se detuvo algo asombra-do y, con la botella todavía en la mano, volvió asubir al piso de arriba. Al llegar, llamó a lapuerta del forastero y no obtuvo respuesta. Vol-vió a llamar, y, acto seguido, entró abriendo lapuerta de par en par.

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Como esperaba, la cama, e incluso lahabitación, estaban vacías. Y lo que resultabaaún más extraño, incluso para su escasa inteli-gencia, era que, esparcidas por la silla y los piesde la cama, se encontraban las ropas, o, por lomenos, las únicas ropas que él le había visto, ylas vendas del huésped. También su sombrerode ala ancha estaba colgado en uno de los ba-rrotes de la cama.

En éstas se hallaba, cuando oyó la vozde su mujer, que surgía de lo más profundo dela bodega con ese tono característico de loscampesinos del oeste de Sussex que denota unagran impaciencia:

-¡George! ¿Es que no vas a venir nunca?Al oírla, Hall bajó corriendo .

-Janny-le dijo-. Henfrey tenía razón enlo que decía. Él no está en su habitación. Se haido. Los cerrojos de la puerta están descorridos.

Al principio la señora Hall no entendiónada, pero, en cuanto se percató, decidió subir

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a ver por sí misma la habitación vacía. Hall, conla botella en la mano todavía, iba el primero.

-Él no está, pero sus ropas sí -dijo-. En-tonces, ¿qué está haciendo sin sus ropas? Éstees un asunto muy raro.

Como quedó claro luego, mientras subí-an las eso caleras de la bodega, les pareció oírcómo la puerta de la entrada se abría y se ce-rraba más tarde, pero, al no ver nada y estarcerrada la puerta, ninguno de los dos dijo niuna palabra sobre el hecho en ese momento. Laseñora Hall adelantó a su marido por el caminoy fue la primera en llegar arriba. En ese mo-mento alguien estornudó. Hall, que iba unospasos detrás de su esposa, pensó que era ella laque había estornudado, pues iba delante, y ellatuvo la impresión de que había sido él el que lohabía hecho. La señora Hall abrió la puerta dela habitación, y, al verla, comentó: -¡Qué cu-rioso es todo esto!

De pronto le pareció escuchar una respi-ración justo detrás de ella, y, al volverse, se

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quedó muy sorprendida, ya que su marido seencontraba a unos doce pasos de ella, en el úl-timo escalón de la escalera. Sólo al cabo de unminuto estuvo a su lado; ella se adelantó y tocóla almohada y debajo de la ropa.

-Están frías -dijo—. Ha debido levantar-se hace más de una hora.

Cuando decía esto, tuvo lugar un hechoextremadamente raro: las sábanas empezaron amoverse ellas solas, formando una especie depico, que cayó a los pies de la cama. Fue comosi alguien las hubiera agarrado por el centro ylas hubiese echado a un lado de

la cama. Inmediatamente después, el som-brero se descolgó del barrote de la cama y, des-cribiendo un semicírculo en el aire, fue a parara la cara de la señora Hall. Después, y con lamisma rapidez, saltó la esponja del lavabo, yluego una silla, tirando los pantalones y el abri-go del forastero a un lado y riéndose secamentecon un tono muy parecido al del forastero, diri-giendo sus cuatro patas hacia la señora Hall, y,

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como si, por un momento, quisiera afinar lapuntería, se lanzó contra ella. La señora Hallgritó y se dio la vuelta, y entonces la silla apoyósus patas suave pero firmemente en su espalday les obligó a ella y a su marido a salir de lahabitación. Acto seguido, la puerta se cerró confuerza y alguien echó la llave. Durante un mo-mento pareció que la silla y la cama estaban eje-cutando la danza del triunfo, y, de repente,todo quedó en silencio.

La señora Hall, medio desmayada, cayóen brazos de su marido en el rellano de la esca-lera. El señor Hall v Millie, que se había desper-tado al escuchar los gritos, no sin dificultad,lograron finalmente llevarla abajo v aplicarle loacostumbrado en estos casos.

-Son espíritus-decía la señora Hall-. Es-toy segura de que son espíritus. Lo he leído enlos periódicos. Mesas v sillas que dan brincos ybailan...

-Toma un poco más, Janny -dijo el señorHall-. Te ayudará a calmarte.

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-Echadle fuera -siguió diciendo la seño-ra Hall-. No dejéis que vuelva. Debí haberlosospechado. Debí haberlo sabido. ¡Con esosojos fuera de las órbitas y esa cabeza! Y sin ir amisa los domingos. Y todas esas botellas, másde las que alguien pueda tener. Ha metido losespíritus en mis muebles. ¡Mis pobres muebles!En esa misma silla mi madre solía sentarsecuando yo era sólo una niña. ¡Y pensar queahora se ha levantado contra mí!

-Sólo una gota más, Janny -le repetía elseñor Hall-. Tienes los nervios destrozados.

Cuando lucían los primeros rayos desol, enviaron a Millie al otro lado de la calle,para que despertara al señor Sandy Wadgers, elherrero. El señor Hall le enviaba sus saludos yle mandaba decir que los muebles del piso dearriba se estaban comportando de manera sin-gular. ¿Se podría acercar el señor Wadgers porallí? Era un hombre muy sabio y lleno de recur-sos. Cuando llegó, examinó el suceso con serie-dad.

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-Apuesto lo que sea a que es asunto debrujería -dijo el señor Wadgers-. Vais a necesi-tar bastantes herraduras para tratar con gentede ese cariz.

Estaba muy preocupado. Los Hall que-rían que subiese al piso de arriba, pero él noparecía tener demasiada prisa, prefería quedar-se hablando en el pasillo. En ese momento elayudante de Huxter se disponía a abrir las per-sianas del escaparate del establecimiento y lollamaron para que se uniera al grupo. Natu-ralmente el señor Huxter también se unió alcabo de unos minutos. El genio anglosajónquedó

patente en aquella reunión: todo el mundohablaba, pero nadie se decidía a actuar.

-Vamos a considerar de nuevo loshechos -insistió el señor Sandy Wadgers-. Ase-gurémonos de que, antes de echar abajo lapuerta, estaba abierta. Una puerta que no hasido forzada siempre se puede forzar, pero nose puede rehacer una vez forzada.

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Y, de repente, y de forma extraordina-ria, la puerta de la habitación se abrió por sísola y, ante el asombro de todos, apareció lafigura embozada del forastero, quien comenzóa bajar las escaleras, mirándolos como nuncaantes lo había hecho a través de sus gafas azu-les. Empezó a bajar rígida y lentamente, sindejar de mirarlos en ningún momento; recorrióel pasillo y después se detuvo.

-¡Miren allí! -dijo. Y sus miradas siguieron la dirección que

les indicaba aquel dedo enguantado hasta fijar-se en una botella de zarzaparrilla, que se encon-traba en la puerta de la bodega. Después entróen el salón y les cerró la puerta en las naricesairado.

No se escuchó ni una palabra hasta quese extinguieron los últimos ecos del portazo. Semiraron unos a otros.

-¡Que me cuelguen, si esto no es dema-siado! -dijo el señor Wadgers, dejando la alter-

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nativa en el aire-. Yo iría y le pediría una expli-cación -le dijo al señor Hall.

Les llevó algún tiempo convencer al ma-rido de la

posadera para que se atreviese a hacerlo.Cuando lo lograron, éste llamó a la puerta, laabrió y sólo acertó a decir:

-Perdone... -¡Váyase al diablo! -le dijo a voces el fo-

rastero-. Y cierre la puerta, cuando salga-añadió, dando por terminada la conversacióncon estas últimas palabras.

CAPÍTULO VIIEl desconocido se descubre

EL DESCONOCIDO ENTRÓ EN ELSALÓN DEL Coach and Horses alrededor delas cinco y media de la mañana y permanecióallí, con las persianas bajadas y la puerta cerra-da, hasta cerca de las doce del mediodía, sin

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que nadie se atreviera a acercarse después delcomportamiento que tuvo con el señor Hall.

No debió comer nada durante ese tiem-po. La campanilla sonó tres veces, la última vezcon furia y de forma continuada, pero nadiecontestó.

-Él y su ¡váyase al diablo! -decía la señoraHall. En ese momento comenzaron a llegarlos rumores del robo en la vicaría, y todo elmundo comenzó a atar cabos sueltos. Hall,acompañado de Wadgers, salió a buscar al se-ñor Shuckleforth, el magistrado, para pedirleconsejo. Como nadie se atrevió a subir arriba,no se sabe lo que estuvo haciendo el forastero.De vez en cuando recorría con celeridad lahabitación de un lado a otro, y en un par deocasiones pudo escuchar-

se cómo maldecía, rasgaba papeles o rompíacristales con fuerza.

El pequeño grupo de gente asustada pe-ro curiosa era cada vez más grande. La señoraHuxter se unió al poco rato; algunos jóvenes

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que lucían chaquetas negras y corbatas de pa-pel imitando piqué, pues era Pentecostés, tam-bién se acercaron preguntándose qué ocurría.El joven Archie Harker, incluso, cruzó el patio eintentó fisgar por debajo de las persianas. Nopudo ver nada, pero los demás creyeron quehabía visto algo y se le unieron en seguida.

Era el día de Pentecostés más bonito quehabían tenido hasta entonces; y a lo largo de lacalle del pueblo podía verse una fila de unosdoce puestos de feria y uno de tiro al blanco. Enuna pradera al lado de la herrería podían versetres vagones pintados de amarillo y de marróny un grupo muy pintoresco de extranjeros,hombres y mujeres, que estaban levantando unpuesto de tiro de cocos. Los caballeros llevabanjerseys azules y las señoras delantales blancos ysombreros a la moda con grandes plumas.Wodger, el de la Purple Fawn, y el señor Jag-gers, el zapatero, que, además, se dedicaban avender bicicletas de segunda mano, estabancolgando una ristra de banderines (con los que,

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originalmente, se celebraba el jubileo) a lo largode la calle.

Y, mientras tanto, dentro, en la oscuri-dad artificial del salón, en el que sólo penetrabaun débil rayo de luz, el forastero, suponemosque hambriento y asustado, escondido en suincómoda envoltura, miraba sus papeles con lasgafas oscuras o hacía sonar sus botellas, peque-ñas y sucias y, de vez en cuando, gritaba enfa-dado contra los niños, a los que no podía ver,pero sí oír, al otro lado de las ventanas. En unaesquina, al lado de la chimenea, yacían los cris-tales de media docena de botellas rotas, y elaire estaba cargado de un fuerte olor a cloro.Esto es lo que sabemos por lo que podía oírseen ese momento y por lo que, más tarde, pudoverse en la habitación. Hacia el mediodía, el fo-rastero abrió de repente la puerta del salón y sequedó mirando fijamente a las tres o cuatropersonas que se encontraban en ese momentoen el bar.

-Señora Hall -llamó.

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Y alguien se apresuró a avisarla. La señora Hall apareció al cabo de un

instante con la respiración un poco alterada,pero todavía furiosa. El señor Hall aún se en-contraba fuera. Ella había reflexionado sobre loocurrido y acudió llevando una bandeja con lacuenta sin pagar.

-¿Desea la cuenta, señor? -le dijo. -¿Por qué no ha mandado que me traje-

ran el desayuno? ¿Por qué no me ha preparadola comida y contestado a mis llamadas? ¿Creeque puedo vivir sin comer?

-¿Por qué no me ha pagado la cuenta? -le dijo la señora Hall-. Es lo único que quierosaber. -Le dije hace tres días que estaba espe-rando un envío.

-Y yo le dije hace dos que no estaba dis-puesta a esperar ningún envío. No puede que-jarse si ha esperado un poco por su desayuno,pues yo he estado esperando cinco días a queme pagase la cuenta.

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El forastero perjuró brevemente, perocon energía. Desde el bar se escucharon algu-nos comentarios. -Le estaría muy agradeci-da, señor, si se guardara sus groserías -le dijo laseñora Hall.

El forastero, de pie, parecía ahora másque nunca un buzo. En el bar se convencieronde que, en ese momento, la señora Hall las te-nía todas a favor. Y las palabras que el forasteropronunció después se lo confirmaron.

-Espere un momento, buena mujer-comenzó diciendo.

-A mí no me llame buena mujer-contestó la señora Hall.

-Le he dicho y le repito que aún no meha llegado el envío.

-¡A mí no me venga ahora con envíos! -siguió la señora Hall.

-Espere, quizá todavía me quede en elbolsillo... -Usted me dijo hace dos días quetan sólo llevaba un soberano de plata encima.

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-De acuerdo, pero he encontrado algu-nas monedas...

-¿Es verdad eso? -se oyó desde el bar. -Me gustaría saber de dónde las ha sa-

cado -le dijo la señora Hall. Esto pareció enojar mucho al forastero,

quien, dando una patada en el suelo, dijo: -¿Qué quiere decir? -Que me gustaría saber dónde las ha en-

contrado -le contestó la señora Hall-. Y, antesde aceptar un billete o de traerle el desayuno, ode hacer cualquier cosa, tiene que decirme unao dos cosas que yo no entiendo y que nadieentiende y que, además, todos estamos ansio-sos por entender. Quiero saber qué le ha estadohaciendo a la silla de arriba, y por qué su ha-bitación estaba vacía y cómo pudo entrar denuevo. Los que se quedan en mi casa tienenque entrar por las puertas, es una regla de laposada, y usted no la ha cumplido, y quierosaber cómo entró, y también quiero saber...

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De repente el forastero levantó la manoenguantada, dio un pisotón en el suelo y gritó:«¡Basta!» con tanta fuerza, que la señora Hallenmudeció al instante.

-Usted no entiende -comenzó a decir elforastero- ni quién soy ni qué soy, ¿verdad?Pues voy a enseñárselo. ¡Vaya que si voy a en-señárselo!

En ese momento se tapó la cara con lapalma de la mano y luego la apartó. El centrode su rostro se había convertido en un agujeronegro.

-Tome -dijo, y dio un paso adelante ex-tendiéndole algo a la señora Hall, que lo aceptóautomáticamente, impresionada como estabapor la metamorfosis que estaba sufriendo elrostro del huésped. Después, cuando vio de loque se trataba, retrocedió unos pasos y, dandoun grito, lo soltó. Se trataba de la nariz del fo-rastero, tan rosada y brillante, que rodó por elsuelo.

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Después se quitó las gafas, mientras loobservaban todos los que estaban en el bar. Sequitó el sombrero y, con un gesto rápido, sedesprendió del bigote y de los vendajes. Por uninstante éstos se resistieron. Un escalofrío reco-rrió a todos los que se encontraban en el bar.

-¡Dios mío! -gritó alguien, a la vez quecaían al suelo las vendas.

Aquello era lo peor de lo peor. La seño-ra Hall, horrorizada y boquiabierta, después dedar un grito por lo que estaba viendo, salió co-rriendo hacia la puerta de la posada. Todo elmundo en el bar echó a correr. Habían estadoesperando cicatrices, una cara horriblementedesfigurada, pero ¡no había nada! Las vendas yla peluca volaron hasta el bar, obligando a unmuchacho a dar un salto para poder evitarlas.Unos tropezaban contra otros al intentar bajarlas escaleras. Mientras tanto, el hombre queestaba allí de pie, intentando dar una serie deexplicaciones incoherentes, no era más que unafigura que gesticulaba y que no tenía absoluta-

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mente nada que pudiera verse a partir del cue-llo del abrigo.

La gente del pueblo que estaba fueraoyó los gritos y los chillidos y, cuando miraroncalle arriba, vieron cómo la gente salía, a empe-llones, del Coach and

Horses. Vieron cómo se caía la señora Hall ycómo el señor Teddy Henfrey saltaba por en-cima de ella para no pisarla. Después oyeronlos terribles gritos de Millie, que había salido dela cocina al escuchar el ruido en el bar y sehabía encontrado con el forastero sin cabeza.

Al ver todo aquello, los que se encon-traban en la calle, el vendedor de dulces, elpropietario de la caseta del tiro de cocos y suayudante, el señor de los columpios, variosniños y niñas, petimetres paletos, elegantesjovencitas, señores bien vestidos e incluso lasgitanas con sus delantales se acercaron corrien-do a la posada; y, milagrosamente, en un cortoperíodo de tiempo una multitud de casi cuaren-ta personas, que no dejaba de aumentar, se agi-

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taba, silbaba, preguntaba, contestaba y sugeríadelante del establecimiento del señor Hall. To-dos hablaban a la vez y aquello no parecía otracosa que la torre de Babel. Un pequeño grupoatendía a la señora Hall, que estaba al borde deldesmayo. La confusión fue muy grande ante laevidencia de un testigo ocular, que seguía gri-tando:

-¡Un fantasma! -¿Qué es lo que ha hecho? -¿No la

habrá herido? -Creo que se le vino encima con un cu-

chillo en la mano. -Te digo que no tiene cabeza, y no es

una forma de hablar, me refiero a ¡un hombresin cabeza!

-¡Tonterías! Eso es un truco de prestidi-gitador. -¡Se ha quitado unos vendajes!

En su intento de atisbar algo a través dela puerta abierta, la multitud había formado unenorme muro, y la persona que estaba más cer-ca de la posada gritaba:

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-Se estuvo quieto un momento, oí el gri-to de la mujer y se volvió. La chica echó a correry él la persiguió. No duró más de diez segun-dos. Después él volvió con una navaja en lamano y con una barra de pan. No hace ni unminuto que ha entrado por aquella puerta. Lesdigo que ese hombre no tenía cabeza. Ustedesno han podido verlo...

Hubo un pequeño revuelo detrás de lamultitud y el que hablaba se paró para dejarpaso a una pequeña procesión que se dirigíacon resolución hacia la casa. El primero era elseñor Hall, completamente rojo y decidido, leseguía el señor Bobby Jaffers, el policía delpueblo, y, acto seguido, iba el astuto señorWadgers. Iban provistos de una autorizaciónjudicial para arrestar al forastero.

La gente seguía dando distintas versio-nes de los acontecimientos.

-Con cabeza o sin ella -decía Jaffers-,tengo que arrestarlo y lo arrestaré.

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El señor Hall subió las escaleras para di-rigirse a la puerta del salón. La puerta estabaabierta. -Agente -dijo-, cumpla usted consu deber. Jaffers entró el primero, Hall despuésy, por último,

Wadgers. En la penumbra vieron una figurasin cabeza delante de ellos. Tenía un trozo depan mordisqueado en una mano y un pedazode queso en la otra. -¡Es él! -dijo Hall.

-¿Qué demonios es todo esto? -dijo unavoz, que surgía del cuello de la figura, en untono de enfado evidente.

-Es usted un tipo bastante raro, señor -dijo el señor Jaffers-. Pero, con cabeza o sin ella,en la orden especifica cuerpo, y el deber es eldeber...

-¡A mí no se me acerque! -dijo la figura,echándose hacia atrás.

De un golpe tiró el pan y el queso, y elseñor Hall agarró la navaja justo a tiempo, paraque no se clavara en la mesa. El forastero sequitó el guante de la mano izquierda y abofeteó

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a Jaffers. Un instante después, Jaffers, dejando aun lado todo lo que concernía a la orden dearresto, lo agarró por la muñeca sin mano y porla garganta invisible. El forastero le dio enton-ces una patada en la espinilla, que lo hizo gri-tar, pero Jaffers siguió sin soltar la presa. Halldeslizó la navaja por encima de la mesa, paraque Wadgers la cogiera, y dio un paso haciaatrás, al ver que Jaffers y el forastero iban tam-baleándose hacia donde él estaba, dándose pu-ñetazos el uno al otro. Sin darse cuenta de quehabía una silla en medio, los dos hombres caye-ron al suelo con gran estruendo.

-Agárrelo por los pies -dijo Jaffers entredientes.

El señor Hall, al intentar seguir las ins-trucciones, recibió una buena patada en las cos-tillas, que lo inutilizó un momento, y el señorWadgers, al ver que el forastero sin cabeza ro-daba y se colocaba encima de Jaffers, retrocedióhasta la puerta, cuchillo en mano, tropezandocon el señor Huxter y el carretero de Sid-

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derbridge, que acudían para prestar ayuda. Enese mismo instante se cayeron tres o cuatrobotellas de la cómoda, y un fuerte olor acre seexpandió por toda la habitación.

-¡Me rindo! -gritaba el forastero, a pesarde estar todavía encima de Jaffers.

Poco después se levantaba, apareciendo co-mo una extraña figura sin cabeza y sin manos,pues se había quitado tanto el guante derechocomo el izquierdo.

-No merece la pena-dijo, como si estu-viese sollozando.

Era especialmente extraño oír aquellavoz que surgía de la nada, pero quizá sean loscampesinos de Sussex la gente más práctica delmundo. Jaffers también se levantó y sacó unpar de esposas.

-Pero... -dijo dándose cuenta de la incon-gruencia de todo aquel asunto-. ¡Maldita sea!No puedo utilizarlas. ¡No veo!

El forastero se pasó el brazo por el cha-leco, y, como si se tratase de un milagro, los

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botones a los que su manga vacía señalaba sedesabrochaban solos. Después comentó algosobre su espinilla y se agachó: parecía estartoqueteándose los zapatos y los calcetines.

-¡Cómo! -dijo Huxter de repente-. Estono es un hombre. Son sólo ropas vacías. ¡Miren!Se puede ver el vacío dentro del cuello delabrigo y del forro de la ropa. Podría inclusometer mi brazo...

Pero, al extender su brazo, topó con algo queestaba suspendido en el aire, y lo retiró a la vezque lanzaba una exclamación.

-Le agradecería que no me metiera losdedos en el ojo -dijo la voz de la figura invisiblecon tono enfadado-. La verdad es que tengotodo: cabeza, manos, piernas y el resto delcuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Esun fastidio, pero no lo puedo remediar. Y,además, no es razón suficiente para que cual-quier estúpido de Iping venga a ponerme lasmanos encima. ¿No creen?

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La ropa, completamente desabrochada ycolgando sobre un soporte invisible, se puso enpie, con los brazos en jarras.

Algunos otros hombres del pueblohabían ido entrando en la habitación, que ahoraestaba bastante concurrida.

-Con que invisible, ¿eh? -dijo Huxter sinescuchar los insultos del forastero-. ¿Quién haoído hablar antes de algo parecido?

-Quizá les parezca extraño, pero no esun crimen. No tengo por qué ser asaltadopor un policía de esta manera.

-Ah, ¿no? Ése es otro tema -dijo Jaffers-.No hay duda de que es difícil verlo con la luzque hay

aquí, pero yo he traído una orden de arresto,y está en regla. Yo no vengo a arrestarlo, por-que usted sea invisible, sino por robo. Han ro-bado en una casa y se han llevado el dinero.

-¿Y qué? -Que las circunstancias señalan...

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-¡Deje de decir tonterías! -dijo el hombreinvisible.

-Eso espero, señor. Pero me han dadoinstrucciones.

-Está bien. Iré. Iré con usted, pero sinesposas. -Es lo reglamentario -dijo Jaffers.

-Sin esposas -insistió el forastero. -Deacuerdo, como quiera -dijo Jaffers.

De repente, la figura se sentó, y, antesde que nadie pudiera darse cuenta, se habíaquitado las zapatillas, los calcetines y habíatirado los pantalones debajo de la mesa. Des-pués se volvió a levantar y dejó caer su abrigo.

-¡Eh, espere un momento! -dijo Jaffers,dándose cuenta de lo que, en realidad, ocurría.Le agarró por el chaleco, hasta que la camisa sedeslizó por el mismo y se quedó con la prendavacía entre las manos-. ¡Agárrenlo! -gritó Jaf-fers-. En el momento en que se quite todas lascosas...

-¡Que alguien lo coja! -gritaban todos ala vez, mientras intentaban apoderarse de la

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camisa, que se movía de un lado para otro, yque era la única prenda visible del forastero.

La manga de la camisa asestó un golpeen la cara a Hall, evitando que éste siguieraavanzando con los brazos abiertos, y lo empujó,cayendo de espaldas sobre Toothsome, el sa-cristán. Un momento después la camisa se ele-vó en el aire, como si alguien se quitara unaprenda por la cabeza. Jaffers la agarró con fuer-za, pero sólo consiguió ayudar a que el foraste-ro se desprendiera de ella; le dieron un golpeen la boca y, blandiendo su porra con violencia,asestó un golpe a Teddy Henfrey en toda lacoronilla.

-¡Cuidado! -gritaba todo el mundo, res-guardándose donde podía y dando golpes pordoquier-. ¡Agárrenlo! ¡Que alguien cierre lapuerta! ¡No lo dejéis escapar! ¡Creo que he aga-rrado algo, aquí está! Aquello se había conver-tido en un campo de batalla. Todo el mundo, alparecer, estaba recibiendo golpes, y SandyWadger, tan astuto como siempre y la inteli-

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gencia agudizada por un terrible puñetazo enla nariz, salió por la puerta, abriendo así el ca-mino a los demás. Los demás, al intentar se-guirlo, se iban amontonando en el umbral. Losgolpes continuaban. Phipps, el unitario, teníaun diente roto, y Henfrey estaba sangrando poruna oreja. Jaffers recibió un golpe en la mandí-bula y, al volverse, cogió algo que se interponíaentre él y Huxter y que impidió que se diesenun encontronazo. Notó un pecho musculoso y,en cuestión de segundos, el grupo de hombressobreexcitados logró salir al vestíbulo, quetambién estaba abarrotado.

-¡Ya lo tengo!-gritó Jaffers, que se deba-tía entre todos los demás y que luchaba, con lacara completamente roja, con un enemigo alque no podía ver.

Los hombres se apelotonaron a derechae izquierda, mientras que los dos combatientesse dirigían hacia la puerta de entrada. Al llegar,bajaron rodando la media docena de escalonesde la posada. Jaffers seguía gritando con voz

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rota, sin soltar su presa y pegándole rodillazos,hasta que cayó pesadamente, dando con sucabeza en el suelo. Sólo en ese momento susdedos soltaron lo que tenía entre manos.

La gente seguía gritando excitada:«¡Agárrenlo! ¡Es invisible!» Y un joven, que noera conocido en el lugar y cuyo nombre no vie-ne al caso, cogió algo, pero volvió a perderlo, ycayó sobre el cuerpo del policía. Algo más lejos,en medio de la calle, una mujer se puso a gritaral sentir cómo la empujaban, y un perro, al que,aparentemente, le habían dado una patada, co-rrió aullando hacia el patio de Huxter, y conesto se consumó la transformación del hombreinvisible. Durante un rato, la gente siguióasombrada y haciendo gestos, hasta que cundióel pánico y todos echaron a correr en distintasdirecciones por el pueblo.

El único que no se movió fue Jaffers,que se quedó allí, boca arriba y con las piernasdobladas.

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CAPÍTULO VIIIDe paso

El octavo capítulo es extremadamentecorto y cuenta cómo Gibbins, el naturalista dela comarca, mientras estaba tumbado en unapradera, sin que hubiese un alma a un par demillas de distancia, medio dormido, escuchó asu lado a alguien que tosía, estornudaba y mal-decía; al mirar, no vio nada, pero era indiscuti-ble que allí había alguien. Continuó perjurandocon la variedad característica de un hombreculto. Las maldiciones llegaron a un punto cul-minante, disminuyeron de nuevo y se perdie-ron en la distancia, en dirección, al parecer, aAdderdean. Todo terminó con un espasmódicoestornudo. Gibbins no había oído nada de loque había sucedido aquella mañana, pero aquelfenómeno le resultó tan sumamente raro, queconsiguió que desapareciera toda su filosóficatranquilidad; se levantó rápidamente y echó a

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correr por la colina hacia el pueblo tan de prisacomo le fue posible.

DCAPÍTULO IXEl señor Thomas Marvel

DEBERÍAN IMAGINARSE AL SEÑORTHOMAS Marvel como una persona de caraancha y fofa, con una enorme nariz redonda,una boca grande, siempre oliendo a vino yaguardiente y una barba excéntrica y erizada.Estaba encorvado y sus piernas cortas acentua-ban aún más esa inclinación de su figura. Solíallevar un sombrero de seda adornado con pie-les y, con frecuencia, en lugar de botones, lle-vaba cordeles y cordones de zapatos, delatandoasí su estado de soltero.

El señor Thomas Marvel estaba sentadoen la cuneta de la carretera de Adderdean, auna milla y media de Iping. Sus pies estabanúnicamente cubiertos por unos calcetines mal

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puestos, que dejaban asomarse unos dedos an-chos y tiesos, como las orejas de un perro queestá al acecho. Estaba contemplando con tran-quilidad un par de botas que tenía delante. Élhacía todo con tranquilidad. Eran las mejoresbotas que había tenido desde hacía muchotiempo, pero le estaban demasiado grandes.Por el contrario, las que se había puesto eranmuy buenas para tiempo seco, pero, como tení-an una suela muy fina, no valían para caminarpor el barro. El señor Thomas Marvel no sabíaqué odiaba más, si unas botas demasiado gran-des o caminar por terreno húmedo. Nunca sehabía parado a pensar qué odiaba más, perohoy hacía un día muy bueno y no tenía otracosa mejor que hacer. Por eso puso las cuatrobotas juntas en el suelo y se quedó mirándolas.Y al verlas allí, entre la hierba, se le ocurrió, derepente, que los dos pares eran muy feos. Poreso no se inmutó al oír una voz detrás de él quedecía:

-Son botas.

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-Sí, de las que regalan -dijo el señorThomas Marvel con la cabeza inclinada y mi-rándolas con desgana-. Y ¡maldita sea si sé cuálde los dos pares es más feo!

-Humm -dijo la voz. -Las he tenido peores, incluso, a veces,

ni he tenido botas. Pero nunca unas tan conde-nadamente feas, si me permite la expresión. Heestado intentando buscar unas botas. Estoyharto de las que llevo. Son muy buenas, pero seven mucho por ahí. Y, créame, no he encontra-do en todo el condado otras botas que no seaniguales. ¡Mírelas bien! Y eso que, en general, esun condado en donde se fabrican buenas botas.Pero tengo mala suerte. He llevado estas botaspor el condado durante más de diez años, yluego, me tratan como me tratan.

-Es un condado salvaje -dijo la voz- ysus habitantes son unos cerdos.

-¿Usted también opina así? -dijo el señorThomas Marvel-. Pero, sin duda, ¡do peor detodo son las botas!

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Al decir esto, se volvió hacia la derecha,para comparar sus botas con las de su interlo-cutor, pero donde habrían tenido que estar nohabía ni botas ni piernas. Entonces se volvióhacia da izquierda, pero allí tampoco había nibotas ni piernas. Estaba completamente asom-brado.

-¿Dónde está usted? -preguntó mientrasse ponía a cuatro patas, y miraba para todosdados. Pero sólo encontró grandes praderas y, alo dejos, verdes arbustos movidos por el viento.

-¿Estaré borracho? -se decía el señorThomas Marvel-. ¿Habré tenido visiones?¿Habré estado hablando conmigo mismo?¿Qué...?

-No se asuste -dijo una voz. -No me utilice para hacer de ventrílocuo

-dijo el señor Marvel mientras se ponía en pie-.¡Y encima me dice que no me asuste! ¿Dóndeestá usted? -No se asuste -repitió da voz.

-¡Usted sí que se va a asustar dentro deun momento, está loco! -dijo el señor Thomas

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Marvel-. ¿Dónde está usted? Deje que de echeun vistazo... ¿No estará usted bajo tierra? -prosiguió el señor Thomas Marvel, después deun intervalo.

No hubo respuesta. El señor ThomasMarvel estaba de pie, sin botas y con la chaque-ta a medio quitar. A lo lejos se escuchó un pája-ro cantar.

-¡Sólo faltaba el trino de un pájaro! -añadió el señor Thomas Marvel-. No es preci-samente un momento para bromas.

La pradera estaba completamente de-sierta. La carretera, con sus cunetas y sus mojo-nes, también. Tan sólo el canto del pájaro tur-baba da quietud del cielo.

-¡Que alguien me ayude! -dijo el señorThomas Marvel volviéndose a echar el abrigosobre los hombros-. ¡Es da bebida! Deberíahaberme dado cuenta antes.

-No es da bebida -señaló la voz-. Ustedestá completamente sobrio.

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-¡Oh, no! -decía el señor Marvel mien-tras palidecía-. Es da bebida-repetían sus labios,y se puso a mirar a su alrededor, yéndose haciaatrás-. Habría jurado que oí una voz -concluyóen un susurro. -Desde luego que la oyó.

-Ahí está otra vez -dijo el señor Marvel,cerrando los ojos y llevándose la mano a lafrente con desesperación. En ese momento locogieron del cuello y do zarandearon, dejándo-lo más aturdido que nunca.

-No sea tonto -señaló la voz. -Me estoy volviendo loco -dijo el señor

Thomas Marvel-. Debe haber sido por habermequedado mirando durante tanto tiempo dasbotas. O me estoy volviendo loco o es cosa deespíritus.

-Ni una cosa ni la otra -añadió la voz-.¡Escúcheme!

-Loco de remate -se decía el señor Mar-vel. -Un minuto, por favor -dijo la voz, in-tentando controlarse.

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-Está bien. ¿Qué quiere? -dijo el señorMarvel con la extraña impresión de que un de-do lo había tocado en el pecho.

-Usted cree que soy un producto de suimaginación y sólo eso, ¿verdad?

-¿Qué otra cosa podría ser? -contestóThomas Marvel, rascándose el cogote.

-Muy bien --contestó la voz, con tono deenfado-. Entonces voy a empezar a tirarle pie-dras hasta que cambie de opinión.

-Pero, ¿dónde está usted? La voz no contestó. Entonces, como sur-

gida del aire, apareció una piedra que, por unpelo, no le dio al señor Marvel en un hombro.Al volverse, vio cómo una piedra se levantabaen el aire, trazaba un círculo muy complicado,se detenía un momento y caía a sus pies coninvisible rapidez. Estaba tan asombrado que nopudo evitarla. La piedra, con un zumbido, re-botó en un dedo del pie y fue a parar a la cune-ta. El señor Marvel se puso a dar saltos sobreun solo pie, gritando. Acto seguido echó a co-

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rrer, pero chocó contra un obstáculo invisible ycayó al suelo sentado.

-¿Y ahora? -dijo la voz, mientras unatercera piedra se elevaba en el aire y se parabajusto encima de

la cabeza del señor Marvel-. ¿Soy un produc-to de su imaginación?

El señor Marvel, en lugar de responder,se puso de pie, e inmediatamente volvió a caeral suelo. Se quedó en esa posición por momen-to.

-Si vuelve a intentar escapar -añadió lavoz-, le tiraré la piedra en la cabeza.

-Es curioso -dijo el señor Thomas Mar-vel, que, sentado, se cogía el dedo dañado conla mano y tenía la vista fija en la tercera piedra-.No lo entiendo. Piedras que se mueven solas.Piedras que hablan. Me siento. Me rindo.

La tercera piedra cayó al suelo. -Es muy sencillo -dijo la voz-. Soy un

hombre invisible.

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-Dígame otra cosa, por favor-dijo el se-ñor Marvel, aún con cara de dolor-. ¿Dóndeestá escondido? ¿Cómo lo hace? No entiendonada.

-No hay más que entender-dijo la voz-.Soy invisible. Es lo que quiero hacerle com-prender. -Eso, cualquiera puede verlo. Notiene por qué ponerse así. Y, ahora, déme unapista. ¿Cómo hace para esconderse?

-Soy invisible. Ésa es la cuestión y es loque quiero que entienda.

-Pero, ¿dónde está? -interrumpió el se-ñor Marvel.

-¡Aquí! A unos pasos, en frente de us-ted. -¡Vamos, hombre, que no estoy ciego! Yahora me

dirá que no es más que un poco de aire.¿Cree que soy tonto?

-Pues es lo que soy, un poco de aire. Us-ted puede ver a través de mí.

-¿Qué? ¿No tiene cuerpo? Vox et...¿sóloun chapurreo, no es eso?

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-No. Soy un ser humano, de materia só-lida, que necesita comer y beber, que tambiénnecesita abrigarse... Pero, soy invisible, ¿lo ve?,invisible. Es una idea muy sencilla. Soy invisi-ble.

-Entonces, ¿es usted un hombre de ver-dad? -Sí, de verdad.

-Entonces déme la mano -dijo el señorMarvel-. Si es de verdad, no le debe resultarextraño. Así que... ¡Dios mío! -dijo-. ¡Me hahecho dar un salto al agarrarme!

Sintió que la mano le agarraba la muñe-ca con todos sus dedos y, con timidez, siguiótocando el brazo, el pecho musculoso y unabarba. La cara de Marvel expresó su estupefac-ción.

-¡Es increíble! -dijo Marvel-. Esto es me-jor que una pelea de gallos. ¡Es extraordinario!¡Y, a través de usted, puedo ver un conejo contoda claridad a una milla de distancia! Es invi-sible del todo, excepto...

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Y miró atentamente el espacio que pare-cía vacío. -¿No habrá comido pan con que-so, verdad? -le preguntó, agarrando el brazoinvisible.

-Está usted en lo cierto. Es que mi cuer-po todavía no lo ha digerido.

-Ya -dijo el señor Marvel-. Entonces, ¿esusted una especie de fantasma?

-No, desde luego, no es tan maravillosocomo cree.

-Para mi modesta persona, es lo sufi-cientemente maravilloso-respondió el señorMarvel-. ¿Cómo puede arreglárselas? ¿Cómo lohace?

-Es una historia demasiado larga yademás... -Le digo de verdad que estoymuy impresionado -le interrumpió el señorMarvel.

-En estos momentos, quiero decirle que ne-cesito ayuda. Por eso he venido. Tropecé conusted por casualidad cuando vagaba por ahí,loco de rabia, desnudo, impotente. Podría

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haber llegado incluso al asesinato, pero lo vi austed y...

-¡Santo cielo -dijo el señor Marvel. -Me acerqué por detrás, luego dudé un

poco y, por fin... La expresión del señor Marvel era bas-

tante elocuente. -Después me paré y pensé: «Éste es». La

sociedad también lo ha rechazado. Éste es mihombre. Me volví y...

-¡Santo cielo! -repitió el señor Marvel-.Me voy a desmayar. ¿Podría preguntarle cómolo hace, o qué tipo de ayuda quiere de mí? ¡In-visible!

-Quiero que me consiga ropa, y un sitiodonde

cobijarme, y, después, algunas otras cosas.He estado sin ellas demasiado tiempo. Si noquiere, me conformaré, pero ¡tiene que querer!

-Míreme, señor-le dijo el señor Marvel-.Estoy completamente pasmado. No me mareemás y déjeme que me vaya. Tengo que tranqui-

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lizarme un poco. Casi me ha roto el dedo delpie. Nada tiene sentido. No hay nada en la pra-dera. El cielo no alberga a nadie. No hay nadaque ver en varias millas, excepto la naturaleza.Y, de pronto, como surgida del cielo, ¡llega has-ta mí una voz! ¡Y luego piedras! Y hasta un pu-ñetazo. ¡Santo Dios!

-Mantenga la calma -dijo la voz-, puestiene que ayudarme.

El señor Marvel resopló y sus ojos seabrieron como platos.

-Lo he elegido a usted -continuó la voz-.Es usted el único hombre, junto con otros delpueblo, que ha visto a un hombre invisible.Tiene que ayudarme. Si me ayuda, le recom-pensaré. Un hombre invisible es un hombremuy poderoso -y se paró durante un segundopara estornudar con fuerza-. Pero, si me trai-ciona, si no hace las cosas como le digo...

Entonces paró de hablar y tocó al señorMarvel ligeramente en el hombro. Éste dio ungrito de terror, al notar el contacto.

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-Yo no quiero traicionarle -dijo el señorMarvel apartándose de donde estaban aquellosdedos-. No

vaya a pensar eso. Yo quiero ayudarle. Dí-game, simplemente, lo que tengo que hacer.Haré todo lo que usted quiere que haga.

CAPÍTULO XEl señor Thomas Marvel llega a Iping

CUANDO PASÓ EL PÁNICO, LAGENTE DEL pueblo empezó a sacar conclusio-nes. Apareció el escepticismo, un escepticismonervioso y no muy convencido, pero al fin y alcabo escepticismo. Es mucho más fácil no creeren hombres invisibles; y los que realmente lohabían visto, o los que habían sentido la fuerzade su brazo, podían contarse con los dedos delas dos manos. Y, entre los testigos, el señorWadgers, por ejemplo, se había refugiado traslos cerrojos de su casa, y Jaffers, todavía atur-

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dido, estaba tumbado en el salón del Coach andHorses. En general, los grandes acontecimien-tos, así como los extraños, que superan la expe-riencia humana, con frecuencia afectan menos alos hombres y mujeres que detalles mucho máspequeños de la vida cotidiana. Iping estabaalegre, lleno de banderines, y todo el mundo sehabía vestido de gala. Todos esperaban ansio-sos que llegara el día de Pentecostés desdehacía más de un mes. Por la tarde, incluso losque

creían en lo sobrenatural, estaban empezan-do a disfrutar, al suponer que aquel hombre yase había ido, y los escépticos se mofaban de suexistencia. Todos, tanto los que creían como losque no, se mostraban amables ese día.

El jardín de Haysman estaba adornadocon una lona, debajo de la cual el señor Buntingy otras señoras preparaban el té; y mientrastanto, los niños de la Escuela Dominical, que notenían colegio, hacían carreras y jugaban bajo lavigilancia del párroco y de las señoras Cuss y

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Sackbut. Sin duda, cierta incomodidad flotabaen el ambiente, pero la mayoría tenía el sufi-ciente sentido común para ocultar las preocu-paciones sobre lo ocurrido aquella mañana. Enla pradera del pueblo se había colocado unacuerda ligeramente inclinada por la cual, me-diante una polea, uno podía lanzarse con mu-cha rapidez contra un saco puesto en el otroextremo y que tuvo mucha aceptación entre losjóvenes. También había columpios y tenderetesen los que se vendían cocos. La gente paseaba,y, al lado de los columpios, se sentía un fuerteolor a aceite, y un organillo llenaba el aire conuna música bastante alta. Los miembros delClub, que habían ido a la iglesia por la mañana,iban muy elegantes con sus bandas de colorrosa y verde, y algunos, los más alegres, sehabían adornado los bombines con cintas decolores. Al viejo Fletcher, con una concepciónde la fiesta muy severa, se le podía ver por en-tre los jazmines que adornaban su ventana opor la

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puerta abierta (según por donde se mirara),de pie, encima de una tabla colocada entre dossillas, encalando el techo del vestíbulo de sucasa.

A eso de las cuatro de la tarde aparecióen el pueblo un extraño personaje que venía delas colinas. Era una persona baja y gorda, quellevaba un sombrero muy usado, y que llegócasi sin respiración. Sus mejillas se hinchaban ydeshinchaban alternativamente. Su pecoso ros-tro expresaba inquietud, y se movía con forza-da diligencia.

Al llegar, torció en la esquina de la igle-sia y fue directamente hacia Coach and Horses.Entre otros, el viejo Fletcher recuerda haberlovisto pasar y, además, se quedó tan ensimis-mado con ese paso agitado, que no advirtiócómo le caían unas cuantas gotas de pintura dela brocha en la manga del traje.

Según el propietario del tenderete decocos, el extraño personaje parece que ibahablando solo, también el señor Huxter comen-

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tó este hecho. Nuestro personaje se paró ante lapuerta de Coach and Horses y, de acuerdo conel señor Huxter, parece que dudó bastante an-tes de entrar. Por fin subió los escalones y elseñor Huxter vio cómo giraba a la izquierda yabría la puerta del salón. El señor Huxter oyóunas voces que salían de la habitación y del bary que informaban al personaje de su error.

-Esa habitación es privada -dijo Hall.y el personaje cerró la puerta con torpeza y

se dirigió al bar. Al cabo de unos minutos, reapareció pa-

sándose la mano por los labios con un aire desatisfacción, que, de alguna forma, impresionóal señor Huxter. Se quedó parado un momentoy, después, el señor Huxter vio cómo se dirigíafurtivamente a la puerta del patio, adonde da-ban las ventanas del salón. El personaje, des-pués de dudar unos instantes, se apoyó en lapuerta y sacó una pipa, y se puso a prepararla.Mientras lo hacía, los dedos le temblaban. Laencendió con torpeza y, cruzando los brazos,

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empezó a fumar con una actitud lánguida,comportamiento al que traicionaban sus rápi-das miradas al interior del patio.

El señor Huxter seguía la escena por en-cima de los botes del escaparate de su estable-cimiento, y la singularidad con la que aquelhombre se comportaba le indujeron a mantenersu observación.

En ese momento, el forastero se puso depie y se guardó la pipa en el bolsillo. Acto se-guido, desapareció dentro del patio. En seguidael señor Huxter, imaginando ser testigo de al-guna ratería, dio la vuelta al mostrador y saliócorriendo a la calle para interceptar al ladrón.Mientras tanto el señor Marvel salía, con elsombrero ladeado, con un bulto envuelto en unmantel azul en una mano y tres libros atados,con los tirantes del vicario, como pudo demos-trarse más tarde, en la otra. Al ver a Huxter, dioun respingo, giró a la izquierda y echó a correr.

-¡Al ladrón! -gritó Huxter, y salió co-rriendo detrás de él.

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Las sensaciones del señor Huxter fueronintensas pero breves. Vio cómo el hombre queiba delante de él torcía en la esquina de la igle-sia y corría hacia la colina. Vio las banderas y lafiesta y las caras que se volvían para mirarlo.

-¡Al ladrón! -gritó de nuevo, pero, ape-nas había dado diez pasos, lo agarraron poruna pierna de forma misteriosa y cayó de bru-ces al suelo. Le pareció que el mundo se con-vertía en millones de puntitos de luz y ya no leinteresó lo que ocurrió después.

CAPÍTULO XIEn la posada de la señora Hall

Para comprender lo que ocurrió en laposada, hay que volver al momento en el que elseñor Huxter vio por vez primera a Marvel porel escaparate de su establecimiento. En ese mo-mento se encontraban en el salón el señor Cussy el señor Bunting. Hablaban con seriedad so-

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bre los extraordinarios acontecimientos quehabían tenido lugar aquella mañana y estaban,con el permiso del señor Hall, examinando laspertenencias del hombre invisible. Jaffers sehabía recuperado, en parte, de su caída y sehabía ido a casa por disposición de sus amigos.La señora Hall había recogido las ropas del fo-rastero y había ordenado el cuarto. Y, sobre lamesa que había bajo la ventana, donde el foras-tero solía trabajar, Cuss había encontrado treslibros manuscritos en los que se leía Diario.

-¡Un Diario! -dijo Cuss, colocando lostres libros sobre la mesa-. Ahora nos enterare-mos de lo ocurrido.

El vicario, que estaba de pie, se apoyócon las dos manos en la mesa.

-Un Diario -repetía Cuss mientras sesentaba y colocaba dos volúmenes en la mesa ysostenía el tercero. Lo abrió-. ¡Humm! No hayni un nombre en la portada. ¡Qué fastidio! Sólohay códigos y símbolos.

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El vicario se acercó mirando por encimadel hombro.

Cuss empezó a pasar páginas, sufriendoun repentino desengaño.

-Estoy... ¡no puede ser! Todo está escritoen clave, Bunting.

-¿No hay ningún diagrama -preguntóBunting-, ningún dibujo que nos pueda ayudaralgo? -Míralo tú mismo -dijo el señor Cuss-.Parte de lo que hay son números, y parte estáescrito en ruso o en otra lengua parecida (a juz-gar por el tipo de letra), y, el resto, en griego. Apropósito, usted sabía griego...

-Claro -dijo el señor Bunting sacando lasgafas y limpiándolas a la vez que se sentía unpoco incómodo (no se acordaba ni de una pala-bra en griego)-. Sí, claro, el griego puede darnosalguna pista.

-Le buscaré un párrafo. -Prefiero echar un vistazo antes a los

otros volúmenes-dijo el señor Bunting limpian-do las gafas-. Primero hay que tener una impre-

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sión general, Cuss. Después, ya buscaremos laspistas.

Bunting tosió, se puso las gafas, se lasajustó, tosió

de nuevo y, después, deseó que ocurriera al-go que evitara la terrible humillación. Cuandocogió el volumen que Cuss le tendía, lo hizocon parsimonia y, acto seguido, ocurrió algo.

Se abrió la puerta de repente. Los dos hombres dieron un salto, mira-

ron a su alrededor y se tranquilizaron al veruna cara sonrosada debajo de un sombrero deseda adornado con pieles.

-Una cerveza -pidió aquella cara y sequedó mirando.

-No es aquí -dijeron los dos hombres alunísono.

-Es por el otro lado, señor -dijo el señorBunting.

-Y, por favor, cierre la puerta -dijo el se-ñor Cuss, irritado.

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-De acuerdo -contestó el intruso con unavoz mucho más baja y distinta, al parecer, de lavoz ronca con la que había hecho la pregunta-.Tienen razón -volvió a decir el intruso con lamisma voz que al principio-, pero, ¡manténgan-se a distancia!

Y desapareció, cerrando la puerta. -Yo diría que se trata de un marinero-

dijo el señor Bunting-. Son tipos muy curiosos.¡Manténganse a distancia! Imagino que seráalgún término especial para indicar que se mar-cha de la habitación.

-Supongo que debe ser eso -dijo Cuss-.Hoy tengo los nervios deshechos. Vaya sustoque me he llevado, cuando se abrió la puerta.

El señor Bunting sonrió como si él no sehubiese asustado.

-Y ahora-dijo-volvamos a esos libros pa-ra ver qué podemos encontrar.

-Un momento -dijo Cuss, echando lallave a la puerta-. Así no nos interrumpirá na-die.

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Alguien respiró mientras lo hacía. -Una cosa es indiscutible -dijo Bunting

mientras acercaba una silla a la de Cuss-. EnIping han ocurrido cosas muy extrañas estosúltimos días, muy extrañas. Y, por supuesto, nocreo en esa absurda historia de la invisibilidad.

-Es increíble -dijo Cuss-. Increíble, peroel hecho es que yo lo he visto. Realmente vi elinterior de su manga.

-Pero ¿está seguro de lo que ha visto?Suponga que fue el reflejo de un espejo. Confrecuencia se producen alucinaciones. No sé siha visto alguna vez actuar a un buen prestidigi-tador...

-No quiero volver a discutir sobre eso -dijo Cuss-. Hemos descartado ya esa posibili-dad, Bunting. Ahora, estábamos con estos li-bros, ¡Ah, aquí está lo que supuse que era grie-go! Sin duda, las letras son griegas.

Y señaló el centro de una página. El se-ñor Bunting se sonrojó un poco y acercó la caraal libro, como si no pudiera ver bien con las

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gafas. De repente notó una sensación muy ex-traña en el cogote. Intentó levantar la cabeza,pero encontró una fuerte resistencia. Notó

una presión, la de una mano pesada y firme,que lo empujaba hasta dar con la barbilla en lamesa.

-No se muevan, hombrecillos -susurróuna voz-, o les salto los sesos.

Bunting miró la cara de Cuss, ahoramuy cerca de la suya, y los dos vieron el horri-ble reflejo de su perplejidad.

-Siento tener que tratarlos así -continuóla voz-, pero no me queda otro remedio. ¿Des-de cuándo se dedican a fisgonear en los papelesprivados de un investigador? -dijo la voz, y, lasdos barbillas golpearon contra la mesa y losdientes de ambos rechinaron-. ¿Desde cuándose dedican a invadir las habitaciones de unhombre desgraciado? -y se repitieron los gol-pes-. ¿Dónde se han llevado mi ropa? Escuchen-dijo la voz- las ventanas están cerradas y hequitado la llave de la cerradura. Soy un hombre

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bastante fuerte y tengo una mano dura; ade-más, soy invisible. No cabe la menor duda deque podría matarlos a los dos y escapar confacilidad, si quisiera. ¿Están de acuerdo? Muybien. Pero ¿si les dejo marchar, me prometeránno intentar cometer ninguna tontería y hacer loque yo les diga?

El vicario y el doctor se miraron. El doc-tor hizo una mueca.

-Sí -dijo el señor Bunting y el doctor loimitó. Entonces cesó la presión sobre sus cue-llos y los dos se incorporaron, con las caras co-mo pimientos y moviendo las cabezas.

-Por favor, quédense sentados donde es-tán -dijo el hombre invisible-. Acuérdense deque puedo atizarles. Cuando entré en esa habi-tación -continuó diciendo el hombre invisible,después de tocar la punta de la nariz de cadauno de los intrusos-, no esperaba hallarla ocu-pada y, además, esperaba encontrar, aparte demis libros y papeles, toda mi ropa. ¿Dónde es-tá? No, no se levanten. Puedo ver que se la han

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llevado. Y, ahora, volviendo a nuestro asunto,aunque los días son bastante cálidos, inclusopara un hombre invisible que se pasea por ahí,desnudo, las noches son frescas. Quiero mi ro-pa y varias otras cosas y también quiero esostres libros.

CAPÍTULO XIIEl hombre invisible pierde la paciencia

Es inevitable que la narración se inte-rrumpa en este momento de nuevo, debido aun lamentable motivo, como veremos más ade-lante. Mientras todo lo descrito ocurría en el sa-lón y mientras el señor Huxter observaba cómoel señor Marvel fumaba su pipa apoyado en lapuerta del patio, a poca distancia de allí, el se-ñor Hall y Teddy Henfrey comentaban intriga-dos lo que se había convertido en el único temade Iping.

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De repente, se oyó un golpe en la puertadel salón, un grito y, luego, un silencio total.

-¿Qué ocurre? -dijo Teddy Henfrey. -¿Qué ocurre? -se oyó en el bar.

El señor Hall tardaba en entender lascosas, pero ahora se daba cuenta de que allípasaba algo.

-Ahí dentro algo va mal -dijo, y salió dedetrás de la barra para dirigirse a la puerta delsalón.

Él y el señor Henfrey se acercaron a lapuerta para escuchar, preguntándose con losojos.

-Ahí dentro algo va mal -dijo Hall. YHenfrey asintió con la cabeza. Y empezaron anotar un desagradable olor a productos quími-cos, y se oía una conversación apagada y muyrápida.

-¿Están ustedes bien? -preguntó Hallllamando a la puerta.

La conversación cesó repentinamente;hubo unos minutos de silencio y después siguió

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la conversación con susurros muy débiles. Lue-go, se oyó un grito agudo: «¡No, no lo haga!».Acto seguido se oyó el ruido de una silla quecayó al suelo. Parecía que estuviese teniendolugar una pequeña lucha. Después, de nuevo elsilencio.

-¿Qué está ocurriendo ahí? -exclamóHenfrey en voz baja.

-¿Están bien? -volvió a preguntar el se-ñor Hall. Se oyó entonces la voz del vicario conun tono bastante extraño:

-Estamos bien. Por favor, no interrum-pan.

-¡Qué raro! -dijo el señor Henfrey. -Sí, es muy raro -dijo el señor Hall. -Ha dicho que no interrumpiéramos -

dijo el señor Henfrey. -Sí, yo también lo he oído -añadió Hall.

-Y he oído un estornudo -dijo Henfrey.

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Se quedaron escuchando la conversa-ción, que siguió en voz muy baja y con bastanterapidez.

-No puedo -decía el señor Bunting al-zando la voz-. Le digo que no puedo hacer eso,señor.

-¿Qué ha dicho? -preguntó Henfrey. -Dice que no piensa hacerlo-respondió

Hall-. ¿Crees que nos está hablando a nosotros? -¡Es una vergüenza! -dijo el señor Bun-

ting desde dentro. -¡Es una vergüenza! -dijo el señor Hen-

frey-. Es lo que ha dicho, acabo de oírlo clara-mente.

-¿Quién está hablando? -preguntó Hen-frey.

-Supongo que el señor Cuss -dijo Hall-.¿Puedes oír algo?

Silencio. No se podía distinguir nadapor los ruidos de dentro.

-Parece que estuvieran quitando el man-tel -dijo Hall.

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La señora Hall apareció en ese momen-to. Hall le hizo gestos para que se callara. Laseñora Hall se opuso.

-¿Por qué estás escuchando ahí, a lapuerta, Hall? -le preguntó-. ¿No tienes nadamejor que hacer, y más en un día de tanto tra-bajo?

Hall intentaba hacerle todo tipo de ges-tos para que se callara, pero la señora Hall nose daba por vencida. Alzó la voz de manera queHall y Henfrey, más bien cabizbajos, volvierona la barra de puntillas, gesticulando en un in-tento de explicación.

En principio, la señora Hall no queríacreer nada de lo que los dos hombres habíanoído. Mandó callar a Hall, mientras Henfrey lecontaba toda la historia. La señora Hall pensabaque todo aquello no eran más que tonterías,quizá sólo estaban corriendo los muebles.

-Sin embargo, estoy seguro de haberlesoído decir ¡es una vergüenza! -dijo Hall.

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-Sí, sí; yo también lo oí, señora Hall-dijoHenfrey.

-No puede ser... -comenzó la señoraHall.

-¡Sssh! -dijo Teddy Henfrey-. ¿No hanoído la ventana?

-¿Qué ventana? -preguntó la señoraHall.

-La del salón -dijo Henfrey. Todos se quedaron escuchando atenta-

mente. La señora Hall estaba mirando, sin verel marco de la puerta de la posada, la calleblanca y ruidosa, y el escaparate del estableci-miento de Huxter, que estaba en frente. De re-pente, Huxter apareció en la puerta, excitado yhaciendo gestos con los brazos.

-¡Al ladrón, al ladrón! -decía, y salió co-rriendo hacia la puerta del patio, por dondedesapareció.

Casi a la vez, se oyó un gran barullo enel salón y cómo cerraban las ventanas.

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Hall, Henfrey y todos los que estaban enel bar de la posada salieron atropelladamente ala calle. Y vieron a alguien que daba la vuelta ala esquina hacia la calle que lleva a las colinas,y al señor Huxter, que daba una complicadacabriola en el aire y terminaba en el suelo decabeza. La gente, en la calle, estaba bo-quiabierta y corría detrás de aquellos hombres.

El señor Huxter estaba aturdido. Hen-frey se paró para ver qué le pasaba. Hall y losdos campesinos del bar siguieron corriendohacia la esquina, gritando frases incoherentes, yvieron cómo el señor Marvel desaparecía, aldoblar la esquina de la pared de la iglesia. Pa-recieron llegar a la conclusión, poco probable,de que era el hombre invisible que se habíavuelto visible, y siguieron corriendo tras él.Apenas recorridos unos metros, Hall lanzó ungrito de asombro y salió despedido hacia unlado, yendo a dar contra un campesino quecayó con él al suelo. Le habían empujado, comosi estuviera jugando un partido de fútbol. El

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otro campesino se volvió, los miró, y, creyendoque el señor Hall se había caído, siguió con lapersecución, pero le pusieron la zancadilla,como le ocurrió a Huxter, y cayó al suelo. Des-pués, cuando el primer campesino intentabaponerse de pie, volvió a recibir un golpe quehabría derribado a un buey.

A la vez que caía al suelo, doblaron laesquina las personas que venían de la praderadel pueblo. El primero en aparecer fue el pro-pietario del tenderete de cocos, un hombrefuerte que llevaba un jersey azul; se quedóasombrado al ver la calle vacía, y los tres cuer-pos tirados en el suelo. Pero, en ese momento,algo le ocurrió a una de sus piernas y cayó ro-dando al suelo, llevándose consigo a su herma-no y socio, al que pudo agarrar por un brazo enel último momento. El resto de la gente quevenía detrás tropezó con ellos, los pisotearon ycayeron encima.

Cuando Hall, Henfrey y los campesinossalieron corriendo de la posada, la señora Hall,

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que tenía muchos años de experiencia, se que-dó en el bar, pegada a la caja. De repente, seabrió la puerta del salón y apareció el señorCuss, quien, sin mirarla, echó a correr escalerasabajo hacia la esquina, gritando:

-¡Cogedlo! ¡No dejéis que suelte el pa-quete! ¡Sólo lo seguiréis viendo si no suelta elpaquete!

No sabía nada de la existencia del señorMarvel, a quien el hombre invisible había en-tregado los libros y el paquete en el patio. En lacara del señor Cuss podía verse dibujado elenfado y la contrariedad, pero su indumentariaera escasa, llevaba sólo una especie de faldónblanco, que sólo habría quedado bien en Grecia.

-¡Cogedlo! -chillaba-. ¡Tiene mis panta-lones y toda la ropa del vicario!

-¡Me ocuparé de él! -le gritó a Henfrey,mientras pasaba al lado de Huxter, en el suelo,y doblaba la esquina para unirse a la multitud.En ese momento le dieron un golpe que lo dejótumbado de forma indecorosa. Alguien, con

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todo el peso del cuerpo, le estaba pisando losdedos de la mano. Lanzó un grito e intentó po-nerse de pie, pero le volvieron a dar un golpe ycayó, encontrándose otra vez a cuatro patas. Enese momento tuvo la impresión de que no esta-ba envuelto en una persecución, sino en unahuida. Todo el mundo corría de vuelta hacia elpueblo. El señor Cuss volvió a levantarse y ledieron un golpe detrás de la oreja. Echó a co-rrer, y se dirigió al Coach and Horses, pasandopor encima de Huxter, que se encontraba sen-tado en medio de la calle.

En las escaleras de la posada, escuchó,detrás de él, cómo alguien lanzaba un grito derabia que se oyó por encima de los gritos delresto de la gente, y el ruido de una bofetada.Reconoció la voz del hombre invisible. El gritoera el de un hombre furioso.

El señor Cuss entró corriendo al salón. -¡Ha vuelto, Bunting! ¡Sálvate! ¡Se ha

vuelto loco!

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El señor Bunting estaba de pie, al ladode la ventana, intentando taparse con la alfom-bra de la chimenea y el West Surrey Cazette.

-¿Quién ha vuelto?-dijo, sobresaltándosede tal forma, que casi dejó caer la alfombra.

-¡El hombre invisible! -respondió Cuss,mientras corría hacia la ventana-. ¡Marchémo-nos de aquí cuanto antes! ¡Se ha vuelto loco,completamente loco!

Al instante, ya había salido al patio. -¡Cielo santo! -dijo el señor Bunting,

quien dudaba sobre qué se podía hacer, pero, aloír una tremenda contienda en el pasillo de laposada, se decidió. Se descolgó por la ventana,se ajustó el improvisado traje como pudo, yechó a correr por el pueblo tan rápido como suspiernas, gordas y cortas, se lo permitieron.

Desde el momento en que el hombre in-visible lanzó un grito de rabia y de la hazañamemorable del señor Bunting, corriendo por elpueblo, es imposible enumerar todos los acon-tecimientos que tuvieron lugar en Iping. Quizá

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la primera intención del hombre invisible fueracubrir la huida de Marvel con la ropa y con loslibros. Pero pareció perder la paciencia, nuncatuvo mucha, cuando recibió un golpe por ca-sualidad y, a raíz de eso, se dedicó a dar torta-zos a diestro y siniestro simplemente por hacerdaño.

Ustedes pueden imaginarse las calles deIping llenas de gente que corría de un lado paraotro, puertas que se cerraban con violencia ygente que se peleaba por encontrar sitio dondeesconderse. Pueden imaginar cómo perdió elequilibrio la tabla entre las dos sillas que soste-nía al viejo Fletcher y sus terribles resultados.Una pareja aterrorizada se quedó en lo alto deun columpio. Una vez pasado todo, las callesde Iping se quedaron desiertas, si no tenemosen cuenta la presencia del enfadado hombreinvisible, aunque había cocos, lonas y restos detenderetes esparcidos por el suelo. En el pueblosólo se oía cerrar puertas con llave y correr ce-rrojos, y, ocasionalmente, se podía vera alguien

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que se asomaba tras los cristales de alguna ven-tana.

El hombre invisible, mientras tanto, sedivertía, rompiendo todos los cristales de todaslas ventanas del Coach and Horses y lanzandouna lámpara de la calle por la ventana del salónde la señora Gribble. Y seguramente él cortó loshilos del telégrafo de Adderdean a la altura dela casa de Higgins, en la carretera de Adder-dean. Y, después de todo eso, por sus pecu-liares facultades, quedó fuera del alcance de lapercepción humana, y ya nunca se le volvió aoír, ver o sentir en Iping. Simplemente desapa-reció.

Durante más de dos horas ni un alma seaventuró a salir a aquella calle desierta.

CAPÍTULO XIIIEl señor Marvel presenta su dimisión

Al atardecer, cuando Iping volvía tími-damente a la normalidad, un hombre bajito

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rechoncho, que llevaba un gastado sombrero deseda, caminaba con esfuerzo por la orilla delhayedo de la carretera de Bramblehurst. Lleva-ba tres libros atados con una especie de cordónelástico y un bulto envuelto en un mantel azul.Su cara rubicunda mostraba preocupación ycansancio; parecía tener mucha prisa. Le acom-pañaba una voz que no era la suya, y, de vez encuando, se estremecía empujado por unas ma-nos a las que no veía.

-Si vuelves a intentar escaparte -dijo lavoz-, si vuelves a intentar escapar...

-¡Dios santo! -dijo el señor Marvel-. ¡Pe-ro si tengo el hombro completamente destroza-do!

-...te doy mi palabra -dijo la voz-. Te ma-taré.

-No he intentado escaparme-dijo el se-ñor Marvel, echándose casi a llorar-. Le juroque no. No sabía que hubiese una curva. ¡Esofue todo! ¿Cómo demonios iba a saber quehabía una curva? Y me dieron un golpe.

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-Y te darán muchos más, si no tienesmás cuidado -dijo la voz, y el señor Marvel secalló. Dio un resoplido, y en sus ojos se veía ladesesperación-. Ya he tenido bastante permi-tiendo a esos paletos sacar a la luz mi secreto,para dejarte escapar con mis libros. ¡Algunostuvieron la suerte de poder salir corriendo! ¡Na-die sabía que era invisible! ¿Qué voy a hacerahora?

-¿Y qué voy a hacer yo? -preguntó el se-ñor Marvel en voz baja.

-Es de dominio público. ¡Saldrá en losperiódicos! Todos me buscarán; cada uno porsu cuenta...

-La voz soltó algunas imprecaciones y secalló.

La desesperación del señor Marvel au-mentó y aflojó el paso.

-¡Vamos! -dijo la voz. La cara del señor Marvel cambió de co-

lor, poniéndose gris.

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-¡No deje caer los libros, estúpido! -dijosecamente la voz, adelantándosele-. Y en reali-dad -prosiguió- lo necesito. Usted no es másque un instrumento, pero necesito utilizarlo.

-Soy un vulgar instrumento -dijo el se-ñor Marvel.

-Así es -dijo la voz. -Pero soy el peor instrumento que se

puede tener, pues no soy muy fuerte -dijo des-pués de unos tensos momentos de silencio-. Nosoy fuerte -repitió.

-¿No? -No. Y tengo un corazón débil. Todo lo

ocurrido pasado está, desde luego, pero, ¡mal-dita sea!, podría haber muerto.

-¿Y qué?... -Pues que no tengo ni fuerza ni el ánimo

para hacer lo que quiere que haga. -Yo te animaré. -Mejor sería que no lo hiciera. Sabe que

me gustaría echar sus planes a perder, perotendré que hacerlo..., soy un pobre desgraciado.

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Desearía morirme -dijo Marvel-. No es justo -añadió más tarde-. Debe admitir... tengo dere-cho a...

-Venga, date prisa -gritó la voz. El señor Marvel aceleró el paso y, du-

rante un buen rato, los dos hombres caminaronen silencio.

-Esto se me hace muy duro -comenzó elseñor Marvel, pero, al ver que no surtía efecto,intentó una nueva táctica-. Y, ¿qué saco yo detodo esto? -comenzó de nuevo, subiendo eltono.

-¡Cállate de una vez! -dijo la voz con unrepentino y asombroso vigor-. Yo me ocuparéde ti. Harás todo lo que te diga, y lo harás bien.Ya sé que eres un loco, pero harás...

-Le repito, señor, no soy el hombre ade-cuado. Con todos mis respetos, creo que...

-Si no te callas, te volveré a retorcer lamuñeca -dijo el hombre invisible-. Tengo quepensar.

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En ese momento dos rayos de luz se di-visaron entre los árboles, y la torre cuadrada deuna iglesia se perfiló en el resplandor.

-Te pondré la mano en el hombro-dijo lavoz-, mientras atravesamos el pueblo. Siguerecto y no intentes ninguna locura. Será peorpara ti, si intentas algo.

-Ya lo sé -suspiró el señor Marvel-. Cla-ro que lo sé.

La infeliz figura del sombrero de sedaatravesó la calle principal de aquel pueblecitocon su carga y desapareció en la oscuridad, unavez pasadas las luces de las casas.

CAPÍTULO XIVEn Port Stowe

Eran las diez de la mañana del día si-guiente, y el señor Marvel, sin afeitar y muysucio por el viaje, estaba sentado con las manosen los bolsillos, y los libros, en un banco, a la

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puerta de una posada de las afueras de PortStowe. Parecía estar nervioso e incómodo. Loslibros estaban al lado, atados con un cordel.Habían abandonado el bulto en un pinar, cercade Bramblehurst, de acuerdo con un cambio enlos planes del hombre invisible. El señor Mar-vel estaba sentado en el banco y, aunque nadiele prestaba ninguna atención, estaba tan agita-do que metía y sacaba las manos de sus bolsi-llos, con movimientos nerviosos, constantemen-te.

Cuando llevaba sentado casi una hora,salió de la posada un viejo marinero con unperiódico, v se sentó a su lado.

-Hace un día espléndido -le dijo el ma-rinero.

El señor Marvel lo miró con cierto rece-lo.

-Sí -contestó. -Es el adecuado para esta época del año-

siguió el marinero, sin darse por enterado. -Ya lo creo -dijo el señor Marvel.

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El marinero sacó un palillo de dientes,que lo mantuvo ocupado un rato. Mientras tan-to, se dedicó a observar a aquella figura polvo-rienta y los libros que tenía al lado. AI acercarseal señor Marvel, había oído el tintineo de unasmonedas al caer en un bolsillo. Le llamó laatención el contraste entre el aspecto del señorMarvel y esos signos de opulencia. Y, por estemotivo, volvió inmediatamente al tema que lerondaba por la cabeza.

-¿Libros? -preguntó, rompiendo el pali-llo de dientes.

El señor Marvel, moviéndose, los miró.

-Sí, sí -dijo-. Son libros. -En los libros hay cosas extraordinarias -

continuó el marinero. -Ya lo creo -dijo el señor Marvel. -Y también hay cosas extraordinarias

que no se encuentran en los libros -señaló elmarinero.

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-También es verdad -dijo el señor Mar-vel, mirando a su interlocutor de arriba abajo.

-También en los periódicos aparecen co-sas extraordinarias, por ejemplo -dijo el mari-nero.

-Por supuesto. -En este periódico. .. -añadió el marine-

ro. -¡Ah! --dijo el señor Marvel. -En este periódico se cuenta una historia

-continuó el marinero, mirando al señor Mar-vel-. Se cuenta la historia sobre un hombre invi-sible, por ejemplo.

El señor Marvel hizo una mueca con laboca, se rascó la mejilla y notó que se le poníancoloradas las orejas.

-¡Qué barbaridad! -exclamó intentandono darle importancia-. ¿Y dónde ha sido eso, enAustria o en América?

-En ninguno de los dos sitios -dijo elmarinero-. Ha sido aquí.

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-¡Dios mío! -dijo el señor Marvel, dandoun respingo.

-Cuando digo aquí -prosiguió el mari-nero para tranquilizar al señor Marvel- no quie-ro decir en este lugar, sino en los alrededores.

-¡Un hombre invisible! -dijo el señorMarvel-. ¿Y qué ha hecho?

-De todo-añadió el marinero, sin dejarde mirar al señor Marvel-. Todo lo que unopueda imaginar.

-En cuatro días no he leído ni un perió-dico-dijo Marvel.

-Dicen que en Iping comenzó todo -continuó el marinero.

-¡Qué me dice! -dijo el señor Marvel.

-Apareció allí, aunque nadie parece sa-ber de dónde venía. Aquí lo dice: «Extraño su-ceso en Iping». Y dicen en el periódico que hanocurrido cosas fuera de lo común, extraordina-rias.

-¡Dios mío! -exclamó el señor Marvel.

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-Es una historia increíble. Hay dos testi-gos, un clérigo y un médico. Ellos pudieronverlo o, a decir verdad, no lo vieron. Dice queestaba hospedado en el Coach and Horses, peronadie se había enterado de su desgracia, hastaque hubo un altercado en la posada, dice, y elpersonaje se arrancó los vendajes de la cabeza.Entonces pudieron ver que la cabeza era invisi-ble. Intentaron cogerlo, pero, según el periódi-co, se quitó la ropa y consiguió escaparse, trasuna desesperada lucha, en la que, según secuenta, hirió gravemente a nuestro mejor poli-cía, el señor Jaffers. Una historia interesante,¿no cree usted?, con pelos y señales.

-Santo Dios -prorrumpió el señor Mar-vel, mirando nerviosamente a su alrededor ytratando de contar el dinero que tenía en el bol-sillo, ayudándose únicamente del sentido deltacto. En ese momento se le ocurrió una nuevaidea-. Parece una historia increíble.

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-Desde luego. Incluso yo diría que ex-traordinaria. Nunca había oído hablar de hom-bres invisibles, pero se oyen tantas cosas que...

-¿Y eso fue todo lo que hizo? -preguntóel señor Marvel, intentando no darle muchaimportancia. -¿No le parece suficiente? -dijo elmarinero.

-¿Y no volvió allí? -preguntó Marvel-.¿Se escapó y no ocurrió nada más?

-¡Claro! -dijo el marinero-. ¿Por qué?¿No le parece suficiente?

-Sí, sí, por supuesto -dijo Marvel. -Yo creo que es más que suficiente -

señaló el marinero. -¿Tenía algún compinche? ¿Dice en el

periódico, si tenía algún compinche?-preguntó,ansioso, el señor Marvel.

-¿Uno solo le parece poco? -contestó elmarinero-. No, gracias a Dios, no tenía ningúncompinche. -El marinero movió la cabeza len-tamente-. Simplemente con pensar que ese tipoanda por aquí, en el condado, me hace estar

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intranquilo. Ahora parece que está en libertad yhay síntomas que indican que puede tomar, oha tomado, la carretera de Port Stowe. ¡Estamosen el ajo! En estos momentos no nos sirven denada las hipótesis de que si hubiese ocurrido enAmérica. ¡Basta pensar en lo que puede llegar ahacer! ¿Qué haría usted, si le ataca? Supongaque quiere robar... ¿Quién podría impedírselo?Puede ir donde quiera, puede robar, podríatraspasar un cordón de policías con tanta facili-dad como usted o yo podríamos escapar de unciego, incluso con más facilidad, ya que, segúndicen, los ciegos pueden oír ruidos que gene-ralmente nadie oye. Y, si se trata de tomar unacopa...

-Sí, en realidad, tiene muchas ventajas -dijo el señor Marvel.

-Es verdad -asintió el marinero-. Tienemuchas ventajas.

Hasta ese momento el señor Marvelhabía estado

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mirando a su alrededor, intentando escucharel menor ruido o detectando el movimientomás imperceptible. Parecía que iba a tomar unadeterminación. Se puso una mano en la boca ytosió.

Volvió a mirar y a escuchar a su alrededor;se acercó al marinero y le dijo en voz baja:

-El hecho es que... me he enterado de unpar de cosas de ese hombre invisible. Las sé debuena tinta.

-¡Oh! -exclamó el marinero, interesado-.¿Usted sabe...?

-Sí -dijo el señor Marvel-. Yo... -¿En serio? -exclamó el marinero-. ¿Pue-

do preguntarle...? -Se quedará asombrado -dijo el señor

Marvel, sin quitarse la mano de la boca-. Esalgo increíble.

-¡No me diga! -señaló el marinero. -El hecho es que... -comenzó el señor

Marvel en tono confidencial. Y de repente lecambió la expresión-. ¡Ay! -exclamó levantán-

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dose de su asiento. En su cara se podía ver re-flejado el dolor físico-. ¡Ay! -repitió.

-¿Qué le ocurre? -preguntó el marinero,preocupado.

-Un dolor de muelas -dijo el señor Mar-vel mientras se llevaba la mano al oído. Cogiólos libros-. Será mejor que me vaya -añadió,levantándose de una manera muy curiosa delbanco.

-Pero usted iba a contarme ahora algosobre ese hombre invisible -protestó el marine-ro.

Entonces el señor Marvel pareció con-sultar algo consigo mismo.

-Era una broma -dijo una voz. -Era una broma -dijo el señor Marvel. -Pero lo dice el periódico -señaló el ma-

rinero. -No deja de ser una broma -añadió el

señor Marvel-. Conozco al tipo que inventó esamentira. De todas formas, no hay ningún hom-bre invisible.

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-Y, ¿entonces el periódico? ¿Quierehacerme creer que...?

-Ni una palabra -dijo el señor Marvel. El marinero le miró con el periódico en

la mano. El señor Marvel escrutó a su alrededorcon insistencia.

-Espere un momento -dijo el marinerolevantándose y hablando muy despacio-. ¿En-tonces quiere decir que...?

-Eso quiero decir -señaló el señor Mar-vel.

-Entonces, ¿por qué me dejó que le con-tara todas esas tonterías? ¿Cómo permite queun hombre haga el ridículo así? ¿Quiere expli-cármelo?

El señor Marvel resopló. El marinero sepuso rojo. Apretó los puños.

-He estado hablando diez minutos... -dijo-, y usted, viejo estúpido, no ha tenido lamás mínima educación para...

-A ver si mide sus palabras -señaló elseñor Marvel.

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-¿Que mida mis palabras? Menos malque...

-Vamos -dijo una voz, y, de repente,hizo dar media vuelta al señor Marvel, y ésteempezó a alejarse dando saltos.

-Eso, será mejor que se vaya -añadió elmarinero.

-¿Quién se va? -dijo el señor Marvel, yse fue alejando mientras daba unos extrañossaltos hacia atrás y hacia adelante. Cuando yallevaba un trecho recorrido, empezó un monó-logo de protestas y recriminaciones.

-Imbécil -gritó el marinero, que estabacon las piernas separadas y los brazos en jarras,mirando cómo se alejaba aquella figura-. Ya teenseñaré yo, ¡burro! ¡Burlarse de mí! Está aquí,¡en el periódico!

El señor Marvel le contestó con algunaincoherencia hasta que se perdió en una curvade la carretera. El marinero se quedó allí, enmedio del camino, hasta que el carro del carni-cero lo obligó a apartarse.

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«Esta comarca está llena de cretinos -sedijo-. Sólo quería confundirme, en eso consistíasu juego sucio; pero está en el periódico.»

Y más tarde escucharía otro fenómenoextraño que tuvo lugar no lejos de donde él seencontraba. Parece ser que vieron el puño deuna mano lleno de monedas -nada más y nadamenos- que iba, sin dueño visible, siguiendo elmuro que hace esquina con St. Michael Lane.Lo había visto otro marinero aquella mañana.Este marinero intentó atrapar el dinero, pero,cuando se abalanzó, recibió un golpe y, des-pués, al levantarse, el dinero se había desvane-cido en el aire. Nuestro marinero estaba dis-puesto a creer todo, pero aquello era demasia-do.

Sin embargo, después volvió a recapaci-tar sobre el asunto. La historia del dinero vola-dor era cierta. En todo el vecindario, en el Ban-co de Londres, en las cajas de las tiendas y delas posadas, que tenían las puertas abiertas porel tiempo soleado que hacía, había desapareci-

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do dinero. El dinero, a puñados, flotaba por laorilla de los muros y por los lugares menosiluminados, desapareciendo de la vista de loshombres. Y había terminado siempre, aunquenadie lo hubiese descubierto, en los bolsillos deese hombre nervioso del sombrero de seda, quese sentó en la posada de las afueras de PortStowe.

CAPÍTULO XVEl hombre que coarta

Al anochecer, el doctor Kemp estabasentado en su estudio, en. el mirador de la coli-na que da a Burdock. Era una habitación pe-queña y acogedora. Tenía tres ventanas quedaban al norte, al sur y al oeste, y estanteríasllenas de libros y publicaciones científicas.Había también una amplia mesa de trabajo y,bajo la ventana que daba al norte, un microsco-

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pio, platinas, instrumentos de precisión, algu-nos cultivos y, esparcidos por todas partes, dis-tintas botellas, que contenían reactivos. La lám-para del doctor estaba encendida, a pesar deque el cielo estaba todavía iluminado por losrayos del crepúsculo. Las persianas, levantadas,ya que no había peligro de que nadie se asoma-ra desde el exterior y hubiese que bajarlas. Eldoctor Kemp era un joven alto y delgado, decabellos rubios y un bigote casi blanco, y espe-raba que el trabajo que estaba realizando lepermitiese entrar en la Royal Society, a la que éldaba mucha importancia.

En un momento en que estaba distraídode su trabajo, sus ojos se quedaron mirando lapuesta de sol detrás de la c colina que teníaenfrente. Estuvo sentado así, quizá durante unbuen rato, con la pluma en la boca, admirandolos colores dorados que surgían de la cima de lacolina, hasta que se sintió atraído por la figurade un hombre, completamente negra, que co-rría por la colina hacia él. Era un hombrecillo

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bajo, que llevaba u un sombrero enorme y quecorría tan deprisa que apenas se le distinguíanlas piernas.

-Debe de ser uno de esos locos -dijo eldoctor Kemp-. Como ese torpe que esta maña-na al volver la esquina chocó conmigo, y grita-ba: «¡El hombre invisible, señor!». No puedoimaginar quién los haya poseído. Parece queestemos en el siglo trece.

Se levantó se acercó a la ventana y miróa la colina y a la figura negra que subía co-rriendo.

-Parece tener mucha prisa -dijo el doctorKemp-, pero no adelanta demasiado. Se diríaque lleva plomo en los bolsillos.

Se acercaba al final de la cuesta. -¡Un poco más de esfuerzo, venga! -dijo

el doctor Kemp. Un instante después, aquella figura se

ocultaba tras la casa que se encontraba en loalto de la colina. El hombrecillo se hizo otra vezvisible, y así tres veces más, según pasaba por

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delante de las tres casas que siguieron a la pri-mera, hasta que una de las terrazas de la colinalo ocultó definitivamente.

-Son todos unos borregos-dijo el doctorKemp, girando sobre sus talones y volviendo ala mesa de trabajo.

Sin embargo, los que vieron de cerca alfugitivo y percibieron el terror que reflejaba surostro, empapado de sudor, no compartieron eldesdén del doctor. En cuanto al hombrecillo,éste seguía corriendo y sonaba como una bolsarepleta de monedas que se balancea de un ladopara otro. No miraba ni a izquierda ni a dere-cha, sus ojos dilatados miraban colina abajo,donde las luces se estaban empezando a encen-der y donde había mucha gente en la calle. Te-nía la boca torcida por el agotamiento, los la-bios llenos de una saliva espesa y su respira-ción se hacía cada vez más ronca y ruidosa. Amedida que pasaba, todos se le quedaban mi-rando, preguntándose incómodos cuál podríaser la razón de su huida.

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En ese momento, un perro que jugabaen lo alto de la colina lanzó un aullido y corrióa esconderse debajo de una verja. Todos nota-ron algo, una especie de viento, unos pasos y elsonido de una respiración jadeante que pasabaa su lado.

La gente empezó a gritar y a correr. Lanoticia se difundió a voces y por instinto entoda la colina. La gente gritaba en la calle antesde que Marvel estuviera a medio camino de lamisma. Todos se metieron rápidamente en suscasas y cerraron las puertas tras ellos. Marvel loestaba oyendo e hizo un último y desesperadoesfuerzo. El miedo se le había adelantado y, enun momento, se había apoderado de todo elpueblo.

-¡Que viene el hombre invisible! ¡Elhombre invisible!

CAPÍTULO XVIEn el Jolly Cricketers

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El Jolly Cricketers estaba al final de lacolina, donde empezaban las líneas del tranvía.El posadero estaba apoyado en el mostradorcon sus brazos, enormes y rosados, mientrashablaba de caballos con un cochero escuchimi-zado. Al mismo tiempo, un hombre de negrabarba vestido de gris se estaba comiendo unbocadillo de queso, bebía Burton y conversabaen americano con un policía que estaba fuerade servicio.

-¿Qué son esos gritos?-preguntó el co-chero, saliéndose de la conversación e inten-tando ver lo que ocurría en la colina, por enci-ma de la cortina, sucia y amarillenta, de la ven-tana de la posada. Fuera, alguien pasó corrien-do.

-Quizá sea un incendio -dijo el posade-ro.

Los pasos se aproximaron, corrían conesfuerzo. En ese momento la puerta de la posa-da se abrió con violencia. Y apareció Marvel,

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llorando y desaliñado. Había perdido el som-brero y el cuello de su chaqueta estaba medioarrancado. Entró en la posada y, dándose me-dia vuelta, intentó cerrar la puerta, que estabaentreabierta y sujeta por una correa.

-¡Ya viene! -gritó desencajado-. ¡Ya lle-ga! ¡El hombre invisible me persigue! ¡Por amorde Dios! ¡Ayúdenme! ¡Socorro! ¡Socorro!

-Cerrad las puertas -dijo el policía-.¿Quién viene? ¿Por qué corre?

Se dirigió hacia la puerta, quitó la correa, ydio un portazo. El americano cerró la otra puer-ta.

-Déjenme entrar -dijo Marvel sin dejarde moverse y llorando, sin soltar los libros-.Déjenme entrar y enciérrenme en algún sitio.Me está persiguiendo. Me he escapado de él ydice que me va a matar, y lo hará.

-Tranquilícese, está usted a salvo -le dijoel hombre de la barba negra-. La puerta estácerrada. Tranquilícese y cuéntenos de qué setrata.

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-Déjenme entrar -dijo Marvel. En ese momento se ovó un golpe que

hizo temblar la puerta; fuera, alguien estaballamando insistentemente v gritando. Marveldio un grito de terror.

-¿Quién va? -preguntó el policía-. Quiénestá ahí?

Marvel, entonces, se lanzó contra lospaneles, creyendo que eran puertas.

-¡Me matará! Creo que tiene un cuchilloo algo parecido. ¡Por el amor de Dios!

-Por aquí-le dijo el posadero-. Venga poraquí.

Y levantó la tabla del mostrador. El señor Marvel se escondió detrás del

mostrador, mientras, fuera, las llamadas nocesaban.

-No abran la puerta -decía el señor Mar-vel-. por favor, ¡no abran la puerta! ;Dónde po-dría esconderme?

-¿Se trata del hombre invisible? -preguntó el hombre de la barba negra, que te-

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nía una mano a la espalda-. Va siendo hora deque lo veamos.

De pronto, se abrió la ventana de la po-sada. La gente iba de un lado a otro de la callecorriendo y dan(lo gritos. El policía, que habíapermanecido encima de un sillón intentandover quién llamaba a la puerta, se bajó y, ar-queando las cejas, dijo:

-Es cierto. El posadero, de pie, delante de la puerta

de la habitación en donde se había encerrado elseñor Marvel, se quedó mirando a la ventanaque había cedido; luego se acercó a los otrosdos hombres.

Y, cíe repente, todo se quedó en silencio.

-¡Ojalá tuviera m¡ porra! -dijo el policía.dirigiéndose a la puerta-. En el momento queabramos se meterá. \o hay forma de pararlo.

-No cree que tiene demasiada prisa enabrir la puerta? -dijo el cochero.

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-¡Corran los cerrojos! -dijo el hombre dela barba negra-. Y si se atreve a entrar... - y en-señó una pistola que llevaba.

-¡Eso no! -dijo el policía-. ¡Sería un ase-sinato!

-Conozco las leyes de la comarca-dijo elhombre de la barba-. Voy a apuntarle a laspiernas. Descorran los cerrojos.

-No, y menos con un revólver a mis es-paldas -dijo el posadero, mirando por encimade las cortinas.

-Está bien-dijo el hombre de la barbanegra, y, agachándose con el revólver prepara-do, los descorrió él mismo. El posadero, el co-chero y el policía se quedaron mirando.

-¡Vamos, entre! -dijo el hombre de labarba en voz baja, dando un paso atrás y que-dándose de pie, de cara a la puerta, con la pis-tola en la espalda. Pero nadie entró y la puertapermaneció cerrada. Cinco minutos después,cuando un segundo cochero asomó la cabezacuidadosamente, estaban todos todavía espe-

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rando. En ese momento apareció una cara an-siosa por detrás de la puerta de la trastienda ypreguntó:

-¿Están cerradas todas las puertas de laposada?

-Era Marvel, y continuó-: Seguro que es-tá merodeando alrededor. Es un diablo.

-¡Dios mío! -exclamó el posadero-. ¡Lapuerta de atrás! ¡óiganme! ¡Miren todas laspuertas! -Y miró a su alrededor sin esperanza.Entonces, la puerta de la trastienda se cerró degolpe y oyeron cómo echaban la llave-. ¡Tam-bién está la puerta del patio y la puerta que daa la casa! En la puerta del patio...

El posadero salió disparado del bar. Y reapareció con un cuchillo de cocina

en la mano. -La puerta del patio estaba abierta-dijo

con desolación. -Entonces, puede que ya esté dentro -

dijo el primer cochero.

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-En la cocina no está -dijo el posadero-.La he registrado palmo a palmo con este jugue-tito en la mano y, además, hay dos mujeres queno creen que haya entrado. Por lo menos, nohan notado nada extraño.

-¿Ha atrancado bien la puerta? -preguntó el primer cochero.

-No puedo estar en todo -dijo el posade-ro.

El hombre de la barba guardó la pistolay, no había acabado de hacerlo, cuando alguienbajó la tabla del mostrador y chirrió el cerrojo.Inmediatamente después se rompió el pestillode la puerta con un tremendo ruido y la puertade la trastienda se abrió de par en par. Todosoyeron chillar a Marvel como una liebre a laque han atrapado, y atravesaron corriendo elbar para acudir en su ayuda. El hombre de labarba disparó y el espejo de la trastienda cayóal suelo hecho añicos.

Cuando el posadero entró en la habita-ción, vio a Marvel que se debatía, hecho un

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ovillo, contra la puerta que daba al patio y a lacocina. La puerta se abrió mientras el posaderodudaba qué hacer y arrastraron a Marvel hastala cocina. Se oyó un grito y un ruido de cacero-las chocando unas con otras. Marvel, boca abajoy arrastrándose obstinadamente en direccióncontraria, era conducido a la fuerza hacia lapuerta de la cocina, y alguien descorrió el ce-rrojo.

En ese momento el policía, que había estadointentando sobrepasar al posadero, entró en laestancia seguido de uno de los cocheros y, alintentar sujetar la muñeca del hombre invisible,que tenía agarrado por el cuello a Marvel, reci-bió un golpe en la cara y se tambaleó, cayendode espaldas. Se abrió la puerta y Marvel hizoun gran esfuerzo para impedir que lo sacaranfuera. Entonces el cochero, agarrando algo, dijo:

-¡Ya lo tengo! Después, el posadero empezó a arañar

al hombre invisible con sus manos coloradas. -¡Aquí está! -gritó.

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El señor Marvel, que se había liberado,se tiró al suelo, e intentó escabullirse entre laspiernas de los hombres que se estaban pelean-do. La lucha continuaba al lado del quicio de lapuerta, y, por primera vez, se pudo escuchar lavoz del hombre invisible, que lanzó un gritocuando el policía le dio un pisotón. El hombreinvisible siguió gritando, mientras repartía pu-ñetazos a diestro y siniestro, dando vueltas. Elcochero también gritó en ese momento y sedobló. Le acababan de dar un golpe debajo deldiafragma. Mientras tanto se abrió la puerta dela cocina que daba a la trastienda y, por ella,escapó el señor Marvel. Después, los hombresque seguían luchando en la cocina se dieroncuenta de que estaban dando golpes al aire.

-¿Dónde se ha ido? -gritó el hombre dela barba-. ¿Se ha escapado?

-Se ha ido por aquí -dijo el policía, sa-liendo al patio y quedándose allí, parado.

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Un trozo de teja le pasó rozando la ca-beza y se estrelló contra los platos que había enla mesa.

-¡Ya le enseñaré yo! -gritó el hombre dela barba negra, y asomó un cañón de acero porencima del hombro del policía, y disparó cincoveces seguidas en dirección al lugar de dondehabía venido la teja. Mientras disparaba, elhombre de la barba describió un círculo con elbrazo, de manera que los disparos llegaron adiferentes puntos del patio.

Acto seguido, se hizo el silencio. -Cinco balas -dijo el hombre de la barba-

. Es lo mejor. Cuatro ases y el comodín. Quealguien me traiga una linterna para buscar elcuerpo.

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CAPÍTULO XVIIEl doctor Kemp recibe una visita

El doctor Kemp había continuado escri-biendo en su estudio hasta que los disparos lehicieron levantarse de la silla. Se oyeron losdisparos uno tras otro.

-¡Vaya! -dijo el doctor Kemp, volviéndo-se a colocar la pluma en la boca y prestandoatención-. ¿Quién habrá permitido pistolas enBurdock? ¿Qué estarán haciendo esos idiotasahora?

Se dirigió a la ventana que daba al sur,la abrió y se asomó. Al hacerlo, vio la hilera deventanas con luz, las lámparas de gas encendi-das y las luces de las casas con sus tejados ypatios negros, que componían la ciudad de no-che.

-Parece que hay gente en la parte deabajo de la colina -dijo-, en la posada.

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Y se quedó allí, mirando. Entonces susojos se dirigieron mucho más allá, para fijarseen las luces de los barcos y en el resplandor delembarcadero, un pequeño pabellón iluminado,como una gema amarilla.

La luna, en cuarto creciente, parecía estarcolgada encima de la colina situada en el oeste,y las estrellas, muy claras, tenían un brillo casitropical.

Pasados cinco minutos, durante los cua-les su mente había estado haciendo especula-ciones remotas sobre las condiciones sociales enel futuro y había perdido la noción del tiempo,el doctor Kemp, con un suspiro, cerró la venta-na y volvió a su escritorio.

Una hora más tarde, llamaron al timbre.Había estado escribiendo con torpeza y conintervalos de abstracción desde que sonaran losdisparos. Se sentó a escuchar. Oyó cómo la mu-chacha contestaba a la llamada y esperó suspasos en la escalera, pero la muchacha no vino.

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-Me pregunto quién podría ser -dijo eldoctor Kemp.

Intentó acabar el trabajo, pero no pudo.Se levantó y bajó al descansillo de la escalera,tocó el timbre del servicio y se asomó a la ba-randilla para llamar a la muchacha en el mo-mento en que ésta aparecía en el vestíbulo.

-¿Era una carta? -le preguntó. -No. Alguien debió llamar y salió co-

rriendo, señor -contestó ella. «No sé qué me pasa esta noche, estoy in-

tranquilo»,se dijo. Volvió al estudio y, esta vez,se dedicó al trabajo con ahínco. Al cabo de unrato estaba absorto por completo en su trabajo.Los únicos ruidos que se oían en toda la habita-ción eran el tic-tac del reloj y el rascar de lapluma sobre el papel; la única luz era la de unalámpara, que daba directamente sobre su mesade trabajo.

Eran las dos de la madrugada cuando eldoctor Kemp terminó su trabajo. Se levantó,bostezó y bajó para irse a dormir. Se había qui-

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tado la chaqueta y el chaleco, y sintió que teníased. Cogió una vela y bajó al comedor paraprepararse un güisqui con soda.

La profesión del doctor Kemp lo habíaconvertido en un hombre muy observador y,cuando pasó de nuevo por el vestíbulo, devuelta a su habitación, se dio cuenta de quehabía una mancha oscura en el linóleo, al ladodel felpudo que había a los pies de la escalera.Siguió por las escaleras y, de repente, se le ocu-rrió pensar qué sería aquella mancha. Aparen-temente, algo en su subconsciente se lo estabapreguntando. Sin pensarlo dos veces, dio mediavuelta y volvió al vestíbulo con el vaso en lamano. Dejó el güisqui con soda en el suelo, searrodilló y tocó la mancha. Sin sorprenderse, sepercató de que tenía el tacto y el color de lasangre cuando se está secando.

El doctor Kemp cogió otra vez el vaso ysubió a su habitación, mirando alrededor e in-tentando buscar una explicación a aquella man-cha de sangre. Al llegar al descansillo de la es-

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calera, se detuvo muy sorprendido. Había vistoalgo. El pomo de la puerta de su propia habita-ción estaba manchado de sangre. Se miró lamano y estaba limpia. Entonces recordó quehabía abierto la puerta de su habitación cuandobajó del estudio y, por consiguiente, no habíatocado el pomo. Entró en la habitación con elrostro bastante sereno, quizá con un poco másde decisión de lo normal. Su mirada inquisitivalo primero que vio fue la cama. La colcha esta-ba llena de sangre y habían vuelto las sábanas.No se había dado cuenta antes, porque se habíadirigido directamente al tocador. La ropa de lacama estaba hundida, como si alguien, reciente-mente, hubiese estado sentado allí.

Después tuvo la extraña impresión deoír a alguien que le decía en voz baja: «¡Cielosanto! ¡Es Kemp!» Pero el doctor Kemp no creíaen las voces.

El doctor Kemp se quedó allí, de pie,mirando las sábanas revueltas. ¿Aquello habíasido una voz? Miró de nuevo a su alrededor,

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pero no vio nada raro, excepto la cama desor-denada y manchada de sangre. Entonces, oyóclaramente que algo se movía en la habitación,cerca del lavabo. Sin embargo, todos los hom-bres, incluso los más educados, tienen algo desupersticiosos. Lo que generalmente se llamamiedo se apoderó entonces del doctor Kemp.Cerró la puerta de la habitación, se dirigió altocador y dejó allí el vaso. De pronto, sobresal-tado, vio, entre él y el tocador, un trozo de ven-da de hilo, enrollada y manchada de sangre,suspendida en el aire.

Se quedó mirando el fenómeno, sor-prendido. Era un vendaje vacío. Un vendajebien hecho, pero vacío. Cuando iba a aventu-rarse a tocarlo, algo se lo impidió y una voz ledijo desde muy cerca:

-¡Kemp! -¿Qué...? -dijo Kemp, con la boca abier-

ta. -No te pongas nervioso -dijo la voz-. Soy

un hombre invisible.

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Durante un rato, Kemp no contestó,simplemente miraba el vendaje.

-Un hombre invisible -repitió la voz. La historia que aquella mañana él había

ridiculizado, volvía ahora a la mente de Kemp.En ese momento, no parecía estar ni muy asus-tado ni demasiado asombrado. Kemp se termi-nó de dar cuenta mucho más tarde.

-Creí que todo era mentira -dijo. En loúnico que pensaba era en lo que había dichoaquella mañana-. ¿Lleva usted puesta una ven-da? -preguntó.

-Sí -dijo el hombre invisible. -¡Oh! -dijo Kemp, dándose cuenta de la

situación-. ¿Qué estoy diciendo? -continuó-.Esto es una tontería. Debe tratarse de algúntruco.

Dio un paso atrás y, al extender la manopara tocar el vendaje, se topó con unos dedosinvisibles. Retrocedió, al tocarlos, y su caracambió de color.

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-¡Tranquilízate, Kemp, por el amor deDios! Necesito que me ayudes. Para, por favor.

Le sujetó el brazo con la mano y Kempla golpeó.

-¡Kemp! -gritó la voz-. ¡Tranquilízate,Kemp! -repitió sujetándole con más fuerza.

A Kemp le entraron unas ganas frenéti-cas de liberarse de su opresor. La mano delbrazo vendado le agarró el brazo y, de repente,sintió un fuerte empujón, que le tiró encima dela cama. Intentó gritar, pero le metieron unapunta de la sábana en la boca. El hombre invi-sible le tenía inmovilizado con todas sus fuer-zas, pero Kemp tenía los brazos libres e intenta-ba golpear con todas sus fuerzas.

-¿Me dejarás que te explique todo deuna vez? -le dijo el hombre invisible, sin soltar-le, a pesar del puñetazo que recibió en las costi-llas-. ¡Déjalo ya, por Dios, o acabarás hacién-dome cometer una locura! ¿Todavía crees quees una mentira, eh, loco? -gritó el hombre invi-sible al oído de Kemp.

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Kemp siguió debatiéndose un instantehasta que, finalmente, se estuvo quieto.

-Si gritas, te romperé la cara-dijo elhombre invisible, destapándole la boca-. Soy unhombre invisible. No es ninguna locura ni tam-poco es cosa de magia. Soy realmente un hom-bre invisible. Necesito que me ayudes. No megustaría hacerte daño, pero, si sigues compor-tándote como un palurdo, no me quedará másremedio. ¿No me recuerdas, Kemp? Soy Grif-fin, del colegio universitario.

-Deja que me levante -le pidió Kemp-.No intentaré hacerte nada. Deja que me tran-quilice.

Kemp se sentó y se llevó la mano al cue-llo.

-Soy Griffin, del colegio universitario.Me he vuelto invisible. Sólo soy un hombrecomo otro cualquiera, un hombre al que tú hasconocido, que se ha vuelto invisible.

-¿Griffin? -preguntó Kemp.

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-Sí, Griffin -contestó la voz-. Un estu-diante más joven que tú, casi albino, de unoochenta de estatura, bastante fuerte, con la cararosácea y los ojos rojizos... Soy aquél que ganóla medalla en química.

-Estoy aturdido -dijo Kemp-. Me estoyhaciendo un lío. ¿Qué tiene que ver todo estocon Griffin?

-¿No lo entiendes? ¡Yo soy Griffin! -¡Es horrible! -dijo Kemp, y añadió-: Pe-

ro, ¿qué demonios hay que hacer para que unhombre se vuelva invisible?

-No hay que hacer nada, es un procesológico y fácil de comprender.

-¡Pero es horrible! -dijo Kemp-. ¿Có-mo...?

-¡Ya sé que es horrible! Pero ahora estoyherido, tengo muchos dolores y estoy cansado.¡Por el amor de Dios, Kemp! Tú eres un hombrebueno. Dame algo de comer y algo de beber ydéjame que me siente aquí.

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Kemp miraba cómo se movía el vendajepor la habitación y después vio cómo arrastrabauna silla hasta la cama. La silla crujió y por lomenos una cuarta parte del asiento se hundió.Kemp se restregó los ojos y se volvió a llevar lamano al cuello.

-Esto acaba con los fantasmas-dijo, y serió estúpidamente.

-Así está mejor. Gracias a Dios, te vashaciendo a la idea.

-O me estoy volviendo loco -dijo Kemp,frotándose los ojos con los nudillos.

-¿Puedo beber un poco de güisqui? Memuero de sed.

-Pues a mí no me da esa impresión.¿Dónde estás? Si me levanto, podría chocarcontigo. ¡Ya está! Muy bien. ¿Un poco de güis-qui? Aquí tienes. ¿Y, ahora, cómo te lo doy?

La silla crujió y Kemp sintió que le qui-taban el vaso de la mano. Él soltó el vasohaciendo un esfuerzo, pues su instinto lo em-pujaba a no hacerlo. El vaso se quedó en el aire

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a unos centímetros por encima de la silla. Kempse le quedó mirando con infinita perplejidad.

-Esto es... esto tiene que ser hipnotismo.Me has debido hacer creer que eres invisible.

-No digas tonterías -dijo la voz. -Es una locura. -Escúchame un momento. -Yo -comenzó Kemp- concluía esta ma-

ñana demostrando que la invisibilidad... -¡No te preocupes de lo que demostras-

te!... Estoy muerto de hambre -dijo la voz-, y lanoche es... fría para un hombre que no llevanada encima.

-¿Quieres algo de comer? -preguntóKemp.

El vaso de güisqui se inclinó. -Sí -dijo el hombre invisible bebiendo un

poco-. ¿Tienes una bata? Kemp comentó algo en voz baja. Se di-

rigió al armario y sacó una bata de color rojooscuro.

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-¿Te vale esto? -preguntó, y se lo arreba-taron. La prenda permaneció un momento co-mo colgada en el aire, luego se aireó misterio-samente, se abotonó y se sentó en la silla.

-Algo de ropa interior, calcetines y unaszapatillas me vendrían muy bien -dijo el hom-bre invisible-. Ah, y comida también.

-Lo que quieras, pero ¡es la situaciónmás absurda que me ha ocurrido en mi vida!

Kemp abrió unos cajones para sacar lascosas que le habían pedido y después bajó aregistrar la despensa. Volvió con unas chuletasfrías y un poco de pan. Lo colocó en una mesa ylo puso ante su invitado.

-No te preocupes por los cubiertos -dijoel visitante, mientras una chuleta se quedó en elaire, y oía masticar.

-¡Invisible! -dijo Kemp, y se sentó en unasilla.

-Siempre me gusta ponerme algo enci-ma antes de comer -dijo el hombre invisible con

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la boca llena, comiendo con avidez-. ¡Es unamanía!

- Imagino que lo de la muñeca no es nadaserio -dijo Kemp.

-No --dijo el hombre invisible. -Todo esto es tan raro y extraordinario...

-Cierto. Pero es más raro que me colaraen tu casa para buscar una venda. Ha sido miprimer golpe de suerte. En cualquier caso,pienso quedarme a dormir esta noche. ¡Tendrásque soportarme! Es una molestia toda esa san-gre por ahí, ¿no crees? Pero me he dado cuentade que se hace visible cuando se coagula. Llevoen la casa tres horas.

-Pero, ¿cómo ha ocurrido? -empezóKemp con tono desesperado-. ¡Estoy confundi-do! Todo este asunto no tiene sentido.

-Pues es bastante razonable-dijo elhombre invisible-. Perfectamente razonable.

El hombre invisible alcanzó la botella degüisqui. Kemp miró cómo la bata se la bebía.

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Un rayo de luz entraba por un roto que habíaen el hombro derecho, y formaba un triángulode luz con las costillas de su costado izquierdo.

-Y ¿qué eran esos disparos? -preguntó-.¿Cómo empezó todo?

-Empezó porque un tipo, completamen-te loco, una especie de cómplice mío, ¡malditasea!, intentó robarme el dinero. Y es lo que hahecho.

-¿Es también invisible? -No. -¿Y qué más? -¿Podría comer algo más antes de con-

tártelo todo? Estoy hambriento y me duele todoel cuerpo, y ¡encima quieres que te cuente mihistoria!

Kemp se levantó. -¿Fuiste tú el que disparó? -preguntó. -No, no fui yo -dijo el visitante-. Un loco

al que nunca había visto empezó a disparar alazar. Muchos tenían miedo, y todos me temían.

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¡Malditos! ¿Podrías traerme algo más de comer,Kemp?

-Voy a bajar a ver si encuentro algo másde comer -dijo Kemp-. Pero me temo que nohaya mucho. Después de comer, y comió mu-chísimo, el hombre invisible pidió un puro.Antes de que Kemp encontrara un cuchillo, elhombre invisible había mordido el extremo delpuro de manera salvaje, y lanzó una maldiciónal desprenderse, por el mordisco, la capa exte-rior del puro. Era extraño verlo fumar; la boca,la garganta, la faringe, los orificios de la narizse hacían visibles con el humo.

-¡Fumar es un placer! -decía mientraschupaba el puro-. ¡Qué suerte he tenido cayen-do en tu casa, Kemp! Tienes que ayudarme.¡Qué coincidencia haber dado contigo! Estoy enun apuro. Creo que me he vuelto loco. ¡Si su-pieras en todo lo que he estado pensando! Perotodavía podemos hacer cosas juntos. Déjameque te cuente...

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El hombre invisible se echó un poco másde güisqui con soda. Kemp se levanto, echó unvistazo alrededor y trajo un vaso para él de lahabitación contigua.

-Es todo una locura, pero imagino quetambién puedo echar un trago contigo.

-No has cambiado mucho en estos doceaños, Kemp. ¡Nada! Sigues tan frío y metódi-co... Como te decía, ¡tenemos que trabajar jun-tos!

-Pero, ¿cómo ocurrió todo? -insistióKemp-. ¿Cómo te volviste invisible?

-Por el amor de Dios, déjame fumar enpaz un rato. Después te lo contaré todo.

Pero no se lo contó aquella noche. Lamuñeca del hombre invisible iba de mal enpeor. Le subió la fiebre, estaba exhausto. En esemomento volvió a recordar la persecución porla colina y la pelea en la posada. A ratos habla-ba de Marvel, luego se puso a fumar muchomás deprisa y en su voz se empezó a notar elenfado. Kemp intentó unirlo todo como pudo.

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-Tenía miedo de mí, yo notaba que metemía -repetía una y otra vez el hombre invisi-ble-. Quería librarse de mí, siempre le rondabaesa idea. ¡Qué tonto he sido!

-¡Qué canalla! -Debí haberlo matado. -¿De dónde sacaste el dinero? -

interrumpió Kemp. El hombre invisible guardó silencio an-

tes de contestar. -No te lo puedo contar esta noche -le di-

jo. De repente se oyó un gemido. El hom-

bre invisible se inclinó hacia adelante agarrán-dose con manos invisibles su cabeza invisible.

-Kemp -dijo-, hace casi tres días que noduermo, quitando un par de cabezadas de unahora más o menos. Necesito dormir.

-Está bien, quédate en mi habitación, enesta habitación.

-¿Pero cómo voy a dormir? Si me duer-mo, se escapará. Aunque, ¡qué más da!

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-¿Es grave esa herida? -preguntó Kemp. -No, no es nada, sólo un rasguño y san-

gre. ¡Oh, Dios! ¡Necesito dormir! -¿Y por qué no lo haces? El hombre invisible pareció quedarse

mirando a Kemp. -Porque no quiero dejarme atrapar por

ningún hombre -dijo lentamente. Kemp dio un respingo. -¡Pero qué tonto soy! -dijo el hombre in-

visible dando un golpe en la mesa-. Te acabo dedar la idea.

CAPÍTULO XVIIIEl hombre invisible duerme

Exhausto y herido como estaba, el hom-bre invisible rechazó la palabra que Kemp ledaba, asegurándole que su libertad sería res-petada en todo momento. Examinó las dos ven-

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tanas de la habitación, subió las persianas yabrió las hojas de las mismas para confirmar,como le había dicho Kemp, que podía escaparpor ellas. Fuera, era una noche tranquila y laluna nueva se estaba poniendo en la colina.Después examinó las llaves del dormitorio y lasdos puertas del armario para convencerse de laseguridad de su libertad. Y, por fin, se quedósatisfecho. Estuvo un rato de pie, al lado de lachimenea, y Kemp oyó como un bostezo.

-Siento mucho -empezó el hombre invi-sible- no poderte contar todo esta noche, peroestoy agotado. No cabe duda de lo grotesco delcaso. ¡Es algo horrible! Pero, créeme, Kemp, esposible. Yo mismo he hecho el descubrimiento.En un principio quise guardar el secreto, perome he dado cuenta de que no puedo. Necesitotener un socio. Y tú..., podemos hacer tantascosas juntos... Pero mañana. Ahora Kemp, creoque, si no duermo un poco, me moriré.

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Kemp, de pie en el centro de la habita-ción, se quedó mirando a toda aquella ropa sincabeza.

-Imagino que ahora tendré que dejarte -dijo-. Es increíble. Otras tres cosas más comoésta, que cambien todo lo que yo creía, y mevuelvo completamente loco. Pero ¡esto es real!¿Necesitas algo más de mí?

-Sólo que me des las buenas noches -ledijo Griffin.

-Buenas noches -dijo Kemp, mientras es-trechaba una mano invisible. Después, se diri-gió directamente a la puerta y la bata salió co-rriendo detrás de él.

-Escúchame bien -le dijo la bata-. No in-tentes poner ninguna traba y no intentes captu-rarme o, de lo contrario...

Kemp cambió de expresión. -Creo que te he dado mi palabra -dijo. Kemp cerró la puerta detrás de él con

toda suavidad. Nada más hacerlo, echaron lallave. Después, mientras la expresión de asom-

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bro todavía podía leerse en el rostro de Kemp,se oyeron unos pasos rápidos, que se dirigieronal armario y también echó la llave. Kemp se diouna palmada en la frente: «¿Estaré soñando?¿El mundo se ha vuelto loco o, por el contrario,yo me he vuelto loco?»

Acto seguido se echó a reír y puso unamano en la puerta cerrada: «¡Me han echado demi dormitorio por algo completamente absur-do!», dijo.

Se acercó a la escalera y miró las puertascerradas. « ¡Es un hecho! », dijo, tocándose conlos dedos el cuello dolorido. «Un hecho inne-gable, pero...». Sacudió la cabeza sin esperanzaalguna, se dio la vuelta y bajó las escaleras.

Kemp encendió la lámpara del comedor,sacó un puro y se puso a andar de un lado paraotro por la habitación, haciendo gestos. De vezen cuando se ponía a discutir consigo mismo.

«¡Es invisible! »¿Hay algo tan extraño como un animal

invisible? En el mar, sí. ¡Hay miles, incluso mi-

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llones! Todas las larvas, todos los seres micros-cópicos, las medusas. ¡En el mar hay muchasmás cosas invisibles que visibles! Nunca se mehabía ocurrido. ¡Y también en las charcas! To-dos esos pequeños seres que viven en ellas, to-das las partículas transparentes, que no tienencolor. ¿Pero en el aire? ¡Por supuesto que no!

»No puede ser. »Pero... después de todo... ¿Por qué no

puede ser? »Si un hombre estuviera hecho de vi-

drio, también sería invisible». A partir de ese momento, pasó a especu-

laciones mucho más profundas. Antes de quevolviera a decir una palabra, la ceniza de trespuros se había extendido por toda la alfombra.Después, se levantó de su sitio, salió de la habi-tación y se dirigió a la sala de visitas, dondeencendió una lámpara de gas. Era una habita-ción pequeña, porque el doctor Kemp no reci-bía visitas y allí era donde tenía todos los pe-riódicos del día. El periódico de la mañana es-

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taba tirado y descuidadamente abierto. Lo co-gió, le dio la vuelta y empezó a leer el relatosobre el «Extraño suceso en Iping», que el ma-rinero de Port Stowe le había contado a Marvel.Kemp lo leyó rápidamente.

-¡Embozado! -dijo Kemp-. ¡Disfrazado!¡Ocultándose! Nadie debía darse cuenta de sudesgracia. ¿A qué diablos está jugando?

Soltó el periódico y sus ojos siguieron bus-cando otro.

-¡Ah! -dijo y cogió el St. James Gazette,que estaba intacto, como cuando llegó-. Ahoranos acercaremos a la verdad -dijo Kemp. Teníael periódico abierto y a dos columnas. El títuloera: «Un pueblo entero de Sussex se vuelveloco».

-¡Cielo santo! -dijo Kemp, mientras leíael increíble artículo sobre los acontecimientosque habían tenido lugar en Iping la tarde ante-rior, que ya hemos descrito en su momento. Elartículo del periódico de la mañana se reprodu-cía íntegro en la página siguiente.

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Kemp volvió a leerlo. «Bajó corriendo lacalle dando golpes a diestro y siniestro. Jaffersquedó sin sentido. El señor Huxter, con un do-lor impresionante, todavía no puede describirlo que vio. El vicario completamente humilla-do. Una mujer enferma por el miedo que pasó.Ventanas rotas. Pero esta historia debe ser unacompleta invención. Demasiado buena para nopublicarla».

Soltó el periódico y se quedó mirandoadelante, sin ver nada realmente.

-¡Tiene que ser una invención! Volvió a coger el periódico y lo releyó

todo. -Pero, ¿en ningún momento citan al va-

gabundo? ¿Por qué demonios iba persiguiendoa un vagabundo?

Después de hacerse estas preguntas, sedejó caer en su sillón de cirujano.

-No sólo es invisible -se dijo-, ¡tambiénestá loco! ¡Es un homicida!

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Cuando aparecieron los primeros rayosde luz que se mezclaron con la luz de la lámpa-ra de gas y el humo del comedor, Kemp seguíadando vueltas por la habitación, intentandocomprender aquello que todavía le parecía in-creíble.

Estaba demasiado excitado para poderdormir. Por la mañana, los sirvientes, todavíapresa del sueño, lo encontraron allí y achacaronsu estado a la excesiva dedicación al estudio.Entonces, les dio instrucciones explícitas de queprepararan un desayuno para dos personas y lollevaran al estudio. Luego les dijo que se que-daran en la planta baja y en el primer piso. To-das estas instrucciones les parecieron raras.Acto seguido, siguió paseándose por la habita-ción hasta que llegó el periódico de la mañana.En él se comentaba mucho, pero se decían muypocas cosas nuevas del asunto, aparte de laconfirmación de los sucesos de la noche ante-rior, y un artículo, muy mal escrito, sobre unsuceso extraordinario ocurrido en Port Bur-

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dock. Era el resumen que Kemp necesitaba so-bre lo ocurrido en el Jolly Cricketers; ahora yaaparecía el nombre de Marvel. «Me obligó aestar a su lado durante veinticuatro horas»,testificaba Marvel. Se añadían también algunoshechos de menor importancia en la historia deIping, destacando el corte de los hilos del telé-grafo del pueblo. Pero no había nada que arro-jase nueva luz sobre la relación entre el hombreinvisible y el vagabundo, ya que el señor Mar-vel no había dicho nada sobre los tres libros nisobre el dinero que llevaba encima. La atmósfe-ra de incredulidad se había disipado y muchosperiodistas y curiosos se estaban ocupando deltema.

Kemp leyó todo el artículo y envió des-pués a la muchacha a buscar todos los periódi-cos de la mañana que encontrara. Los devorótodos.

-¡Es invisible! -dijo-. Y está pasando detener rabia a convertirse en un maniático. ¡Y lacantidad de cosas que puede hacer y que ha

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hecho! Y está arriba, tan libre como el aire.¿Que podría hacer yo? Por ejemplo, ¿sería faltara mi palabra si ...? ¡No, no puedo!

Se dirigió a un desordenado escritorioque había

en una esquina de la habitación y anotó algo.Rompió lo que había empezado a escribir yescribió una nota nueva. Cuando terminó laleyó y consideró que estaba bien. Después lametió en un sobre y lo dirigió al «Coronel Ad-ye, Port Burdock».

El hombre invisible se despertó, mien-tras Kemp escribía la nota. Se despertó de malhumor, y Kemp, que estaba alerta a cualquierruido, oyó sus pisadas arriba y cómo estas ibande un lado para otro por toda la habitación.Después oyó cómo se caía al suelo una silla y,más tarde, el lavabo. Kemp, entonces, subió co-rriendo las escaleras y llamó a la puerta.

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CAPÍTULO XIXAlgunos principios fundamentales

-¿Qué está pasando aquí? -preguntóKemp, cuando el hombre invisible le abrió lapuerta.

-Nada -fue la respuesta. -Pero, ¡maldita sea! ¿Y esos golpes? -Un arrebato -dijo el hombre invisible-.

Me olvidé de mi brazo y me duele mucho. -¿Y estás siempre expuesto a que te ocu-

rran esas cosas? -Sí. Kemp cruzó la habitación y recogió los

cristales de un vaso roto. -Se ha publicado todo lo que has hecho -

dijo Kemp, de pie, con los cristales en la mano-.Todo lo que pasó en Iping y lo de la colina. Elmundo ya conoce la existencia del hombre invi-sible. Pero nadie sabe que estás aquí.

El hombre invisible empezó a maldecir.

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-Se ha publicado tu secreto. Imagino queun secreto es lo que había sido hasta ahora. Noconozco tus planes, pero, desde luego, estoyansioso por ayudarte.

El hombre invisible se sentó en la cama.

-Tomaremos el desayuno arriba -dijoKemp con calma, y quedó encantado al vercómo su extraño invitado se levantaba de lacama bien dispuesto. Kemp abrió camino por laestrecha escalera que conducía al mirador.

-Antes de que hagamos nada más -le di-jo Kemp-, me tienes que explicar con detalle elhecho de tu invisibilidad.

Se había sentado, después de echar unvistazo, nervioso, por la ventana, con la inten-ción de mantener una larga conversación. Perolas dudas sobre la buena marcha de todo aquelasunto volvieron a desvanecerse, cuando se fijóen el sitio donde estaba Griffin: una bata sinmanos y sin cabeza, que, con una servilleta que

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se sostenía milagrosamente en el aire, se lim-piaba unos labios invisibles.

-Es bastante simple y creíble -dijo Grif-fin, dejando a un lado la servilleta y dejandocaer la cabeza invisible sobre una mano invisi-ble también.

-Sin duda, sobre todo para ti, pero... -dijo Kemp, riéndose.

-Sí, claro; al principio, me pareció algomaravilloso. Pero ahora... ¡Dios mío! ¡¿Todavíapodemos hacer grandes cosas! Empecé con es-tas cosas, cuando estuve en Chesilstowe.

-¿Cuando estuviste en Chesilstowe? -Me fui allí tras dejar Londres. ¿Sabes

que dejé medicina para dedicarme a la física,no? Bien, eso fue lo que hice. La luz. La luz mefascinaba.

-Ya. -¡La densidad óptica! Es un tema plaga-

do de enigmas. Un tema cuyas soluciones se teescapan de las manos. Pero, como tenía veinti-dós años y estaba

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lleno de entusiasmo, me dije: a esto dedicarémi vida. Merece la pena. Ya sabes lo locos queestamos a los veintidós años.

-Lo éramos entonces y lo somos ahora -dijo Kemp-. ¡Como si saber un poco más fuerauna satisfacción para el hombre!

-Me puse a trabajar como un negro. Nollevaba ni seis meses trabajando y pensandosobre el tema, cuando descubrí algo sobre unade las ramas de mi investigación. ¡Me quedédeslumbrado! Descubrí un principio funda-mental sobre pigmentación y refracción, unafórmula, una expresión geométrica que incluíacuatro dimensiones. Los locos, los hombresvulgares, incluso algunos matemáticos vulga-res, no saben nada de lo que algunas expresio-nes generales pueden llegar a significar para unestudiante de física molecular. En los libros,ésos que el vagabundo ha escondido, hay escri-tas maravillas, milagros. Pero esto no era unmétodo, sino una idea que conduciría a un mé-todo, a través del cual sería posible, sin cambiar

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ninguna propiedad de la materia, excepto, aveces, los colores, disminuir el índice de refrac-ción de una sustancia, sólida o líquida, hastaque fuese igual al del a¡ re, todo esto, en lo queconcierne a propósitos prácticos.

-¡Eso es muy raro! -dijo Kemp-. Todavíano lo tengo muy claro. Entiendo que de esamanera se puede echar a perder una piedrapreciosa, pero tanto como llegar a conseguir lainvisibilidad de las personas...

-Precisamente -dijo Griffin-. Recapacita.La visibilidad depende de la acción que loscuerpos visibles ejercen sobre la luz. Déjameque te exponga los hechos como si no los cono-cieras. Así me comprenderás mejor. Sabes queun cuerpo absorbe la luz, o la refleja, o la refrac-ta, o hace las dos cosas al mismo tiempo. Pero,si ese cuerpo ni la refleja, ni la refracta, ni ab-sorbe la luz, no puede ser visible. Imagínate,por ejemplo, una caja roja y opaca; tú la vesroja, porque el color absorbe parte de la luz yrefleja todo el resto, toda la parte de la luz que

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es de color rojo, y eso es lo que tú ves. Si noabsorbe ninguna porción de luz, pero la reflejatoda, verás entonces una caja blanca brillante.¡Una caja de plata! Una caja de diamantes noabsorbería mucha luz ni tampoco reflejaría de-masiado en la superficie general, sólo en de-terminados puntos, donde la superficie fuerafavorable, se reflejaría y refractaría, de maneraque tú tendrías ante ti una caja llena de reflejosy transparencias brillantes, una especie de es-queleto de la luz. Una caja de cristal no seríatan brillante ni podría verse con tanta nitidezcomo una caja de diamantes, porque habríamenos refracción y menos reflexión. ¿Lo en-tiendes? Desde algunos puntos determinadostú podrías ver a través de ella con toda clari-dad. Algunos cristales son más visibles queotros. Una caja de cristal de roca siempre esmás brillante que una caja de cristal normal, delque se usa para las ventanas. Una caja de cristalcomún muy fino sería difícil de ver, si hay pocaluz, porque absorbería muy poca luz y, por

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tanto, no habría apenas refracción o reflexión.Si metes una lámina de cristal común blanco enagua o, lo que es mejor, en un líquido más den-so que el agua, desaparece casi por completo,porque no hay apenas refracción o reflexión enla luz que pasa del agua al cristal; a veces, in-cluso, es nula. Es casi tan imposible de ver co-mo un chorro de gas de hulla o de hidrógenoen el aire. ¡Y, precisamente, por esa misma ra-zón...!

-Claro -dijo Kemp-, eso lo sabe todo elmundo.

-Existe otro hecho que también sabrás.Si se rompe una lámina de cristal y se convierteen polvo, se hace mucho más visible en el aire;se convierte en un polvo blanco opaco. Esto esasí, porque, al ser polvo, se multiplican las su-perficies en las que tiene lugar la refracción y lareflexión. En la lámina de cristal hay solamentedos superficies; sin embargo, en el polvo, la luzse refracta o se refleja en la superficie de cadagrano que atraviesa. Pero, si ese polvillo blanco

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se introduce en el agua, desaparece al instante.El polvo de cristal y el agua tienen, más o me-nos, el mismo índice de refracción, la luz sufremuy poca refracción o reflexión al pasar de unoa otro elemento. El cristal se hace invisible, si lointroduces en un líquido o en algo que tenga,más o menos, el mismo índice de refracción;algo que sea transparente se hace invisible, si selo introduce en un medio que tenga un índicede refracción similar al suyo. Y, si te paras apensarlo un momento, verías que el polvo decristal también se puede hacer invisible, si suíndice de refracción pudiera hacerse igual al delaire; en ese caso, tampoco habría refracción oreflexión al pasar de un medio a otro.

-Sí, sí, claro-dijo Kemp-, pero ¡un hom-bre no está hecho de polvo de cristal!

-No -contestó Griffin-, ¡porque es toda-vía más transparente!

-¡Tonterías! -¿Y eso lo dice un médico? ¡Qué pronto

nos olvidamos de todo! ¿En tan sólo diez años

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has olvidado todo lo que aprendiste sobre físi-ca? Piensa en todas las cosas que son transpa-rentes y que no lo parecen. El papel, por ejem-plo, está hecho a base de fibras transparentes, yes blanco y opaco por la misma razón que lo esel polvo de cristal. Mételo en aceite, llena losintersticios que hay entre cada partícula conaceite, para que sólo haya refracción y reflexiónen la superficie, y éste se volverá igual detransparente que el cristal. Y no solamente elpapel, también la fibra de algodón, la fibra dehilo, la de lana, la de madera y la de los huesos,Kemp, y la de la carne, Kemp, y la del cabello,Kemp, y las de las uñas y los nervios, Kemp,todo lo que constituye el hombre, excepto elcolor rojo de su sangre y el pigmento oscuro delcabello, está hecho de materia transparente eincolora. Es muy poco lo que permite que nospodamos ver los unos a los otros. En su mayorparte, las fibras de cualquier ser vivo no sonmás opacas que el agua.

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-¡Dios mío! -gritó Kemp-. ¡Claro que sí,desde luego! ¡Y yo esta noche no podía pensarmás que en larvas y en medusas!

-¡Estás empezando a comprender! Yohabía estado pensando en todo esto un añoantes de dejar Londres, hace seis años. Pero nose lo dije a nadie. Tuve que realizar mi trabajoen condiciones pésimas. Oliver, mi profesor deUniversidad, era un científico sin escrúpulos,un periodista por instinto, un ladrón de ideas.¡Siempre estaba fisgoneando! Ya conoces lopicaresco del mundo de los científicos. Sim-plemente decidí no publicarlo, para no dejarque compartiera mi honor. Seguí trabajando ycada vez estaba más cerca de conseguir que mifórmula sobre aquel experimento fuese unarealidad. No se lo dije a nadie, porque queríaque mis investigaciones causasen un gran efec-to, una vez que se conocieran, y, de esta forma,hacerme famoso de golpe. Me dediqué al pro-blema de los pigmentos, porque quería llenar

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algunas lagunas. Y, de repente, por casualidad,hice un descubrimiento en fisiología.

-¿Y? -El color rojo de la sangre se puede con-

vertir en blanco, es decir, incoloro, ¡sin que éstapierda ninguna de sus funciones!

Kemp, asombrado, lanzó un grito de in-credulidad. El hombre invisible se levantó yempezó a dar vueltas por el estudio.

-Haces bien asombrándote. Recuerdoaquella noche. Era muy tarde. Durante el díame molestaba aquella panda de estudiantesimbéciles, y, a veces, me quedaba trabajandohasta el amanecer. La idea se me ocurrió derepente y con toda claridad. Estaba solo, en lapaz del laboratorio, y con las luces, que brilla-ban en silencio. ¡Se puede hacer que un animal,una materia, sea transparente! « ¡Puede ser in-visible!», me dije, dándome cuenta, rápidamen-te, de lo que significaba ser un albino y poseeresos conocimientos. La idea era muy tentadora.Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a la

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ventana para mirar las estrellas. « ¡Puedo serinvisible! », me repetí a mí mismo. Hacer esosignificaba ir más allá de la magia. Entonces meimaginé, sin ninguna duda, claramente, lo quela invisibilidad podría significar para el hom-bre: el misterio, el poder, la libertad. En aquelmomento, no vi ninguna desventaja. ¡Tan sólohabía que pensar! Y yo, que no era más que unpobre profesor que enseñaba a unos locos en uncolegio de provincias, podría, de pronto, con-vertirme en... eso. Y ahora te pregunto, Kemp,si tú o cualquiera no se habría lanzado a de-sarrollar aquella investigación. Trabajé durantetres años y cada dificultad con la que tropezabatraía consigo, como mínimo, otra. ¡Y había tan-tísimos detalles! Y debo añadir cómo me exas-peraba mi profesor, un profesor de provincias,que siempre estaba fisgoneando. «¿Cuándo vaa publicar su trabajo?», era la pregunta conti-nua. ¡Y los estudiantes, y los medios tan esca-sos! Durante tres años trabajé en esas circuns-tancias... Y después de tres años de trabajar en

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secreto y con desesperación, comprendí que eraimposible terminar mis investigaciones... Impo-sible.

-¿Por qué? -preguntó Kemp. -Por el dinero -dijo el hombre invisible,

mirando de nuevo por la ventana. De pronto,se volvió-. Robé a mi padre. Pero el dinero noera suyo y se pegó un tiro.

CAPÍTULO XXEn la casa de Great Portland Street

Durante un momento Kemp se quedósentado en silencio, mirando a la figura sin ca-beza, de espaldas a la ventana. Después,habiéndosele pasado algo por la cabeza, se le-vantó, agarró al hombre invisible por un brazoy lo apartó de la ventana.

-Estás cansado -le dijo-. Mientras yo sigosentado, tú no paras de dar vueltas por la habi-tación. Siéntate en mi sitio.

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Él se colocó entre Griffin y la ventanamás cercana.

Griffin se quedó un rato en silencio y,luego, de repente, siguió contando su historia:

-Cuando ocurrió esto, yo ya había deja-do mi casa de Chesilstowe. Esto fue el pasadodiciembre. Alquilé una habitación en Londres;una habitación muy grande y sin amueblar enuna casa de huéspedes, en un barrio pobre cer-ca de Great Portland Street. Llené la habitacióncon los aparatos que compré con el dinero demi padre; mi investigación se iba desarrollandocon regularidad, con éxito, incluso acercándosea su fin. Yo me sentía como el hombre que aca-ba de salir del bosque en el que estaba perdidoy que, de repente, se encuentra con que ha ocu-rrido una tragedia. Fui a enterrar a mi padre.Mi mente se centraba en mis investigaciones, yno moví un solo dedo para salvar su reputa-ción. Recuerdo el funeral, un coche fúnebrebarato, una ceremonia muy corta, aquella la-dera azotada por el viento y la escarcha y a un

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viejo compañero suyo, que leyó las oracionespor su alma: un viejo encorvado, vestido denegro, que lloraba. Recuerdo mi vuelta a la casavacía, atravesando lo que antes había sido unpueblo y estaba ahora lleno de construcciones amedio hacer, convertido en una horrible ciu-dad. Todas las calles desembocaban en camposprofanados, con montones de escombros y conuna tupida maleza húmeda. Me recuerdo a mímismo como una figura negra y lúgubre, cami-nando por la acera brillante y resbaladiza; yaquella extraña sensación de despego que sentípor la poca respetabilidad y el mercantilismosórdido de aquel lugar. No sentí pena por mipadre. Me pareció que había sido la víctima desu sentimentalismo alocado. La hipocresía so-cial requería mi presencia en el funeral, pero,en realidad, no era asunto mío. Pero, mientrasrecorría High Street, toda mi vida anterior vol-vió a mí por un instante, al encontrarme conuna chica a la que había conocido diez añosantes. Nuestras miradas se cruzaron. Algo me

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obligó a volverme y hablarle. Era una personabastante mediocre. Aquella visita a esos viejoslugares fue como un sueño. Entonces no me dicuenta de que estaba solo, de que me habíaalejado del mundo para sumergirme en la deso-lación. Advertí mi falta de compasión, pero loachaqué a la estupidez de las cosas, en general.Al volver a mi habitación, volví también a larealidad. Allí estaban todas las cosas que cono-cía y a las que amaba. Allí estaban mis aparatosy mis experimentos preparados y esperándo-me. No me quedaba nada más que una dificul-tad: la planificación de los últimos detalles.Tarde o temprano acabaré explicándote todosaquellos complicados procesos, Kemp. No te-nemos por qué tocar ese tema ahora. La mayo-ría de estos, excepto algunas lagunas que ahorarecuerdo, están escritos en clave en los librosque ha escondido el vagabundo. Tenemos queatraparlo. Tenemos que recuperar los libros.Pero la fase principal era la de colocar el objetotransparente, cuyo índice de refracción había

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que rebajar, entre dos centros que radiasen unaespecie de radiación etérea, algo que te explica-ré con mayor profundidad en otro momento.No, no eran vibraciones del tipo Rontgen. Nocreo que las vibraciones a las que me refiero sehayan descrito nunca, aunque son bastanteclaras. Necesitaba dos dinamos pequeñas, queharía funcionar con un simple motor de gas.Hice mi primer experimento con un trozo delana blanca. Fue una de las cosas más extrañasque he visto, el parpadeo de aquellos rayossuaves y blancos y después ver cómo se desva-necía su silueta como una columna de humo.Apenas podía creer que lo había conseguido.Cogí con la mano aquel vacío y allí me encontréel trozo tan sólido como siempre. Quise hacerlomás difícil y lo tiré al suelo. Pues bien, tuveproblemas para volver a encontrarlo. Entoncestuve una curiosa experiencia. Oí maullar detrásde mí y, al volverme, vi una gata blanca, flaca ymuy sucia, que estaba en el alféizar de la ven-tana. Entonces se me ocurrió una idea. «Lo ten-

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go todo preparado», me dije acercándome a laventana. La abrí y llamé a la gata con mimo.Ella se acercó ronroneando. El pobre animalestaba hambriento, y le di un poco de leche.Después se dedicó a oler por toda la habitación,evidentemente con la idea de establecerse allí.El trozo de lana invisible pareció asustarle unpoco. ¡Tenías que haberla visto con el lomocompletamente enarcado! La coloqué encimade la almohada de la cama y le di mantequillapara que se lavara por dentro.

-¿Y la utilizaste en tu experimento? -Claro. ¡Pero no creas que es una broma

drogar a un gato! El proceso falló. -¿Falló? -Sí, falló por una doble causa. Una, por

las garras, y, la otra, ese pigmento, ¿cómo sellama?, que está detrás del ojo de un gato. ¿Teacuerdas tú?

-El tapetum. -Eso es, el tapetum. No pude conseguir

que desapareciera. Después de suministrarle

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una pócima decolorante para la sangre y hacerotros preparativos, le di opio y la coloqué, juntocon la almohada sobre la que dormía, en el apa-rato. Y, después de obtener que el resto delcuerpo desapareciera, no lo conseguí con losojos.

-¡Qué extraño! -No puedo explicármelo. La gata estaba,

desde luego, vendada y atada; la tenía inmovi-lizada. Pero se despertó cuando todavía estabaatontada, y empezó a maullar lastimosamente.En ese momento alguien se acercó y llamó a lapuerta. Era una vieja que vivía en el piso deabajo y que sospechaba que yo hacía vi-visecciones; una vieja alcohólica, que lo únicoque poseía en este mundo era un gato. Cogí unpoco de cloroformo y se lo di a oler a la gata;después, abrí la puerta. «¿Ha oído maullar a ungato?», me preguntó. «Está aquí mi gata?» «No,señora, aquí no está», le respondí con todaamabilidad. Pero ella se quedó con la duda eintentó echar un vistazo por la habitación. Le

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debió parecer un tanto insólito: las paredes des-nudas, las ventanas sin cortinas, una cama conruedas, con el motor de gas en marcha, los dospuntos resplandecientes y, por último, el inten-so olor a cloroformo en el aire. Al final se debiódar por satisfecha y se marchó.

-¿Cuánto tiempo duró el proceso? -preguntó Kemp.

-El del gato unas tres o cuatro horas. Loshuesos, los tendones y la grasa fueron los últi-mos en desaparecer, y también la punta de lospelos de color. Y, como te dije, la parte traseradel ojo, aunque de materia irisada, no terminóde desaparecer del todo. Ya había anochecidofuera mucho antes de que terminara el proceso,y, al final, no se veían más que los ojos oscurosy las garras. Paré el motor de gas, toqué al gato,que estaba todavía inconsciente, y lo desaté.Después, notándome cansado, lo dejé dur-miendo en la almohada invisible y me fui a lacama. No podía quedarme dormido. Estabatumbado, despierto, pensando una y otra vez

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en el experimento, o soñaba que todas las cosasa mi alrededor iban desapareciendo, hasta quetodo, incluso el suelo, desaparecía, sumer-giéndome en una horrible pesadilla. A eso delas dos, el gato empezó a maullar por la habita-ción. Intenté hacerlo callar con palabras, y, des-pués, decidí soltarlo. Recuerdo el sobresaltoque experimenté, cuando, al encender la luz,sólo vi unos ojos verdes y redondos y nada a sualrededor. Le habría dado un poco de leche,pero ya no me quedaba más. No se estaba quie-ta, se sentó en el suelo y se puso a maullar allado de la puerta. Intenté cogerla con la idea desacarla por la ventana, pero no se dejaba atra-par. Seguía maullando por la habitación. Luegola abrí la ventana, haciéndole señales para quese fuera. Al final creo que lo hizo. Nunca más lavolví a ver. Después, Dios sabe cómo, me pusea pensar otra vez en el funeral de mi padre, enaquella ladera deprimente y azotada por elviento, hasta que amaneció. Por la mañana,como no podía dormir, cerré la puerta de mi

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habitación detrás de mí y salí a pasear poraquellas calles.

-¿Quieres decir que hay un gato invisi-ble deambulando por ahí? -dijo Kemp.

-Si no lo han matado -contestó el hom-bre invisible.

-Claro, ¿por qué no?-dijo Kemp-. Per-dona, no quería interrumpirte.

-Probablemente lo hayan matado-dijo elhombre invisible-. Sé que cuatro días más tardeaún estaba vivo, estaba en una verja de GreatTichtfield Street, porque vi a un numeroso gru-po de gente, alrededor de aquel lugar, inten-tando adivinar de dónde provenían unos mau-llidos que estaban escuchando.

Se quedó en silencio durante un buenrato, y, de pronto, continuó con la historia.

-Recuerdo la última mañana antes de mimetamorfosis. Debí subir por Portland Street.Recuerdo los carteles de Albany Street, y lossoldados que salían a caballo; y, al final, me visentado al sol en lo alto de Primrose Hill, sin-

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tiéndome enfermo y extraño. Era un día solea-do de enero, uno de esos días soleados y hela-dos que precedieron a la nieve este año. Mimente agotada intentó hacerse una idea de lasituación y establecer un plan de acción. Mesorprendí al darme cuenta, ahora que tenía lameta al alcance de la mano, de lo poco convin-cente que parecía mi intento. La verdad es queestaba agotado. El intenso cansancio, despuésde cuatro años de trabajo seguido, me habíaincapacitado para tener cualquier sentimiento.Me sentía apático, e intenté, en vano, recobraraquel entusiasmo de mis primeras investiga-ciones, la pasión por el descubrimiento, que mehabía permitido, incluso, superar la muerte demi padre. Nada parecía tener importancia paramí. En cualquier caso, vi claramente que aque-llo era un estado de ánimo pasajero, por el tra-bajo excesivo y por la necesidad que tenía dedormir; veía posible recuperar todas mis fuer-zas ya fuera con drogas o con cualquier otromedio. Lo único que veía claro en mi mente era

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que tenía que terminar aquello. Todavía meronda la obsesión. Aquello tenía que acabarlopronto, porque me estaba quedando sin dinero.Mientras estaba en la colina, miré a mi alrede-dor; había niños jugando y niñas que los mira-ban. Me puse a pensar, entonces, en las increí-bles ventajas que podría tener un hombre invi-sible en este mundo. Después de un rato, volvía casa, comí algo y me tomé una dosis bastantefuerte de estricnina; me metí en la cama, queestaba sin hacer, vestido como estaba. La es-tricnina es un tónico perfecto, Kemp, para aca-bar con la debilidad del hombre.

-Pero es diabólica -dijo Kemp-. Es lafuerza bruta en una botella.

-Me desperté con un vigor enorme ybastante irritable, ¿sabes?

-Sí, ya conozco esa faceta. -Y, nada más despertarme, alguien esta-

ba llamando a la puerta. Era mi casero, un viejojudío polaco que llevaba puesto un abrigo largoy gris y unas zapatillas llenas de grasa; venía

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con aire amenazador y haciéndome preguntas.Estaba convencido de que yo había estado tor-turando a un gato aquella noche (la vieja nohabía perdido el tiempo). Insistía en que queríasaberlo todo. Las leyes del país contra la vivi-sección son muy severas, y podía ponerme unadenuncia. Yo negué la existencia del gato. Des-pués dijo que las vibraciones del motor de gasse sentían en todo el edificio. Esto, desde luego,era verdad. Se coló en la habitación y empezó afisgonearlo todo, mirando por encima de susgafas de plata alemana; en ese momento meinvadió cierto temor de que pudiese averiguaralgo sobre mi secreto. Intenté quedarme entreél y el aparato de concentración que yo mismohabía preparado, y esto no hizo más que au-mentar su curiosidad. ¿Qué estaba tramando?¿Por qué estaba siempre solo y me mostrabaesquivo? ¿Era legal lo que hacía? ¿Era peligro-so? Yo pagaba la renta normal. La suya habíasido siempre una casa muy respetable, en unbarrio de bastante mala reputación, pensé yo. A

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mí, de pronto, se me acabó la paciencia. Le dijeque saliera de la habitación. Él empezó a pro-testar y chapurrear, explicándome que teníaderecho a entrar. Al oírle, lo agarré por el cue-llo; sentí que algo se desgarraba y lo eché alpasillo. Di un portazo, cerré la puerta con llavey me senté. Estaba temblando. Una vez fuera, elviejo empezó a armar escándalo. Yo me des-preocupé, y, al cabo de un rato, se había mar-chado. Este hecho me llevaba a tomar una rápi-da decisión. Yo no sabía qué iba a hacer aquelviejo, ni siquiera a qué tenía derecho. Cam-biarme a otra habitación sólo habría significadoretrasar mis experimentos; además, sólo dispo-nía de veinte libras, en su mayoría en el banco,y no podía permitirme aquel lujo de la mu-danza. ¡Tenía que desaparecer! No podía hacerotra cosa. Después de lo ocurrido vendrían laspreguntas y entrarían a registrar mi habitación.Sólo pensando en la posibilidad de que mi in-vestigación pudiera interrumpirse en su puntoculminante, me entró una especie de furia y me

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puse manos a la obra. Cogí mis tres libros denotas y mi libreta de cheques -el vagabundo lotiene todo ahora- y me dirigí a la oficina decorreos más cercana para que lo mandaran todoa una casa de recogida de paquetes en GreatPortland Street. Intenté salir sin hacer ruido. Alvolver, vi cómo el casero subía lentamente lasescaleras. Supongo que habría oído la puerta alcerrarse. Te habrías reído mucho, si le hubierasvisto cómo se echó a un lado en el descansillode la escalera, cuando se dio cuenta de que yosubía corriendo detrás de él. Me miró cuandopasé por su lado y yo di tal portazo, que temblótoda la casa. Después oí cómo arrastraba lospies hasta el piso donde yo estaba, dudaba unmomento y optaba por seguir bajando. A partirde entonces, me puse a hacer todos los prepara-tivos. Lo hice todo aquella tarde y aquella no-che. Cuando todavía me encontraba bajo lainfluencia, empalagosa y soporífera, de las dro-gas que decoloraban la sangre, llamaron a lapuerta con insistencia. Dejaron de llamar, y

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unos pasos se fueron para luego volver y em-pezar a llamar de nuevo. Intentaron, más tarde,meter algo por debajo de la puerta... un papelazul. En ese momento, rabioso, me levanté yabrí la puerta de par en par «¿Qué quiere aho-ra?», pregunté. Era mi casero, que traía unaorden de deshaucio o algo por el estilo. Aldarme el papel, creo que debió ver algo raro enmis manos y, levantando los ojos, se me quedómirando. Se quedó boquiabierto y dio un grito.A continuación soltó la vela y el papel y saliócorriendo a oscuras, por el oscuro pasillo, esca-leras abajo. Cerré la puerta, eché la llave y meacerqué al espejo. Entonces comprendí su mie-do. Mi cara estaba blanca, blanca como el már-mol. Fue todo horrible. Yo no esperaba aqueldolor tan fuerte. Fue una noche de atormentadaangustia, de dolores y mareos. Apreté los dien-tes, a pesar de que mi piel estaba ardiendo. To-do el cuerpo me ardía. Y me quedé allí tumba-do, como muerto. Ahora comprendo por qué elgato se puso a maullar de aquella manera hasta

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que le administré cloroformo. Por suerte, vivíasolo y no tenía a nadie que me atendiera en lahabitación. Hubo veces en que sollozaba y mequejaba. Otras, hablaba solo. Pero resistí. Perdíel conocimiento y me desperté, sin fuerzas, enla oscuridad. Los dolores habían cesado. Penséque me estaba muriendo, pero no me importa-ba. Nunca olvidaré aquel amanecer, y el extra-ño horror que sentí, al ver que mis manos sehabían vuelto de cristal, un cristal como man-chado, y al ver cómo cada vez eran más claras ydelgadas, a medida que el día avanzaba, hastaque al final logré ver el desorden en que estabami cuarto a través de ellas. Lo veía a pesar deque cerraba mis párpados, ya transparentes.Mis miembros se tornaron de cristal, los huesosy las arterias desaparecieron, y los nervios, pe-queños y blancos, también desaparecieron,aunque fueron los últimos en hacerlo. Apretélos dientes y seguí así hasta el final. Cuandotodo terminó, sólo quedaban las puntas de lasuñas, blanquecinas, y la mancha marrón de

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algún ácido en mis dedos. Traté de ponerme depie. Al principio era incapaz de hacerlo, mesentía como un niño de pañales, caminando conunas piernas que no podía ver. Estaba muydébil y tenía hambre. Me acerqué al espejo yme miré sin verme, sólo quedaba un poco depigmento detrás de la retina de mis ojos, peroera mucho más tenue que la niebla. Puse lasmanos en la mesa y tuve que tocar el espejo conla frente. Con una fuerza de voluntad enorme,me arrastré hasta los aparatos y completé elproceso. Dormí durante el resto de la mañana,tapándome los ojos con las sábanas, para no verla luz; al mediodía, me desperté, al oír que al-guien llamaba a la puerta. Había recuperadotodas mis fuerzas. Me senté en la cama y creíoír unos susurros. Me levanté y, haciendo elmenor ruido posible, empecé a desmantelar elaparato y a dejar sus distintas partes por toda lahabitación, para no dar lugar a sospechas. Enese momento, se volvieron a escuchar los gol-pes en la puerta y unas voces, primero la de mi

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casero y, luego, otras dos. Para ganar tiempo,les contesté. Recogí el trozo de lana invisible yla almohada y abrí la ventana para tirarlos.Cuando estaba abriéndola, dieron un tremendogolpe en la puerta. Alguien se había lanzadocontra ella con la idea de romper la cerradura,pero los cerrojos, que yo había colocado conanterioridad, impidieron que se viniera abajo.Aquello me puso furioso. Empecé a temblar y aactuar con la máxima rapidez. Recogí un pocode papel y algo de paja, y lo puse todo junto enmedio de la habitación. Abrí el gas en el mo-mento en que grandes golpes hacían retumbarla puerta. Yo no encontraba las cerillas y empe-cé a dar puñetazos a la pared, lleno de rabia.Volví a abrir las llaves del gas, salté por la ven-tana y me escondí en la cisterna del agua, asalvo e invisible y temblando de rabia, para verqué iba a ocurrir. Rompieron un panel de lapuerta y, acto seguido, corrieron los cerrojos yse quedaron allí de pie, con la puerta abierta.Era el casero, acompañado de sus dos hijastros,

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dos hombres jóvenes y robustos, de unos vein-titrés o veinticuatro años. Detrás de ellos seencontraba la vieja de abajo. Puedes imaginartesus caras de asombro, al ver que la habitaciónestaba vacía. Uno de los jóvenes corrió hacia laventana, la abrió y se asomó por ella. Sus ojos ysu cara barbuda y de labios gruesos estaban aun palmo de mi cara. Estuve a punto de darleun golpe, pero me contuve a tiempo. Él estabamirando a través de mí, y también lo hicieronlos demás, cuando se acercaron a donde él es-taba. El viejo se separó de ellos y echó un vista-zo debajo de la cama y, después, todos se aba-lanzaron sobre el armario. Estuvieron discu-tiendo un rato en yiddisk y cockney [dialectolondinense de los barrios bajos]. Terminarondiciendo que yo no les había contestado, que selo habían imaginado todo. Mi rabia se tornó,entonces, en regocijo, mientras estaba sentadoen la ventana, mirando a aquellas cuatro perso-nas, cuatro, porque la vieja había entrado en lahabitación buscando a su gata, que intentaban

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comprender mi comportamiento. El viejo, porlo que pude comprender de aquella jerga suya,estaba de acuerdo con la anciana en que yopracticaba vivisecciones. Los hijastros, por elcontrario, explicaban y decían, en un inglésdesvirtuado, que yo era electricista, y basabansu postura en aquellos dinamos y radiadores.Estaban todos nerviosos, temiendo que yo re-gresara, aunque, como comprobé más tarde,habían corrido los cerrojos de la puerta de aba-jo. La vieja se dedicó a fisgonear dentro delarmario y debajo de la cama, mientras uno delos jóvenes miraba chimenea arriba. Uno de losinquilinos, un vendedor ambulante que habíaalquilado la habitación de enfrente, junto conun carnicero, apareció en el rellano; lo llamarony empezaron a explicarle todo lo ocurrido confrases incoherentes. Entonces, al ver los radia-dores, se me ocurrió que, si caían en manos deuna persona con conocimiento del tema, podríallegar a delatarme; aproveché esa oportunidadpara entrar en la habitación y lanzar la dinamo

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contra el aparato sobre el que descansaba éstay, así, romperlos los dos a la vez. Cuando aque-llas personas estaban tratando de explicarseeste último hecho, me deslicé fuera de la habi-tación y bajé las escaleras con mucho cuidado.Me metí en una de las salas de estar y esperé aque bajasen, comentando y discutiendo losacontecimientos y, todos, un poco decepciona-dos al no haber encontrado ninguna «cosa te-rrible». Estaban un poco perplejos, pues nosabían en qué situación se encontraban respectoa mí. Después, volví a subir a mi habitación conuna caja de cerillas, prendí fuego al montón depapeles y puse las sillas y la cama encima, de-jando que el gas se encargara del resto con untubo de caucho. Eché un último vistazo a lahabitación y me marché.

-¿Prendiste fuego a la casa? -exclamóKemp.

-Sí, sí, la incendié. Era la única manerade borrar mis huellas, y, además, estoy segurode que estaba asegurada. Después, descorrí los

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cerrojos de la puerta de abajo y salí a la calle.Era invisible y me estaba empezando a darcuenta de las extraordinarias ventajas que meofrecía serlo. Empezaban a rondarme por lacabeza todas las cosas maravillosas que podíarealizar con absoluta impunidad.

CAPÍTULO XXIEn Oxford Street

Cuando bajé las escaleras por primeravez, tuve grandes dificultades, porque no podíaverme los pies; tropecé dos veces y notaba cier-ta torpeza al agarrarme a la barandilla. Sin em-bargo, pude caminar mejor evitando mirarhacia abajo. Estaba completamente exaltado,como el hombre que ve y que camina sin hacerningún ruido, en una ciudad de ciegos. Me en-traron ganas de bromear, de asustar a la gente,de darle una palmada en la espalda a algúntipo, de tirarle el sombrero a alguien, de apro-

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vecharme de mi extraordinaria ventaja. Apenasacababa de salir a Great Portland Street (miantigua casa estaba cerca de una tienda de te-las), cuando recibe un golpe muy fuerte en laespalda; al volverme, vi a un hombre con unacesta con sifones, que miraba con asombro sucarga. Aunque el golpe me hizo daño, no pudeaguantar una carcajada, al ver la expresión desu rostro. «Lleva el diablo en la cesta», le dije, yse la arrebaté de las manos.

Él la soltó sin oponer resistencia -y yoalcé aquel peso en el aire. Pero, en la puerta deuna taberna había un cochero y el idiota quisocoger la cesta y, para esto, me dio un manotazoen una oreja. Dejé la carga en el suelo v le di unpuñetazo, y, me di cuenta de lo que había or-ganizado cuando empecé a oír gritos y noté queme pisaban, y vi gente que salía de las tiendas yse dirigían hacia donde yo estaba, y vehículosque se paraban allí. Maldije mi locura, me apre-té contra una ventana y me preparé para esca-par de aquella confusión. En un momento, vi

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cómo me rodeaba la gente, que, inevitablemen-te, me descubriría. Di un empujón al hijo delcarnicero que, por fortuna, no se volvió paraver el vacío con el que se habría encontrado vme escondí detrás del vehículo del cochero. \osé cómo acabó aquel lío. Crucé la calle, aprove-chando que, en ese momento, no pasaba nadiev, sin tener en cuenta la dirección, por el miedoa que me descubrieran por el incidente, memetí entre la multitud que suele haber a esashoras en Oxford Street. Intenté confundirme,pero era demasiada gente para ti. Me empeza-ron a pisar los talones. Entonces me bajé a lacalzada, pero era demasiado dura v me hacíandaño los pies; un cabriolé, que venía apoca ve-locidad, me clavó el varal en un hombro, recor-dándome la serie de contusiones que había sume aparté de su camino, evité chocar contra uncochecito de niño con un movimiento rápido yme encontré justo detrás del cabriolé. En esemomento me vi salvado, pues, como el carruajeiba lentamente, me puse detrás, temblando de

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miedo y asombrado de ver cómo habían dadola vuelta las cosas. No sólo temblaba de miedo,sino que tiritaba de frío. Era un hermoso día deenero y yo andaba por ahí desnudo, pisando lacapa de barro que cubría la calzada, que estabacompletamente helada. Ahora me parece unalocura, pero no se me había ocurrido que, in-visible o no, estaba expuesto a las inclemenciasdel tiempo y a todas sus consecuencias. Depronto se me ocurrió una brillante idea. Di lavuelta al coche y me metí dentro. De esta ma-nera, tiritando, asustado y estornudando (estoúltimo era un síntoma claro de resfriado), mellevaron por Oxford Street hasta pasar Totten-ham Court Road. Mi estado de ánimo era biendistinto a aquel con el que había salido diez mi-nutos antes, como puedes imaginarte. Y, ade-más, ¡aquella invisibilidad! En lo único quepensaba era en cómo iba a salir del lío en el queme había metido. Circulábamos lentamentehasta llegar cerca de la librería Mudie, en don-de una mujer, que salía con cinco o seis libros

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con una etiqueta amarilla, hizo señas al carruajepara que se detuviera; yo salté justo a tiempopara no chocarme con ella, esquivando un va-gón de un tranvía, que pasó rozándome. Medirigí hacia Bloomsbury Square con la inten-ción de dejar atrás el Museo y, así, llegar a undistrito más tranquilo. Estaba completamentehelado, y aquella extraña situación me habíadesquiciado tanto, que eché a correr medio llo-rando. De la esquina norte de la plaza, de lasoficinas de la Sociedad de Farmacéuticos, salióun perro pequeño y blanco que, olisqueando elsuelo, se dirigía hacia mí. Hasta entonces no mehabía dando cuenta, pero la nariz es para elperro lo que los ojos para el hombre. Igual quecualquier hombre puede ver a otro, los perrosperciben su olor. El perro empezó a ladrar y adar brincos, y me pareció que! o hacía sólo parahacerme ver que se había dado cuenta de mipresencia. Crucé Great Russell Street, mirandopor encima del hombro, y ya había recorridoparte de Montague Street cuando me di cuenta

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de hacia dónde me dirigía. Oí música, y, al mi-rar para ver de dónde venía, vi a un grupo degente que venía de Russell Square. Todos lle-vaban jerseys rojos y, en vanguardia, la bande-ra del Ejército de Salvación. Aquella multitudvenía cantando por la calle, y me pareció impo-sible pasar por en medio. Temía retroceder denuevo y alejarme de mi camino, así que, guiadopor un impulso espontáneo, subí los escalonesblancos de una casa que estaba en frente de lavalla del Museo, y me quedé allí esperando aque pasara la multitud. Felizmente para mí, elperro también se paró al oír la banda de músi-ca, dudó un momento y, finalmente, se volviócorriendo hacia Bloomsbury Square. La bandaseguía avanzando, cantando, con inconscienteironía, un himno que decía algo así como«¿Cuándo podremos verle el rostro?», y mepareció que tardaron una eternidad en pasar.Pom, pom, pom, resonaban los tambores, ha-ciendo vibrar todo a su paso, y, en ese momen-to, no me había dando cuenta de que dos mu-

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chachos se habían parado a mi lado. «Mira»dijo uno. «¿Que mire qué?», contestó el otro.«Mira, son las huellas de un pie descalzo, comolas que se hacen en el barro». Miré hacia abajo yvi cómo dos muchachos que se habían parado,observaban las marcas de barro que yo habíadejado en los escalones recién fregados. La gen-te que pasaba los empujaba y les daba codazos,pero su condenada imaginación hacía que si-guieran allí parados. La banda seguía: Pom,pom, pom. «Cuándo, pom, volveremos, pom, aver, pom, su rostro, pom, pom..» «Apuesto loque sea a que un hombre descalzo ha subidoestos escalones», dijo uno, «y no ha vuelto abajarlos. Además un pie está sangrando». Lamayoría de aquella gente había pasado ya. «Mi-ra, Ted», dijo el más joven, señalando a mis piesy con cierta sorpresa en la voz. Yo miré y vicómo se perfilaba su silueta, débilmente, conlas salpicaduras del barro. Por un instante, mequedé paralizado. «Qué raro», dijo el mayor. «¡Esto es muy extraño! Parece el fantasma de un

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pie, ¿no te parece?» Estuvo dudando y se deci-dió a alargar el brazo para tocar aquello. Unhombre se acercó para ver lo que quería coger yluego lo hizo una niña. Si hubiera tardado unminuto más en saber qué hacer, habría conse-guido tocarme, pero di un paso y el niño seechó hacia atrás, soltando una exclamación.Después, con un rápido movimiento, salté alpórtico de la casa vecina. El niño más pequeño,que era muy avispado, se dio cuenta de mi mo-vimiento, y, antes de que yo bajara los es-calones y me encontrara en la acera, él ya sehabía recobrado de su asombro momentáneo ygritaba que los pies habían saltado el muro.Rápidamente dieron la vuelta y vieron mis hue-llas en el último escalón y en la acera. «¿Quépasa?», preguntó alguien. «Que hay unos pies,¡mire! ¡Unos pies que corren solos!». Todas laspersonas que había en la calle, excepto mis tresperseguidores, iban detrás del Ejército de Sal-vación, y ello me impedía, tanto a mí como aellos, correr en esa dirección. Durante un mo-

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mento, sorprendidos, todos se preguntabanunos a otros. Después de derribar a un mucha-cho, logré cruzar la calle y, un momento mástarde, eché a correr por Russell Square. Detrásde mí iban seis o siete personas siguiendo mishuellas, asombrados. No tenía tiempo para darexplicaciones, si no quería que aquel montón degente se me echase encima. Di la vuelta a dosesquinas, y crucé tres veces la calle, volviendosobre mis propias huellas y, al mismo tiempoque mis pies se iban calentando y secando, lashuellas, húmedas, iban desapareciendo. Al fi-nal, tuve un momento de respiro, que aprove-ché para quitarme el barro de los pies con lasmanos y, así, me salvé. Lo último que vi deaquella persecución fue un grupo de gente, qui-zá una docena de personas, que estudiaban coninfinita perplejidad una huella, que se secabarápidamente, y que yo había dejado en uncharco de Tavistock Square. Una huella tanaislada e incomprensible para ellos como eldescubrimiento solitario de Robinson Crusoe.

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La carrera me había servido para entrar en ca-lor y caminaba mucho mejor por las calles me-nos frecuentadas que había por aquella zona.La espalda se me había endurecido y me dolíabastante y también la garganta, desde que elcochero me diera el manotazo. El mismo coche-ro me había hecho un arañazo en el cuello; lospies me dolían mucho y, además, cojeaba, por-que tenía un corte en uno. Vi a un ciego y enese momento me aparté. Tenía miedo de la suti-leza de su intuición. En un par de ocasiones mechoqué, dejando a la gente asombrada por lasmaldiciones que les decía. Después me cayóalgo en la cara, y, mientras cruzaba la plaza,noté un velo muy fino de copos de nieve, quecaían lentamente. Había cogido un resfriado y,a pesar de todo, no podía evitar estornudar devez en cuando. Y cada perro que veía con lanariz levantada, olfateando, significaba para míun verdadero terror. Después vi a un grupo dehombres y niños que corrían gritando. Habíaun incendio. Corrían en dirección a mi antiguo

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hospedaje, y, al volverme para mirar calle aba-jo, vi una masa de humo negro por encima delos tejados y de los cables de teléfono. Estabaardiendo mi casa. Toda mi ropa, mis aparatos ymis posesiones, excepto la libreta de cheques ylos tres libros que me esperaban en Great Por-tland Street, estaban allí. ¡Se estaba quemandotodo! Había quemado mis cosas. Todo aquellugar estaba en llamas.

El hombre invisible dejó de hablar y sequedó pensativo. Kemp miró nerviosamentepor la ventana.

-¿Y qué más? -dijo-. Continúa.

CAPÍTULO XXIIEn los grandes almacenes

Así fue cómo el mes de enero pasado,cuando empezaba a caer la nieve, ¡y si mehubiera caído encima, me habría delatado!,

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agotado, helado, dolorido, tremendamente des-graciado, y todavía a medio convencer de mipropia invisibilidad, empecé esta nueva vidacon la que me he comprometido. No tenía nin-gún sitio donde ir, ningún recurso, y nadie enel mundo en quien confiar. Revelar mi secretosignificaba delatarme, convertirme en un espec-táculo para la gente, en una rareza humana. Sinembargo, estuve tentado de acercarme a cual-quier persona que pasara por la calle y poner-me a su merced, pero veía claramente el terrory la crueldad que despertaría cualquier expli-cación por parte mía. No tracé ningún planmientras estuve en la calle. Sólo quería res-guardarme de la nieve, abrigarme y calentarme.Entonces podría pensar en algo, aunque, inclu-so para mí, hombre invisible, todas las casas deLondres, en fila, estaban

bien cerradas, atrancadas y con los cerrojoscorridos. Sólo veía una cosa clara: tendría quepasar la noche bajo la fría nieve; pero se meocurrió una idea brillante. Di la vuelta por una

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de las calles que van desde Gower Street a Tot-tenham Court Road, y me encontré con queestaba delante de Omnium, un establecimientodonde se puede comprar de todo. Imagino queconoces ese lugar. Venden carne, ultramarinos,ropa de cama, muebles, trajes, cuadros al óleo,de todo. Es más una serie de tiendas que unatienda. Pensé encontrar las puertas abiertas,pero estaban cerradas. Mientras estaba delantede aquella puerta, grande, se paró un carruaje,y salió un hombre de uniforme, que llevaba lapalabra «Omnium» grabada en la gorra. Elhombre abrió la puerta. Conseguí entrar y em-pecé a recorrer la tienda. Entré en una secciónen la que vendían cintas, guantes, calcetines ycosas de ese estilo y de allí pasé a otra sala mu-cho más grande, que estaba dedicada a cestosde picnic y muebles de mimbre. Sin embargo,no me sentía seguro. Había mucha gente queiba de un lado para otro. Estuve merodeandoinquieto hasta que llegué a una sección muygrande, que estaba en el piso superior. Había

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montones y montones de camas y un poco másallá un sitio con todos los colchones enrollados,unos encima de otros. Ya habían encendido lasluces y se estaba muy caliente. Por tanto, decidíquedarme donde estaba, observando con pre-caución a dos o tres clientes y empleados, hastaque llegara el momento de cerrar. Después,pensé, podría robar algo de comida y ropas y,disfrazado, merodear un poco por allí paraexaminar todo lo que tenía a mi alcance y, qui-zá, dormir en alguna cama. Me pareció un planaceptable. Mi idea era la de procurarme algo deropa para tener una apariencia aceptable, aun-que iba a tener que ir prácticamente embozado;conseguir dinero y después recobrar mis librosy mi paquete, alquilar una habitación en algúnsitio y, una vez allí, pensar en algo que mepermitiera disfrutar de las ventajas que, comohombre invisible, tenía sobre el resto de loshombres. Pronto llegó la hora de cerrar; nohabía pasado una hora desde que me subí a loscolchones, cuando vi cómo bajaban las persia-

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nas de los escaparates y cómo todos los clientesse dirigían hacia la puerta. Acto seguido, unanimado grupo de jóvenes empezó a ordenar,con una diligencia increíble, todos los objetos.A medida que el sitio se iba quedando vacío,dejé mi escondite y empecé a merodear, conprecaución, por las secciones menos solitariasde la tienda. Me quedé sorprendido, al ver larapidez con la que aquellos hombres y mujeresguardaban todos los objetos que se habían ex-puesto durante el día. Las cajas, las telas, lascintas, las cajas de dulces de la sección de ali-mentación, las muestras de esto y de aquello,absolutamente todo, se colocaba, se doblaba, semetía en cajas, y a lo que no se podía guardar,le echaban una sábana por en cima. Por último,colocaron todas las sillas encima de los mostra-dores, despejando el suelo. Después de termi-nar su tarea, cada uno de aquellos jóvenes, sedirigía a la salida con una expresión de alegríaen el rostro, como nunca antes había visto enningún empleado de ninguna tienda. Después

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aparecieron varios muchachos echando serrín yprovistos de cubos y de escobas. Tuve queecharme a un lado para no interponerme en sucamino, y, aun así, me echaron serrín en untobillo. Durante un buen rato, mientras deam-bulaba por las distintas secciones, con las sá-banas cubriéndolo todo y a oscuras, oía el ruidode las escobas. Y, finalmente, una hora después,o quizá un poco más, de que cerraran, pude oírcómo echaban la llave. El lugar se quedó ensilencio. Yo me vi caminando entre la enormecomplejidad de tiendas, galerías y escaparates.Estaba completamente solo. Todo estaba muytranquilo. Recuerdo que, al pasar cerca de laentrada que daba a Tottenham Court Road,escuché las pisadas de los peatones. Me dirigíprimero al lugar donde se vendían calcetines yguantes. Estaba a oscuras; tardé un poco enencontrar cerillas, pero finalmente las encontréen el cajón de la caja registradora. Después te-nía que conseguir una vela. Tuve que desen-volver varios paquetes y abrir numerosas cajas

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y cajones, pero al final pude encontrar lo quebuscaba. En la etiqueta de una caja decía: cal-zoncillos y camisetas de lana; después tenía queconseguir unos calcetines, gordos y cómodos;luego me dirigí a la sección de ropa y me puseunos pantalones, una chaqueta, un abrigo y unsombrero bastante flexible, una especie desombrero de clérigo, con el ala inclinada haciaabajo. Entonces, empecé a sentirme de nuevocomo un ser humano; y en seguida pensé en lacomida. Arriba había una cafetería, donde pudecomer un poco de carne fría. Todavía quedabaun poco de café en la cafetera, así que encendíel gas y lo volví a calentar. Con esto me quedébastante bien. A continuación, mientras busca-ba mantas (al final, tuve que conformarme conun montón de edredones), llegué a la secciónde alimentación, donde encontré chocolate yfruta escarchada, más de lo que podía comer, yvino blanco de Borgoña. Al lado de ésta, estabala sección de juguetes, y se me ocurrió una ideagenial. Encontré unas narices artificiales, sabes,

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de esas de mentira, y pensé también en unasgafas negras. Pero los grandes almacenes notenían sección de óptica. Además tuve dificul-tades con la nariz; pensé, incluso, en pintárme-la. Al estar allí, me había hecho pensar en pelu-cas, máscaras y cosas por el estilo. Por último,me dormí entre un montón de edredones, don-de estaba muy cómodo y caliente. Los últimospensamientos que tuve, antes de dormirme,fueron los más agradables que había tenidodesde que sufrí la transformación. Estaba físi-camente sereno, y eso se reflejaba en mi mente.Pensé que podría salir del establecimiento sinque nadie reparara en mí, con toda la ropa quellevaba, tapándome la cara con una bufandablanca; pensaba en comprarme unas gafas, conel dinero que había robado, y así completar midisfraz. Todas las cosas increíbles que me habí-an ocurrido durante los últimos días pasaronpor mi mente en completo desorden. Vi al viejojudío, dando voces en su habitación, a sus doshijastros asombrados, la cara angulosa de la

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vieja que preguntaba por su gata. Volví a expe-rimentar la extraña sensación de ver cómo des-aparecía el trozo de tela, y, volví a la laderaazotada por el viento, en donde aquel viejocura mascullaba lloriqueando: «Lo que es de lascenizas, a las cenizas; lo que es de la tierra, a latierra», y la tumba abierta de mi padre. «Tútambién», dijo una voz y, de repente, noté cómome empujaban hacia la tumba. Me debatí, grité,llamé a los acompañantes, pero continuabanescuchando el servicio religioso; lo mismo ocu-rría al viejo clérigo, que proseguía murmuran-do sus oraciones, sin vacilar un instante. Me dicuenta entonces de que era invisible y de quenadie me podía oír, que fuerzas sobrenaturalesme tenían agarrado. Me debatía en vano, puesalgo me llevaba hasta el borde de la fosa; el ata-úd se hundió al caer yo encima de él; luegoempezaron a tirarme encima paladas de tierra.Nadie me prestaba atención, nadie se dabacuenta de lo que me ocurría. Empecé a deba-tirme con todas mis fuerzas y, finalmente, me

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desperté. Estaba amaneciendo y el lugar estabainundado por una luz grisácea y helada, que sefiltraba por los bordes de las persianas de losescaparates. Me senté y me pregunté qué hacíayo en aquel espacioso lugar lleno de mostra-dores, rollos de tela apilados, montones deedredones y almohadas, y columnas de hierro.Después, cuando pude acordarme de todo, oíunas voces que conversaban. Al final de la sala,envueltos en la luz de otra sección, en la que yahabían subido las persianas, vi a dos hombresque se aproximaban. Me puse de pie, mirandoa mi alrededor, buscando un sitio por dondeescapar. El ruido que hice delató mi presencia.Imagino que sólo vieron una figura que se ale-jaba rápidamente. «Quién anda ahí?», gritóuno, y el otro: «¡Alto!» Yo doblé una esquina yme choqué de frente, ¡imagínate, una figura sinrostro!, con un chico larguirucho de unos quin-ce años. El muchacho dio un grito, lo eché a unlado, doblé otra esquina y, por una feliz inspi-ración, me tumbé detrás de un mostrador. Acto

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seguido, vi cómo pasaban unos pies corriendoy oí voces que gritaban: « ¡Vigilad las puertas!», y se preguntaban qué pasaba y daban unaserie de consejos sobre cómo atraparme. Allí,en el suelo, estaba completamente aterrado. Y,por muy raro que parezca, no se me ocurrióquitarme la ropa de encima, cosa que deberíahaber hecho. Imagino que me había hecho a laidea de salir con ella puesta. Después, desde elotro extremo de los mostradores, oí cómo al-guien gritaba: « ¡Aquí está! » Me puse en pie deun salto, cogí una de las sillas del mostrador yse la tiré al loco que había gritado. Luego mevolví y, al doblar una esquina, me choqué conotro, lo tiré al suelo y me lancé escaleras arriba.El dependiente recobró el equilibrio, dio ungrito, y se puso a seguirme. En la escalera habíaamontonadas vasijas de colores brillantes. ¿Quéson? ¿Cómo se llaman?

-Jarrones -dijo Kemp. -Eso es, jarrones. Bien, cuando estaba en

el último escalón, me volví, cogí uno de esos

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jarrones, y se lo estampé en la cabeza a aquelidiota cuando venía hacia mí. Todo el montónde jarrones se vino abajo y pude oír gritos ypasos que llegaban de todos lados. Me dirigí ala cafetería y un hombre vestido de blanco, queparecía un cocinero, y que estaba allí, se puso aperseguirme. En un último y desesperado in-tento, eché a correr y me encontré rodeado delámparas y de objetos de ferretería. Me escondídetrás del mostrador y esperé al cocinero.Cuando pasó delante, le di un golpe con unalámpara. Se cayó, me agaché detrás del mos-trador y empecé a quitarme la ropa tan rápidocomo pude. El abrigo, la chaqueta, los pantalo-nes y los zapatos me los quité sin ningún pro-blema, pero tuve algunos con la camiseta, pueslas de lana se pegan al cuerpo como una se-gunda piel. Oí cómo llegaban otros hombres; elcocinero estaba inmóvil en el suelo al otro ladodel mostrador, se había quedado sin habla, nosé si porque estaba aturdido o porque teníamiedo, y yo tenía que intentar escapar. Luego

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oí una voz que gritaba: «i Por aquí, policía! » Yome encontraba de nuevo en la planta dedicadaa las camas, y vi que al fondo había un grannúmero de armarios. Me metí entre ellos, metiré al suelo y logré, por fin, después de infini-tos esfuerzos, liberarme de la camiseta. Me sen-tí un hombre libre otra vez, aunque jadeando yasustado, cuando el policía y tres de los depen-dientes aparecieron, doblando una esquina. Seacercaron corriendo al lugar en donde habíadejado la camiseta y los calzoncillos, y cogieronlos pantalones. «Se está deshaciendo de lo ro-bado», dijo uno. «Debe estar en algún sitio, poraquí». Pero, en cualquier caso, no lograron en-contrarme. Me los quedé mirando un ratomientras me buscaban, y maldije mi mala suer-te por haber perdido mi ropa. Después subí a lacafetería, tomé un poco de leche que encontré yme senté junto al fuego a reconsiderar mi situa-ción. Al poco tiempo, llegaron dos dependien-tes y empezaron a charlar, excitados, sobre elasunto, demostrando su imbecilidad. Pude es-

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cuchar el recuento, exagerado, de los estragosque había causado y algunas teorías sobre miposible escondite. En aquel momento dejé deescuchar y me dediqué a pensar. La primeradificultad, y más ahora que se había dado lavoz de alarma, era la de salir, fuese como fuese,de aquel lugar. Bajé al sótano para ver si teníasuerte y podía preparar un paquete y fran-quearlo, pero no entendía muy bien el sistemade comprobación.

Sobre las once, viendo que la nieve seestaba derritiendo, y que el día era un poco máscálido que el anterior, decidí que ya no teníanada que hacer en los grandes almacenes y memarché, desesperado por no haber conseguidolo que quería y sin ningún plan de acción a lavista.

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CAPÍTULO XXIIIEn Drury Lane

-Te habrás empezado a dar cuenta –dijoel hombre invisible- de las múltiples des-ventajas de mi situación. No tenía dónde ir, nitampoco ropa y, además, vestirme era perdermis ventajas y hacer de mí un ser extraño yterrible. Estaba en ayunas, pero, si comía algo,me llenaba de materia sin digerir, y era hacer-me visible de la forma más grotesca.

-No se me había ocurrido -dijo Kemp. -Ni a mí tampoco. Y la nieve me había

avisado de otros peligros. No podía salir cuan-do nevaba, porque me delataba, si me caía en-cima. La lluvia también me convertía en unasilueta acuosa, en una superficie reluciente, enuna burbuja. Y, en la niebla, sería una burbujaborrosa, un contorno, un destello, como gra-siento, de humanidad. Además, al salir, por laatmósfera de Londres, se me ensuciaron los

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tobillos y la piel se me llenó de motitas dehollín y de polvo. No sabía cuánto tiempo tar-daría en hacerme visible por esto, pero, era evi-dente, que no demasiado.

-Y menos en Londres, desde luego. -Me dirigí a los suburbio cercanos a

Great Portland Street y llegué al final de la calleen la que había vivido. Pero no seguí en esadirección porque aún había gente frente a lasruinas, humeantes, de la casa que yo había in-cendiado. Mi primera preocupación era conse-guir algo de ropa y todavía no sabía qué iba ahacer con mi cara. Entonces, en una de esastiendas en las que venden de todo, periódicos,dulces, juguetes, papel de cartas, sobres, tonte-rías para Navidad y otras cosas por el estilo, viuna colección de máscaras y narices. Así que vimi problema solucionado y supe qué caminodebía tomar. Di la vuelta y, evitando las callesmás concurridas, me encaminé hacia las callesque pasan por detrás del norte del Strand, por-que, aunque no sabía exactamente dónde, re-

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cordaba que algunos proveedores de teatrotenían sus tiendas en aquella zona. Hacía frío yun viento cortante soplaba por las calles de laparte norte. Caminaba deprisa para evitar queme adelantaran. Cada cruce era un peligro ytenía que estar atento a los peatones. En unaocasión, cuando iba a sobrepasar a un hombre,al final de Bedford Street, éste se volvió y chocóconmigo, echándome de la acera. Me caí al sue-lo y casi me atropella un cabriolé. El cocherodijo que, probablemente, aquel hombre habíasufrido un ataque repentino. El encontronazome puso tan nervioso, que me dirigí al mercadode Covent Garden, y me senté un rato al ladode un puesto de violetas, en un rincón tranqui-lo. Estaba jadeando y temblaba. Había cogidootro resfriado y, después de un rato, tuve quesalir fuera para no atraer la atención con misestornudos. Pero, por fin, encontré lo que bus-caba: una tienda pequeña, sucia y cochambrosa,en una calleja apartada, cerca de Drury Lane.La tienda tenía un escaparate lleno de trajes de

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lentejuelas, bisutería, pelucas, zapatillas, domi-nós y fotografías de teatro. Era una tienda oscu-ra y antigua. La casa que se alzaba encima teníacuatro pisos, también oscuros y tenebrosos.Eché un vistazo por el escaparate y, al ver queno había nadie, me colé dentro. Al abrir lapuerta, sonó una campanilla. La dejé abierta,pasé por el lado de un perchero vacío y me es-condí en un rincón, detrás de un espejo decuerpo entero. Estuve allí un rato sin que apa-reciera nadie, pero después oí pasos que atra-vesaban una habitación y un hombre entró enla tienda. Yo sabía perfectamente lo que quería.Me proponía entrar en la casa, escondermearriba y, aprovechando la primera oportuni-dad, cuando todo estuviera en silencio, cogeruna peluca, una máscara, unas gafas y un trajey salir a la calle. Tendría un aspecto grotesco,pero por lo menos parecería una persona. Y,por supuesto, de forma accidental, podría robartodo el dinero disponible en la casa. El hombreque entró en la tienda era más bien bajo, algo

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encorvado, cejudo; tenía los brazos muy largos,las piernas muy cortas y arqueadas. Por lo quepude observar, había interrumpido su al-muerzo. Empezó a mirar por la tienda, espe-rando encontrar a alguien, pero se sorprendióal verla vacía, y su sorpresa se tornó en ira.«¡Malditos chicos!», comentó. Salió de la tienday miró arriba y abajo de la calle. Volvió a en-trar, cerró la puerta de una patada y se dirigió,murmurando, hacia la puerta de su vivienda.Yo salí de mi escondite para seguirlo y, al oír elruido, se paró en seco. Yo también lo hice,asombrado por la agudeza de su oído. Pero,después, me cerró la puerta en las narices. Mequedé allí parado dudando qué hacer, pero oísus pisadas que volvían rápidamente. Se abrióotra vez la puerta. Se quedó mirando dentro dela tienda, como si no se hubiese quedado con-forme. Después, sin dejar de murmurar, miródetrás del mostrador y en algunas estanterías.Acto seguido, se quedó parado, como dudan-do. Como había dejado la puerta de su vivien-

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da abierta, yo aproveché para deslizarme en lahabitación contigua. Era una habitación peque-ña y algo extraña. Estaba pobremente amue-blada, y en un rincón había muchas máscarasde gran tamaño En la mesa, estaba preparado eldesayuno. Y no te puedes imaginar la desespe-ración, Kemp, de estar oliendo aquel café y te-nerme que quedar de pie, mirando cómo elhombre volvía y se ponía a desayunar. Su com-portamiento en la mesa, además, me irritaba.En la habitación había tres puertas; una daba alpiso de arriba y otra, al piso de abajo, pero lastres estaban cerradas. Además, apenas me po-día mover, porque el hombre seguía estandoalerta. Donde yo estaba, había una corriente deaire que me daba directamente en la espalda, y,en dos ocasiones, pude aguantarme el estornu-do a tiempo. Las sensaciones que estaba expe-rimentando eran curiosas y nuevas para mí,pero, a pesar de esto, antes de que el hombreterminara de desayunar, yo estaba agotado yfurioso. Por fin, terminó su desayuno. Colocó

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los miserables cacharros en la bandeja negra demetal, sobre la que había una tetera y, despuésde recoger todas las migajas de aquel mantelmanchado de mostaza, se lo llevó todo. Su in-tención era cerrar la puerta tras él, pero no pu-do, porque llevaba las dos manos ocupadas;nunca he visto a un hombre con tanta manía decerrar las puertas. Lo seguí hasta una cocinamuy sucia, que hacía las veces de office y queestaba en el sótano. Tuve el placer de ver cómose ponía a fregar los platos y, después, viendoque no merecía la pena quedarse allí y dadoque el suelo de ladrillo estaba demasiado fríopara mis pies, volví arriba y me senté en unasilla, junto al fuego. El fuego estaba muy bajo y,casi sin pensarlo, eché un poco más de carbón.Al oír el ruido, se presentó en la habitación y sequedó mirando. Empezó a fisgonear y casi llegaa tocarme. Incluso después de este último exa-men, no parecía del todo satisfecho. Se paró enel umbral de la puerta y echó un último vistazoantes de bajar. Esperé en aquel cuarto una eter-

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nidad, hasta que, finalmente, subió y abrió lapuerta que conducía al piso de arriba. Esta vezme las arreglé para seguirlo. Sin embargo, en laescalera se volvió a parar de repente, de formaque casi me echo encima de él. Se quedó de pie,mirando hacia atrás, justo a la altura de mi cara,escuchando. «Hubiera jurado ... N, dijo. Se tocóel labio inferior con aquella mano, larga y pelu-da y, con su mirada, recorrió las escaleras dearriba abajo. Luego gruñó y siguió subiendo.Cuando tenía la mano en el pomo de la puerta,se volvió a parar con la misma expresión de iraen su rostro. Se estaba dando cuenta de los rui-dos que yo hacía, al moverme, detrás de él.Aquel hombre debía tener un oído endiabla-damente agudo. De pronto, y llevado por la ira,gritó: «¡Si hay alguien en esta casa...!», y dejóese juramento sin terminar. Se echó mano albolsillo y, no encontrando lo que buscaba, pasóa mi lado corriendo y se lanzó escaleras abajo,haciendo ruido y con aire de querer pelear.Pero esta vez no lo seguí, sino que esperé sen-

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tado en la escalera a que volviera. Al momentoestaba arriba de nuevo y seguía murmurando.Abrió la puerta de la habitación y, antes de queyo pudiera colarme, me dio con ella en las nari-ces. Decidí, entonces, echar un vistazo por lacasa, y a eso le dediqué un buen rato, cuidán-dome de hacer el menor ruido posible. La casaera muy vieja y tenía un aspecto ruinoso; habíatanta humedad, que el papel del desván se caíaa tiras, y estaba infestada de ratas. Algunos delos pomos de las puertas chirriaban y me dabaun poco de miedo girarlos. Varias habitacionesestaban completamente vacías y otras estabanllenas de trastos de teatro, comprados de se-gunda mano, a juzgar por su apariencia. En lahabitación contigua a la suya encontré mucharopa vieja. Empecé a revolver entre aquellaropa, olvidándome de la agudeza de oído deaquel hombre. Oí pasos cautelosos y miré justoen el momento de verle cómo fisgoneaba entreaquel montón de ropa y sacaba una vieja pisto-la. Me quedé quieto, mientras él miraba a su

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alrededor, boquiabierto y desconfiado. «Tieneque haber sido ella», dijo. «¡Maldita sea!». Ce-rró la puerta con cuidado e, inmediatamente, oícómo echaba la llave. Sus pisadas se alejaron yme di cuenta de que me había dejado encerra-do. Durante un minuto me quedé sin saber quéhacer. Me dirigí a la ventana y luego volví a lapuerta. Me quedé allí de pie, perplejo. Me em-pezó a henchir la ira. Pero decidí seguir revol-viendo la ropa antes de hacer nada más y, alprimer intento, tiré uno de los montones quehabía en uno de los estantes superiores. El rui-do hizo que volviera de nuevo, con un aspectomucho más siniestro que nunca. Esta vez llegóa tocarme y dio un salto hacia atrás, sorprendi-do, y se quedó asombrado en medio de la habi-tación. En ese momento se calmó un poco. «¡Ra-tas!», dijo en voz baja, tapándose los labios consus dedos. Evidentemente, tenía un poco demiedo. Me dirigí silenciosamente hacia la puer-ta, fuera de la habitación, pero, mientras lohacía, una madera del suelo crujió. Entonces

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aquel bruto infernal empezó a recorrer la casa,pistola en mano, cerrando puerta tras puerta ymetiéndose las llaves en el bolsillo. Cuando medi cuenta de lo que intentaba hacer, sufrí unataque de ira, que casi me impidió controlarmeen el intento de aprovechar cualquier oportu-nidad. A esas alturas yo sabía que se encontra-ba solo en la casa y, no pudiendo esperar más,le di un golpe en la cabeza.

-¿Le diste un golpe en la cabeza? -exclamó Kemp.

-Sí, mientras bajaba las escaleras. Legolpeé por la espalda con un taburete que habíaen el descansillo. Cayó rodando como un sacode patatas.

-¡Pero...! Las normas de comportamientode cualquier ser humano...

-Están muy bien para la gente normal.Pero la verdad era, Kemp, que yo tenía quesalir de allí disfrazado y sin que aquel hombreme viera. No podía pensar en otra forma distin-

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ta de hacerlo. Le amordacé con un chaleco LuisXIV y le envolví en una sábana.

-¿Que le envolviste en una sábana? -Sí, hice una especie de hatillo. Era una

idea excelente para asustar a aquel idiota y ma-niatarlo. Además, era difícil que se escapara,pues lo había atado con una cuerda. QueridoKemp, no deberías quedarte ahí sentado, mi-rándome como si fuera un asesino.

Tenía que hacerlo. Aquel hombre tenía unapistola. Si me hubiera visto tan sólo una vez,habría podido describirme.

-Pero -dijo Kemp- en Inglaterra... actual-mente. Y el hombre estaba en su casa, y tú esta-bas ro... bando.

-¡Robando! ¡Maldita sea! ¡Y, ahora, mellamas ladrón! De verdad, Kemp, pensaba queno estabas tan loco como para ser tan anticua-do. ¿No te das cuenta de la situación en la queestaba?

-¿Y la suya? -dijo Kemp.

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El hombre invisible se puso de pie brus-camente.

-¿Qué estás intentando decirme? Kemp se puso serio. Iba a empezar a

hablar, pero se detuvo. -Bueno, supongo que, después de todo,

tenías que hacerlo -dijo, cambiando rápidamen-te de actitud-. Estabas en un aprieto. Pero detodos modos...

-Claro que estaba en un aprieto, en untremendo aprieto. Además, aquel hombre mepuso furioso, persiguiéndome por toda la casa,jugueteando con la pistola, abriendo y cerrandopuertas. Era desesperante. ¿No me Irás a echarla culpa, verdad? ¿No me reprocharás nada?

-Nunca culpo a nadie -dijo Kemp-. Esoes anticuado. ¿Qué hiciste después?

-Tenía mucha hambre. Abajo encontrépan y un poco de queso rancio, lo que bastópara saciar mi apetito. Tomé un poco de coñaccon agua y, después, pasando por encima delimprovisado paquete, que yacía inmóvil, volví

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a la habitación donde estaba la ropa. La habita-ción daba a la calle. En la ventana había unascortinas de encaje de color marrón muy sucias.Me acerqué a la ventana y miré la calle tras lascortinas. Fuera, el día era muy claro, en contras-te con la penumbra de la ruinosa casa en la queme encontraba. Había bastante tráfico: carrosde fruta, un cabriolé, un coche cargado con unmontón de cajas, el carro de un pescadero.Cuando me volví hacia lo que tenía detrás, tansombrío, había miles de motitas de colores queme bailaban en los ojos. Mi estado de excitaciónme llevaba de nuevo a comprender, clara-mente, mi situación. En la habitación, habíacierto olor a benzol, e imagino que lo usaríapara limpiar la ropa. Empecé a rebuscar siste-máticamente por toda la habitación. Supuseque aquel jorobado vivía solo en aquella casadesde hacía algún tiempo. Era una personacuriosa. Todo lo que resultaba, a mi parecer, deutilidad, lo iba amontonando y, después, medediqué a hacer una selección. Encontré una

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cartera que me pareció que se podía utilizar, unpoco de maquillaje, colorete y esparadrapo.Había pensado pintarme y maquillarme la caray todas las partes del cuerpo que quedaran a lavista, para hacerme visible, pero encontré ladesventaja de que necesitaba aguarrás, otrosaccesorios y mucho tiempo, si quería volver adesaparecer de nuevo. Al final, elegí una narizde las que me parecían mejores, algo grotesca,pero no mucho más que la de algunos hombres,unas gafas oscuras, unos bigotes grisáceos yuna peluca; no pude encontrar ropa interior,pero podría comprármela después; de momen-to, me envolví en un traje de percal y en algu-nas bufandas de cachemir blanco. Tampoco en-contré calcetines, pero las botas del jorobadome venían bastante bien, y eso me resultabasuficiente. En un escritorio de la tienda encon-tré tres soberanos y unos treinta chelines deplata, y, en un armario de una habitación inter-ior, encontré ocho monedas de oro. Equipadocomo estaba, podía salir, de nuevo, al mundo.

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En este momento me entró una duda curiosa:¿mi aspecto era realmente... normal? Me miréen un espejo; lo hice con minuciosidad, miran-do cada parte de mi cuerpo, para ver si habíaquedado alguna sin cubrir, pero todo parecíaestar bien. Quedaba un poco grotesco, como sihiciera teatro; parecía representar la figura delavaro, pero, desde luego, nada se salía de loposible. Tomando confianza, llevé el espejo a latienda, bajé las persianas y, con la ayuda delespejo de cuerpo entero que había en un rincón,me volví a mirar desde distintos puntos de vis-ta. Aún pasaron unos minutos, por fin me arméde valor, abrí la puerta y salí a la calle, dejandoa aquel hombrecillo que escapara de la sábanacuando quisiera. Cinco minutos después estabaya a diez o doce manzanas de la tienda. Nadieparecía fijarse en mí. Me pareció que mi últimadificultad se había resuelto.

El hombre invisible dejó de hablar otravez.

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-¿Y ya no te has vuelto a preocupar porel jorobado? -preguntó Kemp.

-No -dijo el hombre invisible-. Ni tam-poco sé qué ha sido de él. Imagino que acabaríadesatándose o saldría de algún otro modo, por-que los nudos estaban muy apretados.

Se calló de nuevo y se acercó a la venta-na.

-¿Qué ocurrió cuando saliste al Strand? -Oh, una nueva desilusión. Pensé que

mis problemas se habían terminado. Pensétambién que, prácticamente, podía hacer cual-quier cosa impunemente, excepto revelar misecreto. Es lo que pensaba. No me importabanlas cosas que pudiera hacer ni sus consecuen-cias. Lo único que debía hacer era quitarme laropa y desaparecer. Nadie podía pillarme. Po-día coger dinero de allá donde lo viera. Decidídarme un banquete, después, alojarme en unbuen hotel y comprarme cosas nuevas. Me sen-tía asombrosamente confiado, no es agradablereconocer que era un idiota. Entré en un sitio y

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pedí el menú, sin darme cuenta de que no po-día comer sin mostrar mi cara invisible. Acabépidiendo el menú y le dije al camarero que vol-vería en diez minutos. Me marché de allí furio-so. No sé si tú has sufrido una decepción de esetipo, cuando tienes hambre.

-No, nunca de ese tipo -dijo Kemp-, peropuedo imaginármelo.

-Tenía que haberme liado a golpes conaquellos tontos. Al final, con la idea fija de co-mer algo, me fui a otro sitio y pedí un reserva-do. «Tengo la cara muy desfigurada», le dije.Me miraron con curiosidad, pero, como no eraasunto suyo, me sirvieron el menú como yoquería. No era demasiado bueno, pero era sufi-ciente; cuando terminé, me fumé un puro y em-pecé a hacer planes. Fuera, empezaba a nevar.Cuanto más lo pensaba, Kemp, más me dabacuenta de lo absurdo que era un hombre invisi-ble en un clima tan frío y sucio y en una ciudadcon tanta gente. Antes de realizar aquel locoexperimento, había imaginado mil ventajas; sin

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embargo, aquella tarde, todo era decepción.Empecé a repasar las cosas que el hombre con-sidera deseables. Sin duda, la invisibilidad meiba a permitir conseguirlas, pero, una vez en mipoder, sería imposible disfrutarlas. La ambi-ción... ¿de qué vale estar orgulloso de un lugarcuando no se puede aparecer por allí? ¿De quévale el amor de una mujer, cuando ésta tieneque llamarse necesariamente Dalila? No megusta la política, ni la sinvergonzonería de lafama, ni el deporte, ni la filantropía. ¿A qué meiba a dedicar? ¡Y para eso me había convertidoen un misterio embozado, en la caricatura ven-dada de un hombre!

Hizo una pausa y, por su postura, pare-ció estar echando un vistazo por la ventana.

-¿Pero cómo llegaste a Iping? -dijoKemp, ansioso de que su invitado continuarasu relato.

-Fui a trabajar. Todavía me quedaba unaesperanza. ¡Era una idea que aún no estaba deltodo de finida! Todavía la tengo en mente y,

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actualmente, está muy clara. ¡Es el camino in-verso! El camino de restituir todo lo que hehecho, cuando quiera, cuando haya realizadotodo lo que deseé siendo invisible. Y de estoquiero hablar contigo.

-¿Fuiste directamente a Ipirig? -Sí. Simplemente tenía que recuperar

mis tres libros y mi talón de cheques, mi equi-paje y algo de ropa interior. Además, tenía queencargar una serie de productos químicos parapoder llevar a cabo mi idea te enseñaré todosmis cálculos en cuanto recupere mis libros), yme puse en marcha. Ahora recuerdo la nevaday el trabajo que me costó que la nieve no meestropeara la nariz de cartón.

-Y luego -dijo Kemp-; anteayer, cuandote descubrieron, tú a juzgar por los periódicos...

-Sí, todo eso es cierto. ¿Maté a aquel po-licía?

-No -dijo Kemp-. Se espera una recupe-ración en poco tiempo.

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-Entonces, tuvo suerte. Perdí el control.¡Esos tontos! ¿Por que no me dejaban solo? ¿Yel bruto del tendero?

-Se espera que no haya ningún muerto -dijo Kemp.

-Del que no sé nada es del vagabundo -dijo el hombre invisible, con una sonrisa des-agradable-. ¡Por el amor de Dios, Kemp, tú nosabes lo que es la rabia! ¡Haber trabajado du-rante años, haberlo planeado todo, para quedespués un idiota se interponga

en tu camino! Todas y cada una de esas cria-turas estúpidas que hay en el mundo se hantopado conmigo. Si esto continúa así, me volve-ré loco y empezaré a cortar cabezas. Ellos hanhecho que todo me resulte mil veces más difícil.

-No hay duda de que son suficientesmotivos para que uno se ponga furioso -dijoKemp, secamente.

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CAPÍTULO XXIVEl plan que fracasó

-¿Y qué vamos a hacer nosotros ahora? -dijo Kemp, mirando por la ventana.

Se acercó a su huésped mientras lehablaba, para evitar que éste pudiera ver a lostres hombres que subían a la colina, con unaintolerable lentitud, según le pareció.

-¿Qué estabas planeando cuando te di-rigías a Port Burdock? ¿Tenías alguna idea?

-Me disponía a salir del país, pero hecambiado de idea, después de hablar contigo.Pensé que sería sensato, ahora que el tiempo escálido y la invisibilidad posible, ir hacia el sur.Ahora, mi secreto ya se conoce y todo el mundoanda buscando a una persona enmascarada yembozada. Desde aquí, hay una línea de barcosque va a Francia. Mi idea era embarcar y correrel riesgo del viaje. Desde allí, cogería un trenpara España, o bien para Argelia. Eso no sería

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difícil. Allí podría ser invisible y podría vivir.Allí podría, incluso, hacer cosas. Estaba utili-zando a aquel vagabundo para que me llevarael dinero y el equipaje, hasta que decidiera có-mo enviar mis libros y mis cosas y hacerlosllegar hasta mí.

-Eso queda claro. -¡Pero entonces el animal decide robar-

me! Ha escondido mis libros, Kemp, ¡los haescondido! ¡Si le pongo las manos encima... !

-Lo mejor sería, en primer lugar, recupe-rar los libros.

-¿Pero dónde está? ¿Lo sabes tú? -Está encerrado en la comisaría de poli-

cía por voluntad propia. En la celda más segu-ra.

-¡Canalla! -dijo el hombre invisible. -Eso retrasará tus planes. -Tenemos que recuperar los libros. Son

vitales. -Desde luego -dijo Kemp un poco ner-

vioso, preguntándose si lo que oía fuera eran

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pasos-. Desde luego que tenemos que recupe-rarlos. Pero eso no será muy difícil, si él no sabelo que significan para ti.

-No -dijo el hombre invisible, pensativo. Kemp estaba intentando pensar en algo

que mantuviera la conversación, pero el hom-bre invisible siguió hablando.

-El haber dado con tu casa, Kemp -dijo-,cambia todos mis planes. Tú eres un hombrecapaz de entender ciertas cosas. A pesar de loocurrido, a pesar de toda esa publicidad, de lapérdida de mis libros, de todo lo que he sufri-do, todavía tenemos grandes posibilidades,enormes posibilidades... ¿No le habrás dicho anadie que estoy aquí? -preguntó de repente.

Kemp dudó un momento. -Claro que no -dijo. -¿A nadie? -insistió Griffin. -Ni a un alma. -Bien.

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El hombre invisible se puso de pie y,con los brazos en jarras, comenzó a dar vueltaspor el estudio.

-Cometí un error, Kemp, un grave erroral intentar llevar este asunto yo solo. He mal-gastado mis fuerzas, tiempo y oportunidades.Yo solo, ¡es increíble lo poco que puede hacerun hombre solo!, robar un poco, hacer un pocode daño, y ahí se acaba todo. Kemp necesito aalguien que me ayude y un lugar donde escon-derme, un sitio donde poder dormir, comer yestar tranquilo sin que nadie sospeche de mí.Tengo que tener un cómplice. Con un cómplice,comida y alojamiento se pueden hacer mil co-sas. Hasta ahora, he seguido unos planes de-masiado vagos. Tenemos que considerar lo quesignifica ser libre y, también, lo que no signifi-ca. Tiene una ventaja mínima para espiar y paracosas de ese tipo, pues no se hace ruido. Quizásea de más ayuda para entrar en las casas, pero,si alguien me coge, me pueden meter en la cár-cel. Por otro lado, es muy difícil cogerme. De

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hecho, la invisibilidad es útil en dos casos: paraescapar y para acercarse a los sitios. Por esoresulta muy útil para cometer asesinatos. Pue-do acercarme a cualquiera, independientemen-te del arma que lleve, y elegir el sitio, pegarcomo quiera, esquivarlo como quiera y escaparcomo quiera.

Kemp se llevó la mano al bigote. ¿Sehabía movido alguien abajo?

-Y lo que tenemos que hacer, Kemp, esmatar.

-Lo que tenemos que hacer es matar -repitió Kemp-. Estoy escuchando lo que dices,Griffin, pero no estoy de acuerdo contigo. ¿Porqué matar?

-No quiero decir matar sin control, sinoasesinar de forma sensata. Ellos saben que hayun hombre invisible, lo mismo que nosotrossabemos que existe un hombre invisible. Y esehombre invisible, Kemp, tiene que establecerahora su Reinado del Terror. Sí, no cabe dudade que la idea es sobrecogedora, pero es lo que

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quiero decir: el Reinado del Terror. Tiene quetomar una ciudad como Burdock, por ejemplo,aterrorizar a sus habitantes y dominarla. Tieneque publicar órdenes. Puede realizar esta tareade mil formas; podría valer, por ejemplo, echarunos cuantos papeles por debajo de las puertas.Y hay que matar a todo el que desobedezca susórdenes, y también a todo el que lo defienda.

-¡Bah! -dijo Kemp, que ya no escuchabaa Griffin, sino el sonido de la puerta principalde la casa, que se abría y se cerraba-. Me parece,Griffin -comentó para disimular-, que tu cóm-plice se encontraría en una situación difícil.

-Nadie sabría que era cómplice -dijo elhombre invisible con ansiedad, y luego:- ¡Sssh!¿Qué ocurre abajo?

-Nada -dijo Kemp, quien, de repente,empezó a hablar más deprisa y subiendo eltono de voz-. No estoy de acuerdo, Griffin -dijo-. Entiéndeme. No estoy de acuerdo. ¿Porqué sueñas jugar en contra de la humanidad?¿Cómo puedes esperar alcanzar la felicidad?

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No te conviertas en un lobo solitario. Haz quetodo el país sea tu cómplice, publicando tusresultados. Imagina lo que podrías hacer, si teayudasen un millón de personas.

El hombre invisible interrumpió aKemp.

-Oigo pasos que se acercan por la esca-lera -le dijo en voz baja.

-Tonterías -dijo Kemp. -Déjame comprobarlo -dijo el hombre

invisible, y se acercó a la puerta con el brazoextendido. Kemp lo dudó un momento e inten-tó impedir que lo hiciera. El hombre invisible,sorprendido, se quedó parado.

-¡Eres un traidor! -gritó la voz, abrién-dose de repente la bata.

El hombre invisible se sentó y empezó aquitarse la ropa. Kemp dio tres pasos rápidoshacia la puerta, y el hombre invisible, cuyaspiernas habían desaparecido, se puso de piedando un grito. Kemp abrió la puerta.

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Cuando lo hizo, se oyeron pasos que co-rrían por el piso de abajo y voces.

Con un rápido movimiento, Kemp em-pujó al hombre invisible hacia atrás, dio unsalto fuera de la habitación y cerró la puerta. Lallave estaba preparada. Segundos después,Griffin habría podido quedar atrapado, solo, enel estudio, pero hubo un fallo: Kemp había me-tido la llave apresuradamente en la cerradura,y, al dar un portazo, ésta había caído en la al-fombra.

Kemp quedó pálido. Intentó sujetar elpomo de la puerta con las dos manos, y estuvoasí, agarrándolo, durante unos segundos, perola puerta cedió y se abrió unos centímetros.Luego, volvió a cerrarse. La segunda vez, seabrió un poco más y la bata se metió por laabertura. A Kemp lo cogieron por el cuellounos dedos invisibles, y soltó el pomo de lapuerta para defenderse; lo empujaron, tropezóy cayó en un rincón del rellano. Luego, le echa-ron la bata vacía encima.

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El coronel Adye, al que Kemp habíamandado la carta, estaba subiendo la escalera.El coronel era el Jefe de policía de Burdock.Éste se quedó mirando espantado la repentinaaparición de Kemp, seguida de los aspavientosde aquella bata vacía en el aire. Vio cómo Kempse caía y se volvía a poner de pie. Lo vio arre-meter contra algo hacia adelante y caer de nue-vo, como si fuera un buey.

Acto seguido, le dieron, de repente, ungolpe muy fuerte, que llegó de la nada. Le pa-reció que un enorme peso se le echó encima yrodó por las escaleras, con una mano apretán-dole la garganta y una rodilla presionándole enla ingle. Un pie invisible le pisoteó la espalda yunos pasos ligeros y fantasmales bajaron lasescaleras. Oyó cómo, en el vestíbulo, los dosoficiales de policía daban un grito y salían co-rriendo; después, la puerta de la calle dio ungran portazo.

Se dio la vuelta y se quedó sentado, mi-rando. Vio a Kemp, que se tambaleaba, bajando

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las escaleras, lleno de polvo y despeinado. Te-nía un golpe en la cara, le sangraba el labio yllevaba en las manos una bata roja y algo deropa interior.

-¡Dios mío! -gritó Kemp-. ¡Se acabó eljuego! ¡Se ha escapado!

CAPÍTULO XXVA la caza del hombre invisible

Durante un rato, Kemp fue incapaz dehacer comprender a Adye todo lo que habíaocurrido. Los dos hombres se quedaron en elrellano, mientras Kemp hablaba deprisa, toda-vía con las absurdas ropas de Griffin en la ma-no. El coronel Adye empezaba a entender elasunto.

-¡Está loco! -dijo Kemp-. No es un serhumano. Es puro egoísmo. Tan sólo piensa ensu propio interés, en su salvación. ¡Esta mañanahe podido escuchar la historia de su egoísmo!

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Ha herido a varios hombres y empezará a ma-tar, a no ser que podamos evitarlo. Cundirá elpánico. Nada puede pararlo y ahora se ha esca-pado... ¡completamente furioso!

-Tenemos que cogerlo-dijo Adye-, deeso estoy seguro.

-¿Pero cómo? -gritó Kemp y, de pronto,se le ocurrieron varias ideas-. Hay que empezarahora mismo. Tiene que emplear a todos loshombres que tenga disponibles. Hay que evitarque salga de esta

zona. Una vez que lo consiga, irá por todo elpaís a su antojo, matando y haciendo daño.¡Sueña con establecer un Reinado del Terror!Oiga lo que le digo: un Reinado del Terror. Tie-ne que vigilar los trenes, las carreteras, los bar-cos. Pida ayuda al ejército. Telegrafíe para pe-dir ayuda. Lo único que lo puede retener aquíes la idea de recuperar unos libros que le son degran valor. ¡Ya se lo explicaré luego! Usted tie-ne encerrado en la comisaría a un hombre quese llama Marvel...

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-Sí, sí, ya lo sé -dijo Adye-. Y también lode esos libros.

-Hay que evitar que coma o duerma; to-do el pueblo debe ponerse en movimiento co-ntra él, día y noche. Hay que guardar toda lacomida bajo llave, para obligarle a ponerse enevidencia, si quiere conseguirla. Habrá quecerrarle todas las puertas de las casas. ¡Y que elcielo nos envíe noches frías y lluvia! Todo elpueblo tiene que intentar cogerlo. De verdad,Adye, es un peligro, una catástrofe; si no locapturamos, me da miedo pensar en las cosasque pueden ocurrir.

-¿Y qué más podemos hacer? -dijo Ad-ye-. Tengo que bajar ahora mismo y empezar aorganizarlo todo. Pero, ¿por qué no viene con-migo? Sí, venga usted también. Venga y prepa-remos una especie de consejo de guerra. Pida-mos ayuda a Hopps y a los gestores del ferro-carril. ¡Venga, es muy urgente! Cuénteme máscosas, mientras vamos para allá. ¿Qué más hayque podamos hacer? Y deje eso en el suelo. Mi-

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nutos después, Adye se abría camino escalerasabajo. Encontraron la puerta de la calle abiertay, fuera, a los dos policías, de pie, mirando alvacío.

-Se ha escapado, señor -dijo uno. -Tenemos que ir a la comisaría central.

Que uno de vosotros baje, busque un coche ysuba a recogernos. Rápido. Y ahora, Kemp,¿qué más podemos hacer? -dijo Adye.

-Perros -dijo Kemp-. Hay que conseguirperros. No pueden verlo, pero sí olerlo. Consi-ga perros.

-De acuerdo -dijo Adye-. Casi nadie losabe, pero los oficiales de la prisión de Halsteadconocen a un hombre que tiene perros policía.Los perros ya están, ¿qué más?

-Hay que tener en cuenta -dijo Kemp- que loque come es visible. Después de comer, se ve lacomida hasta que la asimila; por eso tiene queesconderse siempre que come. Habrá que regis-trar cada arbusto, cada rincón, por tranquiloque parezca. Y habrá que guardar todas las

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armas o lo que pueda utilizarse como un arma.No puede llevar esas cosas durante muchotiempo. Hay que esconder todo lo que él puedacoger para golpear a la gente.

-De acuerdo -dijo Adye-. ¡Lo atrapare-mos!

-Y en las carreteras... -dijo Kemp, y sequedó dudando un momento.

-¿Sí? -dijo Adye. -Hay que echar cristal en polvo -dijo

Kemp-. Ya sé que es muy cruel. Pero piense enlo que puede llegar a hacer.

Adye tomó un poco de aire. -No es juego limpio, no estoy seguro.

Pero tendré preparado cristal en polvo, por sillega demasiado lejos

-Le prometo que ya no es un ser huma-no -dijo Kemp-. Estoy tan seguro de que im-plantará el Reinado del Terror, una vez que sehaya recuperado de las emociones de la huida,como lo estoy de estar hablando con usted.Nuestra única posibilidad de éxito es adelan-

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tarnos. Él mismo se ha apartado de la humani-dad. Su propia sangre caerá sobre su cabeza.

CAPÍTULO XXVIEl asesinato de Wicksteed

El hombre invisible pareció salir de casade Kemp ciego de ira. Agarró y tiró a un lado aun niño que jugaba cerca de la casa de Kemp, ylo hizo de manera tan violenta, que le rompióun tobillo. Después, el hombre invisible des-apareció durante algunas horas. Nadie sabedónde fue, ni qué hizo. Pero podemos imagi-nárnoslo, corriendo colina arriba bajo el sol deaquella mañana de junio, hacia los campos quehabía detrás de Port Burdock, rabioso y deses-perado por su mala suerte y, refugiándose fi-nalmente, sudoroso y agotado, entre la vege-tación de Hintondean, preparando de nuevo

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algún plan de destrucción hacia los de su mis-ma especie. Parece que allí se escondió, porqueallí reapareció, de una forma terriblemente trá-gica, hacia las dos de la tarde.

Uno se pregunta cuál debió de ser su es-tado de ánimo durante ese tiempo y qué planestramó. Sin duda, estaría furioso por la traiciónde Kemp y, aun que podemos entender los mo-tivos que le condujeron al engaño, también po-demos imaginar e, incluso, justificar, en ciertamedida, la furia que la sorpresa le ocasionó.Quizá recordara la perplejidad que le pro-dujeron sus experiencias de Oxford Street, pueshabía contado con la cooperación de Kemp pa-ra llevar a cabo su sueño brutal de aterrorizar almondo. En cualquier caso se perdió de vistaalrededor del mediodía, y nadie puede decir loque hizo hasta las dos y media, más o menos.Quizá, esto fuese afortunado para la humani-dad, pero, esa inactividad, fue fatal para él.

En aquel momento, ya se había lanzadoen su búsqueda un grupo de personas, cada

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vez mayor, que se repartieron por la comarca.Por la mañana no era más que una leyenda, uncuento de miedo; por la tarde, y debido, sobretodo, a la escueta exposición de los hechos porparte de Kemp, se había convertido en un ene-migo tangible al que había que herir, capturar ovencer, y, para ello, toda la comarca empezó aorganizarse por su cuenta con una rapideznunca vista. Hasta las dos de la tarde podíahaberse marchado de la zona cogiendo un tren,pero, después de esa hora, ya no era posible.Todos los trenes de pasajeros de las líneas entreSouthampton, Brighton, Manchester y Hors-ham viajaban con las puertas cerradas y eltransporte de mercancías había sido práctica-mente suspendido. En un círculo de veinte ki-lómetros alrededor de Port Burdock, hombresarmados con escopetas y porras se estaban or-ganizando en grupos de tres o cuatro, que, conperros, batían las carreteras y los campos.

Policías a caballo iban por toda la co-marca, deteniéndose en todas las casas para

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avisar a la gente que cerrara sus puertas y sequedaran dentro, a menos que estuvieran ar-mados; todos los colegios cerraron a las tres, ylos niños, asustados y manteniéndose en gru-pos, corrían a sus casas. La nota de Kemp, quetambién Adye había firmado, se colocó portoda la comarca entre las cuatro y las cinco dela tarde. En ella se podían leer, breve y clara-mente, las condiciones en las que se estaba lle-vando a cabo la lucha, la necesidad de mante-ner al hombre invisible alejado de la comida ydel sueño, la necesidad de observar con-tinuamente con toda atención cualquier movi-miento. Tan rápida y decidida fue la acción delas autoridades y tan rápida y general la creen-cia en aquel extraño ser, que, antes de la caídade la noche, un área de varios cientos de kiló-metros cuadrados estaba en estricto estado dealerta. Y también, antes del anochecer, una sen-sación de horror recorría toda aquella comarca,que seguía nerviosa. La historia del asesinatodel señor Wicksteed se susurraba de boca en

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boca, rápidamente y con detalle, a lo largo y an-cho de la comarca.

Si hacíamos bien en suponer que el re-fugio del hombre invisible eran los matorralesde Hintondean, tenemos que suponer tambiénque, a primera hora de la tarde, salió de nuevopara realizar algún proyecto que llevara consi-go el uso de un arma. No sabemos de qué setrataba, pero la evidencia de que llevaba unabarra de hierro en la mano, antes de en-contrarse con el señor Wicksteed, es aplastante,al menos para mí.

No sabemos nada sobre los detalles deaquel encuentro. Ocurrió al final de un foso quehabía a unos doscientos metros de la casa deLord Burdock. La evidencia muestra una luchadesesperada: el suelo pisoteado, las numerosasheridas que sufrió el señor Wicksteed, su garro-te hecho pedazos; pero es imposible imaginarpor qué le atacó, a no ser que pensemos en undeseo homicida. Además, la teoría de la locuraes inevitable. El señor Wicksteed era un hom-

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bre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y seisaños; era el mayordomo de Lord Burdock y decostumbres en apariencia inofensivas, la últimapersona en el mundo que habría provocado atan terrible enemigo. Parece ser que el hombreinvisible utilizó un trozo de valla roto. Detuvoa este hombre tranquilo que iba a comer a casa,lo atacó, venció su débil resistencia, le rompióun brazo, lo tiró al suelo y le golpeó la cabezahasta hacérsela papilla.

Debió de haber arrancado la barra de lavalla antes de encontrarse con su víctima; ladebía llevar preparada en la mano. Hay un parde detalles, además de los ya expuestos, quemerecen ser mencionados. Uno, el hecho deque el foso no estaba en el camino de la casa delseñor Wicksteed, sino a unos doscientos me-tros. El otro, que, según afirma una niña que sedirigía a la escuela vespertina, vio a la víctimadando unos saltitos de manera peculiar por elcampo, en dirección al foso. Según la descrip-ción de la niña, parecía tratarse de un hombre

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que iba persiguiendo algo que iba por el suelo yle iba dando unos golpecitos con su bastón. Fuela última persona que lo vio vivo. Pasó por de-lante de los ojos de aquella niña camino de sumuerte, y la lucha quedó oculta a los ojos deaquélla por un grupo de hayas y por una ligeradepresión del terreno.

Esto, al menos para el autor, hace que elasesinato escape a la absoluta inmotivación.Podemos creer que Griffin había arrancado labarra para que le sirviera, desde luego, comoarma, pero sin que tuviera la deliberada inten-ción de utilizarla para matar. Wicksteed pudocruzarse en su camino y ver aquella barra, que,inexplicablemente, se movía sola, suspendidaen el aire. Sin pensar en el hombre invisible,pues Port Burdock quedaba a diez kilómetrosde allí, pudo haberla perseguido. Puede ser,incluso, que no hubiera oído hablar del hombreinvisible. Uno podría imaginarse, entonces, alhombre invisible alejándose sin hacer ruido,para evitar que se descubriese su presencia en

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el vecindario, y a Wicksteed, excitado por lacuriosidad, persiguiendo al objeto móvil y, porúltimo, atacándolo.

Sin lugar a dudas, el hombre invisible sepudo haber alejado fácilmente de aquel hombrede mediana edad que lo perseguía, bajo cir-cunstancias normales, pero la posición en quese encontró el cuerpo de Wicksteed hace pensarque tuvo la mala suerte de conducir a su presaa un rincón situado entre un montón de ortigasy el foso. Para los que conocen la extraordinariairascibilidad del hombre invisible, el resto delrelato ya se lo pueden imaginar.

Pero todo esto es sólo una hipótesis. Losúnicos hechos reales, ya que las historias de losniños con frecuencia no ofrecen mucha seguri-dad, son el descubrimiento del cuerpo deWicksteed, muerto, y el de la barra de hierromanchada de sangre, tirada entre las ortigas. Elabandono de la barra por parte de Griffin su-giere que, en el estado de excitación emocionalen el que se encontraba después de lo ocurrido,

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abandonó el propósito por el que arrancó labarra, si es que tenía alguno. Desde luego, eraun hombre egoísta y sin sentimientos, pero, alver a su víctima, a su primera víctima, ensan-grentada y de aspecto penoso, a sus pies, po-dría haber dejado fluir el remordimiento, cual-quiera que fuese el plan de acción que habíaideado.

Después del asesinato del señor Wicks-teed, parece ser que atravesó la región hacia lascolinas. Se dice que un par de hombres queestaban en el campo, cerca de Fern Bottom,oyeron una voz, cuando el sol se estaba po-niendo. Estaba quejándose y riendo, sollozandoy gruñendo y, de vez en cuando, gritaba. Lesdebió resultar extraño oírla. Se oyó mejor cuan-do pasaba por el centro de un campo de árbolesy se extinguió en dirección a las colinas.

Aquella tarde el hombre invisible debióaprender algo sobre la rapidez con la queKemp utilizó sus confidencias. Debió encontrarlas casas cerradas con llave y atrancadas; debió

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merodear por las estaciones de tren y rondarcerca de las posadas, y, sin duda, pudo leer lanota y darse cuenta de la campaña que se es-taba desarrollando en contra de él. Según avan-zaba la tarde, los campos se llenaban, por dis-tintas partes, de grupos de tres o cuatro hom-bres, y se escuchaba el ladrido de los perros.Aquellos cazadores de hombres tenían instruc-ciones especiales para ayudarse mutuamente,en caso de que se encontraran con el hombreinvisible. Él los evitó a todos. Nosotros pode-mos entender, en parte, su furia, no era paramenos, porque él mismo había dado la infor-mación que se estaba utilizando, inexorable-mente, en contra suya. AI menos aquel día sedesanimó; durante unas veinticuatro horas,excepto cuando tuvo el encuentro con Wicks-teed, había sido un hombre perseguido. Por lanoche debió comer y dormir algo, porque, a lamañana siguiente, se encontraba de nuevo acti-vo, con fuerzas, enfadado y malvado, prepara-do para su última gran batalla contra el mundo.

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CAPÍTULO XXVIIEl sitio de la casa de Kemp

Kemp leyó una extraña carta escrita alápiz en una hoja de papel que estaba muy su-cio.

«Has sido muy enérgico e inteligente -decía la carta-, aunque no puedo imaginar loque pretendes conseguir. Estás en contra mía.Me has estado persiguiendo durante todo eldía; has intentado robarme la tranquilidad de lanoche. Pero he comido, a pesar tuyo, y, a pesartuyo, he dormido. El juego está empezando. Eljuego no ha hecho más que empezar. Sólo que-da iniciar el Terror. Esta carta anuncia el primerdía de Terror. Dile a tu coronel de policía y alresto de la gente que Port Burdock ya no estábajo el mandato de la Reina. Ahora está bajo mimandato, ¡el del Terror! Éste es el primer día

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del primer año de una nueva época: el Períododel Hombre Invisible. Yo soy El Hombre Invi-sible I. Empezar será muy fácil. El primer díahabrá una ejecución, que sirva de ejemplo, la deun hombre llamado Kemp. La muerte le llegaráhoy. Puede encerrarse con llave, puede escon-derse, puede rodearse de guardaespaldas oponerse una armadura, si así lo desea; la Muer-te, la Muerte invisible está cerca. Dejémosle quetome precauciones; impresionará a mi pueblo.La muerte saldrá del buzón al mediodía. Lacarta caerá, cuando el cartero se acerque. Eljuego va a empezar. La Muerte llega. No leayudéis, pueblo mío, si no queréis que la Muer-te caiga también sobre vosotros. Kemp va amorir hoy.»

Kemp leyó la carta dos veces. -¡No es ninguna broma! -dijo-. Son sus

palabras y habla en serio. Dobló la hoja por la mitad y vio al lado

de la dirección el sello de correos de Hinton-

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dean, y el detalle de mal gusto: «dos peniques apagar».

Se levantó sin haber terminado de co-mer (la carta había llegado en el correo de launa) y subió al estudio. Llamó al ama de llavesy le dijo que se diese una vuelta por toda lacasa para asegurarse de que todas las ventanasestaban cerradas y para que cerrase las con-traventanas. Él mismo cerró las contraventanasdel estudio. De un cajón del dormitorio, sacóun pequeño revólver, lo examinó cuidadosa-mente, y se lo metió en el bolsillo de la chaque-ta. Escribió una serie de notas muy breves: una,dirigida al coronel Adye, se la dio a la mucha-cha para que se la llevara, con instruccionesespecíficas sobre cómo salir de la casa.

-No hay ningún peligro -le dijo, y aña-dió mentalmente:

«Para ti». Después de hacer esto, se quedó pensa-

tivo un momento y, luego, volvió a la comida,que se le estaba quedando fría.

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Mientras comía, se paraba a pensar.Luego, dio un golpe muy fuerte en la mesa.

-¡Lo atraparemos! -dijo-; y yo seré el ce-bo. Ha llegado demasiado lejos.

Subió al mirador, cuidándose de cerrartodas las puertas tras de sí.

-Es un juego -dijo-, un juego muy extra-ño, pero tengo todos los ases a mi favor, Griffin,a pesar de tu invisibilidad. Griffin contra elmundo... ¡con una venganza! -se paró en la ven-tana, mirando a la colina calentada por el sol-.Todos los días tiene que comer, no lo envidio.¿Habrá dormido esta noche? Habrá sido enalgún sitio, por ahí fuera, a salvo de cualquieremergencia. Me gustaría que hiciese frío y quelloviese, en lugar de hacer este calor. Quizá meesté observando en este mismo instante.

Se acercó a la ventana. Algo golpeó se-camente los ladrillos afuera, y dio un respingo.

-Me estoy poniendo nervioso-dijoKemp, y pasaron cinco minutos antes de que se

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volviera a acercar a la ventana-. Debe de habersido algún gorrión -dijo.

En ese momento oyó cómo llamaban ala puerta de entrada y bajó corriendo las escale-ras. Descorrió el cerrojo, abrió, miró con la ca-dena puesta, la soltó y abrió con precaución, sinexponerse. Una voz familiar le dijo algo. EraAdye.

-¡Ha asaltado a la muchacha, Kemp! -dijo, desde el otro lado.

-¿Qué? -exclamó Kemp. -Le ha quitado la nota que usted le dio.

Tiene que estar por aquí cerca. Déjeme entrar. Kemp quitó la cadena, y Kemp entró,

abriendo la puerta lo menos posible. Se quedóde pie en el vestíbulo, mirando con un alivioinfinito cómo Kemp aseguraba la puerta denuevo.

-Le quitó la nota de la mano y ella seasustó terriblemente. Está en la comisaría depolicía, completamente histérica. Debe de estarcerca de aquí. ¿Qué quería decirme?

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Kemp empezó a perjurar. -Qué tonto he sido -dijo Kemp-. Debí

suponerlo. Hintondean está a menos de unahora de camino de este lugar.

-¿Qué ocurre? -dijo Adye. -¡Venga y mire! -dijo Kemp, y condujo al

coronel Adye a su estudio. Le enseñó al coronella carta del hombre invisible. Adye la leyó yemitió un silbido.

-¿Y usted...? -dijo Adye. -Le proponía tenderle una trampa... soy

un tonto-dijo Kemp-, y envié mi propuesta conuna criada, pero a él, en lugar de a usted.

Adye, como lo había hecho antes Kemp,empezó a perjurar.

-Quizá se marche -dijo Adye. -No lohará -dijo Kemp.

Se oyó el ruido de cristales rotos, quevenía de arriba. Adye vio el destello plateadodel pequeño revólver, que asomaba por el bol-sillo de Kemp.

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-¡Es la ventana de arriba! -dijo Kemp, ysubió corriendo. Mientras se encontraba en lasescaleras, se oyó un segundo ruido. Cuandoentraron en el estudio, se encontraron con quedos de las tres ventanas estaban rotas y los cris-tales esparcidos por casi toda la habitación.Encima de la mesa, había una piedra enorme.Los dos se quedaron parados en el umbral de lapuerta, contemplando el destrozo. Kemp em-pezó a lanzar maldiciones y, mientras lo hacía,la tercera ventana se rompió con un ruido comoel de un pistoletazo. Se mantuvo un momentoasí, y cayó, haciéndose mil pedazos, dentro dela habitación.

-¿Por qué lo ha hecho? -preguntó Adye. -Es el comienzo -dijo Kemp. -¿No hay forma de subir aquí? -Ni siquiera para un gato -dijo Kemp. -¿No hay contraventanas? -Aquí no, pero sí las hay en todas las

ventanas del piso de abajo. ¿Qué ha sido eso?

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En el piso de abajo se oyó el ruido de ungolpe, y después, cómo crujían las maderas.

-¡Maldito sea! -dijo Kemp-. Eso tieneque haber sido... sí, en uno de los dormitorios.Lo va a hacer con toda la casa. Está loco. Lascontraventanas están cerradas y los cristalescaerán hacia fuera. Se va a cortar los pies.

Se oyó cómo se rompía otra ventana.Los dos hombres se quedaron en el rellano dela escalera, perplejos.

-¡Ya lo tengo! -dijo Adye-. Déjeme unpalo o algo por el estilo, e iré a la comisaría pa-ra traer los perros. ¡Eso tiene que detenerle! Nome llevará más de diez minutos.

Otra ventana se rompió como había su-cedido a sus compañeras.

-¿No tiene un revólver? -preguntó Ad-ye.

Kemp se metió la mano en el bolsillo,dudó un momento y dijo:

-No, no tengo ninguno... por lo menosque me sobre.

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-Se lo devolveré más tarde-dijo Adye-.Usted está a salvo aquí dentro.

Kemp le dio el arma. -Bueno, vayamos hacia la puerta -dijo

Adye. Mientras se quedaron dudando un mo-mento en el vestíbulo, oyeron el ruido de unaventana de un dormitorio del primer piso, quese hacía pedazos. Kemp se dirigió a la puerta yempezó a descorrer los cerrojos, haciendo elmenor ruido posible. Estaba un poco más páli-do de lo normal. Un momento después, Adyese encontraba ya fuera y los cerrojos volvían asu sitio. Dudó qué hacer durante un momento,sintiéndose mucho más seguro apoyado deespaldas contra la puerta. Después empezó acaminar, erguido y recto, y bajó los escalones.Atravesó el jardín en dirección a la verja. Lepareció que algo se movía a su lado.

-Espere un momento -dijo una voz, yAdye se paró en seco y agarró el revólver mu-cho más fuerte. -¿Y bien? -dijo Adye, pálido ysolemne, con todos los nervios en tensión.

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-Hágame el favor de volver a la casa-dijo la voz, con la misma solemnidad con que lehabía hablado Adye.

-Lo siento -dijo Adye con la voz un pocoronca, y se humedeció los labios con la lengua.Pensó que la voz venía del lado izquierdo ysupuso que podría probar suerte, disparandohacia allí.

-¿A dónde va? -dijo la voz, y los doshombres hicieron un rápido movimiento, mien-tras un rayo de sol se reflejó en el bolsillo deAdye.

Adye desistió de su intento, y añadió: -Donde vaya -dijo lentamente- es cosa

mía. No había terminado aquellas palabras,cuando un brazo lo agarró del cuello, notó unarodilla en la espalda y cayó hacia atrás. Se in-corporó torpemente y malgastó un disparo.Unos segundos después recibía un puñetazo enla boca y le arrebataban el revólver de las ma-nos. En vano intentó agarrar un brazo que se le

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escurría, trató de levantarse y volvió a caer alsuelo.

-¡Maldito sea! -dijo Adye. La voz soltóuna carcajada.

-Le mataría ahora mismo, si no tuvieraque malgastar una bala -dijo.

Adye vio el revólver suspendido en elaire, a unos seis pasos de él, apuntándole.

-Está bien -dijo Adye, sentándose en elsuelo.

-Levántese -exclamó la voz. Adye se levantó. -Escúcheme con atención -ordenó la

voz, y continuó con furia-: No intente hacermeuna jugarreta. Recuerde que yo puedo ver sucara y usted, sin embargo, no puede ver la mía.Tiene que volver a la casa.

-Él no me dejaría entrar-señaló Adye. -Es una pena -dijo el hombre invisible-.

No tengo nada contra usted. Adye se humedeció los labios otra vez.

Apartó la vista del cañón del revólver y, a lo

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lejos, vio el mar, azul oscuro, bajo los rayos delsol del mediodía, el campo verde, el blancoacantilado y la ciudad populosa; de pronto,comprendió lo dulce que era la vida. Sus ojosvolvieron a aquella cosita de metal que se sos-tenía entre el aire y la tierra, a unos pasos de él.

-¿Qué podría yo hacer? -dijo, taciturno. -¿Y qué podría hacer yo? -preguntó el

hombre invisible-. Usted iba a buscar ayuda. Loúnico que tiene que hacer ahora es volver atrás.

-Lo intentaré. Pero, si Kemp me deja en-trar, ¿me promete que no se abalanzará contrala puerta?

-No tengo nada contra usted -dijo lavoz. Kemp, después de dejar fuera a Adye,había subido arriba a toda prisa; ahora se en-contraba agachado entre los cristales rotos ymiraba cautelosamente hacia el jardín, desde elalféizar de una ventana del estudio. Desde allí,vio cómo Adye parlamentaba con el hombreinvisible.

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-¿Por qué no dispara? -se preguntóKemp. Entonces, el revólver se movió un poco,y el reflejo del sol le dio a Kemp en los ojos, quese los cubrió mientras trataba de ver de dóndeprovenía aquel rayo cegador.

«Está claro», se dijo, «que Adye le ha en-tregado el revólver.

-Prométame que no se abalanzará sobrela puerta -le estaba diciendo Adye al hombreinvisible-. No lleve el juego demasiado lejos,usted lleva las de ganar. Déle una oportunidad.

-Usted vuelva a la casa. Le digo por úl-tima vez que no puedo prometerle nada.

Adye pareció tomar una rápida deci-sión. Se volvió hacia la casa, caminando lenta-mente con las manos en la espalda. Kemp loobservaba, asombrado. El revólver desapareció,volvió a aparecer y desapareció de nuevo. Alfinal, después de mirarlo fijamente, se hizo evi-dente como un pequeño objeto oscuro que se-guía a Adye. Después, todo ocurrió rápidamen-te. Adye dio un salto atrás, se volvió y se aba-

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lanzó sobre aquel objeto, perdiéndolo; luegolevantó las manos y cayó de bruces al suelo,levantando una especie de humareda azul en elaire. Kemp no oyó el disparo. Adye se retorcióen el suelo, se apoyó en un brazo para incor-porarse y volvió a caer, inmóvil.

Durante unos minutos, Kemp se quedómirando el cuerpo inmóvil de Adye. La tardeera calurosa y estaba tranquila; nada parecíamoverse en el mundo, excepto una pareja demariposas amarillas, persiguiéndose la una a laotra por los matorrales que había entre la casa yla carretera. Adye yacía en el suelo, cerca de laverja. Las persianas de todas las casas de lacolina estaban bajadas. En una glorieta, se veíauna pequeña figura blanca. Aparentemente, eraun viejo que dormía. Kemp miró los alrededo-res de la casa para ver si localizaba el revólver,pero había desaparecido. Sus ojos se volvierona fijar en Adye. El juego ya había comenzado.

En ese momento, llamaron a la puertaprincipal, llamaron a la vez al timbre y con los

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nudillos. Las llamadas cada vez eran más fuer-tes, pero, siguiendo las instrucciones de Kemp,todos los criados se habían encerrado en sushabitaciones. A esto siguió un silencio total.Kemp se sentó a escuchar y, después, empezó amirar cuidadosamente por las tres ventanas delestudio, una tras otra. Se dirigió a la escalera yse quedó allí escuchando, inquieto. Se armó conel atizador de la chimenea de su habitación ybajó a cerciorarse de que las ventanas del pri-mer piso estaban bien cerradas. Todo estabatranquilo y en silencio. Volvió al mirador. Adyeyacía inmóvil, tal y como había caído. Subiendopor entre las casas de la colina venía el ama dellaves, acompañada de dos policías.

Todo estaba envuelto en un silencio demuerte. Daba la impresión de que aquellas trespersonas se estaban acercando demasiado len-tamente. Se preguntó qué estaría haciendo suenemigo.

De pronto, se oyó un golpe que venía deabajo, y se sobresaltó. Dudó un instante y deci-

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dió volver a bajar. De repente, la casa empezó ahacer eco de fuertes golpes y de maderas que seastillaban. Luego oyó otro golpe, y el caer delos cierres de hierro de las contraventanas. Hizogirar la llave y abrió la puerta de la cocina.Cuando lo hacía, volaron hacia él las astillas delas contraventanas. Se quedó horrorizado. Elmarco de la ventana estaba todavía intacto,pero sólo quedaban en él pequeños restos decristales. Las contraventanas habían sido des-trozadas con un hacha, y ahora ésta se dejabacaer con violentos golpes sobre el marco de laventana y las barras de hierro que la defendían.De repente, cayó a un lado y desapareció.Kemp pudo ver el revólver fuera, y cómo ésteascendía en el aire. Él se echó hacia atrás. Elrevólver disparó demasiado tarde, y una astillade la puerta, que se estaba cerrando, le cayó enla cabeza. Acabó de cerrar con un portazo yechó la llave, y, mientras estaba fuera, oyó aGriffin gritar y reírse. Después se reanudaron

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los golpes del hacha con aquel acompaña-miento de astillas y estrépitos.

Kemp se quedó en el pasillo intentandopensar en algo. Dentro de un instante, el hom-bre invisible entraría en la cocina. Aquellapuerta no lo retendría mucho tiempo y enton-ces...

Volvieron a llamar a la puerta principalotra vez. Quizá fuesen los policías. Kemp corrióal vestíbulo, quitó la cadena y descorrió loscerrojos. Hizo que la chica dijese algo antes desoltar la cadena, y las tres personas entraron enla casa de golpe, dando un portazo.

-¡El hombre invisible! -dijo Kemp-. Tie-ne un revólver y le quedan dos balas. Ha mata-do a Adye o, por lo menos, le ha disparado.¿No lo han visto tumbado en el césped?

-¿A quién? -dijo uno de los policías. -A Adye -contestó Kemp. -Nosotros hemos venido por la parte de

atrás -añadió la muchacha.

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-¿Qué son esos golpes? -preguntó unpolicía.

-Está en la cocina o lo estará dentro deun momento. Ha encontrado un hacha.

De repente, la casa entera se llenó deleco de los hachazos que daba el hombre invisi-ble en la puerta de la cocina. La muchacha sequedó mirando a la puerta, se asustó y volvió alcomedor. Kemp intentó explicarse con frasesencontradas. Luego oyeron cómo cedía la puer-ta de la cocina.

-¡Por aquí!-gritó Kemp, y se puso en ac-ción, empujando a los policías hacia la puertadel comedor.

-¡El atizador! -dijo y corrió hacia la chi-menea. Le dio un atizador a cada policía. Depronto, se echó hacia atrás.

-¡Oh!-exclamó un policía y, agachándo-se, dio un golpe al hacha con el atizador. Elrevólver disparó una penúltima bala y destrozóun valioso Sidney Cooper. El otro policía dejócaer el atizador sobre el arma, como quien in-

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tenta matar a una avispa, y lo lanzó, rebotando,al suelo.

Al primer golpe, la muchacha lanzó ungrito y se quedó chillando al lado de la chime-nea; después, corrió a abrir las contraventanas,quizá con la idea de escapar por allí.

El hacha retrocedió y se quedó a unosdos pies del suelo. Todos podían escuchar larespiración del hombre invisible.

-Vosotros dos, marchaos -dijo-, sóloquiero a Kemp.

-Nosotros te queremos a ti -dijo un poli-cía, dando un paso rápido hacia adelante, yempezando a dar golpes con el atizador hacia ellugar de donde él creía que salía la voz. Elhombre invisible debió retroceder y tropezarcon el paragüero. Después, mientras el policíase tambaleaba, debido al impulso del golpe quele había dado, el hombre invisible le atacó conel hacha, le dio un golpe en el casco, que se ras-gó como el papel, y el hombre se cayó al suelo,dándose con la cabeza en las escaleras de la co-

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cina. Pero el segundo policía, que iba detrás delhacha con el atizador en la mano, pinchó algoblando. Se escuchó una agudo grito de dolor, yel hacha cayó al suelo. El policía arremetió denuevo al vacío, pero esta vez no golpeó nada;pisó el hacha y golpeó de nuevo. Después sequedó parado, blandiendo el atizador, inten-tando apreciar el más mínimo movimiento.

Oyó cómo se abría la ventana del come-dor y unos pasos que se alejaban. Su compañe-ro se dio la vuelta y se sentó en el suelo. Le co-rría la sangre por la cara.

-¿Dónde está? -preguntó. -No lo sé. Lo he herido. Estará en algún

sitio del vestíbulo, a menos que pasase por en-cima de ti. ¡Doctor Kemp..., señor!

Hubo un silencio. -¡Doctor Kemp! -gritó de nuevo el poli-

cía. El otro policía intentó recuperar el equi-

librio. Se puso de pie. De repente, se pudieron

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oír los débiles pasos de unos pies descalzos enlos escalones de la cocina.

-¡Ahí está! -gritó la policía, quien no pu-do contener dar un golpe con el atizador, perorompió un brazo de una lámpara de gas.

Hizo ademán de perseguir al hombreinvisible, bajando las escaleras, pero lo pensómejor y volvió al comedor.

-¡Doctor Kemp! -empezó y se paró derepente-. El doctor Kemp es un héroe -dijo,mientras que su compañero lo miraba por en-cima del hombro. La ventana del comedor es-taba abierta de par en par, y no se veía ni a lamuchacha ni a Kemp.

La opinión del otro policía sobre Kempera concisa y bastante imaginativa.

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CAPÍTULO XXVIIIEl cazador cazado

El señor Heelas, el vecino más próximodel señor Kemp, estaba durmiendo en el cena-dor de su jardín, mientras tenía lugar el sitio dela casa de Kemp. El señor Heelas era uno de loscomponentes de esa gran minoría que no creíanen «todas esas tonterías» sobre un hombre invi-sible. Su esposa, sin embargo, como más tardele recordaría a menudo, sí creía. Insistió en darun paseo por su jardín, como si no ocurrieranada, y fue a echarse una siesta, tal y como ve-nía haciendo desde hacía años. Durmió sin en-terarse del ruido de las ventanas, pero se des-pertó repentinamente con la extraña intuiciónde que algo malo estaba ocurriendo. Miró a lacasa de Kemp, se frotó los ojos y volvió a mirar.Después, bajó los pies al suelo y se quedó sen-tado, escuchando. Pensó que estaba condenadomientras todavía veía aquella cosa tan extraña.

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La casa parecía estar vacía desde hacía sema-nas, como si hubiese tenido lugar un ataqueviolento. Todas las ventanas estaban destroza-das, y todas, excepto las del mirador, teníancerradas las contraventanas.

-Habría jurado que todo estaba en ordenhace veinte minutos -.Y miró su reloj.

Entonces empezó a oír una especie deconmoción y ruidos de cristales, que llegabande lejos. Y después, mientras estaba sentadocon la boca abierta, tuvo lugar un hecho toda-vía más extraño. Las contraventanas de la ven-tana del comedor se abrieron de par en par,violentamente, y el ama de llaves, con sombre-ro y ropa de calle, apareció, luchando con todassus fuerzas para levantar la hoja de la ventana.De pronto, un hombre apareció detrás de ella,ayudándola. ¡Era el doctor Kemp! Un momentodespués se abría la ventana, y la criada saltabafuera de la casa, se echaba a correr y desapare-cía entre los arbustos. El señor Heelas se pusode pie y lanzó una vaga exclamación con toda

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vehemencia, al contemplar aquellos extrañosacontecimientos. Vio cómo Kemp se ponía depie en el alféizar, saltaba afuera y reaparecía,casi instantáneamente, corriendo por el jardínentre los matorrales. Mientras corría, se paró,como si no quisiera que le vieran. Desapareciódetrás de un arbusto, y apareció más tarde,trepando por una valla que daba al campo. Notardó ni dos segundos en saltarla; y luego echóa correr todo lo deprisa que pudo por el caminoque bajaba a la casa del señor Heelas.

-¡Dios mío! -gritó el señor Heelas, mien-tras le asaltaba una idea-. ¡Debe de ser el hom-bre invisible! Después de todo, quizá sea ver-dad.

Cuando el señor Heelas pensaba en co-sas de este tipo, actuaba inmediatamente, y sucocinera, que lo estaba viendo desde la venta-na, se quedó asombrada, al verlo venir hacia lacasa, corriendo tan rápido como lo hacía.

-Y eso que no tenía miedo -dijo la coci-nera.

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-Mary, ven aquí. Se oyó un portazo, el sonido de la cam-

panilla y el señor Heelas, que bramaba comoun toro: -¡Cerrad las puertas, cerrad las venta-nas, cerradlo todo! ¡Viene el hombre invisible!Inmediatamente, en la casa, se oyeron gritos ypasos que iban en todas direcciones. Él mismocerró las ventanas que daban a la terraza. Mien-tras lo hacía, aparecieron la cabeza, los hom-bros y una rodilla de Kemp por el borde de lavalla del jardín. Un momento después, Kempse había echado encima de la esparraguera deljardín y corría por la cancha de tenis en direc-ción a la casa.

-No puede entrar aquí -le dijo el señorHeelas corriendo los cerrojos-. ¡Siento muchoque lo esté persiguiendo, pero aquí no puedeentrar!

Kemp pegó su rostro aterrorizado alcristal, llamó y después empezó a sacudir fre-néticamente el ventanal. Entonces, al ver quesus esfuerzos eran inútiles, atravesó la terraza,

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dio la vuelta por uno de sus lados y empezó agolpear con el puño la puerta lateral. Después,giró por la parte delantera de la casa y saliócorriendo por la colina. El señor Heelas, que es-taba viendo todo por la ventana, completamen-te aterrorizado, apenas pudo observar cómoKemp desaparecía, antes de que viera cómoestaban pisando sus espárragos unos pies invi-sibles. El señor Heelas subió disparado al pisode arriba y ya no pudo ver el resto de la perse-cución, pero oyó cómo la verja del jardín secerraba de un portazo.

Al llegar a la carretera, el doctor Kemp,naturalmente, tomó la dirección del pueblo y,de esta forma, él mismo protagonizó la carreraque sólo cuatro días antes había observado conojos tan críticos. Corría bastante bien, para noser un hombre acostumbrado a ello, y, aunqueestaba pálido y sudoroso, no perdía la sereni-dad. Daba grandes zancadas y, cada vez que seencontraba con algún trozo en mal estado o conpiedras o un trozo de cristal que brillaba con el

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reflejo del sol, saltaba por encima y dejaba quelos pies invisibles y desnudos que lo estabanpersiguiendo los salvaran como pudieran.

Por primera vez en su vida, Kemp sedio cuenta de lo larga y solitaria que era la ca-rretera de la colina, y que las primeras casas dela ciudad, que quedaban a los pies de la colina,estaban increíblemente lejos. Pensó que nuncahabía existido una forma más lenta y dolorosade desplazarse que corriendo. Todas aquellascasas lúgubres, que dormían bajo el sol de latarde, parecían cerradas y aseguradas; sin dudalo habían hecho siguiendo sus propias órdenes.Pero, en cualquier caso, ¡deberían haber echadoun vistazo de vez en cuando ante una eventua-lidad de este tipo! Ahora, la ciudad se iba acer-cando y el mar había desaparecido de su vistadetrás de ella. Empezaba a ver gente que semovía allí abajo. Un tranvía llegaba en ese mo-mento al pie de la colina. Un poco más allá, es-taba la comisaría de policía. ¿Seguía escuchan-

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do pasos detrás de él? Había que hacer un úl-timo esfuerzo.

La gente del pueblo se le quedaba mi-rando; una o dos personas salieron corriendo yempezó a notar que le faltaba la respiración.Tenía el tranvía bastante cerca, y la posada es-taba cerrando sus puertas. Detrás del tranvíahabía unos postes y unos montones de grava.Debía tratarse de las obras del alcantarillado. AKemp se le pasó por la cabeza subir al tranvíaen marcha y cerrar las puertas, pero decidiódirigirse a la comisaría. Un momento despuéspasaba por delante de la puerta del Jolly Cric-keters y llegaba al final de la calle. Había variaspersonas a su alrededor. El conductor del tran-vía y su ayudante, asombrados por la prisa quellevaba, se quedaron mirándolo, sin atender alos caballos del tranvía. Un poco más allá apa-recieron los rostros sorprendidos de los peonescamineros, encima de los montones de grava.

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Aflojó un poco el paso y, entonces, pudooír las rápidas pisadas de su perseguidor, yvolvió a forzarlo de nuevo.

-¡El hombre invisible! -gritó a los peonescamineros con un débil gesto indicativo, y, poruna repentina inspiración, saltó por encima dela zanja, dejando, de esta manera, a un grupode hombres, entre él y su perseguidor. Des-pués, abandonando la idea de dirigirse a lacomisaría, se metió por una calleja lateral, em-pujó la carreta de un vendedor de verduras ydudó durante unas décimas de segundo, en lapuerta de una pastelería, hasta que decidió en-trar por una bocacalle que daba a la calle prin-cipal. Dos o tres niños estaban jugando y,cuando lo vieron aparecer, salieron corriendo ygritando. Acto seguido, las madres, nerviosas,salieron a las puertas y ventanas. Volvió a salirde nuevo a la calle principal, a unos trescientosmetros del final del tranvía, e inmediatamentese dio cuenta de que la gente había echado acorrer gritando.

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Miró colina arriba. Apenas a unos docepasos de él, corría un peón caminero enorme,soltando maldiciones y dando golpes con unapala. Detrás de él, venía el conductor del tran-vía con los puños cerrados. Más arriba, otraspersonas seguían a estas dos, dando golpes enel aire y gritando. Hombres y mujeres corríancuesta abajo, en dirección a la ciudad, y pudover claramente a un hombre que salía de suestablecimiento con un bastón en la mano.

-¡Repartíos, repartíos! -gritó alguien. Entonces, de repente, Kemp se dio cuen-

ta de que se habían cambiado los términos de lapersecución. Se paró, miró a su alrededor ygritó:

-¡Está por aquí cerca! ¡Formad una lí-nea...!

En ese momento le dieron un golpe de-trás del oído y, tambaleándose, intentó darse lavuelta para mirar a su enemigo invisible. Ape-nas pudo conseguir mantenerse en pie y dio unmanotazo, en vano, al aire. Después le dieron

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un golpe en la mandíbula y cayó al suelo. Unmomento después, una rodilla le oprimía eldiafragma y un par de hábiles manos (una eramás débil que la otra) le agarraban por la gar-ganta; él las cogió por las muñecas, oyó el gritode dolor que daba su asaltante, y, poco des-pués, la pala del peón caminero cortaba el airepor encima de él, para ir a dar sobre algo, contodo su peso. Sintió que una gota húmeda lecaía en la cara. La presión de su garganta cediórepentinamente y, con gran esfuerzo, se liberó,agarró un hombro desnudo, y se quedó miran-do hacia arriba. Sujetó, luego, los codos invisi-bles muy cerca del suelo.

-¡Lo tengo! -gritó Kemp-. ¡Socorro!¡Ayúdenme! ¡Lo tengo aquí abajo! ¡Agárrenlopor los pies!

Al instante, todo el mundo se dirigió allugar donde se estaba desarrollando la lucha;un extranjero que hubiese llegado a aquellacalle, habría pensado que se trataba de unaforma excepcionalmente salvaje de jugar al

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rugby. No se oyó ningún grito después del quediera Kemp, sólo se oían puñetazos, patadas yel ruido de una pesada respiración.

Después, con un enorme esfuerzo, elhombre invisible se liberó de un par de perso-nas que lo estaban atacando y se puso de rodi-llas. Kemp se agarró a él como un perro a supresa, y una docena de manos empezaron acoger, golpear y arañar al hombre invisible. Elconductor del tranvía lo agarró por el cuello ylos hombros y lo forzó hacia atrás.

El grupo de hombres se volvió a echar alsuelo y le pisotearon. Algunos, me temo, que legolpearon salvajemente. De repente, se oyó ungrito salvaje:

-¡Piedad! ¡Piedad! -chilló Kemp, con vozapagada, y todas aquellas figuras se echaronatrás-. ¡Os digo que está herido, apartaos!

Tuvo lugar una breve lucha por dejarespacio libre, y aquel círculo de ojos ansiososvieron al doctor Kemp arrodillado, en el aire, alparecer, agarrando unos brazos invisibles. De-

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trás de él, un policía sujetaba unos tobillos invi-sibles también.

-No lo dejen escapar -gritó el peón ca-minero, cogiendo la pala manchada de sangre-.Está fingiendo.

-No está fingiendo -dijo el doctor, levan-tando un poco la rodilla-; yo lo sujetaré -.Teníala cara magullada y se le estaba poniendo roja;hablaba pesadamente, porque tenía un labiopartido. Le soltó un brazo y pareció que le to-caba la cara-. Tiene la boca completamente mo-jada -dijo, y prosiguió-: ¡Dios mío!

De pronto se puso de pie y volvió aarrodillarse al lado del hombre invisible. Todoel mundo se empujaba y llegaban nuevos es-pectadores, que aumentaban la presión de todoel grupo. Ahora, la gente estaba empezando asalir fuera de sus casas. Las puertas del JollyCricketers se abrieron de par en par. Nadie seatrevía a hablar.

Kemp empezó a palpar aquello y pare-cía que estaba tocando el aire.

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-No respira -dijo, y siguió-: No le late elcorazón y en su costado..., ¡oh!

De repente, una vieja que miraba la es-cena por debajo del brazo del peón caminero,gritó:

-¡Mirad allí! -.Y señaló con el dedo. Y, mirando hacia donde ella señalaba,

todos vieron, débil y transparente, como si fue-ra de cristal, que se distinguían perfectamentelas venas, las arterias, los huesos y los nervios,la silueta de una mano flácida e inerte. A medi-da que la miraban, parecía adquirir un colormás oscuro y parecía volverse opaca.

-¡Mirad! -dijo el policía-. Los pies tam-bién están empezando a distinguírsele.

Y así, lentamente, empezando por lasmanos y los pies, y siguiendo por otros miem-bros, hasta los puntos vitales del cuerpo, aquelcambio tan extraño continuaba su proceso. Eracomo la lenta propagación del veneno. Primerose empezaron a distinguir los nervios, blancos ydelgados, dibujando el entorno confuso y grisá-

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ceo de un miembro, después, los huesos, queparecían de cristal, y las arterias; luego, la carney la piel; todo ello como una bruma, al princi-pio, pero después, rápidamente, denso y opaco.

En ese momento se podía ver el pechoaplastado y los hombros y las facciones de lacara, completamente destrozadas. Cuando,finalmente, aquella multitud hizo sitio a Kemppara que pudiera ponerse de pie, allí yacía, des-nudo y digno de compasión, en el suelo, elcuerpo magullado de un joven de unos treintaaños. Tenía el cabello y la barba blancos, perono blancos por la edad, sino del color blanco delos albinos; sus ojos parecían granates. Tenía lasmanos apretadas y en su expresión se confun-día la ira con el desaliento.

-¡Tapadle el rostro! -dijo un hombre-.¡Por el amor de Dios, tapad ese rostro! -.Y tresniños que habían logrado abrirse paso entre lamultitud fueron obligados a volver sobre suspasos y salir del grupo.

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Alguien trajo una sábana del Jolly Cric-keters, y, una vez cubierto, lo metieron en esamisma casa.

EPÍLOGO

Así termina la historia del extraño ydiabólico experimento del hombre invisible. Siquieres saber algo más de él, tienes que ir a unapequeña posada cerca de Port Stowe y hablarcon el dueño. El emblema de la posada es unletrero que sólo tiene dibujados un sombrero yunas botas, y cuyo nombre es el título de estelibro. El posadero es un hombre bajito y corpu-lento, con una nariz grande y redonda, el pelopincho y una cara que se pone colorada algunaque otra vez. Bebe mucho y él te contará mu-chas cosas de las que le ocurrieron después deaquello, y de cómo los jueces intentaron despo-jarlo del tesoro que tenía en su poder.

-Cuando se dieron cuenta de que nopodían probar el dinero que tenía -decía- ¡que

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me aspen si no intentaron acusarme de busca-dor de tesoros! ¿Tengo yo aspecto de buscadorde tesoros? Luego un caballero me dijo que medaría una guinea por noche si contaba la histo-ria en el Empire Music Hall, sólo por contarlacon mis propias palabras.

Y, si quieres interrumpir la ola de recuerdosde repente, puedes hacerlo preguntándole si,en el relato, no aparecían tres manuscritos. Élreconocerá que los había y te dirá que todo elmundo cree que él los tiene, pero no es así.

-El hombre invisible se los llevó para es-conderlos, mientras yo corría hacia Port Stowe.Ese señor Kemp metió a la gente en la cabeza laidea de que yo los tenía.

Luego se quedará pensativo, te miraráde reojo, secará los vasos, nervioso, y saldrá delbar.

Es soltero, siempre lo fue, y en la casano hay mujeres. Por fuera lleva botones, comose espera de él, pero, si hablamos de objetosprivados, como los tirantes, por ejemplo, aún se

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pone unas cuerdas. Lleva la posada sin el me-nor espíritu de empresa, pero con el mayordecoro. Es lento de reflejos y un gran pensador.En el pueblo tiene fama de sensato y de teneruna respetable parsimonia, y sus conocimientossobre las carreteras del sur de Inglaterra sobre-pasan a los de Cobbett.

Los domingos por la mañana, todos losdomingos del año por la mañana, cuando seencierra en su mundo, y todas las noches des-pués de las diez, se encierra en un salón de laposada con un vaso de ginebra con un poco deagua; entonces, deja el vaso en una mesa, echala llave y examina las persianas e, incluso, miradebajo de la mesa. Después, cuando se cerciorade que está solo, abre el armario, saca una cajaque también abre, y de ésta, otra y, de la última,saca tres libros, encuadernados en cuero ma-rrón, y los coloca con toda solemnidad en lamesa. Las cubiertas están desgastadas y teñidasde un verde parduzco, pues una vez estuvieronmetidas en una zanja, y algunas páginas no se

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pueden leer, porque lo borró todo el agua sucia.El posadero, entonces, se sienta en un sillón,llena una pipa, larga y de barro, contemplandomientras tanto los libros. Después, acerca uno yempieza a estudiarlo, pasando las páginas unay otra vez. Frunce el ceño y mueve los labios.

-Equis, un dos pequeño en el aire, unacruz y más tonterías. ¡Dios mío! ¡Qué cabezatenía! Luego se relaja y se echa hacia atrás ymira, entre el humo, las cosas que son invisiblespara otros ojos.

-Están llenos de secretos -dice-, ¡de ma-ravillosos secretos! El día que sepa lo que quie-ren decir... ¡Dios mío! Desde luego, no haré loque él hizo; yo sólo... ¡bien! -.Y chupa su pipa.

Así se queda dormido, pensando en elsueño constante y maravilloso de su vida. Y,aunque Kemp los ha buscado sin cesar y Adyeha preguntado por ellos a todo el mundo, nin-gún ser humano, excepto el posadero, sabedónde están los libros. Esos libros que contie-nen el secreto de la invisibilidad y una docena

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más de otros raros secretos. Y nadie sabrá nadade ellos hasta que él se muera.