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LA PANTERA DE BHAYA BAHANI

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ISBN: 978-9929-702-08-0

Primera edición, 2016Colección de Ciencias SocialesCentro de Estudios Latinoamericanos “Manuel Galich” (CELAT)Escuela de Ciencia PolíticaUniversidad de San Carlos de Guatemala

Diseño e impresión: Litografía Mercurio (2251 3245)

Esta es una reproducción facsimilar de la edición de Editorial Universitaria de la Universidad de San Carlos de Guatemala, 1965, para lo cual nos amparamos en la Ley de derecho de autor y derechos conexos (Decreto No. 33-98), Título IV, Capítulo único, Artículo 66, que literalmente dice así: “Será lícito, sin autorización del titular del derecho y sin pago de remuneración, con obligación de mencionar la fuente y el nombre del autor de la obra utilizada, si están indicados.d) Incluir en una obra propia, fragmentos de obras ajenas de naturaleza escrita, sonora o audiovisual, así como obras de carácter plástico, fotográfico u otras análogas, siempre que se trate de obras ya divulgadas y su inclusión se realice a título de cita o para su análisis, con fines docentes o de investigación”.

Queda prohibida la reproducción parcial o total del presente texto por cualquier tipo de soporte, sin la autorización expresa del autor, quién

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Del libro de crónicasDe viajes y aventurasSIETE DIAS EN EL “KRITI” (en preparación)

LA PANTERA DE BHAYA BAHANI

GUILLERMO TORIELLO

Ilustraciones de Dagoberto Vásquez

Guatemala, 1965

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PROLOGO

POLVORA DE CAZA MENOR

Fedro Guillén

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Con emoción que imaginamos en quien sale a cobrar su pri-mer venado y a veces detiene la respiración cuando la linter-na descubre, cerca, la arborescencia de los cuernos, salimos, también, a acompañar a Guillermo Toriello Garrido en esta singular odisea cinegética.

Es el veterano de Asia y Africa; se ha enfrentado a animales que sólo se ven llenos de melancolía tras las rejas de los zooló-gicos o hechos una seda bajo la fusta del domador en los circos trashumantes y bienamados. Nosotros pedimos participar en la jornada, al conocer el texto de “LA PANTERA DE BHAYA BAHANI”, entusiasmados por el chispeo de amenidad, por el trasfondo humano del relato. Y seguros como estamos de ya no alcanzar sobre tierra firme una cacería: creyentes como somos, ¡oh Dios!, de prédicas que la han considerado entre los pecados de la selva.

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Abrir la marcha con el cuerno clásico, vigilar la inquietud ca-nina, erguidas las elásticas orejas, aguzado el olfato metafísi-co, revisar parsimoniosamente las armas como en tiempos he-roicos de Buffalo Bill, invadir el campo donde al caer la noche los ojos de los jaguares rayan diabólicos las sombras, es una licencia que nos damos. Y en arrebato de júbilo, como esos li-bado)-es de madrugada, hacemos ademán de disparar al aire: augurio de quien -como reza la dedicatoria del libro- tiene a la metáfora como carro de batalla.

“LA PANTERA DE BHAYA BAHANI” trasunta un episodio que pinta entero al cazador. No es sólo la aventura contra un soberbio felino en la noche de India. Se ventea tras el disparo certero y l(,-; incidentes que atan al lector, el rasgo de poner la mira telescópica al servicio de buenas gentes que habían padecido a la fiera cual verdugo. Rifle que así actúa merece el bien de los dioses ...

Sobre la agresividad de panteras y su numerosa familia tuvi-mos hace poco una experiencia. Déjesenos contarla. Llegó a casa con moño de obsequio -cordón azul de los antiguos- un perro óptimo: noblote, inmenso, piel cual ámbar derretido. Tomaba posesión del jardín, como nuestro casi tocayo por su casa, cuando apareció un primo segundo de la pantera: un ga-tito minúsculo, casi de postal. Ni tiempo tuvo de verlo el perro. Con velocidad pasmosa le cayó encima y le asestó arañazos en el hocico hasta hacerle sangre. El dogo no supo si era juego o batalla campal. Y, pasmados ante el ataque desproporciona-do, ante el indudable valor gatuno, quedamos pensando en la furia zoológica de tal especie, en los gatos mayores que ha dominado el Compadre Toriello en remotos Continentes.

Alma múltiple la de Guillermo. Ha sabido del laurel del deporte y de las aguas tormentosas de la política; pasó sobre textos de Derecho; algunos de sus discursos públicos llegaron a muchos hombres. Con el rasgueo de la guitarra, con la librea diplo-mática, ganó amigos a montón. El campo también lo conoce. El aliento de flores y aves que dicen dialogaban con el Santo de Umbría. Sensible a la fosforescencia de lo bello supo de un viaje por un mar antiguo y de mirar sobre la quilla extrajo

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párrafos que publicamos violando el secreto de la correspon-dencia. Aludían a muchas cosas, sonaba entre las evocaciones un ding-ding de una campana que arrastraba un rebaño.

Valiente y sereno suele ser Guillermo. En un zigzag retraemos su imagen a otras edades, cuando la virtud olímpica lo llevó a ser as de canchas y el sonriente espíritu al lance que florece en escenarios. En la Escuela de Derecho sonaba su voz gruesa y ya en sus diálogos aparecía, vehemente, la obsesión de Guate-mala y su destino.

La historia de su guitarra merecería un aparte. Con ella al hombro marchó por tierras españolas y pronto en el barco fue indispensable en las noches de fiesta. Cuando llegaron. a Es-paña, Guillermo mandaba en el barca más que el Capitán ...

Vino el trance de Guatemala dando el salto hacia la libertad. ¿Habrá olvidado alguien al joven tribuno en plena calle, en días hermosos para la Gesta de 1944?

La historia cívica del Compadre no vamos a reseñarla en una excursión de caza. Sería mezclar la gimnasia con la magnesia. Algo digamos. Se inició desde que supo cómo andaba la Patria de aquellos días, pasó por la cárcel y cuando algún uniforma-do que apoya su altanería en el arma quiso humillarlo, encon-tró en el estudiante y en. el civil la palabra resuelta que detiene toda insolencia.

Esa historia pasa a los pies del Libertador en un instante es-telar, entre cuellos altos de diplomáticos y protocolo de una rumbosa reunión. Después ... el éxodo, la distancia física de la Patria, la pluma que combate, los hijos que crecen y las amis-tades hondas que se afianzan, a veces salpicadas por las aguas del Jordán. y su alegoría que hermana espiritualmente.

Diana es el nombre de una pequeña que puso su cabeza sobre la pila bautismal, una lejana, propicia tarde del Valle de Anáhuac. Y que, creyente en lo divino y lo humano, alterna en su cabece-ra efigies del beato Martín de Porres con la del Padrino trepado en lomos rugosos de bestias que parecen el diablo que no pudo vencer al mulato santo. Sí, Diana Guillén Rodríguez Cerna.

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Ha sabido Guillermo Toriello proclamar su verdad y no todos la han compartido. Otros, extrañan al funcionario metido en aventuras de caza, como si el uniforme de pantalón a rayas oxidara el corazón del hombre. El despliegue vital, el ademán pleno de nuestro amigo para darse entero a todo, nadie puede regatearlo. Tal su lección humana.

Sin variar la voz ha dicho lo que piensa del mundo, ha escrito libros, ha sabido de la tribuna que se torna célebre. Con igual paso marchó a dos Olimpíadas y cuando decidió manejar el bastón de golf -como pasó con el rifle- obtuvo el grado de Ma-riscal.

No ha sabido de medias tintas. Dentro de un polifacético vivir que parece inspirado en la consigna del viejo Goethe: “Y así me reparto, oh amores, y sigo siendo único».

Una fibra de solidaridad humana lo ha ligado con las causas del débil, una sed de libertad compartida con los mejores. Su credo se ha nutrido de admirable unidad familiar, tocado del cariño que exalta; hijo vehemente, roble hogareño de sombra ancha y protectora para los suyos. Y una insignia siempre sobre el pecho: Guatemala.

Esa solidaridad que palpita en Guillermo no la dejó como mu-chos que olvidan su bandera de juventud, más cuando les son-ríe el hada de la fortuna. Y aquel joven impetuoso que aconsejó -ante el susto de muchos- que se sindicalizaran empleados de un solemne club campestre, y el cazador bravío de Bhaya Ba-hani, es, ¡oh Goethe!, el mismo.

En sus caminos de cazador no olvidó la libreta de apuntes y la retina experta tras el rifle ha oteado, también, el paisaje social y humano en Continentes donde parece haber despertado el hombre.

Visitó universidades, registró el folklore, puso la piedra prime-ra de libros futuros: a los que hemos alentado desde días casi jocosos en los que, tras una jornada de horas golpeando albas bolas de billar uno ganaba al otro “una perra chica”.

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Esperemos nuevas obras del animoso amigo. Viajes, aventuras, vida en una palabra. La retama del entusiasmo aroma el paso de los osados y amar lo imposible es divisa que ennoblece el tránsito.

Quien, como Guillermo, ha sabido subir y bajar colinas, sin darse jamás vencido, fiel a un credo de amor sin titubeos por la patria, los suyos, sus ideas, merece respeto. Aunque épocas tan azarosas como la actual traten de escindir a todos, ponernos a pelear cuerpo a cuerpo.

El azul y blanco de Guatemala izado en los campamentos no ha sido fórmula deportiva. Responde al imperativo de una conducta. Y cuando de ese campamento el cazador sale a dar muerte a una fiera amenazante de la comunidad, el nombre desconocido en India -Guatemala- se deletrea con gratitud em-blemática.

¿Podría, por ventura, decirse algo mejor?

La jornada, ahora, parece finalizar. Hay murmullo de perros en lontananza y el aire amenaza traer signos de combate. Ha-gamos silencio porque los nervios de las fieras acosadas se tensan como cuerdas de violín. Se escuchan los pasos prosopo-péyicos de la pantera y el pequeño Sadid encomienda su alma a Buda. Guillermo contiene la respiración ,y escruta con el dedo en el gatillo. Discurren los segundos como siglos: la eter-na aventura de que unos mueran para que otros vivan.

Por nuestra parte celebramos el triunfo del cazador con otro disparo al aire y el golpe de la culata sobre el pecho da en el si-tio exacto, o contiguo, a la fuente del cariño que amigos como Guillermo Toriello saben ganar desde días innumerables.. .

México, 1965.

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LA PANTERA

DE

HAYA-BAHANI

GUILLERMO TORIELLO

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A FEDRO GUILLÉN,

cazador de ilusiones...

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CAPITULO I

EL pabellón de caza de Tisiri, Hazribagh, Estado de Bihar, es un viejo caserón de techo de teja, anchos corredores sostenidos por columnas sin estilo, donde en más de una ocasión, ante la cara descompuesta de Cyril Ewing que les tiene terror, Alee Gregory y yo destripamos las grandes y veloces arañas caza-doras de la región.

Los Agarwala, Umesh y Harrish, primos entre sí y vinculados por razones de familia y trabajo a la gran industria de esa área, las minas de mica Christian, nos habían llevado la no-che anterior a un largo y cansado recorrido en jeep. Para ellos, nuestros amables anfitriones, la emoción de la aventura cinegética consiste en descubrir en las noches y por medio de poderosos reflectores, los ojos sorprendidos de los indefensos animales y rociarlos de posta con sus escopetas calibre 12. A pesar de nuestra situación de invitados me atreví a decirles: “Esto no es cacería, mis queridos amigos, esto que hacen us-tedes es un asesinato con todos sus agravantes”. “Tal vez sea

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así para usted”, me respondieron, “pero nosotros así cazamos, pues no vamos a exponer nuestras vidas metiéndonos a pie, aunque sea de día, en estas selvas y montañas, hogar de tigres, osos, panteras y serpientes ... Si usted quiere hacerlo, es cuenta suya”. Hubo un prolongado silencio entre nosotros y sólo el trepidar del motor repercutía en las montañas, mientras la luna en cuarto creciente, había perdido su pudor y dejando la nube que la cubría, mostrábase desnuda en pleno firmamento ...

A la mañana siguiente nos, habíamos levantado tarde. Acaso serían las 10 horas cuando aún amodorrados y somnolientos to-mábamos el desayuno, comentando los incidentes de la noche anterior. De pronto uno de los jeeps de los Agarwala se detuvo frente a la puerta principal y por ella, los dos primos, seguidos de un anciano que gesticulaba y hablaba agitadamente en hin-di, penetraron violentamente hasta encontrarnos en el comedor.

Algo importante había debido ocurrir, pero las numerosas pre-guntas de mis compañeros y las adornadas respuestas del labrie-go, eran incomprensibles para mí. En una pausa intervine, pi-diéndoles que me explicaran lo que pasaba y esto fue lo que me dijeron: ... aquel anciano era el jefe del clan en la aldea Sherua, situada en la falda de la montaña de Bhaya Bahani, a unas 12 millas de distancia del pabellón. Ese amanecer, como todos los días lo hacen, el viejo y su familia pastoreaban un lote de ga-nado, pero esta vez algunos de los animales se habían internado más de la cuenta por uno de los cañones de la montaña. Al notar la ausencia de éstos, agrupándose los hombres, decidieron ir a traer las dos o tres vacas faltantes y cuando esto hacían, dando voces para animarse, se encontraron con una feroz y gigantesca pantera que, demostrando su descontento con roncos rugidos, soltó la vaca que acababa de matar y dando elásticos brincos, desapareció velozmente en la espesura. Mientras el viejo vino a pedir auxilio, varios campesinos habían quedado junto a la vaca para evitar que la pantera regresara a comérsela.

Es posible que si el anciano hubiera oído las manifestaciones de alegría que yo expresaba a los Agarwala, Gregory y Ewing, me hubiera dado un golpe con su hacha diminuta, que parecía de juguete. El viejo de bigotes caídos, cabeza rapada, salvo la

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coleta que usaba por motivos religiosos, parecía un descendien-te directo de Taras Bulba, tal su tipo mongólico. Había quedado silencioso y se le veía sumido en su pequeño mundo, hoy al-terado por tan grave suceso. Para esta gente infeliz, la pérdida de una vaca es, no tan sólo una merma apreciable en su escaso patrimonio sino que, debido a sus convicciones religiosas, este útil animal es la representación material ele la Madre en la Tie-rra. Así pues, era una verdadera tragedia para la comunidad donde él regía. Había venido a demandar ayuda, caminando a pie y sin parar y, ahora frente a nosotros, había dicho torio lo ocurrido y relatado las otras depredaciones que continuamente realizaba la terrible pantera. Sólo pedía justicia.

Para mí el enfoque de la cuestión era diferente. Comprendía desde luego el dolor del anciano y estaba dispuesto a ayudarlo, aún a riesgo de mi vida, pero ¿cómo negar que me alegraba que la muerte de su vaca ocurriera precisamente cuando yo me encontraba buscando cacería de este tipo, sin guías blancos (White Hunters), sin compañías de safari o shikar organizadas? Esta era en realidad una verdadera aventura, en que además de obtener, posiblemente, uno de los trofeos más difíciles y por ello codiciados, la pantera o gran leopardo de las selvas y mon-tadas, me daría la satisfacción de ayudar a los habitantes de esa pobre y humilde aldea, al poner coto a las tropelías de la fiera.

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En la India, designan con el nombre de pantera a lo que en rea-lidad es un leopardo que vive en el interior de la selva y mon-tañas rocosas y adquiere mayor desarrollo que el pequeño que merodea alrededor de los caseríos. La llaman Gul-Bagh, mata como el tigre y a veces principia a comer a los animales por los cuartos traseros como lo hace aquél. El leopardo pequeño como el grande (pantera) por un fenómeno de melanismo, pue-de nacer de color negro, pero estas especies son rarísimas de encontrar tanto en India como en Africa. Muchas personas, por un error, al oír el nombre de pantera, creen que necesariamente tiene que ser negra. Esta confusión se debe a que este bellísimo animal, en cautiverio en algunos parques zoológicos, ha sido objeto de la atención artística de fotógrafos y pintores que al natural o estilizada, han popularizado su figura.

Los primos Agarwala, amables como siempre, accedieron gus-tosos a mi petición de trasladarnos inmediatamente al sitio del incidente. Hora y media más tarde, al zumbido del jeep, toda la aldeíta se volcaba sobre sus calles empinadas y hombres, mujeres y niños nos contaban a gritos cada cual su versión de los sucesos.

Una media milla más seguimos en el jeep y luego a pie cami-namos por el cañón hasta encontrar, cerca de una ladera rocosa, al pequeño grupo de campesinos que rodeaba la vaca muerta. Aunque tenía rota la nuca, acción que había sido ejecutada con la misma maestría con que la realiza el tigre, el hecho de que hubiera empezado a. devorarla por el estómago e intestinos, demostraba que el autor de la agresión no era “Shaitan”, quien tira lejos de su presa las vísceras y comienza su festín por las nalgas, sino que se trataba de una pantera.

Observando todos los alrededores, consideré que el mejor pun-to para el acecho sería al pie de un gran árbol, que como un faro sobresalía, erecto, entre la vegetación espinosa y algunos arbustos de la ladera. Sus grandes raíces, a unos cinco metros sobre el nivel donde yacía la vaca, distaban unos 40 metros de ésta. Todos coincidieron en lo inmejorable del sitio y me ayu-daron a limpiarlo y cubrirlo adecuadamente.

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Dejamos gente custodiando y regresamos al pabellón, abrasa-dos por un sol que ya daba latigazos de prematuro verano y un polvo que, a. falta de aire, se nos metía hasta la “silla turca”, cuando el jeep tortugueaba entre los grandes hoyos...

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CAPITULO II

DESPUÉS de una breve siesta, en la cual apenas pude conci-liar el sueño pensando en las grandes posibilidades de dar caza a la pantera, reuní apresuradamente todo lo que se me ocurría como indispensable. Primero revisé el rifle 375, luego el revól-ver 357, que y a tenía sus seis balas en su lugar. Inmediatamen-te guardé en una valija de lona una lámpara de baterías, guan-tes, suéteres, gorra, un termos con té y unas galletas. Listo ya, me dediqué a gritar a Ewing y Gregory para que se levantaran. Estaba ansioso de trasladarme de nuevo al lugar antes de las 4 p.m., pero los Agarwala no venían.

Aunque en la recámara del rifle había puesto tres tiros, abrí de nuevo la maleta para meter una caja entera de repuesto. Saqué la linterna y la probé en un cuarto obscuro; funcionaba bien y tenía ya puesto y ajustado su adaptador para el rifle.

Al llegar el jeep nos encontró a todos esperándolo en la puerta. Umesh y su fiel chofer Hamid, un mahometano más largo que la cuaresma, eran sus únicos ocupantes, así que esta vez, con

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mayor comodidad que en la mañana, nos trasladamos hacia las faldas de la montaña Bhaya Bahani. Brincábamos como “me-lón en carreta”, pero yo no sentía nada, entusiasmado como iba con l a esperanza de matar a la pantera asesina ...

Los caminos de la India son malos en general. Los mejores que existen y unen las ciudades importantes, están pobremente asfaltados y son sumamente angostos. Pero los caminos que enlazan las pequeñas poblaciones o las aldeas, son pésimos: trazos arbitrarios, llenos de hoyos y cubiertos por densas capas de polvo fino. Si son medio transitables en la estación seca, durante la lluviosa, cuando la India se anega con los monzones, estas vías son impasables.

Ya para llegar a la aldea Sherua, atravesamos un anchísimo cauce arenoso. Umesh me cuenta que las correntadas de invier-no cubren totalmente esa gran extensión durante más de cinco meses, dejando incomunicados a los habitantes de la región. Me explica que el Gobierno, dentro de su nuevo plan quinque-nal, ha ofrecido encauzar estas aguas hacia otra gran presa que está construyendo en el Estado vecino. Ojalá sea cierto, le dije, pues acongoja el corazón contemplar la miseria en que viven estos millones de seres humanos.

No pude sustraerme a la evocación de un panorama análogo, el de las condiciones infrahumanas en que viven las grandes ma-yorías en nuestra América. Problema gravísimo que viene a ser injustificable si se toma en cuenta la existencia de incalculables riquezas y recursos naturales en nuestro continente, cuya esca-sa explotación se halla generalmente, por desgracia, en manos de los monopolios extranjeros.

Al llegar a la aldea, otra vez la población se volcó por sus calle-juelas rodeando el jeep. El viejo y su hermano pusieron orden y fueron ellos los únicos que nos acompañaron en dirección a la cañada. Poco antes de dejar el jeep, convinimos en que la estrategia a seguir sería llegar al punto, hablando todos en voz alta, para ahuyentar a la pantera si se encontraba cerca y poder subir yo hasta la base del árbol sin ser visto.

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Todos me desearon buena suerte y Alec, al apretarme la mano me dijo repetidamente: “no vayas a fallar, no vayas a fallar.” El me había visto no sólo tirar al blanco en mis prácticas, sino aba-tir de un disparo un gran jabalí a la carrera y más tarde, también de un tiro, un hermoso sambur. Así es que, algo amoscado, le dije: “tú sabes que a esa distancia no puedo fallar” y me res-pondió: “a menos distancia han fallado; a 8 metros han fallado tirando de noche, y aún de día, mucho mejores cazadores que tú, entre ellos Jim Corbett...”

Me despedí de Umesh, de Ewing y Hamid y rápidamente avan-cé, tambaleando entre las piedras, hasta meterme de cabeza en el pequeño túnel de ramas y hojas que habíamos preparado para esconderme.

Ya en el árbol se habían posado unos buitres que a nuestra lle-gada se alejaron volando. “Menos mal”, pensé, “me he librado de una ducha desagradable”. Mis amigos y los aldeanos que cuidaban la vaca se alejaron haciendo gran bulla, gritando y ha-blando fuertemente. Ese momento lo aproveché para sentarme lo más cómodamente posible, sacar todo lo necesario, sobre todo el revólver y la linterna y prepararme para jugar al “Tan-credo” por unas largas horas.

Quien no ha tenido la oportunidad, decisión y valor de quedar-se solo en las selvas y montañas de la India, no podrá jamás comprender las diversas e intensas emociones que se viven. El oído se aguza y todos los ruidos se hacen más claros y distintos. Pájaros y palomas a esa hora crepuscular, regresan a sus hoga-res y dialogan con los suyos, cantando o trinando sus hazañas cuotidianas. Mientras algunas aves y animales se preparan para el descanso, otras especies iniciarán su vida nocturna. Muchos venados yantílopes aprovecharán las sombras para invadir los campos cultivados por el hombre o para apagar su sed en los frescos manantiales, bajo el ojo vigilante de tigres y panteras. Escúchase el chillido desagradable de los pavorreales entre-mezclado con los gritos de cólera o alarma de los monos, mien-tras en lo alto de las copas de los árboles, los atardeceres rojos quedan prendidos largo rato, como banderas...

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Los tigres y los leopardos son animales sumamente astutos y si pierden el miedo al hombre, su más temible enemigo, se vuelven osados y temerarios, llegando al extremo los primeros, de atacar de día al ganado en presencia de sus pastores y los segundos, hasta se atreven a penetrar de noche en las humil-des viviendas de las apartadas aldeas, arrebatando del pie de la cama de sus dueños, a los perros que son su comida favorita. Cuando por desgracia, alguno de estos carnívoros se torna de-vorador de hombres, el terror invade a todos los habitantes de la región y se ve frecuentemente el caso de que las aldeas sean abandonadas.

El famoso y extraordinario cazador Jim Corbett, que mató a muchos tigres come-gente, entre otros los del Kumaon, se vio en serias dificultades durante dos años para poder localizar y dar muerte al famoso leopardo (pantera) de Rudraprayag que de 1924 a 1928 cobró 127 vidas humanas en el Camino de los Peregrinos. Al fin, una noche, mientras él acechaba subido en un árbol que previamente había circundado de bambú espinoso en previsión de un asalto sorpresivo, pudo dar muerte al leo-pardo cuando éste, estorbado por las espinas, trataba de abrirse paso entre ellas, para atacarle.

Yo no sabía si la fiera a la que me iba a enfrentar era simple-mente un depredador de ganado o un devorador de hombres. Sobre este último punto tenía información de que no era así, por cuanto según los campesinos de la aldea Sherua, ya eran varias las muertes que había causado en el ganado de la aldea, y no había, en ningún caso, atacado a persona alguna. No obs-tante esto y dada la corpulencia del animal, me hacía temer que yo pudiera convertirme en su primera víctima y con mayor razón al encontrarme sentado en el propio suelo y sin cobertura alguna que me protegiera.

Me encontraba en estas y otras meditaciones, cuando un gran ruido sobre mi cabeza me dejó paralizado y sin aliento, tal fue el tremendo susto sufrido. Un maldito buitre se había posado violentamente en el árbol. Me volvió el resuello. Luego llega-ron otros, y comenzó mi tormento. Aunque protegido del im-pacto directo por una gruesa rama, recibía intermitentemente

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una que otra rociada. Lentamente me volví un poco sobre mi izquierda con intención de pegarme hacia el tronco del árbol y evitar así la desagradable lluvia.

Algo me hizo prolongar mi vista hacia las colinas, escudriñan-do entre las hojas que cubrían mi refugio por ese lado y ¡oh, maravilloso espectáculo! una gran pantera sentada sobre sus cuartos traseros, erguido el pecho entre las rectas y musculosas patas delanteras, a unos 200 metros de distancia, observaba cuidadosamente el área donde estaba la vaca, luego pasaba re-vista a lo largo del cañón y detenía sus ojos en dirección del árbol tras el cual yo me agazapaba. A través del telescopio, con el aliento contenido y sin mover ni siquiera un músculo, la con-tinué mirando.

Tomarme el chance de dispararle a esa distancia me pareció una locura. Después de volver a observar alrededor del punto donde yacía su presa, comenzó a caminar desapareciendo en-tre la tupida vegetación del cerro. Volví a mi posición inicial, probé la linterna, tapando la luz con la mano, quité el seguro al rifle, puse más cerca de mí el revólver y esperé serenamente durante más de hora y media. A veces me sentía muy incó-modo con ciertos ruidos que oía atrás de mí. ¡Debería haber puesto muchas ramas de espinos para evitar un ataque por ese lado ! Me recriminaba y varias veces me retorcí, como un tirabuzón, para cerciorarme que la pantera no estaba a mis espaldas.

Otra media hora más tarde, brillaban difusas algunas constela-ciones, pues la luna había hecho su aparición. Temeroso de que la fiera al acercarse a la presa y alzar la vista, descubriera mi presencia, muy lentamente me hice hacia la izquierda del túnel de hojas y seguí esperando. De pronto oí cerca de la vaca que un animal estaba comiéndosela: jauc, jauc, jauc. ¿Será la pan-tera? me pregunté, ¿o será una hiena o un chacal? ¿Qué hacer? Esperé otro rato, pero moviéndome con gran sigilo y lentamen-te hacia mi posición inicial. Ya en ella, traté de ver a través del telescopio y apenas divisé los contornos de la vaca.

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¿Pero qué es eso? En la propia ladera donde me hallaba, por entre los peñascos descendía hacia el animal muerto un gran bulto obscuro.

¿Un oso? ¡Sí, es un oso! En ese momento se oyó un gruñido de la pantera; yo no aguanté más y encendí la luz, pero al pe-gar ésta en el túnel de hojas, me encandiló y, mientras trataba de acomodar el ojo buscando la retícula del telescopio, vi que desaparecían como por encanto los ojos grandes de la pantera, otros, pequeños, seguramente de su compañera, y el oso se es-fumaba a gran velocidad, ladera arriba, entre las peñas. “¿Por qué prendí la linterna?” me decía enfurecido. “¡Mejor hubiera esperado a que alumbrara más la luna! Perdí la oportunidad de mi vida. ¿Qué haré ahora? Nada, pasaré la noche aquí. Ojalá vuelvan las panteras. ..”

Pasó otra hora, y no había ningún ruido como los anteriores. De cuando en cuando los buitres me bombardeaban. ¿No serían éstos los que me habían traído la mala suerte? Quién sabe ... Pero tal vez estuvo mejor así. Si llegan a volver las fieras, no encenderé la linterna, sino que me valdré del telescopio y la luz de la luna.

Pasan largos minutos, de pronto oigo otra vez: jauc, jauc, jauc. “Es la pantera que ha vuelto”, me digo lleno de alegría. Encojo la pierna izquierda lentamente y en ella apoyo el rifle. Observo cuidadosamente por el telescopio y muy difusamente logro ver algo que se mueve como un fantasma cerca de la vaca. Sigo mirando y por la altura del animal deduzco que es la pantera pequeña. “¡Pues aunque sea a ésta me echo!” me dije, y busca-ba situar la retícula de poste e hilo cruzado sobre el cuerpo de la pantera, pero era imposible ver el hilo que marca la trayectoria de altura. Cuando creí que estaba todo en orden y la cruz sobre el codillo, lentamente fui apretando el gatillo. El fogonazo den-tro del túnel volvió a cegarme unos segundos y perdí el rumbo de la pantera. Aún resonaba el eco del estampido de la bala en la oquedad de las montañas, cuando la oí penetrar abriéndose paso violentamente entre la maleza del cerro. Luego un silencio de muerte. ¿Qué pasó? Yo mismo no sabía. ¿La había herido? ¿La había fallado?

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A los diez minutos venía el jeep que había estado esperándome en la aldea. Cuando pararon el motor, lancé dos fuertes silbi-dos, seña convenida en caso de peligro. Les grité que descende-ría en dirección de la vaca y que ellos me hicieran encuentro en ese mismo rumbo. Que era muy posible que hubiera fallado a la pequeña pantera, les dije, pero que también podía estar herida. Lentamente y con grandes precauciones, nos hicimos encuen-tro. Se decidió abandonar el lugar y volver al día siguiente en cuanto amaneciera, para establecer si había fallado o herido a la pantera. Alee Gregory, con una sonrisita me dijo: “Yo le advertí que es muy fácil fallar de noche...”

Abordamos el jeep y regresamos al pabellón. Yo no hablaba. Un sabor amargo me llenaba la boca. Mis amigos guardaban un respetuoso silencio. La luna que ya llegaba casi al zenit, había hecho palidecer las estrellas. Un aire frío nos cortaba la cara y yo temblaba, más que todo, de rabia ... Al llegar al pabellón de cacería nos preparamos algo de comer, comentamos de nuevo el incidente y acordamos levantarnos temprano para regresar a la montaña antes de las 7 de la mañana. Minutos después, todos roncaban, mientras yo trataba de recordar lo acontecido. Pasé una noche infeliz. Lo que me fue imposible olvidar, era la cara de desilusión del jefe de la aldea; sus ojos llenos de amar-gura y, acaso, de reproches...

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CAPITULO III

Mi reloj de muñeca tiene despertador y éste sonó a las seis de la mañana. Me levanté pensando en que sólo quedaban 24 horas para dar caza a la pantera, ya que Ewing (gerente de tráfico de la K.L.M.), tenía que volver al día siguiente, 16 de marzo, a la oficina, por terminarse las vacaciones que había solicitado es-pecialmente para acompañarme en esa jira. Aleo Gregory, por unirse a nosotros retrasó su viaje a Australia dos semanas, pero también se iría con Ewing. Les desperté y después de un frugal desayuno, Hamid vino con el jeep y explicó que ninguno de los Agarwala nos acompañaría, por razones de trabajo... El rifle 375 lo llevaría Alec; Ewing y yo portaríamos escopetas 12 con cartuchos Magnum 00 de 9 postas. Salimos inmediatamente.

El camino parte en dos algunos caseríos, en cuyas calles, alre-dedor de fuegos improvisados, hombres y mujeres con niños semidesnudos, se reunían esperando la hora de comenzar sus quehaceres. El frío era intenso y los rayos del sol, al penetrar

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indiscretamente entre los pliegues de las montañas, iban ras-gando el velo de la niebla, descubriendo sus verdes intimidades ...

En Sherua, el viejo y su hermano encabezaban el grupo que nos esperaba. Les pedí en inglés a Ewing y Alee que les explicaran en hindi lo peligroso de la empresa y que yo sólo deseaba uno o dos guías, como máximo, que nos indicaran los mejores senderos para penetrar al cerro a donde había huido la pantera pequeña. Aclarados los puntos, dejamos el jeep y nos fuimos directamente a donde estaba la vaca ... ¡ Pero la vaca no estaba! “¿No les dije que la amarraran bien?” increpé a todo el grupo. Ewing salió a la defensa: “es cierto pero en las carreras de ayer se nos olvidó”. Claramente se notaba que el animal había sido halado por el lecho arenoso y luego arrastrado ha-cia arriba del cerro. Esto probaba, para mi felicidad, que la gran pantera no estaba herida; que era poseedora de una fuerza y corpulencia extraordinarias; y hacía surgir la duda de si era el trabajo sólo de ella o si la había ayudado su compañera. Marchando al frente, paso a paso, con la mayor cautela, recorrí los sitios por los cuales oí la noche anterior abrirse camino al leopardo. No encontramos nada, ni una mancha de sangre. Después, partiendo del punto donde la vaca había sido arrastrada, seguimos la huella con infinitas precauciones. Nos deteníamos a veces y sin cambiar palabra, en mudo len-guaje de comprensión, admirábamos la fuerza, el instinto y la inteligencia del animal que había removido hasta piedras que obstruían su camino y había logrado llevar la vaca pendien-te arriba, hasta su madriguera a unos doscientos metros de distancia. Al llegar a unos enormes peñascos, pude ver en la base de uno de ellos la entrada de la cueva. Todos me rodearon y con gran ansiedad nos acercamos un poco más y divisamos el cuerpo de la vaca, bien metida dentro de un túnel natural que se proyectaba hacia abajo. Hablándole en el oído a Ewing, le dije que me podía quedar al acecho en uno de esos peñascos, pero la idea le pareció suicida.

Al regresar tomamos otro camino. Parecía el más probable para que la pantera llegara a un ojo de agua que había en el

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límite de las rocas con el lecho de arena. Distaba tal vez unos 150 metros. Allí, hablando ya en voz alta, convinimos en que era indudable que ahora la, o las panteras, se hartarían tran-quilamente y que, tarde o temprano llegarían a tomar agua a ese punto. Que lo mejor que yo debía hacer era volver esa tarde a las 4 y quedarme, si fuere necesario, toda la noche. Escogimos como buen recurso esconderme detrás de un árbol que oblicuamente lanzaba sus ramas hacia el centro del lecho de arena del pequeño cañón rocoso. Eso sí, esta vez dirigí yo el corte de numerosos espinos y se construyó a mis espaldas una especie de empalizada que, por lo menos, me diera cierta tranquilidad sicológica, ya que era yo el primero en reconocer que si la fiera trataba de atacarme, tal defensa era como un castillo de naipes...

Regresamos a Tisiri y visitamos a los Agarwala para informar-les cuál era hasta el momento la situación. Les pedí que me mandaran el jeep a las 3 en punto, para poder llegar antes de las 4 y media al ojo de agua. Se comprometieron formalmente a ello y en mi presencia dieron instrucciones a Hamid en ese sentido. Como llevaba conmigo mi cámara Polaroid, les tomé fotos a ellos, a la hijita y a la espesa de Harrish, que lucía un shari color de rosa que hacía resaltar su belleza y distinción. Luego Harrish me pidió que tomara unas instantáneas de una tigresa blanca que habían matado hacía más de dos años. Pre-parada artísticamente por los taxidermistas Van Ingen & Van Ingen, lucía de cuerpo entero, con dos cachorritos que no llega-ron a nacer, entre una caja gigante de vidrio.

Los tigres blancos son rarísimos y su hallazgo es, en realidad, un gran acontecimiento. El Maharajá de Riwa, quien hace años logró atrapar viva una tigresa, se dedicó pacientemente a cruzarla con varios tigres habiendo logrado obtener descen-dientes albinos. En los Zoológicos de Calcuta y Delhi pueden admirarse los excepcionales regalos del Maharajá; en cada uno de ellos, una pareja de enormes tigres blancos con ‘rayas negras.

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Hamid llegó puntualmente a las tres. Más fieles amigos Cyril y Alec, se metieron conmigo en el jeep e inmediatamente parti-mos hacia la aldea. Al cruzar los caseríos, los niños, desnudos en su mayoría, salían a vernos con curiosidad, mientras algu-nos perros nos ladraban agresiva- mente. Cuando llegamos a Sherua nadie nos esperaba. Hamid sonó varias veces el claxon y al fin vinieron corriendo unos muchachos. Se les hizo ver la urgencia del caso y se les pidió que requirieran al viejo para que me diera la cabra que ataría como cebo frente al ojo de agua. Pasaron cerca de veinte minutos que nos parecieron siglos y con una cabra más vieja que Matusalén fue llegando el ancia-no, aún medio dormido. Le hicimos ver que a esa cabra no se la comerían ni las hienas, pero él, muy serio, dijo que no daría ninguna otra.

Antes de las cinco me encontraba yo sentado en el lugar, esta vez acompañado por un muchacho de la aldea que me rogó le permitiera quedarse a mi lado para demostrar su valor a los otros varones del caserío. Se llama Sadid y debo reconocer que aunque al principio se puso muy nervioso y tosió, lo debo haber visto con tales ojos de basilisco, que después de darle agua y decirle: “chup” (silencio) y “mutil-ha” (estése quieto) se quedó como una estatua por varias horas.

La cabra se dedicó tranquilamente a comer hojas y ramas tier-nas del arbusto donde estaba amarrada. Escasos doce metros me separaban de ella, así es que a esta distancia no creía que pudiera fallar de ningún modo. A la luz de la luna que ya casi alcanzaba su plenitud, estuve enfocándola con el telescopio y no obstante lo cerca que se encontraba, era difícil ver con claridad en la retícula los hilos cruzados. Cuando movía el telescopio a un lado y ya no contrastaba con la blancura de la piel de la cabra, no podía saberse cómo estaría apuntando la cruz, pero a esa distancia no fallaría al cuerpo de la pantera.

La noche era muy fría y fuera de algunos ruidos de otros ani-males que nos asustaron a Sadid, a mí y a la cabra, no hubo nada sensacional. Yo pensaba que la pantera y el pequeño leo-pardo no vendrían, pues era casi seguro que después de la har-tada que se habían dado por la mañana, no sólo no tendrían

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hambre, sino que era lógico que hubieran ya tomado agua antes de que yo llegara al lugar. A las doce de la noche toqué el hom-bro de Sadid que, metida la cabeza entre las rodillas, dormi-taba. Con gran ansiedad me miró en los ojos. Le hice seña de que partiríamos. Recogimos mis cosas. Me colgué el 375 en el hombro izquierdo y con la escopeta cuache de Ewing lista a disparar, cubrí a Sadid que desataba la cabra. Con gran cautela caminamos hasta la aldea donde nos esperaba el jeep. Adentro dormían Ewing, Gregory, Umesh y Hamid.

Mientras regresábamos al pabellón con un frío de los demo-nios, les conté lo ocurrido y me instaron a abandonar la cacería de la pantera. Alee y Cyril me recordaron que partirían al día siguiente, después del almuerzo, e invocando la solidaridad, me insinuaron que debería volver a Calcuta con ellos. Así con-vinimos y, después de una sabrosa taza de té caliente, todos nos retiramos a dormir, mientras los árboles del patio, sacudidos por el viento, se hamaqueaban como inmensos fantasmas ...

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CAPITULO IV

A las once de la mañana todo el equipaje estaba listo en el corredor del pabellón de caza. A pie fuimos hasta las oficinas de los Agarwala, para decirles adiós y agradecerles todas sus atenciones. A Umesh le llevé como regalo una linterna nueva de cacería y a Harrish, un termos de un galón que compré en Beirut. Los regalos eran insignificantes, pero en alguna forma quería demostrarles mi gratitud. Harrish no quería que me fue-ra. “¡Cómo va a ser eso!” decía, “usted no debe partir. Ahora es la oportunidad para que le dé caza a la pantera. Aquí le dare-mos toda la ayuda y Hamid podrá llevarlo cuantas veces quiera. ¿Qué dice?”, me preguntó a quemarropa. “Pues nada, que me quedo y muy contento. En realidad lo que pasaba es que yo no me atrevía a insinuárselos”, le dije, “pues creo que esto ya es abusar de su hospitalidad”. “De ninguna manera,” dijo Harri-sh, “así es que ahora mismo que lo lleven en el jeep a separar su equipaje”. Ewing y Gregory, aunque con cara compungida, me animaron a que me quedara y así lo dispusimos. Cuando después del almuerzo partieron, me quedé solo, como alma en

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pena, en aquel viejo caserón, pero, eso sí, convencido de que daría caza a la pantera.

Con el jefe de la aldea habíamos convenido que esa tarde ama-rraría otra vez a la vieja cabra y yo esperaba que hubiera cum-plido su promesa. En la noche, después de la comida, pasaron a traerme los Agarwala. Iban a “lucear” y querían que yo les acompañara. Recorrimos más de cinco diferentes áreas cuya, topografía variaba desde la vegetación tupida de las montañas hasta las planicies semiáridas y lechos secos de los ríos. Con gran cordialidad me explicaron que a ningún forastero le ense-ñaban estos lugares sino, por el contrario, se negaban a darles información y aun a ayudarlos pues, de hacerlo, muchos ven-drían a tirar y acabarían totalmente con la fauna de la región. En otras palabras, que esas áreas eran para ellos como su coto de caza ...

A pesar de que llevaba guantes y varios suéteres y una gorra con orejeras, el frío me calaba hasta los huesos, pues para tener mayor visibilidad Umesh, que manejaba, bajó a nivel del jeep el vidrio delantero. En el fastidioso recorrido, vimos muchos conejos y chacales. En tres ocasiones, Harrish afirmó : “Leo-pard”, pero eran los gatos de las rancherías...

Como a las cuatro de la mañana, les dije que con esa luna era imposible lucear y pregunté si ya íbamos de regreso. Harrish me contradijo: “con lunas más fuertes que ésta he visto tigres cruzar los montes y he estado a punto de matar varios leopardos. Ahora”, continuó, “lo llevaré a la mejor de todas las áreas». Yo sentí como si me hubieran dado una patada en la espinilla. El jeep roncaba subiendo montañas y bajando cuestas peligrosas hasta el fondo de los barrancos; luego pujaba, en retranca, ca-minando por los cauces arenosos del fondo. A las seis y media de la mañana regresamos al pabellón. Me desayuné y dormí de un tirón hasta las dos de la tarde.

A las tres Hamid estaba en la puerta con el jeep, manejado por un chofer que medio hablaba inglés. Me entregaron un papel de Harrish que decía: “Buenas noticias, la pantera se llevó ano-che a la cabra. Hamid lleva instrucciones de conseguir otra.

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Se quedará con el jeep esperándolo en la aldea hasta que usted decida regresar. Lo saluda, Harrish”. Partimos inmediatamente. Hamid me habló en hindi todo el camino y yo no entendí ni una palabra, pero por sus gestos me daba cuenta de que él me reiteraba todo lo que Harrish me había puesto por escrito. Yo estaba feliz.

Al pasar por los caseríos me di cuenta que la gente ya no es-taba trabajando. Tenían ventas de aserrines y polvos de todos colores y afanosamente preparaban grandes cubetas con agua y le mezclaban anilinas policromadas. Ya Umesh me había ha-blado de que iban a celebrar el día 18 el tradicional aconteci-miento religioso que ellos designan: “Holy Festival” y “Birth of Spring”, que podría traducirse como Festival Sagrado y Na-cimiento de la Primavera. La parranda estaba comenzando; eran las vísperas.

Esta vez el viejo no tenía muchas ganas de ayudar. Confirmó que la cabra había sido muerta y llevada por la pantera, pero no quiso vender otra. Cuando le propuse que me vendiera un búfalo o una vaca, me vio con ojos de desprecio e hizo que el chofer me explicara que jamás haría semejante cosa. Total, yo me sentía defraudado y aunque fuera absurda la idea, le dije que me iría a sentar al pie del primer árbol desde el cual había fallado a la pequeña pantera. Algo me dijo que yo no entendí y, solo, a pie, me fui por el cañón de la montaña.

Primero visité el ojo de agua y constaté que el lazo había sido roto violentamente ; luego, muy despacio y viendo a todos la-dos, salí de allí y con lentitud me dirigí al árbol de mi fracaso. Tambaleando otra vez entre las piedras, llegué al viejo túnel que me había servido de escondite y lo desbaraté, tirando a uno y otro lado las ramas ya secas. Me senté en el mismo sitio y con el rifle entre las piernas, saqué de la valija los anteojos de larga vista y comencé a revisar cuidadosamente el cerro donde se ha-bía aparecido aquel día infortunado la pantera. No había nada. Todo era quietud y silencio. Eran las cuatro y media de la tarde.

Alrededor de las seis, oí voces que venían de la entrada del ca-ñón y en buen inglés me preguntaban dónde estaba. Me incor-

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poré y les grité que les haría encuentro. Era Hamid en compañía de un joven distinguido, indio de raza y de mediana estatura. “Ya sé de sus problemas”, me dijo, “pero le voy a ayudar con mucho gusto”. Se llama Girija Prasad Singh, es el rajá de esa región y acaba de ser electo miembro de la Asamblea Legislati-va de la India. Su padre, ya fallecido, era el Maharajá de la co-marca, dueño de casi toda la provincia. Las reformas legales efectuadas por los gobiernos de Ghandi y Nehru, especialmen-te la reforma agraria, habían reducido sus dominios a escasas caballerías. En el jeep nos trasladamos a su residencia, el viejo y en un tiempo fastuoso palacio de su padre, hoy semiderruido y en franco abandono. Después de presentarme a su hermano y a un amigo, tomamos té y me ofreció formalmente que al día siguiente me mandaría una cabra joven a la aldea. Me acon-sejó que la pusiera en el mismo punto donde la gran pantera se había llevado a la otra y, finalmente, que llegara al lugar antes de las cuatro de la tarde. Posteriormente supe, por los Agarwa-la, que el joven rajá era un cazador de gran experiencia, pero que ahora, debido a su precaria situación económica, sólo ca-zaba de vez en cuando. Después de darle las gracias y acordar que le informaría de mi éxito o fracaso, nos despedimos con un apretón de manos y partimos veloces hacia Tisiri.

Viajamos ya de noche. Al atravesar los caseríos oíamos los gri-tos y el sonar de los tambores, flautas y platillos, en una alegre y pegajosa melodía que cantaban los coros espontáneos. Se veía por el tambaleo que algunos campesinos ya estaban medio borrachos. Hamid me dejó en la entrada del pabellón y partió a gran velocidad para incorporarse cuanto antes a las comparsas de la ranchería. El guardián del pabellón me sirvió la comida a toda máquina y acto seguido salió como un cohete con rumbo desconocido. Me dormí escuchando los cantos lejanos y el re-sonar de los tambores, como rugidos de panteras...

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CAPITULO V

PINTADOS como demonios y con los trajes salpicados de agua impregnada de anilinas de todos los colores imaginables, los Agarwala irrumpieron en mi habitación. “Cámbiese su buen traje y póngase el peor que tenga” dijéronme, ‘porque queremos que juegue carnaval con todos nosotros”. No hubo remedio. Al salir al corredor, con una reverencia formal y pidiéndome disculpas, Harrish me roció y masajeó la cabeza con un pol-vo azul; luego Umesh me pintó la cara rojo bermellón, mientras sus empleados y amigos me rociaban la camisa y el pantalón con chorros de agua de colores, usando bom-bas viejas de lanzar insecticidas. Todos gritaban y cantaban y se decían bromas. Un gran conjunto musical tocaba ritmos de maravilla, mientras el polvo de colores esparcido en el viento creaba el misterio de un arco iris en seco... Ya en casa de los Agarwala me dediqué a tomar cine y fotografías de la alegre fiesta, en la cual entremezclaban la parranda con lo ritual. En el fondo del jardín una pila grande estaba llena de agua teñida de

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amarillo. La muchedumbre, ya enardecida con un refresco es-pecial que combinan con aguardiente, dando gritos señalaba a alguno de los presentes y aun contra su voluntad lo llevaban en el aire como muñeco y lo sumergían en aquel caldo color na-ranja. A más de un bautizado vi salir casi asfixiándose. En un aparte llamé a Harrish y le hice decir delante de mí a Hamid que me llevara al pabellón y que me pasara a traer a las tres en punto. Me despedí discretamente y me fui muy a tiempo, antes de que me tiraran con todo y cámara, de cabeza, entre el líquido ambarino de la sucia pila ...

Quitarme totalmente aquella cantidad de polvos, anilinas y ase-rrines era más que imposible. Varias veces me lavé la cabeza y la cara y, a pesar del baño final, las huellas de la pintura me daban aspecto de “jicaque”. Después de almorzar y preparar lo necesario me acosté a dormir unos minutos.

A la hora convenida llegó por mí el jeep. Hamid, el chofer y Umesh venían en él. Nos fuimos inmediatamente y durante el recorrido Urnesh me explicó detalladamente el sentido reli-gioso y espiritual del “Nacimiento de la Primavera”. Según la tradición hindú, ese es el día del perdón de los pecados y ese pintarrajearse y disfrazar la personalidad es un acto simbólico como de evidenciar sus faltas. Luego, al lavarse y quitar todas las manchas, se diría que hay un renacer en la pureza, algo así como la decisión de iniciar una nueva vida, un firme propósito de enmienda ... Al cruzar uno de los caseríos, un grupo detuvo el jeep y se acercó portando cubetas y lanza-aguas, pero algo les dijo Umesh que retrocedieron respetuosos.

En la aldea Sherua también habían jugado al carnaval. El vie-jo, medio borracho, nos aguardaba en compañía del hombre que había enviado el rajá Singh con la cabrita. Seguimos en el jeep hasta la entrada y de allí a pie hasta el ojo de agua. Hice que le dijeran al que cargaba a la cabrita que se quedara a un centenar de metros mientras yo me acomodaba en el escondite, para que así, cuando la pusieran en el punto, al sentirse sola, sin verme, se pusiera a balar desesperadamente. Así se hizo y todos se alejaron gritando y hablando en voz alta para que la pantera oyera que el grupo de hombres, sus enemigos, se había

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marchado. Sólo el lamento desgarrador de la cabrita repercutía por el cañón, entremezclado con el eco lejano de los tambores y los gritos de los parranderos .. .

Uno de los grandes secretos en el acecho es la inmovilidad, sobre todo en circunstancias parecidas a las que yo afronta-ba, pero cuando uno oye zumbar en los oídos a los mosquitos, hay que hacer un verdadero esfuerzo para no espantarlos de un manotazo. Era casi seguro que la pantera se encontraba cerca y cualquier movimiento mío, de ser visto por ella, la haría atacar-me o, bien, alejarse para siempre, por hambrienta que pudiera estar.

La cabrita se había tranquilizado un poco y aunque balaba de vez en cuando, arrancaba con fuerza un poco de monte que salía entre las rocas o se dedicaba a masticar, con todo y ramas, las hojas de un arbolito cercano. Pero a cada rato se quedaba quieta y sólo sus orejitas tomaban distintas posiciones; luego, cuando recobraba la confianza., comía y gritaba suavemente. Al agacharme un poco podía ver sobre el ojo de agua el paso natural entre las rocas; no había ninguna señal. Si la pantera ha-bía vuelto al mismo punto donde la vi por vez primera, enton-ces se encontraba en el cerro en cuya falda yo estaba sentado.

De pronto me fue entrando un verdadero desasosiego, una gran ansiedad. ¿Miedo? Sí.

El corazón palpitaba aceleradamente y sus latidos me retum-baban en las orejas. ¿A qué distancia estaría la pantera? ¿Me estaría viendo y, quizás, acechando? ¿Iría yo a ser su primera víctima humana? Otros cazadores mejores que yo, ¿no habían sido muertos en iguales situaciones? ¿Qué defensa tendría si me brincara a la nuca? La tupida barrera de espinos que había colocado atrás de mí ¿sería suficientemente fuerte para dete-ner un ataque relámpago? No. Sabía que no resistiría el asalto. ¿Qué hacer entonces?

Lo inmediato era dominar el miedo; luchar con toda mi volun-tad para no dejarme vencer por él pues de lo contrario corría el peligro de caer en ese abismo terrible que trastorna los sen-

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tidos: el pánico, su fase aguda. Respiré profundamente varias veces, concentrando el aire con fuerza sobre el plexo solar y luego expulsándolo lentamente por la boca, procurando no hacer ruido. Un yogui, amigo mío, habíame enseñado esta manera de controlar las fuertes emociones producidas por la cólera o el miedo. Poco a poco me fui tranquilizando ...

Después de cerciorarme, dentro de lo limitado de mis campos visuales, que no veía a la pantera por ningún lado, fijé de nuevo los ojos en la cabra que seguía comiendo y balando intermitente-mente. Ya más calmado, me puse a meditar sobre la fascinación que ejerce en el hombre la aventura cinegética y sobre todo, la cacería mayor, como esta de tigres y panteras. Sin duda alguna el embrujo que nos domina y nos hace realizar grandes sacrificios físicos y desafiar graves peligros, lo hallamos en ese complejo núcleo de emociones encontradas : el riesgo que se vive, el miedo que se sufre, el dominio sobre el cuerpo, la prueba de la hombría, la paciencia que se ‘requiere, la puntería que se tiene y la gloria deportiva que se busca con la obtención del trofeo codiciado. .. Esta gama emocional culmina con un paroxismo inexplicable cuando, al abatir la pieza, nos invade una sensación de bienestar y euforia que compensa a todos los esfuerzos físicos hechos y los problemas psicológicos experimentados. Para mí esto es, en gran parte, el atractivo de la caza mayor.

Vi el reloj; eran casi las cinco y media de la tarde y aún era fuerte la luz del sol. El rifle lo tenía sin seguro y en dirección a la cabrita; sólo con levantarlo podría disparar hacia ahí. Clavé los ojos en ella y noté que después del último balido comía como si nada.

Pasaron largos minutos; ya comenzaba a desesperarme cuando de pronto, como una exhalación, por mi izquierda, a escasos cuatro metros, vi como una sombra primero y, luego, a la gran pantera apoderarse en una fracción de segundo de la cabrita y retorcerla ... En ese instante le pegué el primer tiro en medio de los hombros, rompiéndole la columna vertebral. Recargué rápidamente y, aunque innecesario, le metí un segundo balazo en la cabeza. Recargué y esperé varios minutos, observando que ni se movía ni respiraba ...

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Miré cuidadosamente a mi izquierda, atrás y a mi derecha, para cerciorarme de que no andaba por allí su compañera. Ló-gicamente, a los disparos, de haber estado en las cercanías hubiera huido lejos. Repuse en la recámara los dos tiros usa-dos y coloqué mi revólver entre la funda que colgaba de mi cinturón.

Tenía la boca seca; quise tragar y sentí la garganta como un espinero. Para incorporarme hice un gran esfuerzo pues las piernas, con la gran emoción vivida, las tenía flojas como de trapo ... Poco a poco fui descendiendo lentamente, con el rifle sin seguro, apuntando a la pantera; vi a mis pies una piedra y, sin quitarle los ojos a la fiera, a tientas la recogí y le tiré una pedrada en plena espalda. Ya seguro de mi triunfo, pero viendo hacia todos lados, llegué hasta el bellísimo animal y agarrándolo de la cola tiré de él procurando traerlo fuera del matorral.

Su cabeza había quedado con la boca abierta y dentro de ella, la cabeza de la cabrita. A pesar de que tiraba con fuerza, eso sí, sólo con una mano pues en la otra mantenía el rifle, no logré moverla más de una cuarta. La dejé allí y caminé hacia la al-dea. Con la euforia que se iba apoderando de mí, ante el triunfo logrado, ya mero gritaba de la alegría ! Al salir a la parte ancha del cañón y caminar varias cuadras, vi en lo alto de la montaña al viejo y a su hermano que por señas y gritos me preguntaban qué había pasado. Yo, que me sentía un héroe, les trataba de explicar que la pantera estaba muerta. Hasta que llegué junto a ellos y les indiqué que vinieran conmigo, entonces me siguie-ron sin recelos.

Volvimos al sitio donde yacía muerta la fiera y el viejo, con el mango de su hachita, le dio un golpe y yo le grité: “Ney, ney,” No, no. Emocionado, me hablaba agitadamente, lo mismo el hermano. Luego se pusieron a llamar desde allí a grandes vo-ces a los demás y en un minuto un gran grupo fue apareciendo; primero miraban con estupor a la gran pantera y luego la em-prendieron a patadas y a insultos contra ella ...

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Me puse furioso y a empujones con el rifle y a grites de “No, no, ney, ney” y con la ayuda del viejo se restableció el orden. Como algunos estaban medio borrachos y habían llegado con sus instrumentos, se pusieron a tocar, cantar y bailar. Para vol-ver a la cordialidal yo también bailé un momentito. Luego, con el lazo de la cabrita hice que amarraran fuertemente, prime-ro las patas delanteras de la pantera, y en seguida las traseras. Después, quitándole el hacha al viejo les indiqué que cortaran unos palos gruesos para pasarlos entre las patas y llevarnos el animal. En pocos minutos todo estaba hecho y cuatro hombres, sosteniendo los palos sobre sus hombros, llevaron lentamente, como en una procesión, a la que había sido el terror de la aldea Sherua .. .

Al llegar al pie del caserío, el viejo y su hermano por señas me indicaron si algo quería comer o beber y les dije que no. Para no ofenderlos, abrí el termos que ya habían puesto a mi lado y tomé unos sorbos de agua, luego de la valijita saqué una pacha que tenía un poco de whiskey que me regaló Umesh, y, ante el asombro de todos, vacié su contenido en su tapón de plata y me empiné un “mamellazo” que sentí en el galillo como plomo derretido. Todos seguían mis movimientos con gran atención y yo me sentía ya un poco molesto.

Por señas y recordando que en hindi, la palabra “lao” quie-re decir “traer” o “tráigame”, me dirigí al hermano del viejo, que indudablemente era el más inteligente, y le dije: “L -o me rajá Singh”. Se paró y haciéndome señas de que me había comprendido, salió disparado en su busca. “Si lo halla”, pen-sé, “estará de vuelta en una hora”. El jeep había quedado de volver a las ocho, pero siendo día de carnaval, dudaba de la puntualidad de Hamid.

A mi alrededor se había formado un estrecho círculo y otro, a pocos metros, en torno a la pantera. Pero como notara que le movían mucho la cabeza, me levanté y caminando rápidamen-te, cuando se me abrió paso, pude sorprender a uno que le esta-ba arrancando los bigotes. Les debo haber dicho alguna gruesa palabra en español y posiblemente, muchas más. El viejo tam-bién se había levantado y les dio la gran gritada. La pantera, por

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unos instantes quedó sola. No había nada qué hacer. Para los al-deanos y demás gente sencilla de la India, los bigotes del tigre, la pantera o el leopardo, tienen poderes secretos, especialmente en actos de brujería. Se habla también de que, en casos de ven-ganzas, estos pelos cortados se han introducido en la comida y que el infeliz que la engulle sufre la perforación del intestino. . .

Como a las siete y media regresó el mensajero para informarme que el rajá Singh no estaba en su casa, así que no me quedaba más remedio que esperar. Indudablemente al ir a hacer su man-dado, el hermano del viejo debió haber esparcido la nueva de la muerte del “Tigre” (porque a la pantera le dicen “tigre mancha-do”), y de otras aldeas y caseríos vecinos comenzó a llegar gran cantidad de gente. Primero iban a ver a la pantera y la alumbra-ban con alguna de las lámparas de gas o kerosene que llevaba alguno; luego se acercaban a mí, ensanchando el círculo que me rodeaba y casi me asfixiaba ya, y el de la lámpara me la ponía cerca para iluminarme y que todos los recién llegados me vieran. El viejo algo les decía y pronto retiraban la luz. Alguno optó por dejar una constantemente a mis pies y como yo esta-ba sentado en alto, en los cojines del jeep (los cuales utilicé durante el acecho) los reflejos de la lámpara distante y mi traje manchado como la piel del leopardo (era de esos camuflados) debo haberles parecido como algo terrible. Me miraban con curiosidad y miedo; por lo menos esa impresión me daban.

El viejo se sentó a mi lado y todos, como a una orden se sen-taron en el gran círculo, ahora engrosado con los nuevos vi-sitantes. El hermano les W-16 largamente y cuando terminó, hubo una gran gritería y se levantaron vivando así “Americane, Americane, Americane”. En una pausa les grité : “Guatemala”, y todos repitieron “Tmala, Tmala”. Sonaron los tambores y a la luz de la luna que ya había apuntado, aquel espectáculo era ma-cabro: las caras pintadas tenían reflejos violáceos y en la escasa claridad los danzarines parecían almas en pena, mientras ha-ciendo marco en el círculo, las mujeres con sus sharis blancos, como sudarios, semejaban figuras petrificadas. Ahora, abando-nada y sola, con su piel de oro y azabache, la Pantera de Bhaya Bahani, también había jugado al Carnaval de la Muerte ...

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A pesar de la algarabía o, tal vez, impresionado por ella y por el espectáculo de elemental regocijo que demostraba aquella gente, me puse a meditar sobre la maravillosa sencillez de esos campesinos que, no obstante su atraso económico y cultural por causa de dos siglo, de inmisericorde explotación colonial, habían logrado preservar sus tradiciones y su espiritualidad. No se necesita más que un poco de sensibilidad social para darse cuenta del terrible drama de este subcontinente, donde una re-volución dignificadora iniciada por Gandhi, realiza una lucha gigantesca, frenada por intereses y contradicciones internas, para reconstruir su misérrima economía y lograr una vida más justa y mejor para sus habitantes...

Cerca de una hora cantaron y bailaron alegremente hasta que, rendidos, al parar la música, unos se tendieron en el suelo y otros se unieron otra vez al gran círculo. Por un rato todos ca-llaron y sólo se escuchaba el resoplar de sus pechos, que a ve-ces tomando un ritmo uniforme, parecía el jadeo de un animal monstruoso. Ya se habían calmado un poco cuando alguien va-ció de aire sus intestinos sonora y procazmente, provocando grandes carcajadas en el sector juvenil, mientras los viejos protestaban llamándolos severamente al orden. En mi larga espera se desencadenaron varios incidentes parecidos y, claro, con aquel calor que emanaba de la muchedumbre y el olor a su-dor y a otras cosas, no me quedaba más remedio que pararme, romper el círculo y buscar aire puro a distancia prudencial ...

Un muchacho que llegó entre los últimos visitantes, hablaba unas cuantas palabras en inglés. Le expliqué que no era nortea-mericano; le dije que era guatemalteco; que la India era un gran país; que en 1963 ya había cazado dos tigres en Orissa y que si no sabía si vendría el jeep. No entendía todo, pero del jeep no tenía ni idea. Me preguntó si era yo cazador profesional y le contesté que no. Otra vez se había formado un gran círculo. En hindi le dijeron que preguntara algo y él tradujo: “Quieren saber cómo puede usted silbar tan agudo”. Les demostré cómo ponía los dedos, el índice y el meñique juntos, formando un triángulo e introduciendo éste adecuadamente entre los labios, emití tres largos y prolongados silbidos que causaron gran sen-

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sación y comentarios. Por medio del intérprete me preguntaron qué tal se había portado Sadid la noche que se quedó a mi lado velando a la pantera. Les dije que era un valiente; solamente que a veces se rascaba y emitía ciertos ruidos. Todos se rieron a carcajadas. En eso me hicieron señas que me volviera y, señalando las montañas, claramente vimos bajar por ellas un jeep cuyas luces variaban en longitud, según las vueltas del camino. “Al fin”, me dije, “se decidieron a venir por mí”. Ya era tiempo ...

En el primer jeep llegó Harrish y su esposa, Hamid y un chofer. Con los fuertes reflectores con que luceaban, alumbraron a la pantera. Me felicitaron y se bajaron a verla de cerca. En ese momento en otro jeep llegó Umesh con su chofer. Más expresi-vo, al ver aquel bello ejemplar, me dio un gran abrazo. El viejo y el hermano hablaron y otra vez la gente gritó : “Americane, americane, americane”. Y yo grité : “Guatemala, Guatemala”, y todos repitieron : “Tmala, Tmala”. Harrish me explicó que los aldeanos estaban felices y agradecidos y decían que Dios me había enviado a poner coto a los desmanes de la pantera; que ahora había qué ofrecer un sacrificio a la Diosa de la Montaña y que si yo quería contribuir con una cabra. Le pedí a Umesh que hablara por mí y les dijera que me sentía dichoso de haber contribuido en algo a traer la paz y la tranquilidad a sus hogares ; que con mucho gusto les regalaría el valor de una cabra. Umesh se mandó un largo discurso a cuyo final hubo nuevos vivas: “Americane, Tmala, Tmala, Americane...”

Después, con la ayuda de varios hombres, subimos a la parte de atrás del jeep de Umesh, a la pantera. Sentí cierta compasión de ver ahora su cuerpo ya rígido y menospreciado por todos, cuan-do sólo hacía unas horas sus roncos rugidos hacían temblar a los hombres y vibrar los cerros de Bhaya Bahani. Al partir, las luces del jeep iluminaron al enorme grupo demoníaco, de trajes pintados y caras siniestras, que nos decían adiós agitando las manos y sus hachas ...

Rápidamente le pasamos a enseñar el trofeo al amigo rajá Sin-gh, en su viejo palacio; me felicitó y le di las gracias por su cooperación tan efectiva. También velozmente pasamos a

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saludar al guarda forestal que extiende los permisos de cacería. Ya estaba enterado de mi éxito. Al filo de la media noche llega-mos al pabellón. Bajamos a la pantera y le tomé algunas fotos. Mientras bajo mi dirección comenzaban a quitarle la piel, le pedí a Umesh que me explicara en qué consistía 12, ceremonia de los aldeanos para la Diosa de la Montaña y me hizo este relato:

...”Desde hace muchísimos años se tiene la creencia de que en la montaña de Bhaya Bahani, habita una diosa dotada de poderes extraordinarios. Es capaz, según sean sus deseos, de transformar a los hombres en animales de cualquier clase, otorgarles los peores castigos, o bien, concederles los mayores beneficios, colmándolos de dichas inefables. Para toda esta gente, de gran sencillez espiritual, la diosa, a quien designan con el nombre de Gogani Maiya (que en hindi significa Ma-dre de Todos los Poderes) es por lo tanto la dueña y señora, no sólo de la gran montaña de Bhaya Bahani, sino de todas las criaturas que la habitan, especialmente de la vegetación, las bestias y los pájaros. Cuando alguna de estas criaturas es destruida por el hombre, la diosa monta en cólera y a veces sus acciones vengativas son terribles. Para aplacarla, cuando uno de sus animales ha sido muerto, como en el caso de la pantera, consideran imperativo ofrecer un holocausto inmediatamente. Se sienten obligados a sacrificar una cabra y presentarla como ofrenda a Gogani Maiya...”

“... La ceremonia”, continuó relatando Umesh, “tiene lugar al pie de la montaña de Bhaya Bahani y acuden a ella sólo adultos, hombres y mujeres. Después de explicar a la diosa, dentro del ritual, el motivo del sacrificio, degüellan a la cabra, la parten en pedazos y, luego, todos cierran los ojos por más de cinco minutos hasta que el jefe de la aldea, que ejerce de sacerdote, les insta a abrirlos. Creen firmemente que durante el tiempo que cierran los ojos, la diosa Gogani Maiya se acerca sigilosa-mente y toca la cabra insuflándole poderes y bendiciones para la comunidad. ¡ Infeliz de aquel que se atreva a abrir los suyos durante la ceremonia; es seguro que será transformado en el peor de los animales!”

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“... Así pues”, siguió diciendo Umesh, “mañana, mientras usted viaja con la calavera y la piel en un cajón, hacia Calcuta, los aldeanos de Sherua, alzarán sus plegarias, invocando su protec-ción a la diosa Gogani Maiya, pidiéndole no tomar represalias contra ellos por la muerte de una de sus hermosas criaturas, la pantera de Bhaya Bahani. Después, a cada uno se le dará un pedazo, aunque sea diminuto, de la carne de la cabra y todos quedarán purificados. ..”

Cuando Umesh partió, me acosté y traté de conciliar el sueño. Después de aquellas grandes emociones del día de carnaval, no sé si despierto o en sueños, yo también invoqué el perdón de la diosa Gogani Maiya, por haber matado a su más bella hija, la pantera de Bhaya Bahani ...

Calcuta, marzo de 1965

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