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Paralaje Número 1/Ensayo Francisco Vega 68 LO INCALCULABLE. CONSIDERACIONES SOBRE LO POLÍTICO EN DERRIDA Y RANCIÈRE. Francisco Vega C. * Resumen De forma aparente se asiste a un renacimiento de la filosofía política. En dicho escenario, el concepto de democracia ha sido problematizado desde perspectivas muy diversas que, en su conjunto, han apreciado el actual desencanto respecto de los sistemas demócratas liberales. El presente artículo busca problematizar dos diagnósticos destacados sobre lo político y ofrecer algunos enfoques críticos sobre el tratamiento del desencanto que rodea el anunciado fin de lo político. Sin pretender agotar la riqueza de estas especulaciones, se pretende yuxtaponer y abrir un posible campo de lectura entre los análisis de J. Derrida y J. Rancière, cuyas reflexiones han estado al centro de algunos debates contemporáneos importantes sobre el estatuto de lo político y el anuncio de su fin. Intentaremos bosquejar algunas posibles convergencias y puntos en común en dichos análisis, dejando pendiente un contraste con otros enfoques implicados. Descriptores: Política-indecidibilidad-policía-democracia-subjetivación. I. Deconstrucción y política: La democracia por venir y la tecno-ciencia. Se podría conjeturar que aquellos que esperaban de la deconstrucción un compromiso teórico sobre cuestiones y problemáticas relacionadas a la ética y a la política vieron paulatinamente cómo, desde los años ‘80 por lo menos, la deconstrucción iba tomando efectivamente contornos y ribetes políticos explícitos y se comprometía directamente en un conjunto de prácticas y demandas ético-políticas contingentes. Tal expectativa y tales * Licenciado y estudiante de Magister en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

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Paralaje Número 1/Ensayo Francisco Vega

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LO INCALCULABLE .

CONSIDERACIONES SOBRE LO POLÍTICO EN DERRIDA Y RANCIÈRE .

Francisco Vega C.*

Resumen

De forma aparente se asiste a un renacimiento de la filosofía política. En

dicho escenario, el concepto de democracia ha sido problematizado desde

perspectivas muy diversas que, en su conjunto, han apreciado el actual

desencanto respecto de los sistemas demócratas liberales. El presente artículo

busca problematizar dos diagnósticos destacados sobre lo político y ofrecer

algunos enfoques críticos sobre el tratamiento del desencanto que rodea el

anunciado fin de lo político. Sin pretender agotar la riqueza de estas

especulaciones, se pretende yuxtaponer y abrir un posible campo de lectura entre

los análisis de J. Derrida y J. Rancière, cuyas reflexiones han estado al centro de

algunos debates contemporáneos importantes sobre el estatuto de lo político y el

anuncio de su fin. Intentaremos bosquejar algunas posibles convergencias y

puntos en común en dichos análisis, dejando pendiente un contraste con otros

enfoques implicados.

Descriptores: Política-indecidibilidad-policía-democracia-subjetivación.

I. Deconstrucción y política: La democracia por venir y la tecno-ciencia.

Se podría conjeturar que aquellos que esperaban de la deconstrucción un compromiso

teórico sobre cuestiones y problemáticas relacionadas a la ética y a la política vieron

paulatinamente cómo, desde los años ‘80 por lo menos, la deconstrucción iba tomando

efectivamente contornos y ribetes políticos explícitos y se comprometía directamente en un

conjunto de prácticas y demandas ético-políticas contingentes. Tal expectativa y tales * Licenciado y estudiante de Magister en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

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alegatos respecto de la teoría derrideana deberían, a su vez, haberse completado con la

vinculación entre deconstrucción y marxismo que supuso en los ‘90 la aparición de

Espectros de Marx y que se había anunciado por Derrida el año 72 en el conjunto de textos

agrupados en Posiciones.

No obstante, aún cuando es evidente por parte de la deconstrucción una

problematización cada vez más directa y exhaustiva de cuestiones éticas y políticas, es

preciso destacar que el hecho de hacer efectivo un cuestionamiento en torno a estas

problemáticas obviamente no asegura para nada que las expectativas cobijadas respecto a

los desarrollos políticos de una teoría se vean del todo cumplidas. Pues más que esperar un

acercamiento teórico a problemáticas determinadas, la expectativa respecto a una teoría está

relacionada verdaderamente a las implicancias y consecuencias, en este caso políticas, que

el despliegue teorético puede contener y concretizar.

La prueba evidente de este diagnóstico lo otorga el hecho de que la aparición misma de

textos políticos deconstructivos como Fuerza de ley, Espectros de Marx y Políticas de la

amistad, entre otros, ha sido vista por muchas corrientes teóricas, desde posiciones

neomarxistas hasta miembros de la teoría crítica, desde el pragmatismo angloamericano

hasta pensadores ligados a la (mal) denominada corriente postestructuralista, como la

evidencia y consumación de un proyecto teórico catalogado de irracional por algunos,

plegado al ámbito del desarrollo privado por otros, o incluso etiquetado de esteticismo e

indeterminismo político por otros.

Con todo, lo que se ha venido a reconocer y hacer patente en este rico debate sobre las

consecuencias ético-políticas de la deconstrucción, es que resulta al parecer muy

problemático ubicar una cesura en el corpus teórico derrideano. Inclusive un pragmatista

como Rorty, que se ha negado reiteradamente a ver en la deconstrucción compromisos

teóricos serios y valederos en el desarrollo público y social, ha reconocido tardíamente su

equivocado empeño en delimitar un corte en la obra de Derrida1. Cabría entonces, como el

mismo Derrida lo ha señalado entre otros, indicar más bien un cambio tonal, donde ese

1 Cf. RORTY, Richard, “Respuesta a Simon Critchley”, en: Desconstrucción y pragmatismo, Bs. As.: Paidós, (Chantal Mouffe comp.), 1998, p. 87.

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cuerpo teórico bien delimitado toma compromisos más directos y explícitos, atendiendo al

reconocimiento de asuntos filosóficos y políticos epocales que implicarían un giro

estratégico y táctico2.

De tal modo, si se tratase de ubicar y delimitar más exhaustivamente los rasgos e

implicancias políticas que tendría la deconstrucción, habría entonces que dirigirse también

a aquellos textos germinales aparecidos el año 67, y que hacían explícita una matriz teórica

cuyos efectos iban a ser probados y contrastados siguiendo un análisis histórico-sistemático

desde Platón hasta, por lo menos, Husserl, cubriendo a su vez todos los dominios teóricos

involucrados en su despliegue. Como se sabe, dicha matriz teórica será la extensión y

generalización del concepto tradicional de “escritura” y el establecimiento de una escritura

“pre-literal” o différance, que dimanara en la crítica del presencialismo, esto es, el dominio

de la Anwessenheit, ya problematizada por los análisis heideggerianos.

La tachadura de la arquía efectuada con dicha matriz teórica en De la gramatología

establecía de tal modo, principalmente bajo la recepción de las premisas estructuralistas, la

oposición al concepto clásico del signo y la diseminación de la huella. Con ello se hacía

alusión de forma fundamental a la evidencia tranquilizadora en que occidente ha

organizado su teoría y sus instituciones, es decir, su arquitectónica. Dicha evidencia,

asociada por Derrida al fonocentrismo, viviría en la ilusión (trascendental) de que el orden

del significado nunca es contemporáneo al orden del significante, cuestión que constituiría

para Derrida el soporte y la génesis de la idea tanto de historia (istoría), del saber

(episteme), como de la idealidad y la universalidad.

Estas reflexiones, barruntadas de forma muy lata y esquemática para allanar el camino

impuesto, apuntan al nudo cordial que ha movilizado la teoría deconstructiva, desde su

primigenio hallazgo hasta las operaciones textuales e intervenciones que tomarían cuerpo

en los años ‘80, incluso hasta la tan debatida vinculación marxista en los ‘90. Pues lo que

de forma fundamental ha sido establecido tempranamente y que funcionará como égida de

los análisis ulteriores es precisamente el anuncio de aquello que subvierte la presencia, la

2 Cf. DERRIDA, Jacques, “Alguien se adelanta y dice…”, en: Espectrografías (Desde Marx y Derrida), Madrid: Ed. Trotta, (Cristina de Peretti ed.), 2003, p. 191.

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presencialidad, y que fue nombrado ahí, precisamente en cuanto no tiene rostro, como la

“monstruosidad”, y que será luego, ya en los textos tardíos, asociada a la mesianicidad y al

porvenir (como figuras opuestas al futuro).

Esta subversión de la presencialidad o este socavamiento del presencialismo anuncian

para Derrida la imposibilidad de cerrar la cadena textual o saturar las superficies de

inscripción asociadas a toda producción de sentido. Con ello, Derrida oponía a la violencia

de la teoría y la práctica de occidente (vale decir a su texto) una violencia “no menos

necesaria” que anunciaba su clausura o sofocación. Un primigenio componente ético-

político asociado a las premisas gramatológicas sería, de tal suerte, la condena de todo

intento por trascender o salir del sistema de las “huellas inmotivadas”, o del “reenvío de

significantes”, como voluntad de dominio3.

La matriz teórica que presentamos debería ser probada en lo que sigue con el análisis

de los objetos sociales y políticos que Derrida vino a desarrollar ya más explícitamente,

como dijimos, desde los años ‘80. Deberíamos ver ahí, de forma preferente, los análisis

efectuados sobre la decisión, el sujeto de la decisión, la democracia, y el anunciado fin de la

historia (criticado fundamentalmente en Espectros de Marx). De ellos trataremos de dar

algunas luces ahora, en un intento por defender una política de la deconstrucción que, por

lo menos indirectamente, vuelva a desmarcar las lecturas generalmente asociadas con

Derrida, y que etiquetan su proyecto como la consumación posmoderna del abandono de

los ideales ilustrados y la función crítica del pensamiento.

Lo que en De la gramatología o Márgenes de la filosofía se ponía en escena era, como

se sabe, una diferencia (différance) que socavaba las pretensiones filosóficas tradicionales

en todos sus dominios de extensión, desarrollando a la par una teoría del lenguaje como un

nuevo análisis de la historicidad y de la subjetividad. Lo que en esos textos se anunció

como différance o diseminación será pensado posteriormente bajo la figura del espectro,

asociando con ello una teoría (la espectrología o fantología) que desarrollaría una nueva

3 Cuestión que, sin embargo, no está asociada a ninguna clase de relativismo, como se argumentó en su momento. El detalle con otras posturas teóricas es conocido ampliamente y acá sólo será rodeado parcialmente. De todos modos sigue siendo fructífera la recepción que de la deconstrucción hiciera Habermas y que pone en discusión dos concepciones diametralmente opuestas del lenguaje y lo político. Cf. HABERMAS, Jurgen, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989, cap. 7.

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concepción de la herencia, de los legados, y de la responsabilidad histórica. Efectivamente,

en Espectros de Marx, se consuma aquella subversión de la Anwessenheit, del

presencialismo, mediante el reconocimiento del acoso de los fantasmas de un legado, en

este caso de Marx, que nos exhortaría a una nueva intervención política. Si la

monstruosidad anunciaba un quiebre del concepto tradicional del tiempo, bajo el cual el

porvenir ya no es pensado como expansión del presente sino como su subversión o ruptura,

con la espectrología (o ciencia de los fantasmas) obtendríamos una disyunción del tiempo

similar, que al mismo tiempo realizaría o consumaría una inyunción política.

Así como el lenguaje no estaría conformado por unidades atómicas plenas de sentido,

como se demostró en De la gramatología mediante la deconstrucción de la lógica del signo

(implicada en toda epistemología tradicional o representacional), un corpus teórico toma el

carácter también del espectro, del fantasma. El espectro vuelve, como la différance en las

primeras tentativas de Derrida, a socavar la unidad del sentido y a poner en escena

nuevamente el peligro absoluto del reconocimiento radical del devenir y la contingencia.

Esta sería la consecuencia necesaria del paso que Derrida anunciaba de la lingüística a la

gramatología ya el año 67.

El meollo del problema consistiría en reconocer la demanda política de la obra de

Derrida, desde el momento en que se vincula la justicia al reconocimiento crítico de la

inexistencia de un metalenguaje asignado desde el cual asegurar una criteriología y

normatividad segura. Es precisamente en esa medida en que el ya célebre dictum “no hay

fuera de texto” o “no hay texto exterior” debe ser entendido, como reconocimiento de las

contingencias y capas textuales en las que nos movemos y cuya formación es imposible

trascender. Avanzaremos esta vinculación de los textos de Derrida para llegar al problema

que nos interesa ahora.

Pues bien, en un texto como Fuerza de ley, del año 89, Derrida se propondrá mostrar

que no hay derecho sin fuerza y se interesará en señalar la posibilidad de una justicia, o una

ley, que no mantendría relación alguna con el derecho o que lo excede.

Con el análisis de algunos fragmentos de Pascal y Montaigne, Derrida tratará de

desligar la lectura convencional convencionalista que sobre los pensamientos jurídicos de

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esos autores se hacen con frecuencia, y ello con la intención de rescatar una figura del

exceso que separaría o distinguiría a la justicia del derecho. Esta figura mostraría que la

justicia como derecho no es, en rigor, la justicia. Toda llamada al orden o todo sistema

normativo, nos dirá Derrida, comportarían una relación intrínseca con la fuerza o la

violencia. Toda normatividad implicaría, de suyo, una fuerza realizativa o performativa

que, en sí misma, en el momento de su institución o fundación (en el hacer ley), no es ni

justa ni injusta y que además ningún derecho o justicia preexistente a su institución podría

validar o contradecir.

De forma muy elocuente con la alusión al no hay fuera de texto antes mencionado

Derrida precisa:

“Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante”4.

Este sería para Derrida el límite que encuentra todo discurso y que constituye el

carácter místico al que se hace alusión en tal texto. Decimos elocuentemente pues, como

habíamos señalado, el no hay fuera de texto derrideano tiene estrecha relación con esta idea

y nos permite señalar que no sólo implícitamente se puede encontrar una reflexión política

en textos ya tempranos de Derrida, como De la gramatología, sino que explícitamente ya

están operando con la alusión, ahora más clara, de que cualquier intento de trascender el

sistema textual (la llamada archiescritura) implicaría una voluntad de dominio.

Como se sabe, Derrida intentará probar que el derecho es deconstruible en la medida

en que está constituido sobre capas textuales siempre interpretables y modificables

(cuestión que asegura su posibilidad de progreso histórico) y en cuanto su fundamento

último no estaría fundado. Por el contrario, la justicia para Derrida no será deconstruible,

cuestión que le hará decir, inclusive, que “la deconstrucción es justicia”, afirmación que

carga de sentido lo que acá hemos dicho y hemos tratado de mantener como una continua

intervención política de la deconstrucción. La deconstrucción, nos dirá Derrida, tendrá

lugar entre la deconstructibilidad del derecho y la indeconstructibilidad de la justicia, entre

4 DERRIDA, Jacques, Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad” , Madrid, Tecnos, 1997, p. 33.

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la ley y el acontecimiento, manifestándose al fin como experiencia de la aporía o de lo

indecidible, y esto en la medida de su excedencia o no-medida respecto al derecho. Al final,

Derrida vinculará esta justicia con una misteriosa X kantiana que, como veremos,

constituye más una analogía explicativa que una suscripción de sus fundamentos.

Pues bien, siguiendo a Derrida, una experiencia que no fuese en su estructura una

experiencia de la aporía o de lo indecidible, no podría constituir una justa apelación a la

justicia, pues desde el momento en que se aplica una ley o se sigue un conjunto normativo

previamente establecido, es más bien el derecho quien recibe su ganancia, pero no la

justicia, que excedería al derecho. Evidentemente, esto no significa que todo derecho o

normatividad sea ilegal, pues hace referencia más bien a un ámbito extramoral, situado más

allá de la valoración positiva de facto que se realice sobre el derecho preestablecido. Si el

derecho es calculable, la justicia será lo incalculable, y ahí entraría en escena la

indecidibilidad o la aporía, pues constituye ese hiato en que la decisión no está asegurada

por el cálculo y la aplicabilidad de reglas previas. Pues si el derecho supone siempre la

generalidad de una norma o un imperativo universal, la justicia mentada por Derrida se

referirá siempre a lo singular, a lo irremplazable, al acontecimiento. Dicha distinción hará

decir a Derrida que de aplicar una regla o actuar conforme al derecho se actuaría al fin,

parafraseando nuevamente a Kant, conforme al deber pero no por respeto a la ley.

Por lo menos desde De la gramatología, el problema de la lengua se mostraba como

problema medular y ya estaba a su vez prefigurado, podemos señalar ahora, este exceso que

realiza la justicia sobre el derecho, ya que está muy ligado con lo que desde el año 67 por lo

menos viene mentando en Derrida la figura de la singularidad, la diferencia y el porvenir

(denominado ahí como monstruosidad). El proyecto deconstructivo puede leerse como una

demanda política explícita en la medida en que, como señala Derrida, se busca,

“…en nombre de una exigencia más insaciable de justicia /…/ la reinterpretación de todo el aparato de límites dentro de los cuales una historia y una cultura han podido confinar su criteriología”5.

5 Ibíd., p. 45.

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Lo indecidible que pone en escena Derrida constituye entonces ese hiato entre la

iterabilidad de la norma y la singularidad del acontecimiento. Lo indecidible es, a su vez, la

experiencia de lo que siendo heterogéneo respecto al cálculo y la regla debe, no obstante,

entregarse a la decisión imposible pues, consecuente con lo anteriormente dicho, si una

decisión no transitará este exceso de la justicia, es decir, la prueba de lo indecidible, sólo

sería la aplicación programable y calculable, y por lo tanto no libre, de un proceso

normativo. Lo indecidible no es algo superable entonces, pues se cobija en toda decisión,

en todo acontecimiento, por lo menos como espectro señalará Derrida. Esta espectralidad

disemina toda seguridad de presencia y por lo tanto toda certeza de establecer una

criteriología que asegure la justicia de la decisión6.

Para dejar esto algo más claro digamos que para Derrida lo espectral no es, no es ni

una sustancia ni esencia, no está nunca presente como tal7. Lo espectral es problematizado

así para dar cuenta de que todo corpus teórico, textual, teórico o normativo, con sus propios

llamados a la responsabilidad, posee este carácter espectral que comparte la lógica de

diseminación analizada sobre el signo, vale decir, no es un ente presente, aunque esté

marcado de huellas y se difiera en el tiempo. Lo espectral desbarata la unidad del sentido de

un corpus textual y de toda escena o experiencia en general, abriéndolo al suplemento

performativo, realizativo, de la lectura y la interpretación. Como en la lógica del signo, un

corpus textual o un sistema normativo implican un juego de ausencias que lo abren

impuramente en su desplazamiento al intercambio con otras huellas de sentido en una red

infinita de remisiones y reenvíos significantes. Nuevamente, si se aprecia, se trata del juego

de la presencia y la ausencia. Lo espectral queda conformado por los problemas de

repetición y re-inscripción histórica, es decir, sobre el acontecimiento y la singularidad.

Desafío nuevamente entonces a la ontología y la semántica, pero que abre a su vez el

espacio de la justicia.

Lo espectral dimana para Derrida de una disyunción temporal, de una temporalización

y espaciamiento. Surge de un presente dis-locado, dis-yunto, sobre el cual Derrida

6 Ibíd., p. 57. 7 Cf. DERRIDA, Jacques, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 1995, p. 12. Lo mismo se dice de la diferencia (que no es) en “La différance”, en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989, p. 42.

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preguntará, consecuentemente con lo dicho: ¿y si el desajuste fuera, por el contrario, la

condición de la justicia? La deconstrucción operará en esta plataforma de análisis, en la

disyunción, que la posibilitaría al fin, por lo tanto, como pensamiento de la justicia. La

espectralidad es una llamada a la responsabilidad, que surge de la disyunción del presente,

de su fuga, del acontecimiento y su diseminación. Lo que anuncia la espectralidad, su

puesta en escena, es que, dada la diseminación del sentido, se nos obliga precisamente a la

responsabilidad del aquí y ahora del acontecimiento. Dada esta condena de la ontología y

la semántica tenemos siempre un “aquí” en fuga, espectral, que de acuerdo a la disyunción

del presente, realiza un llamado o “inyunción política”8, como se señala en Espectros de

Marx: la violencia que interrumpe y corta el tiempo obliga a la realización de una siempre

nueva performatividad que articule estabilidades en el por-venir que se nos reveló como

monstruoso en De la gramatología.

La idea de justicia que Derrida tiene en mente es así una justicia infinita en tanto

irreductible, ya que se debe al otro, al acontecimiento, a la singularidad absoluta. Es esta

irreductibilidad la que funda su carácter místico, ya que no vive de una racionalidad teórica,

por lo menos bajo el modo de lo calculable. El mismo Derrida se encargará de someter a

sospecha aquellas ideas que vinculen lo que hasta acá se viene señalando con el ideal

regulativo kantiano o con alguna forma de mesianismo (sea marxista, judeocristiano o de

otro tipo), del que se apartará para dar paso a la “mesianicidad”.

Dicho de forma amplia, la crítica derrideana apuntará a que estos tipos de prácticas

suponen un horizonte de resolución, es decir, definen un progreso infinito y una espera, a la

que habría que acercarse paulatinamente por determinadas limitaciones estructurales

previamente reconocidas en el orden epistemológico o histórico. Por el contrario, para

Derrida la justicia no espera, y no hay ni forma de postergarla ni ilusión de alcanzarla como

si se tratase de un telos. La justicia para Derrida es siempre inmediata, y no constituye un

límite negativo sino un hiato, una brecha o un corte de toda deliberación, en un aquí y en un

ahora, abierto a la inminencia. Se trata de un momento de resolución en un plano finito de

urgencias, pues aun cuando las condiciones del saber fueran ilimitadas, la decisión es

8 DERRIDA, Jacques, Espectros de Marx, op. cit., p. 44. Marx por otra parte es acá rescatado como pensador de la justicia.

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estructuralmente finita y se precipita sobre un no-saber y una no-regla, en cuanto las

restituye en orden al acontecimiento o la singularidad9.

La justicia en Derrida no tiene un horizonte de espera, pero precisamente por eso tiene

un porvenir, que se distingue del futuro (concebido como modificación de un presente), y

que debe entenderse más bien como la llegada de lo otro, del acontecimiento que subvierte

toda apropiación, toda presentación, tomando un rasgo más bien acontecimiental. De esta

manera sólo hay justicia, posibilidad de la justicia, en la medida en que un acontecimiento

es posible. Este porvenir de la justicia, como decíamos, es lo que en De la gramatología ya

estaba señalado con el término monstruosidad, como disyunción o corte de toda

presentación10 y que será asociada luego como mesianicidad. La primera tentativa teórica

derrideana tenía por misión solicitar el dominio de la presencialidad o presencialismo de la

ontoteología tradicional (cuyo brazo ejecutivo sería la violencia de lo uno o lo idéntico)

para dar cuenta de los límites en que nos movemos y de la permanente intervención que

supone la diseminación o la fuga del sentido (de la presencia) y la asunción del devenir.

Esta asunción del devenir, en su radicalidad, hará decir a Derrida:

“En la incoercible différance se desencadena el aquí-ahora…es el precipitarse de una singularidad absoluta, singular porque difiere-es-diferente (différante), justamente, y siempre otra, que se liga necesariamente a la forma del instante, en la inminencia y la urgencia…” 11.

En un texto tardío, Derrida señalaba que estas aporías, al mostrar la fragilidad de todas

las estabilizaciones en el terreno de la política, daban lugar a una hiperpolitización12, en la

medida en que, como mencionábamos antes, se desencadena un proceso infinito de

transformación y estabilización. Con estas categorías ganadas, y fundamentalmente la de

indecidibilidad, Derrida nos permite inferir, en otro texto, la distinción entre la tecno-

ciencia y la democracia por venir13. De igual modo que con la distinción entre derecho y

9 Cf. DERRIDA, Jacques, Fuerza de ley, op. cit., p. 61. Derrida, cabe destacarlo, distinguirá a su vez en Espectros de Marx el mesianismo de la mesianicidad. Dicho de forma general, el primero supone un telos mientras que el segundo se inscribe en la diseminación inmanente, en el no-presente que analizamos. 10 Cf. DERRIDA, Jacques, De la gramatología, Argentina, Siglo XXI, 2005, p. 10. 11 DERRIDA, Jacques, Espectros de Marx, op. cit., p. 44. 12 Cf. DERRIDA, Jacques, “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo” en Deconstrucción y pragmatismo, op. cit., p. 165. 13 DERRIDA, Jacques, El otro cabo. La democracia, para otro día, España, Ediciones del Serbal, 1992, p. 60.

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justicia, la tecno-ciencia se vincularía a la cuenta y a lo calculable, mientras que la

democracia por venir estaría suspendida en un horizonte no teleológico e irreductible, que

permitiría a su vez la transformación histórica o la subversión de un orden preestablecido.

Al final, lo que queda es el resto no re-apropiable y la no-medida dentro de un campo de

experiencia dado, que se abriría a la inminencia del porvenir. Ese sería el hiato o la brecha

que constituye toda decisión y que permitiría vislumbrar la contingencia radical de lo social

como un nuevo acercamiento a lo político, ya despojadas las pretensiones de la clausura del

campo social y su universalización.

Efectivamente, lo hasta acá anunciado viene entonces a criticar las posiciones

universalistas respecto a la política (y particularmente respecto a la democracia liberal), ya

que lo indecidible muestra en última instancia la contingencia de lo social y su antagonismo

constitutivo, sin posibilidad de cierre. Por eso, consecuentemente, Derrida nos señala

respecto a las políticas del lenguaje imperantes:

“Este discurso, que pretende hablar en nombre de la inteligibilidad, del buen sentido, del sentido común o de la moral democrática, tiende por eso mismo, y como naturalmente, a desacreditar todo aquello que complica ese modelo, a reprimir o someter a sospecha aquello que pliega, sobredetermina o incluso cuestiona, en la teoría y en la práctica, esa idea de lenguaje”14.

Lo que hemos obtenido siguiendo el análisis deconstructivo es un cuestionamiento de

los contextos implicados en toda decisión y una teoría del lenguaje atenta a los problemas

de la exclusión.

Lo que anuncia la deconstrucción es, si seguimos los análisis de Chantal Mouffe15, una

preocupación constante por los modos y las condiciones particulares de enunciación y, en

consecuencia, una crítica a posiciones de argumentación que esperan trascender el campo

textual y dar un resultado último y definitivo a los programas de desarrollo y

transformación histórica. Precisamente, lo indecidible viene a cortar este pasaje a una etapa

posthistórica que anuncia el discurso hegemónico como el paso más elevado de desarrollo

político. Por el contrario, la deconstrucción anuncia la contingencia última del orden social

14 Ibíd., op. cit., p. 48. 15 Cf. MOUFFE, Ch., “Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia”, en Desconstrucción y pragmatismo, Bs. As., Paidós, (Ch. Mouffe comp.), 1998, p. 14.

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y la importancia de la permanente estabilización, ya que sólo al insertar la indecidibilidad

en el corazón de la formación política se podría pensar la decisión política y, con ello,

mantener una exigencia más radical de justicia y democracia. Ésta sería la vinculación de la

deconstrucción con su despliegue político. Dar cuenta de la brecha estructural en la

formación de toda institución política y destacar la importancia, con la indecidibilidad, de

la hiperpolitización. Pues el tema fundamental de la deconstrucción parece ser, como lo ha

señalado E. Laclau, “la producción político-discursiva de la sociedad”16.

II. El fin de lo político y la lógica policial.

En la medida en que el estudio de lo político en Rancière ofrece nuevas pautas de

análisis y un cambio en ciertas categorías tradicionales, traídas por lo menos desde

Aristóteles, convendría para su clarificación esbozar el diagnóstico epocal que ha

acompañado su teorización, la que ha estado comprometida a su vez en algunos debates

políticos latinoamericanos de no muy lejana data y en los cuales ha probado una destacable

eficacia de inserción en escenarios donde el duelo postdictatorial y el retorno a la

democracia (con los problemas implicados), constituyen un problema medular y

permanente.

Pues bien, como es fácil observar, el discurso político hegemónico anuncia en todas

partes el fin de las divisiones políticas, del sistema adversarial, de los desgarramientos

sociales y de los proyectos utópicos. Asistiríamos, se dice, a un fin global de lo político,

luego de haber recibido y padecido las nefastas consecuencias del siglo decimonónico, para

culminar en lo que ha sido denominado una etapa posthistórica. El abandono del siglo XIX,

el siglo por antonomasia de los proyectos utópicos, ofrecería al nuevo siglo una nueva

configuración espacio-temporal, en oposición a la de aquél pues, siguiendo a Rancière, la

configuración decimonónica del tiempo se puede entender como “el tiempo de la promesa”.

El anunciado fin de la historia y fin de la política que vivimos sería entonces el fin del

tiempo de la promesa, y nos legaría como lección primordial, en palabras de Rancière:

16 LACLAU , Ernesto, “Desconstrucción, pragmatismo, hegemonía”, en Desconstrucción y pragmatismo, op. cit., p. 122.

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“Abandonar toda identificación de la potestas política con el imperium de una idea, de cualquier telos de grupo, acercarla al poder que acompaña las actividades secularizadas del trabajo, el intercambio y el goce; concebir un ejercicio político en sincronía con los ritmos del mundo, con el crecimiento de las cosas, con la circulación de las energías, la información y los deseos: un ejercicio político por entero en el presente, en el que el futuro no sería más que expansión del presente”17.

A esta nueva configuración temporal la acompañaría de igual modo, según Rancière,

una nueva configuración espacial que no sería otra que el “centro”. Cuestión de la que

tenemos noticias continuamente, pues vemos de forma evidente cómo se cruzan los

discursos acerca de la lucha por el centro, constitutivo de nuestra política actual, con los

anuncios antiutópicos de secularización de la política. Ambas configuraciones serían los

brazos ejecutivos de una masificada y hegemónica “política del fin de la política” que

extiende su dominio en el propósito declarado de alejarse de los antiguos desgarros que

habitaron el cuerpo social. Se anuncia entonces la simple “gestión” de lo social y, con ello,

una sustracción política de la política: una política antipolítica, que constituiría para

Rancière la esencia paradojal de la acción política, pues parece propio de ella querer auto-

suspenderse, como demuestra un análisis histórico medianamente exhaustivo.

Otro elemento destacable para Rancière, en este panorama de despolitización

generalizada, es que, de forma paulatina, se asistiría a un renacimiento aparente de la

filosofía política. Lo interesante es que se aprecia un retorno a la reflexión purificada sobre

los vínculos intersubjetivos que se asienta en la gran tradición política inaugurada con la

filosofía clásica y que, si no vive de espaldas a la política, del momento sólo opera para

legitimarla. Por el contrario, destaca Rancière, cuando la política era denostada como

expresión de los desgarros sociales, se manifestaba sin embargo en una multiplicidad de

lugares de intervención, como la fábrica o la escuela. En síntesis, el retorno aparente de la

filosofía política parece no concordar con el retorno de su objeto, la política misma. Parece

entonces que la política encontró sus lugares propios para la deliberación sobre el bien

común18, cuestión que hace inteligible el retorno de la política purificada de los imperativos

17 RANCIÈRE, Jacques, En los bordes de lo político, Chile, Ed. Universitaria, 1994, p. 14. 18 Cf. RANCIÈRE, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, Argentina, Nueva Visión, 1996, p. 6. [Título original: La mésentente. Politique et philosophie, 1995].

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de una idea o de una promesa, es decir, de la política sometida a la filosofía, como

concordante con el fin de la política misma que vivimos.

El que la aparente restauración de la reflexión política concuerde con la muerte de la

política obligaría, de acuerdo a Rancière, a reevaluar la relación entre la filosofía y la

política. Como veremos, si tomamos algunos índices destacados dentro de la tradición

filosófica política, notaremos una extraña y profunda vinculación problemática, y esto a

pesar de que circule con frecuencia en los discursos hegemónicos la opinión de que la

política, como hemos argüido, ha abandonado el territorio en que la enclaustraba la

filosofía. Liberación que, a su vez, posibilitaría una reflexión política purificada de la

filosofía, o una reflexión neutral en cercanía y sintonía con los textos fundacionales.

Para Rancière, indicar que la República o la Política, tal como lo hace Leo Strauss,

constituyen obras paradigmáticas de la filosofía política, es soslayar una tensión originaria

entre ellas, y de la cual podemos tomar algunos índices históricos importantes. En

Descartes, por ejemplo, la filosofía no constituye una ramificación natural del árbol-

filosofía, apunta Rancière, y en Platón la encontramos bajo una extraña figura cuya égida,

como trataremos de señalar, consumaría la reflexión aristotélica19.

Pues bien, Rancière ha señalado que la política no ha dejado de representarse en el

paisaje marítimo y sus bordes, prueba de lo cual es la permanente vinculación de los

orígenes políticos con las riberas y los ríos de la fundación, de manera que algo esencial

debe concederle a la imagen marítima ese carácter privilegiado. En esa auto-representación

de la política la filosofía habría tomado parte de forma obstinada, pues “para arrancar a la

política del peligro que le es inmanente es necesario arrastrarla sobre seco, instalarla en

tierra firma”20. Para Rancière toda la reflexión platónica puede comprenderse como

empresa antimarítima: el mar parece horroroso pues se asemeja bastante en su constitución

a la democracia, compuesta de marinos ebrios. El trabajo filosófico político de Platón no

presenta a la política como un objeto de análisis particular de acuerdo a una extensión

proyectiva de sus intereses, sino más bien como una tensión o un nudo problemático.

19 Cf. RANCIÈRE, Jacques, En los bordes de lo político, op. cit., p. 21 y El desacuerdo, op. cit., p. 6. 20 RANCIÈRE, Jacques, En los bordes de lo político, op. cit., p. 9.

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Si Walter Benjamin, de acuerdo al análisis de Lacoue-Labarthe, ha probado que los

diálogos platónicos parecen dirigirse a la conformación de un sustituto de la tragedia, el

Gorgias y la República mostrarían, de acuerdo a Rancière, que el quehacer de la filosofía es

instalar una política distinta, una “política de verdad”, que realice sus objetivos de espaldas

al mar, poniendo fin a la política como ésta se manifiesta en su espontaneidad fáctica: la

democracia que tanto perturba a Platón. Lo que se revela con Platón es que el encuentro

primigenio de la filosofía y la política se realiza de acuerdo a una elección: o la política de

los políticos o la política verdadera, de los filósofos21.

Se hace evidente entonces con esta tensión, que la filosofía política no es una

ramificación natural de la reflexión filosófica sino un cruce problemático, una aporía, una

paradoja. La tensión manifiesta en Platón revela que la filosofía tiene un nudo problemático

con la filosofía que, siguiendo a Rancière, ha hecho evidente Aristóteles cuando afirma en

el cuarto libro de la Política: “De qué hay igualdad y de qué desigualdad: la cosa conduce a

una aporía y a la filosofía política” (1282 b 21).

Hoy en día, como señalábamos, la política se dice purificada y liberada del peso que

las ideas y utopías le sometían. Liberación o purificación de la tutela filosófica que es al

mismo tiempo el resurgimiento de una reflexión política dirigida a los orígenes para

solventar y defender los fundamentos del ser en-común22. Esta vinculación problemática

entre la filosofía y la política sucede entonces como una “realización/supresión de lo

político” y como una “supresión/realización de la filosofía”. Como habíamos visto, la

tensión descrita hacía evidente en la doctrina platónica la necesidad de acabar con el

desorden de la política empírica, tensión que animará también el proyecto de Aristóteles.

Observemos al fin que el diagnóstico epocal de Rancière se conjuga íntimamente con

los propósitos de la filosofía política clásica, con la verdadera política, pues en el momento

en que se anuncia el fin de la política y el restablecimiento de la filosofía política

(dogmática), o cuando se anuncia, en síntesis, la liberación de la política de las utopías y las

21 Cf. RANCIÈRE, Jacques, El desacuerdo, op. cit., p. 7. La cita sobre Platón corresponde al Gorgias 521 d. 22 “Los filósofos del “retorno de la política” habían compuesto una filosofía antigua que colocaba las sublimidades del “bien común” al servicio de las simplezas del consenso” nos dice en otro texto Rancière. Véase Política, policía, democracia, Chile, Ed. Lom, 2006, p. 15.

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ideas, ¿no se hace evidente entonces que la política purificada ha cumplido la tarea y el

estatuto que antaño le adscribiera la reflexión filosófica? Pues, ¿qué otra cosa apreciamos

en la política sino la tarea de acabar con la política?23

Así, el despliegue teórico de Rancière pondrá a prueba la hipótesis de que aquello

denominado filosofía política “bien podría ser el conjunto de las operaciones del

pensamiento mediante las cuales la filosofía trata de terminar con la política, de suprimir

un escándalo del pensamiento propio del ejercicio de la política”24.

Pues bien, a este escándalo Rancière le dará el nombre de “desacuerdo”, entendiendo

por tal una determinada situación de habla que no se reduce ni al desconocimiento ni al

malentendido y que se refiere no sólo a las palabras sino a la situación misma de quienes

hablan25.

En síntesis, la tesis de Rancière es que la filosofía política sería la operación que

expulsa al desacuerdo y que se identifica con la verdadera política. Si se aprecia, esto

obliga a volver a problematizar el corpus filosófico-político tenido por tal, y esto para ver

ahí una tensión inaugural que es la lógica o el punto ciego que dirige la actual mutación del

escenario anti-político postsocialista. Tratemos en lo que sigue de señalar sucintamente los

índices dados por Rancière para obtener una plataforma de análisis que permita comprender

mejor la modulación en ciertas categorías políticas que nos otorga.

Cuestionando los análisis de lo político que nos ofrecen los “paradigmas de la filosofía

política”, como señalara Leo Strauss, Rancière llegará a la conclusión de que la operación

filosófica política, de sustracción política, que pone en escena Platón en el Gorgias, es

consumada por Aristóteles, y consiste en someter el apeiron democrático a la medida, es

decir, en someter lo múltiple, la potencia de lo múltiple, bajo la ley del Uno26. Veamos de

forma breve como sucede esta deducción respecto de los orígenes políticos.

23 Cf. RANCIÈRE, J., En los bordes de lo político, op. cit., p. 12. 24 RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 11. 25 El término está en contacto, aunque de forma crítica, con los análisis sobre los regímenes de frases efectuados por Lyotard en La diferencia [España: Gedisa, 1991]. Por economía debemos acá obviamente suprimir un comentario sobre estas relaciones. 26 Cf. RANCIÈRE, J., En los bordes de lo político, op. cit., p. 24.

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Rancière, en su libro de 1988 En los bordes de lo político, menciona que Aristóteles

detalla dos orígenes de lo político. Uno bueno o noble, que es el conocido inicio del primer

libro de la Política, donde la comunidad política es defendida mediante el telos del ser

razonable. El otro, el origen malo, sería aquél ofrecido en el libro cuarto, y en el que se

establece lo político sencillamente como el remedio a la facticidad de la división social. En

El desacuerdo, no obstante, Rancière nos presenta solamente el primer origen, pues aun

cuando ambas tesis se encuentran en tensión en la obra de Aristóteles, el argumento de

Rancière mostraría, al parecer, que el segundo origen, el malo, está ya implicado en ciertas

complicaciones que presenta la deducción del origen bueno. Concentrémonos entonces en

el argumento presentado en El desacuerdo.

Como se sabe, Aristóteles nos señala en el primer libro de la Política que la naturaleza

política (cuestión que suscitó el diálogo de sordos con Hobbes) está señalada por la

tenencia del logos, de la palabra, que manifiesta lo útil y lo nocivo (y en consecuencia lo

justo y lo injusto), a diferencia de la phoné, de la voz, que simplemente indicaría el dolor o

el placer. Con esta división quedarían, siguiendo a Rancière, dos formas de tener parte en lo

sensible: la del placer y el sufrimiento, común a los animales portadores de voz, y la de lo

justo y lo injusto, propia de los hombres portadores de logos, e implicada ya en la

percepción de lo útil y lo nocivo27.

La consecuencia problemática, si se aprecia, será el paso de lo útil al campo

propiamente político y comunitario de la justicia. Pues el apresurado utilitarista podría

perfectamente señalar ese pasaje por lo útil como constitutivo de una maximización del

bien común que defiende. No obstante, para Rancière, la línea trazada por los defensores

del principio natural del bien común, críticos del utilitarismo como Strauss, debe y puede

hacerse, pero a riesgo de que caigan con ella también los argumentos antiutilitaristas que

ennoblecen lo útil para acercarlo a su fin, al telos que sería lo justo. Y es que el tránsito de

lo útil a lo justo pasa, de acuerdo a Rancière, por la mediación de los contrarios ahí

señalados por Aristóteles, es decir, por lo nocivo y lo injusto. Es ahí, al final, donde se

27 Cf. RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 14.

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encontraría el nudo problemático que haría a la “sustantiva filosofía” adjetivarse en

política.

En efecto, el pasaje de lo útil a lo justo pasa por dos heterogeneidades: por una parte,

la que divide los términos falsamente puestos en equilibrio como lo útil (sympheron) y lo

nocivo (blaberon). En segundo lugar, derivado de lo anterior, lo que se revela es que para

Platón como para Aristóteles lo justo de la ciudad es un estado donde el sympheron no tiene

por correlato ningún blaberon, es decir, donde se ha eliminado “cierta distorsión”28. Lo

fundamental del análisis de Rancière, que no podemos detallar en su extensión, es que para

Platón y Aristóteles la justicia sólo empieza cuando la distorsión, lo nocivo, ha sido

suspendida y reemplazada por otro estado de cosas.

Pues bien, la comunidad política comienza precisamente cuando dejan de equilibrarse

ganancias y reducirse los daños. Es preciso que se dé una igualdad muy distinta a la

asociada en las operaciones mercantiles. No obstante, según Rancière, el defensor de los

clásicos se alegraría muy rápido si viese en dicho esquema la superioridad del bien común

cuyo telos la naturaleza humana conlleva en su interior, pues la deducción aristotélica que

aniquila la igualdad mercantil se realiza de un modo muy específico: es la sumisión de la

igualdad aritmética, que preside los intercambios mercantiles, a la igualdad geométrica que

“proporciona” las partes de la cosa común poseídas por cada parte de la comunidad, de

acuerdo a lo aportado por ellas al bien común29.

Esta sumisión de la lógica mercantil esconde, por lo tanto, un cómputo de las partes

que constituye al final el verdadero problema político, el nudo de pensamiento, y que hace

constituirse a la filosofía en filosofía política. Esta cuenta será para Rancière la lección

primordial de los clásicos, y será el fundamento que la vincula con el fin de la política que

comentáramos al inicio, ya que en última instancia este cómputo revela la importancia

concedida al sometimiento de la multiplicidad a la medida, a la ley de lo Uno, pues la

cuenta es además, como veremos, siempre una cuenta errónea.

28 RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 17. Por economía, nuevamente, debo suspender ciertos comentarios al análisis de Rancière en este punto que, por lo menos, no parece esencial en nuestro propósito. 29 Ibíd., p. 19.

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Los dos orígenes que señalamos quedan así entonces vinculados: el origen noble ya

revela en sus resortes ocultos la cuenta errónea que la constituye. Pues bien, las partes de la

comunidad deben ser proporcionales a las axiai de cada parte, es decir, al valor que cada

una aporta. Como se sabe, Aristóteles enumera 3 títulos de comunidad: la riqueza de los

pocos (oligoi), la virtud (areté) que nombra a los mejores (aristoi) y la libertad (eleutheria)

del pueblo (demos). Como se sabe también, cada título da origen a un régimen particular.

No obstante, este cómputo se revelará como erróneo pues una perturbación oculta agobia su

arquitectónica.

¿Cuál es exactamente el título poseído por cada parte? En rigor, como se puede

apreciar fácilmente, sólo la riqueza de los pocos se deja reconocer con facilidad. La cuenta

errónea fundamental se revela en este paso, y surge al preguntar ¿qué estatuto tiene la

libertad otorgada por el demos? Falsa cuenta, pues cabe decir que la libertad del demos, en

primer lugar, no es una propiedad determinable sino una pura facticidad, una vez abolida en

Atenas la esclavitud por deudas. En segundo lugar, lo propio del demos ni siquiera sería

propio: el demos, al final, se revela como la masa indiferenciada de quienes no tienen

ningún titulo positivo y que se crea uno del hecho fáctico de ser libre “como los otros”30.

El demos se atribuye como parte propia la igualdad que pertenece a todos los

ciudadanos. Identifica de tal forma su propiedad impropia con el principio exclusivo de la

comunidad, y su nombre con el nombre mismo de la comunidad. Para Rancière, el hecho de

que el pueblo se apropie la cualidad común a todos como cualidad propia es lo que

constituye la distorsión fundamental, que corta la deducción transparente de lo útil a lo

justo operada por Aristóteles. Obtenemos así la cuenta errónea que antes mencionábamos:

lo que aporta a fin de cuentas el demos a la comunidad no es otra cosa que el litigio. Y es a

través de esta parte que no es parte, que la comunidad se constituye en política, es decir,

dividida por un litigio referido precisamente a la cuenta de sus partes.

De acuerdo al análisis así efectuado por Rancière, habrá política sólo en la medida en

que exista una parte de los que no tienen parte. De tal modo, en una torsión muy interesante

de las categorías hasta acá admitidas, Rancière nos dirá que no siempre existe la política, y

30 Ibíd., p. 22.

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que de hecho existe muy poco o escasamente. Existiría solamente cuando el orden natural

de la dominación es cortado por la institución de esa parte sin parte o cuenta errónea. Más

allá de esa inscripción de los sin parte sólo existiría para Rancière o “la dominación o el

desorden de la revuelta”31.

La política es entonces el despliegue de una distorsión o un litigio, y es puesta en

escena por la institución de una parte sin parte, que en la cuenta de Aristóteles corresponde

al demos. Aducíamos una torsión de lo político en Rancière y esto en la medida en que, de

acuerdo a su lectura, lo que la teoría política ha mantenido como proposición fundamental a

lo largo de su historia es que no hay parte de los que no tienen parte y, en consecuencia,

que no hay política o, mejor dicho, que no debería haberla. Efectivamente, es claro que se

ha teorizado sobre la política, pero sobre un nudo ciego que ha impedido reconocer lo

efectivamente político, es decir, aquello que instituye la comunidad del litigio. Como

señalábamos al inicio del apartado, lo que probará Rancière, probando a su vez tal hipótesis

en la generalizada despolitización posmoderna, es que la política y la teoría que la ha

acompañado (para no decir reflejado) es un ejercicio de autosustracción, cuyo lema

fundamental no sería otro que acabar con la política y acabar con la desproporción.

La política presenta un nudo problemático o una aporía que acoge la filosofía. La

intervención política delimitada en el contexto histórico del momento clásico griego

consistirá, como se apreciaba, en reemplazar la igualdad aritmética por la igualdad

geométrica. Ahora bien, la libertad ateniense pondrá en escena, siguiendo a Rancière, otra

igualdad que suspende la aritmética no fundando geometría alguna, y que se revela al fin

como la ausencia de arkhé, es decir, como la pura contingencia del orden social. En

palabras de Rancière:

“El fundamento de la política, en efecto, no es más la convención que la naturaleza: es la ausencia de fundamento, la pura contingencia de todo orden social. Hay política simplemente porque ningún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas”32.

31 Ibíd., p. 26. 32 Ibíd., p. 31.

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De acuerdo a esto, el fundamento de la política sería, a fin de cuentas, la anarquía,

entendida no como ordenamiento político o propuesta teórica, sino en el sentido más

amplio que destaca que toda jerarquía recibe su institución de ese fondo abisal, sin arkhé,

an-árquico33.

De tal forma, lo que obtenemos siguiendo el análisis de Rancière, es un corte en la

deducción que Aristóteles hiciera funcionar entre lo útil y lo justo. No obstante, con ello, lo

que se obtiene a su vez es un corte entre la separación estricta que separaba en la misma

deducción a los animales (dotados de phoné) y a los humanos (dotados del logos). Lo que

se encuentra ahí es una partición de lo sensible que no constituye el dato fundamental y

fundacional de lo político, sino más bien la evidencia del litigio que instituye lo político,

que lo inscribe. Lo que interesa a Rancière es apreciar acá de nuevo la deuda que

Aristóteles mantendría con Platón pues, en efecto, es difícil no ver en la Política las

apreciaciones que en la República hiciera Platón contra “el gran animal popular” (la

asamblea democrática) que, en palabras de Rancière, no constituye una simple metáfora,

pues indica la expulsión de los seres parlantes sin cualidades, y que inscriben la distorsión

de la cuenta errónea de la política. La política se da “porque el logos nunca es meramente la

palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra”34.

De esta plataforma de análisis Rancière extraerá una de las tesis gravitantes de todo su

desarrollo teórico. En efecto, la distorsión de la política pondrá en escena dos modos del

ser-juntos que generarán dos lógicas distintas. Por una parte, encontramos el modo que

hemos revisado y que consiste en distribuir los cuerpos y asignarles una función, cuyo

principio será el dar a cada uno lo que le corresponde. No obstante, hay otra lógica, aquella

que suspende la armonía de la anterior por el simple hecho de poner en escena (o

actualizar) la contingencia radical de la igualdad, y que no puede entenderse ya ni como

aritmética ni como igualdad geométrica.

33 La política, en sentido estricto, es anárquica. Cf. RANCIÈRE, J., Política, policía, democracia, op. cit., p. 18. 34 Cf. RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 37. Rancière detalla una serie de ejemplos ilustrativos de los análisis que propone. Por su parte, lo que se ha venido haciendo notorio, si se aprecia, es un alejamiento de la política comunicacional de Habermas. Lo común no es reconocido a priori sino aquello mismo por lo que se lucha.

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Pues bien, habrá entonces dos lógicas del ser-juntos, o dos modos del ser-en común

que de forma genérica se agrupan bajo el nombre de política. De forma amplia, se

denomina política a un conjunto de operaciones que distribuyen los poderes, los organizan

y los legitiman. A este proceder Rancière le dará el nombre de policía. Si bien el nombre

esta asociado generalmente a un tipo de poder específico identificado con la baja policía,

Rancière empleará el término en la medida en que Foucault habría probado cómo la baja

policía es solamente un orden particular dentro de otro más general, pues la policía es

entendible, de acuerdo al análisis de los siglos XVII y XVIII, como una técnica de gobierno

extendida a todo lo concerniente al hombre y su felicidad35.

Sin tener una connotación peyorativa para Rancière, la policía, en este nuevo sentido,

no será entendida ni como aparato de Estado ni como disciplinamiento de los cuerpos, sino

más bien como una configuración de las ocupaciones y como distribución espacial de sus

propiedades. A esta lógica policial que regula el aparecer y distribuye la partición de lo

sensible, asignando y legitimando funciones, se opondrá otra lógica antagónica, que

descompone las configuraciones establecidas y rompe o desplaza la partición sensible

estipulada. A esta lógica le dará Rancière, por su parte, el nombre de política. La política

así mentada tiene por tarea la destitución o el desplazamiento de una configuración sensible

que regula los espacios y la asignación de las partes. De acuerdo a su análisis, la política

deshace las divisiones policiales mediante la puesta en acto de un principio heterogéneo, el

de las partes que no son partes, y que ponen en escena la contingencia radical del orden

social.

De tal modo habrá política solamente cuando se encuentren o choquen estas dos

lógicas, que funcionan de acuerdo a procesos heterogéneos. El primero será el proceso

policial y el segundo el proceso de la igualdad. La política está anudada a lo policial, señala

35 Cf. RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 43. El análisis de Foucault puede verse en “Omnes et singulatim. Hacia una crítica de la razón política”, en: Tecnologías del yo y otros textos afines, España: Paidós-ICE, 1996.

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Rancière, y esto en cuanto no tiene objetos propios sino más bien la tarea de inscribir en lo

policial el litigio que divide las configuraciones establecidas36.

Considerando estas premisas, Rancière entenderá la política como la actividad que

existe gracias a unos sujetos a los que dará el nombré de “dispositivos de subjetivación”, y

que serán los encargados de medir los inconmensurables, es decir, las lógicas heterogéneas

antes mentadas: la del proceso policial y la del proceso igualitario. Lo que harán estos

dispositivos de subjetivación será insertar, en el corazón del orden policial que configura la

comunidad, otra comunidad distinta, que es aquella del conflicto o el litigio en torno a lo

común mismo, entre lo que no tiene parte y lo que la tiene. Por subjetivación Rancière

entenderá entonces el proceso mediante el cual se produce una instancia y una capacidad no

reconocible en un campo de experiencia dado con anterioridad, es decir, que no eran

identificables. De forma tal, la instancia y capacidad así descritas, adquieren identificación

de forma paralela a la nueva representación del campo de experiencia modulado. La

subjetivación producirá entonces una multiplicidad que desbarata la cuenta (siempre

errónea) de la policía37.

Es particularmente interesante cómo Rancière, en las consecuencias extraídas del

concepto de subjetivación, otorgue crédito a ciertas expresiones conservadoras. Aquellos

que señalan que el proletario no es un trabajador militante sino un desclasado o que la

feminista es una criatura ajena a su sexo, tienen para Rancière coherencia. Efectivamente,

siguiendo su balance, la subjetivación es siempre una “desidentificación”, ya que supone

una ruptura con la configuración de roles que le asignara la lógica policial. En esa medida,

es posible afirmar que el sujeto “proletario” es, consecuentemente, un des-clasado o que la

36 En otro texto Rancière nos dice que distinguirá entre lo político y la política. Lo político será entonces el encuentro entre la policía y la política. Véase, RANCIÈRE, J., Política, policía, democracia, op. cit., p. 18. 37 Cf. RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 52. En el mismo lugar Rancière nos dice que, formalmente, el ego sum, ego existo de Descartes es la fórmula de la subjetivación política. Acontece como un nos sumus, nos existimus, que implica que los sujetos que hace existir no tienen más consistencia que las operaciones que realizan transformando el campo de experiencia. En otro lugar Rancière nos dice que los sin-parte son aquellos sin inscripción simbólica en la constitución de la polis. Cfr. Política, policía, democracia, op. cit., p. 21.

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feminista no es mujer, ya que rompen la función y la propiedad que legitimara un campo de

experiencia previo38.

Lo que la subjetivación pone en acto es la distorsión que señaláramos al inicio. Dicho

de otra manera, la distorsión será el modo de subjetivación (opuesta a la identificación) en

que toma cuerpo la verificación del proceso igualitario. La subjetivación tendrá entonces

figuras históricas concretas y que hemos conocido, como el demos de Atenas o el

proletariado.

El diagnóstico que nos ofrece Rancière de la política actual, mostraría entonces que el

discurso del fin de la política tan difundido adquiere, en sus pretensiones vinculaciones

muy estrechas con lo que la filosofía le he asignado. La simple gestión política que vivimos

(desligada de las ideas filosóficas) sería, como hemos tratado de probar, el fin de la política

misma, cuestión que demuestra Rancière atendiendo a los textos clásicos y a sus tensiones

internas.

Otro dato elocuente de su análisis lo entrega el estudio de la solución que presenta al

desgarro social Aristóteles. Habíamos señalado que la configuración espacial de la política

imperante sería el centro. Pues bien, efectivamente, ésta es la solución que Aristóteles da

para evitar los desordenes de la política. Para evitar los desgarros sociales es necesario,

como se muestra en el libro cuarto de la Política, que el centro (meson) sea ocupado por la

clase media (tomeson), pues así evitará que el centro se configure como lugar de lucha y se

logrará la auto-supresión política. Centro entonces anti-político, entre la trascendencia del

telos y los arreglos de la política. A esta solución Rancière dará el nombre de utopía realista

y consistiría en hacer coincidir un lugar de pensamiento con un espacio perceptible39. Y el

centro, como sabemos, sigue siendo el punto ciego de nuestra política actual.

De esta utopía Rancière nos dará algunos índices históricos. Será modulada

históricamente pero sus fundamentos permanecerán en el tiempo: si la política es el arte de

38 Cf. RANCIÈRE, J., El desacuerdo, op. cit., p. 53. Acá debería abrirse toda una discusión con los procesos de identificación, que sólo mencionaremos, y para el cual el psicoanálisis lacaniano constituiría una pieza fundamental. 39 Cf. RANCIÈRE, J., En los bordes de lo político, op. cit., p. 24. Evidentemente, otras formas históricas tomará esta política auto-sustractiva: de “la utopía sociológica” moderna llegaríamos a la utopía actual en la pura forma progresiva del tiempo.

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acabar con la política, la filosofía ha acompañado esta labor que, en su esencia, habría

inventado Aristóteles. En síntesis, crear un tejido social auto-sustractivo y someter la

multiplicidad a la ley de lo Uno, de la medida, de la cuenta. Nuestra actual utopía sería la fe

en la pura forma del tiempo, despojada de fin y medida. El tiempo como pura expansión del

presente que los discursos progresistas anudan a la confianza en la democracia.

Lo que los textos políticos nos enseñan, siguiendo a Rancière, es el acceso vedado a la

política efectiva. Lo no visto sería al fin el entre-dos de un ser-en conjunto belicoso y

conflictivo, nunca cerrado y al cual nunca se pondrá fin. Lo no visto es la potencia de lo

múltiple y la ruptura de lo Uno. El discurso hegemónico tiende a ver la democracia como la

autoregulación consensual, pero en una sociedad habrá democracia, nos dirá Rancière,

siempre que existan dispositivos de subjetivación que muestren al fin lo que a la filosofía le

produciría horror: la pura facticidad de lo múltiple haciendo ley40.

III. Lo incalculable.

Hemos querido en este escrito articular un posible cruce de encuentro entre los análisis

de Derrida y Rancière. A pesar de haber diferencias importantes que debiesen considerarse

para hacer desde ahí un balance más exhaustivo y micrológico, es posible observar una

serie de opiniones convergentes, al menos en un repaso de sus categorías fundamentales.

Comentaremos, brevemente, algunos de estos aspectos que nos parecen importantes. De

todos modos, la intención de este escrito ha sido solamente encaminar una lectura posterior

que detalle las consecuencias y divergencias que de ambos análisis podrán aventurarse. La

contrastación por lo menos debería tomar algunos términos pilares como guía, y que

girarían alrededor de la identificación, del actor político, de la estructuración del campo

40 Cf. RANCIÈRE, J., En los bordes de lo político, op. cit., p. 44 y 48. Se señalan ahí ciertas referencias al pensamiento de la multiplicidad de Badiou que si bien Rancière sólo anuncia sería muy útil contrastar posteriormente.

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social, de las identidades colectivas, y del estatuto de la democracia en el anunciado fin de

la política.

Pues bien, si repasamos los desarrollos teóricos de ambos autores observaremos que se

ha puesto en duda, mediante una política del lenguaje no universalista, la confianza en la

clausura del campo sociopolítico, desplegando una vigilancia extrema a los contextos

históricos particulares de enunciación y decisión. Aquello que en Derrida describía la

indecidibilidad estructural bien podría ser contrastado con el litigio o la distorsión de

Rancière, ya que en ambos casos se acusa lo político como un antagonismo estructural e

imposible de clausurar. Desde ahí, sería posible articular lo incalculable de Derrida con el

incontable que pone en escena Rancière, ya que ambos conceptos describen la subversión

de un campo de experiencia previamente establecido.

Al revelar ambos análisis la contingencia última de lo sociopolítico, se abriría un

pensamiento del acontecimiento en su radicalidad que pondría en acto lo efectivamente

político, y que escaparía a la identidad (a la identificación), es decir a lo Uno, a la no-

diferencia, y que consecuentemente abriría la multiplicidad y el porvenir en una infinita

exigencia de transformación. Parece ser entonces la figura de lo incalculable lo que vincula

ambos pensamientos. Y si en Derrida estaba lo incalculable asociado a lo monstruoso del

porvenir de la democracia, bien podría estar asociado a lo monstruoso del “gran animal

popular” que rescataba Rancière leyendo a Platón, constituyendo una experiencia

(teratológica) de lo no medido, de lo sin rostro, y que no entra en la cuenta de la política

imperante.

Pues si la tecno-ciencia está relacionada por Derrida a la programación calculable de

un estado de cosas, a la designación de lugares y nombres en un código establecido, en

Rancière la policía precisamente toma esa tarea, vinculando las propiedades asignadas y

estableciéndole roles y funciones propias. A los dos regímenes, por su parte, se les opondría

otro, y cuya tarea liberaría la propiedad asignada, el valor de “lo propio”, dando lugar a lo

otro, lo no contado y lo no calculable. A su vez, cabe destacarlo, Derrida ha vinculado bajo

este esquema la decisión con un proceso de identificación al que se liga inexorablemente

una des-identificación, de forma por lo menos análoga a la descripción de Rancière.

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Lo fundamental parece ser entonces la ruptura con los parámetros establecidos, y si en

el análisis derrideano esta subversión no toma en cuenta el desarrollo histórico concreto, en

Rancière, por lo menos, lo encontramos detallado en lo que podría constituir una

deconstrucción histórica del litigio político. Pero si en Derrida la exigencia política está

ligada a una democracia por venir, en Rancière nos encontramos con un poder aberrante y

un exceso que constituye a la democracia como un ser larvario y también por venir, como

acontece con los dispositivos de subjetivación que se señalan como fuera-de-cuenta41 y que

reactivan siempre la brecha del antagonismo y del litigio.

En un texto relativamente reciente donde analiza los desarrollos teóricos de Badiou,

Balibar y Rancière, Slavoj Žižek42 ha señalado que, en su conjunto, las tentativas políticas

de estos autores habrían caído en una política marginalista, en la que la disolución del

sujeto va aparejada a una subjetivación en la que es siempre posible identificar dos

procesos antagónicos: la política versus lo policial en Rancière, el ser y el acontecimiento-

verdad en Badiou, o el orden universal imaginario y la égaliberté en Balibar.

La defensa de un nuevo tipo de subjetividad en Žižek está vinculada a la crítica que

realiza a estos autores, los cuales en su opinión restablecerían en su conjunto las premisas

políticas kantianas. La oposición entre la sustancia y el sujeto, o entre un orden ontológico

positivo (la policía, el ser o la estructura) y una brecha que impide su clausura (el

acontecimiento-verdad o lo político en Rancière) parece remitir de acuerdo al autor, a la

distinción kantiana entre la realidad objetiva y la idea de libertad, la cual sólo puede operar

como ideal regulativo. Esta remisión a Kant le permite señalar a Žižek que, en todos esos

autores, el paso de un quiebre político a un orden social positivo parece constituir a priori

un fracaso, y ejemplifica ese tránsito con Derrida: el paso de la espectral democracia por

venir a un estado real de democracia supondría al parecer siempre un totalitarismo.

En efecto, Žižek cree encontrar en Rancière (y en los otros autores, sumando a Ernesto

Laclau) un análisis del campo sociopolítico y de la subjetivación cuya elaboración

filosófica fundamental la entregaría Derrida. La oposición filosófica entre policía y política

41 Cf. RANCIÈRE, J., Política, policía, democracia, op. cit., p. 22. 42 Cf. Žižek, S., El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Argentina, Paidós, 2005.

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de Rancière podría ser definida entonces de acuerdo a la oposición derrideana entre la

metafísica de la presencia y la espectralidad que impide el cierre de toda ontología y

mantiene su apertura resistiendo a la clausura. El kantismo de Derrida se sellaría en la

dicotomía entre la brecha espectral y el orden social positivo cuya clausura debe

mantenerse en suspenso. Si para Kant nos podemos acercar paulatinamente a la norma

absoluta, aunque manteniéndola siempre a distancia, en Derrida la democracia por venir

habrá que mantenerla siempre como un ideal futuro, pues su actualización culminaría al

parecer, como en Kant, en el terror que conlleva la actualización directa de la negatividad

abstracta o de las ideas regulativas43.

En el análisis de Žižek, el gesto revolucionario verdadero consistiría en mostrar

(cuestión que remite a Hegel) que la espectralidad o la brecha del orden ontológico es ya un

suplemento irreductible de cualquier ontología, y que la actualización de la negatividad

absoluta abstracta, que tanto inquieta a Kant, en Hegel ya ha sucedido, pues es el

fundamento de todo orden positivo. Žižek llega a decir que los intentos de estos autores

constituyen una política marginalista histérica, muy cercana a la actitud del “alma bella”

que, condenando un sistema positivo, prefieren quedarse al margen con las manos limpias.

Ahora bien, creemos que si existe una filiación kantiana en el pensamiento de Derrida

ésta debería entenderse más bien en los términos en que ha sido formulada, en oposición a

las críticas de Habermas, por autores como Rodolphe Gasché o Christopher Norris44, esto

es, como preocupación por las condiciones de posibilidad de una criteriología ilustrada

atenta a la emancipación humana. No como el mantenimiento de una normativa absoluta o

de una mala infinitud kantiana-fichteana, criticada por Hegel como infinitud virtual o

progressus ad infinitum, donde se concibe la ética como un proceso infinito de

acercamiento a la norma absoluta, que daría lugar a una cultura de la nostalgia y la

aspiración. Contra esta errada filiación kantiana, que suponen algunos autores como Žižek,

y este carácter de nostalgia, que le suponen otros como Habermas45, convendría señalar que

se trata más bien, por una parte, de una vigilancia extrema a las aporías del corpus textual 43 Cfr.: Žižek, S., El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, op. cit., p. 259. 44 Cf. NORRIS, Christopher, ¿Qué le ocurre a la posmodernidad? La teoría crítica y los límites de la filosofía, Madrid, Tecnos, 1998, pp., 177-213. 45 HABERMAS, J., El discurso filosófico de la modernidad, op. cit., cap. 7.

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en que se ha levantado el edificio occidental y, por otra parte, de una apelación ética que no

tendrá fin jamás y en cuyo reconocimiento se levanta no una cultura de la nostalgia, sino

una cultura de la perpetua intervención y transformación.

Si estas notas nos han permitido hacer un balance comparativo convendría reiterar que

éste ha girado fundamentalmente en torno a lo incalculable y lo indecidible, y en la

oposición de dos regímenes, como muy bien ha destacado Žižek. Pero que de ahí se vincule

una política marginalista o un kantismo político, hay otro paso muy distinto. Efectivamente,

se puede apreciar que en análisis como los de Rancière o Derrida no hay resignación. Pues

si en Kant se daba ciertamente el rol regulador de la idea y la aproximación infinita a la

norma moral, en el análisis de Derrida y Rancière, si seguimos los comentarios de Ernesto

Laclau, ¿a qué habría acercamiento?46 Evidentemente a nada, pues lo indecidible o lo

incalculable no es algo para superar, sino un elemento que nos permite desvelar la

formación conflictiva de la sociedad y la naturaleza política del litigio que, hasta el día de

hoy, sigue siendo parte reprimida de las democracias que vivimos. Lo que se ha reconocido

acá es el antagonismo fundamental de lo político o su clausura imposible, con lo cual se

podría obtener una politización más efectiva en la época de su anunciada aniquilación.

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46 LACLAU , E., La razón populista, Bs As., FCE, 2005, p. 292. En dicho lugar Laclau discute a Žižek en un aparatado titulado “Žižek: esperando a los marcianos”.

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