Republicanismo y socialismo. Un debate global desde la ...

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Republicanismo y socialismo. Un debate global desde la Cuba de ahora. Dossier En las últimas semanas, la prensa internacional ha tenido a Cuba como uno de sus focos. Habría razones distintas para que así fuera: Cuba está liderando en América Latina la elaboración de la vacuna contra el COVID-19; en Cuba no colapsó el sistema de salud en las fases epidemiológicas más agudas de la pandemia; Cuba atraviesa por una crisis económica más recia que la que ya tenía antes de 2020, amplificada por el bloqueo económico del gobierno de Estados Unidos hacia el pueblo de ese país. Pero, además, Cuba tiene, como cualquier otro país, conflictos internos; y es eso lo que ha estado en la escena mediática. En línea gruesa, en Cuba se han visibilizado actores sociales que ocupan lugares distintos del espectro político y que reclaman para sí un lugar en el mapa de la nación. Están en cuestión sus legitimidades, alianzas, lealtades, definiciones, programas. Están bajo interrogación mutua, también, sus referentes, horizontes, dispositivos políticos. Estado de derecho, democracia y república, son algunos de los contenidos de discusión en una parte de las voces más audibles; otras ignoran esos debates cuando se les vincula con el socialismo por desprecio explícito hacia ese programa, y aún otras los deslegitiman por considerarlos fuera de orden respecto al contexto cubano. Este dossier participa de la conversación que está teniendo lugar en Cuba respecto a estos temas. Su resorte fue un texto del intelectual argentino Néstor Kohan, respecto a la situación cubana y algunos de sus actores y sentidos políticos. Ese primer texto abre al compendio. Le Néstor Kohan Carlos Fernández Liria José Miguel Ahumada Harold Bertot Triana 27/12/2020

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Republicanismo y socialismo. Un debate global desde la Cuba de ahora. Dossier

En las últimas semanas, la prensa internacional ha tenido a Cuba como uno de sus focos.

Habría razones distintas para que así fuera: Cuba está liderando en América Latina la

elaboración de la vacuna contra el COVID-19; en Cuba no colapsó el sistema de salud en las

fases epidemiológicas más agudas de la pandemia; Cuba atraviesa por una crisis económica

más recia que la que ya tenía antes de 2020, amplificada por el bloqueo económico del

gobierno de Estados Unidos hacia el pueblo de ese país. Pero, además, Cuba tiene, como

cualquier otro país, conflictos internos; y es eso lo que ha estado en la escena mediática.

En línea gruesa, en Cuba se han visibilizado actores sociales que ocupan lugares distintos

del espectro político y que reclaman para sí un lugar en el mapa de la nación. Están en

cuestión sus legitimidades, alianzas, lealtades, definiciones, programas. Están bajo

interrogación mutua, también, sus referentes, horizontes, dispositivos políticos. Estado de

derecho, democracia y república, son algunos de los contenidos de discusión en una parte de

las voces más audibles; otras ignoran esos debates cuando se les vincula con el socialismo

por desprecio explícito hacia ese programa, y aún otras los deslegitiman por considerarlos

fuera de orden respecto al contexto cubano.

Este dossier participa de la conversación que está teniendo lugar en Cuba respecto a estos

temas. Su resorte fue un texto del intelectual argentino Néstor Kohan, respecto a la situación

cubana y algunos de sus actores y sentidos políticos. Ese primer texto abre al compendio. Le

Néstor Kohan Carlos Fernández Liria José Miguel Ahumada Harold Bertot Triana

27/12/2020

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siguen otras tres reflexiones, escritas para Sin Permiso, que conversan con Kohan o con

algunos de sus análisis: textos del filósofo y profesor español Carlos Fernández Liria; de

José Miguel Ahumada, economista chileno; y de Harold Bertot Triana, jurista y profesor

cubano.

En distintos sentidos, Cuba continúa siendo, para muchas personas honestas y defensoras

de la justicia, una brújula política. El “tema Cuba” –como se evalúe, valore, procese– llega a

ser, incluso, un parteaguas dentro de las izquierdas y un foco de atención para las derechas;

una inspiración para “los de abajo” y una espina clavada para “los de arriba”. Es por eso que,

el mapa global, latinoamericano y de las izquierdas del mundo, los conflictos internos

cubanos no son domésticos; son claves para pensar también América Latina y otras

geografías. Es por eso, también, que Sin Permiso presenta este dossier, que tendrá más de

una edición. SP

 

Revolución cultural es lucidez y es socialismo —a propósito del reciente

debate cubano—Néstor Kohan

 

Con dolor y no poca angustia publico estas líneas. No dejo de pensar en la amistad. Valor ético

supremo para un vecino de mi barrio llamado Epicuro.

Escribí este texto en una noche de insomnio hace exactamente una semana. Lo reelaboré muchas

veces. Dudé mucho en publicarlo. Lo compartí en privado con compañeros y compañeras de México,

Chile, estado español, El Salvador y Argentina. También, con tres o cuatro amigas y amigos de

Cuba. Les pedí opinión. Escuché y leí observaciones diversas, incluso encontradas entre sí. Decidí

entonces no publicarlo, sobre todo privilegiando la amistad. Los lectores y lectoras iniciales me

insistieron en que debía publicarlo. Me resistí. No quiero meter la pata afirmando algo desatinado.

Sin embargo, al leer el excelente artículo de Llanisca Lugo: «No sintamos vergüenza de querer la

revolución» cambié de opinión. Aquí está finalmente.

Vivimos la crisis capitalista más profunda de la historia mundial. Más aguda incluso que las de 1929,

1973-74 y 2007-2008. Una crisis multidimensional, estructural, sistémica — distinta de las crisis

cíclicas de sobreproducción de capitales y mercancías así como de las de subconsumo, inflación y

estancamiento — . Esta crisis no es sólo financiera, también es productiva, ecológica, demográfica y

sanitaria. La especie humana está en peligro, como alertara Fidel en 1992. El planeta cruje. El

capitalismo nos lleva de forma acelerada al abismo, si no lo frenamos a tiempo.

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En medio de esta crisis de alcance mundial, la pandemia del COVID-19 ha hecho temblar las

economías más poderosas del planeta.

Mientras Estados Unidos ha superado los 300,000 muertos en menos de un año — número

equivalente al de sus fallecidos en cinco guerras de Vietnam — , la administración neofascista del

magnate Donald Trump llega a su fin. Todo en medio de un circo electoral — con acusaciones de

fraude y resistencia a dejar el cargo — típico de una potencia… bananera. En escasos días, el gran

admirador de la supremacía blanca, heredero del Ku Klux Klan, misógino y atropellador, deberá dejar

la famosa casa de paredes blancas.

Por contraposición con esa tragedia humanitaria que desangra a Estados Unidos, ocurrida

inmediatamente después de que estallara la rebelión afrodescendiente más importante de los

últimos cincuenta años, por todo el mundo circula el pedido de Premio Nobel para la brigada médica

internacionalista «Henry Reeve» de la revolución cubana. Cuando las grandes potencias se disputan

el negocio ultramillonario de la vacuna del COVID-19, Cuba trabaja a todo vapor en sus propias

vacunas «Soberana 01» y «02».

En ese singular contexto geopolítico global, que excede de lejos el microclima de La Habana… había

que correr el eje de atención. ¡Con urgencia!

¿Cómo permitir que Cuba, un pequeño país que perdió por segunda vez el petróleo — primero el

soviético, luego el venezolano — , siga en el centro de atención de la opinión pública mundial por su

política sanitaria y su solidaridad internacionalista inquebrantable? Era necesario que se desplazara

la agenda de debate internacional sobre la mayor de las Antillas. ¡Que ocurra algo ya!

¡Se necesitaba un «escandalete» en forma perentoria! Y no en el 2021, sino ANTES que « el

energúmeno de la Casa Blanca» — como lo denominaba Walter Martínez en TELESUR — entregue

el cetro imperial y se reemplacen todos los equipos y estaciones de la contrainsurgencia global.

Sí. Tenía que pasar «algo»… y, enorme casualidad, al fin sucedió. Todo de manera «espontánea»,

porque así debe ser.

Entonces nos enteramos del «Movimiento» San Isidro y el affaire que lo rodeó.

La cobertura mediática internacional fue automática, como no podía ocurrir de otro modo. Incluso el

diario El País de España, baluarte del «periodismo independiente» que durante años hizo silencio

frente a la tortura de jóvenes vascos y vascas, participó activamente de la movida con uno de sus

colaboradores.

En La Florida — Estados Unidos — había clima de fiesta. Hasta un hombre tan sutil y refinado como

Mike Pompeo, reconocidísimo y prestigioso experto en cuestiones estéticas — se comenta que se

sabe de memoria la Crítica del juicio de Kant, en idioma original, y La distinción de Pierre Bourdieu y

suele dictar conferencias en El Pentágono sobre la herencia de André Breton — descorchó una

botella carísima de champán. Estaba eufórico. Y lo hizo saber en público, desfilando por varios

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medios de Miami.

Atención. Estamos hablando de prensa «seria», «democrática» y «equidistante». De esa que promueve

reemplazar el 10 de diciembre como «Día Mundial de los Derechos Humanos» por « Día Mundial del

Anticomunismo».

Entonces un hermano chileno, de esos imprescindibles, combatiente internacionalista de la

revolución latinoamericana, me envía preocupado un « Manifiesto» o carta o llamamiento — «

Articulación plebeya» — , firmado, para mi sorpresa y desconcierto, por varios amigos y amigas,

compañeros y compañeras y también por algún que otro tránsfuga que conozco.

Con dolor veo que mis amigos y los sinvergüenzas, aparecen allí… ¡todos mezclados!, como en el

tango Cambalache de E.S. Discépolo.

Cuba, perdón, la revolución cubana, es parte de mi historia, mi identidad, mis alegrías y tristezas.

¿Puedo callarme? Sería lo más saludable. Pero no me sale. Nunca me salió.

Confieso que desprecio y he despreciado toda mi vida a los obsecuentes, los chupamedias sumisos

y obedientes, los que siempre asienten y aplauden, sea lo que sea. No lo inventé yo. Lo aprendí de

mi padre. También de mi maestro Ernesto Giudici. Y de tantos maestros y maestras de vida que me

enseñaron a mantener los principios, contra viento y marea. Fernando Martínez Heredia incluido, por

supuesto.

No fui obsecuente con quienes más amé, las queridas Madres de Plaza de Mayo, a las que dediqué

los mejores años de mi vida juvenil. Por no compartir algunas de sus posturas y giros políticos, no

me quedó más remedio que alejarme de ese movimiento, al que sigo queriendo y respetando. Como

las quería mucho, quizás fui debilucho a la hora de alertarlas sobre la operación de inteligencia que,

a través de un personaje sombrío se intentó implementar contra ellas para tratar de ensuciarlas con

dinero, desprestigiarlas, quitándoles ese oleo sagrado de dignidad y resistencia reconocido en todo

el mundo. Fui débil por privilegiar afectos.

Y lo mismo me pasó con John Holloway y su teoría disparatada de « cambiar el mundo sin tomar el

poder» — simplificación esquemática y poco representativa del zapatismo rebelde — . Como John

era un amigo, una buena persona, sencillo y modesto, y yo lo sentía querible, no me animé a darle

duro por un libro que hizo estragos en el movimiento popular durante muchos años. Hasta que

finalmente comprendí que a veces hay que hacer un momentáneo paréntesis en los afectos

personales y criticar lo que hará mucho daño si no se detiene a tiempo.

No, nunca fui obsecuente ni «oficialista». Quise mucho y admiré a Hugo Chávez, a quien tuve el

honor de conocer personalmente. Siempre lo defendí. Pero cuando cometió el gravísimo error de

entregar a un revolucionario colombiano al narco-estado vecino, lo critiqué públicamente, sin

perderle el cariño. Tampoco fui obsecuente con Evo Morales, ya que después de más de una

década en el gobierno no logró construir una defensa propia, independiente de la policía y el ejército

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convencionales. No obstante, denuncié desde el minuto uno el golpe de estado que cierto

posmodernismo «progre» — financiado por… — apoyó de forma cómplice.

¿Y frente a Cuba y Fidel? También tuve el honor de conocer al Comandante y conversar largamente

con él. Una de las grandes alegrías de mi vida. Escribí sobre él un libro biográfico, acerca de su

trayectoria político-intelectual.

El libro lleva por título Fidel. Se publicó en varios países, incluido Estados Unidos — donde me

insultaron a gusto y piacere — . Hasta donde tengo noticias, no se publicó en Cuba. Jamás me

quejé. El mundo es más ancho que el ombliguito propio, incluso para un argentino — no, por favor

no hagan más chistes sobre argentinos, suspéndanlos durante media hora aunque sea — .

De modo que, frente a la asfixiante, ininterrumpida y creciente agresividad del imperialismo — el «duro

» y el «sonriente», la contrainsurgencia de los halcones y la más «suave», de las falsas palomas — ,

así como frente a la socialdemocracia neocolonial, la poblada galaxia oenegera — ONGs — y esa

inmensa orquesta que aparenta interpretar múltiples partituras pero en realidad repite un mismo

estribillo con entonaciones apenas distinguibles, siempre defendí a las madres de plaza de mayo —

en sus varias líneas internas — , al proceso indígena y popular del estado plurinacional de Bolivia, a

la revolución bolivariana de Venezuela y, por supuesto, a la revolución cubana.

Sin desconocer en ninguno de estos casos falencias, limitaciones ni defectos, tomé posición

tratando, siempre, de no perder la brújula, el eje de la lucha de clases y las relaciones de fuerza,

como sugería otro vecino de mi barrio — que sabía un poquito de estrategia — llamado Gramsci.

Saturnino Longoria, personaje de la conocida novela Cuatro manos de Paco Ignacio Taibo II, había

perdido la memoria por anciano. Y no le preocupaba en lo más mínimo. Sólo le importaba algo muy

simple:

saber de qué lado de la barricada están los compañeros del propio campo y de cual otro está el

enemigo. Esa distinción es la clave del asunto — ¡«simplismo binario»! gritaría despotricando Jacques

Derrida y sus franquicias criollas — . Quien no lo tenga en claro se resbalará, lenta o rápidamente,

por la pendiente de barro que en su declive sólo conduce a una deshonrosa capitulación política,

intelectual y, en última instancia, moral.

¿Pero acaso no existen matices ni colores intermedios? Por supuesto que sí. Ahora bien, la paleta

multicolor, a la larga o a la corta, se enfrenta al dilema de caminos que se bifurcan. O termina

enriqueciendo el arcoíris que envuelve y abraza las tonalidades del rojo o culmina siendo cubierta

por el polvo gris, triste y opaco, del dólar y el euro.

Ante el promocionado affaire del «Movimiento» San Isidro y la polémica cubana que lo sucedió al

terminar este 2020, vuelvo sobre aquel llamamiento de algunos intelectuales y artistas de Cuba —

porque hablan en nombre de las mayorías pero, se lo admita o no, son apenas algunos y algunas —

. Me refiero, reitero, al mencionado «Articulación plebeya».

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Aunque breve, encuentro en él señales parpadeantes que me dañan la vista y, por momentos, me

hacen salir agua de los ojos. Destaco algunos pocos núcleos problemáticos. Poquitos, para no

saturar el espíritu.

— «RECONCILIACIÓN». Ay, ay, ay………. ¿Reconciliación? ¿Con la gusanera extremista y

revanchista de la Florida, bastión de la extrema derecha de Estados Unidos?

Me viene inmediatamente a la memoria la consigna de mis hermanos y hermanas de HIJOS [de

desaparecidos y desaparecidas]: «Ni olvido ni perdón. No nos reconciliamos. No perdonamos». Años

después, muchos, me enteré que esa consigna de HIJOS, propia de Argentina, venía de muy lejos,

de las guerrillas del gueto de Varsovia que combatían a los nazis. Yo no lo sabía. Quizás la

militancia de HIJOS tampoco. Pero no creo en la « reconciliación» con la extrema derecha, con el

supremacismo racista y misógino, con el neofascismo y los nostálgicos de Monroe, Ford y Hitler,

cada día más envalentonados a escala mundial. Se presenten reivindicando la memoria de Félix

Rodríguez, el verdugo cubano-americano de la Florida que asesinó al Che Guevara a sangre fría en

Bolivia o con sonrisas amables, propias de la contrainsurgencia «soft» y las «revoluciones de colores» 

que intentan reinstalar la economía capitalista en sus antiguas posesiones perdidas en 1959.

— «SUPERAR EL LENGUAJE POLÍTICO POLARIZANTE». Uy, uy, uy……. ¿Se agotó la política,

como predicaba Daniel Bell, el ex izquierdista, más tarde converso, devenido gurú de las altas

finanzas y la revista Fortune? ¿Adiós al proletariado?, como solía despedirse, con el reloj fuera de

hora, André Gorz. ¿Fin de las grandes narrativas?, según decretaba Jean-François Lyotard,

exactamente el mismo año en que subía al poder Margaret Thatcher.

— «ARTICULACIÓN DE TODAS LAS IDEOLOGÍAS». ¡Recórcholis, Batman!….. ¿O sea que se han

evaporado la lucha de clases, las luchas nacionales y anticoloniales, la resistencia de dos siglos

frente al soberbio anexionismo de Monroe y Adams? ¿Todo se ha vuelto equivalente, intercambiable

y homologable? ¿Da lo mismo simpatizar con el Ku Klux Klan, la doctrina social de la Iglesia

sacerdotal, la teología de la liberación y su mensaje profético, la socialdemocracia liberal o el

marxismo revolucionario? ¿Estas ideologías se han convertido en simples recursos retóricos y

comodines intercambiables?

— «REALIZACIÓN PLENA DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA Y EL ESTADO DE DERECHO» 

Hmmm……. O sea que ¿hasta luego, queridos V.I.Lenin, Pietr Stucka y Eugeni B.Paschukanis;

bienvenido Hans Kelsen? ¿Hasta siempre Karl Marx? ¿Welcome Isaiah Berlin, Karl Popper y

Norberto Bobbio? ¡Ahora sí que retornarían a La Habana, como en aquellos viejos buenos tiempos

de la Constitución de 1940, la «libertad negativa» de Berlin, la «sociedad abierta» de Popper y la

«democracia procedimental» de Bobbio!

Houston… ¿Me copian? Estamos en problemas.

En tan cortas líneas del «Manifiesto», la lista de guiños inconfundibles continúa, en una dirección

unívoca. Y cansa. Agota.

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Principalmente el espíritu fetichista que se arrodilla — ¿ingenuamente? — ante la letra jurídica

impresa creyendo que la ley no es expresión histórica de una correlación de fuerzas y de poder entre

las clases sociales sino el demiurgo autosuficiente que, por sí mismo, generaría realidad a partir de

la simple deducción lógica de su norma fundamental.

Fetichismo jurídico que corre parejo con la idealización política y cultural, pretendidamente inocente,

de la REPÚBLICA NEOCOLONIAL PREVIA a 1959.

Seamos transparentes. Abandonemos los eufemismos y dialoguemos con la mano en el corazón.

Esa insistencia obsesiva por cantar loas a la imaginaria panacea « REPUBLICANA» está inspirada,

palmo a palmo, paso a paso, milímetro a milímetro, por intelectuales eurocomunistas, ex miembros

de los stalinismos aggiornados del Occidente europeo que en los ’70 se jubilaron, abandonando la

lucha, y se convirtieron en apologistas acríticos de una « REPÚBLICA» que en la práctica terrenal y

mundana dejó intacto el régimen de la transición española post-franquista, con su bandera de sólo

dos colores y sus instituciones represivas. ¿O no?

Digamos la verdad, sin miedo. Sólo la verdad es revolucionaria. Idealizar hasta el paroxismo la vida

cultural de la Cuba PREVIA a Fidel y al Che, puede sonar muy refinado, exótico y hasta original

frente a la vulgata de los antiguos manuales y una cristalización pedagógica que termina

despolitizando a la juventud, aburrida de rituales vacíos de contenido. Pero en la lucha política de

Nuestra América, en pleno siglo XXI, ese camino trillado camina a paso de tortuga y marcha varios

kilómetros atrás del reformismo sincero y con aspiraciones radicales de un Salvador Allende, por no

mencionar otros reformismos muchos menos genuinos y dignos de respeto que el del noble líder

chileno sacrificado en septiembre de 1973.

No vamos a analizar una por una las firmas del llamado al «diálogo» cubano que circula por las redes.

No somos detectives ni nos interesa esa profesión, salvo que se trate de novelas. Pero tampoco

somos ingenuos. Allí aparecen algunos amigos y amigas que mucho queremos y respetamos pero

también otros personajes, más bien detestables, que he tenido la oportunidad de conocer

personalmente… como un curioso ex soplón que tuvo el atrevimiento en sus épocas de

OFICIALISMO EXTREMO Y SECTARIO de acusar a Fernando Martínez Heredia de « trotskista» —

¡como si fuera el pecado más horrendo! — para luego desertar de la revolución cubana, mientras

hoy, desde el exterior, posa de «experto en procesos democráticos», siempre con el correspondiente

financiamiento a la mano, por supuesto. Una simple ladilla para hacer rima con su apellido. Punto y

aparte.

Y sí, también amigos — algunos de ellos entrañables, por eso el dolor que siento — con los que he

compartido veinte años de luchas, risas y fraternidad por los mismos ideales. Pero con quienes,

debo reconocerlo, sin perder la amistad y el compañerismo fraternal, he discutido no pocas veces,

para ser sincero.

En una de esas discusiones, escuché que me decían «Aquí, Néstor, [se trata de Cuba. N.K.], hay una

DICTADURA» [sic]. Luego de refrenar mi tentación de carcajada, les pregunté: «¿Ustedes alguna vez

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han estado presos? Yo sí. ¿Ustedes alguna vez han enfrentado a la infantería de la policía con sus

bastones, sus escopetas y fusiles recortados? Obviamente la respuesta fue negativa. Y continué:

¿Ustedes han participado en manifestaciones donde las fuerzas de represión y sus carros de asalto

disparan los proyectiles de gases lacrimógenos directamente a la cara de la gente que se

manifiesta? — en el año 2001 a una ex novia del pasado le partieron la frente, casi le sacan el ojo

derecho y a mí me provocaron una herida en el cuero cabelludo — . Por supuesto que tuvieron que

reconocer que no. Aunque, insistentes, me alzaron la voz indignados diciendo: « ¡Pero aquí nos

escuchan los teléfonos, Néstor!». Y ahí sí pegué una carcajada. Y les respondí: « ¿Y ustedes creen

que en Argentina no nos escuchan el teléfono, no nos leen los correos electrónicos, no nos vigilan ni

nos fotografían en cada actividad política?». Cualquier militante de Argentina lo sabe de memoria. El

intercambio siguió…, siempre en un tono amigable y camaraderil, pero aquella noche habanera, al

dormirme, me tuve que tomar una pastilla de BUSCAPINA por el dolor de estómago que tenía. Esa

discusión, casi surrealista, me generaba ácido estomacal. ¡Cómo se notaba que no habían conocido

una dictadura de verdad!

En otra de las discusiones, algunos años después, me toné el atrevimiento de dar un consejo. Como

si fuera un viejo sabiondo y no un don nadie, simple militante de base. «No aceptes dinero de la gente

que te ofrece un blog de internet «para que escribas lo que tú quieras». — En realidad la frase exacta

que pronuncié, en buen tono porteño de Argentina, fue: « para que escribas lo que vos querés» — . «

NADA ES GRATIS, hermano. Si te ofrecen eso, siempre hay un peaje que pagar. Y nunca

confundas al Vaticano con Camilo Torres… porque no son y nunca fueron lo mismo». Evidentemente

no he sido un buen consejero. No me han hecho caso. Pero bueno, yo se los dije, como diría un tío

de la familia.

Por eso me duele muy adentro ver gente valiosa, lúcida, inteligente, erudita y comprometida, de

extensa y sincera trayectoria revolucionaria, enredada y mezclada con desertores confesos,

integrando una misma lista tan heterogénea donde los admiradores de Julio Antonio Mella y Antonio

Guiteras terminan ensuciados figurando junto a personajes despreciables que hace largos años ya

no tienen nada que ver no sólo con la revolución cubana en ninguna de sus muchas vertientes y

diferentes corrientes político-culturales sino tampoco con las otras luchas emancipatorias de Nuestra

América.

Y hablo de las diferentes corrientes político-culturales, porque la revolución cubana, desde su

gestación, siempre ha sido plural ¿o no? Un pluralismo que no estuvo exento de conflictos, agudas

polémicas, tiras y aflojes — Remito a la entrevista que le hice en La Habana, en enero de 1993 [en

medio de un apagón del período especial] a Fernando Martínez Heredia: « Cuba y el pensamiento

crítico», recopilada en varias antologías, de CLACSO y de otras instituciones y ediciones — .

Quizás en el pasado, cuando se formó tremendo lío aquella vez en que unos burócratas de la TV

cubana pretendieron rendirle tributo a un antiguo censor del mal llamado « quinquenio gris», hubo

muchos errores de las autoridades cubanas. No lo sé. Es para pensarlo. Creo que algunos manejos

no del todo inteligentes empujaron a muchos jóvenes inquietos, sanamente rebeldes, iconoclastas y

heterodoxos — ¡como debe ser toda revolución! — a romper amarras o terminar descreyendo de la

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mera posibilidad de dar batallas al interior de la revolución. Me acuerdo que mi fallecida amiga Celia

Hart me envío al correo electrónico la inmensa madeja de estocadas que se tiraban en uno y otro

sentido. Creo que aquella ocasión fue un punto de inflexión. ¿Será irreversible? No tenemos la bola

de cristal y lamentablemente no creemos en el tarot.

Humildemente creemos que este nuevo conflicto podrá desenredarse en un sentido positivo y

revolucionario, en una dirección opuesta a la contrainsurgencia « soft» promocionada desde

gringolandia, si prima la lucidez. Sí, es verdad. Como solía decir el viejo Alfredo Guevara. Con

lucidez. Y privilegiando la cultura como tanto insistían Armando Hart Dávalos y Roberto Fernández

Retamar.

Pero eso sí. En el difícil y tensionado juego entre el proyecto y el poder, entre la utopía y el realismo,

quienes de verdad quieran dialogar deberían hacerlo — como me imagino que recomendaría

Fernando Martínez Heredia, si no me equivoco… pues tampoco creo en los oráculos — sin perder

por un segundo de vista el horizonte innegociable de la revolución socialista [donde dice « socialista» 

debe leerse: SOCIALISTA].

No el «socialismo democrático» neocolonial de Felipe González que introdujo, sin vergüenza alguna,

a España en la OTAN ni el «socialismo democrático» de Mário Soares en Portugal — condecorado

por Frank Carlucci, jerarca de la CIA, por haber desmantelado en 1975 la revolución de los claveles

encabezada por el general marxista Vasco Gonçalvez — . Tampoco el « socialismo democrático» de

Carlos Andrés Pérez en Venezuela que reprimió salvajemente a su pueblo en 1989 — dejando como

secuela más de 3.000 muertos y desaparecidos — contra el cual se insurreccionó Hugo Chávez con

su propuesta de socialismo bolivariano del siglo XXI.

Sino el socialismo «a la cubana» que no es otro que el socialismo martiano de Fidel y el Che.

Revolución socialista, la cubana, que durante décadas ha sido y seguirá siendo la única vacuna y el

único antídoto para garantizar la autodeterminación nacional y popular de Cuba frente a las

pretensiones anexionistas de Estados Unidos, sea en su versión neofascista, sea en su presentación

light y «soft», igualmente imperialista. Porque nadar alegremente en las ensoñaciones imaginarias de

una eventual socialdemocracia cubana — lo mismo que un socialcristianismo — no llevará a la isla

hacia las costas y acantilados de Suecia o Noruega sino hacia el triste vasallaje de Puerto Rico.

Antipático, pero hay que decirlo claramente. Nobleza obliga.

En ningún lugar del mundo existen democracias sin apellido, sin determinaciones específicas,

desnudas, puras y vírgenes, sin ropaje alguno. Puramente «procedimentales».

Toda profundización democrática y participativa, sustentada en el poder popular y comunal a escala

nacional, regional e incluso barrial, es deseable, imprescindible e impostergable. Siempre y cuando

se haga apuntando hacia el socialismo y rechazando las manzanas envenenadas de la

contrainsurgencia «amable» que apuesta a cooptar, con elegancia y estilo, a algunos segmentos de la

sociedad civil cubana, especialmente en el campo de la cultura, las ciencias sociales y el arte

—quien no nos crea está en todo su derecho, pero le recordamos y sugerimos el maravilloso libro de

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Frances Stonor Sounders: La CIA y la guerra fría cultural, editado en Cuba [se puede descargar

gratis en el siguiente link: —

Quien convoque a «LA DEMOCRACIA EN GENERAL» — en abstracto — , lo quiera o no, sea

consciente o no, nos invita a cruzar el charco y ya sabemos cómo terminó Jesús Díaz, uno de los

más brillantes intelectuales cubanos del proceso que se inició con el Moncada o, si ustedes

prefieren, en 1959 [Jesús Díaz (1941–2002), junto con Fernando Martínez Heredia y Aurelio Alonso

Tejada, entre otros y otras, también formó parte de Pensamiento Crítico. Transitaba con luz propia la

esfera artística — era guionista de cine — y las ciencias sociales — un gran conocedor, en detalle,

de la obra de Lenin — . Pero a diferencia de Martínez Heredia y Alonso Tejada, no tuvo la

perseverancia suficiente que caracteriza tanto a los corredores de maratón como a la militancia

revolucionaria de por vida. Corrió rápido y se cansó pronto. Por eso terminó perdiendo sus mejores

batallas y mordió el anzuelo, dilapidando sus saberes, su prestigio y su rebeldía, aceptando la

invitación turbia y tentadora que siempre estará ahí, a la mano, para el campo artístico y el campo

intelectual, mientras exista el imperialismo. Un final triste y solitario, aunque previsible para quien no

tenga constancia en la larga maratón de la lucha popular].

Ese camino, regado de sonrisas y caricias de los poderosos, « apoyos altruistas», palmaditas en la

espalda y financiamientos «desinteresados», repleto de alabanzas envenenadas… es un callejón sin

salida. Jesús Díaz terminó negándose a sí mismo, enterrando casi de manera masoquista su propia

historia y su propia obra.

Dice el refrán popular: Roma no paga traidores. Tampoco lo han hecho nunca ni la Ford, la NED o la

USAID, ni el Bundesbank o la Fundación Ebert — que lleva el nombre, dicho sea de paso, de uno de

los responsables del asesinato de Rosa Luxemburg — , ni el Banco Ambrosiano o la Fundación

Vaticana.

¡Lucidez, lucidez, lucidez! Es decir: más y mejor socialismo. Esto vale — humildemente así

pensamos, como internacionalistas solidarios con la revolución cubana — para todo el mundo

involucrado en el debate.

En cuanto a las instituciones cubanas: lo más sabio e inteligente sería evitar cualquier tentación

dogmática de caza de brujas, demonizaciones arbitrarias o sectarismos estrechos. Tensar

artificialmente la cuerda y provocar rupturas, sin distinguir entre (a) reclamos justos y legítimos, y (b)

provocaciones mercenarias; constituiría hoy una gran torpeza a la hora de defender la revolución

cubana frente al imperialismo crepuscular.

En cuanto a quienes redactaron y acompañaron el «Manifiesto»: si se ha ganado un prestigio

personal merecido, un reconocimiento popular y un afecto juvenil por haber trabajado pacientemente

durante décadas en la línea antiimperialista de Mella y Guiteras, y en el horizonte cultural

revolucionario de Alejo Carpentier y Tomás Gutiérrez Alea, ¿vale la pena rifarlo y despilfarrarlo todo

aceptando caricias envenenadas del enemigo? Modestamente, y siempre con la mano fraternal en el

corazón, pensando en Martí y en Epicuro, sospechamos que no.

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Con afecto y con dolor, pero con esperanza,

Buenos Aires, nueva madrugada de insomnio, 18 de diciembre de 2020

 

Fuente: https://medium.com/la-tiza/revoluci%C3%B3n-cultural-es-lucidez-y-es-soci...

 

Cuba 2020. A propósito de un Manifiesto polémico

 

Carlos Fernández Liria

 

He leído un artículo de  Néstor Kohan, hablando de un doloroso conflicto entre amigos y amigas a

causa de una desavenencia política. El detonante es un Manifiesto firmado por un extenso grupo de

intelectuales cubanos. Entre los muchos firmantes, se encuentran, en efecto, muchos amigos

nuestros, míos y también de Néstor Kohan, al que, por cierto, también considero mi amigo a

distancia (el Atlántico, de por medio). Néstor ha dudado mucho si publicar lo que piensa al respecto,

pero finalmente ha decidido dar rienda suelta a sus impresiones. Creo que yo debo hacer lo mismo.

Y aunque no conozco mucho los acontecimientos que han dado lugar al Manifiesto, sí quisiera

apuntar algunas consideraciones sobre la respuesta de Néstor. Digamos que se esto debería ser

una reflexión interna entre marxistas, una especie que todavía no se  ha extinguido, pese a lo que

piensan algunos.

En especial, me ha llamado la atención la forma en la que Kohan cita el Manifiesto: “¿Realización

plena de la república democrática y el Estado de Derecho?”, para comentar en seguida,  “Hmmm…

O sea que ¿hasta luego queridos V. I. Lenin, Pietr Stucka y Eugeni B. Paschukanis, bienvenido Hans

Kelsen? ¿Hasta siempre Karl Marx?”. A mí no me ha parecido nunca que Lenin o Paschukanis

tuvieran mucho que ver con lo que Marx tenía en la cabeza respecto a estos temas. Más bien todo lo

contrario. Lo que Luis Alegre y yo intentamos demostrar en nuestro libro El orden de El capital (Akal,

2011) es que era posible una lectura republicana de la obra de Marx; que se entendía mucho mejor a

este gran pensador si lo insertábamos en el interior de la tradición republicana, en tanto que un

defensor radical de la Ilustración.

No pienso que eso suponga “dar la bienvenida a Karl Popper o a Hans Kelsen”, como dice Kohan.

Lo que sí que llevo pensando desde hace ya bastantes años es que hay dos tipos de motivos muy

diferentes por los que algunos siempre nos hemos considerado marxistas. Y la discrepancia tiene

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que ver, ante todo, con el tipo de objetivo político que pretendemos. A este respecto, por mi parte, yo

no he pretendido nunca ser muy original, porque me creí a pies juntillas eso que decía Kant de que

había una meta irrenunciable de cualquier proyecto político: una república en la que los que

obedecen la ley son al mismo tiempo colesgiladores, de tal modo que, al obedecer las leyes no se

obedecen en verdad más que a sí mismos. Esta república “irrenunciable” no es más que esa

sociedad en la que obedecer la ley y ser libre serían una y la misma cosa. Y no me ha parecido

nunca mal que semejante meta sea calificada de “estado de derecho”, sobre todo porque es la mejor

manera de denunciar hasta qué punto nuestros autoproclamados “estados de derecho”, por ejemplo,

europeos, están muy lejos de serlo verdaderamente.

Y es por este motivo, por el hecho de tener algo tan “irrenunciable” que defender, por lo que algunos

nos hemos declarado marxistas y radicalmente anticapitalistas. Sencillamente porque estamos

convencidos de que esa república irrenunciable es absolutamente incompatible con las condiciones

capitalistas de producción. Es una gran estupidez estar contra algo si no tienes algo mejor que

defender. Y la verdad, me parece que el ser humano no ha inventado nada mejor que un orden

republicano bajo el imperio de la ley y la base de la democracia, ahí donde la ley no es sino la

gramática misma de la libertad. Siempre me ha parecido una tontería pretender ser más todavía más

inteligente que todo esto, llevando la contraria a Rousseau, Montesquieu, Condorcet, Robespierre o

Kant, a la espera de que entre Stalin, Mao y el Ché, tengan una idea más imaginativa o mejor. Lo

mismo que siempre me ha parecido una estafa y una inmoralidad, no reconocer a las claras que

semejante modelo político no es compatible con la dictadura de los poderes económicos que resulta

inevitable bajo el capitalismo.

He pretendido explicar muchas veces por qué esta convicción no es para nada ajena al pensamiento

de Marx. Pero sí que es verdad que  no ha sido la predominante en la tradición comunista. No es

cuestión de repetir una vez más los mil motivos por lo que creo que se optó por una vía suicida.

Dicho muy en resumen: a la humanidad le costó siglos y siglos de reflexión y de esfuerzo político 

inventar una maquinaria institucional capaz de levantarnos sobre el suelo religioso  que parecía tan

connatural al ser humano. Lo logró, finalmente, la Ilustración, y fue sin duda la idea más grandiosa y

más irrenunciable que jamás haya tenido la Humanidad. El mayor disparate y la mayor estupidez

que pudo cometer la tradición marxista fue pretender que podía inventar algo mejor que todo eso,

creando, en su lugar, un “hombre nuevo”, una especie de atleta moral al que el Derecho y la

Ciudadanía le vendrían pequeños. Costó mucho idear una escalera para  hacer posible la

ciudadanía. Y si al llegar al final de la escalera, pretendes pasarte de listo dando un paso más arriba,

lo que te ocurre es que te caes al suelo. El “hombre nuevo” comunista soviético, o maoísta, (lo

mismo que el “fascista”) no supuso más que una recaída en la religión, el adoctrinamiento y el culto a

la personalidad. Y la escalera era, ni más menos, que el Derecho. Sencillamente, no se ha inventado

ninguna otra cosa, ni mejor ni peor. Y seguro que no se va a inventar.

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Dice Néstor Kohan que la ley no es más que la “expresión histórica de una correlación de fuerzas y

de poder entre las clases sociales” y “no el demiurgo autosuficiente que, por sí mismo, generaría

realidad a partir de la simple deducción lógica de su norma fundamental”. En fin, hay ciertas cosas

que sí son irrenunciables como “norma fundamental”, algo así como los  “Derechos del Hombre y del

Ciudadano”, o los actuales “derechos humanos”. Si no, pienso que no tendríamos ningún motivo de

peso para ser anticapitalistas. Algunos no somos comunistas para ser “camaradas”, “hombres

nuevos” o “militantes” del Partido. Tampoco es que tengamos muchas ganas de vivir en un mundo

de monjes franciscanos dispuestos a compartir sus zapatillas y su cepillo de dientes. Algunos somos

comunistas porque pensamos que es la única manera de llegar a ser, algún día, “ciudadanos”, es

decir, individuos emancipados  que no tengan que pedir permiso a nadie para existir. El capitalismo

ha depauperado al ser humano en todos los sentidos, dañando sus nervios antropológicos más

elementales. Pero, sobre todo, la mayor objeción contra el capitalismo es haber hecho imposible la

realidad de la ciudadanía, haber imposibilitado la condición ciudadana del ser humano. La cosa es

bastante simple de diagnosticar: resultó que toda la maquinaria institucional del Estado de Derecho,

que había de convertir al ciudadano en protagonista de la sociedad, no funcionaba, sencillamente,

no podía funcionar, en una sociedad de clases. El triunfo de la burguesía en las mal llamadas

revoluciones burguesas (más bien fueron contrarrevoluciones burguesas que masacraron  el

proyecto político de la ciudadanía),  supuso la derrota  del programa político de la Ilustración.

Y, sí, por supuesto, que en una sociedad de clases la ley es el resultado de una correlación de

fuerzas. Pero incluso en ese sentido conviene no disparatar regalando el Derecho al enemigo para

quedarnos nosotros con la ilegalidad y la violencia revolucionaria. Como dijo un abate del siglo XVI,

“entre el fuerte y el débil, la libertad oprime y la ley libera” (lo había dicho ya Platón en el Gorgias).

Las luchas populares han logrado gigantescas victorias que han quedado incrustadas

legislativamente en las Constituciones y los ordenamientos jurídicos, empezando por la declaración

de los derechos humanos, la escuela pública o la sanidad estatal  y terminando por el derecho

laboral, los  impuestos progresivos,  o los subsidios de desempleo. En estos tiempos que corren, el

desprecio al derecho ya no es patrimonio de la izquierda, sino, más bien, al contrario, del

anarcocapitalismo neoliberal. Y desdichadamente no les va demasiado mal en la actual correlación

de fuerzas, todo lo contrario. Lo único que faltaba es que las izquierdas “revolucionarias” les dieran

la razón.

En vez de repetir tópicos leninistas sobre el Derecho en tanto que instrumento de dominación de la

clase dominante, la escolástica marxista debería reflexionar un poco sobre este texto de Marx: “Las

leyes no son medidas represivas contra la libertad, lo mismo que la ley de los graves tampoco es

una regla represiva contra el movimiento por el hecho de que, aunque por un lado como ley de la

gravitación impulsa los eternos movimientos de los cuerpos en el mundo, por el otro, como ley,

empero, de la caída, se abate sobre mí si la violo y me empeño en danzar en el aire. Las leyes son,

por el contrario, las normas positivas, luminosas, universales, merced a las cuales la libertad ha

ganado una existencia impersonal, teórica e independiente del capricho (arbitrio) del individuo. Un

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código de leyes es la Biblia de la libertad de un pueblo” (Gaceta Renana, nº 132, 12 de mayo de

1842).

En el año 2005 publiqué un librito titulado Cuba, la Ilustración y el Socialismo (en La Habana, en

España se llamó Cuba 2005), y aunque todo ha quedado sin duda muy anticuado, me reafirmo en mi

convicción fundamental. Cuba está llamada a convertirse en una brújula para la humanidad, porque

tiene un gran reto por delante: demostrar que el socialismo puede ser posible en estado de derecho.

O mejor dicho, mucho más radicalmente: que el Estado de derecho sólo es posible bajo condiciones

socialistas. Esto es algo que ya estuvo a punto de demostrarse en Europa, en los años sesenta y

setenta, bajo el Estado del Bienestar sueco, noruego y alemán, sin duda que bajo  condiciones

económicas privilegiadas. No hay más que pensar que Olof Palme, el primer ministro sueco hasta

1986, habría sido considerado hoy en día un político radical de extrema izquierda. El hecho es que

fue casualmente o no tan casualmente asesinado. En todo caso, todos los  intentos de lograr algo

parecido en los países más pobres fueron masacrados con una violencia brutal, a veces

inconcebible. Un socialismo que hiciera posible el sueño democrático de la Ilustración era un ejemplo

demasiado inquietante. Sería una inmensa lección, inconmensurable, para el resto de la humanidad.

Ese experimento crucial, el más importante y grandioso de la historia universal, la realización de una

verdadera república democrática (imposible bajo el capitalismo), fue impedido a sangre y fuego

durante todo el siglo XX. Lo que menos podía permitirse es que algún país osara transitar por la vía

del socialismo en estado de derecho. No se escatimaron medios para impedirlo, como prueba el

rosario de golpes de Estado que jalonaron todo el siglo XX, las invasiones, los bloqueos y los

chantajes económicos con los que se castigó a todos los que intentaron ensayar esa posibilidad, que

no era otra que la de la una verdadera república democrática, libre de la división de clases que hasta

el momento la habían convertido en imposible.

La cosa no ha hecho sino confirmarse en lo que  llevamos de siglo XXI: es absurdo alardear del

hallazgo político de la división de poderes, ahí donde el poder no es político, sino económico. Grecia,

en 2015, era un Estado de Derecho y una democracia en la que había ganado la izquierda y el

pueblo había votado en un referéndum para no aceptar el chantaje del Eurogrupo. Pero los golpes

de Estado ya no necesitan ahora de tanques, como declaró el ministro Yanis Varoufakis, momentos

después de tener que presentar su dimisión.

Se trata de demostrar al mundo la compatibilidad entre socialismo y democracia. Este reto que Cuba

tiene por delante, seamos conscientes de ello, es absolutamente desproporcionado. Todo el siglo XX

fracasó en el intento de llevarlo a término (o mucho mejor dicho, todos los intentos de lograrlo fueron

derrotados con una violencia brutal).  Sin embargo, en Cuba se dan ahora algunas circunstancias

que también tienen algo de milagrosas o, al menos, de inéditas. En pocos sitios como en Cuba,

podrá encontrarse a una generación tan inteligente  y formada, tan comprometida con el socialismo

y, al mismo tiempo, tan convencida de  que el único camino digno por el que merece la pena apostar

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es el de un orden republicano democrático  estable y socialista, capaz de garantizar los derechos

individuales, la división de poderes  y la libertad de expresión. Lo que estos muchachos tienen en

sus manos no es el futuro de su país, sino la brújula que podría orientar a todos los proyectos

políticos del planeta. Pues, al fin y al cabo, Kant tenía razón: la idea de un orden republicano en

estado de derecho es irrenunciable. Lo único que no podía entender -y que gracias a Marx

entendemos bien- es que el capitalismo ha vuelto imposible lo irrenunciable (y, en realidad, a corto

plazo ya, la supervivencia ecológica más elemental de este planeta).

Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020

Socialismo y el ideal republicano: apuntes para una defensa

José Miguel Ahumada

I

En 1998 el profesor y militante socialista Néstor Kohan publicaba un libro denominado “Marx en su

Tercer Mundo: hacia un socialismo no colonizado”. Me acuerdo mucho de ese texto porque me abrió

la mirada más allá de los manuales de marxismo ortodoxo -que ya en esa época nos brindaban

débiles herramientas y vocabularios para impugnar al orden neoliberal-, de la socialdemocracia

acomodaticia y del posmodernismo estilo Negri. Kohan, en dicho texto, volvía a poner en el centro

del tablero la cuestión del poder en las relaciones económicas (cuestión prohibida para la economía

neoclásica convencional y aún dominante) al mismo tiempo que sacaba al marxismo de todo rasgo

lineal, mecanicista y teleológico y hacía un importante esfuerzo de traer de vuelta la libertad a la

tradición socialista.

En este último punto, Kohan nos planteó un desafío fundamental. De acuerdo a él, el debate sobre la

libertad y su significado “..se ha constituido en un eje clave y decisivo para cualquier proyecto social

y político emancipatorio contemporáneo.”1 Para dar un puntapié inicial, Kohan realizó una radical

critica tanto a la visión negativa de la libertad que el liberalismo clásico y el neoliberalismo

contemporáneo han defendido, como a su visión de lo social entendido como una serie de mónadas

aisladas que existen en un espacio neutral y horizontal. Contra aquello, Kohan nos trajo de vuelta a

Marx y su crítica encaminada a poner luz en las relaciones autoritarias y de dominación que suceden

el corazón del capital y, precisamente, en nombre de esa libertad negativa.

II

Creo que hay que tomarse muy en serio el desafío y la invitación que Kohen nos brindara en esa

época. Hay que traer de vuelta la libertad a nuestra tradición. Y esto no por un sentido táctico, sino

por un sentido de urgencia.

En nombre de la libertad del capital, hoy por hoy la sociedad entera está viviendo un creciente

‘camino de servidumbre’ en todos los espacios de la vida socio-política. La libertad del capital (su

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capacidad de romper todos los cortafuegos, restricciones y barreras que el movimiento popular le

impuso durante el siglo XX) ha venido de la mano de un creciente autoritarismo al interior de las

empresas (la relaciones laborales en gigantes como Amazon y Walmart son ejemplos prístinos de

esto), de una concentración del poder económico a niveles no vistos anteriormente (llevando incluso

a economistas liberales como Martin Wolf o Luigi Zingales a preocuparse por el futuro del propio

capitalismo), aumento de las desigualdades (como Thomas Piketty o Branko Milanovic han

demostrado de sobremanera), una democracia crecientemente asediada y restringida e incluso a un

estancamiento económico de la mano de crecientes desastres medioambientales.

En buenas cuentas, la libertad del capital ha implicado el sometimiento de la población trabajadora a

una condición de creciente servidumbre económica y política. Algunos liberales progresistas dirán

que eso se debe a que algunos empresarios han logrado coludirse e impedir que la competencia

desate sus fuerzas emprendedoras. Otros dirán que esto se debe a una pérdida de valores

comunitarios que restrinjan el apetito utilitario de algunos. Otros dirán que esto son dolores

temporales de una sociedad que, a pesar de todo, avanza en nuevas tecnologías y fuerzas

productivas.

Los socialistas disentimos. El asunto no es ni normativo, ni tecnológico, ni de competencia. Es

político en su sentido profundo, esto es, implica las relaciones de poder sobre las cuales se erige la

competencia capitalista. Hoy las clases trabajadoras no solo carecen de las protecciones materiales

que habían conquistado a partir de las luchas del siglo pasado sino que están desposeídas de bases

materiales autónomas de existencia que les impida verse sometidas, para sobrevivir, a relaciones de

dependencia con el capital. Esa vida dependiente del capricho de las elites para garantizar su

existencia es, en su definición clásica, una vida de esclavo, lo opuesto al ser libre. José Martí

compartió esa idea en su forma exacta: “esclavo es todo aquél trabaja para otro que tiene dominio

sobre aquél”.2

Así visto, la libertad para los socialistas no es únicamente la ausencia de interferencias (como

correctamente Kohan asocia al liberalismo), sino una vida que no dependa de la voluntad arbitraria

de nadie (o como nos recordara Antoni Domènech sobre Marx, vivir sin pedir permiso). En esta línea,

el orden político que defendemos es, por tanto, aquel en que asumimos como responsabilidad

colectiva de todas y todos el garantizar la base material y el principio normativo necesario para que

nadie viva bajo esas condiciones de sometimiento.

III

Ahora bien, ese orden político que basa su legitimidad en un compromiso entre iguales a garantizar

que todos los miembros tengan aseguradas bases materiales y normativas para que puedan vivir sin

ser esclavos, como hombres y mujeres libres, es lo que denominamos como República.

En este sentido, la república que defendemos está en las antípodas de la idea de república que tiene

el liberalismo. Incluso nos atrevemos a decir que, desde la revolución francesa, ha sido su principal

oponente. Mientras el liberalismo solo entiende república como un aparato formal de división de

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poderes, un gobierno representativo y un procedimiento electoral de selección de elites políticas,

nosotros sostenemos que el núcleo de la república es lo anterior pero de la necesaria mano de

garantizar una base material de existencia a todas y todos los ciudadanos para que puedan vivir sin

verse sometidos a ningún lazo de dependencia ni en el hogar, ni en la empresa ni con el gobierno.

Lo anterior implica que para que la república pueda ser un espacio donde los ciudadanos (y sus

representantes) se encuentren como iguales para determinar las normas que nos proponemos como

sociedad (sin que, por tanto, sean estas el resultado de voluntades arbitrarias) debe venir de la mano

de una redistribución del poder económico (democratizando las empresas), una redistribución del

ingreso (impedir las desigualdades que impactan en la legitimidad de la democracia) y una

desmercantilización de áreas fundamentales de la vida social (salud, vivienda, educación, etc.).

Esta dimensión material de la política Robespierre (como nos recuerda Domènech) la denominó

como la fraternidad (la base material para podamos vernos como iguales) siendo el tercer pilar que,

junto a la libertad y la igualdad, constituyen el corazón de una república. Mientras el liberalismo cree

que la república solo incluye la libertad (como no interferencia) y la igualdad (formal) desatendiendo

sus bases materiales (bajo la premisa de que el mercado es un espacio horizontal de mónadas

utilitarias como señala Kohan), los socialistas creemos que, para que la república no sea papel

mojado, debe venir de la mano de una serie de medidas que redistribuyan la propiedad,

democraticen la producción y saquen al mercado de áreas claves de la reproducción social.

Ese proceso de asegurar las bases materiales de la república y que dispute al capital las áreas del

mercado, la producción y la inversión, es lo que entendemos como el carácter socialista de una

república. República sin socialismo, de este modo, es el gobierno de las oligarquías, pero socialismo

sin república es el gobierno de la burocracia.

IV

Kohan a fines de los 1990s nos invitó a reflexionar, con lucidez, sobre la revolución y la libertad. Lo

que el socialismo representa, a nuestro entender, es en efecto una defensa irrestricta a la libertad.

Pero una libertad considerablemente más exigente que la liberal y que demanda una vida sin

dependencias arbitrarias ni dominaciones. Esa promesa (la mayor promesa de la ilustración y la

modernidad) implica, para nosotros, dos elementos, uno institucional y otro material. En el primero,

implica una república que garantice la expresión política de la pluralidad de opiniones de la sociedad

civil, la elección de representantes y división de poderes. Esto con el fin de garantizar la soberanía

del pueblo. Pero esa soberanía solo será papel mojado si no viene de la mano de una radical re-

ingeniería económica, una democratización de la producción y redistribución de la propiedad para

que pueda tener sólidas bases materiales que garantice la autonomía de sus miembros.

Este proyecto republicano socialista, como es evidente para cualquiera que observe con lucidez y

seriedad, es un ataque frontal a la democracia liberal de Popper y Berlin y su arbitraria concesión de

la esfera económica a poderes privados; al eurocomunismo y su incapacidad de problematizar la

propiedad y su distribución como base para la libertad y centrarse únicamente en tenues políticas

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distributivas; y al capitalismo, y su tendencia endógena a concentrar el poder en actores privados, a

profundizar la precariedad y crear en forma creciente, una mayoría social dependiente expropiada de

las condiciones materiales para que puedan vivir una vida libre y soberana.

Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020

 

Algo sobre un “constitucionalismo republicano” en Cuba.

Harold Bertot Triana

 

El uso tendecioso de las categorías políticas es una constante en la historia del pensamiento político.

La deslegitimación de su uso, no por su contenido, sino por el “contexto” o por la “intencionalidad” de

quien lo defienda, no es nueva y es algo que no debe sorprendernos. Pero hay algo que al menos se

ha logrado en este fenómeno: en el contenido de las categorías o conceptos muchas veces se

coincide por la justeza y los ideales emancipadores que lo respaldan, pero se disiente en el

momento de su utilización y defensa. ¿Quién puede estar en contra de más democracia, de más

respeto a los derechos humanos, de una sociedad más igualitaria, de más fraternidad, de más

bienestar colectivo? Se está de acuerdo con todo ello, piensa el avezado censor, y son muy bellos,

pero está el contexto, está el preguntarse quién me lo dice, qué pretende con ello, qué busca con

esos nobles ideales con los que es imposible no estar de acuerdo.

Es obvio que siempre en este tipo de personas que no discute el contenido, sino que te disputa la

oportunidad y tu derecho a exponerlo -dando el beneficio de que el avezado censor está de acuerdo

con el contenido-, se combina una cierta y pretendida jerarquización académica, una funcionalidad al

poder, una visión del mundo, la política y el lugar del ser humano en ellas, así como la finalidad que

es asignada a los procesos sociales, a la comprensión de la política como fin o la política como

medio para un fin, etc. Son muchas variables que siempre han estado presentes en este tipo de

fenómenos, y que son en extremo peligrosas cuando atiza el conflicto, cuando se le marca un

derrotero a roles políticos o sociales que no lo pretenden, y cuando se rechaza un discurso

democrático y de convivencia pacífica. Muchas veces son bien intencionados, no lo dudo, pero

muchas veces también devienen anacrónicos, descontextualizados, cuando intentan aplicar como

fórmula universal el método de lucha revolucionario de la Europa del siglo XIX y principios del XX a

cualquier “situación revolucionaria” o proceso político, o incluso para impugnar actores sociales que

comulgan en la misma línea de igualdad y de justicia pero que difieren en los métodos. Aquellos

proceso no pudieron conocer los enormes avances democráticos y de derechos humanos a la largo

de ese siglo para entender que es preciso canalizar las diferencias, hasta las últimas consecuencias,

y si todos están de acuerdo, por cauces democráticos. En mi consideración, para no ser más de lo

mismo, se puede ser profundamente antimperialista, socialista (o de izquierda) pero se tiene que ser

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también profundamente democrático y humanista.

Por ello una interpretación de alguien de izquierda que asuma, en cualquier contexto, no la

“reconciliación”, “superar el lenguaje político polarizante”, la “articulación de todas las ideologías” y la

“realización plena de la república democrática y el Estado de Derecho”, ya sea en una isla perdida

en el pacífico o en la más populosa y exuberante de nuestras repúblicas americanas, nos invita a

pensar, esencialmente, en la naturaleza y el fundamento de los fracasos de los modelos de izquierda

durante el siglo XX, el rol de los intelectuales y qué proyecto se opta defiende por su justeza y su

superioridad ética. Y es verdad que el ámbito de las descalificaciones no es algo nuevo. Ha existido

un discurso de izquierda, que a la largo de la historia ha tildado de “reformista”, “revisionistas”, entre

otras, a expresiones que se les imputa apartarse del legado original, de la norma revelada; a los que

achacan muchas veces de no “entender” consciente o inconscientemente el momento histórico, el

balance histórico correcto en un momento particular de la historia.

Sin embargo, casi todas han sido excusas con profundos déficit democráticos, con una visión

ideológica -como toda ideología-, lastrada por una visión del mundo cuyas soluciones puede no

coincidir exactamente con la realidad, o peor, ser en el campo de la política profundamente

discriminatoria. Muchas veces importa poco el individuo; muchas veces -y hablo también desde una

perspectiva epistemológica- se desdibuja de la ecuación el individuo, la persona humana, y se olvida

entender y defender procesos políticos como medio para unos fines que tengan su centro en el ser

humano y su desenajenacion social, política y espiritual, y no solo para unos pocos sino con intentos

de que sea para todos. Todas esas posiciones discriminatorias en política han reproducidos los

mismo campos de dominación estructural, simbólico o cultural que han esgrimidos combatir. Y es

verdad que al final han terminado fracasando o han terminado rectificando porque han replicado en

otro nivel, y con otros matices, el mismo patrón excluyente en lo político: como lo han sido en

algunas de sus variantes la idea liberal, demoliberal, liberal-conservador, etc.

No piensen, y lo digo con solemnidad, que sostener algo diferente es hacer una interpretación

“abstracta” de la historia, que obvia las complejidades de los procesos políticos y que está ausente

de asumir los derroteros de la “cruda” realidad o que no se toma partido. Nada de esto tiene sentido

si con ello se pretende que se baje la cabeza ante una exigencia de entender el campo de lo político -

aun en procesos radicales de cambio extendidos en el tiempo- como un campo en el que no hay

retorno, y que libra a la suerte de cada quien el lado en que te puso el destino o tu posición de clase

o ideológica. Mucho se ha avanzado en la historia de la humanidad para que los procesos políticos

no haya que entenderlos en términos tan absolutos como de vida o muerte, cuando las partes están

dispuestos a dirimirlos dialógicamente.

No es un secreto para nadie y es sabido: la regularidad histórica de los procesos de izquierdas

llegados al poder durante toda la historia del siglo XX (el ejemplo paradigmático tal vez sea la

revolución bolchevique) muestra una absoluta incapacidad para combinar su existencia y

reproducción con procesos de extensión de patrones democráticos. Los ataques de exterior, los

problemas internos acumulados, la complejidad en la construcción de alternativas, termina muchas

veces siendo una reivindicación de los derechos y la emancipación para una sola “clase” o grupo

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social; o la posición política termina siendo el baremo entre el disfrute y ejercicio de derechos

políticos o de una “muerte civil” en vida. Por el excesivo celo en la defensa de los componentes

fundamentales de un modelo o sistema, entre presiones de lo externo y de lo interno, se termina

perdiendo al menos dos cosas fundamentales: la perspectiva universal de la emancipación y con ello

una perdida de la centralidad del ser humano en los procesos políticos.

La política no es un campo de rosas, y siempre ha sido un escenario de batallas encarnizadas donde

casi nunca todo el mundo sale vencedor. Pero tal vez el problema mayor y desafío que deben

enfrentar modelos y propuestas políticas, cuya legitimación y fundamento se erige en derribar las

barreras de modelos o sistemas que permiten patrones de desigualdad social y el ejercicio de

derechos sólo para unos pocos, es no reproducir estos patrones a la inversa. No importa si es una

mayoría real o “autoproclamada” la que exige este estado de cosas y la que desde el poder los

reclama. Nunca tiranía de mayorías sobre las minorías sino convivencia democrática. Aun en

tiempos de máxima presión para su subsistencia el campo de lo político no puede transformarse de

perdedores y ganadores en víctimas y victimarios de una aniquilación y anulación de los roles

políticos. Cuando se actúa así, no engañarse tampoco, esa ausencia de centralidad del ser humano,

esa ausencia de patrones democráticos alcanza también a esa “mayoría” que pretende imponerse a

cualquier costa: poco de desenajenación hubo en el “homo sovieticus” (Aleksandr Zinóviev), poco de

desenajenación hay en sistemas que controlan hasta los aspectos más íntimos de tu vida privada,

que acuden a la “sospecha”, a definirte unilateralmente por un línea de comportamiento y de ser, que

exigen radicalmente un pensamiento único para “ser y estar”, que invitan a pensar en más de una

ocasión -para no buscarte problemas- qué decir y cómo decirlo.

¿Es válido insistir en el republicanismo? ¿Tiene algo que decir para Cuba?

Existen un largo recorrido teórico y doctrinal sobre el republicanismo, que hurga en sus orígenes y

desarrollo y sus distintas reivindicaciones en el siglo XX. Por tal razón sería redundante insistir en

estos puntos de sobra conocidos del público interesado en estas cuestiones y que tiene en Cuba

autores más que especializados en la materia. Por ello prefiero concentrarme en una concepción del

republicanismo que engarza con una idea del constitucionalismo -que podría llamarlo, y no sé si ya

existe- “constitucionalismo republicano”, y que intenta combinar la garantía de la libertad en las

relaciones políticas verticales (Rousseau) y la libertad a garantizar en las relaciones de poder

horizontales (Montesquieu).

En mi concepción del republicanismo hay que lograr al menos dos engarces el pensamiento de

Rousseau y Montesquieu, pues ninguno por separado es viable: una representación política

desenajenada, que en la idea de Rousseau pasaba por entender la imposibilidad de la

“representación” pues “la soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede

ser enajenada”, es decir, que “los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus

representantes; no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente”; y la

racionalidad del poder en el viejo Montesquieu cuando pretendió asegurar la libertad política

mediante una organización del poder desconcentrada.

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Siempre he creído posible la confluencia de ambos idearios, más que buscar una simple oposición

entre la ausencia de libertad advertida por Rousseau en los ingleses en su Contrato Social (“

El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros

del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos

de su Libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda”) y ese “deseo inmoderado de libertad”

del pueblo que achacó Montesquieu a los patricios (“Los patricios, queriendo impedir la vuelta de los

reyes, trataron de aumentar el ansia de libertad existente en el espíritu del pueblo; pero fueron más

allá de los que se proponían: a fuerza de inspirarle el odio a los reyes, hicieron nacer en él un deseo

inmoderado de libertad”.3 Creo que no es posible una verdadera desenajeación política, yendo un

poco más allá de lo pensado por Rousseau, si el poder no se racionaliza.

Si queremos un ejemplo claro del fracaso en la absolutización de uno sólo de estos principios,

podemos advertirlo en las experiencias revolucionarias de finales del siglo XIX y principios del XX. La

experiencia inicial de la revolución bolchevique, por lo menos en la voz de Lenin, asume en algunos

de sus diseños el ideal republicano de participación romana y de los revolucionarios franceses de

1793, en la línea de Rousseau, que había tenido una experiencia clarificadora en la Comuna de

París. Se defendió en el discurso que la vida política debía estar atravesada por instituciones en

franca sintonía con el pensamiento roussoniano: “responsabilidad directa de las masas en el control

y dirección de la cosa pública”; la “elección y revocación de mandatos”, etc., pero no se racionalizó el

poder. No lo hizo tampoco la Comuna de París, cuando en su diseño apostó por una organización

que luego se tradujo en la institucionalidad soviética como “unidad de poder”. Y no se racionalizó el

poder porque sencillamente la política no estaba pensada en términos de consenso ni de

conciliación o “reconciliación”, sino en la “lucha de clases” entendida como la supresión de las

“clases explotadoras”, y en el mantenimiento del poder a toda costa, ya sea con la aniquilación de

enemigos internos como externos. Desde ahí, como ha ocurrido a lo largo de la historia, los procesos

revolucionarios también se hicieron con un lógica del poder consustancial a procesos de rupturas

sociales y políticas: en nombre de una mayoría, con propósitos cualitativamente superiores -al

menos en el discurso-, es “legítimo” una emancipación social limitada, que no alcance a todos, un

campo en que la política sólo existe y tiene derecho a existir si es para lograr los anhelos de esa

mayoria, real o ficticia, o de los designios que marcan algunos (los “iluminados”, diría alguien).

La realidad política de Cuba demanda esta idea de un “constitucionalismo republicano”. Ya sabemos

que muchas de la características del modelo político cubano obecede a una lógica de confrontación.

Que el poder actúa como si una pretendida (o real) mayoría sostenida en el tiempo legitimara un

sistema con mucho celo por sobrevivir a cualquier costa, de cerrar espacio a la más mínima

disidencia. Es verdad que resulta imposible para cualquier persona antimperialista, de izquierdas, de

profundas raíces nacionalistas, no asuma y sienta como suyo un proyecto social y político como el

cubano que ha plantado cara a una potencia que ha buscado por todos los medios destruirla y que

desde el inicio le hizo la vida imposible. La política norteamericana hacia el proyecto social cubano

es la principal violatoria de todas las normas de convivencia nacional e internacional. No hay

justificación jurídica, moral ni ética en el comportamiento de los gobiernos norteamericanos hacia la

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isla. Mucho de doble rasero, de oportunismo, de crueldad hacia el pueblo cubano, bajo el manto de

combatir al gobierno.

Pero hay que decirlo con toda la franqueza del mundo: el problema de convivencia a lo interno de

Cuba (que a su vez es imposible entenderlo aislado del entorno externo) es el diseño del modelo

político, la naturaleza del sistema político y cómo se ha estructurado el poder, que ha impedido en

buena medida una desanejación política vertical y una racionalización del poder horizontalizada. Lo

necesario únicamente deviene virtud para unos pocos si prevalece una discriminación política

sostenida en el tiempo, sin capacidad de rectificarse, sin atender a las justas y leales demandas de

un sector no comprometido con la destrucción de una nación. Un destacado profesor cubano en

alguna ocasión decía que podía existir “pluralismo político” en un sistema unipartidista. Y creo yo que

pensaban esta posibilidad de pluralidad acotada a un sector patriota, de profundas raíces

nacionalistas sin agendas anexionistas ni de otra índole. No obstante, pese a todo, en verdad nunca

he creído cómo eso puede ser posible, porque en este caso siempre ha habido una correlación

aterradora entre el diseño y la práctica. La función del partido comunista en Cuba, la instancia

política que marca y delinea el rumbo de la nación cubana, encuentra en el Estado una organización

del poder montado bajo el principio de unidad de poder. Ello se combina para que sea muy difícil

garantizar todos los estándares fijados para un Estado de Derecho que aparece en el texto

constitucional cubano de 2019 como “Estado socialista de derecho”. Existen razones obvias: es

imposible que estructural y orgánicamente pueda garantizarse la supremacía constitucional si se

rechaza un sistema de poder basado en el control entre los poderes -check and balance, o en la

línea descrita, sin una “racionalización del poder”-, que impide que pueda controlarse actos (por

ejemplo, de la Asamblea Nacional del Poder Popular) viciados de inconstitucionalidad; que pueda

garantizarse el efectivo ejercicio y realización de los derechos de las personas que puedan ser

vulnerados por órganos que escapan del control de otros órganos; si la garantías de los derechos

tiene que realizarse frente a instituciones que actúan orquestadamente al compás de un orientación

partidista; si la capacidad para decidir y controlar en política queda substraída por tantas

mediaciones y un mundo cultural y simbólico de constricciones, de no “saltarte los canales”, de

“cuidar las expresiones”; como si fuera el mundo de un equilibrista que debe saber con precisión la

delgada línea que separa el “decir correcto” de aquellas expresiones que pueden estar “ayudando al

enemigo”.

Yo preguntaría, más alla de una “comprensión histórica del momento”, si alguien, por decencia, por

ética y por humanidad, puede justificar y estrechar la mano de determinados actos en un proyecto

social que debe ser por esencia superior al anterior (sobre todo éticamente), si ello consiste en estar

de acuerdo en naturalizar detenciones arbitrarias, restricciones ilegales a la libertad de movimiento,

la utilización de medios públicos para la calumnia y la difamación de personas, etc. ¿Cómo puede

defenderse todo esto ante un sistema que ya está montado para que no haya alternativa política

(serían “concesiones” intolerables), para exigir la conformidad con un pensamiento único (en el

acceso a las instituciones, en tus expresiones cotidianas, en la forma de “ser y existir”), y para

anularte política y civilmente si te resignas a conciliar con una única ideología?

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En tales circunstancias, el rol del intelectual de izquierda, como lo concibo yo, jamás podrá ayudar a

que se “institucionalice” en la mente de las personas los desvíos de las reglas marcados en la

Constitución y las leyes, la naturalidad de métodos poco democráticos para anular a los

“adversarios” (concepto en que lamentablemente entran muchos, sin serlo en muchas ocasiones) y

para asumir una condición nacionalista y de izquierda como excusa para legitimar actos arbitrarios e

ilegales incluso dentro un marco normativo problemático. Es posible, insisto, militar en cualquier

tendencia ideológica, y tener como norte cosas sagradas: la igualdad, la justicia, la fraternidad, la

civilidad, la patria y tantas otras que de seguro el censor avezado tildara de abstractas y de oscuros

contornos. No importa, yo creo que vale la pena asumirlas; así también lo hizo Martí, que ojala sea el

que nos guíe.

 

1 Kohan, N. (2003). Marx en su tercer mundo. Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura

Cubana Juan Marinello: La Habana.

2 Citado en Guanche, J.C. (2017). Prólogo a La democracia republicana fraternal y el socialismo de

gorro frigio.

3 Montesquieu: Grandeza y Decadencia de los Romanos, p.52.

Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020

investigador del CONICET y profesor de la Universidad de Buenos Aires.

Néstor Kohan

Profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y escritor.

Carlos Fernández Liria

Economista y profesor chileno.

José Miguel Ahumada

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Jurista y profesor cubano.

Harold Bertot Triana

Fuente: AAVV URL de origen (modified on 27/12/2020 - 18:43):https://www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-socialismo-un-debate-global-desde-la-cuba-de-ahora-dossier