TAJO 4 (LADO B)

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Revista peruana de literatura vital

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Cómo hacer de la literatura un

Omar Livano

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TAJO

hacer de la literatura un

asunto vital

Omar Livano – Julio Barco – Roberto Bermúdez

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hacer de la literatura un

Roberto Bermúdez

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ÍndiceÍndiceÍndiceÍndice

Como quien diceComo quien diceComo quien diceComo quien dice:::: pppprólogorólogorólogorólogo..................................................................3 POESÍAPOESÍAPOESÍAPOESÍA.....................................................................................................4 Julio BarcoJulio BarcoJulio BarcoJulio Barco Mi amor no es una película francesa....................................................................5 Y un día.....................................................................................................................6 Omar LivanoOmar LivanoOmar LivanoOmar Livano Empujones a un hermano y a un canto sentimental………………………..7 En qué momento fuiste esto que eres ahora menos poesía………………9 RobRobRobRoberto Bermúdezerto Bermúdezerto Bermúdezerto Bermúdez Consejo para cruzar el puente Santa Rosa………………………………..10 Érika NolascoÉrika NolascoÉrika NolascoÉrika Nolasco Mujer cita………………………………………………………………….11 Todos los caminos conducen a Roma……………………………………12 Miguel UrbizagasteguiMiguel UrbizagasteguiMiguel UrbizagasteguiMiguel Urbizagastegui Café caliente en invierno…………………………………………………..13 Para gritarlo desde el techo……………………………………………….13 Juan A. HerreraJuan A. HerreraJuan A. HerreraJuan A. Herrera No somos poetas…………………………………………………………14 Ángel Garrido EspinozaÁngel Garrido EspinozaÁngel Garrido EspinozaÁngel Garrido Espinoza Jardín de los sueños………………………………………………………15 NARRATIVANARRATIVANARRATIVANARRATIVA Joy GodoyJoy GodoyJoy GodoyJoy Godoy El que calla, y el que duerme, otorga……………………………………..17 Roger RománRoger RománRoger RománRoger Román Receta Médica…………………………………………………………….19 Roberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto Bermúdez A hurtadillas………………………………………………………………..20 LuzbelitoLuzbelitoLuzbelitoLuzbelito Y de repente no estás… …………………………………………………21 Julio BarcoJulio BarcoJulio BarcoJulio Barco Inocencia………………………………………………………………….24 Omar LivanoOmar LivanoOmar LivanoOmar Livano Declaración………………………………………………………………..29

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Como quien diceComo quien diceComo quien diceComo quien dice:::: prólogoprólogoprólogoprólogo Que nos perdone Juanra: Los MuchachosLos MuchachosLos MuchachosLos Muchachos Pregúntale a los muchachos, pregúntale: ellos saben que los días no perdonan, ellos conocen que en cualquier hora cae una jaula dentro del cuerpo que después incluso la respiración propaga… pregúntale a los muchachos, pregúntale:pregúntale a los muchachos, pregúntale:pregúntale a los muchachos, pregúntale:pregúntale a los muchachos, pregúntale: ellos saben que no ellos saben que no ellos saben que no ellos saben que no se se se se puede salir de la tierrapuede salir de la tierrapuede salir de la tierrapuede salir de la tierra y que no es castigoy que no es castigoy que no es castigoy que no es castigo sino el perfume de un milagro inacabablesino el perfume de un milagro inacabablesino el perfume de un milagro inacabablesino el perfume de un milagro inacabable Ellos (como debe saber) son fuertes porque la naturaleza los jala al amor puro, al amor puro posado sobre el suelo como una piedra blanca o un pájaro cordial recién llegado. Pregúntale a los muchachos a dónde llegarán, quiénes están viajando y qué encontrarán los que están buscando. Pregúntale qué color tiene la explosión, qué sabor el trago de incendios. Y dónde están ahora los 36 kilómetros de vía férrea que la dinamita, de la cordillera negra, separó. Pregúntale, no qué agua rasguña la sed colosal, sino qué algebras no mostrarán al firmamento los nuevos valles que vienen apurados. Pregúntale lo que harán los niños con las lunas arrugadas y con los luceros recogidos por el pensamiento detrás y lejos de la carne de sueños… Pregúntale a los muchachos Pregúntale a los muchachos…

Juan Ramírez Ruiz

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POESPOESPOESPOESÍÍÍÍAAAA:::: Julio Barco

Omar Livano Roberto Bermúdez

Érika Nolasco Miguel Urbizagastegui

Juan A. Herrera Ángel Garrido Espinoza

“Al mundo entero…

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Julio BarcoJulio BarcoJulio BarcoJulio Barco

Mi amor no es una película francesaMi amor no es una película francesaMi amor no es una película francesaMi amor no es una película francesa que dura tres horas (que tiene subtítulos y agradecimientos finales). Mi amor no es un zapato lustrado ni el betún del zapato, un sapo nunca, ni un sapo saltando, un teléfono que no socorre a los desesperados. Ni el cordón que ata al teléfono con el mundo ni el mundo, siquiera, atado por el cordón. O ese estallido de muchachitos amándose a coros y chorros en cuartuchos de 15 soles para olvidar los exámenes perdidos (cuando a esa edad, lo que más duele es perder a los amigos y a los amores). Mi amor eres tú cuando te toco y me toco así de simple y concreto.

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Y un díaY un díaY un díaY un día de pronto ya no tuve 15 años y dejé de soñar codo a codo que las calles se abrían para dejar pasar mi amor, mi nombre de muchacha de barrio, mi zapato que abría las noches y pisaba el tránsito de hormiguitas obreras. En los conciertos del Centro o de Los Olivos o de Ate, dejé de pisar caras y escarapelas. Esas noches apretujadas donde el amor sirvió de coro a quince mil muchachitos heridos desde el pecho hasta el pucho, y nos quisimos tanto yo sé que nos quisimos tanto, algunos reventaron en clavados del cielo al público y su dolor se extendió hasta la casa donde hoy habitan con corbatas, lonches y horas extras. Otros esperaron horas tumbados en los parques para que les dejara de zumbar el amor como un gran borbotón en sus vasos de cerveza, que jamás dejó de sacudirse. Yo me quedé tranquila, coreando, abrigando sin ninguna vergüenza, mi cajetilla de cigarrillos mentolados. Total, los años no pasan por el amor. Un día, de pronto, ya no tuve 15 años ni calles que se abren, ni conciertos y decidí, en silencio, vender mis años por una canción.

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Omar LivanoOmar LivanoOmar LivanoOmar Livano Empujones a un hermano y a un canto sentimentalEmpujones a un hermano y a un canto sentimentalEmpujones a un hermano y a un canto sentimentalEmpujones a un hermano y a un canto sentimental

Para Martha, para la gorda, para Jara. Para iniciar, Martha, regálame una sonrisa capaz de envolver a la tristeza del mundo, luego empeñemos la falsa comodidad por un pedazo de mejillas. (Sólo para hacer más llevadero el asunto) Mientras: Somos guiones enfrascados en las aplicaciones del Windows 2012, enlatados bajo una tonta pena de telenovela mexicana a las tres de la tarde con un juguete que disipa nuestros sueños y llamamos celular 3g. Nos parece una pérdida de tiempo y lo que es peor, un desajuste, involucrarnos con el arte, ensanchar nuestra rutina con el arte. Y si nos rebelamos, corremos con el desaliento de ser tratados como trogloditas terriblemente sentimentales. Y en este mundo, Martha no se puede ser sentimental, no es dable ser sentimental y civilizado a la vez, o eres uno o lo otro, o eres gente o no lo eres. Infeliz. Feliz. Así el caso se presente como el de la hermana de Jara: un muchacho, cuya hermana… Hermana atrapada en cuatro años agota en una camilla su última vida, muy desmesuradamente su única vida. Todos los días, todas las noches, las madrugadas, todas a raíz de una inocente enfermedad. Inhumanamente incomprendida, inhumanamente humana, inhumanamente viva que los obligó a rematar el Windows 2012, la tv con todo y telenovela,

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el celular, sueños incluidos. Incluso, ¿y por qué no?, el orgullo, al que arañaban aferrándose por ser lo único que restaría. Es claro que necesito una sonrisa tuya, Martha, un pedacito de mejilla tuya para abrazar a este hermano tan sentimental como su hermana, tan sentimental como tú, tan sentimental como todavía se es en el mundo. A pesar de que la vida vaya quitando esos poquitos sentimentales, esos pocos sentimientos, esos sentimentales momentos de vida.

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En qué momento fuiste eEn qué momento fuiste eEn qué momento fuiste eEn qué momento fuiste esto que eres ahorasto que eres ahorasto que eres ahorasto que eres ahora,,,, menos poesíamenos poesíamenos poesíamenos poesía En ese preciso momento, indiscutible momento en que caminamos en manadas, contundentes manadas sosteniendo por todos los medios un grito, un fuerte grito, grito salvaje. En ese preciso momento, bajo las sirenas de patrulleros encadenando, nuestros últimos gemidos en vida por siempre subyugados bajo un decreto de ley que destornilla nuestra locura. En ese preciso momento en que Alan García engorda, gordamente su ego, justo cuando la universidad se acobarda como un avestruz y esconde la cabeza, hunde la cabeza. En ese preciso momento, en mayo del 68, octubre del 2011. Con la selección en el tercer puesto de la copa América. Con un amigo que me discute de la relatividad de lo irelativo. En ese preciso momento, momento indiscutible: En pandillas los muchachos expectoran el alma, con más versos fuera del poema que monedas dentro del bolsillo. En ese preciso momento en que se ama de arranque y sin remordimientos. En ese preciso momento en que la dignidad se cae con el sueldo y el mundo queda más desconcertado que antes, cuando los jóvenes caminan, quieren, lloran, cuando los niño juegan y ríen con el chavo del ocho y más cuando el poeta se desconoce y despierta. En ese preciso momento como en todos los momentos se respira, se ama, se musiquea, se escribe, se observa, se muere, pero por sobre todo: En ese preciso momento por sobre el mundo entero En ese preciso momento ¡AHORA! ¡ANTES! ¡SIEMPRE! ¡AHORA! Se derrama poesía…

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Roberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto Bermúdez Consejo para cruzar el puente Santa RConsejo para cruzar el puente Santa RConsejo para cruzar el puente Santa RConsejo para cruzar el puente Santa Rosaosaosaosa Por eso dejaste de creer en tu vida pasada, vida que hoy repudias, muchacha, sin saber que la noche no olvida y que a pesar de tus pasos tercamente susurra tu nombre entre la lluvia. sé que la calle ha partido dejando atrás el comedor popular y tu risa repleta de caramelos de limón, la emoción de vivir dentro del fuego. ahora que miles de almas van a morir sobre las aguas del Rímac /ha desaparecido/ mientras avanzas desesperadamente por la avenida Tacna rodeada de borrachos y cafiches. harta de todo prometiste al viento olvidar; sin embargo, renunciaste a la soledad para vivir por esos rostros que te asaltan por las noches. En este país, que se quema mientras los escaparates de TOTTUS se llenan de dulces y entonces corres, fumas y tus sueños se han convertido bajo tu piel en la urgencia misma /sobre tu rostro ha brotado la garúa/ mientras la noche que se exige rodea tus pasos arde como una planta sujeta en el balcón de la tarde y nos invita a perdernos por el jirón Camaná <<tal vez podamos buscar allí un cuarto donde pasar la noche>> -tal vez- y burlar así la silueta de las sombras que se encabritan con los ladridos de un perro que viene hacia nosotros con la humildad de un vendedor de dulces /otros dulces/ alza la mano, muchacha, y atravesemos tu vientre hoy que en el tiempo encontré el remedio para olvidar. En tus ojos el verano crece entre los arbustos de una calle donde a pesar de todo he vuelto con el pretexto de comprar cigarrillos y fumar un auto cruza desenfadado la avenida rumbo al puente Santa Rosa en esta última bocanada de humo se funda una despedida.

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Érika NolascoÉrika NolascoÉrika NolascoÉrika Nolasco Mujer CitaMujer CitaMujer CitaMujer Cita

et ses yeux amoureux, suivent le jeu nerveux et les doigts secs, et longs de l'artiste

Edith PiafEdith PiafEdith PiafEdith Piaf

Aquella tarde llegabas de jugar mundo con chapa en mano y las tizas aplastadas en los bolsillos.

Una tarde como todas y caminabas por Wilson esperando desaparecer y no volver a trabajar.

Llegaste a casa y todo estaba dispuesto,

la mesa y la oración a un dios al que nunca le viste la cara pero querías comprobar tu condición de creación divina

y te viste al espejo, y sí, aún eras tú, sola agosto se fue, no volverá y ya es hora de entenderlo.

Te dejaste caer sobre la cama y viste a tu osito

a ese que decenas de veces lo refundiste furiosa ahí, en el pozo donde aventaste tus Barbies

con las fotos de artistas que comprabas a la salida del colegio donde escupiste y lloraste sobre “no hagas esto”

y te reíste burlona en el “te van a pegar”.

Los zapatos empolvados te miran. No llores, ya estás vieja para eso,

los juramentos son cosa seria y eso, también, ya debes irlo entendiendo.

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Todos los caminos conducen a RomaTodos los caminos conducen a RomaTodos los caminos conducen a RomaTodos los caminos conducen a Roma

Para que te guste y me entiendas, esta vez no hay palabras raras ni tontas metáforas,

tampoco uso ninguna máscara sino estos dedos temerosos, que surcan temblando tu rostro nocturno y solo.

Chico raro, necesito que vuelvas y tengo miedo.

No soy como tú, claro está, yo temo, tú vives.

Temo que aquel miserable hable de mí o que tú vuelvas con aquella miserable porque Lima se reduce a estas miserias

que creemos pisar con tus all star y mis north star.

Me desvistes rápido porque el pudor muere, me vuelvo a vestir porque contigo, chico raro,

me quedo sin fuerzas para dejarte cigarros en cada escalón y esperarte con un caramelo en los labios

tras las dos puertas abiertas.

Colócame una coronita de papel con tus poemas, hazme la reina de estas cuatro paredes acartonadas,

construye puentes entre tu ciudad y la mía, derriba tus muros que de aquí en adelante ya no soy cobarde.

Soy una chica extraña, también,

pidiéndote que camines conmigo sin cogerme de la mano, sin abrazos primaverales,

sin mañanas, pero contigo

hoy

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Miguel UrMiguel UrMiguel UrMiguel Urbizagasteguibizagasteguibizagasteguibizagastegui

Café caliente en inviernoCafé caliente en inviernoCafé caliente en inviernoCafé caliente en invierno

“Un petit baiser, comme une folle araignée, Te courra par le cou… »

Arthur Rimbaud Fue en una tarde muerta como la que existirá mañana cuando tus ojos frenaron contra mi vida y siguieron la ruta del inconsciente tiempo de ser más que felices. Pude leer lo que estaba buscando en las páginas de tu mirada hasta que me hablaste con un beso tímido sintiendo el temblor de tus labios como un celular que vibra inquieto y luego, como perros callejeros nos extraviamos en la noche.

Para gritarlo desde el techoPara gritarlo desde el techoPara gritarlo desde el techoPara gritarlo desde el techo Si nacemos solos y morimos solos Entonces ¿Por qué el miedo a la soledad? Así como el árbol que nadie recuerda, hoy quiero decir que existo ¡y que siento, carajo! que estoy viviendo y muriendo a la vez como todos sin excluir a nadie. Porque estando con un amigo La voz no sabe a dónde ir; estoy como mi sombra que no puede oírme y que también vive su soledad. Porque cuando te llamo para sólo escucharte Movistar ya me está arrancando la comida del plato dejándome con el hambre que come mis entrañas. Mejor cerraré los ojos con el candado de la muerte y dejaré que la llave se oxide junto con el corazón que nadie amó. Al final, los únicos testigos de tantas muertes son estas calles cubiertas de polvo humano.

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Juan A. HJuan A. HJuan A. HJuan A. Herreraerreraerreraerrera

No somos poetasNo somos poetasNo somos poetasNo somos poetas No somos poetas, pero sí vivimos poesía. La hacemos. Tú necesitas que seamos buenos, que no violenten nuestras Letras. Tú necesitas axiomas y unidad. un féretro para la lengua, algo cuadrado como tu idea redonda del mundo. Por mí, que se muera La Literatura. Somos la a-civilización. Divina la poesía, que sí revoluciona.

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Ángel Garrido EspinozaÁngel Garrido EspinozaÁngel Garrido EspinozaÁngel Garrido Espinoza

JARDIN DE LOS SUEÑOSJARDIN DE LOS SUEÑOSJARDIN DE LOS SUEÑOSJARDIN DE LOS SUEÑOS (Fosforescencias desde el Socavón) Dejo la superficie. Recorro hecho un loco estos paraderos y amaneceres y ocasos salen a mi encuentro, todas las vías todos los lugares, Y entramos al EdénEdénEdénEdén ahora –nuestro paraíso/ Subsuelo Nivel 2000 –aquí sólo oscuridad sin día, aquí noche total/ Ningún astro / Ningún Cielo Ni Flora Ni fauna Desconocidas nos son las Estaciones Cósmicas Sólo calor crisol hervor y un obscuro túnel transitado por duendes y luciérnagas donde Evas no hay Subes al nivel 500 / bajas al 1800 / subes al 1500 Bajas al 2000 / Subes y bajas por los niveles duendecillo sonoro plateado-ámbar-dorado entre galerías y relámpagos / Goza este tesoro:Goza este tesoro:Goza este tesoro:Goza este tesoro: Estrellas de colores alumbran la noche / la noche / la noche / la noche / visiones de Van Gogh desde el socavón “Noche Estrellada”“Noche Estrellada”“Noche Estrellada”“Noche Estrellada” en el Jardín de los Sueños / -Arcoíris de Metal fosforesciendo entre las sombras: Oro puroAmarillo-cadmio-ámbar-Dorado-color-Sol-color-ritmo-COLORCOLORCOLORCOLOR Plata brilloso-COLORCOLORCOLORCOLOR brilloso Cobre-Plomo-Vanadio-Estaño-Hierro brilloso COLOR COLOR COLOR COLOR / ARCOIRIS DE METAL que resplandece entre la Noche.- El martillo de los barrenos exprime tus sudores (perforadoras Jak Leg Stopper Drill comprensoras de aire bombas de agua) SONRIES/ Ajeno a las presiones de Wall Street SUEÑAS un desnudo de Mujer y las Majas de Goya descubren tu ternura Afuera, una lluvia de nieve ha teñido de blanco tu Ciudad.// (De HORA ZERO 21HORA ZERO 21HORA ZERO 21HORA ZERO 21)

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NARRATIVA:NARRATIVA:NARRATIVA:NARRATIVA: Joy Godoy

Roger Román Roberto Bermúdez

Luzbelito Julio Barco

Omar Livano

… y a los que sobran”.

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Joy GodoyJoy GodoyJoy GodoyJoy Godoy El que calla, y el que duerme, otorgaEl que calla, y el que duerme, otorgaEl que calla, y el que duerme, otorgaEl que calla, y el que duerme, otorga Se le ocurrió comentar algo, por puro instinto hostil, rebeldía infundada quizá —como lo son todas las rebeldías que en verdad lo son—, por repulsión al supuesto otorgamiento de aquel que calla. Frase por demás trillada y, por lo mismo, estúpida. Se le ocurrió comentar algo, como quien interrumpe el silencio por la mera curiosidad de saber cómo reaccionan las cosas cuando les desordenan su tiempo, su espacio. Se le ocurrió comentar algo, quitarle la mortaja a la noche secuestrada por la falta de ruido. —Anoche la noche no ha dormido, no ha pegado un solo párpado. —¿Quieres que te pregunte por qué? —... —¿Y cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho? —Nadie. Me di cuenta cuando la tarde estaba cayendo. No eran ni las seis de la tarde y, por algún desconocido motivo o por alguna circunstancia que lleva entre manos una desgracia, fui vencido por el sopor. —¿Y la noche? ¿Qué tiene que ver eso con la noche? —A eso voy. Te contaba, ¿sabes lo putamadriente que es dormir un sábado a las seis de la tarde? Y por voluntad propia, por esa laya de caprichos que el cuerpo impone sin admitir postergaciones. Su interlocutor lucía una hermosa cara de no entiendo, de qué carajo estás diciendo. La modorra ponía palabras en su rostro. —Es como para morirse —continuó él—. De por sí, ocho horas dedicadas al disfrute del sueño, todos los días, es un auténtico despilfarro de vida. Desperdicio de tiempo y de cuerpo. Ahorro de nada, porque ni el cerebro ni el corazón quieren descansar nunca, dándoselas de laboriosos, como si alguien fuese a reconocérselos. Hipócritas: bregar sin recesos ni pretensiones de recibir algo a cambio. ¿Qué clase de trabajo es ése? Es evidente, oye, que hay un interés de por medio, y yo, yo sé cuál es. Haciendo cuentas, promedios y balances generales, creo que el cerebro y el corazón son los órganos más importantes y, a la par, los que más errores suelen cometer. No te duermas, oye, que el sopor en tu cara hace que nos parezcamos. Aquél se estaba durmiendo de tanto oír hablar de descanso y de somnolencia y de morir. Además la noche era linda para echarse una siesta aguantada, como un clavado en la piscina de sábanas percudidas que en algún momento debieron ser blancas. ‹‹Lo que se hace esperar se disfruta mejor››, pensaba, y se consolaba intentando no pensar. Cuando los ojos tienen sueño, se empieza a ver por los oídos, así que no se dio cuenta y alargó la conversación: —¿Entonces? —Entonces ellos dos, el cerebro y el corazón, son los responsables de todo cuanto te imagines. Enfermedades, culpas del primero; padecimientos y demás desplantes sentimentales, del segundo. —¿Entonces? —acto reflejo de la boca de aquél. —Entonces ambos fingen resarcir sus daños, sus culpas, mediante su conocido trabajo sin descanso. No sólo intentan subsanar los perjuicios que a diario cometen, sino también los que seguirán cometiendo cada mañana y cada noche, porque su naturaleza es así: ensayo-error-error. Es un ciclo, pero no eterno. —Alzó la voz y qué tal zarandeada que le dio a aquél—.Y

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allí está el motivo de su hipocresía: este par de cobardes laboran siempre, sin exceptuar un solo día, hasta que la muerte del hombre les da al fin un respiro y quedan liberados. Ya la noche, como las de verano, se había tornado pegajosa. Qué bochorno, dos de la madrugada, polos adheridos al pecho y respirando por sí solos y casi veinte grados de calor, si tan solo hubiera habido un termómetro en el cuarto. Y el intento de él por evitar el sueño con palabrerías y disertaciones, tan largas como su naturaleza cuasi-filosófica lo podía permitir. Y aquél, pobre diablo aletargado, tan con la mirada en el vacío, tan ojos rojos. —¿Then? —aquél, ya hasta con la lengua y el idioma adormilados. —El asunto no finaliza allí. La astucia es también parte de la naturaleza de esos dos. El cuerpo humano no puede tolerar, creo yo, un exceso en la funcionalidad de sus órganos, así como un vaso de cristal no puede contener un Pacífico, un Atlántico, un Índico. De modo que el cerebro y el corazón laboran infatigable y desmesuradamente, no por un índole diligente o perseverante (hay que ser bien cursi para creer eso), sino por una tentativa de generar un corto circuito en el organismo. Matar al hombre por una sobrecarga, para tomarse el respiro ése por el cual en verdad laboran. —¿Then the night...? —¿Entonces qué? —¿La noche, su insomnio? —Te lo acabo de explicar. Esta complicidad entre los dos órganos, par de sabandijas, no es sólo aplicable en... La noche tuvo mucho que pensar, y mientras más pensaba, más sentía. Era inevitable. El ardid se concretó. Sentir como la noche significa sufrir. Tan lejana ella, y tan próxima y tan presente en todas las habitaciones; tan sola y tan en ningún lado a la vez. Tan eternamente única y solitaria. Ella tenía los ojos abiertos, pero no estaba despierta. —¿Y en qué puede pensar tanto la noche? —Yo creo que murió pensando en una imagen en especial, un recuerdo remoto, de esos pasados que se imponen al presente y a los planes futuros que uno se proyecta, si es que se los tiene. No sé, ser noche es difícil. Trabajar diez horas diarias, vivir sin ser vista, tomada en cuenta como un mero fondo de cortinas oscuras que contrasta con todo, suspirar sin ser oída, llorar, de ser posible, y que todos eviten tus lágrimas con unos paraguas o unas lonas o cretonas o periódicos sobre sus cabezas. Ser tan opaca que nadie se dé molestia de intentar verte. Murió de tanto pensar en sí misma. Ella misma era un gran problema. Él, Niceas, rompió el espejo de un solo zurrazo. Sus nudillos sangraban, pero la sangre se tornaba más oscura a medida que se ramificaban los surcos por los que emanaba en pequeños hilos. —¿Tienes idea de a qué sabe la noche? —preguntó él. No se oyó réplica alguna. La imagen de aquél, su interlocutor, se multiplicó tantas veces conforme el número de pedazos y de trizas en los que dio a parar el espejo, ahora muerto como la noche.

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Roger RománRoger RománRoger RománRoger Román

Receta mReceta mReceta mReceta méééédicadicadicadica Creí que era algo malo, pero eran tan sólo mis ansias de matar. Recuerdo mi primer síntoma como el vaho de una voz dentro de mi pecho, algo indomable, definitivo, que fue subiendo a través de mí hasta llegar a mi sien izquierda. Tal vez sin saber por qué, llevaba mis dedos hacia esa zona e hincaba con ellos mi cabeza, como escarbando (desenterrando), como tratando de llegar a mis pensamientos. Hasta que un día vi un poco de sangre en mis uñas y decidí ya no hacerlo. Nadie preguntó por qué llevaba un pequeño esparadrapo en mi cabeza, me saludaban con normalidad, casi con familiaridad, como si me conocieran, y yo les tendía la mano ensangrentada sin que se dieran cuenta de ello. No, no podía dejar de hacerlo. Por las noches aquel impulso se agolpaba en mi sien de nuevo. Entonces sólo levantaba un poco el pedazo de tela y mis dedos buscaban por sí mismos la herida, ya no me rasguñaba, pero sí dejaba descansar mis yemas sobre el punto que se sentía más caliente, y ello me relajaba (controlaba) hasta quedarme dormido. Al principio no pensé que fuera un problema grave, no le hacía daño a nadie, así que, a pesar de que comencé a sentirme cansado en demasía, no quise ir al doctor. Me convencí de que sería algo pasajero y felizmente, con el tiempo, dejé de sangrar con tanta abundancia, recuperé mi energía y ahorré mucho en esparadrapos. Pero aún me veía con la sorpresa de tener los dedos ensangrentados todo el tiempo. Manchaba de sangre todo lo que tocaba, estropeé documentos muy importantes, manuscritos invaluables, obras de arte que sólo yo podía tocar. Se había convertido en algo incontrolable (inevitable), y a pesar de que me lavaba las manos cada cinco minutos, veía que mis uñas traían un poco de sangre cada vez que me distraía. Le tenía pánico a los doctores, tuve que admitirlo frente a ella, y no iba a soportar a uno diciéndome qué era lo que yo tenía, como si me conociese, como si supiese algo en realidad acerca de las personas, no, ni hablar. Pero tuve que ir, ella me lo recomendó (exigió) al verme asediado por el ataque de un insoportable dolor de cabeza, diciéndome que le preocupaba que tuviera la misma herida durante meses. Sí, ella lo había notado, me sentí conmovido, la abracé, y ella respondió con una sonrisa que nunca me había mostrado. Me dolió el tener que marcharme, antes de que se diera cuenta de que había manchado su blusa. Lavé mis manos por vigésima vez en el día, y fui, resignado, ante aquel que debiera decirme qué hacer con mi vida. Ya frente a él y a la perfecta blancura de la habitación, con mi sien a punto de reventar, sentí una gota de sangre a punto de caer de mi pulgar. Gracias a que soy zurdo, él vio con extrañeza la forma en la que le di la mano derecha para saludarlo, en mi afán de no permitir que supiera lo que me pasaba. Le relaté lo del dolor en mi cabeza, y él se acercó con unas pequeñas pinzas para retirar la venda, pareció espantado, en un gesto de asco y curiosidad involuntario. En mí sólo existía (cabía) ese pálpito, cada vez más acelerado. Remembro sólo mis manos embadurnadas de sangre y el cadáver del doctor en un mosaico de luces rojas, negras y blancas. Mi herida ha sanado completamente, me siento mejor que nunca, un hombre nuevo. En la televisión han puesto mi fotografía, la crónica de lo que ellos han denominado como la debacle de un intelectual y, para terminar, una entrevista a ella pidiéndome que me entregue. Ni que estuviera loco. También pasaron imágenes de la clínica y el testimonio de una enfermera relatando lo que halló después de que, según dice, salí corriendo: ‹‹…y el pobrecito estaba tendido en el suelo con un pedazo de tela en la mano…››. Se enjuga las lágrimas y me maldice. La veo sin remordimientos, sin entender por qué odiaba tanto a los de ese tipo de profesión. Fue una tontería lo de mi miedo a los doctores; después de todo, estoy curado (saciado).

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Roberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto BermúdezRoberto Bermúdez A hurtadillasA hurtadillasA hurtadillasA hurtadillas

“pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”

O. R.

Al cruzar la calle, antes de llegar a la Recoleta, ya había olvidado su camino. En la esquina de Camaná se detuvo a hojear los libros que se exhibían en los estantes y por un momento estuvo tentado de robar: -uno bueno para aplacar la soledad de la noche-, pensó. La emoción de conseguir algo interesante en medio de ese caos que se levantaba frente a sus ojos fue ganado terreno dentro de su cuerpo. Calculó los riesgos, con un golpe de vista recorrió la totalidad del ambiente: como lo había imaginado, estaba completamente solo. En la entrada, una mujer delgada fumaba distraída, con la mirada fija en la nada, buscando asirse de un recuerdo -una sonrisa cordial a cambio de confianza-. Las manos se liberaron de los bolsillos, fueron recorriendo títulos, autores con desinterés, abúlicamente canturreaba una canción. Adivinando los movimientos de la mujer avanzó seguro hacia el centro de la sala: una construcción vieja, las paredes acribilladas con cientos de periódicos, el suelo sucio y el techo conquistado por las arañas. -¿Qué está buscando?- una voz suave, insegura, lo devolvía de pronto a la realidad del momento -nada en especial- dijo, y haciendo un esfuerzo por disimular su desconcierto añadió: -ya sabe, curioseando-. Sintió que los pasos se perdían a sus espaldas; después voces cómplices a su lado, susurros y una ligera agitación: nombres de libros y revistas. ¿Cuándo había sido la última vez que juró dejar el vicio? Al dar la vuelta tropezó con un hombre alto, pero no se disculpó. Ahora la calle, las sirenas de los autos y las luces sobre la pista. El alumbrado público se había encendido ya y pensó en el tiempo. Al volverse, vio que la mujer lo observaba con una curiosidad inaudita, cerrando mucho los ojos, entonces echó a correr. La neblina se mecía sobre los edificios y el camino se hizo resbaladizo -odiaba la lluvia-, tanto como las calles vacías. Sintió que el cuerpo le pesaba, que los párpados buscaban incansables la nariz y que sus fuerzas se debatían en encontrar una banca. ¿Se habría dado cuenta la mujer de sus intenciones? seguramente, la pobre debería estar curtida de tanto ratero. Intentó una risa. Al fin, en la plazuela de Quilca, se sentó: dejar el trago, ir al trabajo, pagar la casa. Después, pasos, bocinas luces que caían sobre su pecho como flashes de fotografía. Lo movían. -Que se levantara y se fuera, amigo-. Risas, voces desconocidas entreveradas con sus pensamientos: -A éste lo cargaron con todo. Pobre hasta los zapatos, codazos, risas. -Mejor que se fuera a su casa, amigo, el suelo demoraría en secar, no vaya a pescar una pulmonía.

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LuzbelitoLuzbelitoLuzbelitoLuzbelito YYYY DE REPENTE NO ESTÁSDE REPENTE NO ESTÁSDE REPENTE NO ESTÁSDE REPENTE NO ESTÁS............ La idea era que sólo te quedaras un instante, un instante que se convirtió en más de 2 horas continuas de presencia… en mi cama, sin saber qué decir en un primer instante, luego no saber cómo callarnos.

Lo nuestro fue un instante distinto a lo que normalmente conocemos. Tú con tristeza acumulada y yo con mi soledad expandida. Tu presencia única y distinta siempre fue el preludio de este encuentro. Siempre eres distinta, nunca te pareces a ti, nunca eres la misma ni vas a serlo; y si llegaras a serlo alguna vez sería mucho más difícil describirte.

—Si te dijera que no nos vamos a volver a ver, ¿qué harías? —preguntaste. —Encerrarte en este instante, en esta cama, en esta luz tenuemente roja —

contesté—, no dejaría que salieras de este contexto, de esta realidad que ahora nos toca vivir. —¿Por qué siempre tienes que estar así de famélico? —me mirabas como siempre, como

nunca— ¿No te conformas con lo que ahora te doy? —¿Te parece suficiente con lo que ahora me das? —Qué… ¿y quieres más todavía? —Preguntaste abriendo los ojos desmesuradamente—

¿Por qué siempre tienes que pedir más y más? —La verdad es que no lo sé… pero la verdad es que lo que me das es tan intenso como

poco, siento que podrías darme tanto más y… no te atreves. —Ay, ‹‹Don Famélico››, si supieras, a nadie le doy más que un abrazo, ni a mi hermana…

Creo que a mi papá lo recibo con una patada en el poto todos los días y ni se quejan ni quieren más.

—Lo bueno de ese solo abrazo y esa patada es que encima de eso siempre te quedas con ellos. Conmigo es diferente, tu presencia siempre es intermitente, no sé si habrá una mañana para todo, para mí… Nunca lo sabré —te miraba de mis pestañas con los ojos semiabiertos viendo cómo caía tu cabello en tu frente, tapando cada uno de tus ojos—. Ven, recuéstate en mi pecho, escucha a mi corazón.

Recostada en mi pecho, con mis dedos jugando con tu cabello, nuevamente era feliz, nuevamente me sentía completo.

Mi vida siempre era una continua adaptación a los cambios en mi continuo proceso de adecuarme a los demás; tú habías llegado de repente sin que me diera cuenta, ya que en un principio te confundí con alguien que creía conocer pero de repente tú, con esa presencia constante, que aunque no nos conociéramos es como si ya estuvieras desde hace mucho… desde siempre.

Tu pierna desnuda encima de la mía recordaba mi inmensa naturaleza libidinosa, que ahora era opacada con esto que se llama ternura.

‹‹Maldita ternura››, como diría Beto Ortiz, pero yo sólo en este instante refutaría con el respaldo de tu cabello, de tu oído pegado a mi pecho, de mis ojos entrecerrados que ponen a mis pestañas, como si fueran unas persianas horizontales; a esta dulce realidad… nuestra realidad.

—No quiero volver a embriagarme —comencé a explicar—, menos, mucho menos contigo.

Sólo escuchabas en el silencio, en la radio sonaba una canción de Santana.

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—Me gustaría estar más lucido, menos adormecido, detesto estar como embotado por culpa del vino —pensé un instante cómo era de libidinoso cuando estaba completamente sobrio.

—Pero, de sana, no hubiera venido a tu habitación, supongo realmente que todo esto me cohibiría mucho… Pero no me arrepiento de nada, estar desnuda en tu cama sin hacer el amor, solos, escuchando música; me gusta, no te comportas como todos… supongo que eres diferente.

—¿Diferente o inadecuado?... Al menos sé que no te soy indiferente, que al menos te agrado, haga lo que haga, por más famélico que sea, no corrompo el esquema en el cual me has puesto —besé tu frente luego tus labios... Te quiero mucho, mi querida “ternura”…

—¿Por qué me llamas “ternura”? Soy Vanessa, no me cambies de nombre. Yo sí te puedo cambiar de nombre, señor “Don Famélico”.

—No importa cómo me llames… Total siempre seré lo que tú quieras que sea —me moví debajo de las sábanas marrones que son parte de mi cama, acerqué más mi cuerpo al tuyo poniendo tu pierna encima de mi abdomen, quería sentir tu calor en mí, mi libido nuevamente comenzó a funcionar causándome una semierección.

—Famélico, te dije que no lo vamos a hacer —me dijiste mientras dejabas que mi semierección tocara tu zona púbica—, no me hagas sentir mal, por favor. Quédate como estamos, me gusta este instante.

—No pienso hacer cosas que tú no quieras, y no te preocupes, sólo estoy acomodándome, no tengas miedo —tu temor tenía fundamento… Mi semierección tocaba tus puertas pero… no me atrevía a entrar.

—No me gusta desconfiar de ti, pero me estás empezando a asustar… Podrías, por favor, alejarte un poquito más… En serio, Sebas —sonaste convincente, por primera vez en toda la noche, dijiste mi nombre. Puse mi mano debajo de tu boca y la atraje hacia mí, te besé con un beso tierno y largo, empujando a tu cuerpo para que estés encima mío, toda tu zona púbica cubría mi erección (ya no había semierección) sin penetración. Sólo con ese roce te atraje hacia mí.

—No pienso hacerlo, Vane, no. Sólo quiero tenerte conmigo, con ese riesgo de que pueda suceder, pero con esa intimidad de que no va a suceder nada.

Era el tercer beso que me dabas en toda la noche, los demás besos te los había dado yo, tú como siempre evitabas darlos y siempre era el que los daba, el señor “Famélico” deseoso y ansioso de ternura, de besos abrazos y más…

Recostada en mí, yo oliendo tu cabello, tú con esa luz rojiza de mi habitación, escuchando en la radio a Audioslave… Nos quedamos dormidos una eternidad, que duro sólo un instante, como duran dos canciones.

—¿Qué hora es Sebas? —Preguntaste asustada—. Tengo que volver a mi casa. —Son las 10 y 38 –te contesté viendo la hora en mi celular—. Creo que todavía es

temprano. —Pero y si no encuentro carro… Recuerda, que aún vivo con mi familia, no puedo llegar a

la hora que me da la gana, bien que quisiera… —Lo sé, “ternura”. —Me llamo “Vanessa”, ¿ok?, no me cambies de nombre, señor “Famélico”… Quiero ir al

baño… ¿Me acompañas?... Por favor –empezaste a levantarte, veía tu pecho al descubierto, tus vellos en ese pubis que empezaba a adorar.

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—Ok. –empecé a salir de la cama, me agaché, puse en tus pies unas sandalias mientras ponías mi toalla en tu cintura. Yo me puse otras sandalias, un polo y un pantalón, abrí la puerta de mi habitación, la luz rojiza mostraba el corredor hacia el baño, el piso mojado nos demostraba que en estas dos horas había llovido en esta Lima fría de invierno—. Ven, Vane.

—Ha llovido —comentaste mientras caminábamos al baño. —Sí —abrí la puerta del baño para que puedas entrar, prendí la luz al momento que

entraste, me detuviste con tu brazo, no querías que saliera del baño… De repente todo tenía una connotación irreal.

—No te vayas, por favor. Quédate. Agarrabas mi brazo con esa vulnerabilidad que te da el “Miedo”. Mi sorpresa duró un

segundo, mi alegría llena de ternura la sustituyó. Tú, sentada ahí, intentando mear; yo a tu lado. Tú, sin temor alguno me mirabas a los ojos… Un sonido apenas audible de un gas que se escapaba se pudo escuchar, y al fin el gorgoteo que confirmaba que podías mear. Pero en tus ojos no había vergüenza, no había temor, sólo esa confianza única que te da la “INTIMIDAD”.

Tú no habías hecho el amor conmigo, te habías acostado conmigo… Pero no lo habíamos hecho; pero este simple acto de compañía me envolvía con toda su ternura, con esa simpleza que es el romper de esos acuerdos tácitos de las supuestas “buenas costumbres” por este instante de “No te vayas, por favor, quédate”, aunque sea en el baño.

Esa noche acabó cuando terminé de mandarte el segundo beso volado, parado frente al paradero, mientras tú, sentada en el último asiento del bus, me mirabas distante a través de la ventana; quizás arrepentida de haber hecho lo que no debías o no haber hecho lo que debías… ¿Cómo saber qué es lo que pensabas en ese instante?... Mis lentes se llenaron del vaho de mi aliento, opacando todo lo que había a mi alrededor. Mi tristeza nuevamente volvió del rincón oscuro a donde se había ido a ocultar.

Mi soledad me esperaba con los brazos abiertos en mi habitación… Y DE REPENTE NO ESTÁS.

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Julio BarcoJulio BarcoJulio BarcoJulio Barco

IIIINOCENCIANOCENCIANOCENCIANOCENCIA “Me gusta fumar, pero no que fumen a mi lado”

Yo —Ésta es la última vez que aguanto sus malcriadeces —gruñó la auxiliar Norma desde su desvencijado asiento. Estábamos en su oficina. Luís, a mi lado, sonreía. Nos entregó las agendas, tras los sellos y las firmas, y ahogando un bostezó en sus amarillentas manos de vieja fumadora, nos mandó de regreso al salón.

Subimos las escaleras despacio. Nuestra aula quedaba en la planta alta, a lo largo del balcón. Me detuve amarrándome los zapatos, lancé un escupitajo y froté con la manga de mi chompa.

Vi a Luís perderse en el baño. Adentro, sacó un liquidpaper de su bolsillo y reprodujo sus iníciales en la pared: LEBA. Las puertas del baño estaban abiertas, piloteaban las moscas sobre las cacas flotantes. Un vientecito entraba por las lunas rotas, se adueñaba del silencio.

Luís mojó sus manos en el lavabo. Las repasó por su cabello y acomodó su raya al costado. Dejando abierto el caño, aún mirándose en el espejo, me dijo:

—Estamos fregados. Asentí. Moría por un cigarrillo pero recordé que había dejado la cajetilla de Luckys en la

mochila. Revisé mis bolsillos, sólo tenía un Chichiste y la insignia del colegio. Arrojé la insignia al tacho y metí el chicle duro en la boca.

Me miré en el espejo, miré a Luís en el espejo. Sonreí. —Sí, estamos jodidos.

*** Cuando entramos al salón, la clase de historia estaba por expirar y el profesor, un fantoche de ceceante voz, nos examinó a sus anchas, al igual que a toda la tira de pseudocompañeros.

Compartía la carpeta con un negro tartamudo de nariz turgente como higo relleno de granos purulentos. El profesor despegó los papelógrafos de la pizarra y le quitó los retazos de limpiatipo.

—Hasta luego. No se olviden de revisar la página 15 de sus libros, chicocos. Luís empezó a garabatear una hoja arrancada de su cuaderno Standford. El moreno,

inquieto, empezó. —Ooyeee, Joaa…quín, ayúyúdameme, tengo un problemama , un roche con unos

pa...paa...patas. Hice un ademán de silencio. Arrojé mi rostro contra el cuaderno abierto: vacío de letras. Y cerré los ojos. Faltaban dos horas para el recreo.

*** Lo único que aprendí en el Malta, mi colegio de 5 años, fue a pagar puntualmente las separatas. Oriné, me tiré las clases, hice amigos, pero de aprender, aprender, sólo fueron esos pagos puntuales y secretos a mis profesores. Algunas veces, cuando ya se aproximaba diciembre y mis notas eran terribles, colaboraba con las rifas o polladas que hacían los

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profesores para que no reprobáramos sus cursos. Lo curioso era que esas polladas o rifas no existían. Siempre decían lo mismo:

—Será este sábado. Luego: —Será el próximo. Nosotros le dábamos el dinero, y ellos, los dos o tres puntos que nos salvaban de ir a

estudiar en verano. Ninguno de los dos esperaba la rifa. Ninguno de los dos quería pasar un verano en los salones.

Es un colegio enorme, antiguo, mal pintado. Sus muros, tapizados con vidrios rotos, bordean los salones y dejan espacios de arena, pequeños caminos, donde algunos se tiran la pera y pierden su virginidad. Esos caminos eran las rutas por donde nos perdíamos Luís y yo, de todo lo que significaban nuestros horarios, recreos y sueños.

*** Casablanca ya esta vieja para la educación, pienso. Sus clases son estáticas y dan ganas de mascarle sus cochinas tripas. Si pienso en tripas es porque nos enseña Biología. Si pienso en mascar es por el hambre antes del recreo. Pensar, hablar, mezclar. Tripas, órganos, células, es lo único que sale de sus dientes amarillentos:

—El aparato de Golgi... Me paré violentamente del asiento. —Métase al culo —dije— el aparato de Golgi o el retículo endoplasmático. Por el asombro, Casablanca casi se atora. Pronto, el murmullo, las voces, los rumores,

hacen del salón un loquerío. Alguien corre a llamar a la auxiliar Norma. Alguien la auxilia. El negro, mi compañero de carpeta, tiene las bembas abiertas como una dulce vagina. —Puta, eres la cagada. —A la dirección —dice ahogándose la vieja de mierda—, a la dirección. Luís, dejando de juguetear con Pamela, se incorpora iracundo. —Señorita, yo podría colaborar con el ingreso de esos enseres en su colon. —Luís solía

cuidar su lenguaje cuando trataba con los profesores. Pamela, su chica, avergonzada, oculta su cara entre sus manos. Con una mano, se

acomoda la falda hasta forrar sus menudas piernas. Y se hace la desentendida.

*** Luís escribía poesía. Tenía su estilo. Los transcribía en la pizarra acrílica. Y todos nos cagábamos de risa. Más tarde, sentado cabizbajo a la sombra de Pamela, sujetaba las manos de su chica desesperadamente.

Sus poemas sacudían las clases de Literatura. Eso era arte. Desligado de conceptos y normas. A veces hacía caricaturas de profesores,

acentuando sus defectos e incorporándoles nuevos apelativos: los pegaba en algún lado y todos volvían a reír. Luís era el héroe, ese muchacho que todos queremos imitar pero, por miedo a caer, solo admiramos.

Las flaquitas perseguían a Luís, entusiasmadas por su rabiosa soledad. Vagaba por los jardines del colegio. Tallando ira en sus cuadernos con ferviente paciencia. Coronándose campeón de los rojos en la libreta.

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Puesto que solo le disputaba el Negro. Y yo. Jugábamos básquet y nos tirábamos la pera en los cursos aburrimos: Historia, Biología,

Matemática. Una vez me dijo que las hembras son un estorbo y el amor un constante dolor, manyas,

quita tiempo, te estanca, te ahueva. Sin embargo, se comería, lenta y dulcemente, sus atropelladas palabras. Como todos los solitarios, locos, vagabundos que conocí.

Le agarramos cólera al Negro. Cuando la auxiliar lo presentó, dijo amores, tanto de su persona como de su intelecto. Él

inflaba el pecho y nos miraba desde arriba. El hecho de venir del mejor colegio del cono sur le daba “respetabilidad”. Ajá, eso fue lo

que dijo la auxiliar: merece “respetabilidad” A mí me daba igual. Él nos sonreía amigable. Altanero. Lleno de barritos en la nariz. En los colegios nacionales siempre hay un condenado. Él era una de esas podridas

escorias. Cada mañana, de rigor, la pandilla del salón le metía una serie de lapos y combos en su cabeza pelada.

—Quééé lees, paa...saa, amigos —decía después de la paliza. Él se las buscaba: jugando en los recesos game boy color, derramando ínfulas y paseando

en la formación bien campante con su mochila Porta pitita, sin quitarle el sticker del precio. Así de envidiosos eran los muchachos. Luís y yo andábamos al margen. Apestados. Sucios. Soñolientos. Sin embargo, cuando el

batuta rugía “apanón al negro Mama”, nos regocijábamos con la mancha. Descubrí que el Negro llegaba temprano para copiarse la tarea de los chancones.

Me miró avergonzado aunque haciéndose el tercio. —No te preocupes —dije acercándome—. Más bien, hazte espacio y déjame copiar

también. Así fue como empezamos a hablarnos.

***

Luís escuchaba chicha como los demás. Música alimentada en la desesperanza de los pobladores de la sierra, gente pobre, gente sin futuro, residuos de una sociedad atracada en su egoísmo. La chicha los libera, les otorga corazón.

Cuando nos tocó hacer trabajo grupal en su jato, puso una canción que me arrojó al aburrimiento. Bajó un poco el volumen de su radio Panasonic y articuló extrañado.

—¿Sucede algo? Pamela acabó de garabatearse las uñas con el esmalte de la madre de Luís y observó

desinteresada. Me disculpé, sin encontrar la palabra adecuada para decirle con respeto que la música que escuchaba era basura. Pamela preparó limonada. Al tercer vaso me dieron ganas de mear; cuando regresé estaban agarrando al son de un ritmo tropical y estridente. Besándose, devorándose. Me arrellané en el sofá. Despegaron los labios, lentito, como chicles.

Luís sonrió atontado. Pamela se avergonzó. Continuamos con el mapa conceptual. Al rato doblamos el papelógrafo. Habíamos terminado. Luís sorbió más del refresco, paladeándolo, y miró violentamente a Pamela.

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Yo estaba aburrido, empezaba mentalmente a retraerme, borrarme, cuando Luís sujetó a su chica y, cogidos de la mano, en silencio, subieron las escaleras, perdiéndose.

Empezaron a retozar, sin duda. Le puse mute a la radio. Agudicé el oído, aunque no era necesario. Los gemidos rompían mis tímpanos. Hacían temblar las ventanas. Me bajé el cierre del dril. Mi pené se derramó, deshecho, sin vigor, entre mis piernas. Lo cogí. Se endureció.

***

Supe que Luís era mi pata cuando me pasó unas preguntas en el examen de Literatura. Apuntaba las respuestas en un borrador y lo tirábamos de mesa en mesa. El problema era que yo sacaba más nota que él. Por eso dejé de frecuentar sus ayudas, menos una jodida mañana.

Los lunes dan ganas de morir. Aguantando el triste himno nacional, la empalagosa oración, el director abotagado como un camote deforme y su inexpresiva e incolora perorata: los mismos rituales de nuestra decadente sociedad.

Recuerdo que era invierno. El cielo lleno de nubes, el vapor escapando tímidamente de las bocas, las chompas llenas de pelusa de gato y restos de ceniza. Luís y yo habíamos descubierto, sin escatimar asombro, un lugar para tirarnos la formación. Escapar, huir, significaba mucho. Si era evitando todo el cortejo somnoliento de la formación, mejor.

La dirección se la comenté a Luís en el baño: ‹‹A la vuelta del quiosco, entre el silo y las cajas de cartón donde se almacenaban las golosinas››

Llegamos como a todos los lugares que nos esperaban en la vida: asustados y alegres. Estábamos sentados contra la rústica pared de quiosco mirando con repugnancia el silo oscuro.

—Me juegas un cigarro. —Estoy en nada. —Putamadre –maldije, rascándome la nariz, tratando de reventar un grano—. Escucha,

escucha, ¡aleluya!... A lo lejos se oía, a murmullos, el graznido del himno nacional. —Hijos de puta —dijo Luís, emocionado por su primera vez—, grandísimos hijos de puta. Lo golpeé con el codo. —Huevón, se puede dar cuenta la vieja del quiosco y… la canción. Sonreía como un endemoniado. Sus ojos enajenados, cristalinos, me reflejaban. Pensé que

lloraría. Quería abrazarlo, después de todo estábamos juntos en esto. El himno terminó, pero otro ruido, más cercano y peligroso, fue creciendo. Eran los pasos de alguien, acercándose.

—Nos jodimos —atiné a decir. Luís petrificado. Sus labios temblaron estúpidamente. De pronto miré unas cajas de cartón

amontonadas en un rincón. Corrimos a ocultarnos tras las cajas que caían como del cielo. Eran suficientes para ambos.

No podía aguantar destornillarme de risa cuando vi por un filo entre las cajas a la vieja alzándose la percudida y sedosa falda. Fue cuando una rata se filtró en nuestro escondrijo y las cajas se desplomaron. Una a una. Y quedamos al asecho, frente a la señora que cagaba y nuestro destino incierto.

Fuimos a la dirección. Despegué mi rostro del roñoso cuaderno. No había nadie. Recordé el recreo. Estaba cansado. Pamela y Luís entraron agitados.

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Los miré, aturdido. —¿Qué mierda pasa? —El Negro, el Negro... —dijo Luís atorándose, atragantándose—. Puta, lo han cagao. Silencio. Pamela, felinamente, se acomodó a mi lado y, nerviosa, musitó clavando los ojos al suelo: —Esos idiotas la jodieron todo. —Lo mataron —dijo Luís, violento— lo mataron. Salí corriendo del salón, me acodé en el balcón y miré al patio, que me pareció infinito.

Lejano. Un grupo de personas se agolpaban alrededor de algo. Bajé las escaleras, escapando de la realidad. Tropecé, cayéndome.

***

Hace pocos días me topé con Luís. Lo vi distinto, forrado en un pulcro terno con el cuello enroscado en una lívida corbata. Las avenidas Tacna y Colmena nos distanciaban. Un semáforo, el mismo tráfico de la ciudad y nuestras miradas cruzándose. Cuando cambió el semáforo corrimos por inercia. Luís era otro. Lo supe no bien se acercó con un abrazo.

Parte del engranaje del sistema. Parte de todo lo alguna vez odiamos. Nos quitamos a tomar un par de chelas a un bar mohoso del centro. Alrededor del

barullo de la ciudad, dejamos correr el recuerdo. La cerveza ayudó a desterrar algunos silencios. Afuera anochecía, una neblina púrpura se disparaba por las calles.

La muerte del negro fregó todo. El colegio fue clausurado. Se vendió a una compañía chilena para construir encima un

centro comercial. El alcalde, encantado. Los otros muchachos se quejaron. Las madres salieron chancando ollas y alzando pancartas. El trato estaba firmado y no había mucho que hacer. Unos caballos disiparon a la turba, luego se cagaron en la avenida y el barrio apestó a mierda una semana.

—Monopolio extranjero. Todo termina así— me dijo Luis, sonriendo. Reflexioné frente a la espuma amarga, burbujeante y helada. Terminamos embriagándonos,

Luis no paraba de repetir que Pamela le armaría un lío. —¿Y ahora, tú, a qué te dedicas? —me dijo Luis, arrobado—. Cuéntame. —Reparto volantes en las esquinas. —¿Repartes volantes? Cuando nos despedimos, al filo de la madrugada y luego de rondar por Plaza San Martín,

sentí que algo se volvía a desatar. A perder de nuevo esa magia. Como toda aquella ventisca salvaje, bajo la fría y quieta mañana en que enterraron al Negro. Como mis años estrujados por un sueldo miserable. Como la inocencia, tal vez.

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Omar LivanoOmar LivanoOmar LivanoOmar Livano DeclaraciónDeclaraciónDeclaraciónDeclaración

Siempre supe que mataría por una sonrisa tuya. Lo que no sabía era que tendría que matarme yo mismo. Un suicidio ¿entiendes? Pero para mí significó más bien la solución que tus días, envuelta en dolor, habían encontrado. Fue por eso que me odie al dudar. La búsqueda sólo consistiría, como tú lo planificaste, en una muerte sin dolor. En este caso el dolor llegó después. Tan después que para cuando comenzó el remordimiento ya tenía la boca colmada de espuma.

Pero Charo, la espuma no llegaría a obnubilar mi visión ese día. Te tenía grabada desde antes: Los zapatos marrones, el jean que colgaba de tus piernas ahí donde la voluptuosidad de tus caderas no existe y además estaba tu cabello que se dejaba caer como tentáculos sobre tus hombros. Recuerdo que caminabas alrededor del cuarto mientras arrastrabas la yema del índice queriendo surcar las paredes. Está de más decir que ese día en lo último que pensé fue en morir. Por lo que ya te había explicado muchas veces:

— Suicidarse implica muchas cosas, Charo. — Cosas como qué. — Cosas, nada más. Algo de valor, satisfacción, y claro, cómo no, un poquito de locura.

Lo malo fue que olvide tu desenfreno y tus ataques de imprudencia, o al menos eso

pensé cuando te vi con los sedantes. — De qué me estás hablando, Charo. ¿Qué significan esas pastillas? — De la muerte. De morir, del suicidio. — ¿Del suicidio, así, nada más? — Sí ¿Por qué?

Estabas loca. Pero tus locuras iban desde tus dientes, blancos como papel, enfilando

despacio hasta rebalsar mi rostro de alegrías. Si te admiraba era porque te creía capaz de realizar todo ese montón de cosas que en algún momento yo había deseado o que quizá pensaría hacer más adelante. Por ejemplo, aquella vez en que escapaste de casa con sólo diez soles en los bolsillos y más de una nostalgia en el corazón. Yo también fugué pero a los 23 años, más bien me botaron. Tú en cambio huiste o al menos eso fue lo que me contaste después. Aunque luego me enteré por otras bocas que tu osadía era falsa y fue un enamorado del colegio el que te convenció para ir a Huacho. De todos modos para cuando el barrio se entero de eso, ya debías haber estado muy lejos.

Ya te conocía entonces. Me parecías la muchacha más bella del barrio. O la única del barrio. También eras la única que embalaba hacia todas partes con las ALL STAR más rosadas y rotas de todo este sector de Lima. ¿Por qué recuerdo esto? Pues porque no podía recordarte de otra manera. Miento, también puedo recodarte en los carnavales del 94. En un barrio que se comprimía entre el vientecito de las tardes y los gritos de niños correteándose unos a otros; atrapados por la algarabía de los febreros de un sector, ya lo dije, alejado de Lima, pero que era tan limeño como los otros. Yo era flaco y jodido en aquel tiempo y tú salías a matar las horas junto a tu madre. Mientras ella barría la acera, tú te ensimismabas mirando la calle, además era domingo y la tarde se iba enfriando de a pocos. ¿Había sido ese el momento más adecuado para comenzar a amarte? No lo sé. Pero sí fue el momento indicado para mojarte. Y aunque tu mamá enojadísima desdobló la escoba en mi cabeza, supe que fue tu envalentonada reacción, el empujón que le diste, tus pasos acelerados y tu sonrisa antes de estamparme el globo que escondías bajo tu blusa celeste cielo; que me decían desde entonces: “Qué bien te asienta la locura, Charo”.

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Quién iba a pensar que luego terminaríamos ajustando nuestros cuerpos con sedantes. O

que preferirías morir en compañía, ya que para todo eras cobarde y después de todo sólo sabías hacer las cosas de a dos.

— Creo que tu broma ya sobrepasó los límites hace rato, Charo. — No bromeo. ¿Qué tendría de malo morir? ¿Qué podría suceder? — Ese es el problema: que no sabremos qué pasará después.

Tuvimos nuestros momentos, por supuesto. Como ese día en el que ya habíamos

descartado la posibilidad de volver a casa. Era santo de Tomás y los faroles iluminaban en forma agresiva y vertical. Tomás era de esos amigos que solíamos compartir. No podíamos estar en otro sitio aquel día, que no fuese su casa. O cerca a su casa que era lo mismo, porque Tomás era tan pata de perro como los demás que esa noche acuñaban sus cuerpos alrededor nuestro. La estábamos pasando muy bien además. Lo único que apenaba era que Tomás haya nacido ese día: 24 de diciembre. Ambos pensamos, que de seguro siempre recibió un solo regalo por navidad y su cumpleaños. Ya estaban a punto de dar las doce y la tarde y noche habían sido fugaces. Los tragos salían de quien sabe dónde. Circulaban los abrazos bañados en champagne entre los vecinos y su algarabía se desenfrenaba al son de las ratablancas, mientras estábamos ebrios. Pero recuerdo: Éramos de los borrachos más lindos de la fiesta. Como que nos entraba el remordimiento y la ternura cuando bebíamos. Ese día la ternura entro con pólvora.

Encogidos por los gritos y ademanes de Tomás que se sentaba o se ponía de pie cuantas veces quería enganchando unas putadas de madre en el aire que luego recogían la gente que salía desde las ventanas de sus edificios descascarados, íbamos viendo el pasar de las horas junto a una amiga suya, quizá su pareja de turno. Quien nos llenaba los vacíos familiares a punta de historias navideñas que balbuceaba entre bocanadas de cerveza y muecas que no podía controlar. De hecho: Yo no tenía mucho que contar o quizá no quise contar mucho que es lo mismo. Tú, en cambio, fuiste más directa y hablaste de tu abuelita, de esta única forma que sabes hablar de ella: con lágrimas salpicando sobre tus mejillas y una dulzura que puede endulzar a todo el mundo.

Será por eso que ya no me parece tan extraño haberte oído hablar de esa manera. — A las finales no perderemos mucho. — ¿La vida no te parece mucho, Charo? — No, ganaremos más, te lo aseguro —continuaste— dejaremos atrás todo esto. ¿Acaso

tú no te quejabas? Miro sin responderte mientras tú seguías:

— Además de eso, podremos saber si es verdad que existe otra vida y otro mundo después de este.

— ¡No seas cojuda, Charo!, estamos hablando de nuestras vidas. ¿Ves? Las perdemos y ya está, no hay marcha atrás.

— Lo sé.

La historia no quedó ahí. Los ruidos de la navidad, como siempre, se habían disipado con el pasar de las horas y para cuando el color morado de las 5 de la madrugada amenazaba con invadir los cielos la fiesta había dado paso a otro día cualquiera. Pero nosotros estábamos rumbo a la casa de tu abuelo, caminando por calles que se dejaban inundar por restos de cohetes que regados en el piso reafirmaban la condición de lugar triste y desolado. ¿Había acabado ya la navidad? ¿Cómo siempre? Me pregunto en qué momento de nuestras vidas abandonamos las luces de véngala y los juguetes mimosos, por estos alicaídos recuerdos y fúnebres pensamientos suicidas.

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Sucedió en un bloque departamental, no había nadie y a pesar de eso seguimos tocando. Alcance a oír como nuestros golpes se encajaban en cada rincón de la habitación. Reponiéndose un eco que venía hacia nosotros tan rápido como sólo la más profunda soledad permitiría. Entendimos para ese momento que podíamos ingresar, pues no había nadie. Con un gesto delator buscaste en tu mochila una posible llave que antes habías preparado, pero que producto del licor se te había quedado en el olvido. Adentro la sala se iba achicando a medida que cada paso llevaba nuestros cuerpos hasta los rincones más desolados. Viéndonos después en una pequeña habitación vacía que había pertenecido en 1980 a tu Abuela. La tensión por supuesto me iba trepando hasta atrincherar mis sentidos y creer que todo se había terminado. Algo más calmados y a la vez no tanto preferimos besarnos. Luego, nuestros besos se fueron convirtiendo en caricias que concluyeron de una manera tan no sé qué, que ya ni recuerdo, ni mucho menos quise recordar, porque la espuma me estaba llegando hasta el cerebro, y la visión se me iba agotando cada vez más.

Estabas loca y yo más por acompañarte. Y en ese devenir de tu desquicia no pude encontrar ningún origen. Sólo los retazos de múltiples vidas que zurcidas eran una sola. La culpa no fue tuya, Charo. Sobre estas cosas siempre es mejor culpar al tiempo o a las circunstancias. De ninguna manera aceptaría que te culpen a ti. Así hayas sido tú la de la idea:

— Entonces tomemos las pastillas. — ¡Charo, reacciona carajo! — Si no lo haces conmigo, no importa. Lo hago yo sola. — No serías capaz.

Cuando vi tus manos hacer un espacio para unas 15 o 18 pastillas pensé: ¿A qué se debe tanto dolor? ¿Por qué es necesario hacer esto? ¿Acaso estabas tan decidida?

— Piénsalo, Charo. — Ya lo pensé. Estaba seguro que detenerte por la fuerza era inútil. Si no es hoy será mañana, me dijiste

cuando te mire con la intención de saltar encima de ti. Fue cuando me observaste, reclamando algo que te pertenecía y que estabas dispuesta a recuperar, pero que no sabías que era precisamente, que yo había cedido. Entonces por la habitación sólo quedaron trozos de mí, regados tal como los cohetecillos que los niños hace unas horas reventaron y ahora recogían embarrados en nostalgia.

— Esto es grave. — Toma son 20. Tómalas todas de un solo golpe. ¿Había dudado en ese momento? Cómo saberlo. Lo que sí quedo claro, es que ahora no

estabas sola. Estabas muy segura de mí y en tu semblante se reafirmaba esta sospecha: eras feliz. Pocas veces te había visto tan alegre. Quizá ninguna en realidad. Lo demás, por supuesto, ahora ya no importa. No podía romper el encanto que emanaba de tu desquiciado jolgorio. De ninguna manera rompería la rebosante prolongación de esta: tu última sonrisa.

Ahora tengo la certeza de que la culpa será compartida, por lo menos. Pero si te ibas rápido, la culpa hubiera sido solamente mía. Porque nadie más, a parte de mí, sabe que la idea fue tuya. O que luego la espuma y los espasmos fueron tan violentos que dejaste caer las pastillas que te correspondían. Y tuviste miedo, y encontraste todas las maneras para dejarme muriendo: ¡solo! O que justo cuando intentaste huir llego tu abuelo y por más que diste explicaciones, los argumentos te fueron quedando cortos. Pero eso no lo pensaba contar hasta ahora que estás frente a mí, con un juez que no para de preguntar y un ventarrón de sonrisas que van remarcando tu rostro confirmándome que nadie más a parte de ti sabe que no pienso levantar cargos.

Juzgado Municipal de Comas Lima, 25 de diciembre de 1997

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