Trabalho Sobre o Mito - Blumenberg - Cap 3

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    pula Marie Bonaparte le escribe, el 30 de dic iembre de 1936, que ha- bía adquirido en Berlín su episto lario con Wilhelm Fliess de manosde un apoderado de la viuda. Freud le contesta, en carta del 3 de enero

    de 1937: «El asunto de la correspondenc ia con Fliess me ha hecho es-trem ecer [...] Me gustaría que nada de ello llegase a conocimiento dela así llamada posteridad».21

    21. M. Sch ur,Sigmund Freud. Leben und Sterben, Francfort, 1973, pág. 572 y sig.(trad. cast.:Sigmund Freud: enfermedad y muerte en su vida y en su obra, Barcelona,

    Paidós, 1980). [En cuanto al térm ino freud iano «construcción», com o señalan L aplanehe y Pontalis en su Diccionario de psico análisi s (B arcelona, Paidós, 1996), hay que in-dicar que en la obra citada de 1937 es tomado en sentido restringido, referido a laconstrucción que hace el psicoan alista a lo largo de la cura, mien tras que, en un senti-do más am plio, el propio paciente hace su con strucción al elaborar sus fanta sm as. ( N . del I.) 1

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    C a p í t u l o III

    «SIGNIFICACIÓN»

    Ah, les vieilles questions, lesvieilles réponses, il n'y a que gal

    B e c k e t t , Fin de partie [Fin de partida]

    Más imp ortante que tra tar de saber lo que nun ca sab remos —có-mo h a surgido el mito y que vivencias hay en el fondo de sus con teni-dos— es la articulación y ordenación histórica de las representacio-

    nes que se han ido haciendo sobre su origen y carácter originario, pues tanto como el trabajo hecho con sus figuras y contenid os, tam - bién la mito logía sobre su surgimiento es un reactivo de la forma deelaborac ión del mito mismo y de la persistencia con que le acom pañaa lo largo de la historia. Si hay algo a lo que merezca se r atribu ida laexpresiónviene tras de mí, es a la imaginación arcaica, independien-temente de lo que en ella se haya elaborado po r prim era vez.

    Dos concep tos an titéticos no s hacen posible la clasificación de lasrepresentaciones sobre el origen y el carácter originario del mito:

    poesía y terror. O al principio hub o un desenfreno de la imaginaciónen la apropiación antropomórfica del mundo y un encumbramientoteomórfico del hombre, o bien la desnuda expresión de la pasividadde la angustia y el horror, de la exorcización dem oníaca, del desam -

    paro mágico, de la dependencia absolu ta. Pero no harem os bien enequiparar estas dos rúbricas con la antítesis entre lo no vincu lante ylo que hace referencia a la realidad.

    Que los poetas mienten es una vieja sentencia, y el descubrimien-

    to de una verdad en la poesía acaso no sea más que un episodio de la posterior m etafísica esté tica, que no quería deja r que el arte fueraúnicam ente m era fantasía. Decir que los poetas que intervienen en laelaboración del mito representan ya, para nosotros, el estadio más

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    tem prano de la tradición que nos es accesible constituye un a redu c-ción perspectivista; sobre todo , no significa que la poesía tenga quehabe r incluido en la obra del mito el carácter mendaz. Cuando JeanPaul en su Introducció n a la estética, dice: «Los griegos creían en loque can taban, en dioses y héroes», esto le sirve, por de pron to y antetodo, de contraste con el clasicismo contemporáneo, para el cual esosdioses griegos «no son más que imágenes planas y vestidos vacíos endonde se alojan nuestros sentimientos, no seres vivos». Jean Paul tie-ne asimismo, un culpable de que aquella ligereza de la producciónmítica no pu diera seguir viva: la introdu cción del concepto de «diosesfalsos», que habr ía puesto fin al canto de índole teologica. Jean Pause hacía eco más bien del ansia de dioses que tenía su época —quesólo podían ayudar a la serenidad del hombre mediante su propiaserenidad— que de un pensamiento de su restablecimiento mediantegj

    Cuando el Rom anticismo volvió a descu brir leyendas y sagas, lo h i-zo con un gesto de reto d irigido a la Ilustración: no todo lo que no sehab ía dejado pasar por el control de la razó n era engaño. En conexióncon ello, aparecía una nueva valoración —iniciada con Vico y Herder— de la situación originaria de estas materias y figuras míticas.Los primeros tiempos de los pueblos, antes del episodio del clasicis-mo antiguo, no solam ente habrían estado presididos por la tm iebla yel terror, sino también, y sobre todo, por el más pu ro espíritu infantil,que no distinguía en tre verdad y mentira, realidad y sueño.

    A la comprensión del mito, o de aquello que aún p uede ser llama-do mitología, no le ha sentado nada bien haber tenido que desarro-llarse entre los pares antitéticos de la Ilustración y el Romanticismo,

    el realismo y la ficción, la fe y la inc redulidad. Si tiene algun a validezla observación de Jean Paul —que los dioses de la época primitiva,antes de ser demonizados como falsos, no estaban sujetos a la cues-tión de si eran o no verdaderos—, entonces también su fórmula deque los griegos habían creído lo que cantaban debe ser entendida prescin diendo del concepto de la fe, que sólo apareció con la conde-na y el pecado de la incredulidad. Pues si había o no un único dios omuchos dioses era un a cuestión del todo m arginal, m ientras que lo

    central fue siempre saber cuál de ellos era el verdadero o cuáles iosadmisibles y fiables.

    1 Je an Paul,Vorschule der Asthetik, I, 4, § 17; I, 5, § 21 (trad. cast: In troducció n a la estética, edición a cargo de Aullón de Haro, Madrid, Verbum, D.U , 1991).

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    La antítesis de poesía y terror para explicar el nacimiento y co-mienzo del mito y su propia cualidad de originario viene vinculada auna serie de supuestos más generales, de proyección histórico filosó

    fica. Es verdad que la oposición del Romanticismo contra la Ilustra-ción no significaba —dado el postulado de la poesía originaria de lainfancia de la hum anidad desde Vico y Herder— ninguna historia de

    progresiva decadencia , que habría empezado con la Edad de Oro ycontinuado con otras denominadas con un metal de menor calidad,

    pero llevaba, fatalm ente, a la tesis de que se necesitaría una gran dis - posición, esfuerzo y arte para, al menos, rescata r y renovar algo de en-tre aquellos logros, arruinados y soterrados, de los primeros tiempos,hasta que, en el transcurso del movimiento romántico, se hizo, sinmás, de la poesía originaria la revelación originaria, que habría querecobrar.

    Dejando de lado, por ahora, la cues tión de la diferencia entre poe-sía originaria y revelación originaria, el Rom anticismo aportaba, an-te la época a la cual él se autorrecomendaba, un importante con-suelo: el consuelo de garantizar que la humanidad no tuviera querenun ciar del todo, en su ser y en sus posibilidades, a lo que ella, unavez, ya había sido. Esto también pertenece a la naturaleza del mito:sugiere una repetitividad, un reconocimiento, cercano a la funcióndel ritual, de historias elementales, m ediante el cual queda refrenda-da y acuñ ada la inquebrantable regu laridad de las acciones gratas alas deidades.

    Fried rich Schlegel, en su Rede über die Mythologie, de 1800, no só-lo acuñó lo que es la concepción rom ántica del mito, sino que inclusola desprendió del esquema antiilustrado de una historia de decaden-cia. Lo hace en la disgresión teórica incluida en elexcursus segundo,de índole teórica, de suGesprach über Poesie, y puesta en boca de su

    personaje Ludoviko, caracterizado como alguien al que «gustaría ha-cer, con su revolucionaria filosofía, una aniquilación al por mayor».2Cuando este personaje, tipificado como representante de la época,habla —program ándola— sobre un a «nueva mitología», la teoría delmito se convierte, ella misma, en un mito. Una revolución así con-sistiría en el retorno de lo originario con un nuevo nombre, algo ori-ginario que no puede tener cabida en la historia tal como ella, de he-

    2. Fr iedrich Schlegel, Kri tisch e Ausg ab e, II, pág. 290. En la nueva versión delGesprach über Poesie, según apa rece en la edición de las Obras de 1823, se habla, envez de una «filosofía revolucionaria», de una filosofía «trituradora», y la «aniquila-ción» de antes es sustituid a po r la expresión «rechazo y negación».

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    cho, es, sino que debe convertirse en su «punto fijo» de referencia. Elmito nos permite apostarnos fuera de la historia, y no sólo como es- pectadores suyos, sino como usuarios de sus bienes más antiguos. Lafantasía del mitólogo cuenta, en el mito, la propia historia de su fan-tasía, la cosmogonía de su surgimiento a partir del caos gracias aleros. Por eso puede darse u n nuevo mito, siempre que la fantasía poé-tica retorne hacia sí misma, convirtiendo en tem a su p ropia historia.

    Es característico del mito —incluso en el caso del mito así pro-gramado— no hacer nada sin referirlo a la totalidad y sin reivindi-carla: lo que en la época se llama «Física» habr ía perdido ese sen ti-do de la totalidad, desintegrándose en un conjunto de «hipótesis»,sacrificando así esa visión que no debería ser aband onada en ningu-na relación con la naturaleza. Si la hipótesis está llam ada a ocup arel lugar del mito y la Física el lugar de la genealogía de los dioses,entonces sería la pen etración en la últim a intención de la hipótesislo que abriría, una vez más, la posibilidad de una «nueva mitología».El ardid decisivo se ocultaría tras esta p regun ta retórica, que pareceingenua: «¿Por qué no va a ser de nuevo algo que una vez ya ha si-do?».3Si la Ilustración había preguntado por aquello a lo que ya nole está permitido ser, equipándolo con los atributos de la oscuridady el terror, el romántico se ve ahora en la obligación de probar quealgo sim ilar a lo que él ansia ya se ha dado una vez como lo repetible por antonomasia— en forma de una nueva reconciliación deciencia y poesía.

    El propio F riedrich Schlegel, que iba a descubrir la poesía del mi-to arcaico, había pensado en sus primeros tiempos, de un modo quesuena menos consolador, sobre el punto de partida del trato hum ano

    con lo divino. El prim er ba rru nto de lo infinito y divino «no llenó a lagente de devota admiración, sino de un terror salvaje».4¿No podríaser que aquella fase poética primitiva, descubierta po r él —o redes-cubierta, después de Vico y H erder— en la Rede über Mythologie parael Rom anticismo, fuera ya, pa ra él, un estadio de distanciam iento deaquel «terror salvaje» de los comienzos? Pues, indudablemente, unode los métodos elementales y acreditados de afrontar la oscuridadconsiste no sólo en temblar, sino también en cantar.

    Desde Rudolf Otto, lo sagrado, la cualidad de lo numinoso queaparece en hombres y cosas, es algo que despierta miedo o, al menos,también despierta miedo, es unmysterium tremendum, que puede ser

    3. Rede über Mytho logie, op. cit ., vol. II, pág. 313.4. Prosaische Jugendschriften, ed ición a ca rgo de J. Minor, vol. I, pág. 237.

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    rebajado a fórm ulas m ás suaves de timidez y respeto, sorp resa y con-fusión, La función del rito y del mito radica, justamente, en crearuna d istancia, elabo rándola intuitivamente, respecto a aquella origi-naria tensión emocional de «terror salvaje», por ejemplo, haciendoque, en el ritual, el objeto num inoso sea mostrado, expuesto, tocado;así, en una de las religiones de alcance universal, la finalidad de la peregrinación que se debe hacer una vez en la vida es besar la santa piedra m eteórica de la Kaaba en La Meca. El centro de la esfera numinosa no sólo tiene una forma y un nombre, sino, antes de nada,una localización estricta, imp ortan te pa ra la orientación de la postu-ra que hay que tom ar en los rezos en cada lugar del mun do.

    Se ha pensado dem asiado poco qué significa esa localización pa-

    ra la cua lidad de lo num inoso, al principio difusa. Lo sagrado es lainterpretación primaria de aquel poderío indeterminado que se hacesentir gracias a la simple circunstanc ia de que el ser hum ano no seadueño de su destino, del tiempo de su vida, de sus relaciones existenciales. En el sentido de esta interpretación primaria de un poderde carácter indeterminado, tanto el rito como el mito son siempreinterpretaciones secundarias. Por mucho que la reiterada interpre-tación de mitos sea llam ada, a su vez, «secundaria», en el sentido deuna «racionalización secundaria», en cuanto racionalización no es-

    tá, de una forma clara y necesaria, en la misma línea, pero sí en lamisma dirección de lo ya aportado por la interpretación primariadel inicial poder indeterminado. Razonar significa, precisamente,saber arreglárse las con algo —en un caso límite: con el mu ndo—. Silo sagrado ha sido una interpretación primaria, está claro que es yainterpretación , y no lo mismo que lo interpretado. Pero he aqu í quenosotros no poseemos n inguna otra realidad que la interpretada p ornosotros mismos. Es real solamente como un modo elemental de su

    propia interpretación, en contraste con lo exclu ido por ella como«irreal».

    La cualidad de lo num inoso no sólo es desm ontada y nivelada. Esrepartida, según un concep to que com parte con el politeísmo, en treobjetos, personas, orientaciones. Lo originariamente difuso experi-menta una marcada distribución. No es casual que la historia fenomenológica de las religiones se haya orientado hacia la institucióndel tabú. En él, la cualidad num inosa se convierte en el aseguram ien-to, a base de mandatos y prohibiciones, de territorios protegidos, de

    determ inados derechos y privilegios. Aquel signo de lo que originariay maquinalmente aterrorizaba es transferido ahora a algo destinadoa participar de esa cualidad de lo numinoso. El culto de misterios,

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    por ejemplo, im ita cuidadosam ente la cualidad de lo desconocido, yhas ta la de lo norm almente prohibido, pe ro perm itido al iniciado.

    Mientras que la función de desmonte se refiere a lo originaria ymaquinalmente extraño e inhóspito, la de traducción y simulaciónconcierne a algo que, po r sí mismo, no tiene o no puede conseguir, desuyo, esa cualidad originaria, como ocurre con la titulación de las

    personas sacerdota les, caciques y chamanes. Esta segunda cualidadla hemos caracterizado, mediante la expresión «sanción», como lo basado en el juram ento, no sólo en cuanto institución de raíces reli-giosas, sino como justificación de los especialmente fuertes castigosque pesan sobre la transgresión de lo instituido o que pueden impo-nerse a personas sujetas a juram ento , cuando se salen del papel defi-nido y protegido por el juram ento , p or ejemplo en el caso de expertos,funcionarios, soldados. El juram ento de declarar llega hasta exigir re -velar algo en perjuicio y daño propio. Pero la simulación sólo se sigueratificando con la justificación de la gravedad de las penas que el le-gislador se sabe legitimado a imponer sobre el perjurio.

    Ernst Cassirer ha documentado el tránsito de la experiencia num inosa a la institución regu lada con un mito que era contado entrelos ewos: «Por los tiempos de la llegada de los primeros colonizado-

    res de Anvo, un hombre topó, en la selva, con un inmenso y grueso baobab. Al verlo, el hom bre se asustó, por lo que acudió a un sacer-dote, para que le explicase lo sucedido. La respuesta fue que aquel

    baobab era untro, que quería hab itar jun to a él y ser venerado porél».5La angustia sería, por tanto, la señal por la que aquel hombrehabría reconocido que un demoniotro se comunicaba así con él. Só-lo que esta narración hace encajar, anacrónicamente, dos fases dis-tintas en el tiempo: el sobresalto a la vista del árbol aparece ya vincu-

    lado con saber lo que se tiene que hacer y a quién se ha de recurrirante una experiencia así, de lo que se desprende que la despotencia-ción ya está, aquí, institucionalm ente regulada.

    No debemos calificar esto de puro primitivismo. El hecho de quealguien pregunte qué ha de hacer y busque consejo represe nta tam -

    bién un fenómeno de delegación, aunque tal situación tenga, paranosotros, las características de una perplejidad totalmente indivi-dual. Este mito fundacional de una religión presupone, como la cosa

    5. E. Cassirer, Philoso phie der symbolisc hen Formen , III, Ia ed., Berlín, 1929,Darmstadt, 1954, pág. 106, siguiendo a Spieth, Die Religión der Ew eer, Leipzig, 1911,

    págs. 7 y sig . (trad. ca st.: Filosofía de las fo rmas sim bólicas, México, Fondo de CulturaEconómica, 1971 1976).

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    más natural, la existencia del sacerdocio antes del momento de sur-gimiento del culto; al hacerlo, comparte los propios supuestos de lacrítica ilustrada de la religión, al decir que los sacerdo tes ha n sido losinventores de las religiones. El temor sentido ante el baobab es, portanto, un tem or que ya se ha hecho tolerable, al tratarse de un a con -tecimiento previam ente am ortiguado p or la institución. Ha perdido,en cuanto tal, su función de crear confusión en el sujeto. Se eviden-cia el puesto del sacerdote en el proceso de lo cultual: no es, cierta-mente, ningún héroe cultural que posibilite o mejore la vida de loshom bres mediante un a gran hazaña, pero ha sido concebido confor-me a ese tipo m ítico. Si bien él no sabe más que lo que hay que haceren una eventualidad así, tiene un saber cuya solidez estriba en que

    no puede ven ir nadie que le haga a lguna «crítica». No es dar un salto colocar, al lado de este sencillo acontecim iento ,la gran limpieza hecha en el mundo de toda clase de seres m onstruo-sos, tal como la ha presentado, plásticamente, el ciclo de mitos urdi-dos en torno a Heracles. El temor del ewo ante el baobab, apenas yacomprensible para el oyente del mito, queda condensado, por así de-cirlo, en aquellas antiguas representaciones de monstruos, que ahora

    —como el tem or de los prim eros tiempos de la hum anidad que enellos se encarnaba— ya no crean inseguridad porque ha habido unser que les dio el golpe de gracia. La posición de estos seres mons-truosos den tro del sistema de la genealogía mítica es, con frecuencia,incierta; ellos mismos no son com pletamente divinos, pero sí cerca-nos a los dioses. En el catálogo que nos da Hesíodo de estos seresmonstruosos, está, entre las Gorgonas, Medusa, la cual, aunque des-ciende de padres inmortales, es mortal. Sólo así es posible que tomecuerpo, en ella, el temor en estado puro presentándolo, sin embargo,como algo superable. En el relato de Perseo, Ovidio hace llegar al pa-

    roxismo el terro r gorgóneo, conv irtiendo en deletéreo, p ara sus ene-migos, incluso el cabello de serpientes de la cabeza cortada de Medu-sa, que figuraba en el escudo de Minerva: Nunc quoque, ut attonitos

    formidine terreat hostes,/ pectore in adverso quos fecit, sustinet angues. La inclusión de tal prototipo de lo terrorífico en las artes plásticas yen los dibujos de los vasos es el último paso para seguir mostrando loque, en la historia, ya ha sido superado. Sólo a partir del 300 a. C.

    puede encontrarse a Medusa representada, plásticamente , con unaexpresión de sufriente hermosura en el rostro. Con todo, al comenta-rista de Hesíodo le cuesta ímprobos esfuerzos hacer comprender ladiferencia en tre el terror narrado y la herm osura plásticamente re - presentada: «Puede que en esta concepción concurran dos ideas: p ri-

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    mero, que la belleza puede llegar hasta a lo letal y, segundo, que lo le-tal puede ser bello; pues no se puede olvidar del todo el efecto terri- ble de la cabeza gorgónea».6

    Por otra parte, Pegaso, el caballo po rtador del rayo de Zeus —fun -cionario, por ello, de su terro r— no se convirtió en po rtado r del poe-ta y de su fantasía en ningú n sitio del mundo antiguo. La representa-ción plástica no puede ir nunca a la par con la prodigalidad de rasgosde que se sirve el narrador; por ejemplo, reduce los cincuenta hocicosdel Cancerbero a dos o tres. No puede ser tan terrible en imagen co-mo en palabras. Sólo tardíam ente se da un a apariencia estética a lasEsfinges y Sirenas. Originariamente, la aniquilación no la hace unser que se les enfrenta sin miedo, sino que se trata de una autoani

    quilación, inducida por la primera experiencia de la propia inoperancia: en el caso de la Esfinge, tan pro nto com o un hom bre se resis-te a su magia, en el de las Sirenas, tan pronto como su canto ya nosurte efecto.

    Pero siempre se trasluce que todo esto no son más que com batesde retaguardia en el marco de una decisión de ámbito cósmico con tralas figuras aterradoras . Fue el propio Zeus qu ien venció al terroríficoTifeo, nacido de la tierra como hijo del Tártaro y Gea, impidiendo asíque dominase el mundo, cosa que, por su origen, le correspondía.Únicamente con una decisión de amplitud cósmica se convierte esalimpieza de seres monstruosos en un asu nto que com pete al dios delos dioses. Si no, sería, más bien, competencia de sus sucesores po-tenciales: Heracles aún estaba lejos de ser reconocido como una am e-naza para la suprem acía de Zeus cuando, con una de sus muertes, to-có, muy de cerca, el radio de soberanía del Padre, acabando con eláguila sagrada que Zeus había enviado para tortu rar sin cesar a Pro-meteo. Que esto ocurra con la anuencia dél propio Zeus es producto

    de una posterior arm onización. O riginariamen te, Heracles es, ya enesta situación, su igual en fuerza, muy cerca de reem plazar al propioZeus.

    La antítesis entre la poesía y el terro r como realidad original delmito se apoya en proyecciones retroactivas: las Musas, las Ninfas, lasDríades, en cuanto represen tan u na vivificación, g rata y sublimadora, de la naturaleza o del paisaje, guían la mirada hacia un a situaciónde pa rtida llena de libertad y encanto; la Gorgona Medusa, las H ar- pías y las Erin ias nos retrotraen, por su lado, a una conciencia to rtu-

    6. W. Marg , Erlaute rungen zür Übersetzung de r «Theogonie» des Hesiod, Zúrich,1«70, pág. 155.

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    rada de la realidad y del puesto que ocupa el hombre en la misma.Ambas proyecciones presup one n la existencia de formas po steriores —no han quedado únic am ente como los restos de instrum entos

    prehis tóricos— necesarias para desencadenar o apoyar aquellas con- jeturas proyectivas sobre los inicios y, sobre todo, m otivar nuestra participació n en to do ello. Independientem ente de las cábalas que puedan hacerse sobre su le janía en el tiempo, una mitología filosófi-ca tendrá que m edir sus fuerzas con la cuestión de si es o no capaz dehacer comprensible la eficacia y el poder de influencia de los ele-mentos míticos, tanto los arcaicos como los de nueva formación. Ladebilidad de los tratados tradicionales de los mitos —en cuanto dis-curso sobre las mitologías como sistemas de mitos— me parece a míque está en haber cercenado la conexión entre la historia documentable de los mitologemas y su carácter de algo originario anterior atoda historia, asignando el mito, po r razones de índole histórico filosófica, de una forma tan definitiva a una «época» que todo lo queviene detrás no puede ser sino una especialidad de la historia de la li-tera tura y del arte. La identificación del mito con «su» época p rim i-genia pone el acento de la teoría sobre la cuestión del origen, que noses inaccesible y está, por ello, a merced de la especulación.

    Sólo si tenemos en consideración la propia historia del mito —no perteneciente únicam ente a un mundo primig enio—, se puede abor-dar la cuestión, fácil de entender, de en qué cosa estriba la disposi-ción a elaborar formas de representación míticas y cuál es la causade que ellas no sólo puedan com petir con formas de representación deíndole teórica, dogm ática y mística, sino que, justam ente, ven incre-mentado su poder de atracción con el desp ertar de necesidades po r

    parte de estas últim as. Nadie querrá afirm ar que el m ito dispone demejores argum entos que la ciencia; nadie querrá afirm ar que el mitotiene mártires como el dogma y el ideologema, o que posee la inten-sidad de vivencia de la que habla la mística. Pese a esto, tiene, paraofrecer, algo que, incluso con menores exigencias de seguridad, decerteza, de fe, de realismo , de intersubjetividad , no deja de constituiruna satisfacción de expectativas inteligentes. La cualidad sobre laque esto descansa se puede do cum entar con una expresión, tom adade Dilthey: la «significación».

    Erich Rothacker ha formulado un «principio de significación» quedice que, en el mundo de la historia de la cultura hum ana , las cosasestán sujetas a una escala de valores —para medir la atención o eldistanciam iento vital— distinta de la vigente en el mundo de los ob-

    je to s de las ciencias exactas, cuya valoració n de índole subje tiva es,

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    tendencialmente, igual a cero. Por mucho que esa indiferencia respec-to al propio observador analítico no haya podido ser verificada histó-rica y biográficam ente en ningún sitio, no deja de ser un factor pe r-

    teneciente a la actitud ideal del teórico. El sujeto teorético sólo puedeaspirar a tal indiferencia porque él mismo no es idéntico al sujeto in-dividual y su caducidad, sino que ha desarrollado unas formas de inte-gración que m iran a un abierto horizonte tem poral. La significación,como la entendemos aquí, va referida a la finitud. Surge al dictado dela renu ncia de aquelvogliamo tutto!, que sigue siendo el m oto r secre-to que impulsa hacia lo imposible.

    Su caso límite —o un caso, ya, en que sobrepasa sus límites— es

    aquel buen y antiguo «juicio del gusto», que vincula la pu ra sub jeti-vidad de su origen a la exclusión de todo altercado con la exigenciade objetividad generada y que nunca es realizable. Quien encuentre bella una obra artística pretenderá que todos com partan este ju ic iosuyo, aunque puede muy bien saber, y lo sabe, que a esa pretensiónsólo le cabe un éxito puram ente contingente. E sa especie de objetivi-dad es expresión de uñ a evidencia subjetiva, esto es, de lo insuperableque es un a fijación de carácter estético. Es verdad que si, en la su sodi-cha significación, los componentes subjetivos pueden ser más gran-des que los objetivos, tampoco los objetivos quedan reducidos a cero.Si se tratase, ún icamente, de un valor que, simplemente, nos figu ra-mos, esa significación tendría necesariamente que desmoronarse.Esto es totalmente decisivo incluso en el caso de un neomito simula-do; cuando éste aparece, se sirve de los formularios establecidos pa rala adquisición de una fundamentación objetiva, saca sus creacionescon una cientificidad más o menos ritualizada, como han hecho, porejemplo, Chamberlain, Klages o Alfred Rosenberg y, antes de ellos, yde un modo, acaso, más evidente, Bachofen. La significación ha detener, por tanto, su prop ia relación con la realidad, un fundam entode rango real. Rango real no quiere decir algo sujeto a una pruebaempírica; en lugar de esto puede aparecer algo que se sobreentienda,una fiabilidad, una arcaica sensación de pertenecer al mundo. Inclu -so cuando se le añade a la historia de Prometeo un trozo más de in-vención —que se ocupa de su retorno del Caúcaso y su refugio, deviejo, entre los atenienses—, todo ello va enraizado en la incuestio

    nab ilidad del personaje, del cual no se tiene la imp resión de que hasido inventado.

    El concepto de significación pertenece a los conceptos que se pue-den explicar, pero, en sentido estricto, no se pueden definir. Heideggt'i‘ lo adscribió, jun to con la conformidad, a la mundan idad del m un -

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    do, vinculándolo, con ello, a todo ese conglomerado del ser en elmundo del que, primero, se han de eliminar los objetos en cuanto sonalgo dado, con sus cualidades, a fin de poder confrontarlos con uninterés de índole teórica, expropiado a la subjetividad. Dotar de sig-nificación constituye un acto que se escapa al arbitrio del sujeto. In-cluso siendo verdad que el hombre hace la historia, no hace, al menos,una de sus acciones colaterales, consistente en «cargar de significa-ción» el contingen te de cosas que com ponen el mundo humano. Des-

    pie rte lo que despierte —tem or reverencial, sorp resa, entusiasmo, re-chazo por su mucha impetuosidad y sudamnatio memoriae, nodemostrable con argumentos, una intensa repulsa de la concienciacomún o su conservación de tipo museístico o funcionarial—, todo

    ello son formas de trato con lo significativo distintas de la obligadahom ogeneidad con que las ciencias adm inistran y rubrican sus obje-tos. Goethe aludía a esa «forma acuñada que se hace viviendo», y Jakob Burckhardt, siguiendo sus pasos, hablaba del «derecho regio dela forma acuñada». En ello entra todo lo que posea preg nanc ia comoalgo contrario a la indiferencia, pero también lo perteneciente, porejemplo, a la mortífera evidencia del acto místico. Ese salir del ámbi-to difuso de las probabilidades participa tanto en la constitución delobjeto estético como en la determinación de la significación. La his-toria, como la vida, se opone al increm ento de la determ inación deun estado mediante la probabilidad, se opone a la «pulsión de muer-te» en cuan to pu nto de convergencia de una nivelación absoluta. Losresultados y artefactos de la historia hacen el efecto de ocurrencias delas que nadie hu biera creído capaz a un cerebro. La pregnancia es unaresistencia a los factores emborronadores y propiciadores de lo difu-so: resistencia, sobre todo, contra el tiempo, del que, no obstante, sesospecha que puede hacer surgir, al envejecer, esa pregnancia.* Ahí

    apunta una contradicción o, al menos, una dificultad.Tal dificultad quiero yo aclararla mediante la comparación con laque Rothacker trata de hacer plausible la relación de pregnancia ytiempo: «Las formas acuñadas poseen una solidez, una rigidez muy peculiar. La acuñación no es algo que se borre tan fácilmente. Unavez que esas formas acuñadas están ahí, difícilmente se pueden cam- b iar [...]. Su condició n de acuñadas, y hasta sus añadiduras dé"índo-le sensorial, tienen un efecto conservante. Gracias a esto, se mantie-nen firmes en medio del río del tiempo, sencillamente perdurando,

    * El au tor jug ará con la sem ejanza de Pragnanz («pregnancia», «estado de pre-ñez») y Prágung («acuñación»). ( N. del t.)

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    como piedras, en el trascurrir de las épocas. Las piedras sobre lasque fluye el arroyo permanecen , están ahí. El agua fluye, la piedra semantiene. Es verdad que las piedras pueden ser desgastadas por el

    agua, pero esto le lleva bastante tiempo; puede que sean a rrastradasmás allá o tam bién que se topen con otras p iedras que vienen rodan-do como ellas, puede que sean dañadas y vulneradas, pero tienen d u-ración en el tiempo».7Rothacker recula, es cierto, enseguida, admi-tiendo que la imagen de la piedra y el arroyo exagera un poco laduración de esa formas acuñadas, pues tan fuertes como piedras nolo son, pero sí mucho más sólidas que los castillos de arena que losveraneantes levantan en la playa.

    Pero la imagen no es sólo demasiado fuerte, sino com pletamentefalsa. El tiempo no desgasta, simplemente, esas formas pregnantes;va sacando de ellas —sin que a nosotros se nos permita añadirlo—«lo que está dentro». Esto vale, al menos, para las ampliaciones efec-tuadas con el mito. Cuando Albert Camus decía de Sísifo que habríaque representarlo como un ser feliz, ese cambio de signo suponía unincrem ento de visualización en el potencial del mito. Al ponerse PaulValéry a «corregir» la figura de Fausto diciéndonos que, hoy en día,sólo podemos representarnos al otrora seducido como seductor deMefistófeles, se hacía perceptible algo que no pudo, simplemente, ha-

    ber sido añadido, sino que se acercaba cada vez más a la inferio ridadde rango de la clásica figura demoníaca. Incluso estas figuras tienensu propia his toria m oderna, y Valéry quería obligarse a na rra rla po rúltima vez. Pero la configuración que se ha ido acumulando a lo lar-go de cuatro siglos ha aumentado, una vez más, sus dimensiones. Nirastro de erosión po r el tiempo, lo cual nos hace presuponer que todaesa profun didad de perfiles había sido pensada y pues ta allí ya desde

    el principio. Nos podemos preguntar cuáles son los medios con los que «traba- ja» la significación, con los que se opera en esa labor de hacer de al-guna cosa algo significativo. Si los enumero, no lo hago con ánimode ser exhaustivo. Pero hay algunos que se pueden aducir en nombre detodos, incluso de los menos difundidos y exitosos: la simultaneidad,la iden tidad latente, la argum entac ión circular, el retorno de lo mis-mo, la reciprocidad entre la resistencia y la elevación existencial, el

    aislamien to de ese grado de realidad has ta la exclusión de cualqu ierotra realidad que com pita con ella.

    7. B. Ro lluu 'kcr, Philoso phisch e Anthropologie, Bonn. 1964, págs. 95 y sig.

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    Acaso sea la identidad latente lo que precisa una demostración máscomplicada, la cual, además, trae a prim er plano, de un a form a sutil,el factor de la circularidad. Es inevitable que tengamos que aceptar,en vez de muestras arcaicas, cosas más cercanas en el tiempo, que, sino son, pa ra su época, algo mítico, sí son algo que tiende a las cuali-dades de lo mítico, probando con ellotambién que ese fenómeno demitificación no pudo darse po r acabado con la sentencia del protofilósofo de que todo estaba ya lleno de dioses.

    El 17 de diciembre de 1791 se estrenaba en Weimar la obra de Goethe El gran copto. El material de la pieza había sido tomado de aquella«famosa historia del collar», ocurrida el año 1785, que enredó alcharlatán Cagliostro y a la reina Marie Antoinette en una relación de

    tan dudosa reputación que, a los ojos de Goethe, se abría, por prime-ra vez, el abismo de la ya próx ima Revolución, em pujándole a él mis-mo a un com portamiento delirante e incomprensible para su entorno. No obstante, por de pronto , de aquel asunto iba a salir el libre to de unaópera bufa, «sobre po r qué parece haber sucedido, propiam ente, algoasí», tal como escribe Goethe desde Roma el 14 de agosto de 1787 aKayser, el compositor de Zúrich.

    Cuatro meses después de la primera representación, el 23 de mar-zo de 1792, Goethe contaba, a la sociedad reunida cada viernes entorno a la duquesa madre, cosas vividas en el viaje que había hecho aItalia cinco años antes, cuand o tra tó de localizar la familia de aqueltunante de Cagliostro. Menciona este episodio en la Segunda Partede su Viaje por Italia y en 1817 alude a la publicación, que en tretantose había hecho, de las actas del proceso romano contra Cagliostro.En esta consideración retrospectiva se puede p ercibir el tem or que lecausab a revelar la vinculación de un personaje que tan trágicamentehab ía pasado a la historia con su sencilla familia de Palermo, in tro-

    ducida por él en escena sin hacerle ascos al penoso procedimientodel truco y la simulación: «[...] Ahora, después de que todo el asuntoestá ya terminado y fuera de toda cuestión, puedo sobreponerme amí mismo y com unicar lo que sé al respecto, como un complementoa las actas pub licadas».8Relatar ese asunto, en trelazado con el trasfondo de la od iada Revolución, antes de que ésta estallara, en aq ue-llos sus últimos tiempos de felicidad en Italia, era una posibilidadque únicam ente el hun dim iento de Napoleón le pudo ha ber abierto.

    8. Goethe, Italienische Reise, Segunda Parte, Palermo, 13 y 14 abril de 1787, enWerke, edición a cargo de E. Beutler, vol. XI, pág. 281 (trad. cast.:Viaje po r Italia, Bar-celona, Iberia, 1956).

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    Poseemos un informe de Karl August Bottiger acerca del primerrelato de Goethe dado a conocer en el círculo íntimo de aquella reun iónde los viernes, un cuarto de siglo antes de su publicación, informe

    que, al final, contiene un a pequ eña —pero, pa ra nosotros, aquí, deci-siva— ampliación del contenido.9Durante su estancia en Palermo, en1787, Goethe se había enterado de que allí vivía, en condiciones de lomás miserables, la familia de Cagliostro. La Corte francesa había pe-dido, en el transcu rso del proceso, indagaciones sobre la ascendenciadel aventurero, y Goethe pudo sondear al abogado encargado de ha-cerlas. Luego se hizo prese ntar a la madre y a la herm ana como uninglés que quería transmitirles noticias exactas sobre la liberación de

    Cagliostro de la Bastilla y su exitosa hu ida a Inglaterra. La herm ana,una p obre viuda con tres hijos ya crecidos, le cuenta lo mu cho que lehabía dolido que su ostentoso hermano, antes de partir, por últimavez, hacia el gran m undo , le hub iera pedido prestados trece ducados(en el texto posterior delViaje por Italia se habla de catorce onzas)

    para recuperar sus cosas em peñadas y que, hasta la fecha, siguierasin saldar la deuda. El dinero del que Goethe disponía para el viajeno le permitía hacer efectiva, al momento, la pequeña suma con el

    pretexto de que ya recobraría ese dinero en Londres, de manos de suhermano.El inform ante agrega que eso que entonces Goethe no hab ía podi-

    do hace r lo hizo cuan do regresó a Weimar. Encargó a un co m ercian-te inglés que en tregara el dinero a la familia de Palermo y la destinataria, al recibirlo, creyó que aquel forastero inglés lo había recibidorealmente de su hermano. El dinero llegó en Navidades y madre e hi-

    ja atribuyeron al niño Jesús ese ablandam iento de corazón del fa-m iliar huido. Todo eso con sta en la carta de agradecim iento que am - bas escribieron a Cagliostro y que llegó, por el mediador, a manos deGoethe. Éste se la leyó a los reunidos junto con la otra carta de suepistolario, que él no había pedido, de la madre al hijo. Cuando, final-mente, se le hizo en Roma el proceso a este maestro de picaros del si-glo, Goethe no pudo con tinuar ayudando a la familia ocultando la ver-dad: «Ahora, que ustedes están inform adas de la prisión y condena desu pariente, no me queda sino hacer algo para su explicación y con-suelo. Dispongo aún de una sum a pa ra ustedes, que les quiero enviar,revelándoles, al mism o tiempo, mi verd ade ra relación con el caso».B5ttiger nos transmite la sospecha, que alguien de la reunión había

    9. Karl August Bottiger, Literarische Zusta nde und Zeitgen ossen , Leipzig, 1838,(reimpreso en Fráncfort, 1972), I, págs. 42 46.

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    manifestado, de que aquel dinero fuera de los honorarios que Goethehabía recibido del editor Unger, de Berlín, por El gran copto. Bottigerla comparte, indicando que, para él, esto es probable también porotras razones: «[...] y, de hecho, sería extraordinario que esa sum a dedinero, adquirido a cambio de una obra de teatro que flagela los en-gaños y la alocada insolencia de Cagliostro, les llegara, en Palermo,

    para darles un pequeño alivio, a la anciana madre y a la desamparadahermana de este mismo Cagliostro, y que el mismo alemán fuera elauto r de ambas cosas».

    Evidentemente, la latente identidad de esa suma de dinero carecede importancia pa ra una consideración, tanto biográfica como temá-tica, de lo que el prop io G oethe llamaba, con un a de las expresiones

    empleadas por él pa ra designar lo «significativo» de algo, «una extra-ña aventura». La carga subjetiva que encierra esta historia, tan cercade los presentimientos que atormentan a Goethe en 1785, no la po-dían conocer sus oyentes. Para ellos, adquiere toda su significaciónal cerrarse el círculo y volver de nuevo a Palermo, m edian te un a seriede metamorfosis, lo que había salido de allí. Con ello, no sólo quedareparada la falta de escrúpulos de Giuseppe Balsamo para con sumadre y su hermana, sino que aquella suma de dinero —colateral enel grande y universal escándalo— es restituida, por iniciativa del poe-ta, a aquel pobre rincón de Sicilia.

    Ese mismo año del relato dado a conocer ante la reunión de losviernes, Goethe en tra en contacto, en el transcurso de la cam paña deFrancia, con la línea principal de la historia, con aquello en que sehabía convertido, sólo siete años después, el asunto del collar. Al des-cribir la campaña, no deja de recurrir, para sobresalto suyo, a la másfuerte expresión de lo mítico, indicando, al mismo tiempo, su propiaform a de superación: «Ya en el año 1785 la histor ia del collar me ha-

    bía asustado, como si se tratara de la cabeza de la Gorgona [...] y,desgraciadamente, todos los pasos siguientes, a partir de esa época,confirm aron con creces aquellos terribles presentimientos. Con ellosviajé a Italia y los volví a traer a mi regreso, aún más agudizados».Habría acabado entonces suTasso, y luego acaparó totalmente su es-

    píritu «el presente de la historia universal». A fin de encontrar, en talsituación, un poco de consuelo y distracción, inten tó escribir una es-

    pecie de ópera cómica, que hacía ya tiempo que le andaba rondando,«para extraer, de esa monstruosidad , un lado más festivo». No lo con-

    siguió, ni tampoco Reichardt, compositor de la obra. El resultado fueun a obra escénica de marcados efectos negativos: «Un asunto terribley, al mismo tiempo, insípido, tratado de un modo atrevido y despia-

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    dado, horro rizab a a todo el mundo , allí no había ni un latido cordial[...]». Aquello chocaba al público, no com prendía en absoluto la obra,y hasta el propio autor se mofaba, de una forma solapada, «de que

    ciertas personas a las que yo he visto, con frecuencia, sucum bir al en-gaño aseguraran, con el mayor atrevimiento, que no hab ía una form atan bu rda de ser engañado ».10

    El sondeo del trasfondo familiar de Cagliostro tiene, para sus oyen-tes, un significado distinto que pa ra el narrador. Ellos se confo rmancon conjetu rar la identidad latente en tre la ayuda de Goethe y sus ho-norarios. P ara Goethe, aún hay otra cosa en juego: la desilusión de su

    propia relació n con Lavater, personaje que, dispuesto a creerlo todo,

    estaba fascinado p or el presun to m ago Cagliostro. H acia la época dela escritura de la parte siciliana delViaje por Italia él ya miraba re-trospectivam ente —con contun dencia y distanciándose de su hu nd i-miento— el fracaso del Siglo Ilustrado, evidenciado, al principio deuna form a sintomática, en el éxito social de personajes como Caglios-tro. Una de las cosas absurdas ocurridas fue que sólo el proceso ro-mano pud o po ner fin a tan ta ofuscación: «Quién hu biera creído que, por una vez, Roma iba a aportar tanto al escla recimiento del mundo,al total desenm ascaram iento de un em baucador [...]». Lo que allí salióa luz caía sobre u n público que se tenía ya por ilustrado. El extractode las actas del proceso constituiría «un hermoso documento paracualquier persona razonable, obligada a ver, con fastidio, cómo lagente engañada, la medio engañada y los tuna ntes veneraron, d ura n-te años, a ese hom bre y celebraro n sus farsas, sintiéndose superioresa los otros po r su alianza con él, experim entando lástima, si no des- precio , desde la altura de su crédula oscuridad, por el sano entendi-miento hum ano». Incluso se perciben ecos de la amargu ra del propioGoethe cuando, a continuación, y no sin una autorreferencia, se plan-tea la pregunta donde queda formulada, u na y otra vez, la pun zantecuestión de hasta qué punto se es partícipe en la culpa de la histo-ria dejándola pasar: «En un a época como ésta, ¿quién no ha prefe ri-do callar?».1'

    La Campaña de Francia fue rescrita años más tarde que elViaje por Italia y de nuevo se incrementó la descripción del malestar que

    10. Kampagne in Frankreich 1792 , Münster, noviembre de 1792, enWerke, op. cit., vol. XII, pág.s. 418 420 (trad. cast.:Campaña de Francia, en Obras Completas, Madrid,Atiuilur).

    11. De los papeles preparatorios delViaje por Italia, en Werke, iop. cit., vol. XI, págN, 962 966.

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    Goethe había sentido a mediados de aquellos años ochenta y en elcual reconoc ía más tarde una especie de sensor histórico de la tran -sición, apenas perceptible, de la idiotez al delirio, de la fantasía alcrimen: «Tuve la oportunidad de maldecir, asqueado, durante mu-chos años las artim añas de aquellos atrevidos fantasm ones y busco-nes visionarios, sorprendiéndome, a mi pesar, de cómo hombres ex-celentes quedaban, incomprensiblemente, deslumbrados ante talesdesvergonzadas im pertinencias. Y a la vista están las secuelas, direc-tas o indirectas, de tamañas tonterías, como crímenes de lesa majestad,siendo lo bastante eficaces, todas ellas en conjunto, para hacer que setambalease el trono más hermoso del mundo». La objeción más locahecha al supuesto éxito de la Ilustración —y aún más, su castigo más

    refinado— tuvo lugar en 1781, con la entrada de Cagliostro en París,donde monta una serie de triunfos, a cual más mentecato, que in-cluían, por ejemplo, la evocación mágica de los espíritus de Voltaire,Diderot y D'Alembert.

    Es improbable que emerja algo con sentido de una realidad quesea un mero resultado de procesos físicos. Por ello, hay formas seña-ladas de imp robab ilidad que se convierten en señales que indican h a-cia algo con sentido. En el caso que nos resulta más familiar, en lonaturalmen te hermoso, que pueda ser tomado por otra cosa tiene quever con su apariencia de artificial, no de artísticam ente herm oso. Aca-so sea la simetría el ejemplo más elem ental de un a figura aún no esté-tica que contradice a la casualidad y apun ta hacia ese algo con senti-do. Eso ya no lo experimen tamos de forma inmediata porque vivimosen un mundo de distribuciones técnicas masivas, que nos encubreesa abu ltada im probabilidad de que aparezcan simetrías. Pero talessíntomas los seguimos observando cuando consisten en la inesperadacoincidencia de distintos sucesos, en el cerrarse de un círculo deacontecimientos de la vida o en la identidad latente de cosas, perso-nas e, incluso, de sujetos ficticios a través de amplias extensiones es- paciales o temporales.

    Nunca y en ningún lugar ha faltado la disposic ión a aceptar la propuesta de que existe algo con sentido que circunda a lo que pare-ce no tener sentido. Y no se precisa llegar a formular la pregunta:¿qué es lo que ese algo significa? Significa, sin más. Cuando aquel hi-

    jo y herm ano infiel salda una deuda —que ha olvidado, seguramente ,hace ya mucho tiempo— gracias, precisamente, a sus infames accio-

    nes y a la mediación de un poeta, y su intervención totalmente invo-luntaria en esta historia sum inistra el material de una pieza escénica,hay en todo ello como el concentrado de algo inesperable y que, no

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    obstante , se revela, al final, como posible. Lo ficticio no puede, de su-yo, ap or tar esa referen cia al sentido; p ero lo significativo del mito noes reconocible com o ficticio, dado que no tiene ningún auto r que se

    pueda nom brar, viene de muy lejos y no pide ninguna datación cro-nológica.La significación surge tanto a base de elevar como también de

    despotenciar. Al elevar, ap lica un suplem ento con que se enriquecen ,y no sólo retóricamente, determinados hechos desnudos; al despo-tenciar, mitiga lo insoportable, convirtiendo lo estremecedor en algoestimulad or e incitante. Lo aportad o po r Goethe en el período que vadesde aquella mirada, casi de loco, al abismo del asunto del collar, en1785 —pasando por su primera elaboración en Sicilia, en 1787, y lamoralización de la misma a la vuelta en Weimar, en forma de dádivaconsoladora p ara la familia Balsamo—, has ta la puesta en escena delargum ento y, finalmente, su posterior retorno a esos acontecimientosen la Segunda Parte delViaje por Italia, en 1817, y en laCampaña de Francia, de 1824, no era sino una despotenciación de todo aquelloque a él tan p eligrosamente le había sacudido. En cambio, su en tor-no, los oyentes que asistían a la reunió n de los viernes de 1792, pe r-cibían como lo significativo la elevación de aquellos banales sucesosmediante la oculta identidad y circularidad del argumento, ayu dán-dose con una pequeña hipótesis adicional en torno a los honorariosdel editor, pues ellos no habían participado , com o Goethe, en el esta-llido de aquella angustia elemental, e incluso la observaban sin ver,en ella, nada especial.

    Lo significativo surge tam bién m ediante la exposición de la rela-ción entre la resistencia que la realidad opone a la vida y la aplica-ción de la energía que posibilita la confrontación con la misma. Ulises no es una figura cualitativamente mítica sólo porque su retorno ala pa tria sea un movimiento de restitución de sentido, presentado se-gún el modelo de cerrarse de u n círculo que garantiza el tenor firmey ordenado del mundo y de la vida frente a toda apariencia de casu a-lidad y arb itrariedad . Lo es, asimismo, p or llevar a cabo la vuelta a la patria enfrentándose a las más increíb les resistencias y, por cierto, nosólo las referidas a contrariedad es de índole externa, sino tam bién laque tenía que ver con un a íntim a desviación y paralización de todas

    las motivaciones. La figura mítica lleva a un a p regnancia im agina ti-va a aquello que, como elemental cotidianidad del mundo de la vida,sólo tardíam ente es susceptible de una formulación conceptual: el in-cremento de valor de la meta de una acción gracias a la mera obstacu-lización de su realización.

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    En todo ello hay algo que transita desde lo representado icono-gráficamente h asta la afección produ cida po r los iconos. En el mitode Sísifo no sólo comprendemos lo que tiene que significar para unsolo individuo la ún ica realidad que se le impone: la de la roca a rra s-trada po r él mo ntaña a rriba y que vuelve a roda r siempre hacia aba-

    jo , tam bién nos afecta el hecho de que, en esa im agen, com prenda-mos algo para lo que el concepto de «realidad» se nos queda demasiado pálido y general. Aquí, consis te en percib ir, en un caso límite, comoéste, de inexorabilidad mítica, cómo algo, en suma, puede convertir-se en determinante de la existencia. Georg Simmel lo había descritoya, al filo del sigloXX, bajo el epíg rafe de «significación», en cone-xión con la tem ática de los valores: «De modo que no es difícil con -

    seguir las cosas porque éstas sean valiosas, sino porque nosotros lla-mamos valiosas a aquellas que ponen obstáculos a nuestras ansiasde alcanzarlas. Al quebrarse estas ansias, por así decirlo, contra lascosas mismas, o quedarse estancadas, crece en ellas una significa-ción que el deseo no obstaculizado nunca se habría visto motivado arecon ocer» .12 El valor es un a especificación funcional de lo signifi-cativo, que tiende a objetivar la comparación y, con ello, a la troca

    bilidad, sin que se abandone por completo el factor subjetivo que re-side en cómo «se sienta» el valor de lo deseado. Sísifo es una figuramítica de la inutilidad, en la que podía también captarse —y acasosólo más tarde podía ser captado— lo que constituye no sólo estarocupado y poseído por la realidad, y no únicamente poruna sola de en-tre las posibles, sino también disfrutar de un realismo moderado. Ulises es una figura de los padecimientos que desembocan en un buenresultado, pero, precisamente por ello, está expuesta a determinadascríticas y correcciones, primero p or parte de los platónicos, luego por

    parte de Dante y, sobre todo, por parte de los modernos despreciado

    res de un «final feliz», que ven como síntoma de un mundo, en lo po-sible, «sano y salvo», con una m irada de reojo, la «felicidad» de Sísifo.Ya la alegorización estoica despreciaba, en el fondo, la vuelta a la

    patria de Ulises, viendo en él solamente al hom bre al que las fatalida-des externas y las debilidades internas no habían podido vencer: asítenía que vivir el sabio, incluso sin la añadidura, grata y endeble, delretorno a casa, razón por la cual Catón puede ser un m odelo de sabiomás indiscu tible que Hércules y Ulises.13Al neop latónico no le pare-

    12. Simmel, Philosophie des Geldes, 3a ed., Múnich, 1920, pág. 13 (trad. cast.: Filo- sofía del d inero, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977).

    13. Séneca, De constantia sapientis, 2.

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    ce adecuado a aquellos interminables infortunios de Ulises el retornoa ítaca, su patria terrestre; reh uir d ar un sentido a la tierra se habíaconvertido en el movimiento fundamental de la existencia, hasta tal

    punto que retornar a aquel lugar del que se había salido parecía, más bien, un sin sentid o. Con todo, esta imagen del retorno sigue siendouna imagen de la fuga hacia un lugar que ha sido dado, de antemano,como origen, en un sentido más alto. De forma que la huida siguesiendo reto rno a la patria. Huye de las som bras y busca aquello quelas proyecta, a fin de no sufrir el destino de Narciso, que confundió elespejo de la superficie de las aguas con la realidad, precipitándoseasí al fondo de las mismas y ahogándose en ellas.14

    Pa ra llevar a térm ino esta rectificación de laOdisea, Plotino haceun montaje ayudándose con una cita de la Ilíada. Cuando Agamenónrecom ienda inte rrum pir la luch a en torn o a Troya, exclama: «¡Dejad-nos hu ir a la querida patria!». Plotino pone estas palabras en boca deUlises cuando está a punto de abandonar a Circe y a Calipso, que,aquí, son alegorías del aspecto hermoso del mundo sensorial: «Él noestaba contento con quedarse, aunque tenía el placer que se ve conlos ojos y gozaba de un a plen itud de herm osu ra percep tible a los sen-tidos, pues nuestra patria está allí de donde hemos venido, y allí estánuestro P adre».15Resulta revelador que ese dicho no pueda seguir en boca de su auténtico autor, Agamenón. No tiene más remedio quetransform arse en algo de mayor pregnancia mítica. Incluso esto laviolencia que se hace a la cita de Hom ero, no ta n fácilmente digerible para un griego egipcio como Plo tin o— significaba una elaboracióndel mito: sin la superposición de aquella actitud de resignación ma-nifestada ante Troya la sola configuración de laOdisea no le era sufi-ciente, a Plotino, para dar a conocer «el tono fundamental de toda sufilosofía» m ediante la referen cia al m ito,16pu es esto no es solamenteun adorno n i un recurso a la autoridad, sino la invocación de una ins-tancia común, ya familiar, para la experiencia hum ana que sea porta-dora de un «sistema».

    14. P. Hadot, «Le m ythe de N arcisse et son in terp réta tion p ar Plotin», en Nouve líe Revue de Psychan alyse, n° XIII, 1976, págs. 81 108.

    15. Plotino, Enéadas, I, 6, 8, en trad. alemana de R. Harder (trad. cast. de J. Igal,Madrid, Gredos, reimpreso en 1992). Sobre Ulises como el arquetipo metafísico delque vuelve a la patria, véase W. Beierwaltes, «Das Problem der Erkenntnis bei ProIdos», en De Jamblique a Proclus. Entretiens su r l ’Antiqu it é Classique, XXI, Vandceuví'es, 1975(Fondation H ardt), 161, A. 2.

    16. W. BrOcker, P la to nismus ohne So krates, Fráncfort, 1966, pág. 23.

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    El correlato neotestamentario de laOdisea era la parábola del hijo pródigo. También ésta es la historia del trazado de un vasto círculo,cuyo punto más lejano al de salida es caracterizado con estas pala-

    bras: «Quiero volver a casa de mi padre». La parábola sólo figura enLucas, justam ente en el evangelio que el gnóstico Marción iba a con-vertir en el único auténtico, entregado en mano a Pablo, su únicoapóstol.

    Pero Marción no podía hacer valer, precisamente, esta paráboladel retorno hacia el «padre», ya que su Dios, extraño y ajeno, salva se-res que le son, asimism o, totalm ente ajenos, como criaturas del Diosdel mundo. El absolutismo de la gracia que Marción hace im pera r ensu historia salutífera saca toda su rígida pureza, justamente, del he-

    cho de que no haya ah í un Padre que cuide de sus hijos perdidos y losrecupere m edian te el sacrificio de su Hijo Unigénito, sino que se tra -ta de una divinidad no comprometida, en absoluto, con el mundo,que vive despreocupada, con un distanciamiento epicúreo, y que, enun puroacte gratuit, se ocupa de los hombres. No se trata de la pro -ducción o el restablecimiento de una forma que dé sentido al mundoy a la vida, sino de una intervención que reviste el carácter de algoinextricablemente extraño, una especie de sangrienta negociación ju-rídica conducente a rescatarnos de las manos de un Dios para p asa r-nos a las de Otro. Los salvados no vuelven a casa; rompen a andarhacia una descono cida e incierta lejanía, rum bo al tercer cielo, quePablo viera, una vez, abierto. Lo desconocido es la salvación para lascriaturas del Dios del mundo únicamente porque debe serlo todo loque no pertenezca a este mundo y a su Cosmocrátor.

    Lo que pod ría ser identificado como p atria ahora se convierte enem blema de una desviación. El crítico bíblico Adolf von H arnack tu -vo que ver cómo la m isma perícope* que él tenía por la única pieza

    original de los textos neotestamentarios no susceptible de reducciónmediante una crítica de las fuentes era arrojada a los escombros delas falsificaciones de las E scrituras po r el rigorista Marción —que éltanto adm iraba y al que hab ía estilizado como precursor de Lutero.

    Fue la Edad Media la que dio un paso más en la deformación del plan de laOdisea. Allí ya no se po día creer, de ninguna de las m ane-ras, que el retorno a la casa terrena representara la salvación delhom bre; el hom bre redimido está destinado a una felicidad más ele-vada que la que pueda proporcionarle la vuelta al punto de partida de

    * Del griego pe rikopé, sección, pa rte de la Biblia que se lee en determ inad as oc a-siones del culto litúrgico. ( N . del t.)

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    su caída. En la tarea de acabar con esta figura del retorno a su tierraaparece ahora otro factor coadyuvante: la ausencia del presupuestodecisivo para una interpretación platónica, es decir, que para pre-

    sentar la historia del alma como la historia de un rodeo cíclico, co-mo un drama de características simétricas, se tenía que atribuir aaquélla una preexistencia. De esta manera, el platonismo podía aúncerrar el círculo. El Ulises visto con ojos medievales ya no puede serrepresentan te de la nueva salvación, y sólo le queda ser representante dela carencia de salvación de la Antigüedad. En Dante se convierte en lafigura del sinsentido de haber caído en las redes de la curiosidadm un da na .17

    Si bien es verdad que, para representar esto, el mito tuvo que serdesfigurado por completo, siguió siendo, con todo, y precisamentegracias a esa coacción a que se le somete, un insuperable medio deexpresión de la duda que empezó a ap un tar en la época acerca de lavalidez definitiva de su horizon te y de su pro pia angostura. Al elegiral más atrevido de los aven tureros como figura del infierno, Dante sedecanta por la más atrevida variante del mito: no hace que Ulises re-torne a la patria, sino que se adentre, más allá de los límites del mun -do conocido, de las columnas de Hércules, en el océano. Y allí se pie rde de vista, en lo incierto , im pulsado por su desenfrenado afánde saber, dejado a merced del naufragio definitivo, junto al monte delEdén, que debe un ir el para íso terreno y el purga torio.

    Si Dante quería prop orcionar a su época una expresión de sus de-seos, acaso todavía latentes, poniendo el acento en lo reprensible de losmismos, la forma más rápida de conseguirlo era transmitiendo laopresión que él mismo sentía y que le indujo a hacer marchar a aque-lla figura circular del retorno — nóstos— homérico hasta el cénit dela aventura mundana. Dante veía a Ulises, más bien, con los ojos de losromanos y de la Eneida de Virgilio, pues fue el engaño del griego lo quecausó la ruina de Troya y lo que había empujado a Eneas a viajar ha -cia el Lacio y fun dar Roma, fundación que era como u na nueva fun-dación de Troya en la lejanía. És ta era la transform ación rom ana delmito del retorno. En el fondo, excluía ya el derecho de Ulises alnós-tos. En Dante, este destino no acaba en ítaca, ni siquiera en mediodel océano, sino en el círculo octavo del infierno. En la hondonada de

    los mentirosos, Virgilio, el heredero del destino de Troya, va hacia eldoble fuego fatuo de Ulises Diomedes.

    17. H. Blum enberg, Der Prozess der theo retischen Neugierde, Fráncfort, 1973, págs.138 142.

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    de tal figura, es bastante, aunque no se pretenda, para un sujeto de re -ferencia como éste, arcaico. Y tampoco hay un fondo unitario de las ac-ciones, surgidas espontáneamente, ni una constancia en la determi-nación fisonóm ica de los personajes, por mucho que el propio Joycedijera que lo que siempre le había fascinado era el «carácter de Uli-ses». Pero el destino del mítico errante tiene poco que ver con el ca-rác ter del mismo, siendo, más bien, el resultado de un reparto de los poderes divinos, del juego conjunto de todas las potencias celestesque influyen en él. Joyce describe su intención como un intento de«trasposición del m ito suh specie temporis nostr i».19 No se tra ta tantode las aventuras de una persona, sino de que cada aventura sería algo

    así como una persona. Para describirlo, nuestro autor, ducho en lassutilezas escolásticas, encuen tra la más certera com paración posiblealudiendo a la doctrina de Tomás de Aquino sobre la igualdad, en losángeles, de la individualidad y de la especie. Los distintos episodiostienen, en tre sí, una relación de discon tinuidad originaria y «sólo semezclan cuando han coexistido el tiempo suficiente el uno junto alotro», cosa que volverá a repe tir refiriéndose a su Finnegans Wake: noson fragmentos, sino «elementos vivos» y, «cuando se junten más y

    sean un poco más viejos, enca jarán, p or sí mismos, unos con otros».20Si lo significativo ha de ser rescatado de la indiferencia respecto alespacio y al tiempo, Joyce lo hace reduciendo —una ironía frente elempleo del espacio y del tiempo por parte de Homero— el marco espa-cial y tem poral a un día cualquiera, como ese datado aquí exactamen-te de junio de 1904 y en el apartamento provinciano de la ciudad deDublín, el «centro de la parálisis», como él lo llama. El lector no tenía

    por qué saber que el conocim iento de la correspondencia de Joyce con-

    tribu ía a que se viera como menos contingente, pues ese 16 de junio de1904 fue el día en que Joyce salió a pasear, por primera vez, con N oraBarnacle, la que iba a ser su mujer y que no leerá jam ás suUlises.

    El texto excluye esto que el lector ahora sabe, averiguado más ta r-de sólo gracias a una labor filológica. Para él, el hecho de que se tra -tase de un día cualquiera hacía de su especial significación un enig-ma. Ese rasgo de contingencia insta, frente a lo fáctico, a la ironía delo mítico: eso podría ser también cua lquier otro día, y cualquier otrodía será eso. Esta inversión restituye la validez mítica. Lo que el au tor

    19. A Cario Linati, en carta de 21 de septiembre de 1920, en Briefe, Francfort, prtg.s. 807 y sigs. (tr ad. ca st .:Cartas escogidas, Barcelona, Lumen, 1982).

    20. A H ar rie t Shaw Weaver, 20 de julio de 1919 (en Briefe, pág. 726) y 9 de octub reik> 1923 (pág. 953).

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    esconde al lector y se lo quiere hacer cree r como arbitrario hace refe-rencia a la cotidianidad, tom ada en un sentido literal. La atemporalidad ya no es represen table si no en ese «un día como cualquier otro».Cada uno sería el residuo de algo donde, en otro tiempo, había esta-do cifrado el carácter único de una aventura de alcance universal.

    La Odisea de la trivialidad que lleva a término, en el plazo de undía, Leopold Bloom rebate, al final, la circularidad como símbolo. Suretorno es la más insignificante e indiferente de todas las estacionesrecorridas po r él y desemboca en el monólogo interior de Molly Bloom,expresión de lo intangible que ella es a este retomo. Ulises Bloom —se-gún escribe Joyce, el 10 de diciembre de 1920, a Frank Budgen—«fantasea acerca de ítaca [...], y, cuando vuelve, se encuentra hecho

    polvo». Lo que aquí ocupa el lugar de la patria im pugna to do lo quesea llamado aú n u n retorno a la patria.Este tour de un día del m oderno Ulises ni siquiera queda trocado

    en una aventura de la fantasía. Las idas y venidas y parada s de Bloomestarían vinculadas a un escenario de referencias literarias y a un sis-tema de coordenadas ajenos tam bién a laOdisea. No hay, en nuestrohéroe, ninguna necesidad de am pliar ni su placer ni su hastío que pu-diera enfrentarse a ese encogimiento del tiempo y a esa banalizacióndel mundo. En realidad, ese yo no sale de donde estaba y, por ello,

    tampoco vuelve, de verdad, a casa. Los títulos no publicados de losdistintos episodios han puesto en marcha y mantenido activos los es-fuerzos de los intérpretes por encontrar las huellas de las transfor-maciones hechas con el mito. La existencia de los hermeneutas nosólo está aqu í en juego, sino que fue puesta en juego intencion alm en-te por el propio autor, pues si bien esa plenitud de relaciones y refe-rencias de todo tipo no fue esparcida y escondida po r toda la obra so-lamente por ellos, sí lo fue sobre todo po r ellos.

    Esto no es ninguna objeción a la grandeza de la obra. Las obras li-terarias aún no son escritas para todos, por mucho que cada autorqu isiera ser el prim ero en conseguir algo así. ElUlises h a de ser leídoa con traco rriente de todas las exigencias de exhaustividad, cosa sóloal alcance de hermeneutas natos. Con todo, en un mundo, como elactual, en que estamos descargados de tantas cosas gracias a la es-clavitud de las máquinas, este último grupo es tan grande que cadavez merece más la pen a esc ribir sólo para él y según las reglas de sugremio. Con Joyce com ienza una literatura en que incluso la debili-

    dad que aqueja a las capacidades clásicas de poetizar, inventar, co ns-truir o na rrar ha quedado transform ada en la maestría de escribir pa -ra iniciados: una industria de la producción para u na indu stria de la

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    recepción. Este público profesional está dispuesto a algo que sólo hasido aceptado en la historia de la humanidad bajo una serie de con-dicionescultuales: al aburrimiento.

    La historia de m arineros contada en las tabernas de la costa jón i-ca había sido aderezada y dispuesta en hexámetros pa ra la antiguanobleza helénica, convirtiéndose en laOdisea; el Ulises fue levantadoa partir del material vulgar proporcionado por la metrópoli irlande-sa, enriquecido con ornamentos literarios y servido a la mesa de lanobleza de escritorio del siglo xx. El propio Joyce declaró repetidasveces que, entre sus defectos, se contaba la carencia de fantasía. Loque esperaba del comp ortamiento del lector era el mismo a torm en ta-

    do esfuerzo puesto por él en su obra: «Para mí es tan difícil escribircomo pa ra mis lectores leer».21 O bien: «Seguramente nunca, ha staahora , ha habido un libro tan dificultoso»,22 cosa que cr iticará H. G.Wells, en su tristem ente célebre ca rta a Joyce, del 23 de noviembre de1928, como un a carga desproporcionada pa ra el lector: «La escriturade sus dos últimos libros fue algo más divertido y excitante de lo quenunca será su lectura. Tómeme por un lector típico y normal. ¿En-cuentro un g ran p lacer con este libro? No [...]».

    Idéntico estado de cosas se adivina tras la interpretac ión más atre -vida de esta modernaOdisea, propuesta por Wolfgang Iser. Éste con-sidera a su au tor un hom bre fijado, exclusivamente, a su lector y de-dicado a la tarea, inacabable, de ocuparle de una forma igualmenteinterminable. Ahora bien, Iser, en su interpre tación, basada en la teo-ría del lector implícito, nunca ha p reguntado qué clase de contempo-ráneo tendría que ser el adecuado a ese grado de concentración delautor.23No es privar de legitimación a la obra el decir que el lector re-querido aquí tiene que poder acordarse, pa ra esta lectura, de un mun

    21. A H ar riet Sh aw Weaver, 25 de feb rero de 1919, Briefe, pág. 712.22. Ib id ., 6 de diciembre de 1921, Briefe, pág. 885.23. Wolfgang Iser, «Der Archetyp ais Leerform. Erzáh lschab lonen un d Ko mm u

    nlkalion in Joyces “Ulysses”», en Poetik und H erm eneutik, IV, Munich, 1971,j?ágs.369 408. Véase tam bién, del m ismo autor, «H istorische S tilform en in Joyces Ulysscs"», en Der im plizite Leser, M unich, 1972, págs. 276 299. Fuere lo que fuere pa ra Joyee ul «lector implícito», enun caso explícito es seguro que fracasó, si había previstoolril cosa: Nora, su mujer, no leyó el libro. Aunque para él esto parece haber sido casi

    lin eróticoexperimentum crucis: «Oh, que rida m ía, si quisiera s ah ora volver conm igo y ponerte a leer este horrib le libro [...]» (C arta de abril de 1922, en Briefe, pág. 900). Antelu afirmación de su tía Josephine, según la cual este libro no se podía leer, Joyce repli-có: «SI elUlises no se puede leer, la vida no se pue de vivir» (citado po r R. Ellm ann , Ja -ntes Joyce, trad. al. en Zúrich, 1961, pág. 521; trad. cast: James Joyce, B arcelona, AnaUruniM, 1991).

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    do de lecturas. Todo lo contrario: justamente ésa es la utopía que es-tá detrás de la obra, a saber, pensar un mu ndo en que se cumpla, ca-da vez más, la con dición de pod er ser lector delUlises. Pero no dejade ser una contradicción: el autor, que quiere que el lector se ocupesólo de la vida que él le muestra —una vida, además, de insom nio—, presupone ya, para esta ocupació n exclusiva, una adquis ic ió n de to -da una vida, de literatura, pa ra poder, simplemente, co m prender susenigmas y mistificaciones, sus alusiones y revestimientos.

    El hecho de que el autor ocupe, de un modo tan tiránico, a su lec-to r no significa que le pe rm ita gozar de la lectura. Esto parece que loasume Iser. Es la imagen del receptor profesional lo que Joyce tieneentre ceja y ceja, haciendo —según su propia manifestación, que nos

    transmite su biógrafo R. Ellmann— que los profesores estén ocupa-dos durante siglos con suUlises, pues, según él, ésta sería la única víade asegurar a un autor la inmortalidad. En cambio, nos da la impre-sión de algo suave, y hasta inocuo, la contestación de Iser a la pre-gunta sobre la intención del autor: dirigirse a la capacidad imaginati-va del lector. Sin embargo, si seguimos las descripciones de Iser, nosvemos obligados a decir que esta fuerza de imaginación ha de ser lla-mada, de princip io a fin, fuerza de trabajo . La intención del au tor es-taría dom inada po r una sola pulsión: la delhorror vacui. Las num e-rosas referencias de la novela a la epopeya no se aclaran nunca; más bien, desorientan. Para Iser, son fo rmas vacías provis ta s de señalesde estar ocupadas, por entre las cuales se ha de aventurar el lector.¿Pero éste se aventuraría si no tuvieran ya acuñada su significación?¿No será que hacen alusión —en vez de a los huecos e inconsisten-cias y ruptu ras estilísticas de la obra m oderna, y transcendiendo a és-ta y a su incap acidad de dar sen tido— a un plan, hoy día ya no reali-zable, de ratificación de sentido?

    Desde la distancia de una desasosegada nostalgia, Joyce ha descritola ciudad paterna y, en ella, el insignificantetour de un día y la vuelta acasa de ese pequeño burgués Leopold Bloom. Éste nos hab la siempretambién de que esa vuelta a casa no es parangonable con la vuelta a ca-sa, irrealizada e irrealizable, de James Joyce. Pues Leopold Bloom no

    busca, como el homérico Telémaco, al padre, sino al hijo. Esa inver-sión del mito de referencia es, a mi parecer, la clave delUlises Y, sinembargo, el cumplimiento de ese deseo está seguro, precisamenteasí, de su disolución, pues cuando Bloom trae a su casa al reencon-trado Stephen Dedalus, el lector tiene que saber, por el «monólogointerior» de Molly Bloom, que esta Penélope está pen sand o ya en ser-le infiel con el otro. Acaso esta transgresión deléthos hom érico sea la

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    forma m ás alevosa de negación de sentido. Su ironía sólo es recono-cible —en esa contrajugada hecha a la circularidad resaltada en elmito— como la punzante desconfianza que atormentaba al propioJoyce con la duda de su exclusividad para Nora, a pa rtir de aquel 16de junio de 1904, cuando ella había representado el papel de la ino-cente con la pregunta: «¿Qué es eso, cariño?».

    El «lector implícito», figura creada p or Iser y atribu ida a la inten-ción de Joyce, es un retorno del sujeto creador por la otra parte, porla de la recepción. Joyce no habría escrito n inguna h istoria más —independentemente de si no lo había hecho po rque no podía— pa ra de-

    jar bien claro al lector su función de hacerse una él mismo a partir deunos determinantes dados. En caso de tener éxito en esta función,¿se le habría tend ido ya la tram pa con la señal de la contraorden, ha-

    bría saltado la negación de sentido —como la del Bloom que habíavuelto y traído a alguien a su casa— hasta alcanzar al sujeto de la «ex- periencia estética»? Puede ser que la confianza en su potencia creati-va sea el verdadero consuelo para el lector perplejo, que debe impo-nerse a sí mismo la tarea de convertirse en su propio dem iurgo. Este propósito estaría en contradicción con la auto conciencia del mismoJoyce, que se veía como el creador que se mantenía oculto detrás desus creaciones, gozando de ello él solo, sobre todo al convertirlas enun enigma planteado a un público futuro, tanto más fácil de ganarmediante una negación de sentido. Con toda la burla que hacía delDios oficial, él mismo tenía un dios implícito, y su atributo consistíaen escabullirse a la pregunta sobre el sentido de sus designios. En ese procedim iento de inversión, el autor, que, igualm ente , no se dejaba preguntar y lo daba a entender m ediante una serie de m anio bras demistificación y desorientación, era elevado al rango de un dios, o puesto en el lugar del suyo pro pio . Nos las tenemos que ver con un

    mito del autor, no con un m ito de su lector. Cuesta mucho p ensar queJoyce hubiera tolerado, junto a él, la presencia de éste, como si fueraotro dios, o que él mismo se hubiera ocupado de instalarlo como tal.

    En el Retrato del artista adolescente, Dedalus discute con Lynchcuestiones acerca del arte y sus formas: «El artista, como el Dios dela creación, sigue estando invisible en la obra salida de sus manos, odetrás, o más allá, o por encima de ella, fuera de lo existente, indife-rente, m ientras se hace su m anicura de uñas».24Lo que no hace sino

    24. Das Portra t des Kunst le rs ais junger M ann, edición a cargo de K. Reichert,Frdncfort, vol. II, págs. 490 y sig. (trad. cast.: Retra to de l ar tista ado lescente , Madrid,Alianza, 1978).

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    animar a su acompañante a remarcar la desproporción entre todaesa «cháchara en to rno a la belleza y la imaginación» y la «mísera is-la, dejada de la mano de Dios», en que tiene lugar: «No es extraño

    que el artista se mantenga agazapado dentro o detrás de la obra desus manos, tras hab er perpetrado un a tierra como ésta». ¿Debería re-flejarse esta frívola inversión de la metáfora del dios artista en el dio-secillo que deja en m anos del lector la impotencia que él revela en suobra pa ra que la mejore o incluso produzca u n m und o a base de esasformas vacías? Pero esto sólo a contrapelo delartist as a young man, que quiere haber hecho su obra él mismo y únicamente él mismo,con la finalidad de desaparecer, indiferente a su calidad, detrás deella.

    El Ulises fue el resultado de que el propósito definido por el p ro -pio Joyce —«de una transposició n del m ito sub specie temporis nos tri» — tenía que re ferirse, más que a la materia , a la estructura formaldel mito. Cosa perceptible ya en el hecho de que enseguida se liberedel esquema cíclico, desmintiendo su capacidad ren ovado ra como al-go que excluye su propio sentido de la vida, y haciendo después deGiambattista Vico el patriarca del Finnegans Wake. Esto no podía te-ner otro sentido que reem plazar el círculo del retorn o — nóstos — p orla espiral, esa aber tura tantea nte del espacio finito, y aho ra tam biénde la historia, donde se recon ciliarían la figura fun dam ental de Vicosobre la historia como ciclo y la linealidad, sin tomar, naturalmente,al pie de la letra las especulaciones de Vico, pero sí «usando sus ci-clos como u n espalda r».25 Joyce ha bía empezado a leer laScienza nuova ya por la época de su estancia en Trieste y no puede excluirseque la disolución del modelo de laOdisea, el irónico cambio de pola-rización de los episodios delnóstos, lleve la huella de la presión he-

    cha sobre la simbólica figura mítica. Con todo, para el trabajo en suFinnegans Wake, Joyce se sirve de un a m etáfora sobre la infalibilidaden la conclusión de algo, la metáfora de la construcción de un túnel enla que dos grupos de perforadores avanzan trabajand o a ciegas, cadauno desde el lado opuesto, y, sin embargo, se encu entran en un pu n-to de intersección de la perforación.

    El esquema cíclico co nstituía el plano básico de la confianza cós-mica, y lo sigue constituyendo todavía cuando vuelve a emerger co-

    mo un arcaísmo. En la circularidad iba acuñada, de antem ano, la se-

    25. Citado p or J. Gross, Ja mes Joyce, Londres, 1971 (ed. alemana en Múnich, 1974,pág . 37) (trad. cast .: Joyce, B arcelona, G rijalbo M ondad ori, 1974).

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    guridad de todos los cam inos y de cada vida, la cual, por m ucho quefuese obstaculizada por la repartición de poderes entre los dioses, podía realizarse de una form a dife rida. Hasta en medio de un horri- pilante retorno a un origen desconocido, como sucede en el m ito deEdipo, hay un factor de infalibilidad que, incluso desnaturalizado, se-ñala en dirección al plan fundam ental de una m ás profunda precisión.Claro que es el enceguecimiento(áte) lo que hace que se mantenga esa precisión; como fatalidad dispensada por los dioses, significa un ins-trum ento de una enigm ática producción de sentido, que sólo a los queestán a m erced de tales fatalidades les parece un burla de todo tipo desentido. Diógenes de Sinope, el primero de los cínicos, manifestaba, al

    respecto (según testimonio de Dion Crisóstomo), un plausible malen-tendido, a saber, que este Edipo no era más que un tonto de capirote,incapaz de digerir sus propios descubrimientos. La tragedia Edipo, atribuida a Diógenes —atribución puesta en duda po r Juliano—, aca-so no es más que una parodia, pues esto es lo que queda cuando sehan dado ya por caducadas aquellas condiciones de seriedad con laque se tom aba el m aterial mítico.

    Y esto es válido aun en el caso de la parodia más atrevida de ese

    material: nos referimos a la variante, que se sale del género trágico, enEl cántaro roto, de Kleist. Tanto la tragedia como la comedia se rem i-ten al mismo plan básico, que podemos considerar como figura deuna teoría penal en la cual el propio malhechor determina y exige,conforme al dictado de su prop ia razón, su forma de castigo, y dondeel juez no es más que un mero m andatario de esa razón. Ambos, tan-to el acusador como el acusado, se funden, bajo este supuesto, enun solo sujeto, que da cumplimiento a la idea de la justicia en cuanto auto

    caStigo.26 Como señor y soberano, Edipo es tam bién juez. Y de formasimilar al juez de aldea Adam, en la com edia, es a sí mismo a quien seencuentra culpable y tiene que ejecutar en su propia persona lo que

    26. H. Deku, «Se lbstbestrafung », en A r c h i v für Begriffsgeschichte, XXI, 1977, págs.42 58. Sobre el mod elo edípico de la autoinquisición de u na culpa descono cida en laleyenda medieval de Judas, Gregorio o Albano, véase G. Ohly, Der V erfluchteundd er

    Erw&hlte. Vom Leben m it der Schuld , Opladen, 1976 ( Rhein . Westf. Aka demie derW tss.,

    Vnrtritge G, 207). La vida de Judas «explica», a partir, sobre todo, de la historia edípicaanterior del apóstol, cómo pudo convertirse —o incluso tuvo que convertirse—en esebíblico traidor de Jesús, aunqu e él, como a rrepentido, se había hecho uno de sus ele-gidos [Se trata de leyendas sobre esos personajes pu estas p or escrito hacia los sig osXIII o XIV, siemp re con el trasfondo de su relación edípica an terior, si bien el final en e

    de Judas es muy distinto del de Gregorio, el «buen pecador», convertido en elgrnn Papade la Iglesia. (/V.del í.)]

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    hab ía dictaminado que era justo antes de saber la iden tidad del culpa - ble. La estructu ra procesal circula r que el mito ha prescrito tanto a latragedia como a la comedia podríamos decir que, en el curso de esamarcha circular, sólo deja ver al sujeto por detrás, librándose así deser identificado, hasta que él mismo sale a su propio encuen tro.

    La afinidad de Sigmund Freud con el mito presenta una relaciónconcéntrica con el ciclo mítico. Acaso esto ocurra ya en la vivenciaitaliana que él narra para fund am en tar su concep to de lo «siniestro».El peso que da a aquel inocente suceso al incluirlo, posteriormente,en su propia obra, presupone que el punto de retorno de ese círculo,de esa repetición de lo igual, tenía para él una «significación» especí-fica. Se trata ba de un a experiencia de odisea del tipo de la de Joyce.En u n m ismo día hab ía ido él a pa rar po r tres veces, en un a pequeñaciudad italiana, a la zona del am or venal, y, cuanto m ás grande se ha-cía su consternación y mayor la prisa po r salir de ese barrio, con ta n-ta mayor seguridad se cerraba el círculo. ¿Quién otro, si no Freud,hubiera vivido esto así y hubiera podido representarse de u na formatan impresionante, gracias a este artificio del ello, lo que es la fija-ción a lo sexual? La tercera vez se apoderó de él, según nos cuenta,«un sentimiento que yo no puedo calificar de otro modo que de si-niestro». Hace, expresam ente, la más difícil de las renun cias del teó-

    rico —la renu nc ia a de jarse llevar más allá por la curiosidad—, a finde liberarse de una sensación de impotencia que, por lo demás, es propia del estado onírico.27 Freud ha reconocido la ambivalencia dela «significación» en la realización, fatal compulsiva, del cierre delcírculo: lo siniestro como lo inexorable, el sentido como lo infalible.Esto se ha de tener en consideración respecto a la nueva denomina-ción de la que es objeto la figura de Edipo.

    El complejo de Edipo, encontrado o inventado po r Freud, se llamaasí no solamente porque reproduce , en el plano m oderado de los de-seos, la muerte del padre y el incesto con la madre. Se denom ina asítambién, y sobre todo, por presuponer, como movimiento pulsionalinfantil, esa inexpresable inclinación a re torn ar a la madre, frente ala exigencia pa terna , cen trífuga, de realidad. «A todo hum ano reciénllegado se le plantea la tarea de su pe rar el complejo de Edipo [...].»28En otras palabras: tiene que apren der a no regresar. Según un punto

    27. Freud, Das Unheim liche, en Werke, loe. cit., vol. XII, pág. 249 (trad. cast.: Lo si-

    niestro, en Obras completas, op. cit.28. Freud, Drei Abhandlungen zur Sexu altheo rie (1905), enWerke, loe. cit., voí. V, pág. 127 (trad. cast .:Tres ensayos para una teoría sexual, en Obras completas, op. cit.).

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    de vista posterior: a no retornar inmediatamente. Freud había en-contrado la en trada de acceso a este complejo cuando hacía su au to-análisis, y hasta 1897 no lo relacionó con el mitologema de Edipo:

    «Ser com pletam ente franco consigo mismo es un buen ejercicio Asisurgió en mí un único pensamiento de valor universal. He halladotamb ién en mí el enam oram iento de la madre y los celos frente al pa-dre, y aho ra lo considero un acontecimiento común a la prim era in-fancia [...]. De ser esto así, se comprende muy bien el poder apabu-llante que ejerce el Edipo Rey [...]; la leyenda griega hace suya unacompulsión que cada cual reconoce p or haber sentido su existenciaen sí mismo. Cada uno de los oyentes fue alguna vez, de un a form a

    germinal y fantástica, un Edipo así, y todo el mundo retrocede es- pantado ante el cumplimiento real de este sueño, poniendo en juegotodas sus provisiones de represión , cosa que separa su estado infantildel adulto actual».29

    Si no pasam os p or alto en qué yerra la visión de Freud sobre estafigura mítica no es con ánimo de hacer una corrección en el recuerdoque él tiene del mitologema de Edipo, sino simplemente una obser-vación sobre la técnica de su recepción. En La interpretación de los

    sueños había él transferido, por primera vez, al mito su concepcióndel meca