VIDA Y PASION DEL LIBRO. Lectura en la Academia … · VIDA Y PASION DEL LIBRO. Por Belisario...

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VIDA Y PASION DEL LIBRO. Por Belisario Betancur. Lectura en la Academia Colombiana de la Lengua en su 127º. aniversario, el 4 de agosto del año 2000. Los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos. PETRARCA. Todo gran lector va construyendo con muchos textos tomados de uno y otro lado, su biblioteca personal o, si se quiere, su propio libro. Al fin y al cabo toda lectura es también una escritura. ITALO CALVINO. I.- INTRODUCCION.- La cultura del libro. Habla don Andrés Bello en el Código Civil de Chile, que lo es también de Colombia, del temor reverencial que se debe sentir ante los padres y los mayores. Así me ocurre ahora al hablar del libro ante esta alta instancia académica, en la cual quiero destacar al eminente educador colombo- español, el Profesor Ricardo Díez Hochleitner, presidente mundial del Club de Roma y de la Feria de Hannover, y asesor que fuera de la Universidad Nacional de Colombia y del ministerio de educación; y a su esposa Choncha, ligados a Colombia por muchos vínculos afectivos y académicos. * * * *

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VIDA Y PASION DEL LIBRO. Por Belisario Betancur.

Lectura en la Academia Colombiana de la Lengua en su 127º. aniversario, el 4 de agosto del año 2000.

Los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos. PETRARCA. Todo gran lector va construyendo con muchos textos tomados de uno y otro lado, su biblioteca personal o, si se quiere, su propio libro. Al fin y al cabo toda lectura es también una escritura. ITALO CALVINO.

I.- INTRODUCCION.- La cultura del libro.

Habla don Andrés Bello en el Código Civil de Chile, que lo es también

de Colombia, del temor reverencial que se debe sentir ante los padres y los

mayores. Así me ocurre ahora al hablar del libro ante esta alta instancia

académica, en la cual quiero destacar al eminente educador colombo-

español, el Profesor Ricardo Díez Hochleitner, presidente mundial del Club de

Roma y de la Feria de Hannover, y asesor que fuera de la Universidad

Nacional de Colombia y del ministerio de educación; y a su esposa Choncha,

ligados a Colombia por muchos vínculos afectivos y académicos.

* * * *

Permítanme una confidencia, a manera de aproximación al tema.

Por una paradoja, mi padre, -campesino antioqueño semianalfabeto-,

sembró en mí la cultura del libro, puente entre el mundo interior y el mundo

exterior. He aquí, suscitamente, esa historia familiar.

En la sección de libros de viejo de la librería Sota de Bastos, al norte

de Bogotá, que tiene mi hija Beatriz con una amiga y conmigo, encontré

algunas ediciones con las cuales, setenta años atrás, las editoriales Tor,

Ercilla y Zig-Zag, de Buenos Aires y Santiago de Chile, y Sopena de España,

inundaron la América Latina hasta llegar a la gente de arriería, entre la cual

estaba mi padre. Eran unos libros grandotes, en papel periódico, dos

columnas en ocho puntos, a muy bajo precio, con todo Emilio Salgari y Emilio

Zolá, todo Víctor Hugo, todo Dumas, los imperios, el Lejano Oriente, Bizancio.

(Por cierto, llegó el primogénito a casa y mi papá lo bautizó como el

invencible general del emperador Justiniano, Belisario). Aquella fue mi

primera biblioteca personal, niño todavía; y fue, también, el nacimiento de la

editorial y librería Tercer Mundo que más tarde habría de fundar con dos

amigos. Esos libros no solo se hacían leer, sino que al pasar de mano en

mano ejercían la tarea pedagógica de alfabetizar a los arrieros y de inducir a

ser leídos en el hogar. Eran libros placenteros aunque no siempre fueran

plácidas las situaciones que narraban; libros que se hacían querer y se

hacían leer, casi eróticamente, por la voluptuosidad de las láminas de

ilustración y de descanso. Quizá esté allí y en la pequeña colección Araluce de

los clásicos griegos y latinos que en los años treinta enviaría a las más

remotas aldeas el ministro de educación Luis López de Mesa, la explicación

de que el niño lector de aquellos volúmenes y de las ediciones prohibidas que

me alquilaban (a centavo el día) los líderes ateos de mi pueblo, esté

hablando ahora de libros, como autor, como lector y como editor, ante la

docta Academia Colombiana de la Lengua.

II.- Las preguntas. Los editores tenemos fama de que nos reunimos sólo a hablar del

dinero que debe producir el oficio. El español Juan Cruz, quien promiscua

entre autor y editor, lo recordaba en su columna de El País de Madrid: decía

que es cierto que hablamos de dinero, pero en la intimidad y con un miedo

enorme, porque nos pasamos la vida contando lo que se ha pagado, lo que

sobra, la promoción, el autor misterioso, los restos en el almacén. Agregaba

que sabemos ser silenciosos sobre nuestros éxitos y nuestros fracasos,

porque entendemos que los éxitos son de los autores y sólo los fracasos nos

pertenecen.

Antes que nada, en tanto que editor debo formular varias preguntas:

¿Qué clase de libros queremos vender en qué clase de sociedad; a quiénes

queremos venderlos y para qué queremos vender los libros que editamos? En

otras palabras, la actividad de editor está destinada solamente a hacer

libros y venderlos para ganar un beneficio en dinero? O está destinada,

además, a contribuir para que esa sociedad salga del subdesarrollo, aprenda

a leer y se convierta en una sociedad moderna, con educación, tecnología,

riqueza y justicia, empleo y paz, es decir con capacidad para comprar libros y

leerlos? Y para que en ella no vuelva a ocurrir lo que dice la madre del

déspota en El Otoño del Patriarca de García Márquez: Si hubiera sabido que

mi hijo sería presidente, lo habría mandado a la escuela.

III.- Las respuestas.

El fomento de la lectura y del libro tiene que comenzar en la familia,

en la escuela, en el colegio, en los maestros y las maestras. Es decir, en

donde se cumplen los actos más determinantes en aquellos mínimos

candidatos, los niños, para crear allí la cultura del libro, la habitualidad de la

lectura: familia, escuela, docentes y los propios libros, son multiplicadores de

esa habitualidad. Y ese estímulo debe apuntar hacia la preparación para vivir

en la sociedad del conocimiento, que es la del tercer milenio.

Hace medio siglo cuando la Universidad Nacional de Colombia en

Bogotá, editó las conferencias de su obra El defensor, decía don Pedro

Salinas: No hay tratamiento más serio y radical, que la restauración del

aprendizaje del bien leer en la escuela. El cual se logra poniendo al escolar

en contacto con los mejores profesores de lectura: los buenos libros. La

solución del gran drama de la lectura, agregaba, está para mí en la

enseñanza de la lectura. En la formación del lector. ¿Por qué y desde

cuándo? Por la escuela y desde que se entra en contacto con las letras....

Hoy, ya en el siglo XXI, y a propósito de los mitos de esta época, por

ejemplo, el de que los niños y los adolescentes no leen pues son prisioneros

de las historietas gráficas y de la televisión, hay que referirse al fenómeno

que conmociona gratamente al mundo: una escocesa, hasta hace poco pobre

y anónima madre soltera, después de pasar muchos trabajos, logró que le

dieran un contrato para un libro. Ese pequeño logro se convirtió en apoteosis

de la lectura que tiene asombrado al mundo editorial. Se trata de la serie de

libros sobre el niño-mago Harry Potter. Los libros son de solo texto, no

tienen monos, es decir hay que leerlos con atención. Y hasta hace un mes, se

habían editado y vendido, en el breve transcurso de tres años, 35 millones de

ejemplares, algo en verdad memorable, porque sus lectores son muchachos

de siete a veinte años.

IV.- Elogio de la locura.

Es grato traer estas noticias sobre amigo tan entrañable, a un auditorio

cuya relación con el libro tiene la cadencia desinteresada de la fidelidad. El

Maestro Rafael Maya en un inolvidable discurso de hace algo más de medio

siglo en la feria del libro en Bogotá, se preguntaba: Puede haber acaso otra

actitud ante este amigo fiel, que no traiciona, que permanece, que no se

enfría ni congela, cuya capacidad amistosa en vez de decrecer aumenta con

los años? Recordemos aquel libro que nos produjo una suave emoción

poética en nuestra juventud, y que, leído años después, parece desabrido y

opaco. No hay tal. Es que el desabrimiento está ya en nuestras almas, y la

opacidad en nuestras pupilas; pero el libro sigue guardando intacto su tesoro

de ingenuidad poética. Por tanto, ¡ay de aquel que no ha tenido libros

íntimos!

Sin embargo, no siempre ha sido placentero su itinerario como

compañero del homo sapiens por el mundo. Tiempo hubo en que las mujeres

no amaban los libros de quienes las amaban a ellas, porque veían en esos

libros émulos de su gracia conquistadora: por eso hemos de repetir, con

Petrarca, que los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos. Una

historia de la lectura publicada en 1996 por el canadiense Alberto Manguel,

oriundo de Buenos Aires y quien le leía a Borges cuando éste ya no podía

hacerlo, trae noticias de esta índole:

Año 593 a.C.: El Profeta Ezequiel tiene una visión en la cual se le ordena

abrir la boca para leer un libro, comiéndoselo, y, por tanto, ingiriendo su

significado. (Un amigo mío confiesa que, siguiendo el ejemplo de su perro

Suso, cuando no entiende un libro se lo come, con lo cual se le mejoran la

digestión y el entendimiento).

Año 200 a.C.: Aristófanes inventa la puntuación: hasta entonces las

palabras se juntaban en una línea continua.

Año 100 de la era cristiana: Para evitar separarse de sus libros, el intenso

lector y gran visir de Persia, Abdul Kassem Ismael, los hacía llevar por una

caravana de 400 camellos, amaestrados para moverse en el riguroso

orden alfabético de los libros.

Año 1100 d.C.: El teólogo islámico Mohamed al-Ghazali establece una

serie de normas destinadas a enseñar a leer el Corán. La norma número

6 reglamenta el sollozo, puesto que ciertas secciones del Libro Santo de

los musulmanes deben ser leídas con tristeza en el corazón.

En Siempre estuvimos en Alejandría, fascinante libro de la Asociación de

Amigos de la Biblioteca de Alejandría y de la Generalitat Valenciana, el

analista José María González elogia, a la manera de Erasmo de Rotterdam, un

cierto tipo de locura: aquella que ante la quema de libros, opta por aprender

de memoria su contenido. Recuérdese, dice, el final de Fahrenheit 451, la

película de Truffaut basada en la novela de Bradbury, donde los últimos

supervivientes de una cultura de los libros que ha sido condenada a

desaparecer en la hoguera, se reunen en el bosque para aprender cada uno

de memoria el contenido de uno de los libros que componen la sabiduría

acumulada de la humanidad. Agrega: quiero hacer el elogio de este tipo de

locura que preserva esa sabiduría, convirtiendo a los hombres en libros

vivientes, al aprender cada uno de memoria un único libro para poder

transmitirlo a la siguiente generación, antes de que las aguas del río Leteo

nos hagan olvidarlo todo. Si esta locura hubiera de darse, yo elegiría

aprender y recitar de memoria el Quijote, rizando el rizo de perder la cordura

memorizando aquellas palabras de Cervantes que narran las aventuras del

Caballero de la Triste Figura; a quien, de tanto leer y de pasarse leyendo las

noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, se le secó el cerebro y

dio en la mayor locura de todas, la de creerse caballero andante. Al fin de

cuentas, concluye, una nueva orden de caballería sería necesaria para

restablecer la justicia en una sociedad sin libros: frente a la locura de este

tipo de sociedad, el único cuerdo sería Don Quijote.

V.- Las innovaciones.

Tengo en la mente dos escenas de innovación del libro: una de ellas,

las tribulaciones de la librera estadinense Sylvia Beach para lograr que un

impresor de Dijon, Francia, le editara y entregara en una estación ferroviaria

de Paris, a las siete de la mañana del 2 de febrero de 1922, día del

cumpleaños del autor, apenas 48 horas después de haberle devuelto las

últimas pruebas mal corregidas; y para que las levantaran tipógrafos que no

sabían ni una palabra de inglés, los dos primeros ejemplares de un libro

prohibido desde antes de su aparición, y que todavía hoy conmueve al

mundo de los lectores, entre ellos a quien les habla, uno de los más devotos:

me refiero al Ulises de James Joyce. Este último proceso había durado once

meses.

Segunda escena: el exeditor de Random House y buen escritor

estadinense, Jason Epstein, en un ensayo sobre el pasado y el porvenir de la

actividad editorial, dice algo no por presentido menos dramático: prenuncia

que más pronto que tarde, en los supermercados y en las papelerías habrá

máquinas a las que cualquiera podrá llegar en busca del libro que le plazca,

en una de las bibliotecas de la red mundial de Internet, por ejemplo la del

Congreso en Washington, traerlo al computador, imprimirlo e irse a leerlo a

casa. Algo más, consecuencia de lo que dijo Einstein hace muchos años,

reproducido por la librería Amazon, de Internet, en un extraño vaso

obsequiado a sus clientes habituales: Si desde el principio una idea no es

absurda, entonces no tiene esperanza.

En ese nuevo mundo que se entra a todos los rincones físicos y

mentales, hay otra innovación: un programa llamado glassbook, algo así

como libro de vidrio, permite al usuario, cuando está en el proceso de

impresión, agrandar las letras, destacar palabras, subrayar pasajes y añadir

sus propias notas o las de otras obras relacionadas con el tema. Mejor dicho,

cada uno puede hacer su propio libro.

He aquí algunos de los problemas que repasa Epstein, a partir del

beso de la muerte que han sido los best-sellers y los departamentos de

mercadeo de las casas editoriales. La que era una industria casera, entró a

tratar los libros como si fueran leche, jabón o cuchillas de afeitar. Todo por la

transformación estructural que determinó la aparición de los mall o grandes

centros comerciales, de inmenso costo por metro cuadrado, en los que la

vida del libro en el estante debe contarse casi por horas. Lo cual solo lo

resisten los Tom Clancy, los Stephen King, no un Platón, no un Kant, no un

Proust, ni siquiera la Biblia. Y el beso de la muerte está trayendo su

devastación: los escritores de éxito ya están montando sus propias

impresoras del mundo informático, para eliminar al incómodo intermediario

que son las editoriales ajenas.

Es la popularización que quizá buscaron los primitivos creadores del

alfabeto. En efecto, al oeste del Nilo, hace poco una pareja de egiptólogos

estadinenses encontró tablas de barro con inscripciones de escritura

alfabética de los años entre 1900 y 1800 antes de Cristo, lo que aumenta en

200 años la fecha conocida y el lugar, Sumeria, al sur de Irak. Y cambia la

creencia de que la escritura primera pertenecía en exclusividad a los altos

funcionarios, pues este hallazgo demuestra que aquella escritura primitiva

fue creada por negociantes, quizá los primeros colegas editores, para facilitar

sus intercambios.

VI.- La parálisis del escritor.

La revolución definitiva ya llegó: en su edición del 29 de junio de 2000,

The New York Review of Books publicó el primero de una serie de avisos,

cuyo texto es histórico y en cierta medida es un destello que se produce, casi

600 años después de la invención por Gutemberg de la edición en serie.

Como se trata de algo especial, quiero no sólo leer la precaria

traducción que he hecho del inglés, sino que para satisfacer la posible y

explicable curiosidad de algunos de Ustedes, he traído fotocopias del original.

El aviso no sólo es maravilloso desde el punto de vista literario, sino

que está cargado de noticias, para el futuro de los escritores frustrados y no

frustrados de todo el mundo. Dice así:

Sólo hay dos curas para el bloqueo del escritor: hambre y miedo.

Sólo hay una cosa peor que la sensación de la mente en blanco en el

escritor, y esa es la que Usted experimenta cuando termina su libro y nadie

se lo publica. Que es lo que ocurrió con los más de 500.000 libros escritos en

los Estados Unidos de América el año pasado. Pero eso no ocurrirá este año.

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VII.- Como nuez en la mano.

Todo lo anterior lo saben ya los bibliómanos, definidos por D'Alambert

como seres poseídos por la pasión de los libros, por acumularlos sin leerlos. Y

lo sabemos los bibliófilos, amantes del libro y del libro lujoso, -entre los que

me cuento, para mi desventura-, fanáticos de los libros de cantos dorados y

de las ediciones numeradas, seres delirantes, capaces de convertir aquellas

colecciones en éxtasis morboso, pero también de editarlas. Por ejemplo, el

italiano de hoy Franco María Ricci, quien se jacta de que en su millonaria

familia nadie trabaja desde el siglo XII, director de la hermosa y humilde

revista FMR (son sus iniciales) en la cual publica los castillos y obras de arte

de su parentela. Y, por ejemplo, también, mi amigo César Olmos, el

maravilloso paladín de la editorial Testimonio de Madrid, ganador de todos los

premios de la feria del libro en Frankfurt. Y llegarían los bibliófobos,

odiadores del libro. Y los exquisitos y peligrosos libreros de viejo, como los de

la madrileña Cuesta de Moyano, detrás del Museo del Prado.

Manguel, el que le leía a Borges, cuenta que un día le estaba leyendo

un relato de Kipling en el cual una viuda hindú le envía a su amante una

irresistible declaración de amor con un mensaje críptico consistente en varios

objetos recogidos en un ramillete. En esa época, prosigue, ni Borges ni yo

sabíamos que el mensaje atado de Kipling no era una invención, pues en el

Turquestán Oriental una joven envió a su amante un recado compuesto por

un manojo de té, una hoja de hierba, una fruta roja, un albaricoque seco, un

pedazo de carbón, una flor, un poco de azúcar, una piedra, una pluma de

halcón y una nuez. El mensaje quería expresar: "Ya no puedo tomar té sin tí;

sin tí, estoy pálida como la hierba; me ruborizo al pensarte, pero mi corazón

arde como un carbón. Tú eres bello como una flor y dulce como el azúcar,

pero es tu corazón de piedra ? Volaría hacia ti si tuviera alas; soy tuya como

una nuez en tu mano".

VIII.- Los Copistas. En el reciente seminario internacional Mito o Realidad del Libro, el

mexicano Gabriel Zaid recordaba que Sócrates fue enemigo de la escritura,

porque la creía un monólogo desconsiderado en el que no cabe preguntar.

De manera complementaria el profesor estadinense James Wells, en su

Historia de la estupidez, atribuye a los grandes filósofos, Pitágoras,

Parménides, Platón, Aristóteles, Sócrates, el dramático final del esplendor de

Grecia, en razón de que se abandonó la búsqueda del conocimiento y del

comportamiento mediante el estudio de la naturaleza practicado por los

jonios, para dedicarse a especular dentro de una lógica ajena a la realidad.

Se define así el problema: irónicamente, el punto fuerte de los griegos era

también su punto débil, ya que su genio inventivo para la abstracción

filosófica fue, en la práctica, la otra cara de su incapacidad para responder a

los problemas que los enfrentaban. Y a Sócrates lo define así: su fortaleza

consistió en hacer preguntas; su doble fortaleza estuvo en no contestarlas

nunca.

Otros personajes importantes fueron enemigos de los libros, de

quienes los escriben, de los editores. Pero la apoteosis del conocimiento

cerrado la encarna aquel monje incendiario que, en la novela El nombre de

la rosa de Umberto Eco, se inmola al quemar la biblioteca que custodiaba.

El oficio de editor, siempre emocionante aunque cada día más

complejo, tiene una bella historia que relato llevado de la mano del bibliófilo

Michael Olmert, autor de Book of Books, publicado por la Smithsonian

Institution. Empiezo por los escribanos, calígrafos y encuadernadores,

quienes hacia 1.150 -hace 850 años- recorrían las ciudades para ofrecer sus

servicios de copia de documentos, con lo cual arrebataron la exclusividad a

los monjes de los monasterios. A partir de tal cambio, los libros empezaron a

tener valor comercial, a ser vendidos y comprados. Algunos escribanos,

sabedores del destino de su trabajo, escribían colofones sobre lo que habían

copiado, como éste, al final del famoso Libro de Leinster, en el siglo XII:

Yo, que he copiado esta historia, o, más exactamente, fantasía, no doy

crédito a los detalles de la historia o fantasía. Algunas cosas son diabólicas

mentiras, y otras poéticas invenciones; unas parecen posibles y otras nó;

varias son para que las disfruten los idiotas.

IX.- La moda y los libros.

La figura del editor ha sido, además, ridiculizada sin misericordia: lo

hace el francés Daniel Pennac en su novela La petite marchand de prose.

Benjamin Mallausséne, chivo expiatorio de una editorial -el que pone la cara

y el cuerpo para ser maltratado por los escritores furiosos porque se les

rechazan sus libros-, tiene un despacho diseñado para ser destruído de tarde

en tarde por esos autores, que rompen muebles y aparadores, lanzan objetos

y desgarran cortinas. Cuando por fin se calman y su cólera se transmuta en

llanto, Mallausséne los lleva a otro despacho, abre un cajón y extrae varios

manuscritos suyos que han sido rechazados por la propia editorial. Los

autores lo abrazan, sollozando: comprenden que Benjamín es solo el chivo

expiatorio, un empleado al que se le paga por recibir injurias. Porque el

verdadero editor es una mujer delgada, la Reina Zabó, diminuta e implacable,

que ha construído un imperio publicando las obras de J. L.B, inventor del

género el realismo liberal y quien desea permanecer en el anonimato, pero se

convierte en el autor estrella. Hija única de un maleante de los bajos fondos

de París, la Reina Zabó tuvo desde niña aversión por la comida, que

compensaba con su gula por la lectura: antes de caminar ya devoraba con

los ojos revistas de modas, ilustradas; luego aprendió a leer sin ayuda para

vivir una vida de insaciable voracidad literaria, que alternaba con arriesgadas

excursiones nocturnas acompañada por su padre, en busca de objetos

valiosos en los basureros. Los cuales, en ciertos sitios de la ciudad,

rebosaban de telas y trapos usados por los grandes modistos en sus

confecciones. Así concibió la idea que los saca (a ella y a su padre) de la

pobreza : encuadernar libros en esas telas y fabricar papeles de alta calidad.

Y empieza a editar a Maurice Barrés sobre retales de Balenciaga; a Jean

Anouilh en trozos de Chanel; al joven De Gaulle en suntuosos trapos de Dior.

En el caso de la Reina de Zabó, la vocación editorial no le llega por educación

o por herencia, sino por los basureros que le inculcaron la pasión por el libro.

X.- Las carreras de caballos. Al repasar la historia del libro se observa una rara inconsistencia: la

imprenta y la tipografía están entre los oficios más conservadores, pues la

prensa impresora casi no cambió desde Gutemberg a mediados del siglo XV,

hasta el siglo XIX. En el renacimiento se dijo: la imprenta va a fracasar,

porque como la gente no sabe leer... ¡Pensemos en las ediciones millonarias

de las obras de García Márquez!. Y pensemos cuántas revoluciones alentaron

los libros y hojas volantes durante aquellos siglos. Por ejemplo, la de Lutero,

al permitirle imprimir sus reformas por millares y en alemán, es decir en la

que se llamaba lengua vulgar porque la entendían sus compatriotas, como

opuesta al latín de las élites. Esto fue hacia 1517. Pero en 1536 al

humanista William Tyndale no le fue tan bien en su patria, Inglaterra: en

efecto, convencido de que su pueblo debía leer la Biblia en inglés, la tradujo

por primera vez a ese idioma. Por ello fue estrangulado y luego quemado en

la hoguera.

Como se ve, el ambiente de entonces era aterrador. Temeroso de lo

que podría ocurrir, en 1671 Sir William Berkeley, gobernador de la colonia

británica de Virginia en Estados Unidos, escribía:

Agradezco a Dios el que no tengamos ni escuelas gratis, ni imprentas;

y espero que no las tengamos por cientos de años. Porque el aprendizaje ha

traído desobediencia y herejía y sectas al mundo; y la imprenta las ha

divulgado, lo mismo que libelos contra el mejor gobierno. Dios nos salve de

ellos.

Pero gracias a la imprenta se habló de la revolución en las

comunicaciones desde el siglo XVIII, que alimentó el papel heroico de

nuestros libertadores en las guerras de independencia, tanto en los Estados

Unidos como en Iberoamérica: los periódicos y los libros encendieron el

fuego. Recuérdese a don Antonio Nariño, quien padeció prisiones en

Cartagena de Indias por la publicación de la Declaración de los Derechos del

Hombre. Sin embargo, dichos medios, al menos en Inglaterra, habían

aparecido por una razón trivial: la gente quería conocer pronto los resultados

de las carreras de caballos, para saber si había ganado o perdido sus

apuestas.

XI.- La bibliocleptomanía.

En los estrechos estantes de las bibliotecas -como atrás dije-, los libros

fueron adquiriendo una silenciosa plusvalía. Desde finales del siglo XII tenían

un valor pecuniario tal, que eran admitidos por los prestamistas como

garantía de operaciones financieras y como prenda hipotecaria.

Dando un gran salto adelante, los revolucionarios franceses de 1789

confiscaron las bibliotecas de la burguesía y llevaron sus libros a bibliotecas

públicas. Los libreros, por su parte, asumieron la custodia de las

confiscaciones, para vender en el mercado negro del libro, ejemplares

valiosos, a reducidores extranjeros. El negocio no era nuevo: se sabe que las

bibliotecas romanas estaban llenas de textos en griego provenientes de los

saqueos perpetrados por el imperio romano en sus colonias, desde la Magna

Grecia al sur de Italia hasta las propias islas del mar Egeo y hasta

Constantinopla. Se cuenta que la biblioteca de Cicerón estaba compuesta

en su mayor parte por ejemplares en griego, en los cuales el gran orador

latino aprendió de memoria los discursos de Demóstenes, algunos de los

cuales tomó como base en sus formidables oraciones, Las Catilinarias, a raiz

de la conjuración de Catilina. Y así era en toda Europa: los vikingos

saquearon las bibliotecas de los anglosanes en suelo de Inglaterra. El Codex

Aureus, en pergamino y caracteres góticos miniados, fue robado en el siglo

XI pero regresó a los monjes porque los ladrones no encontraron quien se

atreviera a comprarlo. Con razón en la biblioteca del Convento de San Pedro,

en Barcelona, estaba visible este aviso:

Para aquel que robe o pida prestado un libro y a su dueño no lo

devuelva, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede

paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor,

suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que

perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el

remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al

castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.

Llegamos a 1990: un ladrón llamado Stephen Blumberg sacudió el

mundo del libro, cuando las autoridades encontraron en su casa de Ottmwa,

(Iowa), 11.000 libros raros robados de 327 bibliotecas de diversas regiones

de los Estados Unidos. Se supo que no los robó para ganar dinero con su

reventa, pues sólo quería tenerlos cerca de él. Era un ladrón, sí; un ladrón

que amaba los libros.

Y en una ciudad latinoamericana, el viejo librero alemán situaba un

empleado al pie del biblocleptómano. Y como advirtiera en los huecos de los

estantes los libros robados, enviaba la factura a la casa del cleptómano y

este la pagaba.

XII.- Amor y compañía.

Contra el libro, según hemos visto, conspiraron situaciones impensadas

en todos los tiempos y en todos los lugares, por ejemplo, el reciente

proyecto de ley sobre IVA para el libro y para sus componentes; y contra los

estímulos a la industria editorial que convirtiera a Colombia en potencia

exportadora de libros, proyecto por fortuna archivado por el presidente

Pastrana. ¡Como alegra que haya archivado el inverosímil engendro de cerrar

la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, para lo cual sin duda recordó que las

bibliotecas y las librerías son universidades; recordó que en algunos países

africanos la muerte de un anciano se tiene como la muerte de una biblioteca;

y recordó, en fin, que la muerte de una biblioteca es como la muerte de una

ciudad.

Carlos Fuentes dijo que todos venimos de un lugar de la Mancha, es

decir, de Don Quijote; y porque todos venimos también de la ciudad de

Cavafis, la Unesco de Federico Mayor se propuso crear de nuevo la Biblioteca

de Alejandría, destruída por el califa Omar porque sobraba, lo mismo si lo

que había en ella chocaba contra el Corán, que si lo que allí había estaba en

el Corán: primero, por blasfemia y después por superfluo. Todos venimos de

aquel lugar de la Mancha... todos venimos de Alejandría.

El libro y la lectura, en fin, nos llenan de amor y de compañía. Son el

antídoto contra la soledad. Y es fuerza enamorada el cuidarlos con el celo y el

rigor de la biblioteca de la Universidad de Salamanca (donde enseñaran Fray

Luis de León y don Miguel de Unamuno) y en la cual se lee esta advertencia,

que preside mi propia biblioteca:

Hai excomunión reservada a Su Santidad contra qualesquiera

personas, que quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enajenaren

algún libro, pergamino o papel de esta bibliotheca, sin que puedan ser

absueltos hasta que esté perfectamente reintegrada.

Hay, finalmente, un libro más importante que todos los demás, escribía

el maestro Maya en el discurso antes recordado: el libro de nuestra vida.

Cada minuto es una línea que escribimos en aquel libro, de modo que su

caligrafía es labor incesante. Es cuento, madrigal, fábula, drama, poema

heroico, historia novelesca o crónica insignificante. Puede tener una unidad

absoluta, o estar concebido en frases discordantes. Lo escribimos con todo

nuestro ser y es nuestra ambición no dejar márgenes blancos para que en él

quepa toda la historia de nuestro paso por la tierra, pues hay inevitablemente

un momento en el que la mano de la muerte se interpone y dibuja el punto

aparte. El capítulo que sigue no lo escribimos en la tierra.

Hace pocas semanas, el vicepresidente de Colombia, el académico

Gustavo Bell, concluía así su hermoso discurso inaugural de la Feria

Internacional del Libro en Bogotá:

Entre todas las necesidades que tenemos los hombres, poco se

habla de una de las más esenciales y que la lectura nos aporta

fructíferamente: leemos en silencio. Y es este silencio el que nos abre las

puertas de la percepción a otros mundos. El silencio, salvador por sí mismo,

nunca está más lleno de contenidos que cuando va acompañado de un libro...

Decía Pascal que el hombre tendrá salvación cuando pueda estar solo en un

cuarto sin ruido. Me tomo la libertad -concluía Bell-, de interpretar a Pascal

para decir que de seguro el filósofo francés dibujaba tal escena suponiendo

que aquel hombre imaginario tendría un libro en la mano.

Aquel momento -recordaba Rodríguez Marín en una Feria del Libro en

Madrid-, le llegó a Petrarca agonizante, en Avignon, con solo un libro por

compañía. Al morir se le encontró "con la cabeza caída sobre un códice,

como si hubiera escogido deliberadamente esa almohada para dormir en la

eternidad”.

Aquella frente reclinada sobre los pensamientos, es el símbolo de la

edad moderna gobernada por el libro, así sea por el fantasma del libro

electrónico; el cual ya está aquí, como lo ví hace poco en el 26º. Congreso de

la Unión Internacional de Editores de Buenos Aires, que tuve el honor de

clausurar. Pero el libro sigue campeando, sigue gobernando con su estructura

tradicional, el universo de la cultura.

Señores Académicos:

La comezón infantil del libro me llevó a la presidencia de una

pequeña editorial independiente y a la presidencia de Colombia, para

convertirme después -como en un tango- en venerable mueble viejo. Aquel

camino sigue abierto. ¡Alístense, apreciados colegas académicos!.