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CUATRO PILARES INVERSIÓN los de la Fundamentos para construir una cartera ganadora WILLIAM BERNSTEIN

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0010140730PVP: 24,95€

C U A T R OP I L A R E S

I NVERS IÓN

los

de la

Fundamentos para construir una cartera ganadora

AGUSTÍN CHECA, exsocio director de BDO Audiberia

Bernstein expone de forma amena y práctica los principios necesarios para invertir con éxito en los mercados.

Bernstein sabe escribir tan bien como sabe invertir; tiene la capacidad de traducir fórmulas complejas y tópicos matemáticos en conceptos comprensibles para cualquier ser humano y para esas mentes liberales y artísticas.

JONATHAN CLEMENT, excolumnista de The Wall Street Journal y autor de Jonathan Clements Money Guide

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¿cuáles son los cuatro pilares de la inversión?

Teoría: la primera parte del libro, y la más importante, está dedicada a analizar el asombroso volumen de datos y teorías relevantes para la inversión en términos que resulten comprensibles y amenos para el lector.

Historia: la comprensión de la historia financiera, objeto de estudio de esta segunda parte, proporciona una dimensión adicional a los conocimientos especializados y a la experiencia profesional.

Psicología: en esta sección se analiza el fascinante mundo de las «finanzas conductuales» y cómo el estado de ánimo del inversor individual afecta a su toma de decisiones. Aquí aprenderá cómo evitar los errores de conducta más comunes y cómo afrontar su propio comportamiento de inversión.

Negocios: los negocios de los fondos comunes de inversión y del corretaje forman un coloso financiero que domina la vida financiera moderna y, cada vez más, también los ámbitos sociales y políticos. Al final del libro se examina cómo la moderna industria de servicios financieros está diseñada única y exclusivamente para servirse a sí misma.

WILLIAM BERNSTEIN (1948)

es un analista financiero y neurólogo

norteamericano. Doctorado en química

y medicina, es también fundador de

la consultoría de inversiones Efficient

Frontier Advisors.

Considerado uno de los grandes héroes de

la inversión independiente, se ha creado

un prestigio poniendo en tela de juicio el valor

de la sabiduría de Wall Street, reflexionando

acerca de las recomendaciones de brockers y

demostrando a los inversores cómo conducir

sus inversiones con inteligencia y con éxito a

largo plazo.

Con frecuencia se le cita en los medios

especializados y es autor de varios libros

de éxito en el campo de las finanzas y de

la historia. Entre ellos destacan The Birth of

Plenty: How the Prosperity of the Modern World

was Created, The Intelligent Asset Allocator,

The Investor’s Manifesto: Preparing for

Prosperity, Armageddon, and Everything

in Between y Un intercambio espléndido

(Ariel, 2010).

UN CLÁSICO DE LA INVERSIÓN INDEPENDIENTE

Y DE LA CONSTRUCCIÓN DE PORTAFOLIOS

Invertir con éxito no es cosa del azar ni de la casualidad pero tampoco se requiere excesiva inteligencia para ello. Es, más bien, un viaje en el que se va de la mano de brockers, periodistas, especuladores y empresas que, seguramente, tendrán intereses opuestos a los suyos.

Los cuatro pilares de la inversión explica cómo ignorar esos y otros obstáculos, cómo seguir en la línea correcta y determinar su dirección financiera con la única intención de generar riqueza a largo plazo para usted y su familia.

En un tono relajado y amigable, Bernstein habla de los cuatro pilares fundamentales que hay que tener en cuenta para construir un portafolio de inversiones sin la ayuda de ningún asesor financiero. Con una perspectiva histórica del mercado, de la teoría de la inversión y del comportamiento financiero, este libro se ha convertido en el manual de referencia que le facilita el conocimiento y las decisiones de inversión.

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Los Cuatro Pilares de la Inversión

Fundamentos para construir una cartera ganadora

EDICIONES DEUSTO

William J. Bernstein

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Título original: The Four Pillars of Investing. Lessons for Building a Wining Porfolio

Publicado por The McGraw-Hill Companies, Inc., 2002

© 2002 William J. Bernstein

© de la traducción EdiDe, S. L., 2008

© Centro Libros PAPF, S.L.U., 2016

Deusto es un sello editorial de Centro Libros PAPF, S. L. U.

Grupo Planeta

Av. Diagonal, 662-664

08034 Barcelona

www.planetadelibros.com

Diseño de cubierta: Sylvia Sans

ISBN: 978-84-234-2575-4

Depósito legal: B. 10.862-2016

Primera edición: junio de 2016

Preimpresión: gama sl

Impreso por Artes Gráficas Huertas, S.A.

Impreso en España - Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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Índice

Prefacio ................................................................................................... 7Introducción ........................................................................................... 11

Pilar Uno. La teoría de la inversión ...................................................... 19Capítulo 1. Sin agallas, no hay gloria .................................................... 21Capítulo 2. Calibrando el tamaño de la bestia ...................................... 69Capítulo 3. El mercado es más listo que usted ..................................... 111Capítulo 4. La perfecta cartera de inversiones ..................................... 151

Pilar Dos. La historia de la inversión .................................................... 177Capítulo 5. Periodos de bonanza: una historia de locuras ................... 179Capítulo 6. Periodos de depresión: la agonía y la oportunidad .......... 211

Pilar Tres. La psicología de la inversión ............................................... 225Capítulo 7. Comportamiento erróneo ................................................... 227Capítulo 8. Terapia conductual ............................................................. 247

Pilar Cuatro. El negocio de la inversión ............................................... 257Capítulo 9. Su agente de Bolsa no es su amigo ................................... 259Capítulo 10. Ni tampoco lo es su fondo mutuo ................................... 275Capítulo 11. Oliver Stone llega a Wall Street ........................................ 297

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Estrategias para la inversión ................................................................. 307Capítulo 12. ¿Tendrá usted suficiente? ................................................. 309Capítulo 13. Definir la combinación de su cartera ............................... 325Capítulo 14. Póngala en marcha y manténgala activa ......................... 373Capítulo 15. Epílogo ............................................................................... 391

Notas ....................................................................................................... 395Bibliografía ............................................................................................. 399Índice alfabético ..................................................................................... 405

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Sin Agallas, no hay Gloria

Existen ciertas cosas que no pueden explicarse adecuadamente a una virgen, aun empleando palabras o imágenes. De igual manera, ninguna

descripción que yo pueda ofrecer aquí podría siquiera aproximarse a lo que significa perder una buena cantidad de dinero que le pertenecía a uno.

Fred Schwed, extracto de Where Are the Customers’ Yachts?

A MENUDO SE ME PREGUNTA SI los mercados se comportan racio-nalmente. Mi respuesta es que depende del horizonte temporal que se contemple. Encienda la CNBC a las 9.31 a.m. cualquier día entre se mana y escuchará algo parecido a los Tres Chiflados describiendo un manicomio. Pero retroceda unos pasos y empezará a observar ten dencias y sucesos regulares. Cuando el mercado se observa desde una perspectiva de varias décadas, su comportamiento se vuelve tan predecible como un partido de baloncesto entre los Lakers y los Clip- pers. Y aquello que destaca por encima del resto es la relación entre la rentabilidad y el riesgo. Los bienes o activos que procuran grandes be neficios comportan consigo invariablemente un riesgo que revuelve el estómago, mientras que los bienes o activos seguros casi siempre procuran beneficios más modestos. La mejor manera de ilustrar la decisiva relación entre el riesgo y la rentabilidad consiste en analizar los mercados de acciones y bonos a lo largo de los siglos.

El cuento de hadas

Cuando era un niño, allá por los años cincuenta, sentía una gran emo ción cada vez que tenía que ir a la peluquería. Pagaba mi mone-

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da de 25 centavos, saltaba a aquella inmensa silla y durante quince minutos me convertía en un miembro honorario de la sociedad mas-culina adulta. La conversación solía girar en torno a los programas de la televisión: un pequeño dios doméstico empequeñecido por su des mesurado marco de caoba. La programación dejaba bien paten-te la inocencia de la época: el programa I Love Lucy, los concursos, y, si teníamos mucha suerte, partidos de béisbol vespertinos. Pero lo que no recuerdo es ningún programa o conversación que incluyera el tema de las finanzas. El mercado bursátil, la economía, las maqui-naciones de la FED (Sistema de Reserva Federal) o incluso los gastos gu bernamentales no se infiltraban en nuestro particular mundo entre tijeretazo y tijeretazo.

Actualmente, vivimos en un océano de información financiera con andanadas de información bursátil bombardeándonos constante-mente. En los días en que los mercados están especialmente activos, nuestra rutina cotidiana se satura de noticias y conversaciones persona-les concernientes a las razones y motivos de los precios de las acciones o de los bonos. Ni siquiera en los días más tranquilos puede uno esca-par del omnipresente teletipo bursátil deslizándose por la parte infe-rior de la pantalla de televisión ni de los anuncios que presentan a la realeza británica discutiendo sesudamente sobre la ratio de rentabili-dad sobre capitales propios.

Por lo general, las acciones se han convertido en la mejor inver-sión a largo plazo para el ciudadano medio. En un momento u otro, la mayoría de nosotros hemos visto un gráfico de caudal del capital se mejante al de la figura 1.1, que demuestra que 1 dólar invertido en el mercado bursátil de Estados Unidos en 1790 habría aumentado hasta superar los 23 millones de dólares en el año 2000.

Desgraciadamente, por una serie de razones, ninguna persona, familia u organización obtuvo nunca estos resultados. En primer lu gar, invertimos en el presente para poder gastar más adelante. En realidad, ésa es la esencia de la inversión: la mesura en el gasto inme-diato a cambio de un beneficio futuro. Dada la naturaleza matemática del interés compuesto, gastar aunque sea una ínfima fracción de for-ma regular arruina el patrimonio final a largo plazo. A lo largo de los últimos doscientos años, cada 1% desembolsado anualmente reduce la cantidad final por un factor de ocho. Por ejemplo, una reducción del 1% en los beneficios reducirá la cantidad de beneficio final de 23 mi llones de dólares a unos 3 millones, mientras que un 2% de reducción lo dejará en unos 400.000 dólares. Pocos inversores tie-

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nen la paciencia suficiente para dejar intactos los frutos de su trabajo. Y aun cuando lo consiguen, sus derrochadores herederos acostum-bran a dar buena cuenta de sus fortunas.

Pero aun teniendo en cuenta estos datos, la figura 1.1 resulta alta-mente decepcionante. Para información de los principiantes, este grá-fico ignora las comisiones e impuestos, que habrían hecho disminuir los beneficios en otro uno o dos por ciento, reduciendo una fortuna potencial de 23 millones de dólares a las cantidades arriba mencio-nadas. Y lo que es aún más importante, también ignora el «sesgo de supervivencia». Este término se refiere al hecho de que sólo los me-jores resultados pasan a los libros de historia; aquellos mercados financieros que fracasan no lo hacen. No es algo accidental que los inversores se centren en la inmensa riqueza generada por la eco- nomía y los mercados de Estados Unidos durante los dos últimos siglos; el vencedor –nuestro mercado bursátil– es el más fácilmente visible, mientras que los bienes o activos menos exitosos se desvane-cen rápidamente.

FIGURA 1.1

Valor de 1 dólar invertido en el mercado bursátil de Estados Unidos

(Fuente: Jeremy Siegel/William Schwert)

100.000.000 $

10.000.000 $

1.000.000 $

100.000 $

10.000 $

1.000 $

100 $

10 $

1 $1.775 1.800 1.825 1.850 1.875 1.900 1.925 1.950 1.975 2.000

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Con todo, el inversor global de 1790 habría estado en apuros si hubiera escogido Estados Unidos como vía hacia el éxito. En el momento de su nacimiento, nuestra nación era un caso perdido desde un punto de vista financiero. Y la historia del siguiente siglo apenas inspiraba confianza, con una estructura bancaria inestable y precaria, un grado de especulación en aumento y una Guerra Civil como telón de fondo. El siglo XIX culminó prácticamente con la bancarrota del Tesoro de Estados Unidos, que fue evitada en el último momento gra-cias al talento organizacional de personas como J. P. Morgan. Y lo que es aún peor, durante gran parte de los últimos 200 años, las acciones fueron inaccesibles para el ciudadano medio. En la época anterior a 1925, resultaba prácticamente imposible hasta para los estadouniden-ses más acaudalados adquirir acciones honesta y eficientemente.

Lo peor de todo es que, en el año 2002, las buenas noticias sobre una rentabilidad de las acciones históricamente alta son de dominio público. Por razones históricas, muchos expertos financieros empren-den un estudio serio en torno a la rentabilidad de las acciones en Esta-dos Unidos a partir de unos datos que se inician en 1871. Pero vale la pena recordar que en el año 1871 sólo habían pasado seis años desde el final de la Guerra de Secesión, y las acciones industriales se ven-dían a precios ridículamente bajos, esto es, a una cantidad equivalente a entre tres y cuatro veces los ingresos anuales que éstas repercutían. En cambio, actualmente, las acciones se venden a casi diez veces esa tasación, lo que hace improbable que seamos testigos de una repeti-ción de la rentabilidad ofrecida en los últimos 130 años.

Finalmente, existe el pequeño asunto del riesgo. La figura 1.1 es asimismo decepcionante por la manera en que se exponen los datos dada la enorme gama de valores del dólar contenida en su escala ver-tical. Así, la Gran Depresión, durante la cual las acciones perdieron más del 80% de su valor, es apenas visible. De igual modo, el merca-do bajista del bienio 1973-1974, durante el cual las acciones perdie-ron más de la mitad de su valor posterior a la inflación, se representa tan sólo mediante un ligero aplanamiento de la línea del gráfico. Y la caída de la Bolsa, ocurrida en octubre de 1987, no es en absoluto apreciable. Estos tres eventos expulsaron permanentemente a millo-nes de inversores del mercado bursátil. Para una generación posterior al crac de 1929, la abrumadora mayoría del público inversor rehuía por completo el mercado bursátil.

La típica presunción de los mercados alcistas es que el público ha aceptado el valor de la inversión a largo plazo y que nunca venderá sus

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acciones simplemente porque haya una fluctuación en el mercado. Y una y otra vez, el público inversor se desespera tras las inevitables y extenuantes caídas que se producen periódicamente en los mercados bursátiles, y el ciclo comienza de nuevo.

Con tal circunstancia en mente, nos disponemos a sondear la his-toria de la rentabilidad de acciones y bonos en todos los lugares del globo en busca de pistas relativas a cómo conseguir parte de los bene-ficios que estas inversiones procuran.

En resumidas cuentas, este libro trata sobre la configuración de unas carteras de inversión que sean prudentes y eficaces al mismo tiempo. La construcción de una casa es una metáfora valiosa perfecta-mente aplicable a este proceso. Lo primero que hace un experimen-tado constructor, antes de dibujar los planos, excavar los cimientos o encargar los accesorios, es saber cuáles son los materiales de cons-trucción que tiene a su disposición.

En el caso de la inversión, estos materiales son las acciones y los bonos, y es imposible dedicar mucho tiempo a estudiarlos, puesto que ya consumiremos mucha energía en nuestro exhaustivo análisis de los cientos de años de la historia inversora humana, un tema que quizá habrá quienes consideren tangencial para nuestro objetivo ulte-rior. Pero no tema, le aseguro que nuestros esfuerzos en esta área serán bien recompensados, dado que cuanto mejor comprendamos la naturaleza, el comportamiento y la historia de nuestros materiales constructivos, más sólida será nuestra casa.

El estudio de la historia financiera es una parte esencial de la for-mación de cualquier inversor que se precie. No nos es posible prede-cir el futuro de forma precisa, pero el conocimiento del pasado suele permitirnos identificar el riesgo financiero en el aquí y el ahora. La rentabilidad es un factor incierto. Pero los riesgos, al menos, sí pue-den controlarse. Tendemos a pensar que los mercados de acciones y bonos son fenómenos históricos relativamente recientes, pero, de hecho, han existido mercados crediticios desde que la civilización humana se asentó por primera vez en el Arco Fértil mesopotámico. Y los gobiernos han estado emitiendo bonos desde hace varios cientos de años. Lo que es más importante, una vez emitidos, estos bonos fluctuaban en precio en función de las condiciones económicas, polí-ticas y militares, exactamente igual a como sucede en la actualidad.

En ningún otro ámbito como en el financiero se aplica mejor la sen tencia del famoso filósofo George Santayana: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». La historia

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financiera nos proporciona una sabiduría valiosísima sobre la natu-raleza de los mercados de capital y de la rentabilidad de los títulos o valores, pero algunos inversores inteligentes se permiten el lujo de ignorar este precedente.

El riesgo y la rentabilidad a lo largo de los siglos

Incluso antes de que el dinero se inventara en forma de pequeñas bo litas de plata, hace unos 5.000 años, han existido mercados cre-diticios. Es probable que durante miles de años, en la prehistoria, se hicieran préstamos de grano y ganado con intereses; una fanega de piel de becerro prestada en invierno era pagada al doble de su valor en la época de la cosecha. Tales prácticas aún están muy extendi- das en las sociedades primitivas. (Cuando el oro y la plata se empeza-ron a usar como dinero, se tasaban en función de las cabezas de gana-do, y no al revés). Pero la invención del dinero magnificó la cuestión prin cipal que ha ido apareciendo de forma recurrente a lo largo de la historia de la inversión: ¿cuántos réditos deben pagar los prestatarios a los prestamistas?

A estas alturas quizá se pregunte por qué dedicamos tantas líneas a la historia primitiva de los mercados crediticios. La razón de su rele-vancia es simple. Dos economistas galardonados con sendos premios Nobel, Franco Modigliani y Merton Miller, se dieron cuenta hace más de cuarenta años que el coste agregado del capital, así como su renta-bilidad, ajustada al riesgo, son idénticos, más allá de si se emplean acciones o bonos. En otras palabras, si nuestros antepasados hubieran usado la emisión de acciones en lugar de la deuda para financiar sus negocios, la rentabilidad o tasa de rendimiento habría sido la misma. De manera que estamos observando un razonable retrato de la renta-bilidad de la inversión en un lapso de milenios.

La historia de los antiguos mercados crediticios es bastante exten-sa. De hecho, gran parte de los primeros registros históricos proce-dentes del Arco Fértil –Sumeria, Babilonia y Asiria– versan sobre el préstamo pecuniario. Buena parte del famoso Código babilónico de Ham murabi –el primer conjunto completo de leyes– trataba el tema de las transacciones comerciales.

Bastará con un antiguo y pequeño ejemplo. En la Grecia clásica, un negocio habitual consistía en el «contrato a la gruesa o préstamo a riesgo marítimo», que consistía en que el prestamista entregaba dine-

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ro u otros bienes fungibles a un naviero para realizar transporte marí-timo, obligándose el naviero a pagar al prestamista el precio del riesgo (pretium periculi) sólo si el viaje concluía en feliz arribo a puerto. Exis-te una gran cantidad de datos disponibles de tales préstamos, como por ejemplo, que las tasas eran del 22,5% por un viaje de ida y vuelta al Bósforo en época de paz y del 30% en tiempos de guerra. Dado que es probable que naufragaran poco menos del 10% de los navíos, estos viajes eran muy rentables en el monto total, pero bastante arriesgados sobre una base individual. Ésta es una de las primeras demostracio-nes históricas de la relación existente entre el riesgo y la rentabilidad: la tasa de interés del 22,5% era alta, incluso para ese periodo, lo que refleja la incertidumbre de encargarse de la navegación y el comer-cio marítimos. Además, la tasa aumentaba en tiempos de guerra para compensar el mayor riesgo de pérdida de la carga.

Otra cosa que aprendemos de este breve repaso a las finanzas de la antigüedad es que las tasas de interés se correspondían con el grado de estabilidad de la sociedad: en tiempos convulsos, la renta-bilidad era más alta dado que había menos sentido de la confianza pública y de permanencia social. Todas las grandes civilizaciones anti-guas muestran un patrón de las tasas de interés «en forma de U», con tasas altas en las primeras etapas que lentamente decaían a medida que dichas civilizaciones maduraban y se estabilizaban, alcanzando el mínimo en el punto álgido de su evolución y volviendo a subir a medida que se iniciaba la decadencia de las mismas. Por ejemplo, el apogeo del Im perio Romano, que tuvo lugar en los siglos I y II de nuestra era, muestra tasas de interés de tan sólo el 4%.

Por regla general, los registros históricos sugieren una excelente rentabilidad de las inversiones en el mundo clásico. Pero este registro refleja únicamente aquellas sociedades que sobrevivieron y prosperaron, dado que las sociedades exitosas tienen muchas más probabilidades de dejar constancia de su existencia y de sus logros. Los inversores romanos, griegos y babilónicos tuvieron mucho más éxito que los que habita-ban en naciones que ellos conquistaron (los ciudadanos de Judea o Cartago tenían preocupaciones mucho más importantes que sus car-teras de inversiones fallidas).

Éste no es en absoluto un asunto trivial. En las fases iniciales de la historia, nos encontramos con el «sesgo de supervivencia», a saber, el hecho de que sólo los mejores resultados tienden a reflejarse en los libros de historia. En el siglo XX, por ejemplo, los inversores de Esta-dos Unidos, Canadá, Suecia y Suiza consiguieron amplias ganancias

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porque no se vieron afectados en ningún sentido por los desastres militares y políticos que acosaron a la mayoría de habitantes del pla-neta. En cambio, los inversores de países tan convulsos como Alema-nia, Japón, Argentina o India, no tuvieron tanta suerte, puesto que obtuvieron beneficios mucho más modestos.

Por consiguiente, fiarse del rendimiento de la inversión de las nacio-nes e imperios más exitosos de la historia como indicativo para sus pro-pias inversiones futuras resulta engañoso. A continuación, ex pongo a su consideración un excelente ejemplo de «sesgo a posteriori»; en 1913, no resultaba de ningún modo obvio que Estados Unidos, Canadá, Suecia y Suiza tendrían la mejor rentabilidad en el futuro, ni que Alemania, Japón, Argentina e India tendrían la peor. Volviendo más atrás en el tiem-po, en 1650, Francia y España eran las potencias económicas y militares más poderosas de Europa, mientras que Inglaterra no pasaba de ser una advenediza y empobrecida nación desgarrada por la guerra civil.

En el registro mínimo en cuanto a las tasas de interés, la tasa del 4% alcanzada en Roma es particularmente relevante para el público contemporáneo. Nunca antes, y quizá nunca después, los ciudadanos de una nación han tenido un sentido de permanencia política y cultu-ral tan grande como durante el periodo de máximo apogeo del Impe-rio Romano. Por lo tanto, esta rentabilidad del 4% alcanzada en el cenit de la civilización romana quizá represente una especie de límite inferior natural en la rentabilidad de las inversiones, que sólo pueden experimentar las naciones más confiadas (o quizá con exceso de con-fianza) y que se hallan en el punto más álgido de su dominio.

El economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk afirmó que el nivel cultural y político de un país podía discernirse a partir de su tasa de interés: cuanto más avanzada fuera la nación, más baja sería la ta-sa del préstamo. Por su parte, el economista Richard Sylla señala que se puede considerar un gráfico de tasas de interés como un «cuadro clí nico de fiebre», con picos que casi siempre representan una crisis política, económica o militar, y líneas largas y planas que dan fe de los periodos de estabilidad prolongados.

Tal y como podremos observar, la rentabilidad romana del 4% es aproximadamente la misma que la rentabilidad agregada del capital (cuando las acciones y los bonos se consideran conjuntamente) pro-ducida en Estados Unidos durante el siglo XX, y tal vez un poco supe-rior a la rentabilidad agregada esperada para el próximo siglo. (La tasa romana del 4% se basaba en el oro, por lo que la rentabilidad era real, esto es, una rentabilidad posterior a la inflación).

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El mismo fenómeno se observó en Europa. Inicialmente, las pri-mitivas e inestables sociedades de la Europa del Medievo tenían tasas de interés muy altas, que gradualmente fueron decayendo a medida que la Alta Edad Media (o Edad de las tinieblas) dio paso al Renaci-miento y la Ilustración. Para ilustrar este punto, la figura 1.2 muestra las tasas de interés europeas entre los siglos XIII y XVIII.

Una de las invenciones financieras más importantes de Europa fue la «anualidad o renta vitalicia», es decir, un bono que paga intereses de por vida, sin que se llegue nunca a cubrir la cantidad principal. Esta modalidad es diferente de la anualidad moderna de las compa-ñías aseguradoras, en la que los pagos cesan con la muerte del propie-tario. Las anualidades europeas eran habitualmente emitidas por los gobiernos para sufragar los gastos bélicos y nunca expiraban; en lugar de eso, se entregaban e intercambiaban entre las sucesivas genera-ciones de inversores. Los principiantes tienden a rehuir un préstamo que sólo produce intereses y donde no se reintegra el capital inverti-do, pero la anualidad proporciona un método muy útil para pensar en el precio de un préstamo o bono. Vale la pena dedicar algún tiempo

FIGURA 1.2

Tasas de interés en Europa, 1200-1800

(Fuente: Homer y Sylla, A History of Interest Rates)

Italia

15%

12%

9%

6%

3%

0%

1200 1300 1400 1500 1600 1700 1800

Francia

Inglaterra

Países Bajos

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a discutir este tema, ya que no en vano constituye uno de los funda-mentos de las finanzas modernas.

Si tiene dificultades para abordar un concepto de préstamo en el que se pagan intereses de por vida pero nunca se restituye el pago del capital principal, considere el Bono del Tesoro a 30 años emiti-do en Estados Unidos, que produce 60 pagos de intereses semianua-les antes de reembolsar la inversión. Durante los últimos 30 años, la inflación ha dado un promedio superior al 5% anual; a lo largo de dicho periodo, el poder adquisitivo del dólar original cayó a menos de 23 centavos. (Dicho de otra manera, el poder adquisitivo del dólar des-cendió en un 77%). Así que casi todo el valor del bono procede del interés, no del capital invertido. Extienda el plazo del préstamo hasta los 100 años, y el valor ajustado a la inflación del capital invertido final es inferior a un centavo por cada dólar.

Históricamente, la anualidad impuesta por los gobiernos europeos es digna de ser considerada en la actualidad por una razón convin-cente: su valor es extremadamente simple de calcular. Para ello, divida el pago anual por la tasa de interés actual (del mercado). Por ejem-plo, considere una anualidad que abona 100 dólares al año. A una tasa de interés del 5%, esta anualidad tiene un valor de 2.000 dólares (100/0,05 = 2.000). Si usted compró una anualidad cuando las tasas de interés estaban al 5%, y las tasas se incrementan al 10%, el valor de su anualidad habrá caído a la mitad, dado que 100/0,1 = 1.000).

Por lo tanto, comprobamos que el valor de un bono o préstamo a largo plazo en el mercado está inversamente relacionado con la tasa de interés. Cuando las tasas suben, el precio baja; cuando las tasas bajan, el precio sube. Los bonos modernos de larga duración se tasan prácticamente de la misma manera; si el rendimiento de un bono aumenta proporcionalmente en un 1% –pongamos por caso, de un 5% a un 5,05%– significa que ha perdido un 1% de su valor.

La anualidad más antigua y mejor conocida son los prestiti vene-cianos, usados para financiar las guerras en las que se hallaba inmer-sa la República de Venecia. Dichas anualidades no eran otra cosa que em préstitos obligatorios extraídos de los ciudadanos más pudientes de la República. El dinero se remitía a una oficina central de registro, la cual después pagaba al propietario registrado los intereses periódi-cos. Estos préstamos cargaban una tasa de tan sólo el 5%. Como quie-ra que las tasas de interés preponderantes en los mercados crediticios nacionales eran muy superiores, la «compra» de un prestiti a una tasa del 5% constituía una especie de impuesto gravado a su propietario,

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que estaba obligado a comprarlo a su valor nominal. Con todo, el era-rio de Venecia permitía a los propietarios vender sus prestiti a otras personas, esto es, cambiar el nombre registrado en la oficina central. Así, este tipo de empréstitos pronto se convirtió en el vehículo favorito para la inversión y la especulación entre la nobleza veneciana e inclu-so tuvieron amplia difusión por toda Europa. Este mercado «secun-dario» de los prestiti aporta a los historiadores económicos una vívida imagen del mercado de bonos medieval, que tuvo una gran actividad durante muchos siglos.

Piense en la imposición a un ciudadano acaudalado de un prestiti por valor de 1.000 ducados, que producen 50 ducados al año, o un 5% de rendimiento. Si la tasa de interés imperante en el mercado secun-dario era en realidad del 6,7%, entonces el propietario podía venderlo en el mercado a sólo el 75% de su valor nominal, o lo que es lo mismo a 750 ducados, dado que 50/0,067 = 750.

En la figura 1.3, he señalado los precios de los prestiti durante los siglos XIV y XV. (La «paridad» o valor nominal de los bonos se establece

FIGURA 1.3

Precios de los prestiti venecianos, 1300-1500

(Fuente: Homer y Sylla, A History of Interest Rates)

Prec

io (p

orce

ntaj

e de

l val

or n

omin

al)

100

80

60

40

20

0

1300 1350 1400 1450 1500

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arbitrariamente en 100). Por primera vez en la historia de los rendi-mientos del capital, ahora somos capaces de examinar el elemento riesgo. Definido en sus términos más básicos, el riesgo es la posibili-dad de perder dinero.

Si echa una rápida ojeada a la figura 1.3, verá que los propietarios de los prestiti estaban ciertamente expuestos a esta desgraciada pers-pectiva. Por ejemplo, en el plácido año de 1375, los precios alcanzaron una tasa de 92 1/2. Pero sólo dos años más tarde, tras una devasta-dora guerra con Génova, los pagos de los intereses se suspendieron temporalmente y se impusieron vastas cantidades de nuevos prestiti, reduciendo los precios hasta una tasa de 19, lo cual constituyó una pérdida temporal del valor principal de un 80%. Aunque las fortu-nas venecianas pronto volvieron a su situación anterior, la catástro-fe financiera minó la confianza de los inversores durante más de un siglo y los precios no se recuperaron hasta que la deuda fue refinan-ciada en 1482.

Aun teniendo en cuenta estos traspiés, los inversores europeos medievales y renacentistas obtuvieron buenas ganancias de su capi-tal. Pero estos beneficios se adquirieron asumiendo un riesgo, que se caracterizó por las emociones brutales y el comportamiento violento. Como pronto comprobaremos, los inversores posteriores de Europa y América también han experimentado similares elevadas ganancias ajustadas a la inflación. Pero incluso en el mundo moderno, allí don-de hay rentabilidad también acecha el riesgo.

La clave de todo este ejercicio histórico es establecer el concepto más importante de las finanzas, a saber, que el riesgo y la rentabili-dad están inextricablemente conectados. Si desea tener la oportunidad de conseguir pingües beneficios, tendrá que asumir grandes riesgos. Si desea la seguridad, se tendrá que contentar por fuerza con unas ganancias más modestas. Considere los precios de los prestiti en tres años diferentes.

AÑO PRECIO

1375 92 1/2

1381 24

1389 44 1/2

Un inversor veneciano que hubiera comprado prestiti en 1375, cuando la República parecía estable, habría resultado seriamente

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perjudicado. A la inversa, un inversor lo suficientemente valiente como para comprar a los bajos precios imperantes en 1381, cuando todo pa-recía perdido, habría obtenido elevadas ganancias. La rentabilidad alta se obtiene comprando a precios bajos y vendiendo a precios altos, mientras que la rentabilidad baja se produce cuando se compra a pre-cios altos y se vende a bajo precio. Si compra una acción o bono con la intención de venderlo a, digamos, veinte años, no podrá predecir qué precio alcanzará en esa fecha futura. Pero usted puede determinar con exactitud matemática que siempre que la empresa emisora no quiebre, cuanto más bajo sea el precio que usted pague en la actua-lidad, más alta será la rentabilidad futura; y a la inversa, cuanto más alto sea el precio, más baja será su rentabilidad.

Éste es un principio esencial que escapa a la mayoría de peque-ños inversores. Incluso los economistas financieros más reputados del mundo cometen ocasionalmente este error: en el argot financie-ro, «confunden la rentabilidad esperada con la rentabilidad realiza-da». O, en lenguaje simple, confunden el futuro con el pasado. Esta observación no puede hacerse muy a menudo o demasiado enérgi-camente: una rentabilidad elevada previa suele indicar una rentabi-lidad futura baja, y viceversa, una rentabilidad baja en el pasado será indicativa de unos beneficios futuros elevados.

El problema en este caso radica en que comprar cuando los pre-cios están bajos es siempre una propuesta que infunde temor. Los precios bajos que producen una alta rentabilidad futura no son posibles sin la presencia del caos y el riesgo. La moraleja que pueden extraer los inversores modernos es palmaria: la reciente altísima rentabilidad de las acciones en Estados Unidos no habría sido posible sin el caos sufrido en el siglo XIX y la prolongada caída de los precios que se pro-dujo a raíz de la Gran Depresión. Por el contrario, el idílico entorno social, político y económico previo a los atentados del World Trade Center derivó en unos valores de Bolsa muy elevados; la desaparición de aquel escenario mundial de aparente bajo riesgo dejó una estela de baja rentabilidad tras de sí.

Una mirada más detallada a la tasación de bonos y a la rentabilidad

Hasta ahora, hemos analizado la rentabilidad de bonos y créditos a través de una muy amplia perspectiva histórica. Llegados a este pun-

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to, es hora de centrarse en la exacta esencia del riesgo que conllevan la deuda y los bonos, así como en su comportamiento a lo largo de la historia. Imaginemos que usted es un próspero mercader veneciano, sorbiendo felizmente un bardolino en su palazzo, y pensando en el valor de los prestiti que su familia ha hecho registrar en la Oficina de Préstamo de la Piazza San Marco durante las últimas generaciones. Por su propia experiencia así como por la de sus padres y abuelos, usted sabe que el precio de estas anualidades responde a dos facto-res diferentes. El primero es el de la absoluta seguridad, vaya o no a sobrevivir la propia República. Cuando los bárbaros se hallen a las puertas de la ciudad, las tasas de interés se dispararán y los precios de los bonos caerán en picado. Una vez pasado el peligro, las tasas de interés decaerán mientras que los precios de los bonos subirán como la espuma. En consecuencia, el riesgo es la posibilidad de que el emi-sor de bonos (en este caso, la propia República) no sobreviva. En los tiempos modernos, nos preocupamos más por una simple bancarrota que por una catástrofe militar.

Pero usted se da cuenta de algo más: aun en las épocas más sose-gadas, cuando el crédito se torna algo sencillo y las tasas de interés au mentan, los precios descienden. Por supuesto, así es como debe ser: las férreas reglas de la tasación de la anualidad obligan a que si las tasas de interés se doblan, su valor se reduzca a la mitad.

Usted comienza a inquietarse por las subidas y bajadas de la for-tuna de su familia y con los giros inesperados del mercado crediticio; se pregunta si es posible reducir, o incluso eliminar, el riesgo. La res-puesta, como enseguida veremos, es un sonoro «¡sí!».

Pero antes de seguir, recapitulemos. El primer riesgo –el que los turcos asolen la República o que los navíos de sus vecinos se hun-dan– se llama «riesgo crediticio». En otras palabras, la posibilidad de perder parte, si no todo, su capital invertido a causa del fracaso de su deudor. El segundo riesgo –el causado por el aumento y descenso de las tasas de interés– se conoce como «riesgo de la tasa de interés». Para el inversor moderno, este riesgo es prácticamente sinónimo de riesgo de inflación. Cuando usted compra un Bono del Tesoro a 30 años, el mayor riesgo que está asumiendo es que la inflación dejará su futuro interés y el pago del capital principal casi sin valor.

La solución al riesgo de la tasa de interés es, pues, prestar a corto plazo. Si su préstamo o bono es pagadero a tan sólo un mes, habrá prácticamente eliminado el riesgo de inflación y de la tasa de interés, dado que en un periodo inferior a 30 días, usted podrá reinvertir su

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capital a una nueva tasa más elevada. Desde que los babilonios inicia-ron el comercio secundario de instrumentos de deuda, los inversores han rehuido el riesgo de las tasas de interés adquiriendo títulos/prés-tamos a corto plazo. Por desgracia, los préstamos a corto plazo tienen sus propios riesgos inherentes.

Necesitamos quitarnos de en medio un poco más de trabajo. Para los próximos capítulos, denominaremos a las obligaciones a corto pla-zo (generalmente, menos de un año) «pagarés» y a las obligaciones a largo plazo «bonos». Las comparaciones directas entre las tasas de los pagarés y las de los bonos no fueron posibles hasta que el Banco de Inglaterra inició las operaciones en 1694 e inmediatamente comenzó a dominar los mercados crediticios británicos.

En 1749, el ministro de Hacienda (el equivalente inglés al Secre-tario del Tesoro de Estados Unidos), Henry Pelham, fusionó todas las obligaciones gubernamentales a largo plazo. Posteriormente, estas obligaciones consolidadas fueron conocidas como los famosos «bonos perpetuos». Se trataba de anualidades, igual que los prestiti, que nunca amortizaban el capital principal. Estas anualidades aún se negocian hoy en día, más de doscientos cincuenta años después. Estos bonos perpetuos, a semejanza de los prestiti, proporcionan a los historiadores un registro ininterrumpido de tasación de bonos y tasas a lo largo de los siglos.

Por otro lado, los pagarés eran simples documentos de papel de un cierto valor nominal, adquiridos con descuentos. Por ejemplo, el Banco de Inglaterra podía ofrecer un pagaré con valor nominal de 10 li-bras, que podía ser comprado a un precio rebajado de nueve libras y diez chelines (9,5 libras) y ser hecho efectivo un año más tarde a un valor nominal de diez libras, lo cual daba una tasa de interés del 5,26% (10/9,5 = 1,0526).

Las tasas de los pagarés (y depósitos bancarios) y de los bonos (bonos perpetuos) en la Inglaterra del siglo XIX se pueden observar en la figura 1.4. El inversor moderno pronosticaba que los pagarés cargarían un interés más bajo que los bonos perpetuos, dado que aquéllos no estaban expuestos al riesgo de la tasa de interés (es decir, a la inflación). Pero durante la mayor parte del siglo, las tasas a cor-to plazo fueron en realidad mayores que las tasas a largo plazo. Este hecho ocurrió por dos razones. La primera, como discutiremos más adelante, es que sólo en el siglo XX la inflación elevada sostenida se convirtió en un flagelo; el oro era dinero, así que los inversores no se preocupaban por una potencial depreciación de su valor. Y la segunda

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es que los británicos pudientes valoraban el flujo de ingreso continuo que suponía los bonos perpetuos. La rentabilidad de los pagarés era bastante variable, y un noble que deseara un nivel de vida constante consideraría extremadamente inconveniente la incertidumbre de la tasa del pagaré.

Como puede comprobar, la tasa de interés de los pagarés a cor-to plazo era mucho más incierta que la de los bonos perpetuos. De ahí que aquellos que invertían en pagarés exigieran una rentabilidad mayor en vista de que las ganancias eran inciertas. La figura 1.4 tam-bién muestra algo mucho más importante: el gradual desplome de las tasas de interés a medida que la sociedad británica se estabilizaba y dominaba el globo. En 1897, la rentabilidad de los bonos perpetuos alcanzó la mínima expresión con una tasa del 2,21%, lo cual no ha vuelto a repetirse desde entonces. Este hecho permite identificar el nivel máximo de apogeo del Imperio Británico tan bien como cual-quier otro evento político o militar.

El equilibrio entre la variabilidad de las ganancias de los pagarés y el riesgo de las tasas de interés implícito en los bonos perpetuos se

FIGURA 1.4

Tasas de interés a corto y largo plazo en Inglaterra, 1800-1900

(Fuente: Homer y Sylla, A History of Interest Rates)

Corto plazo (interés bancario)

Largo plazo (bonos perpetuos)

8%

6%

4%

2%

0%

1800 1820 1840 1860 1880 1900

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invierte durante el siglo XX. Con el abandono del patrón oro tras la Primera Guerra Mundial, y la consiguiente explosión inflacionaria, el inversor moderno exige ahora una rentabilidad mayor a los bonos a largo plazo y a las anualidades que a los pagarés, puesto que tan-to los bonos como las anualidades exponen a aquél a graves daños al depreciar su dinero (inflación). Por ello, últimamente, las tasas a largo plazo suelen ser superiores a las tasas a corto plazo, dado que los inversores necesitan ser compensados por asumir el riesgo de los daños que la inflación inflige en los bonos a largo plazo.

La historia de las tasas de interés en Inglaterra refuerza la noción de que la rentabilidad alta lleva aparejada un riesgo. La anarquía y la destrucción llegaron a las costas británicas entre 1789 y 1814, incitan-do a los inversores a exigir beneficios cada vez más altos sobre sus fondos. Lo que recibieron fue una tasa perpetua del 5,5% (recuerde que no había inflación) con los, por lo demás, ultraseguros bonos per-petuos. Por otro lado, el ciudadano inglés de las postrimerías de la época victoriana vivía en lo que en aquel tiempo parecía el sumo de la estabilidad y la permanencia. Pero tal seguridad comportó una baja rentabilidad. Superado el 1900, la historia le hizo una mala pasada al inversor británico, por lo que el hecho de que la rentabilidad de accio-nes y bonos estuviera por los suelos era el menor de sus males.

La lección que aquí debe extraer el inversor moderno es bien evi-dente. Antes de los trágicos sucesos del 11 de septiembre de 2001, mu chos inversores fueron animados por el aparente vigor y seguridad que ofrecía la economía mundial tras la Guerra Fría. Sin embargo, tan-to la lógica de los mercados como la historia nos enseñan que cuando el sol brilla en su máximo esplendor, la rentabilidad de las inversiones está bajo mínimos. Y así es como debe ser: la estabilidad y la prosperi-dad implican altos precios de los activos, lo cual, dada la relación inversa entre el rendimiento y los precios, desemboca en una baja rentabilidad futura. Por el contrario, la máxima rentabilidad se obtiene asumiendo un riesgo prudencial cuando las cosas tienen un aspecto de lo más des-corazonador. Éste es un tema sobre el que volveremos reiteradamente.

La rentabilidad de los bonos en el siglo XX

La historia de los bonos en el siglo XX es única, pues ni el más exhaus-tivo conocimiento de la historia financiera habría podido preparar al inversor del siglo XIX para el huracán que se avecinaba sobre los mer-

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cados mundiales de renta o ingresos fijos una vez superada la barrera del cambio de siglo.

Con el objeto de comprender lo que sucedió en aquel momento, es necesario discutir brevemente la transición del patrón oro al siste-ma de papel moneda que tuvo lugar a principios de la década de 1900. Ya hemos mencionado anteriormente el abandono del patrón oro tras la finalización de la Primera Guerra Mundial. Antes de aquella épo- ca, excepto durante periodos muy breves, el oro era dinero. En Estados Unidos, aún existe una abundante provisión de antiguas monedas de 2,5 dólares, 5, 10 y 20 dólares (conocida como el doble águila) en manos de coleccionistas y comerciantes nostálgicos, pues siguen siendo monedas de curso legal. Debido a tal abundancia, la mayoría de estas monedas no valen mucho más que su estricto valor metáli-co. Con todo, estas monedas desaparecieron de la circulación cuando su valor oro excedió su valor nominal. Por ejemplo, una moneda de 2,5 dólares que pesaba alrededor de 3,54 g contiene aproximadamen-te 35 dólares de valor oro según los precios actuales, por lo que sería de locos intercambiarla por artículos con un valor nominal de dos dólares y medio.

Con el paso del tiempo, el valor del oro en relación con otros pro-ductos y servicios permanece más o menos constante: una onza de oro permitía comprar un respetable traje para hombre en los tiempos de Dante y, hasta hace sólo unos pocos años, uno podía aún comprar-se un traje decente con dicha cantidad de oro. A causa de las inestabi-lidades en los flujos internacionales de lingotes de oro, resultantes de la inflación posterior al conflicto, el modelo basado en el patrón oro, que había existido desde la primera acuñación en Lidia (al oeste de la península de Anatolia), desapareció para siempre en las dos décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial.

Liberados de la obligación de tener que cambiar el papel moneda por el metal amarillo, los gobiernos empezaron a imprimir billetes, en ocasiones descontroladamente. La Alemania de los años veinte es un buen ejemplo de ello. El resultado fue la primera gran inflación a escala internacional, que se fue acelerando alternativamente a lo lar-go de todo el siglo XX, alcanzando su clímax final alrededor de 1980, cuando los bancos centrales y las tesorerías mundiales aumentaron las tasas de interés y tuvieron que acabar ralentizando las prensas.

Pero el daño a la confianza de los inversores ya estaba hecho. An tes del siglo XX, los compradores de bonos se habían acostumbrado hacía tiempo a los dólares, las libras y los francos, los cuales no se

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depreciaban de valor con el paso del tiempo. A comienzos del si- glo XX, los inversores aún creían que un dólar, libra o franco corriente permitiría comprar lo mismo que entonces en los siguientes cincuen-ta años. En las décadas posteriores a la conversión a papel moneda, los inversores fueron percatándose paulatinamente de que sus bonos, que tan sólo prometían futuro papel moneda, valían menos de lo que pensaban, generando un aumento de las tasas de interés que se observa en las figuras 1.5 y 1.6; el resultado fueron pérdidas devasta-doras para los titulares de bonos.

En pocas palabras, los titulares de bonos del siglo XX fueron ataca-dos de improviso por lo que los economistas financieros denominan el «diluvio universal»: en este caso, la desaparición del dinero de valor constante respaldado en el oro. Antes de la llegada del siglo XX, las naciones habían dejado de adoptar temporalmente el dinero pesado (léase, las monedas de oro o plata), habitualmente durante periodos de guerra, pero su abandono global permanente nunca fue contem-plado hasta poco antes de la Primera Guerra Mundial. Tras dicha con-tienda, el cambio fue ya definitivo.

FIGURA 1.5

Tasas de interés de bonos a largo plazo/bonos perpetuos en Inglaterra,

1900-2000. (Fuente: Homer y Sylla, Banco de Inglaterra)

20%

15%

10%

5%

0%

1900 1920 1940 1960 1980 2000

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