Post on 20-Mar-2020
Título original: Leila Blue. Le libellule adamantine
Para Conchita, con cariño.
1.ª edición: octubre 2012
© Atlantyca Dreamfarm s.r.l., Italia, 2011International Rights © Atlantyca S.p.A., via Leopardi 8, 20123 Milán, Italia
foreignrights@atlantyca.it - www.atlantyca.comEdición original publicada por Arnoldo Mondadori Editore S.p.A, Milán, 2011
© De la traducción: Verónica Castañón Nieto, 2012© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., Madrid, 2012
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madridwww.anayainfantilyjuvenil.com
e-mail: anayainfantilyjuvenil@anaya.es
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a Atlantyca S.p.A en su versión original. Su traducción y/o versiones adaptadas son propiedad de Atlantyca S.p.A. Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-678-2934-1Depósito legal: M. 20.363/2012
Impreso en España - Printed in Spain
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Miriam Dubini
Traducción de Verónica Castañón Nieto
Las libélulas adamantinas
Ilustrado por Alessandra Sorrentino
Los personajes
Leila
Elena
La tía Frenky
La abuela Erminia
Florián
La Blanquísima
Merlín
Astra
Su Mística Majestad
Ivy Bullitpot
Del Códex Magicorum de la Blanquísima
HecHizo de La obediencia
eterna
Dame tus ojos, dame tu alma,dame tus recuerdos y tus sentimientos.
La persona que eras se vay yo me quedo con tus pensamientos.
Dame tus pies, dame tu aliento,¡no puedes escapar, te tengo preso!
Harás todo lo que te digoy no tendrás ningún amigo.
Dame tu devoción, dame tu fe,olvida tu nombre y de quién es.
Solamente quedo yo,así que obedece mi canción.
Desde ahora no eres nadie.Como la piel sin la serpiente,tu voz se empieza a deshacery en mi sombra te conviertes.
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próLogo
Pobre gatito
El gato Merlín miró a la emperatriz con los ojos en blanco. La luz roja de sus pupilas desapareció
poco a poco y se volvió fría como las ascuas de un fuego apagado. Un momento más tarde, sus iris se encendieron con una nueva luz de color azul claro, el mismo color de los ojos de su nueva dueña. La Blanquísima estudió al felino con aire satisfecho: el hechizo de la obediencia eterna había funcionado a la perfección. En adelante, aquel animalucho capri-choso sería tan devoto y servicial como un cacho-rrillo.
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Merlín solo era el primero de la lista. También las brujas buenas tendrían que inclinar-se muy pronto ante ella y obede-cer sus órdenes.
Cuando eso ocurriese, ha-bría llegado el momento de so-meter a los sinmagia del mun-do entero... Las criaturas mágicas llevaban demasiado tiempo condenadas a escon-derse, a fingir, a renunciar a sus maravillosos pode-res, y todo por culpa de los humanos. Una gran guerra estaba a punto de estallar y aquel gato era su arma más importante. Por eso, lo tenía custodiado en el lu-gar más seguro.
—Volved a encerrarlo en las mazmorras —orde-nó la emperatriz.
Los cisnes se pusieron firmes. —¡Cadete, agarre al prisionero! —ordenó Mister
Flanagan—. ¡Madame, verifique la presencia de las llaves!
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—¡Presencia verificada! —contestó enseguida Madame Prin, sacando un manojo de llaves de plata de debajo de las alas y mostrando una con una imagen de una calavera.
Brosius, en cambio, no dijo nada. Cogió con deli-cadeza a Merlín entre las alas y marchó detrás de sus dos compañeros aguantando la respiración. Pero en cuanto estuvieron lo bastante lejos del salón del tro-no, el cadete empezó a llorar a moco tendido.
—¡Pobre amigo mío! ¡Mi único amigo! ¿Qué te han hecho? —sollozó estrechando al gato entre sus plumas con fuerza—. ¿Qué será de ti ahora, encerra-do en ese sótano helado?
Merlín le dirigió una mirada ausente, como si fue-ra un muñeco de peluche con los ojos tan vacíos como un par de botones de plástico. Dentro de aquel cuerpo peludo no quedaba ni rastro del gato que Brosius ha-bía conocido, y el cisne ya echaba de menos los inso-portables caprichos de su amigo. Madame Prin, por el contrario, suspiró profundamente aliviada.
—Por suerte, siempre podemos contar con la efi-cacia de Su Resplandeciente Blancura para eliminar
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todo desorden. Ahora, la paz volverá por fin a los eternos hielos de este castillo —dijo, al tiempo que abría la celda de Merlín.
—¡Pero ha convertido a mi amigo en un muñeco! —protestó Brosius.
—¡Esa mujer es un genio! —se limitó a contestar Madame—. Me gustaría ser como ella.
—¡Esa mujer es un monstruo y tú ya eres como ella! ¡Otro monstruo! —replicó el cadete.
—¡No permitiré que hables así de nuestra empe-ratriz! ¡No delante de mí!
—¡Pues entonces desaparece, gallina!—¡Prrr! —hizo Madame Prin, escandalizada—.
¡Esto es lo nunca visto!El capitán Flanagan se vio obligado a intervenir:—Te lo advierto, cadete: te estás pasando de la
raya. Aquí hay una jerarquía que debes respetar, del mismo modo que tienes que respetar al reino, a la em-peratriz y todas sus decisiones.
—¿Y si no lo hago? —lo desafió Brosius. —¡Si no lo haces, terminarás entre rejas, como el
gato! —intervino Madame con malicia.
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—¡Perfecto! —decidió Brosius. Entró en la celda y se sentó junto a su amigo de cuatro patas—. Este es el único sitio en el que quiero estar.
Y allí, en la helada oscuridad de aquella celda sub-terránea, se quedaron el cisne y el gato, uno junto al otro, día tras día, durante dos largos meses.
En ese tiempo, la Blanquísima se dedicó a escuchar el viento y a observar imperturbable el horizonte despejado sobre los montes más allá del castillo. Esperaba una señal de las rebeldes y estaba dis-puesta a aguardar sin moverse de su trono todo el tiempo que fuese necesario. No tenía elección. No podía contar con Ivy Bullitpot, la reina de las bru-jas, ya que estaba en la cárcel. Y tampoco podía fiarse de las otras brujas malas, pues habían demos-trado ser un hatajo de pánfilas sin igual. Había lle-gado el momento de enfrentarse a las rebeldes cara a cara, atrayéndolas al castillo con sus despiadados planes.
Dejó de dormir, dejó de comer, dejó de hablar. Solo se concentraba en el rumor del viento para poder
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percibir los más ligeros susurros que llegasen desde cualquier parte del mundo.
Por fin, después de dos largos meses en ayunas, sin pegar ojo y sin hacer otra cosa que escuchar, llegó la señal, que se metió en los sótanos del castillo arras-trándose por los escalones helados con arpegios irre-sistibles. Rebotó entre las rejas nota tras nota y llegó a los oídos de Merlín con el dulce sonido de la voz de su antigua dueña.
—Ha llegado el momento, mi señora —maulló el gato con la voz inexpresiva de un robot.
Brosius se le quedó mirando sin comprender lo que ocurría.
De pronto, un zumbido amenazador se acercó y su terrorífico eco atravesó los túneles que llevaban a las mazmorras.
Una nube de libélulas adamantinas hizo su apari-ción delante de los barrotes. Acto seguido se dispersó y entre las alas, afiladas como cuchillas, apareció la Blanquísima.