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Norba. Revista de Historia, ISSN 0213-375X, Vol. 21, 2008, 181-203 AL MARGEN DEL VALDISMO Y DEL CATARISMO. RELIGIOSIDADES “DESVIADAS” Y MOVIMIENTOS POPULARES DEL OCCIDENTE (PANORAMA HISTÓRICO Y ELENCO BIBLIOGRÁFICO) Emilio MITRE FERNÁNDEZ Universidad Complutense Resumen Valdismo y catarismo pasan por ser las herejías más importantes del occidente europeo en los años cen- trales del Medievo (siglos xii-xiii). No fueron las únicas. Otros movimientos heterodoxos causaron también notable inquietud a las autoridades católicas. Algunos, con amplia base popular, tuvieron ambiciones refor- madoras y se desarrollaron a la par que la reforma oficial gregoriana. Tomarán el medio urbano como prin- cipal campo de actuación: serán los casos de la pataria milanesa o de la revolución comunal de Arnaldo de Brescia en Roma. Otros movimientos de carácter milenarista, profético o apocalíptico tendrán en Joaquín de Fiore su figura más relevante. Palabras clave: Religiosidades europeas, herejías de la Plenitud del Medievo. Abstract Valdesianism and Catharism are thought to be the most important heresies of western Europe in the central years of the Middle Ages (xii-xiii centuries). They were not the only ones. Other heterodox movements also caused serious uneasiness to Catholic authorities. Some, with a wide popular basis, had reformatory ambitions and developed at the same time as the official Gregorian reform. They took the urban medium as their main performance field: it will be the case of the Milanese homeland or the communal revolution of Arnaldo of Brescia in Rome. Other movements of a milenaristic character, either prophetic or apocalyptic, will have in Joachim of Fiore its most relevant figure. Keywords: European religiosities, heresies in the central Middle Ages. Cualquier Historia de la Iglesia con afanes de mera iniciación a la materia insiste en dos herejías características de los siglos centrales del Medievo europeo: la de los valdenses y la de los cátaros. No fueron sin embargo las únicas ni, desde luego, las primeras. La Europa Occi- dental conoció, en efecto, la aparición y desarrollo de diversas corrientes espirituales situadas fuera de lo definido como ortodoxia: etimológicamente, “recta opinión”. Para algunas, como las dos anteriores, disponemos de abundante información que ha dado pie a valiosos estudios

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Norba. Revista de Historia, ISSN 0213-375X, Vol. 21, 2008, 181-203

AL MARGEN DEL VALDISMO Y DEL CATARISMO. RELIGIOSIDADES “DESVIADAS” Y MOVIMIENTOS POPULARES

DEL OCCIDENTE (PANORAMA HISTÓRICO Y ELENCO BIBLIOGRÁFICO)

Emilio MITRE FERNÁNDEZUniversidad Complutense

Resumen

Valdismo y catarismo pasan por ser las herejías más importantes del occidente europeo en los años cen- trales del Medievo (siglos xii-xiii). No fueron las únicas. Otros movimientos heterodoxos causaron también notable inquietud a las autoridades católicas. Algunos, con amplia base popular, tuvieron ambiciones refor-madoras y se desarrollaron a la par que la reforma oficial gregoriana. Tomarán el medio urbano como prin-cipal campo de actuación: serán los casos de la pataria milanesa o de la revolución comunal de Arnaldo de Brescia en Roma. Otros movimientos de carácter milenarista, profético o apocalíptico tendrán en Joaquín de Fiore su figura más relevante.

Palabras clave: Religiosidades europeas, herejías de la Plenitud del Medievo.

Abstract

Valdesianism and Catharism are thought to be the most important heresies of western Europe in the central years of the Middle Ages (xii-xiii centuries). They were not the only ones. Other heterodox movements also caused serious uneasiness to Catholic authorities. Some, with a wide popular basis, had reformatory ambitions and developed at the same time as the official Gregorian reform. They took the urban medium as their main performance field: it will be the case of the Milanese homeland or the communal revolution of Arnaldo of Brescia in Rome. Other movements of a milenaristic character, either prophetic or apocalyptic, will have in Joachim of Fiore its most relevant figure.

Keywords: European religiosities, heresies in the central Middle Ages.

Cualquier Historia de la Iglesia con afanes de mera iniciación a la materia insiste en dos herejías características de los siglos centrales del Medievo europeo: la de los valdenses y la de los cátaros. No fueron sin embargo las únicas ni, desde luego, las primeras. La Europa Occi-dental conoció, en efecto, la aparición y desarrollo de diversas corrientes espirituales situadas fuera de lo definido como ortodoxia: etimológicamente, “recta opinión”. Para algunas, como las dos anteriores, disponemos de abundante información que ha dado pie a valiosos estudios

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de autores cercanos a nosotros (A. Borst, R. Nelli, C. Thouzellier, J. Duvernoy, M. Roquebert, A. Brenon o P. Jiménez por citar algunos especialistas del último medio siglo) aunque tam- bién a interpretaciones carentes del más elemental rigor. Movimientos que precedieron a val- dismo y catarismo han dejado una huella menor o han gozado de un limitado atractivo y pro-yección mediática aunque no por ello sean en absoluto desdeñables.

Sobre ellos queremos hacer algunas observaciones culminadas por un elenco de títulos de indudable utilidad.

1. ¿DESDE CUANDO UNAS HEREJÍAS PROPIAS DEL OCCIDENTE?

El Oriente cristiano, que tuvo en la Constantinopla de la tardía Antigüedad y de los siglos medievales su centro religioso más relevante, es definido como la “Iglesia de los siete concilios”. Se trata de una referencia a las grandes asambleas eclesiásticas que se escalonan entre el I Concilio de Nicea (325) que condenó la herejía arriana, y el II concilio de Nicea del 787 que restableció el culto a las imágenes después de la dura prueba que supuso el fenómeno iconoclasta. Por mor de su reprobación de los grandes movimientos heréticos, ese Oriente de matriz cultural greco-cristiana será también el espacio en el que se fijen las verdades básicas del dogma.

Pero ¿Qué decir del Occidente medieval como campo de experiencias incursas también en la categoría de herejías? Las “desviaciones” religiosas de esta zona tuvieron, se ha dicho, un componente más sociológico y antropológico que teológico. Responden, así, a una idiosincrasia distinta a la de la otra cuenca del Mediterráneo.

Nadie pone en duda la importancia de la querella en torno a la gracia y el pecado original que enfrentó al bretón Pelagio con el norteafricano Agustín de Hipona. El pelagianismo y su derivación el semipelagianismo generaron un gran debate teológico en el mundo mediterráneo durante buena parte del siglo V con importantes secuelas en tiempos posteriores. Estamos ante una línea de pensamiento condenada, junto al nestorianismo, en el concilio ecuménico de Efeso de 431. De acuerdo a las convenciones más consagradas, la doctrina de Pelagio reunía los caracteres de una autentica herejía. Sin embargo, piensan autores como P. Brown, tal acep-ción se reservaba en aquellos años fundamentalmente a las opciones trinitarias (arrianismo, macedonianismo) y cristológicas (nestorianismo, monofisismo, o más tarde el monotelismo) sospechosas de “desviación”. Todas ellas surgieron y posteriormente fueron anatematizadas en Oriente. Sólo muy a pie forzado una elucubración sobre la gracia podría, así, ser considerada ajena al mundo de la ortodoxia, por más que el gran padre norteafricano la incluyera en su relación de herejías poco antes de su muerte.

El donatismo norteafricano –al que igualmente se enfrentó San Agustín– aparece también como herejía típicamente occidental, pero –como bien se ha recordado por algunos– difícil-mente lo sería en el sentido estricto de la expresión, ya que sus seguidores, pese a su marcado radicalismo, defendían las mismas verdades de fe que sus oponentes. ¿Estamos ante un cisma más que ante una herejía? ¿Se trata de uno de tantos movimientos rigoristas que salpicaron la Historia de la Iglesia frente a los que la jerarquía actuó de diferentes formas? No es una desafortunada consideración.

Al arrianismo –a vueltas de nuevo con él– se adscribieron muchos de los pueblos bár- baros llegados a occidente desde el siglo V. No fue sin embargo una herejía nacida en estas tierras aunque dispusiera en ellas de algunas notables comunidades combatidas por autores como Hilario de Poitiers o San Ambrosio. Fue, por el contrario, si no la primera cronológi-

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camente, si la primera gran herejía cristiana, surgida en Oriente de las predicaciones de un clérigo alejandrino –Arrio– y cuya solemne condena, asimismo, se produjo también en Oriente: concilios de Nicea de 325 y I de Constantinopla de 381. A diferencia de lo sucedido frente a errores anteriores, con el arrianismo la Iglesia se lanzó por la senda de las solemnes pro-clamaciones dogmáticas escenificadas en magnas asambleas eclesiásticas. Su implantación en la antigua pars occidentis del Imperio por las monarquías germánicas fue siempre minorita-ria y abocada a la derrota por la ortodoxia nicena. Si al estado hispano-godo de Leovigildo nos remitimos (J. Orlandis), su arrianismo parece incluso bastante alejado de las pautas teo-lógicas fijadas por su fundador.

En cualquier caso, las prolijas relaciones de herejías que nos han sido transmitidas –bien en el De haeresibus del Hiponense o bien, bajo la inspiración de éste, la recogida en el libro VIII de las Etimologías de Isidoro de Sevilla– pueden provocar que los árboles nos impidan ver el bosque.

Sobre un movimiento de implantación esencialmente regional como el priscilianismo –surgido a finales del siglo IV y del que se conservarán importantes resabios siglos más tarde– los investigadores se han pronunciado de diversa forma. La polémica, reactivada en toda su crudeza por Georg Schepss en 1885 con el descubrimiento en la Universidad de Würzburg de once tratados atribuidos a Prisciliano, sigue aún abierta. ¿Una herejía de cuerpo entero influida por corrientes orientales de tipo gnóstico como la consideraron sus detracto-res y ciertos círculos historiográficos? ¿Un movimiento reformista y ascético que en absoluto cuestionaba las grandes verdades de fe y que incluso renegaba abiertamente del maniqueísmo del que algunos le acusaban? ¿La primera doctrina cuyo fundador había de ser víctima del brazo secular al servicio de la Iglesia? ¿Un enfrentamiento entre diversos sectores del clero hispánico en el que Prisciliano llevaría la peor parte? ¿Un movimiento religioso que oculta la abierta inquietud social de unos tiempos de transición? ¿Un sentimiento religioso adaptado a la idiosincrasia de un territorio cual era la provincia de Gallaecia?

Igualmente problemática será también otra corriente hispánica posterior: el adopcionismo, prueba importante para las sociedades carolingia y astur en torno al 800. Sobre su compo- nente teológico, se manifestaron algunos autores del momento y se han pronunciado estudio- sos de nuestro tiempo como J. F. Rivera Recio. El adopcionismo se ajustaría en principio a los esquemas de esas querellas cristológicas tan características del mundo greco-cristiano. Otra cuestión serán los condicionamientos que le acompañen. A juicio de algunos especialistas como R. d’Abadal, en su desarrollo tuvo un papel decisivo la crisis de una iglesia visigoda reconvertida en mozárabe que trató de defenderse de la pujanza de otra iglesia –la franca– abocada a ser auténtica articuladora espiritual del Occidente. Para otros autores como M. Riu o M. Epalza, a su implantación contribuyó la presencia de un poder político-religioso –el Islam– que habría influido poderosamente en los comportamientos de uno de los principa- les promotores de la herejía: el obispo de Urgel Félix. La originalidad teológica del adopcio-nismo quedaría, con todo, sustancialmente rebajada ratificándose con ello una manida idea: en cuanto a producción de herejías y –en contrapartida– de grandes verdades de fe, el Occi-dente latino-germánico marchó durante siglos al ritmo que marcaban sus vecinos del otro lado del Mediterráneo.

2. VÍAS DE ANÁLISIS PARA UN PARTICULAR CAMBIO DE CLIMA RELIGIOSO

El adopcionismo ¿cierre de una época y apertura de una nueva? Una cuestión que nos sumergiría en un debate auténticamente bizantino: el de los orígenes mismos del Medievo.

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2.1. SOBRE EL AÑO MIL DE NUEVO

¿Habría que adelantar el recodo histórico del Occidente hasta el Año Mil? Habitualmente se le ha tomado como una fecha emblemática por muy distintas y a ve-

ces opuestas razones. Bien sea por los presuntos terrores denunciados repetidamente como falacia por autores como H. Focillon, E. Pognon, E. Benito Ruano o D. Le Blevec. Bien sea, por el contrario, a causa de la pervivencia de un milenarismo absconditus según R. Landes. Bien por la expansión de un movimiento de paz y tregua de Dios que supone un importante revulsivo para la sociedad tal y como ha recalcado D. Barthelemy. Bien por la existencia de una mutación social que cierra la fase esclavista del mundo antiguo para dar vía libre a otra de sentido ya propiamente feudal como sugirió G. Bois. O bien por el desarrollo de una religiosidad –peregrinaciones, cruzadas, monaquismo de cuño cluniacense, la misma paz de Dios– no tan ritualista y litúrgica como la carolingia sino más viva y dinámica, tal y como advirtió G. Duby.

Podríamos añadir también que la entrada en un nuevo milenio tiene un valor especial en otro terreno ya que, tras un período de inseguridades (la mítica Edad de Hierro del Pon-tificado), asistimos a un progresivo reforzamiento del poder papal. La teocracia, como bien expresó en su momento M. Pacaut, se definirá a partir de estos años como esencialmente romana. Se fortalecería, sí, la autoridad pontificia y, en ciertos casos, se sanearía la moral y la disciplina eclesiásticas mediante la denuncia de arraigados vicios como el nicolaísmo y la simonía frente a los cuales se tomarán severas medidas. En ciertos casos, sin embargo, que-daron descolocados distintos empeños: los de unas religiosidades que, en los términos más académicos, han sido definidas como herejías.

2.2. LA HEREJÍA MEDIEVAL EUROPEA ¿UNA INVENCIÓN?

Resulta problemático fijar en qué momento se cruza la frontera, muchas veces extrema-damente tenue, entre ortodoxia y heterodoxia. Más aún si tenemos en cuenta que las condenas de la autoridad eclesiástica, que son las que acaban marcando la pauta, suelen producirse tras un proceso de confrontación en el que no siempre las posiciones resultan suficientemente nítidas. El campo de lo definido como herético, en vez de restringirse a unos justos límites, acaba por convertirse en extremadamente difuso.

La acusación de herejía puede responder a una realidad pero puede tener también mu- cho de instrumental. Se definirán como heréticos errores dogmáticos pero también com-portamientos que hacen del antirromanismo en particular y del anticlericalismo en general importantes señas de identidad de las heterodoxias europeas. Como bien es sabido, las in-quietudes religiosas de ciertos sectores de laicos (mujeres incluidas) constituye hoy en día un importante campo de estudio. Uno de sus cultivadores –A. Vauchez– ha insistido en que el concepto de espiritualidad no debe así restringirse exclusivamente al ámbito de las gentes de Iglesia.

Con el llamativo título de Inventer l’hérésie? se jugó hace unos años en un importante coloquio coordinado M. Zerner. Para esta heresióloga la historia de la herejía en el Occidente medieval es la historia de una opacidad, en razón de que los acusadores son siempre juez y parte en la materia. Una de las conclusiones a las que se llegó en ese encuentro presentó a la herejía como producto de una construcción ideológica del aparato eclesiástico que condenó al anatema a difusas religiosidades entre las que existían muy pobres conexiones.

El caso más significativo de “invención” podría ser el de la llamada Herejía del Libre Es- píritu cuyos orígenes se han rastreado en las predicaciones de Amaury de Bene, condenado

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en 1207, y cuya incidencia se supone rebasaría los límites del Medievo. Una incidencia que impregnaría las más variadas religiosidades “desviadas”: desde el panteísmo más crudo a di- versas formas de misticismo. Marcaría incluso la espiritualidad de esas comunidades de be-guinas de controvertido origen y que por su independencia espiritual (¡trágico destino el de Marguerite Porète a principios del siglo xiv!) se mueven frecuentemente en el filo de la navaja.

Despojemos ahora el término invención (de la herejía) de sus más afiladas aristas para devolverle a su sentido puramente etimológico: el de descubrimiento.

Una herejía en efecto, se “descubre” solamente cuando la autoridad establecida advierte –a veces tardíamente– de la existencia de posiciones dogmáticas o de peculiaridades formales que se distancian de las normas oficialmente establecidas. Ello explica, por ejemplo, el caso de Joaquín de Fiore: gozó de incuestionada fama de santo a lo largo de su vida e inmediatamente después de su muerte (1202); pero a partir de 1215 (concilio IV de Letrán), Roma advirtió lo erróneo de sus juicios sobre algunas enseñanzas de Pedro Lombardo en torno a la esencia de la Trinidad. Y sólo con el tiempo y bajo el término no siempre admirativo de “joaquinismo” se etiquetarán ciertas corrientes de religiosidad que se decían inspiradas en su pensamiento. La conducta e intenciones del personaje –incluso su santidad– quedaron sin embargo fuera de toda sospecha para los celadores de la ortodoxia que no dudaban que había procedido de buena fe. Dante, considerado influido por las doctrinas de Joaquín, le sitúa en el Paraíso y admira sus cualidades proféticas. Algo que permitiría marcar distancias con aquellos de sus seguidores que, advertidos de sus errores –caso de Gerardo di Borgo San Donnino– se man-tuvieron pertinazmente aferrados a ellos. Hacia 1300 Ramon Llull diría categóricamente que no había ningún obstinado que se mantuviera en gracia de Dios.

De forma similar a lo ocurrido en el Oriente de la Tardía Antigüedad y Temprano Me-dievo, el Occidente inventó/descubrió muchas veces la herejía a la par que descubrió o sim-plemente reforzó la ortodoxia.

El gran heresiólogo que fue H. Grundmann recordó que las nociones negativas de hereje y herético en absoluto definen actitudes de incrédulos; más bien de creyentes insatisfechos convencidos de poder realizar un cristianismo mejor que el predicado por la iglesia jerár- quica. A. Vauchez, uno de los más prestigiosos especialistas sobre religiosidad medieval, ha advertido, asimismo, que se debe ser prudente ante las acusaciones de herejía que se vierten a lo largo del Medievo ya que muchas veces no responden a lo que técnicamente cabría con-siderar como tal. En más de una ocasión nos encontramos ante un verdadero continuum entre movimientos de reforma en el interior de la Iglesia y otros excluidos por ella. A una situación de no retorno se llegará cuando Roma sea incapaz de acoger ciertas corrientes novadoras –no necesariamente heréticas– ingresadas en el campo de la disidencia o empujadas a él.

No de forma gratuita, una de las principales revistas que abordaron esta temática (Heresis), nacida en 1983, cambió su subtítulo en 2000: de Revue d’hérésiologie médiévale. Editions de textes-Recheche a Revue semestrielle d’Histoire des dissidences médiévales. Un concepto –el de disidencia– más amplio, menos “confesional” y que, se pensaba, reflejaba mejor la compleja realidad de unos hechos.

Y no gratuitamente tampoco se ha preferido poner a muchos de los condenados como herejes la etiqueta de reformadores que, al menos en sus intenciones, coinciden con programas adoptados desde la ortodoxia. A mediados del xii por ejemplo, recuerda H. Wolter, chocaron violentamente dos concepciones en lo que a remedio de los males de la Iglesia se refería. De un lado, la de San Bernardo, Juan de Salisbury o Gerhoh de Reichersberg para quienes la solución a ciertas lacras –v.gr. la prodigalidad de exenciones y de derechos de apelación a Roma que convertían a la curia en un centro de negocios– radicaba en lo humano y apelaban a una capacidad de la Iglesia para asimilar los elementa mundi propios del espacio y del

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tiempo. El De consideratione, dedicado por San Bernardo a su antiguo discípulo el papa Eugenio III, recogía las normas por las que un pontífice debía regirse: piedad, humildad, procuración del bien espiritual, etc. pero también defensa de la posesión de las dos espadas (espiritualis scilicet gladius et materialis). Por ende, no se rechazaba el contexto feudal en que la Iglesia se movía. Desde el otro lado, el ardiente tribuno Arnaldo de Brescia invocaría como remedio la renuncia de la iglesia a los bienes temporales, inscribiéndose así en el vasto movimiento de pobreza voluntaria.

2.3. HEREJÍA Y SOCIEDAD

J. Paul ha advertido que, en los últimos tiempos, al historiador le interesa más conocer las experiencias y desengaños que conducen a adoptar posiciones condenadas que el contenido doctrinal de las herejías propiamente dichas. No debemos olvidar, sin embargo, que esas in-quietudes podían tocar algo tan sensible cual eran los principios de una teología sacramental de la que Roma se sentía definidora y guardiana. Raro es el movimiento heterodoxo que –con razón o no– se vea libre de una acusación: negar la validez de un sacramento o incluso cuestionarlos en bloque.

Sin llegar a comulgar con ese mecanicismo propio de la vulgata marxista que identifica casi de forma automática herejía y movimiento de protesta social, las herejías han de ser ex- plicadas, tanto en función del soporte doctrinal en el que descansan como en el de las in-quietudes sociales (en el sentido lato de la expresión) en medio de las que se mueven. Unas inquietudes que suelen aglutinar frentes muy heterogéneos y relacionarse con mundos religio-sos imaginarios (M. Erbstösser): de ahí que muchas herejías se conviertan en movimientos extremadamente vulnerables frente a la reacción del aparato eclesiástico.

En el lenguaje común se han impuesto expresiones como “herejías de masas” e incluso “herejías antifeudales” para definir movimientos religiosos que, a partir del Año Mil, se opu-sieron a la autoridad del pontificado romano y a su aparato institucional. El arraigo de mu- chas de ellas es indudable, pero no conviene incurrir en simplificaciones a la hora de manejar el binomio herejía y sociedad que ha generado, a su vez, otros: herejía popular y herejía culta; herejía rural y herejía urbana, etc. El Coloquio de Royaumont de 1962 Hérésies et societés dans l’Europe pre-industrielle resultó altamente esclarecedor para este tipo de cuestiones y marcó un antes y un después en el estudio de los fenómenos objeto de este artículo.

Los análisis puramente dogmáticos emprendidos desde hace siglos desde el lado católico y desde el reformado se han visto ampliados gracias a los aportes de la sociología moderna, del materialismo histórico o de la llamada “Nueva Historia”. El desentrañamiento de los dis-cursos de ambos lados ha permitido, asimismo, importantes avances. El historiador dispone para emprender su tarea de todo un cúmulo de fuentes (doctrinales, narrativas, normativas, polémicas, etc.) aunque siempre padecerá una hipoteca: la pérdida de buena parte de la pro-ducción escrita desde el lado de las diversas heterodoxias. Muchas veces sólo la conocemos –y de forma frecuentemente sesgada– gracias a los textos de sus detractores.

Las herejías pueden estar actualmente de moda: un hecho positivo siempre que implique bucear en ciertas formas de religiosidad que una dogmática en exceso apologética contribuyó a distorsionar. Pero hay también otras distorsiones a las que se llega por una vía menos sancta aún: la de comerciales recreaciones literarias que han jugado con el morbo de lo esotérico, prohibido, oculto, maldito, etc. cuando no con la invocación a algo tan difuso como el “agra-vio histórico”. El catarismo ha sido quizás una de las principales víctimas de esa invención; en este caso en el sentido más deplorable del vocablo. No vamos a entrar en él; sólo en los movimientos previos que fueron medidos por un rasero similar.

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2.4. UNA TRAYECTORIA PARA LAS HEREJÍAS DEL PLENO MEDIEVO

Aunque con casi medio siglo sobre las espaldas resulta aún útil la periodización que estableció el historiador italiano Eugenio Dupré Theseider. A su juicio cabía distinguir seis momentos.

El inicial correspondería a la primera mitad del siglo xi y estaría marcado por una pu-lulación de pequeños brotes dispersos por Francia y parte de Italia y Alemania a los que se ha calificado de maniqueos. El segundo sería coetáneo a la reforma gregoriana y conocería explosiones urbanas como la pataria milanesa. La primera mitad del siglo xii cubriría un tercer momento: el de los fenómenos que R. Morghen definió como patarínico-evangélicos y el del despuntar de algo parecido al catarismo. El cuarto momento correspondería a la se- gunda mitad del siglo xii: es el de la gran expansión del catarismo y del movimiento pau-perístico de los valdenses. La primera mitad del siglo xiii supone el quinto momento: se pro-duce la gran contraofensiva católica en los frentes teológico, militar y legislativo. La segunda mitad del siglo xiii –sexto momento– conoce una atenuación de los movimientos heréticos el más importante de los cuales –el catarismo– va a quedar reducido a la pura residualidad. El relevo lo tomarán los movimientos “apostólicos” que enlazan con las disidencias del Bajo Medievo.

La operatividad de esta periodización no debe hacernos olvidar un hecho: el sentido im-pregnador (hoy hablaríamos de transversalidad) que adquieren tendencias religiosas de tipo vagamente profético, milenarista, apocalíptico, etc. que entroncan con una añeja tradición espiritual cristiana. Unas veces influirán en herejías de variado signo. Otras, crearán movi-mientos de carácter autónomo.

3. HEREJÍA Y AGITACIÓN URBANA

La trayectoria de ciertas religiosidades “malditas” del Pleno Medievo, está marcada in-defectiblemente por los cambios mentales y sociales y por las vicisitudes políticas que vive el Occidente. Unas circunstancias que no harán fácil la catalogación de muchas de las conmo-ciones espirituales que éste va a vivir.

3.1. LOS “MANIQUEOS DEL AÑO MIL” ¿UN PUNTO DE ARRANQUE?

Los años de tránsito entre dos milenarios a los que antes nos hemos referido, conocieron algunos brotes sobre los que los investigadores periódicamente manifiestan su interés. No pa-rece tuviera mucha entidad la protesta de Leutardo, atrabiliario personaje de verbo fogoso del que nos dejó un curioso testimonio el monje memorialista Raul Glaber. Ansioso por retornar a las viejas virtudes evangélicas, se nos dice, abandonó a su esposa y animó a sus vecinos de Vertus (condado de Chalons) a retirar el crucifijo de las iglesias, a rechazar el Antiguo Testamento y a negar el pago de los diezmos. Interrogado y amonestado por su obispo, optó por quitarse la vida en 1004.

Más enjundia tuvieron los brotes surgidos en la castellanía italiana de Monteforte, en Arras o en el capítulo de canónigos de Orleáns en los primeros años del siglo xi. Las creen-cias de sus seguidores, de acuerdo con lo que los refutadores nos han transmitido, parecen tener una cierta homogeneidad. Nos hablan de una impugnación de la cruz, de una crítica al ordenamiento litúrgico, de antitrinitarismo, de rechazo del Antiguo Testamento y de marcado

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antisacramentalismo. La negación por los de Orleáns, de que Cristo hubiera tenido un cuerpo humano chocaba frontalmente con uno de los dogmas fundamentales del cristianismo.

La acusación de maniqueísmo ha servido para dar una definición cómoda que abarca a todos estos grupos. La utilizó de forma especial el cronista Adhemar de Chabannes. No pa- rece tener mayor fundamento que el del manejo de un fácil espantajo utilizado con frecuen- cia frente a grupos de muy variado signo. Quizás porque el maniqueísmo era la forma más conocida de dualismo, y de dualismo pudieron hacer gala en mayor o menor grado los porta- voces de la herejía. No en balde, a mediados del pasado siglo, S. Runciman aplicó el cali-ficativo de maniqueos a diferentes movimientos heterodoxos medievales, catarismo incluido por supuesto.

Sobre las posibles influencias orientales que pudieran recibir esos herejes del año Mil, los especialistas se manifiestan muy cautamente. H. Taviani ha considerado estos brotes (espe- cialmente el de Monteforte) como expresión de la crisis de una Iglesia que aún se sentía ca-rolingia en cuanto a su estilo de vida. A. Brenon ha jugado con una suerte de protocatarismo. Para G. Lobrichon (refiriéndose a Arras) estaríamos ante la imputación del obispo Gerardo de Cambrai que acusó a los herejes de perturbar la tranquila tradición cristiana. No en balde, este prelado, como ha recordado G. Duby, fue uno de los grandes defensores de esa sociedad trifuncional (oratores, bellatores, laboratores) que se creía amenazada desde distintos fren-tes. En todos los casos, la parquedad de las fuentes, ha recordado M. Lambert, hace que las esperanzas del historiador se vean con frecuencia condenadas a la decepción.

En el recuerdo histórico quedarían no sólo las creencias atribuidas a los rebeldes sino también la dureza de una represión en la que el brazo secular –el rey de Francia en el caso de Orleáns– desempeñaría un importante papel.

3.2. MEDIO URBANO Y CONTESTACIÓN RELIGIOSA

Habitualmente los cambios sociales se acompañan de nuevas formas de religiosidad no totalmente acordes con las oficialmente reconocidas. Aunque resulte un tanto reduccionista no es desaprovechable la idea que Antonio de Stefano expuso en los años veinte del pasado siglo: la heterodoxia religiosa era hija de esa “heterodoxia” social representada por el desarrollo de la vida urbana. Por los mismos años (1922) otro autor italiano, G. Volpe, resultaría también rompedor al abordar el tema de las herejías no tanto en su contexto doctrinal o en el campo de las ideas sino en el de las relaciones sociales y políticas que harán de ellas un episodio más de una evolución que, a la larga, desembocará en los inicios del estado moderno y en la civilización del Renacimiento.

La propia visión que la ciudad merece a los autores del Medievo no resulta unívoca tal y como han recordado autores en la línea de J. Le Goff: oscila entre esa prefiguración de la Jerusalén celestial y esa actualización de la vieja Babilonia, receptáculo de todo tipo de ini-quidades, las herejías en lugar privilegiado.

Las “desviaciones” estrictamente académicas tuvieron en el medio urbano una excelente caja de resonancia. Su nacimiento y expansión son resultado de la aparición de esa figura eminentemente urbana representada por los considerados como “intelectuales” por J. Le Goff y definidos como “gentes del saber” por J. Verger. El escaso eco social que muchas de estas herejías cultas tienen hace más prudente su estudio dentro de una convencional historia del pensamiento que en el marco de la historia de las herejías o de las religiosidades. Por citar dos ejemplos: el caso del subjetivismo moral de Pedro Abelardo o el más tardío de la teoría de la doble verdad atribuida al llamado averroísmo latino de Siger de Brabante. La Uni-versidad constituyó, sin duda, una gran innovación en el mundo de la enseñanza aunque su

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proyección fuera limitada y no siempre bien acogida por otros sectores sociales del medio urbano en el que se desenvolvió.

Algo similar cabría decir del alcance de otros movimientos abocados a la heterodoxia. Serán las enseñanzas de Berengario de Tours (1010-1088) sobre el misterio eucarístico que enlazaban con viejas disputas de la época carolingia tardía y que diferirían del transustancia-lismo que acabará por imponerse como tesis ortodoxa. Será el predestinacionismo de Hugo Speroni, cónsul de Piacenza. O serán las doctrinas filopanteístas de Amaury de Bène, reto-madas a su muerte hacia 1206 por su discípulo David de Dinant. Del predicamento que gozó esta doctrina parece hablar un tratado de título Contra amauricianos que serviría de base para prohibir su enseñanza en la Universidad de París.

Hablar de herejía popular en las ciudades de los siglos xi y xii es hablar de un fenómeno que se desenvuelve parejo a otro igualmente rompedor que, de forma sin duda exagerada, ha sido definido como “revolución comunal” o “revolución burguesa” (J. L. Romero). La mayo-ría de las veces, ese movimiento tendrá mucho de transacción entre los viejos y los nuevos poderes. Sólo en situaciones excepcionales se recurrirá a la violencia frente a las autoridades tradicionales: el caso del conde-obispo Gaudry de Laón asesinado en 1112, y el del prelado compostelano Diego Gelmírez maltratado en 1116 se encontrarán entre los más llamativos.

Por un cúmulo de circunstancias, la actividad de comprometidos laicos puede llegar a converger con programas de renovación impulsados desde la curia romana en procura de un saneamiento del clero. De forma abusiva hablamos de gregorianismo o “Reforma gregoriana” para definir este proceso cuando el papa Gregorio VII, no fue su única ni tampoco cronoló-gicamente su primera figura; sí fue, en cambio, la que gozó de mayor renombre. A la postre se descubrirá que la unión entre el papado y los movimientos ciudadanos frecuentemente no es de fines sino simplemente de medios. El gregorianismo, advierte O. Capitani, puso además en evidencia que los intereses de clérigos y laicos no tenían por qué ser forzosamente coinci-dentes como se había pensado en la época carolingia.

De estas divergencias surgiría todo un cúmulo de ambigüedades y malentendidos que, en algunos casos, desembocaron en la condena como heréticos de movimientos que en principio no habían sido percibidos como tales.

La reprobación alcanzará incluso a algunas liturgias nacionales como la denominada mozárabe, hispana o toledana, reconocida en principio como plenamente ortodoxa. A la pos-tre hubo de ceder frente a las presiones del uniformismo romano y de sus agentes cluniacen- ses al estilo de Bernardo de La Sauvetat arzobispo de Toledo tras la conquista de la ciudad por Alfonso VI. Para quebrar la resistencia del clero nacional, ha recordado J. F. Rivera Recio, no se dudaría en lanzar sombras de sospecha sobre su vinculación a una superstitio toletana.

3.3. PATARINISMO Y COMUNALISMO

El caso más llamativo en cuanto a desencuentros espirituales en el medio urbano lo faci- litará la pataria, movimiento reformador esencialmente milanés, aunque también tuviera cierto éxito en otras localidades italianas. Posiblemente Milán era en el siglo xi la urbe más poblada del occidente, orgullosa de su propia liturgia (ambrosiana), de sus éxitos económicos y de sus inquietudes religiosas. No todas estas circunstancias fueron unánimemente alabadas. Bajo el término de lombardos se designó en el Occidente una clase de financieros tristemente céle-bres por unas reprobables prácticas usurarias. La religiosidad de los milaneses que les hacía receptivos a todo tipo de innovaciones fue, a su vez, puesta repetidamente bajo sospecha; la ciudad acabó siendo tachada de fovea hereticorum (cueva de herejes).

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La palabra pataria (nada que ver patarino y catarino como en más de una ocasión se pretendió) es de dudoso origen pero va a tener un extraordinario éxito.

Bajo el nombre de patarino acabará por designarse, en efecto, a cualquier hereje –espe-cialmente en el medio urbano italiano– al margen de los errores que mantuviera. En esos términos se manifestaría, por ejemplo, la constitución Ad abolendam promulgada en 1184, fecha muy alejada ya de los tiempos dorados de la pataria milanesa.

Éstos correspondieron a los años centrales del siglo xi en que la ciudad conoció la forma-ción de dos partidos furiosamente antagónicos. De un lado, el clero simoníaco de la ciudad con el arzobispo Guido a la cabeza como representante de los intereses de la feudalidad. En el bando reformista, se situaron el bajo pueblo, algunos miembros de la pequeña nobleza como el caballero Erlembaldo y el sector eclesiástico menos favorecido representado por el diácono Arialdo. En principio, el objetivo perseguido se limitaba a la consecución de una vida reli- giosa más pura y un saneamiento de las costumbres del clero. La curia romana vio en el mo-vimiento una buena baza para avanzar posiciones en su programa de reforma. De hecho, a partir de 1057 y durante algún tiempo se estableció una alianza entre patarinos y gregoria- nos. El papa Alejandro II envió un estandarte a Erlembaldo convertido así en defensor de los intereses de la Santa Sede. El clero concubinario milanés hubo de abandonar sus viejos há- bitos so pena de verse apartado de sus funciones. Por un momento pareció que un movimiento laico de base popular podía erigirse en promotor de una iglesia verdaderamente libre de cual-quier atadura. Algo demasiado utópico para la realidad social del momento.

A medida que transcurrieron los años se fueron acentuando las vetas de radicalismo den- tro del bando reformista. No se trataba ya sólo de criticar las formas de vida de personas con-cretas, sino de cuestionar los signos de su ministerio y la validez de los ritos y sacramentos administrados por clérigos indignos. Una cuestión que al principio se había mantenido dentro de los límites puramente disciplinarios empezaba a tocar delicadas cuestiones teológicas. En medio de las pasiones desatadas, Erlembaldo cayó víctima de una revuelta en 1075. La pa- taria no murió con ello, sino que se mantuvo tanto en Milán como en otras ciudades: Orvieto, Piacenza, Brescia, Cremona o Módena. Fuera ya de Italia, en Cambrai, se dio otro caso sin-gular: el del sacerdote Ramirdo que se negó a recibir la comunión de clérigos indignos y fue condenado en 1077 a la hoguera acusado de herejía. Tanto él como Erlembaldo serían honrados como mártires por Gregorio VII. Fueron gestos que no impidieron que el término patarino fuera tomando unas connotaciones cada vez más peyorativas desde el lado de la ortodoxia. De defensores de la reforma pasaban a ser considerados peligrosos radicales que ponían en cuestión la propia estructura de la Iglesia. Como ha escrito Lambert, era una muestra de cómo los papas iban perdiendo la dirección de unos sentimientos religiosos populares que tendían a desligarse de la Iglesia para actuar frente a ella.

3.4. MOVIMIENTOS PATARÍNICO-EVANGÉLICOS Y ARNALDISMO

Bajo el término patarínico-evangélicos se han designado aquellas corrientes en las que convergen de un lado el evangelismo y el espiritualismo radicales, y de otro la crítica a una Iglesia jerárquica a la que se considera implicada en intereses mundanos. Entre los represen-tantes de este espíritu estarían personajes como Pedro de Bruys, Tanquelmo, el monje Enrique y, sobre todo, Arnaldo de Brescia. Tras alguna llamativa peripecia (discípulo en Francia de Pedro Abelardo durante algún tiempo) en 1145 se asienta firmemente en Roma como defensor de los viejos ideales republicanos conjugados con las ansias de reforma a fondo de la Iglesia. El papa Eugenio III se vio forzado a abandonar la capital en la que Arnaldo hará la figura de fogoso tribuno doblado de predicador. Su ideal eclesiástico consistía en devolver a la jerar-

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quía a su primitiva sencillez evangélica; de ahí que sacerdotes y monjes que ostentaran pro-piedades estuvieran abocados a la condenación. La capacidad de predicar se hacía accesible a todos en función de la dignidad de vida, no de la instrucción que se poseyera o de la co-rrespondiente autorización de la superioridad.

Arnaldo ¿reformador? ¿cismático? ¿herético? Quizás simplemente un radical que, como ya hemos anticipado, chocó en sus propósitos con las posiciones mucho más templadas defendidas por otros reformadores que no rompieron con la estructura romana sino que contribuyeron a sustentarla.

La propia esencia del pontificado –según testimonio de Juan de Salisbury– se vio afectada por sus predicaciones: el papa, lejos de ser un pastor de almas era una bestia sanguinaria que mantenía su poder por el fuego y la espada. En 1148, Eugenio III lanzaba una bula contra Arnaldo tachándole de cismático. Las insinuaciones de incurrir en herejía se fundamentaban en temas que afectaban a los sacramentos. Contra lo que algunos detractores dijeron, no parece que Arnaldo los negara por sí mismos, sino sólo la validez de los administrados por clérigos inicuos. Una postura acorde a viejos clichés de rigorismo cristiano periódicamente reverdeci-dos según demostró la pataria de Milán.

Desde 1152, y con un fuerte poder establecido desde Alemania –Federico Barbarroja– declinó la estrella del tribuno. El papa Adriano IV estaba dispuesto firmemente a poner fin a la revolución romana. Arnaldo solicitó la mediación imperial pero el monarca germano, poco proclive a reconocer las libertades comunales, selló una alianza con el pontificado que puso trágico fin a aquella aventura.

El mito de Arnaldo sobrevivió al personaje. Algunos autores han encontrado conexiones entre su pensamiento y el de otros disidentes: los valdenses, los partidarios de Pedro Bruys, el monje Enrique de Mans, y los mismos cátaros. El arnaldismo, en efecto, fue refutado por Bonacurso de Milán en su Manifestatio haeresis Catharorum escrito entre 1176 y 1190, en donde se rechazaba que la pobreza apostólica fuera obligatoria. Posiblemente estamos hablando de un fondo ideológico común que responde de manera espontánea a inquietudes muy difun-didas en la sociedad europea del momento. En ningún caso a una especie de “internacional herética” como algunos han pensado.

4. PROFETISMO Y SUBVERSIÓN

En distintas ocasiones hemos tenido la oportunidad de advertir sobre las diferencias entre profetismo, milenarismo, apocalipticismo, etc. Unas diferencias que, no obstante, no deben hacernos olvidar una realidad: la de las comunes obsesiones, inquietudes y esperanzas que se ocultaron en el Medievo bajo esos vocablos. Quedarían así relegadas a un segundo plano las cuestiones de índole puramente terminológica.

4.1. MILENARISMO LATO SENSU

En torno al 2000 se creó un clima mediático propicio para recordar no sólo esos supuestos terrores del año Mil sino también la tendencia de ciertos sectores del cristianismo medieval a jugar con el significado de determinadas fechas. Fechas en las que o bien se alcanzaría una suerte de plenitud de los tiempos o bien se abriría un momento marcado por inquietantes sig- nos. Los mensajes del visionario calabrés Joaquín de Fiore fueron recogidos especialmente en dos obras: Expositio in Apocalypsim y Liber Concordiae novi ac veteris Testamenti, que

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sirvieron, para una importante renovación del pensamiento histórico hasta entonces bajo las claves del más estricto agustinismo. Pero también dieron pie, merced a seguidores como el maestro de París Gerardo di Borgo San Doninno, a ensoñaciones milenaristas de sectores radicales del pauperismo franciscano. Y facilitaron, asimismo, cobertura ideológica a conmo-ciones populares como la registrada por el cronista Fra Salimbene para el 1260. En esa fecha, y siguiendo las previsiones del abad Joaquín, gigantescas procesiones de flagelantes de toda condición invadieron los caminos a la espera de la inauguración de una edad (o status) de plenitud: la del Espíritu, que sucedería a la ya superada del Padre y a la presente edad del Hijo.

Las especulaciones eruditas podían, así, generar movimientos populares de vago signo mesiánico y de imprevisibles resultados. No estamos ante un caso único en los siglos de Ple-nitud del Medievo y, ni mucho menos, ante el primero.

Estamos ante un clima típico de sociedades escasamente desarrolladas que potencia pecu-liares imaginarios colectivos difundidos por predicadores populares que hablan de un mundo nuevo, alejado de las miserias del presente y al que se accederá ya pacífica, ya violentamente. Imaginarios, habría que añadir, gestados en períodos de “desorganización social” causada por hondas transformaciones y por el deterioro de los lazos tradicionales de relación social. En una difundida obra, Norman Cohn ha definido a los protagonistas de esas vagas expectativas como “revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos”. Otros autores han hablado de “movimientos mesiánicos subversivos”.

A semejante plantilla se ajustarían también las predicaciones de otros personajes, algu- nos anteriores a Joaquín.

Tanquelimo o Tanchelmo fue un notario del conde Roberto II de Flandes que sacó partido del enfrentamiento de éste con el arzobispo de Utrecht. Norberto de Xanten nos habla de las extravagancias del personaje que se afirmó encarnación del Espíritu. En el ideario inculcado a sus seguidores –modestos campesinos y pescadores del litoral de los Países Bajos– se en-contraba la desobediencia a la jerarquía y la negativa a pagar el diezmo por cuanto la Iglesia visible se había convertido en un auténtico prostíbulo. Muerto por un clérigo en 1115, la comunidad de Tanquelimo no sobrevivió a su fundador.

En los años centrales del siglo xii se desarrollo también otro movimiento estrictamente mesiánico: el de Eón de Stella, el “cristo” bretón, cuya trayectoria nos recuerda la de predi-cadores como Leutardo. De procedencia posiblemente bajonobiliaria y dotado de una cierta instrucción, fue capaz de reclutar un ejército de seguidores entre los campesinos a los que dio nombres de profetas, ángeles y apóstoles y convenció de la pronta llegada de Cristo en gloria. Se ha jugado con la locura del personaje o con posibles influencias gnósticas. Un concilio reunido en Reims en 1148 lo juzgó condenándolo a prisión en la que pronto falleció.

Los orígenes de la herejía de Pedro de Bruys, que responde en parte al modelo patarínico-evangélico, parecen inciertos. Se inició como párroco para luego lanzarse por el sendero de la predicación itinerante. Sus doctrinas alcanzarían las tierras del Languedoc y las conocemos sobre todo a través del tratado Contra petrobrusianos redactado por el abad de Cluny Pedro el Venerable. Moriría hacia 1140 después de negar validez al antiguo Testamento y de repudiar la veneración del crucifijo. Más moderado en sus planteamiento será su discípulo Enrique de Lau-sana (Enrique el Monje) aunque algo le unía al maestro, cual era el rechazo de todas las formas externas y la concepción de la Iglesia como “unidad espiritual en la congregación de la fe”.

4.2. CRUZADA POPULAR Y MILENARISMO

Bien es conocida la doble dimensión –caballeresca y popular– de la gran operación que se desencadenó a partir de la predicación de Urbano II en Clermont en 1095. Una operación

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cuyos orígenes han gozado de importantes estudios al hilo del excelente de Carl Erdmann aparecido en 1935 y sobre cuyos componentes mentales han escrito páginas maestras especialis-tas como A. Dupront. Prolíficos autores actuales como J. Flori se han preguntado –en el caso de la primera cruzada, pero extrapolable a otras– si hubo una o varias cruzadas según el tipo de mensajes lanzado por diferentes predicadores y según la clase de público que los recibía.

De una forma reduccionista podríamos preguntarnos ¿Qué tiene que ver Urbano II con Pedro el Ermitaño; el papa de formación gregoriana y el exaltado predicador popular?

Toda cruzada tiene, sí, un componente mesiánico, escatológico y expiatorio marcado por el Iter Ierosolemitanum. Esa ruta de peregrinación, conocida al menos desde los inicios del siglo iv, puso en marcha una multitud de penitentes años antes de la predicación de Clermont: en 1033, milenario de la Pasión. La praxis peregrinatoria podía establecer una cierta unidad de objetivos pero no de criterios dados los contrastes sociales en el seno de la comunidad cristiana. Las “cruzadas populares” difieren de las emprendidas por los caballeros dada la am-bigua interpretación de mensajes. En destacado lugar nos encontramos con el sentido otorgado a la propia Jerusalén, ciudad percibida tanto en clave física como mística. Esas disonancias serán uno de los factores que conducirán al fracaso de la primera gran empresa colectiva de la sociedad europea.

Desde la opción de los desheredados (¿sólo de ellos?) Jerusalén es esa ciudad (o estado de ánimo) en la que la Cristiandad habrá de llegar a la plenitud de los tiempos. Una ciudad vista con los ojos de la fe y no los de la carne, tal y como San Juan había manifestado: la “ciudad que descendía del cielo y venía de Dios” (Ap. 21). Esa Jerusalén mística se asociará a mitos como el del emperador de los últimos tiempos surgido en Oriente y reelaborado en Occidente a mediados del siglo xii en el drama sacro Ludus de Adventu Antichristi. Un poderoso perso-naje –identificado con el monarca alemán– una vez sometidos todos los poderes de su entorno, vencidos los paganos y convencidos los judíos de su error, peregrinaría a la ciudad santa para devolver a la divinidad las insignias del poder que hasta entonces había usufructuado. Se produ-ciría entonces ese combate final entre Cristo y el Anticristo en el que éste último sería vencido.

Leyendas de este tipo beneficiarán la memoria legada por algún gobernante como Federico Barbarroja. Ahogado en un riachuelo del Asia Menor camino de la III Cruzada, se diría de él en tiempos de desánimo colectivo: “No ha muerto, sólo duerme en las montañas de Turingia, sentado entre sus caballeros en una mesa de piedra, esperando el día en que vendrá a liberar a Alemania de la esclavitud para darle el primer puesto en el mundo”. De ese mesianismo (sebastianista avant lettre) difundido entre las masas, se nutriría también la memoria del conde Balduino de Flandes, elevado al trono de Constantinopla tras la cuarta cruzada en 1204 y desaparecido al poco en lucha contra los búlgaros.

La dimensión popular de la cruzada dará pie también a explosiones de antijudaísmo edi- ficado sobre un primario sentimiento: había que limpiar la retaguardia de un enemigo domés- tico para afrontar en ultramar el gran combate frente a los infieles. En último término los pro-motores de estas operaciones cuestionarán el orden establecido gobernado por una aristocracia feudal a la que (salvo en la Primera Cruzada) se considera incapaz de llevar a buen puerto estas operaciones. Su arquetipo es la anárquica empresa capitaneada por Pedro el Ermitaño sobre quien J. Flori ha redactado recientemente interesantes semblanzas. Tras saquear diversas juderías en sus países de origen, las turbas de peregrinos-cruzados emprendieron un penoso camino hacia Oriente sólo para que sus miserables restos se incorporaran al ejército de los caballeros en 1096.

No será ésta la única operación de semejante naturaleza.La imagen popular de la cruzada con sus derivaciones subversivas se proyectará en ex-

pediciones posteriores a la fecha que pone límite a este trabajo: será esa cruzada de los pueri;

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quizás no niños como tradicionalmente se creyó sino, como piensa G. Duby, gentes desvalidas que en 1212 se organizan en tropel para marchar hacia esa Jerusalén soñada… para caer al final en manos de mercaderes sin escrúpulos. O será esa cruzada de los pastoureaux, pobres campesinos puestos en pie por el “maestro de Hungría” a fin de rescatar a Luis IX de Fran-cia prisionero tras la desastrosa cruzada real contra Egipto en 1248. Los insultos de los que son objeto los jefes de este movimiento (agentes de Mahoma, vendidos al oro del Sultán para descabezar a la Cristiandad de sus jefes naturales) muestran esa mezcla de temor y odio de los poderosos hacia iniciativas populares que pueden desbordarlos.

De forma análoga al término patarini, que designará a los herejes en general, el término pastoureaux (pastorellos, pastorcillos) acabaría por aplicarse de forma genérica a cualquier clase de cruzados populares que se ponen en marcha al margen de las predicaciones oficiales.

Esto supone, sin embargo, salirnos ya de los límites cronológicos que hemos establecido en el título de este trabajo.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN (HACIA LA APERTURA DE NUEVOS FRENTES)

Hacia 1143 el prior premostratense Evervin de Steinfeld en carta a Bernardo de Claraval, denuncia los primeros brotes de algo parecido al catarismo surgidos en Renania. Treinta años más tarde, según el testimonio del Chronicon Universale anonymi Laudunensis, surge el mo-vimiento pauperístico de Valdo o Valdés, conocido a veces como Pedro Valdo. Estamos ante dos bestias negras de la ortodoxia más estricta. Sin embargo, para esos momentos la Europa Occidental conocía ya la existencia de importantes movimientos heréticos o asimilados a tales. Algunos convivirían con valdenses y cátaros influyendo parcialmente en sus doctrinas. A este respecto, la jerarquía eclesiástica difundió una imagen: los herejes podían ser distintos, pen-sar de forma diferente “pero todos ellos estaban atados por la cola” (Jue, 15, 14-15). Aunque diversos papas fueron conscientes desde fecha temprana del problema creado, será a partir de Inocencio III (1198-1216) cuando se lleve a cabo una política sistemática con un objetivo: la reconquista de aquellos espíritus y de aquellos territorios particularmente infectados por el “veneno de la herejía”.

La Europa de la Plenitud del Medievo conoció importantes avances tanto en el terreno material como en el intelectual; pero también impuso una marcada intolerancia frente a lo que consideraba error. Valdismo y catarismo (religiosidad evangélica y religiosidad dualista en la más común y menos matizada de las acepciones) supusieron la culminación de un pro-ceso: el del florecimiento de religiosidades “desviadas”. Como reacción frente a ellas acabaría imponiéndose la radical exclusión del “otro”; de quien no ajustaba su forma de pensar y sus comportamientos al conjunto de normas oficialmente reconocidas. En una obra merecidamente citada aunque algunas de sus conclusiones resulten discutibles, Robert. I Moore ha hablado de nacimiento de una “sociedad represora”.

BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL EN 154 TÍTULOS

(Ajustándonos al título de este trabajo, nos limitamos a incluir en la siguiente relación solamente un puñado de destacadas obras referidas de manera específica a las herejías de valdenses y cátaros)

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