Canibalismos (Tomo 3)

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Fui en busca de un frío mañanero y, para despertar todas mis ansias, utilicé el último suspiro de fuego para encender una fogata y un cigarro del alba. Traté de hacer del desayuno un acto de buena fe para mi estómago que lleva días sin probar un buen plato de comida. Supe que tratar no es más que una esperanza que se va perdiendo con los intentos. Son pocos los que aciertan, son muchos los que se quejan. Yo suelo ser un poco menos ortodoxo y, aunque logre acertar, me quejo constantemente de los azares de la vida y de las nubes mal puestas. Sólo quiero que la naturaleza no me asesine, y que la soledad no sea mi horizonte perplejo. Subí la escalera, esa que se desarma para no volver. Subí para ver y para creer que sigo vivo, con un poco de sentimientos. Entre cientos de árboles y montañas que se roban tu atención, tal vez no te des cuenta que ya no tienes sentimientos, que ya no amas. En esa montaña solamente sobrevives al hambre, a los osos tan inquietos y hambrientos como tú lo estás. Fui al techo a despejar las canaletas, a saber que mi cabaña se estaba derrumbando a pedazos. Esta cabaña que llevo tanto construyendo con mis manos, mi honor y mis caídas se las debo a ella. Mis acompañantes de noches, excitadas por mis suaves besos, se enamoraron más de ti que de mí. Cuando te miré de lejos supe que te perdería, que estabas ahí pero que te desvanecerías. Aunque ya no eres la misma, sigo viéndote con los mismos ojos de enamorado empedernido, de un loco de amor por su pequeña creación. La selva se abrió a tu imponente madera sacada de los mejores pinos de la zona. Sólo bastaba un suspiro de viento, una lluvia torrencial, que hiciera de tus techos de madera y tu puerta retumbante como un chillido de un pequeño, un efímero recuerdo. Pero me quedé en ti. No quise salir, me daba miedo no volver a encontrarte ya que te derrumbarías toda. Me quedé lavando los platos que dejé sucios por el fácil motivo de estar cansado de tanta monotonía. Me hundí contigo. Me deshice junto a ti para saber que no importaba nada, ni siquiera la ropa sucia que dejé colgando y sin secar, o los platos sucios que no terminé de lavar. Nada de eso importaba, ya que todo se había esfumando en unos pequeños segundos, sin avisar. Nada de eso importaba, porque simplemente ya ninguno de los dos existía. Sólo los restos de un inesperado hogar que ahora yace en mi mente. 18/06/2015 Caracas, Venezuela. N°3 Canibalismos Nada de lo aquí dicho debe ser o será juzgado como verdadero, en caso de encontrar alguna verdad en estas páginas comunicarse a: [email protected] Catálogo de aperitivos literarios Nuestra última cabaña Eduardo Arellán Carrero Estudiante de Ciencias Políticas UCV

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Catálogo de aperitivos literarios. Escuela de Letras UCV y otras escuelas de humanidades del país y el mundo. Escritores venezolanos.

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Page 1: Canibalismos (Tomo 3)

Fui en busca de un frío mañanero y, para despertar todas mis ansias, utilicé el último

suspiro de fuego para encender una fogata y un cigarro del alba. Traté de hacer del desayuno un

acto de buena fe para mi estómago que lleva días sin probar un buen plato de comida. Supe que

tratar no es más que una esperanza que se va perdiendo con los intentos. Son pocos los que

aciertan, son muchos los que se quejan. Yo suelo ser un poco menos ortodoxo y, aunque logre

acertar, me quejo constantemente de los azares de la vida y de las nubes mal puestas. Sólo quiero

que la naturaleza no me asesine, y que la soledad no sea mi horizonte perplejo. Subí la escalera,

esa que se desarma para no volver. Subí para ver y para creer que sigo vivo, con un poco de

sentimientos. Entre cientos de árboles y montañas que se roban tu atención, tal vez no te des cuenta

que ya no tienes sentimientos, que ya no amas. En esa montaña solamente sobrevives al hambre,

a los osos tan inquietos y hambrientos como tú lo estás.

Fui al techo a despejar las canaletas, a saber que mi cabaña se estaba derrumbando a

pedazos. Esta cabaña que llevo tanto construyendo con mis manos, mi honor y mis caídas se las

debo a ella. Mis acompañantes de noches, excitadas por mis suaves besos, se enamoraron más de

ti que de mí. Cuando te miré de lejos supe que te perdería, que estabas ahí pero que te

desvanecerías. Aunque ya no eres la misma, sigo viéndote con los mismos ojos de enamorado

empedernido, de un loco de amor por su pequeña creación. La selva se abrió a tu imponente

madera sacada de los mejores pinos de la zona. Sólo bastaba un suspiro de viento, una lluvia

torrencial, que hiciera de tus techos de madera y tu puerta retumbante como un chillido de un

pequeño, un efímero recuerdo. Pero me quedé en ti. No quise salir, me daba miedo no volver a

encontrarte ya que te derrumbarías toda. Me quedé lavando los platos que dejé sucios por el fácil

motivo de estar cansado de tanta monotonía.

Me hundí contigo. Me deshice junto a ti para saber que no importaba nada, ni siquiera

la ropa sucia que dejé colgando y sin secar, o los platos sucios que no terminé de lavar. Nada de

eso importaba, ya que todo se había esfumando en unos pequeños segundos, sin avisar. Nada de

eso importaba, porque simplemente ya ninguno de los dos existía. Sólo los restos de un inesperado

hogar que ahora yace en mi mente.

18/06/2015 Caracas, Venezuela. N°3

Canibalismos

Nada de lo aquí dicho debe ser o

será juzgado como verdadero, en

caso de encontrar alguna verdad

en estas páginas comunicarse a:

[email protected]

Catálogo de aperitivos literarios

Nuestra última cabaña Eduardo Arellán Carrero

Estudiante de Ciencias Políticas

UCV

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Los bucles de su cabellera le distraían de su cara dormida y de la tranquilidad inmensa que revelaba su respiración.

Qué envidia tan mezquina sentía. Él, que no consigue descanso que valga la pena, él, que se ve en una suerte de maldición que le trajo su culpa.

Culpa. La respuesta lógica que le enseñó su crianza católica.

En un sueño daban vueltas las imágenes como un huracán. Tenía una de esas pesadillas que saltan abruptamente de un escenario a otro. Esas que tienen muchísimo sentido hasta que te despiertas y no recuerdas los momentos clave.

Lo único constante en ese sueño era un par de ojos gigantescos que no parpadeaban ni se distraían, la veían a ella y no la dejaban, acusándola de algo.

Poco a poco se acercaba la mañana. Sabía que su tiempo de ver se acababa. Pensó en por qué la veía y también en el tiempo en que lo hacía, ¿Qué buscaba? Pero poco duró su reflexión, no habían pasado 15 minutos cuando su culpa volvió reclamándole atención.

Él no podía ver los sueños de ella, pero le encantaría, ese saberlo todo era una pequeña obsesión, un fetiche, y él habría dado cualquier cosa por saber, como si ello acabara con su culpa o al menos le diera algún sentido.

¿Por qué se siente culpable? Infinidad de razones. “El que esté libre

de culpas que lance la primera piedra”. No lograba más que arruinarse las

horas que debería pasar durmiendo. Todo por su culpa, todo por verla.

Ella se movió como si fuera a despertarse, fue totalmente involuntario, pero la sensación de ser observada era tan fuerte que la sentía dentro de su sueño y su inconsciente la sacudía en un intento inútil por mantenerla dormida, soñando.

El susto lo sacó de sí, no quería que ella lo viera. El pensamiento le pareció gracioso después de un segundo. ¿Y qué si lo ve? ¿A él qué le importa? Ya está cansado, no quiere seguir buscando explicaciones.

Además es tan culpa de ella como de él, ¿Quién duerme con sus cortinas abiertas? Tapó los lentes de los binoculares y cerró la ventana.

En su pesadilla los grandes ojos se cerraron.

de algo.

Poco a poco se acercaba la mañana. Sabía que su tiempo de ver se acababa. Pensó en por qué la veía y también en el tiempo en que lo hacía, ¿Qué buscaba? Pero poco duró su reflexión, no habían pasado 15 minutos cuando su culpa volvió reclamándole atención.

Él no podía ver los sueños de ella, pero le hubiera encantado, ese saberlo todo era una pequeña obsesión, un fetiche, y él habría dado cualquier cosa por saber, como si ello acabara con su culpa o al menos le diera algún sentido.

¿Por qué se siente culpable? Infinidad de razones. “El que esté libre de culpas que lance

la primera piedra”. No lograba más que arruinarse las horas que debería pasar durmiendo. Todo por su culpa, todo por verla.

Ella se movió como si fuera a despertarse, fue totalmente involuntario, pero la sensación de ser observada era tan fuerte que la sentía dentro de su sueño y su inconsciente la sacudía en un intento inútil por mantenerla dormida, soñando.

El susto lo sacó de sí, no quería que ella lo viera. El pensamiento le pareció gracioso después de un segundo. ¿Y qué si lo ve? ¿A él qué le importa? Ya está cansado, no quiere seguir buscando explicaciones.

Además es tan culpa de ella como de él, ¿Quién duerme con sus cortinas abiertas? Tapó los lentes de los binoculares y cerró la ventana.

En su pesadilla los grandes ojos se cerraron.

Cul

pas

Luis Rodríguez Zerpa

Estudiante de Letras UCV

Page 3: Canibalismos (Tomo 3)

La vida está siempre en otra parte.

Allá, donde amargamente no estoy. El día es un gris y decrépito hoy hecho de ecos de sucesos aparte.

Oh Alma, sé que lejos quieres hallarte. Te escucho, mas ignoro a dónde voy y marcho sin tu destino. Sólo te doy

la ilusoria experiencia del Arte,

efecto y causa de tu dolor. Arde así, furioso, tu suntuoso deseo:

mil travesías, maravillas y faces.

Y sales insatisfecha a la tarde, y me reclamas, con un fuerte mareo,

que todo anhelas, pero nada haces.

Cuando mi abuelo Adrián tenía el pequeño laboratorio en la casa de La Grita donde vivía con mi abuela Franca, cultivaba espirales rojos.

Yo tenía 8 años cuando mi abuelo trajo un gavilán a la casa. “No es

un gavilán, es una gallina que mordió la gata”-dijo mi abuela mientras cortaba unas cebollas.

Mi abuelo había traído a la gallina pendiendo de una ala: como si volara, pero muerta.

Pasados unos días en los que estuve ayudando a mi abuela a limpiar la biblioteca que fue de mi tío Domingo, el abuelo, empedernido, no salía del laboratorio. Fui con mis medias, una azul y una naranja y con mi sombrero de cowboy a donde estaba mi abuelo. Me alzó y me sentó en el mesón gris plomo. Horrorizado de ver a la gallina con la barriguita cortada, las tripas, la sangre, le pregunté si Mississippi le había hecho eso, mirando al gato que dormía en la butaca. El abuelo me miró por sobre los lentes y me dijo: “Mira esto”- me asomé a un vasito lleno de gusanos rojos revueltos entre sí. Brillantes, viscosos, húmedos.

“Son espirales” – me dijo. “Me los regaló la gallina. Los tenía en la

barriguita y Mississippi los quería ver”.

Lon

ging

Diego Ignacio Colombo

Estudiante de Filosofía UCV

Esp

iral

es

María Alejandra Colmenares León

Estudiante de Letras UCAB

Page 4: Canibalismos (Tomo 3)

Me despertó el sol del mediodía quemando mi cuerpo. Al intentar sentarme me fue revelado un infranqueable dolor en las piernas, cuyo trayecto se fue expandiendo hasta sentirlo en los dientes. Temeroso, tenté mis piernas con las manos para descubrir el lugar exacto de la herida, pero me detuve al tocar la sangre que me bañaba desde los muslos. Decidí entonces girar la cabeza: a un lado se extiende el desierto hasta el horizonte, es un desierto de tierra dura y polvo, un desierto llano, sin dunas ni oasis… ¿Dónde me han dejado?... al otro, interrumpe

a la llanura una pequeña cabaña de madera: hacia allí debo ir.

Voltearme resultó casi imposible. Debía hacerlo hacia la izquierda, pues mi herida, si bien su lugar exacto seguía indescifrado, estaba en la pierna derecha. Para lograrlo hube de emplear sutiles movimientos de orden coreográfico que me mantuvieron sufriendo y ocupado por algunos minutos. Cuando finalmente me encontraba volteado, mi vista cayó inevitablemente sobre el suelo, por el que se arrastraba lentamente una pequeña hormiga herida, cuya determinación acabó por dormirme. Me desperté aún con el sol en alto y el mismo desierto, extrañado de que no se pareciera a mi cuarto y de que no me recibiera mi mujer… Mi mujer, acaso habrá dormido sola y habrá llorado… pero mis ojos volvieron a dar con la cabaña

y la noción de arrastrarme hacia ella interrumpió el llanto de mi mujer. Me preparaba para iniciar el camino hacia la cabaña cuando mis ojos captaron la borrosa figura de un hombre por detrás de una de sus ventanas. El hombre me miraba, sabía que a unos pasos de su cabaña se encontraba un hombre herido y sediento… Vendrá a ayudarme, me he salvado… y me dejé caer sobre el suelo y

sobre la oscuridad de otro desmayo.

Esta vez desperté ante un ruido violento, cuyo seguimiento me llevó a ver a un viejo hombre parado sobre el porche de la cabaña. Sostenía un rifle apuntado hacia el cielo y su mirada puesta sobre mí. Luego de algunos minutos en el que no movimos un solo músculo, el hombre bajó su brazo armado y señaló hacia un balde verde situado a unos diez metros de mí.

–Agua– gritó su voz seca, y se sentó sobre una mecedora.

Comprendí que no me ayudaría a buscarla y que quería que me arrastrara hacia el agua, hacia mi posible salvación o hacia la prolongación de mis sufrimientos. Mi indignación ante un acto tan cruel me mantuvo inmóvil por un par de horas, pero finalmente la sed, ese sufrimiento mayor que mi herida, me obligó a arrastrarme. Con el doloroso inicio de mi marcha hice despegar a cuatro o cinco moscas que reposaban sobre mi herida; tal victoria sirvió sólo para hacer que sobrevolaran la herida en vez de caminarla …Este hombre, los que me dejaron aquí,

las moscas, la sed, el calor: han hecho de mí un gusano y ya no puedo dejar de arrastrarme. El lejano balde de agua es un pobre consuelo, uno que ya ni sé si quiero, pero detenerme sería más doloroso que continuar. Acaso si me detengo este hombre soltaría una carcajada y me escupiría, tal vez vertería el agua sobre la tierra… Continué arrastrándome con las pocas fuerzas que me quedaban. Mi herida

Arrastrarse Saúl Figueredo

Estudiante de Letras UCV

Page 5: Canibalismos (Tomo 3)

Yo me veía microscópico en este gigante país llamado Estados Unidos. Ellos se veían enormes en esa isla al otro lado del océano Atlántico llamada Gran Bretaña.

Yo estaba tan desconsolado. Ellos estaban tan emocionados. Me encontraba tan solo y ellos estaban tan acompañados, no solo de los miles que estaban en el lugar sino también de los millones que los seguían a través de sus televisores y computadoras. Sus familiares estaban a su lado, todos arreglados y vestidos con ostentosas indumentarias. En cambio yo no sabía dónde estaban ni mis padres ni mi prometida, no sabía ni siquiera si estaban con vida, pero si estaba seguro de que las ropas que cargaban estarían, al igual que las mías, reducidas a harapos –nada que ver con los costosos trajes de los que se jactaban esos aristócratas en la opulenta ceremonia-.

Mientras a la pareja le tendían una luenga alfombra a la entrada de la majestuosa Abadía de Westminster, yo caminaba entre los escombros de lo que alguna vez fue mi hogar en Ohio con uno de mis dos pies descalzo.

Luego volví al incómodo refugio donde me estaba quedando junto a los otros afectados de la zona. Recuerdo que allí me sentí aturdido por los gritos y llantos melancólicos de los niños cuyas madres se las había llevado el catastrófico viento. Mientras yo escuchaba esas desesperadas vocecitas chillonas que trataban de invocar a sus pérdidas madres, al otro lado empezaba la ceremonia y los presentes se deleitaban con la sinfonía de las trompetas.

Llegaron los novios y se acercaron al altar con la cara iluminada y un semblante

Mientras tanto, yo sufría

quiero, pero detenerme sería más doloroso que continuar. Acaso si me detengo este hombre soltaría una carcajada y me escupiría, tal vez vertería el agua sobre la tierra…

Continué arrastrándome con las pocas fuerzas que me quedaban. Mi herida pegaba con la tierra y el dolor que surgía a partir de ello me ensordecía, pronto, sin embargo, llegaría al balde de agua y me sumergiría en él y en la hondura de su reposo.

Cuando me encontraba apenas a tres o cuatro metros del balde, el hombre se levantó de la mecedora, entró a la cabaña y a los pocos segundos salió sosteniendo un objeto que no pude reconocer en la mano; luego vino caminando lentamente hacia mí y se detuvo a unos pocos pasos, entre el balde y yo.

–Aquí tienes– dijo, y colocó el objeto en el suelo, marchándose de nuevo hacia la mecedora.

No tardé en llegar al lugar, en agarrar fuertemente lo que había colocado, en comprender que mis manos sostenían un cuchillo y en abrirme una raja sobre la garganta mientras miraba al balde de agua a tan corta distancia.

Así habrá sucedido… Me levanté de la mecedora, recogí el cuchillo de sus

manos y lo limpié con el agua del balde… Que se lo coman los bichos… y entré a la

cabaña.

Simón Rodríguez

Estudiante de Letras UCAB

Page 6: Canibalismos (Tomo 3)

Llegaron los novios y se acercaron al altar con la cara iluminada y un semblante que demostraba una apacible felicidad. En ese entonces mi rostro demostraba una profunda melancolía combinada con una insoportable sensación de incertidumbre.

Seguramente alguien de la familia real habrá llorado de la alegría ese día. Yo ese día lloré por la desesperación que me causaba el no tener conmigo a mis seres queridos.

El sacerdote consagró las nupcias, los novios se besaron y todos partieron a la fiesta para devorar un delicioso e interminable banquete. Yo lidiaba con un vacío de dos días en mi estómago, además del doloroso hueco que atravesaba mi corazón, justo donde se aloja la esperanza.

Ese 29 de abril de 2011 fue la boda del duque de Cambridge, el príncipe Guillermo, y de Catherine Middleton. Ese fue el día posterior a la oleada de tornados que azotó durante tres días a Estados Unidos, claro, de esto solo nos acordamos los sobrevivientes.

Dengue

Adrián Sandoval

Estudiante de Letras UBA

(Argentina)

Algún mosquito lo picó y no se fijó si era de patas rayadas o coloradas o negras o blancas. Cincuenta pepas de antigripal y cuarenta y dos de fiebre en un apartamento frío, sentado en un sofá frente a la luz de un televisor. La nariz roja, aguada, las manos sudadas, la frente sudada, la piel hirviendo, el escalofrío cortante.

Los amigos vienen a visitar el segundo día. Como si les hubiese pedido su opinión le recomiendan desde medicamentos caseros a pagarle una buena visita al médico. Él insiste que solo tiene que sudarla hasta que desaparezca. Le agradaría alguien que pudiese cuidar de él de verdad, como una mamá o una mujer cariñosa o una enfermera afable. En vez de esos solo tiene la compañía de sus propios jadeos y los mensajes de voz que le deja papá.

Cincuenta pepas más de antigripal y jarabe para la tos mezclado con vodka. Se derrite, se deshace, dolores desde la planta de los pies hasta el centro de la nuca. La televisión encendida todo el tiempo, sin volumen. Luz azul en la noche. Las noticias.

El mundo y él, ambos se están yendo a la mierda un infomercial a la vez. Al mundo también le hace falta una buena enfermera, algún tipo de codeína global. Duerme con la estática.

Page 7: Canibalismos (Tomo 3)

Sentía la garganta empolvada, como si las partículas danzarinas se hubiesen cansado de seducir al sol antes de morir en su tráquea. El cuerpo le pesaba, había alquilado estas extremidades y el contrato parecía estar expirando; una renta de veinticinco años sin descanso que solo trajo alienación. Miró hacia abajo y notó el reflejo de un vidrio roto en el cual no se reconoció: un torpe extraño lo miraba a los ojos, intrigado por su estatura descomunal.

Nunca se había sentido tan disociado de sí. Hasta respirar le parecía raro. El aire atravesaba el angosto canal y rebotaba, los suspiros eran regurgitados y demostraban cansancio. Sentía sus pies atados a la superficie, moverse era una labor titánica para su tronco. Comenzó a pensar que zafarse de las raíces era imposible, la tierra se metería siempre entre las uñas para aferrarlo al maldito suelo. El sujeto del vidrio mantenía la mirada fija. Sus raíces tenían sombra.

No podía recordar la última vez que comió. La memoria se le escapaba y su identidad se desvanecía con cada enlace perdido. Estiró sus brazos lo más que pudo, alcanzando cada lado. Le ayudaba. Entonces recordó aquel glorioso primer mordisco, el viscoso néctar humedecía sus labios como el rocío de un beso. La fruta se deshacía con el ardor de su lengua, era fácil convertirse en un devoto de las curvas dulces.

No obstante, masticaba con azucarado asco. Estaba empalagado y harto. Sin advertirlo, tragó una pequeña semilla, una redonda y divertida criminal que se deslizaba dentro de él, disfrutando del vacío y la inmensidad. No le prestó mucha atención a las risas que escuchó esa noche en su estómago, era normal sentir al mundo vibrando. En los días consecutivos, tampoco cuestionó las carcajadas que parecían multiplicarse y presionaban su vientre hasta dejarlo hueco.

Con el tiempo, empezó a añorar el sol, despertaba temprano para bañarse en él. Los rayos, sin embargo, no lograban persuadir el tono opaco de su piel. Se pesaba en la balanza y aumentaba varios kilos por semana de manera inexplicable, aunque su cuerpo se veía igual. El sujeto del vidrio no desistía de mirar. Como si supiese algo. Como si siempre lo hubiese sabido. Su cabello se deshojaba lentamente si se atrevía a tocarlo, múltiples lonjas caían con gracia en el medio de tanto terror. Sudaba sin agitarse, se encontraba inmerso en la insomne angustia de lo que le estaba ocurriendo. Poco a poco, sus venas se fueron endureciendo, las ramas azules se diversificaban con rapidez hasta volverse infinitas.

Sentía la garganta empolvada, acosada por la sempiterna sequía. Todo crujía. Ya no podía escuchar el ensordecedor recorrido de su sangre. Ya no podía cerrar sus ojos, sus joviales párpados se habían marchitado y ahora eran indistinguibles entre tantos pliegos de su triste piel. Se veía obligado a mantener la penetrante mirada del sujeto hambriento. Le resultaba doloroso, su rostro tenía una expresión de espanto que no lograba sacudir por más que lo intentara. Ya no podía llorar. Solo tenía sed de aquella fruta. Solo tenía que extender los brazos y esperar.

La semilla Andrea Crespo Madrid

Universidad de Salamanca

(España)

Page 8: Canibalismos (Tomo 3)

Esta obra es una recopilación de varios diarios de viajes ya publicados por Uslar Pietri. No todos los que hizo, lamentablemente. Faltan sólo dos: «Las visiones del camino» (1945) y «Tierra venezolana» (1953). Ignoro por qué no se incluyeron, pero he revisado varias ediciones de este mismo libro y siempre están ausentes las dos obras ya mencionadas. Espero que, si se llega a hacer otra edición, se tenga en cuenta esto.

Uslar Pietri habla sobre Nueva York, París, Venecia, Sicilia, Israel, Moscú, Roma, Bangkok, Tokio, Hong Kong, Nueva Delhi, Madrid y muchas otras ciudades y países que en este momento no podría enumerar sin volver a revisar rápidamente la obra que, supongo, no quería terminar de leer... Porque en cada viaje, en cada tranco y en cada ciudad, uno logra ver, gracias a las palabras de Pietri, un segmento, una fotografía de lo que fue. Y, en casos muy específicos, de lo que permanece igual.

Uno de estos casos, quizá el más importante de todos, es la reflexión que realiza Uslar Pietri sobre Nueva York, en su ensayo ―incluido, claro está, en esta recopilación―

titulado «La ciudad de nadie» ―publicado por primera vez en 1950―. Creo que no me

canso de releer continuamente esta pequeña parte de esta obra. Y es que, lo que dice Pietri es más cierto hoy en día que en la época en la que observó preocupado la condición solitaria de las gentes de Manhattan. Y no sólo se sigue correspondiendo con la realidad de la actual Nueva York, sino que incluso es apreciable lo mismo en cualquier ciudad que tenga un gran número de habitantes ―y, por supuesto, un sistema de ferrocarriles metropolitanos―.

Otro ejemplo de este conjunto de casos que revelan situaciones que permanecen igual a pesar del paso inexorable del tiempo son las observaciones que hace sobre Japón en general y sobre Tokio en particular. También lo son sus consideraciones sobre la India y sobre China. Respecto a esta última, las anotaciones sobre su viaje a Hong Kong ―específicamente las que hacen referencia a los acontecimientos del 8 de mayo de 1971― terminan con estas líneas:

«Estamos entre Saigón y Hanoi. Abajo hay miedo, sufrimiento y muerte. Hay guerra. Y todo parece ser tan normal que podríamos olvidarlo. Así es nuestro mundo. Todo parece ser tan normal, a pesar de que se están cometiendo crímenes todos los días, en grande o pequeña escala, junto a nosotros, en medio de nosotros o por medio de nosotros» (p. 202)

En sus anotaciones, Pietri no sólo se enfocó en describir directamente lo que vio en cada lugar que visitó. No, para nada. También mencionó en cada caso detalles más que interesantes sobre la historia, la tradición, la arquitectura, la cocina y el arte en general ―pintura y literatura con mayor ahínco― de cada pueblo. Son estos ensayos, pues, no

sólo las descripciones de un turista, sino la exposición breve sobre la cultura de los otros, los que viven lejos de nosotros ―y que, sin embargo, están cerca―.

«Todo lo que está ocurriendo, y todo lo que ocurrió en el pasado en todos esos mundos, es ahora cosa nuestra. Ya nada está lejos, ni nada es ajeno. Habría que pasar por todas las formas de lo humano para poder conocer nuestra casa. Y para entender que ella está al mismo tiempo en todas partes y amenazada por todas las contingencias de las infinitas maneras de ser hombre. Estamos en todos los mundos» (p. 233)

Un viaje: reseña sobre «El globo de colores» (1985), de Arturo Uslar Pietri (publicado por Monte Ávila Editores)

Reseña sobre «El globo de colores» (1985), de Arturo Uslar Pietri (publicado por Monte Ávila Editores)

Joan Sebastián Araujo Arenas

estudiante de Letras

UCV