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Capítulo 15 LA SEGUNDA TRANSFORMACIÓN DEMOCRÁTICA: DE LA CIUDAD-ESTADO AL ESTADO NACIONAL Las modernas ideas y prácticas democráticas son el producto de dos transformaciones fundamentales en la vida política. La primera, como ya vimos, se introdujo en la Grecia y Roma antiguas en el siglo V a.C. y desapareció del Mediterráneo antes del comienzo de la era cristiana. Un milenio más tarde, algunas de las ciudades-Estados de la Italia medieval se transformaron asimismo en regímenes de gobiernos populares, que sin embargo fueron retrocediendo en el curso del Renacimiento. En ambos casos, la sede de las ideas y prácticas democráticas y republicanas fue la ciudad-Estado. En ambos, los gobiernos populares fueron a la postre sumergidos por regímenes imperiales u oligárquicos. La segunda gran transformación, de la cual somos herederos, se inició con el desplazamiento gradual de la idea de la democracia desde su sede histórica en la ciudad-Estado al ámbito más vasto de la nación, el país o el Estado nacional. Como movimiento político y a veces como logro concreto —no como mera idea—, durante el siglo XIX esta segunda transformación adquirió gran impulso en Europa y en el mundo de habla inglesa. En el siglo XX la idea de la democracia dejó de ser, como hasta entonces, una doctrina lugareña, abrazada sólo en Occidente por una pequeña proporción de la población del mundo y concretada a lo sumo durante unos pocos siglos en una minúscula fracción del planeta. Aunque está lejos de haber abarcado el mundo entero, en el último medio siglo la democracia, en el sentido moderno de la palabra, ha cobrado fuerza casi universal como idea política, como aspiración y como ideología. La transformación No obstante, este segundo gran movimiento histórico de las ideas y prácticas democráticas ha modificado profundamente la forma en que se concibe la

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Capítulo 15

LA SEGUNDA TRANSFORMACIÓN DEMOCRÁTICA: DE LA

CIUDAD-ESTADO AL ESTADO NACIONAL

Las modernas ideas y prácticas democráticas son el producto de dos

transformaciones fundamentales en la vida política. La primera, como ya vimos,

se introdujo en la Grecia y Roma antiguas en el siglo V a.C. y desapareció del

Mediterráneo antes del comienzo de la era cristiana. Un milenio más tarde,

algunas de las ciudades-Estados de la Italia medieval se transformaron asimismo

en regímenes de gobiernos populares, que sin embargo fueron retrocediendo en

el curso del Renacimiento. En ambos casos, la sede de las ideas y prácticas

democráticas y republicanas fue la ciudad-Estado. En ambos, los gobiernos

populares fueron a la postre sumergidos por regímenes imperiales u oligárquicos.

La segunda gran transformación, de la cual somos herederos, se inició con el

desplazamiento gradual de la idea de la democracia desde su sede histórica en

la ciudad-Estado al ámbito más vasto de la nación, el país o el Estado nacional.

Como movimiento político y a veces como logro concreto —no como mera

idea—, durante el siglo XIX esta segunda transformación adquirió gran impulso en

Europa y en el mundo de habla inglesa. En el siglo XX la idea de la democracia

dejó de ser, como hasta entonces, una doctrina lugareña, abrazada sólo en

Occidente por una pequeña proporción de la población del mundo y concretada

a lo sumo durante unos pocos siglos en una minúscula fracción del planeta.

Aunque está lejos de haber abarcado el mundo entero, en el último medio siglo la

democracia, en el sentido moderno de la palabra, ha cobrado fuerza casi

universal como idea política, como aspiración y como ideología.

La transformación

No obstante, este segundo gran movimiento histórico de las ideas y prácticas

democráticas ha modificado profundamente la forma en que se concibe la

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materialización de un proceso democrático. La causa primordial de este cambio

(aunque no la única) es el desplazamiento de la sede de la ciudad-Estado al

Estado nacional. Más allá de este último, existe hoy la posibilidad de que se creen

asociaciones políticas aún mayores y más abarcadoras, supranacionales. El

futuro siempre es materia de conjeturas, pero el cambio de escala del orden

político ya ha generado un Estado democrático moderno que es sumamente

diferente de la democracia de la ciudad-Estado.

Durante más de dos mil años (desde la Grecia clásica hasta el siglo XVIII), fue una

premisa predominante del pensamiento político occidental que en un Estado

democrático y republicano el tamaño de la ciudadanía y del territorio del Estado

debían ser pequeños; más aún, medidos según los criterios actuales, minúsculos.

Se suponía habitualmente que el gobierno democrático o republicano sólo se

adecuaba a Estados de escasa extensión. Así, la idea y los ideales de la polis, la

pequeña ciudad-Estado unitaria donde todos eran parientes y amigos, persistió

cuando ya todas las ciudades - Estados casi habían desaparecido como

fenómeno histórico.

A pesar de las impresionantes derrotas que sufrieron los persas a manos de los

griegos, a la larga la pequeña ciudad-Estado no pudo lidiar contra un vecino más

grande con inclinaciones imperiales, como lo demostraron muy bien Macedonia

y Roma. Mucho después, el auge del Estado nacional, a menudo acompañado

por una concepción más amplia de la nacionalidad, sustituyó a las ciudades-

Estados y a otros principados minúsculos. Hoy apenas sobreviven unas pocas

excepciones como San Marino y Liechtenstein, pintorescos legados de un pasado

que se esfumó.

Como consecuencia del surgimiento de los Estados nacionales, desde el siglo

XVII aproximadamente la idea de democracia no habría tenido futuro real si su

sede no hubiera pasado al Estado nacional. En El contrato social (1762), Rousseau

todavía seguía ligado a la antigua noción de un pueblo que tuviera control final

sobre el gobierno de un Estado lo bastante pequeño en población y territorio

como para posibilitar que todos los ciudadanos se reuniesen a fin de ejercer su

soberanía en una única asamblea popular. No obstante, menos de un siglo

después la creencia de que la nación o el país era la unidad "natural" del

gobierno soberano ya había arraigado tanto que en sus Consideraciones sobre el

gobierno representativo, de 1861, John Stuart Mili enunciaba en una sola frase lo

que tanto para él como para sus lectores podría considerarse obvio, al rechazar

la premisa de que el autogobierno exige necesariamente una unidad lo bastante

pequeña como para que toda la ciudadanía se congregue —y con ello

descartaba lo que durante más de dos milenios había sido parte del saber

convencional (Mili, [1861], 1958, pág.55)-.

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Pero hasta el propio Mili no pudo ver hasta qué punto el gran aumento de la

escala transformaría radicalmente las instituciones y prácticas democráticas. De

ese cambio trascendental en la sede de la democracia se derivaron ocho

consecuencias importantes, que en su conjunto colocan al moderno Estado

democrático en agudo contraste con los antiguos ideales y prácticas de los

gobiernos democráticos y republicanos. Como resultado de ello, este

descendiente de la idea democrática convive incómodo con recuerdos

ancestrales que incesantemente invocan, plañideros, que las prácticas actuales

se han apartado de los ideales de antaño —aunque las prácticas de antaño rara

vez se ajustaban a los ideales—.

Ocho consecuencias

Permítaseme resumir en pocas palabras las consecuencias fundamentales de

este enorme aumento en la escala de la democracia. En los capítulos siguientes

examinaré cada una de ellas con mayor detalle.

Representación

El cambio más obvio, desde luego, es que los actuales representantes han

sucedido a la asamblea de ciudadanos de la democracia antigua. (La frase

aislada con la que Mili desechaba la democracia directa aparecía en una obra

sobre el gobierno representativo.) Ya he descripto (en el capítulo 2) de qué

manera la representación, que en sus orígenes no fue una institución

democrática, pasó a ser adoptada como elemento esencial de la democracia

moderna. Tal vez algunas palabras adicionales nos ayuden a situar la

representación en la perspectiva adecuada.

En su condición de medio para contribuir a democratizar los gobiernos de los

Estados nacionales, la representación puede entenderse como un fenómeno

histórico y a la vez como una aplicación de la lógica de la igualdad a un sistema

político de gran tamaño.

Los primeros intentos airosos de democratizar el Estado nacional tuvieron lugar,

característicamente, en países con legislaturas que supuestamente tenían como

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finalidad representar a ciertos intereses sociales diferenciados: los aristócratas, los

terratenientes, los comerciantes, los plebeyos, etc. A medida que los movimientos

en pro de una mayor democratización iban cobrando fuerza, no fue preciso urdir

una legislatura "representativa" a partir de la telaraña de ideas democráticas

abstractas, puesto que ya existían legislaturas y representantes concretos, por

más que fuesen antidemocráticos. Por consiguiente, quienes abogaban por

reformar, y que en las primeras etapas tuvieron muy pocas intenciones de crear

una democracia muy abarcadora, procuraron hacer que las legislaturas se

volviesen más "representativas" ampliando el sufragio, modificando el sistema

electoral de modo que los votantes estuviesen mejor representados y, en fin,

asegurando que las elecciones fuesen libres e imparciales. Además, trataron de

garantizar que los jefes más altos del poder ejecutivo (presidente, primer ministro,

gabinete o gobernador) fueran elegidos por una mayoría de la legislatura (o de la

cámara de los "comunes", la cámara popular, donde ella existía) o bien por el

electorado en su conjunto.

Si bien esta breve descripción del camino general que llevó a la democratización

no hace justicia a las numerosas variaciones importantes que se sucedieron en

cada país, algo parecido a esto fue lo que aconteció en los primeros Estados

nacionales democratizados. Por ejemplo, en las colonias norteamericanas antes

de la revolución —período de un siglo y medio de evolución predemocrática,

cuya importancia suele subestimarse—y, luego de la independencia, en los trece

estados que compusieron la Unión. Por cierto, al redactar los Artículos de la

Confederación tras la independencia, los dirigentes norteamericanos debieron

crear un congreso nacional casi de la nada; y poco después, el Congreso de

Estados Unidos cobró forma perdurable en la Convención Constituyente de 1787.

Pero al elaborar la constitución los delegados a esa convención siempre tomaron

como punto de partida las características peculiares del sistema constitucional

británico —particularmente el rey, el parlamento bicameral, el primer ministro y su

gabinete—, aunque alteraron el modelo inglés para adecuarlo a las condiciones

novedosas de un país integrado por trece estados soberanos y que carecía de un

monarca capaz de ser jefe de Estado, así como de los nobles hereditarios

necesarios para conformar una "cámara de los lores". La solución que dieron al

problema de la elección del jefe del Ejecutivo (el colegio electoral) demostró ser

incompatible con los impulsos democratizadores de la época, pero el presidente

pronto comenzó a ser elegido en lo que prácticamente era una elección popular.

En Gran Bretaña, donde el primer ministro ya a fines del siglo XVIII había llegado a

depender de la confianza que depositaban en él las mayorías parlamentarias, a

partir de 1832 un objetivo fundamental de los movimientos democratizadores fue

hacer extensivo el derecho a votar por los miembros del Parlamento a nuevos

sectores de la población, y asegurar que las elecciones parlamentarias fuesen

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libres e imparciales. En los países escandinavos, donde habían existido cuerpos

legislativos, como en Inglaterra, desde la Edad Media, la tarea consistió en

reafirmar la dependencia del primer ministro respecto del parlamento (y no del

rey) y ampliar el sufragio a las elecciones de parlamentarios. Lo mismo ocurrió en

Holanda y Bélgica. En Francia, aunque desde la revolución de 1789 hasta la

Tercera República de 1871 se siguió un camino distinto (expansión del sufragio

habitualmente acompañada de un despotismo del poder ejecutivo), lo que

demandaban los movimientos democráticos no difería mucho de lo que

acontecía en otros sitios. Las instituciones políticas de Canadá, Australia y Nueva

Zelanda fueron conformadas por su propia experiencia colonial, que incluyó

elementos significativos de gobierno parlamentario, así como los sistemas

constitucionales británico y norteamericano.

Con esta historia a vuelo de pájaro queremos subrayar que en Europa y América

los movimientos de democratización del gobierno de los Estados nacionales no

partieron de cero. En los países que fueron los principales centros de una

democratización exitosa desde fines del siglo XVIII hasta alrededor de 1920, las

legislaturas, sistemas de representación y aun elecciones eran instituciones bien

conocidas. Por lo tanto, algunas de las instituciones más características de la

democracia moderna, incluido el propio gobierno representativo, no fueron el

mero producto de un razonamiento abstracto sobre los requisitos que debía

cumplir un proceso democrático, sino que derivaron de modificaciones

específicas sucesivas de instituciones políticas ya existentes. Si sólo hubieran sido

el producto de los propugnadores de la democracia, que trabajasen basados

exclusivamente en esquemas abstractos sobre el proceso democrático,

probablemente los resultados habrían sido distintos.

No obstante, sería erróneo interpretar la democratización de los cuerpos

legislativos existentes como adaptaciones ad hoc de las instituciones

tradicionales. Una vez que el locus de la democracia se trasladó al Estado

nacional, la lógica de la igualdad política, aplicada ahora a países enormemente

más grandes que la ciudad-Estado, tenía como claro corolario que la mayor

parte de las leyes tuvieran que ser sancionadas no por los propios ciudadanos

congregados sino por sus representantes electos.4 Entonces como ahora, fue

evidente que a medida que la cantidad de ciudadanos aumenta más allá de

cierto límite —impreciso—, la proporción de ellos que pueden congregarse (o

suponiendo que puedan hacerlo, la proporción de los que tienen oportunidad de

participar de alguna otra manera además del voto) es forzosamente cada vez

menor. Dentro de un instante añadiré algo sobre el problema de la participación.

Ahora quiero destacar que el gobierno representativo no se insertó en la idea

democrática simplemente a raíz de la inercia y de la familiaridad con las

instituciones existentes. Quienes emprendieron la labor de modificar esas

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instituciones sabían muy bien que, para aplicar la lógica de la igualdad política a

la gran escala del Estado nacional, la democracia "directa" de las asambleas

ciudadanas debía ser reemplazada por (o al menos complementada con) un

gobierno representativo. Esto se observó en repetidas oportunidades, hasta que

pudo dárselo por sentado como algo obvio, como hizo Mili. Incluso los suizos, con

su larga tradición de gobierno por asamblea en los antiguos cantones,

reconocieron que un referendo nacional no podía cumplir adecuadamente las

naciones de un parlamento.

Pero como previo Rousseau en El contrato social, la representación alteraría la

naturaleza misma de la ciudadanía y del proceso democrático.

Ya veremos que la democracia en gran escala carece de algunas de las

capacidades potenciales de la democracia en pequeño —aunque suele

perderse de vista que también lo contrario es cierto—.

Extensión ilimitada

Una vez aceptada la representación como solución, fueron superadas las

barreras que los límites de una asamblea en la ciudad-Estado imponía al tamaño

de la unidad democrática. En principio, ningún país sería demasiado extenso,

ninguna población demasiado cuantiosa para que exista un gobierno

representativo. En 1787 Estados Unidos tenía una población de alrededor de

cuatro millones de habitantes —ya gigantesca, si se la mide con los cánones de

la polis ideal griega—. Algunos delegados a la Convención Constituyente

pronosticaron con osadía que en el futuro llegaría a contar con más de cien

millones... cifra que fue superada ya en 1915. En 1950, cuando la India estableció

su sistema parlamentario republicano, sus habitantes rondaban los 350 millones y

seguían multiplicándose. Hasta ahora ha sido imposible fijar un límite superior

teórico.

Límites a la democracia participativa

Pero como consecuencia directa del mayor tamaño, algunas formas de

participación política quedan inherentemente más limitadas en las poliarquías

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que en las antiguas ciudades-Estados. No quiero decir con esto que en la ciudad-

Estado democrática o republicana la participación alcanzase nada parecido a

sus límites potenciales; pero en muchas de las ciudades- Estados antiguas y

medievales existían posibilidades teóricas que ya no existen en un país

democrático, por pequeño que sea, a raíz de la magnitud de su ciudadanía y de

su territorio (si bien esto último tiene menos importancia). El límite teórico de la

participación política efectiva disminuye rápidamente con la escala, aunque se

recurra a los modernos medios de comunicación electrónicos. La consecuencia

es que, en promedio, un ciudadano de Estados Unidos, o aun de Dinamarca, no

puede participaren la vida política tan plenamente como la cantidad media de

los ciudadanos de un demos mucho menor en un Estado más pequeño. Quiero

retomar este tema en el próximo capítulo.

Diversidad

Aunque entre escala y diversidad no hay una relación lineal, cuanto mayor y más

abarcadura es una unidad política, más tienden los habitantes a mostrar

diversidad en aspectos que tienen que ver con la política: sus lealtades locales y

regionales, su identidad étnica y racial, su religión, creencias políticas e

ideológicas, ocupación, estilo de vida, etc. A los fines prácticos, ya se ha vuelto

imposible la ciudadanía relativamente homogénea unida por comunes apegos a

su ciudad, su lengua, su historia y mitología, sus dioses y su religión, que era un

rasgo tan conspicuo de la visión que tenía de la democracia la antigua ciudad-

Estado. No obstante, por lo que ahora vemos, lo que sí es posible es que exista un

sistema político que trascienda la concepción de los propugnadores del gobierno

popular en la época premoderna: me refiero a gobiernos representativos con

amplios electorados, que gocen de una vasta serie de derechos y libertades

individuales, y convivan en grandes países de una extraordinaria diversidad.

Conflicto

Como consecuencia de la diversidad, sin embargo, se multiplicaron las divisiones

políticas y apareció el conflicto como aspecto inevitable de la vida política,

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aceptado en el pensamiento y en la práctica como un rasgo normal y no

aberrante.

Un símbolo notorio de este cambio de mentalidad es James Madison, quien en la

Convención Constituyente de 1787 (y luego en la defensa que hizo de ésta en El

federalista) enfrentó frontalmente la opinión histórica aún reflejada en las

objeciones antifederalistas contra "la tentativa absurda e inicua de crear una

república democrática en una escala grotesca", como sería la de la unión federal

de los trece estados. En una polémica brillante, Madison sostuvo que, dado que

los conflictos de intereses formaban parte de la naturaleza misma del hombre y

de la sociedad, y la expresión de esos conflictos no podía suprimirse sin suprimir

la libertad, el mejor remedio contra los recelos mutuos de las facciones era el

aumento del tamaño. El corolario (que él sin duda previo) fue que, contrariamente

a lo que suponía el punto de vista tradicional, una de las ventajas del gobierno de

la república en la gran escala del Estado nacional fue la probabilidad mucho

menor de que los conflictos políticos suscitasen graves disputas civiles, en

comparación con el ámbito más reducido de la ciudad-Estado.

Así pues, en contraposición con la visión clásica según la cual era previsible que

un conjunto más homogéneo de ciudadanos compartiesen creencias bastante

similares sobre el bien común, y actuasen en consonancia, ahora la noción de

bien común se ha extendido más sutilmente a fin de abarcar los heterogéneos

apegos, lealtades y creencias de un gran conjunto de ciudadanos diversos, con

una multiplicidad de divisiones y conflictos entre ellos. Tan sutilmente se ha

extendido, que nos vemos obligados a preguntarnos si el concepto actual de

bien común es mucho más que un recuerdo conmovedor de una antigua visión,

que el cambio ineluctable ha vuelto inaplicable a las condiciones de la vida

política moderna y posmoderna. Retornaremos a este problema en los capítulos

20 y 21.

Poliarquía

El cambio de escala y sus consecuencias —el gobierno representativo, la mayor

diversidad, el incremento de las divisiones y conflictos—contribuyó al desarrollo

de un conjunto de instituciones políticas que distinguen la moderna democracia

representativa de todos los restantes sistemas políticos, ya se trate de los

regímenes no democráticos o de los sistemas democráticos anteriores. A esta

clase de régimen político se lo ha denominado poliarquía, término que yo

empleo con frecuencia.

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Puede concebirse la poliarquía de diversas maneras: como resultado histórico de

los empeños por democratizar y liberalizar las instituciones políticas de los Estados

nacionales; como un tipo peculiar de orden o régimen político, diferente en

aspectos significativos no sólo de los sistemas no democráticos de toda laya, sino

también de las anteriores democracias en pequeña escala; como un sistema de

control político (a lo Schumpeter) en que los principales funcionarios del gobierno

son inducidos a modificar su proceder para ganar las elecciones en competencia

política con otros candidatos, partidos y grupos; como un sistema de derechos

políticos (que ya hemos examinado en el capítulo 11); o como un conjunto de

instituciones necesarias para el funcionamiento del proceso democrático en gran

escala. Si bien estas concepciones de la poliarquía difieren en diversos sentidos

importantes, no son incompatibles entre sí. Por el contrario, se complementan. No

hacen sino poner de relieve diferentes aspectos o consecuencias de las

instituciones que distinguen los regímenes políticos poliárquicos de los que no lo

son.

Dentro de un momento analizaré la poliarquía en el último de los sentidos

mencionados, o sea, como serie de instituciones políticas indispensables para la

democracia en gran escala. En capítulos posteriores veremos que el desarrollo de

una poliarquía depende de ciertas condiciones esenciales, que en ausencia de

una o más de tales condiciones la poliarquía puede derrumbarse, y que a veces

es restaurada luego de una lucha civil contra un régimen autoritario. También

examinaremos la difusión actual de la poliarquía en el mundo y sus posibilidades

futuras.

Pluralismo social y organizativo

Otro corolario del mayor tamaño de un régimen político y de las consecuencias

hasta ahora mencionadas (diversidad, conflicto, poliarquía) es la existencia en los

regímenes poliárquicos de un número significativo de grupos y de organizaciones

sociales relativamente autónomos entre sí y con respecto al gobierno, lo que se

ha dado en llamar pluralismo o, más concretamente, pluralismo social y

organizativo.

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Expansión de los derechos individuales

Una de las más llamativas diferencias entre la poliarquía y los sistemas

democráticos y republicanos anteriores, no tan vinculada como las que hemos

visto con el cambio de escala, es la notable ampliación de los derechos

individuales en los países con gobiernos poliárquicos.

Según vimos en el capítulo 1, en la Grecia clásica la libertad era un atributo de los

miembros de una determinada ciudad, dentro de cuyos límites un ciudadano era

libre, en virtud del imperio del derecho y de su habilitación para participar en las

decisiones de la asamblea (véase supra, pág. 33, y pág. 412, notas 16 y 17). Cabe

argüir que en un grupo pequeño y relativamente homogéneo de ciudadanos

ligados por el parentesco, la vecindad, la amistad, los lazos comerciales y la

identidad cívica, participar con los conciudadanos en todas las decisiones que

afectan la vida común es una libertad tan amplia y fundamental que, en

comparación con ella, las demás libertades y derechos pierden gran parte de su

importancia. No obstante, para balancear esta idealización debe añadirse que,

en general, las pequeñas comunidades no suelen descollar por su libertad sino

más bien por la opresión que ejercen, sobre todo en los inconformistas. La propia

Atenas no estuvo dispuesta a tolerar a Sócrates. Aunque su condena haya sido un

hecho excepcional, lo cierto es que Sócrates no gozaba del "derecho

constitucional" de predicar sus opiniones disidentes.

En contraste con ello, como ya indiqué en el capítulo 13, en los países con

gobiernos poliárquicos la cantidad y variedad de derechos individuales

legalmente sancionados y vigentes se ha incrementado con el correr del tiempo.

Por otra parte, como en las poliarquías la ciudadanía se ha expandido hasta

incluir a casi toda la población adulta, virtualmente todos los adultos gozan de los

derechos políticos primarios. Por último, muchos derechos individuales, como el

derecho a un proceso judicial ecuánime, no están limitados a los ciudadanos,

sino que también se hacen extensivos a otras personas, a veces a la población

íntegra de un país.

Sería absurdo atribuir esta expansión extraordinaria de los derechos individuales

en las poliarquías simplemente a los efectos de la magnitud; pero si bien la mayor

escala de la sociedad no es la única causa ni probablemente la más importante,

sin duda ha contribuido a dicha expansión. En primer lugar, la democracia en

gran escala exige las instituciones de la poliarquía, y como hemos visto ellas

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incluyen necesariamente los derechos políticos primarios —derechos que

trascienden con mucho aquellos a los que accedían los ciudadanos en los

regímenes democráticos y republicanos anteriores—.

Además, la mayor magnitud estimula que la gente se preocupe por contar con

esos derechos, como alternativa frente a la participación en las decisiones

colectivas. A medida que aumenta la escala social, cada persona conoce y es

conocida, forzosamente, por un número cada vez menor de las demás. Cada

ciudadano es un extraño para una proporción creciente de los demás

ciudadanos. Los lazos sociales y trato personal entre ellos ceden lugar a la

distancia social y el anonimato. En tales circunstancias, los derechos propios de la

ciudadanía —o simplemente de la persona humana— aseguran una esfera de

libertad personal que no ofrece la participación en las decisiones colectivas.

Agreguemos que a medida que aumentan la diversidad y las divisiones políticas,

y que el antagonismo político se convierte en un aspecto aceptado como normal

en la vida política, los derechos individuales pueden concebirse como un

sucedáneo del consenso político. Si existiese una sociedad en que no hubiera

conflictos de intereses, nadie tendría mucha necesidad de derechos personales:

lo que un ciudadano cualquiera quisiese, lo querrían todos. No ha habido jamás

una sociedad tan homogénea o consensual, pero si el consenso, sin llegar a ser

perfecto, es grande, la mayor parte de los ciudadanos pueden confiar en que

pertenecerán tan a menudo a la mayoría que sus intereses básicos quedarán

siempre preservados en las decisiones colectivas. En cambio, si lo normal es que

haya conflictos de intereses y los resultados de las decisiones son muy inciertos,

los derechos personales brindan a cada uno un modo de asegurarse un espacio

de libertad que no sea fácilmente violado por las decisiones políticas corrientes.

Poliarquía: sus características definitorias

La poliarquía es un régimen político que se distingue, en el plano más general, por

dos amplias características: la ciudadanía es extendida a una proporción

comparativamente alta de adultos, y entre los derechos de la ciudadanía se

incluye el de oponerse a los altos funcionarios del gobierno y hacerlos abandonar

sus cargos mediante el voto. La primera diferencia a la poliarquía de otros

regímenes más excluyentes, donde si bien se permite la oposición, los miembros

del gobierno y sus opositores legales pertenecen a un pequeño grupo de la

sociedad (como sucedía en Gran Bretaña, Bélgica, Italia y otros países antes del

sufragio masivo). La segunda diferencia a la poliarquía de aquellos sistemas en

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que, si bien la mayoría de los adultos son ciudadanos) entre sus derechos no se

cuenta el de oponerse al gobierno y destituirlo mediante el voto (como ocurre en

los modernos regímenes autoritarios).

Las instituciones de la poliarquía

Más concretamente, y otorgando un mayor contenido a esas dos características

generales, diremos que la poliarquía es un orden político que se singulariza por la

presencia de siete instituciones, todas las cuales deben estar presentes para que

sea posible clasificar un gobierno como poliárquico.

1. Funcionarios electos. El control de las decisiones en materia de política pública

corresponde, según lo establece la constitución del país, a funcionarios electos.

2. Elecciones libres e imparciales. Dichos funcionarios son elegidos mediante el

voto en elecciones limpias que se llevan a cabo con regularidad y en las cuales

rara vez se emplea la coacción.

3. Sufragio inclusivo. Prácticamente todos los adultos tienen derecho a votar en la

elección de los funcionarios públicos.

4. Derecho a ocupar cargos públicos. Prácticamente todos los adultos tienen

derecho a ocupar cargos públicos en el gobierno, aunque la edad mínima para

ello puede ser más alta que para votar.

5. Libertad de expresión. Los ciudadanos tienen derecho a expresarse, sin correr

peligro de sufrir castigos severos, en cuestiones políticas definidas con amplitud,

incluida la crítica a los funcionarios públicos, el gobierno, el régimen, el sistema

socioeconómico y la ideología prevaleciente.

6. Variedad de fuentes de información. Los ciudadanos tienen derecho a

procurarse diversas fuentes de información, que no sólo existen sino que están

protegidas por la ley.

7. Autonomía asociativa. Para propender a la obtención o defensa de sus

derechos (incluidos los ya mencionados), los ciudadanos gozan también del

derecho de constituir asociaciones u organizaciones relativamente

independientes, entre ellas partidos políticos y grupos de intereses.

Importa comprender que estos enunciados caracterizan derechos, instituciones y

procesos efectivos y no meramente nominales. Los países del mundo pueden

ordenarse, en verdad, según el grado en que esté presente en ellos, en un sentido

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realista, cada una de estas instituciones. Consecuentemente, éstas pueden servir

como criterio para decidir cuáles son los países gobernados por una poliarquía en

la actualidad o en el pasado. Como veremos más adelante, estos ordenamientos

y clasificaciones pueden utilizarse para investigar las condiciones que favorecen

o perjudican el establecimiento de la poliarquía.

Poliarquía y democracia

Pero es obvio que si nos ocupamos de la poliarquía, no es porque sea meramente

un tipo de orden político propio del mundo moderno; nos interesa

primordialmente por su relación con la democracia. ¿Cuál es, entonces, esa

relación?

Dicho sumariamente, las instituciones de la poliarquía son indispensables para la

democracia en gran escala, y en particular para la escala del moderno Estado

nacional. Para expresarlo en términos algo diferentes, todas las instituciones de la

poliarquía son necesarias para la instauración más plena posible del proceso

democrático en el gobierno de un país. Pero decir que estas siete instituciones son

necesarias no es lo mismo que decir que son suficientes. En capítulos posteriores

quiero examinar algunas posibilidades de una ulterior democratización de los

países gobernados mediante poliarquía.

En el cuadro 15.1 se explícita la relación entre la poliarquía y los requisitos de un

proceso democrático.

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Cuadro 15.1 Poliarquía y proceso democrático

Las siguientes son necesarias para

Instituciones… cumplir con los siguientes criterios

1. Funcionarios electos. I. Igualdad de voto.

2. Elecciones libres e imparciales.

1. Funcionarios electos.

3. Sufragio inclusivo.

4. Derecho a ocupar cargos públicos. II. Participación Efectiva

5. Libertad de expresión.

6. Variedad de fuentes de información.

7. Autonomía asociativa.

5. Libertad de expresión.

6. Variedad de fuentes de información. III.Comprensión esclarecida

7. Autonomía asociativa.

1. Funcionarios electos.

2. Elecciones libres e imparciales.

3. Sufragio inclusivo.

4. Derecho a ocupar cargos públicos. IV. Control del programa de

5. Libertad de expresión. acción.

6. Variedad de fuentes de información.

7. Autonomía asociativa.

3. Sufragio inclusivo.

4. Derecho a ocupar cargos públicos.

5. Libertad de expresión V. Inclusión

6. Variedad de fuentes de información.

7. Autonomía asociativa

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Evaluación de la poliarquía

Es típico que los demócratas que viven en países gobernados por regímenes

autoritarios tengan la ferviente esperanza de que algún día su país alcance el

umbral de la poliarquía. Es típico que los demócratas que viven en países

gobernados desde hace mucho por una poliarquía piensen que ésta no es lo

bastante democrática, y que tendría que serlo en mayor medida. Pero si bien los

demócratas tienen diversas concepciones sobre la próxima etapa de la

democratización, hasta ahora ningún país ha trascendido la poliarquía y pasado

a una etapa "superior" de democracia.

Los intelectuales de los países democráticos en los que ha habido poliarquía sin

interrupciones a lo largo de varias generaciones han llegado a expresar con

frecuencia su hastío y desdén por las fallas de sus instituciones; pese a ello, no es

difícil comprender que los demócratas que carecen de éstas las encuentren muy

precisas, con todos sus defectos. Ya que la poliarquía suministra una amplia

gama de derechos y libertades humanos que ninguna otra alternativa presente

en el mundo real puede ofrecer. Le es inherente una vasta y generosa zona de

libertad y control, que no puede invadirse en forma profunda o persistente sin

destruir la poliarquía misma. Y como en los países democráticos, según vimos, la

gente ansia gozar de nuevos derechos, libertades y capacidades, esa zona

esencial se amplía cada vez más. Si bien las instituciones de la poliarquía no

garantizan que la participación ciudadana sea tan cómoda y vigorosa como

podría serlo, en principio, en una pequeña ciudad-Estado, ni que los gobiernos

sean controlados de cerca por los ciudadanos o que las políticas que implantan

corresponda invariablemente a lo que desea la mayoría, lo cierto es que vuelve

en extremo improbable que un gobierno tome, durante mucho tiempo, medidas

públicas que violentan a la mayoría. Más aún, dichas instituciones vuelven

infrecuente que sus gobiernos impongan políticas objetadas por una cantidad

sustancial de ciudadanos, que tratarán empeñosamente de suprimirlas

recurriendo a los derechos y oportunidades de que disponen. Si el control

ciudadano sobre las decisiones colectivas es más anémico que el firme control

que deberían ejercer para que el sueño de la democracia participativa se realice

alguna vez, por otro lado la capacidad de los ciudadanos para vetar la

reelección de los funcionarios o sus medidas es un arma poderosa, a menudo

esgrimida, para impedirles adoptar políticas objetables a juicio de muchos.

Comparada con sus otras opciones históricas y actuales, la poliarquía es uno de

los más extraordinarios inventos humanos, aunque es incuestionable que no llega

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a cumplir con un proceso democrático. Desde el punto de vista democrático,

podrían plantearse muchos interrogantes sobre las instituciones de la democracia

en gran escala en el Estado nacional, tal como existen hoy. A mi entender, los

más importantes son los siguientes, a los que dedico el resto de este libro:

1. En las condiciones vigentes en el mundo moderno y posmoderno, ¿cómo

pueden materializarse las posibilidades de participación política teóricamente

presentes, aunque a menudo no del todo concretadas en la práctica, en las

democracias y repúblicas en pequeña escala?

2. ¿Presupone la poliarquía condiciones que faltan, y continuarán faltando, en la

mayoría de los países? ¿Son por ende estos últimos inapropiados para instaurar

una poliarquía, y proclives en cambio a la quiebra del orden democrático o a un

régimen autoritario?

3. ¿Es en algún grado posible la democracia en gran escala, o las tendencias a la

burocratización y la oligarquía necesariamente la despojan de su significado y de

su justificación esenciales?

4. El pluralismo inherente a la democracia en gran escala, ¿debilita en forma letal

las perspectivas de alcanzar el bien común? ¿Existe, de hecho, un bien común en

realidad, en algún grado significativo?

5. Por último, ¿podría avanzarse, más allá del umbral histórico de la poliarquía,

hacia una concreción más completa del proceso democrático? En suma, dados

los límites y posibilidades de nuestro mundo, ¿es una posibilidad realista que

sobrevenga una tercera transformación histórica?