El Manuscrito de la Abadesa

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El Manuscrito de la Abadesa Historia de la desaparición de la comunidad de clarisas cubanas, escrita por su última Abadesa, la Reverenda Madre Clara de Jesús Gómez Felicia GUERRA SENETTE, PhD [email protected] I. Breve historia de la Comunidad de Clarisas cubanas. II. La Habana 1961. III. Nueva Orleans. IV. Corpus Christi, Texas. V. Brenham, Texas. VI. Epílogo. La Clausura femenina en España e Hispanoamérica: Historia y tradición viva San Lorenzo del Escorial 2020, pp. 787-820. ISBN: 978-84-09-25499-6

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El Manuscrito de la Abadesa

Historia de la desaparición de la comunidad de clarisas cubanas, escrita por su última Abadesa, la Reverenda Madre

Clara de Jesús Gómez

Felicia GUERRA SENETTE, PhD [email protected]

I. Breve historia de la Comunidad de Clarisas cubanas.

II. La Habana 1961.

III. Nueva Orleans.

IV. Corpus Christi, Texas.

V. Brenham, Texas.

VI. Epílogo.

La Clausura femenina en España e Hispanoamérica: Historia y tradición viva San Lorenzo del Escorial 2020, pp. 787-820. ISBN: 978-84-09-25499-6

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I. BREVE HISTORIA DE LA COMUNIDAD DE CLARISAS CUBANAS

El Monasterio del Santísimo Sacramento de las Religiosas de Santa Clara de Asís, se fundó en La Habana en 1644, el primer convento de religiosas de la Isla. La comunidad comenzó con ocho clarisas y en 1767, a pesar de la devastación ocurrida por la epidemia de fiebre amarilla de 1649, contaba con 114 profesas. Al celebrarse el 300 aniversario de su fundación habían vivido allí 466 religiosas. La comunidad vivió en el monasterio original por 278 años, hasta que en 1922 se lo vendió al gobierno para construir uno nuevo en el barrio de Lawton. Allí vivían tranquilamente 36 clarisas en 1959 cuando la Revolución Cubana derroco el régimen de Fulgencio Batista.

Hoy, 25 de agosto de 1973 a los 62 años de edad, doy comienzo a una historia

que quiero referir antes que mi vista y mi mente se nublen con los años o por alguna enfermedad. Creo que es mi deber cumplir con esta inspiración ya que comprendo todas las etapas por las que ha pasado la Comunidad, desde su origen hasta la fecha. II. LA HABANA 1961

Era el 17 de marzo de 1961 aproximadamente las siete menos cuarto cuando la Comunidad de Clarisas del Reparto Lawton entre las calles C y B en La Habana, Cuba, se disponía a tomar la cena en el refectorio, cuando se sintieron tres timbrazos largos en la puerta de entrada, señal que el portero había dado para indicar que llegaban los milicianos y había que abrir inmediatamente o recibíamos algún castigo; corrimos a la puerta y cosa que Dios permitió, la portera trae una llave equivocada y hay una pequeña demora. Suenan otra vez tres timbrazos largos y esta vez con voces impacientes del portero: “abran pronto, estos hombres creen que yo no les aviso!”. Llegó por fin la hermana portera con las llaves, una vez abierta la puerta entraron hombres y mujeres armados de ametralladoras de mano, rifles y revólveres. Como era su costumbre, procedían al chequeo de las personas que abrían. Uno de los milicianos jóvenes que decía haber sido educado con los padres jesuitas dijo: “nosotros creíamos que aquí vivían sacerdotes, por eso vinimos, pero tenemos que cumplir con nuestro deber y queremos proceder

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a un registro pues nos han dicho que Uds. tienen armas aquí”. Yo les respondí: “si tienen orden de registrar lo pueden hacer, pero créanme que no tenemos armas”. Entonces el mismo joven le dijo a una miliciana: “por delicadeza de que son religiosas, Ud. como mujer, chequee a las dos”. Comenzó por la hermana portera, Sor Rosa, primero pasaban las manos por los brazos, luego comenzando por debajo de los brazos hasta las piernas a todo lo largo del cuerpo; al llegar a los muslos sonaba como ropa almidonada, que en nosotras no era extraño pues así lo usábamos, la miliciana daba golpecitos y sonaba entonces yo me eché a reír y les dije “mucho almidón”; la mujer miró al joven quien hizo además de no tener importancia, ellos buscaban armas. Al tocar a la religiosa ella se retorcía como si le hicieran cosquillas y yo la mandé se estuviera tranquila, ella seguía con los mismos gestos. Después la miliciana procedió conmigo, yo puse los brazos en cruz y ella me chequeo sin dificultad. La causa de que Sor Rosa se portara así era que llevaba encima algo que no quería cayera en manos de los milicianos.

El jefe dijo con mucho imperio, “reúna a todas en un solo lugar, ¿cuántas son?”, “somos 36 y una sirvienta”. Como ya pasaba de las 8 y después de las 8 no se tocaba campana nada más que para los maitines, las mande a llamar a todas. No costó mucho pues estaban en el refectorio, y las mandé vinieran al Coro Bajo. Allí nos contó y faltaba una, era Caridad la Chinita que estaba en el Coro Alto. Entonces una religiosa con toda picardía les dijo “esperen que yo se la busco”, y subió al Coro Alto y la llamó, pero bajó por otra escalera para esconder algo en una pieza que ya ellos habían registrado y allí nos encontramos. ¿Cuándo volvimos la cara venía el jefe y dijo “qué hacen aquí?” le dije “vine a cerrar los armarios” - “dejen los armarios y vayan donde están las otras”. Allí faltaba una que fue un momento a la enfermería, entonces, muy violento gritó: “aquí van a ir a la cárcel más de una, como sigan faltando en esta pieza”. Entonces me levanté del asiento y le dije; “mire, ellas no están aquí porque no se ha tocado la campana por ser a deshora y están en sus oficios, así que la culpable soy yo, y si tiene que llevar a la cárcel no son ellas las culpables, soy yo”. Entonces más calmado dijo: “esperen todas aquí hasta que se les ordene irse”. Todas, hasta las inválidas, ancianitas y enfermas permanecimos en silencio allí con un miliciano armado en cada puerta. Ya pasaba de las 9 cuando le pregunté al que tenía el encargo de cuidar a los otros si podíamos rezar los maitines, pues ya era hora, y me dijo “si, recen”. Cuando se estaban leyendo las segundas lecciones empezó un bombardeo terrible, pero no sabíamos dónde. La lectora me miró interrogante y le dije “siga, siga” y con una paz inalterable seguimos el rezo del Oficio Divino. Ellos salieron corriendo afuera, menos los que nos custodiaban, al regreso preguntaron que hacíamos, “nosotras rezar para que no pasara nada”, y dice una mujer “pues ya pasó, los mercenarios vinieron y han bombardeado, no sabemos los estragos que habrán hecho”. Esa noche fue lo de Playa Girón o Ensenada de Cochinos

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[la invasión]. Una religiosa muy ingenua preguntó: “quienes son los mercedarios?” “No, los mercenarios, una gente muy mala que tratan de hacernos mal”.

Una enferma inválida por razón de una embolia que además no hablaba,

quiso que la acostaran y nos dieron permiso pero custodiada; la enferma tenía miedo a la miliciana armada de bayoneta y de rifle y otra anciana, también enferma, quiso ir a la cama y la llevaron en la misma forma, le revolvieron todas las gavetas, no sé qué buscarían, la anciana les dijo “ahí no hay más que basura, las viejas no tienen nada de importancia” y la miliciana se sonrió.

Continuaron los registros hasta la 1:30. Habíamos escondido los vasos

sagrados de mucho valor en distintos lugares, hechos paqueticos, pero ellos encontraron uno en un pequeño cuarto que tenía algunos muebles. Me llamaron y preguntaron por qué lo escondíamos, yo les dije que “no sabíamos cómo eran Uds.”, ellos respondieron “gracias”. Vinieron otros con otros paquetes que encontraron y las joyas de valor que teníamos en un armario; todo lo pusieron sobre una mesa y me dijo el jefe: “todo esto va a quedar aquí abierto y nada faltara mañana, nosotros no somos ladrones, y si algo falta me lo dice porque el que lo coja será castigado; las cosas sagradas no las podemos tocar, por mandato de Fidel”. Así sucedió, nada faltó y cuando ellos salieron lo recogimos y lo pusimos en la sacristía que era su verdadero lugar para guardarlo; las custodias las pusimos dentro de los ornamentos en una gaveta y nunca las encontraron (eran de mucho valor).

A las 2 de la madrugada salió parte del batallón, pero quedaron algunos.

Yo estaba rendida de sueño y cansancio, ellos me dijeron pueden retirarse, nosotros las cuidamos” y yo ingenuamente les dije, “mire la celda que ahora yo voy a encender en el otro piso es donde yo vivo, si algo necesitan, me pueden llamar. Muy temprano nos levantamos y le pregunte al jefe si podíamos rezar y oír misa, él me dijo “si, recen y oigan misa, nosotros estamos aquí afuera”. Todo se hizo normalmente, pero la iglesia permaneció cerrada al público.

Nos habían dado la señal que siempre que ellos quisieran entrar a registrar toda

la Comunidad se reuniera en el coro bajo; ya ellos estaban fuera de la clausura, en la portería. Allí permanecía nuestro buen y fiel portero por 25 años que se llamaba Claudio Zabajana, era español y se estaba preparando para irse a España, tenía bastante edad, no recuerdo si 79 años. Los milicianos querían sacarle algún secreto de la Comunidad, si teníamos armas o dólares, y lo mortificaban demasiado. Pusieron en la calle una piedra grande y sobre ella una tabla larga por donde tenían que pasar los automóviles, así que cuando pasaban hacían un ruido terrible que no lo dejaba dormir, lo tenían casi loco.

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Empezaron las noticias de Playa Girón donde vino la invasión y los bombardeos, las bajas que había de cubanos y americanos, y arreció el odio hacia el portero. Lo llevaron a la Estación de Policía, el famoso G2 y no sé qué le hicieron. Por la tarde se acabó el agua porque se descompuso la pieza del tanque de la azotea y teníamos que ir a darle un golpe y despegarla para que el motor funcionara, y el que lo hacía era Claudio, se lo dije y me contesto, “lo que vaya a hacer, hágalo pronto”. Subimos otra religiosa y yo, él y dos milicianas. Al salir de la clausura él estaba temblando y nos miró muy triste. Estaba enfermo del corazón y ese mismo día lo habían maltratado. También en la Portería le dieron por el estómago porque creían que no había tocado el timbre para abrir la puerta cuando ellos querían entrar. Cuando abrí la puerta él estaba sentado, blanco como la pared, temblando y llorando, nosotras oímos sus gritos de dolor y le pregunte al jefe que pasaba y me dijo “este hombre que no hace lo que le digo”.

El día 22 de abril, a las 8 de la mañana vino la religiosa tornera a avisarme

que Claudio se había ahorcado. Todo fue confusión y dolor. Fui al torno y pregunté al jefe, que me dijo “si quiere salga para que lo vea y no digan después que fuimos nosotros los que lo matamos”. Me dijo que cuando vino el lechero, hermano de una religiosa, pregunto por él y le dijeron que no se había levantado, cosa extraña porque él se levantaba temprano. La puerta de su cuarto estaba cerrada y el miliciano le dijo que mirara por una ventana y lo vio colgado de la bisagra de la puerta con un cordel delgado de los que se usan para tirar de los pestillos de las puertas, de rodillas. Todo horrorizado bajó y llorando se fue. Nosotras salimos de la clausura y el jefe nos dijo “suba a esa mesa y mire a ver si lo encuentra”. Miré y no lo vi en la cama, pero los zapatos estaban junto a la cama como cuando nos vamos a acostar. Él me dijo “mire detrás de la puerta”. Allí estaba, de rodillas, las manos enclavijadas junto al pecho, los espejuelos puestos, la boca entreabierta y los ojos también entreabiertos, los pies juntos que parecía estar en oración. Era calvo y estaban de color natural la calva y el rostro, no tenía señal de estar ahorcado, el cordel no estaba junto a la piel sino de lado y flojo, imposible que fuera ahorcado. Se lo dije al jefe y le agregué “él tiene que haber muerto de repente, así no mueren los ahorcados”. El jefe respondió rápidamente: “no, no diga eso que creerán que lo matamos, él sabía que había muchos muertos en a Ensenada de Cochinos y pensaría que algo iba a pasar aquí”. Yo agregué, “bueno si él se quitó la vida sería porque enloqueció por tantas cosas…”. Así estuvimos hasta que llegó nuestro síndico y la persona del juzgado para levantar el acta. Le pregunté a la miliciana que esa noche estaba de guardia si ella había oído algo durante la noche y me respondió que a las 2 de la madrugada sintió ruido en el cuarto, por lo que supusimos que a esa hora murió.

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Cuando vino uno de la G2 entramos al cuarto nosotras, un miliciano preguntó si cortaba la soga, el cadáver no estaba separado del suelo ni dos dedos de alto y cayó sobre sus rodillas. Parecía una momia y el miliciano se volteó para que lo viéramos de frente-su semblante era de paz. El miliciano lo cargó y lo tiró en la cama, tomando la posición de cuando dormimos, con las piernas dobladas. Yo pensé, lo encontraron muerto y lo colgaron para que pareciera que se había ahorcado. Le registraron los bolsillos y no encontraron nada. Un miliciano joven que dijo haber sido educado en el Colegio de Belén, le abrió la camisa y vimos que tenía puesto el escapulario de la Virgen del Carmen. Por fin se lo llevaron para la funeraria y quedamos como huérfanas, él era el que nos cuidaba y le había dicho a un amigo que para hacerle algo a las monjas tenían que pasar por encima de su cadáver. Los milicianos desocuparon el cuarto, botaron lo que les pareció basura y quemaron otro tanto, solamente encontraron tickets para alimentos que repartía a los pobres de la Sociedad de San Vicente de Paul, un poco de ropa y un par de zapatos nuevos que nos pidieron y se lo dimos.

Cuando supimos de su muerte el Padre Capellán quiso ir a decirle un responso,

pero ellos no lo dejaron y el padre se lo dijo en la sacristía. Teníamos la seguridad que no se había quitado la vida. Tuve luego la oportunidad de hablar con una persona que asistió a la autopsia, le pregunté si había alguna lesión en el cerebro y me dijo que algo muy pequeño, pero tenía señales de estrangulación.

Ellos seguían registrando el monasterio, tenían un aparato que lo pasaban

por la pared y si había metal avisaba, registraban con linternas los tanques de agua que estaban en el sótano bajo tierra; no dejaron nada por registrar: las celdas una por una, la cocina y despensas, vieron un armario con barras de jabón de lavar y decían que éramos acaparadoras, les mostramos las facturas y recibos y les dimos a comprender que comprábamos para todo el año. Después de cada registro salían de la clausura, pero, maliciosamente, llamaban cuando menos lo esperábamos pues “tenían noticias” de que había un túnel que nos comunicaba con el Asilo Santa Marta y con los Frailes.

El pueblo se portó muy bien con nosotras. Los que nos vendían carbón de

piedra, pues el fogón era para cocinar con carbón de piedra, nos llenaron la carbonera, la destilería nos llenó el tanque de alcohol, pues estaban nacionalizando todas las compañías.

Las milicianas, muchachas no tan malas, nos tomaron cariño y hablaban

familiarmente con nosotras, que tratábamos de tenerlas de nuestra parte, pues éramos almas indefensas y si nos poníamos con guaperías era peligroso. Un día, al verme en la calle donde fui para otros asuntos, una de ellas se desprendió del brazo de su madre, me abrazó con mucha alegría y me preguntó por las

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otras religiosas. “Haz bien y no mires a quién”, por eso fuimos atendidas siempre con cariño y con respeto y nos suplicaban que no nos fuéramos-luego supe que algunas de las que nos custodiaban se fueron para Estados Unidos.

El 30 de abril por la tarde registraron la iglesia, la capellanía y todas las

dependencias de los padres, fueron al altar y buscaban en los jarrones de flores, no sé si dólares o que. La Comunidad estaba en el Coro Bajo y cuando oyó la conversación en la iglesia una anciana pensó que profanaban al Santísimo y se desmayó. Querían ver que había en el sagrario y el Padre Capellán, con toda reverencia, se puso el roquete, la estola, encendió dos velas y les pidió silencio, hizo una genuflexión y abrió el sagrario, les pidió que miraran bien, que solo había un copón con hostias consagradas- levanto los paños y las cortinitas para que vieran mejor- y ellos se postraron espantados y con respeto. La actitud del Padre los atemorizo, ninguno se atrevió a tocar nada ni hablar. “Dios sea bendito!”.

Un día una religiosa llevaba para quemar un saco de papeles, apuntes

espirituales, etc. Uno de ellos se lo quitó, se lo llevó para el torno y trató de descifrar su contenido pues estaban rotos; la religiosa le dijo “léalos, son cosas buenas”, pero él dijo “encontré una pastoral de Monseñor Boza Masvidal, debe Ud. saber que ese señor ya no está en Cuba.” Juntamos los pedazos y pudimos leer que el gobierno revolucionario es bueno, pero no se puede comulgar con sus ideas.

Me pidieron las llaves de la caja fuerte donde no teníamos nada más que

algunos billetes y mucho menudo. Casualmente había mucha escasez de monedas en La Habana y estúpidamente me dijo que por eso no había menudo en la ciudad, como si eso fuera lo único que circulara en toda la Isla. Me dijo que se lo llevaba, pero me lo cambiaba en billetes, pero ni una ni otra cosa me devolvió. Por precaución habíamos escondido el precio de una propiedad que en esos días habíamos vendido. Otro miliciano me dijo que el registro de la caja fuerte era porque creían que teníamos dólares; le dije que no teníamos (interiormente dije “la comunidad”) pues teníamos algunos de la Sociedad de Enfermos Misioneros que una religiosa dirigía.

Una religiosa tuvo la paciencia de quitar el relleno de un cordón de los

que usamos en la cintura y lo lleno de billetes, pero como cuando hay un delito apenas se puede ocultar por el nerviosismo, el cordón iba de mano en mano. Yo no lo sabía, pues me lo hubiera puesto y hubiera andado tranquilamente con él, pero al fin ellas no pudieron aguantar, lo metieron en un pomo y lo quemaron. Otro poco de dinero se metió en un pomo con algodones para evitar la humedad y lo enterraron en el jardín debajo que una mata de peonias que

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tenía muchas semillas que caían al suelo, y para ocultar la tierra removida pusieron una piedra encima. Esto fue chistoso y alarmante, pues las que lo sabían tenían puesto el ojo en lo que hacían y adonde iban las milicianas que habían entrado a un registro, y resulta que se pusieron a conversar con las monjas en el jardín y como si las llamaran a ese lugar, fueron a recoger semillas en el suelo. Las que las vigilaban se atacaron de los nervios y fueron con la Madre Vicaria llorando porque nos iban a llevar presas. Yo les dije a las milicianas “miren, estas están mejores” para quitarles la idea de recoger en el suelo junto a la piedra y una de ellas se sentó en la piedra. Pero al fin se fueron al otro lado del jardín y le volvió el alma al cuerpo a las pobres monjas. Tan pronto se fueron, sacaron el pomo y quemaron los dólares.

Las contadoras no encontraban lugar seguro donde esconder el dinero de la

venta de la propiedad: unas veces en una maceta de areca, otras en una ventana que tenía celosía para no ver para la calle, hasta que lo pusimos en un armario antiguo. Cuando se fueron se lo mandamos a la Nunciatura a Monseñor Sentoz. ¡El dichoso dinero siempre trae problemas!

En la contaduría teníamos lápices, jabones de baño y todo lo que podemos

usar, para cuando lo necesitáramos. Las milicianas cargaron con lo que pudieron, lo mismo hicieron en las celdas. Para ellas todo era una diversión, pero navegamos con suerte porque salieron hablando bien de nosotras, diciendo que éramos monjas verdaderas, que éramos ignorantes de todo lo del mundo, que éramos almas inocentes.

Un día empezaron los milicianos más jóvenes a subir desde la cocina latas de

aceite, jabón de lavar y todo lo que se les antojaba que se podían llevar. Cuando vi aquello fui a donde estaban los jefes en la contaduría, con la lucha de abrir la caja fuerte, y me acerqué al que dicen era el más malo y le dije en tono de queja, pero ingenuamente “mire, se están llevando aceite y otros alimentos, pero nosotras no podemos salir de la clausura para ir de compras”. Todo hombre, por malo que sea tiene algo bueno, e inmediatamente salió al claustro y les gritó a los otros “quién mandó que hicieran eso, pónganlo donde lo encontraron, eso es de ellas”. Todo volvió a su lugar.

Esto que escribo no es en alabanza de ellos, pero hay que hacer honor a la

verdad y lo escribo para dar gracias a Dios por la promesa que hizo a Nuestra Seráfica Madre Santa Clara cuando le hablo desde la Custodia “Yo seré siempre tu Custodia”. Eso se verificó en sus hijas durante 13 días y noches que ellos permanecieron en la portería. No sufrimos ningún atropello de su parte. Es verdad que la Comunidad hizo todo lo que ellos pedían; se admiraban de la obediencia de las monjas. Cuando ellos entraban se tocaban 3 campanadas

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en una campana grande que había en el claustro y todas bajaban la escalera para colocarse en el Coro Bajo, lugar señalado para eso, y sin chistar permanecíamos allí (incluso las enfermas) hasta que ellos salían del monasterio. Un día me dijo el que cuidaba el torno (era católico y me había pedido un crucifijo para la cama de su niño) “dígame, por que encienden la torre de noche”. Me extrañó, pues eso no se acostumbraba nada más que algún día de fiesta; le dije que nunca la encendíamos, el insistió, entonces le dije que probablemente los autos que pasan por la carretera la iluminan con los focos y se reflejan en el cristal. Él me dijo que no era eso, entonces le dije “esta noche voy a encender cuando toque para el De Profundis, a las 8 de la noche, Ud. fíjese si es así como lo ve”. Eso hice, pero lo perjudiqué, porque el jefe que estaba allí en ese momento tuvo con él una discusión de por qué había preguntado eso, pues parece tenían pensado subir alguna noche para inspeccionar, y al pobre hombre lo cambiaron por otro que no era tan bueno. Así se pagan las imprudencias, yo no creía que iba a tener ese efecto -hay que aprender mucho en estos casos. Lo que ellos veían era la luna llena reflejada en los cristales, lo pude comprobar.

La primera vez que entraron y se dispersaron por todo el convento fueron a

dar al noviciado, donde teníamos sobre una mesa a Ntro. Padre San Francisco al que le habíamos quitado todo el hábito para lavarlo y lo teníamos envuelto en una sábana. ¡Cuando lo vieron salieron gritando por la escalera “un fantasma, un fantasma en el cuarto de arriba!” Les enseñamos que era una imagen (eran muy cobardes a pesar de todas las armas que portaban) pero tenían tanto miedo que al llegar la tarde encendían todas las luces y siempre hacían la misma pregunta: -“Uds. no tienen miedo?”

Ya llevaban 13 días de estar en la portería, no podían venir a visitarnos

los médicos si una de las milicianas no entraba y salía con él, las visitas de familiares eran custodiadas por ellos, los mandados tenían que registrarlos y la correspondencia también-el cartero se dio cuenta y no entregó más cartas hasta que se fueron todos, porque el pasaje de avión que mandó el hermano de una religiosa desde México se lo robaron y tuvieron que mandárselo por segunda vez; también leyeron una carta de España y nos dijeron “nosotros no somos como los de España, ni matamos ni quemamos iglesias”.

Una tarde me estaba bañando y recibí la más grata sorpresa: la religiosa

que se ocupaba de la puerta me dijo: “Madre, los milicianos se van esta tarde y la quieren ver”. ¡Qué alegría! Tan pronto terminé fui a ver que querían. Ellos esperaban el camión que los debía transportar, se arremolinaban, entraban y salían, las muchachas se despedían con cariño y prometían visitarnos, y uno de los jefes -por cierto el más malo según voz general- se acercó y me quiso dar la mano para despedirse, pero yo las puse detrás y le dije “nosotras no les

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damos la mano a los hombres” y cogiéndome por el brazo me dijo “si, mujer”, entones se la di y me dijo “volveremos, no como ahora sino de visita, como amigos”. Ellos no tuvieron quejas de nosotras pues éramos en ese sentido muy inocentes y pensábamos que si venían de parte del Gobierno ellos estaban haciendo su obligación. Además, en esos 13 días que estuvieron allí les cuidamos a un enfermo que tenía dieta y cada día sacábamos una cantina con la comida de dieta para él. Las muchachas nos trataban como amigas, les dábamos lo que pedían, telas para hacerse sayas, les prestamos las tijeras y la plancha, pues debíamos tener caridad con ellas, así Dios lo permitió, pues de lo contrario hubiéramos estado en mucho peligro. Con tantos hombres y mujeres dentro del monasterio yo solamente pensaba en lo que dicen las Escrituras “amar a los enemigos y hacer bien a los que nos aborrecen”. Ellos se fueron edificados. La noche que les dije que las monjas no tenían culpa de no estar todas juntas y si alguien tenía que ir a la cárcel sería yo, dijeron en alta voz desde afuera “Caballeros, que monjas más valientes”.

Por fin llegó el camión y todos se fueron. ¡Qué impresión más grande sentí,

por primera vez solas! Todo quedó sucio y nos disponíamos a cerrar la puerta de la verja cuando un niño como de 10 años se me acercó y me dijo “yo soy Eduardito, mi mamá me mandó ayudarle pues esta puerta no la sabe cerrar nadie más que Claudio y yo”. Era el hijo del bodeguero que vivía frente al monasterio; su madre y otra vecina hacían turno por la noche para vigilar que no les pasara nada a las monjas mientras los milicianos estaban en la portería. Nos dispusimos a limpiar y fregamos el piso con mangueras. Nos sentíamos muy nerviosas pensando en Claudio o cómo podríamos hacer para atender la portería, no nos sentíamos seguras, Dios nos tenía en sus manos. Comenzamos a pedirle a San José nos mandara un portero de confianza. El domingo después de misa salimos para la portería otra religiosa y yo, y vino una religiosa salesiana de su convento de la Granja del Delfín, que está a pocas cuadras del monasterio y es hermana de una de nuestras religiosas, estábamos hablando cuando se nos acercó un señor de color de la V.O.T. franciscana y lo mandamos pasar. El un poco tímido nos dijo que había pensado durante la misa que como estábamos sin portero, él y su esposa podían ayudaros sin interés de sueldo. Dijimos “ese fue San José quien lo mandó”, pues era carpintero. Empezó a venir temprano a la misa y se quedaba en la portería. Por ese tiempo todo parecía tranquilo, pero las religiosas, después de la Invasión y la estancia de los milicianos estaban muy nerviosas y querían salir para el extranjero. Tres se fueron con permiso de la Santa Sede para un convento de clarisas en México (una era mexicana). Había rumores de que algo grave iba a pasar y los familiares de las monjas aconsejaban precaución.

Todo parecía en calma, pero las monjas, cada una por su parte, se trazaban su

camino. Me sorprendió una que me dijo “Madre, no es porque S.R. sea la

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Abadesa pues ya yo tenía planeado mi viaje a México, ellas me reciben así enferma y todo, yo tenía mi pasaporte medio sacado pero la Madre Abadesa anterior no le dio curso”. Traté de convencerla que no pasaría nada y si pasaba estábamos todas juntas, pero ella replicó “si S.R. me da seguridad de coger el avión tan pronto los milicianos vuelvan, entonces sí”. Yo le contesté que nada estaba en mis manos, pero Dios nos defendería; ella insistió y otra religiosa se ofreció a acompañarla, pues según ella no debía viajar sola por su enfermedad. Fueron a pedir consejo a un sacerdote que no se lo aprobó, pero ella lo convenció y se fueron las dos, para un monasterio diferente del de las tres que anteriormente se habían ido a México.

Es de pensar que las demás ya no vivían tranquilas, nos aconsejaban tener

preparadas ropas de seglar y nos dejamos crecer el pelo. La juventud recibió instrucciones que si atacaban las iglesias, como defender los sagrarios, etc. Antes de seguir debo decir que casi enseguida que entró Castro a La Habana suprimió las escuelas católicas. No se podía enseñar religión. Las religiosas de enseñanza y también los religiosos, se fueron para sus países. Una tarde llego la Superiora de las Ursulinas, Mother Thomas, con su secretaria seglar y nos trajo todas las velas, vino de misa y dinero porque se iba para Estados Unidos. Fue una conturbación terrible para el país, las familias preferían salir de Cuba para seguir mandando a sus hijos a colegios católicos pues a los maestros les exigían ensenar el método de Lenin, etc. A los que no aceptaban los mandaban al destierro dentro del país.

Los exalumnos y jóvenes católicos que no compartían con el gobierno

hacían panfletos y los tiraban en las casas; se vigilaba a los sacerdotes, solo a las de vida contemplativa se las dejaba en paz. Se cerró la Casa de Beneficencia, todo lo que tuviera que ver con niños y jóvenes estaría de ahora en adelante a cargo del gobierno. Las familias salían por centenares. Nosotras permanecimos en espera, tratamos de poner en sitio seguro la ropa buena de culto, con tan mala suerte que una persona a quien se la habíamos dado a guardar la picoteo toda por miedo, echando a perder lo mejor que teníamos. Las monjas seguían pidiéndome que las sacara del país. Las españolas me pusieron en grandes aprietos, querían que todo fuera rápido y no era fácil. Los padres españoles les habían dicho que a todos los españoles les esperaba algo malo, por lo que tuve que darme prisa para sacarlas. Paso un caso notable, pedimos que las recibieran en España y nadie contesto, quizás la carta nunca llego. El ultimo barco que iba para España ya no tenía cupo para nadie. Una española quiso que la llevara a la agencia y el empleado le dijo que esperara a ver si después venía otro barco; ella se echó a llorar y él le dijo “pida a la Virgen de Covadonga le conceda irse en este viaje”. Eran cuatro las que se iban para España. En cuanto llego al monasterio empezó una novena, no recuerdo cuantos días la hizo,

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pero regresamos a la agencia y precisamente cuatro religiosas del asilo de ancianos decidieron irse en avión y quedaron cuatro pasajes disponibles. Ella lloraba de alegría y el empleado le dijo que podían llevar todo el equipaje que quisieran “hasta el manto de la Virgen”. Le escribimos a un sacerdote en España para que las esperara allá, y nos tomamos una foto de toda la Comunidad antes de que partieran.

Las que se fueron en el barco Covadonga fueron: Sor María de Santa Inés

Otegui, Sor Socorro de San Miguel Prado, Sor María de Los Santos Martino y Sor Felicita de San José. En ese barco salieron muchos sacerdotes españoles y religiosas de vida activa que ya no podían trabajar. Teníamos una inválida y al mismo tiempo muda debido a una embolia, era bastante joven y española, pero a pesar de su enfermedad no la convencieron de llevarla para España-muy graciosa, se ponía el dedo en el pecho, hacía después un círculo en el aire y bajaba la cabeza, “ella iba donde fueran todas las de la Comunidad”.

Empezamos con licencia del Nuncio a preparar los pasaportes-nuevas

confusiones, había que pedir a los pueblos donde nacimos los certificados de nacimiento y a la iglesia el de bautismo. Nos pasábamos los días arreglando papeles. Gracias al dueño de una agencia de pasajes y a un fotógrafo que vinieron al monasterio, se nos hicieron las cosas más fáciles y todo salió bastante rápido. Una anciana no encontraba en ningún registro los datos de su nacimiento, pero fuimos con un notario autorizado con dos testigos y nos lo resolvieron; otra no encontraba sus documentos y lloraba porque pensaba que la íbamos a dejar sola; ella recordaba el lugar y allí fuimos tres personas, le pedimos al notario que nos dejara revisar los libros más o menos de la fecha que ella recordaba pero ya nos íbamos desilusionadas por no encontrarlo cuando que el notario nos dijo que quedaba un libro muy viejo por revisar, y rogando a San Antonio para que apareciera, por fin lo encontramos. Ella lloraba de alegría y agradecimiento.

El día del Sagrado Corazón de Jesús fue la fecha para la salida del barco.

¡Había una gran gritería “afuera los gusanos!”, así nos decían a los que no compartíamos sus ideas y desde los balcones empezaron a escupirnos. Esa noche durmieron en el barco que salió de madrugada. En él iba Monseñor Eduardo Boza Masvidal, expulsado, el cual se volvió al pueblo al subir al barco y le dio su bendición.

Seguimos arreglando papeles, pero no teníamos seguridad de nuestra salida,

no sabíamos a donde ir el resto de la Comunidad. Nos reunimos con el Discretorio para ver que pensábamos, algunas querían ir a Estados Unidos y otras no. Sucedió que nos llamaron de Nueva Orleans y nos invitaron a ir. Necesitábamos llevar

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todo lo referente a la Fundación y documentos importantes, y que fuéramos todas. Esto fue una bendición porque habíamos escrito a España, Colombia y Ecuador y no nos habían contestado, posiblemente porque las cartas no llegaran. Cuando llamaron de Nueva Orleans les dije que Dios nos quería allí, que tal vez después se podría determinar mejor que hacer, pero esta oportunidad había que aprovecharla porque en ningún lugar nos aceptaban y de allí nos llamaban, además de ayudarnos con los pasajes y las visas waiver para entrar en el país. Luego supimos que la Superiora de la Ursulinas que nos había ido a visitar antes de irse le había contado lo que nos pasaba a la Abadesa de Nueva Orleans.

Había entonces dos maneras de salir, una en el barco-ferry que era de

carga, pero el presidente de la compañía en Cuba (que era metodista, pero se comprometió a ayudar a los sacerdotes y religiosas) que se llamaba Luis López Silverio, nos dijo que teníamos la ventaja de poder llevar más equipaje y solo nos cobraban $25 por persona. Fue por eso que pudimos sacar toda a ropa de la Sacristía, los libros de contaduría, las imágenes que se podían cargar, entre ellas Ntra. Sra. de la Caridad del Cobre, y el crucifijo que pertenecía a un pequeño Calvario del Coro Bajo, Ntra. Sra. de los Dolores y San Juan Evangelista. Cuando subimos al barco parecía una procesión, cada una con una imagen y en la otra mano una banderita cubana que nos daban los jóvenes de la Acción Católica. En la aduana se portaron bastante bien, había unos milicianos jóvenes que al parecer nos tenían lástima, abrían las maletas y nos preguntaban “no traen nada eléctrico, verdad?”. “No, nosotras sabemos que no se pueden sacar aparatos eléctricos”. Así no nos molestaron mucho. La imagen de la Inmaculada tenía una bola del mundo y nos preguntaron si era de plata pues no se podían sacar objetos de plata. Le contestamos que sabíamos que era metal y muy antigua, que pertenecía a la imagen de la Santa Virgen. También teníamos vasos sagrados y nos preguntaron que eran, al contestarles “vasos sagrados” no se atrevieron a tocarlos. Decían que Fidel les tenía prohibido tocarlos. Este fue el último ferry que salió de Cuba. Tuvimos la alegría de saludar al Sr. López Silverio en Miami, en la Academia de la Asunción que fue donde nos hospedaron hasta el 2 de noviembre que fuimos en avión para Nueva Orleans (el Sr. Obispo nos ayudó con los pasajes). Un grupo anterior que había salido el 10 de julio estuvo en West Palm Beach 20 días en un hospital de Hermanas Francisanas que atendieron al grupo a “cuerpo de rey” según cuentan, con alegría y gratitud. Una de las religiosas al llegar a tierra americana se arrodilló y besó el suelo, dando gracias por estar en tierra libre. En West Palm Beach sometieron a una operación de cáncer exitosa a Sor María de la Cruz Gutiérrez.

Los grupos que salieron por avión en la Pan American volaron de Miami

a Nueva Orleans al Monasterio de Clarisas del que nos mandaron a buscar. A la verdad, fueron heroicas, una Comunidad que ellas no conocían, que venían

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de un país comunista, con otro idioma, enfermas, ancianas, en fin, nada apetecible. La Comunidad de Nueva Orleans era encantadora, vivían de su trabajo y eran también muchas, la mayoría jóvenes. ¡Qué obediencia, qué alegría y cuánto trabajaban! Por justo juicio de Dios había dos puertorriqueñas que hablaban español y así nos interpretaban con la Rev. M. Abadesa, mujer intrépida. Cuánto trabajó con nosotras que no éramos flexibles y a muchas les costaba obedecer a una abadesa americana.

Esta Comunidad pertenecía a la Primera Regla de Santa Clara: nunca comían

carne y vivían de su trabajo, pero avisaron a sus bienhechores y se multiplicaban las limosnas, les traían pollos, jamones, carne en abundancia y mucho pescado; en cuanto a la ropa, traíamos suficiente pero no para el clima frío del invierno así que nos trajeron frazadas y ropa de lana. A los quince días de llegar falleció una anciana, Sor Concepción Tapia, después se cayó la Madre Vicaria y se rompió la cadera, murió Sor Natividad de María (la inválida y muda) y le siguió Sor Santa Isabel el 7 de octubre. El monasterio era grande pero no tenían celdas suficientes para nosotras y las religiosas dieron las suyas mientras que ellas dormían en los pasillos y en los cuartos de trabajo. No cabíamos en el refectorio y pusieron mesas en el claustro; no cabíamos en la capilla y oían misa en el coro, todo era generosidad.

Allí se fue reuniendo toda nuestra Comunidad. Primero las que salieron

en ferry, que fueron dos grupos, después las de avión que eran enfermas y ancianas. Debo decir que cuando arreglábamos los pasaportes teníamos que pedir permiso al Ministerio de Relaciones Exteriores. ¡Era un verdadero éxodo! Desde las 2 de la madrugada ya estaba la gente esperando para entrar a las 9. Tenían que ir todas las personas interesadas porque debían firmar los permisos. ¡Cuántos sufrimientos con las ancianas y enfermas! Había dos ancianas que nunca habían viajado en automóvil, ya llevaban más de 60 años en el monasterio; una se desmayó en el auto y la tuve que dejar sola hasta arreglar los papeles. Cuando llegó mi turno, un poco atrasado, aunque cuando llegaba una religiosa la tenían que atender enseguida, según mandato de Fidel Castro “los sacerdotes y las religiosas primero”. Nos pareció injusticia ver que ellos esperaban desde la madrugada y los dejábamos pasar de vez en cuando. Cuando al fin llegó mi turno el empleado me exigió la presencia de la religiosa, le expliqué lo que pasaba y me comprendió; yo le dije, mire las madres de familia firman por sus niños que no pueden firmar, yo soy la Superiora y tengo la obligación de responder por ellas. Me preguntó cuántas tenía en esas condiciones, le dije que siete y me contestó que cuando las trajera preguntara por él, Lázaro Fernández. Tan bueno fue con mi Comunidad que no lo puedo olvidar y siempre ruego por él.

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Haciendo honor a la verdad puedo decir que en ningún momento fui atropellada por nadie, aunque una vez me llamaron “esbirra con sotana” y me eche a reír. Los que peor se portaron fueron los del Comité de Defensa de la Revolución. Eran crueles, no podíamos salir a nuestros asuntos sin que nos dieran permiso y cuando a ellos les parecía. Eran nuestros vecinos, la suegra era catalana y había recibido muchas veces alimentos de nuestro monasterio.

El día 9 de julio de 1961 fueron mis Bodas de Plata, 25 años al servicio

del Señor, estábamos solamente cuatro religiosas y la hermana de una que se había ido para México. ¡Qué día tan triste! Los jóvenes de Acción Católica cantaron la misa y después fueron a saludarnos a la reja. Yo permanecí triste, el día antes había salido el último grupo en avión, en ese iba la inválida que me quería tanto pues yo la cuidaba desde que tuvo la embolia, con otras ancianas.

El Sr. Nuncio me había dicho que, dada la dificultad de tener a las religiosas

tranquilas y la incertidumbre del futuro (se corría la voz que no íbamos a poder tener misa ni sacramentos y por todas partes que se miraba era el caos) era mejor que sacara a las enfermas pues estaban muy nerviosas y quizás no pudieran tener sus medicamentos. El determinó que nos quedáramos cuatro voluntarias, las virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, para cuidar del monasterio. Dio permiso a que la hermana de una religiosa permaneciera dentro de la clausura con nosotras. Entre las que quedamos había una que tenía fractura del hueso flotante del pubis y la teníamos acostada boca arriba porque no era operable, hasta que se soldara el hueso. Así pasábamos los días, en aquel palacio encantado, sin nada adverso. La iglesia seguía funcionando, pero teníamos en el sagrario solo una hostia, y cada día se consagraban solamente las que se iban a consumir. Un día tuvimos que llamar a un médico para la religiosa que tenía la fractura. Cuando al jefe del Comité de Barrio se le pidió permiso dijo que el medico podía entrar con dos de ellos acompañándolo. El, muy valiente, contesto que entonces no entraba, que él había estado en la guerra y nunca se le había prohibido visitar enfermos con libertad, que lo registraran antes y después. Al fin lo dejaron entrar; ella tuvo que ir al Dispensario Franciscano con una religiosa franciscana de las que lo atendían y resulto ser un problema del corazón, pero no muy grave.

Ese año se celebró la fiesta de Santa Clara con mucho fervor. El panadero

nos regaló tres canastas de pan con una cruz encima, para bendecirlo, y se puso una en cada puerta de la calle. Todo el día estuvo la Santa Madre acompañada y le regalaron muchas flores. ¡Fue la última fiesta que celebramos en Cuba!

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El 15 de septiembre de 1961, ¡día terrible!, cuando nos preparábamos para oír misa, vino una joven corriendo y le dijo al capellán: “consuman las hostias y prepárense, pues vienen carros recogiendo sacerdotes y los llevan presos, yo vengo de la Víbora, de los Padres Pasionistas! ¡Qué coincidencia! El día anterior le había dicho al padre capellán de íbamos a poner más hostias en el sagrario y el copón estaba por la mitad. Éramos cinco y dos de Acción Católica. El padre, muy nervioso, me preguntó que hacía, yo le dije que era mejor consumir todas las hostias y dejar solo cinco en el copón, en caso de que no pudiéramos tener misa la mañana siguiente. Consumimos las hostias de cinco en cinco hasta terminarlas; comulgamos por todos los que no lo pudieron hacer. Fue una gran consternación, un barco esperaba en la bahía y llevaban los sacerdotes como estuvieran, algunos los sacaron de la cama en ropa de dormir. Pero ni se acordaron de nuestro capellán, gracias a Dios. Esa noche llamamos a la Iglesia de San Francisco para saber el destino de los frailes y un hermano nos informó que todavía permanecían en el puerto, que le permitieron entrar al barco para ver a los frailes y cuando vio algunos en ropa de dormir le dijo a un miliciano: “oiga, a Uds. no les da vergüenza mandar estos sacerdotes así?” Le contestó que les podía llevar ropa y el hermano les llevo también breviarios. Ellos no eran tontos, a los que sabían que iban a causar mucho disgusto en el pueblo por ser muy queridos los devolvieron al convento. Algunos murieron al poco tiempo de irse. ¡Quedo la Isla desolada, las escuelas, los conventos, tantas familias! ¡Qué tristeza!

No habíamos tenido más problemas, todo parecía normal, pero el día de

Ntra. Sra. de las Mercedes, 24 de septiembre, nuevos episodios. Tenían preparada una procesión en la Iglesia de la Caridad, y al salir de misa unas mujeres se pusieron a hablar fuera de la iglesia. Una dijo “si yo no estuviera enferma iría a la procesión”. Esto lo oyó alguien del Comité de Barrio y parece que interpretaron que la procesión saldría del monasterio. En menos de una hora el barrio estaba amotinado. Un muchacho llegó corriendo a la reja donde atendíamos precisamente a la Srta. que había dicho lo de la procesión. El joven, muy alarmado nos dijo que avisáramos al capellán que no abra la puerta y que desconecte el timbre, que pensaban que íbamos a sacar una procesión y estaban preparados con palos y piedras para atacarnos. La gritería era cada vez peor, no podíamos mirar ni por la celosía para ver lo que pasaba. Llamamos a la policía que nos dijo que el pueblo era muy avispado y no lo podían contener. Preguntamos qué era lo que ellos querían, o que quejas tenían de nosotros, por que gritaban que nos iban a cortar el agua, la luz y el teléfono. Gritaban a coro: “para el cura y las monjas”, y el otro coro contestaba: “paredón”. Se nos ocurrió salir por la puerta lateral de la iglesia y desde la puerta les dijimos “nosotras no tenemos nada preparado, se lo aseguramos”. Entonces se acercaron y dijeron que querían entrar para ver si era verdad. Dejamos entrar solamente a dos de ellos, los llevamos por el sótano y después por el convento y entonces pidieron que los dispensaran.

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Salieron y dijeron a la gente que no había nada, que se retiraran a sus casas. Esa noche dormimos todas juntas en la enfermería y el portero le hizo compañía al capellán.

Pasaron unos días más o menos tranquilos pero una noche por la radio

dijeron “los que estén malos del corazón no oigan mañana ni radio ni televisión”. Todos esperábamos con ansiedad cuando Fidel Castro anunció que iba a cambiar la moneda, que teníamos que entregar todo el dinero de “Felipe Pazos” (los billetes firmados por el ex-presidente del Banco Nacional) y se les darán solamente $250 nuevos por familia. Hicimos la “declaración de la moneda” y nos dieron $250 para las cuatro. Las hijas de los vecinos salieron a pedir ayuda para las monjas, y nos trajeron $70 y así pagamos todo lo que debíamos y nos fuimos de Cuba sin deudas. Dios nos regaló en ese tiempo tantas cosas buenas que tuvimos que dejar: dos cocoteros llenos de racimos de cocos; una mata grande de aguacates blancos llena de aguacates que parecían botellas de Coca-Cola y se podían coger con la mano; limoneros llenos de limones maduros; una mata grande llena de toronjas rosadas, grandes y dulces; dos matas de mandarinas y dos de naranjas injertadas que dieron fruta por primera vez; tres matas de plátanos con racimos que llegaban al suelo, los melocotones grandes y dulces como nunca. Todo quedó para ellos, Dios sea bendito.

Llegó por fin octubre, el día 7, Ntra. Sra. del Rosario, hubo una llamada

de Nueva Orleans para avisar el fallecimiento de Sor Santa Isabel. ¡Ese fue el día más triste! Cuando estábamos comiendo tocaron el timbre del torno y una religiosa fue a atender la llamada. Volvió muy extraña, no se veía asustada ni preocupada y me dijo “ahí está el interventor para nacionalizar el monasterio”. Yo creí que era una broma y le dije “no juegue”; ella se impacientó y contestó que no era tiempo para jugar. Acudí enseguida y un joven de buen aspecto, con mucha cortesía me dio que venía de parte del gobierno para que entregáramos el convento. Le dije, “imposible, este monasterio pertenece a la Iglesia y el que corre con él es el Nuncio”. Me replico, “no, es de Uds. y tienen que firmar este papel, léanlo y fírmenlo”. Yo no lo podía leer, supe su contenido a medias, decía que el monasterio se lo dábamos al gobierno para convertirlo en escuela. El me dijo que era el barrio que lo pedía, y mejor era firmar, que “si no firman sufrirán y al final se lo quitaran a la fuerza. Nosotros les damos una casa en el Vedado con 14 habitaciones, Uds. son pocas. Eso sí, no podrán tener comunicación con nadie, ni con su familia y cuando necesiten algo nosotros se lo buscamos”. No le conteste nada. Pensé, estaremos presas y perteneceremos a ellos. Por fin firmamos el papel y me dijo que teníamos que desocuparlo en 74 horas, es decir, el sábado 10 de octubre. Lo que quisiéramos conservar había que ponerlo en la iglesia, que no la iban a tocar y para esos tres días podíamos utilizar el refectorio, la enfermería, el coro bajo y la cocina con los alimentos del refrigerador.

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Esta vez estaban ellos siempre dentro del Monasterio, pero nosotras bajábamos por el elevador de la cocina. Se dieron cuenta y lo desconectaron. Tratamos de quemar en un quemador de la huerta todo lo que no queríamos que ellos usaran, las cosas del culto, libros, hábitos viejos, etc. Hicimos una fogata debajo de una mata de mangos, para poder tirar desde arriba sin tener que bajar tantas veces, y dejemos el monasterio “limpio”. Pusimos en el torno los reverberos, jarros, palanganas, floreros, jabones, todo lo que tenían las monjas en sus celdas y a los que venían a despedirse les dábamos lo que quisieran llevarse.

La vajilla fina con los cubiertos de plata tan antiguos como la fundación

(1644) y otros objetos finos, los mandamos a casa del síndico. El bodeguero los llevaba en su carretilla con un racimo de plátanos verdes encima, y los iban a buscar a la bodega.

Llego por fin el 10 de octubre, sábado de fiesta nacional y les dijimos que

no aceptábamos la casa que nos proponían, que íbamos con otras religiosas de la Orden, las del Dispensario de San Francisco. El Nuncio nos había dicho que no aceptáramos la casa que nos ofrecían porque era robada y ahora que ya no teníamos monasterio podíamos irnos. Estuvieron registrando toda la mañana y no nos dejaron comer con tranquilidad. Nos dijeron que nos podíamos llevar todos los “santicos” y los alimentos que quisiéramos. Pero a la hora de salir unas chiquillas dijeron que nos llevábamos mucha carne y arroz (que nos habían regalado el carnicero y el bodeguero), y nos lo quitaron todo. Eran las tres de la tarde y no aparecía ningún camión para llevarnos. El interventor sugirió que nos fuéramos, dejáramos allí todo el equipaje y al día siguiente él nos lo enviaba. Yo me negué y le dije que no me iba sin el equipaje y me quedaría a dormir allí esa noche. Entonces se apuraron en encontrar un camión y pudimos empezar a cargar lo nuestro. Afuera esperaban algunos familiares de las religiosas que nos iban a trasladar al Dispensario. Nuestro capellán, el Padre Dionisio, nos acompañó hasta el final. Al salir del monasterio pude besar el suelo y Sor Santa Corona las paredes.

Nos hospedamos en el Dispensario de San Francisco donde el Padre Serafín

Ajuria nos celebraba misa todos los días, menos los domingos que caminábamos a la iglesia de Ntra. Sra. Del Carmen a unas tres o cuatro cuadras. Un chofer amigo de ellas llevaba a Sor Santa Corona y a Sor María de los Ángeles los domingos, pues no podían caminar tan lejos. Pasamos unos días tranquillos, con amistades y parientes visitándonos a diario. Gracias a Dios pudimos ver y conversar con muchos familiares que ya están en el cielo, incluyendo a mis tres queridas hermanas, Consuelo, Isabel y Ludgarda. También pude hablar por teléfono con las otras tres hermanas que no pudieron ir a verme, Blanca, Aurora y Ana Luisa. Todas ya descansan en paz.

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El día señalado para ir a buscar el permiso de salida y el vuelo, nos encontramos con una línea interminable de gente que pedían la salida hacia tiempo y no se la concedían. Llego nuestro turno y en veinte minutos ya nos atendían. Un moreno alto y grueso con cara de pocos amigos, sentado, con traje militar, era el que ponía las horas para salir de Cuba cada grupo. Nos asignaron el sábado 28 de octubre por el primer vuelo de Pan American, a las 9 de la mañana. Solo un sobrino mío que vivía en La Habana fue con nosotras y nos llevó en su automóvil al aeropuerto. Estaba repleto de gente, unos que se iban, otros que llegaban, había cuadros muy dolorosos, por ejemplo, a una señora que había dado a luz la noche antes no a dejaron sacar al niño sin papeles. Llego la hora de declarar las prendas que llevábamos pues las teníamos que traer al regreso, decían ellos. Lo que encontraban que no se podía llevar había que dejarlo allí o darlo a un familiar; traíamos un Niño Jesús muy lindo, pero estaba prohibido sacar imágenes por haber encontrado dólares dentro de algunas; yo le dije que lo revisara y vería que no tenía ningún hueco por donde e pudieran guardar dólares pero me dijo que si lo hacía conmigo tenía que hacerlo con todo el mundo y quebrantaba sus órdenes. Se lo tuvimos que entregar a la hermana de una religiosa. Llevábamos dos relicarios, uno en forma de cruz, de oro, con una reliquia de San Francisco, pero como era de oro no podíamos sacarlo del país. La religiosa quito la reliquia y le dio el relicario de oro a su hermana. La otra reliquia la llevaba Sor Espíritu Santo envuelta en papel de china dentro de una manga. Al ver lo que había pasado fue más lista: yo me registré primero y al pasar por mi lado me dio la reliquia que puse en mi manga como ella había hecho. Era un huesito de Ntra. Madre Santa Clara. Salimos pronto de allí. El hijo del bodeguero de tantos años no pudo llegar a tiempo para despedirse, lloraba mirándonos desde lejos y me hizo llorar a mí.

Cuando pasó el avión por Pinar del Rio se veían las vegas de tabaco tan

hermosas, qué tristeza. Dije: adiós querida patria, desde el cielo te volveré a ver. ¡El mar estaba de un azul limpio tan hermoso! Al pasar del Mar Caribe al Océano Atlántico se veían dos colores diferentes en el agua, como si alguien hubiera trazado una línea divisoria. Cuando ya no se veían palmeras y en vez de verde el campo aparecía amarillento fue cuando sentí nostalgia de mi Cuba.

En Miami nos hospedamos en la Academia de la Asunción de las monjas

Carmelitas del Santo Espíritu de Cuba. Las pobres tenían muy grave a la Priora, con una fractura en la cadera. Estaban fabricando un conventico y ya lo tenían terminado pero el Padre General se opuso y se tuvieron que dispersar. Gracias a Dios que con nosotras no hicieron eso nuestros superiores. En la academia nos atendieron con mucha caridad. El lunes fuimos a Inmigración y arreglamos todo. El 2 de noviembre volamos a Nueva Orleans. Allí comenzó otra etapa de nuestra vida.

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III. NUEVA ORLEANS

Nos esperaban dos religiosas, una de habla española que era de Puerto Rico. Cuando llegamos al monasterio nos llevaron al cementerio que tienen en el jardín, donde dormían ya en paz dos de nuestras hermanas, Sor Teresa de la Concepción Tapia y Sor Natividad de María Serrano.

Esta comunidad de Nueva Orleans era muy numerosa y organizada. Ellas

eran de la Primera Regla de Santa Clara, no tenían posesiones, tenían que trabajar para vivir. Trabajaban para afuera con lavado de ropa de culto para algunas iglesias, trabajo de imprenta y hostias. Recibían bastantes limosnas y cuando llegamos nosotras se multiplicaron. Eran alegres y graciosas, muy fervorosas. Tenían adoración del Santísimo Sacramento diaria, guardaban abstinencia de carne todo el año, tenían los maitines a media noche, el acto penitencial de la disciplina cuando lo pedía el rito, andaban sin zapatos (menos las enfermas). Las cubanas estaban encantadas de estar allí; las más ancianas me escribieron pidiendo permiso para no salir de allí a la nueva fundación.

La Navidad de 1961 fue para mí muy triste fuera de mi patria. Recuerdo que

al salir de la Misa de Gallo nos abrazaban las demás monjas y una americana me dijo con mucha alegría “Christmas en Estados Unidos”, lo cual me dio mucha tristeza y me contuve para no llorar. Los bienhechores mandaron muchos regalos para las cubanas y también carne, pollos, pavos y jamón.

Todas teníamos trabajo y nos pusieron una maestra de inglés. A algunas de

las cubanas les pareció imposible amoldarse a esa vida, ellas decían que tenían mucha edad para tener que trabajar para vivir, por eso, al ponerlo a voto el hacer una nueva fundación muchas no lo quisieron. Tuvimos una reunión para determinar las que preferían acatarnos a la Primera Regla; ya desde Cuba se lo habíamos propuesto al Discretorio y también la idea de federarnos con otra comunidad de clarisas, en España, Ecuador o Colombia. Todo estaba en dudas. La Madre Abadesa, Margaret Mary, insistía en que una comunidad de 300 años no se debía deshacer, así que nos reunimos los discretorios de las dos comunidades para discutir nuestro futuro. Acordamos escribir a varios lugares, California, Puerto Rico y Texas. Un sacerdote nos había llevado fotografías del Seminario de Corpus Christi y dijo que él conocía al Obispo Garriga. Se decidió escribir varias cartas a distintos lugares y de donde nos contestaran sería la voluntad de Dios. Comenzamos una novena y el sábado recibimos una llamada de larga distancia del Obispo Garriga, que nos llamaba y decía éramos la respuesta a 10 años de oración pidiendo la gracia de una comunidad contemplativa como la nuestra. Quería que fuéramos a Corpus Christi al día

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siguiente, pero teníamos fiesta (el 15 de agosto se celebra la Asunción de la Virgen) así que lo dejamos para el día 16. Preparamos el viaje para explorar la posibilidad de irnos allá. Fuimos la Reverenda Madre Margaret Mary, Sor Mary Frances, Sor María Dominga (puertorriqueña), Sor Rosa Romero y yo, que era entonces abadesa del monasterio de Cuba.

En el aeropuerto nos esperaban el Obispo Mariano Garriga, el Obispo

Auxiliar Adolfo Marx y Mauricio Barrera, el chofer del Señor Obispo. Sor Mary Frances sacó una camarita de tomar fotos y el obispo dijo que él creía que las contemplativas no se retrataban. Nos llevaron a su residencia en Ocean Drive, muy hermosa, y nos puso un disco de una dominica que estaba entonces de moda. Hablamos del viaje y me preguntó cómo me sentía, le dije que bien, pero en avión me había sentido mal, a lo cual contesto, “no en balde estaba tan pálida”. Al salir nos tomamos una foto en el jardín y nos dirigimos al Hospital Sophon donde la Superiora nos brindó hospedaje mientras estuviéramos allí pensando lo que nos convendría hacer. Nos quedamos allí 18 días, la Superiora era la Madre Eustaquia, un encanto.

A la mañana siguiente temprano el Sr. Obispo, el seminarista Mark

Chamberlain (hoy párroco de la Iglesia Saint Paul) Mauricio Barrera y yo salimos a explorar. Visitamos todas las iglesias de la Diócesis y luego fuimos al Valle, al Santuario de Nuestra Señora de San Juan, una imagen muy antigua vestida de tela en un camerín muy alto. El Santuario tenía las Estaciones del Via Crucis de tamaño natural, pintadas en la pared por un famoso pintor, y un crucifijo de madera con Nuestro Señor también de tamaño natural, con las venas hechas de la fibra de la propia madera, muy natural y su rostro daba mucha devoción. Todo muy hermoso. El público creía que el agua de allí era milagrosa. Este Santuario desapareció, quemado por unos hombres que pertenecían a una secta supersticiosa que había avisado por radio que una de las iglesias (sin decir cuál) iba a desaparecer. Un pequeño avión, mientras estaban celebrando una junta en el salón del lado de la escuela (que por suerte todos estaban comiendo en la cafetería a esa hora), se estrelló contra el techo, hizo un ruido horrible y las llamas consumieron el edificio y el piloto del avión quedó carbonizado. Dio tiempo de sacar algunas imágenes y el crucifijo. Después se edificó otro edificio. Todos los días se veían entrar de rodillas las personas hasta el altar y muchos enfermos se curaban. El Padre José Aspiazo, que estaba a cargo del Santuario, construido por una promesa que hizo al salvarse de un accidente, nos propuso que nos quedáramos allí, pero yo le expliqué lo imposible de cambiar nuestra vida. El quedó muy triste, nos prometía un hospital, con personas que lo limpiaran, etc. pero no lo aceptamos; le dije que la Santísima Virgen sabía bien que no podía ser, y que rogaríamos para que encontrara otras monjas que lo pudieran hacer. Estábamos frente a la frontera de México, vimos el río por

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donde pasan los que llaman “mojados”. Se podía ver desde allí la iglesia de la ciudad de Matamoros, México. En el valle tuvimos la noticia que había muerto de un ataque al corazón Monseñor Roche, que según Mauricio era el brazo derecho del Sr. Obispo. Fue la primera vez que veía a un sacerdote muerto con todas sus vestiduras como si fuera a decir la Santa Misa. Era un hombre corpulento, lleno de vida, que en paz descanse. IV. CORPUS CHRISTI, TEXAS

Se hicieron todos los arreglos para quedarnos en Corpus Christi, acordamos que todos los sacerdotes de la Diócesis nos compraran las hostias, que habíamos aprendido a hacer en Nueva Orleans. También íbamos a hacer cerámica y un bienhechor nos regaló un horno para ello. ¿Dónde íbamos a vivir? El Sr. Obispo tenía una propiedad muy antigua, el antiguo obispado, una casona con su capillita y lo que eran oficinas de los sacerdotes. Era en forma de herradura, en una parte vivían las Misioneras de Jesús, María y José, españolas. Las dos comunidades teníamos que usar la misma capilla. Los dormitorios no eran grandes, eran solamente tres, pero nos podíamos arreglar de alguna manera. El piso bajo, todo de madera, tenía tres salas pequeñas que harían de locutorio. Estaba situada en la Calle Antelope y allí tenía la oficina Monseñor Adams.

El 25 de agosto 1962, por cierto, era el día que yo cumplía medio siglo,

fuimos a limpiar la casa, que como nadie la vivía estaba muy sucia. Tenía dos servicios sanitarios con bañaderas de porcelana antiguas que estaban muy amarillas y costo mucho blanquearlas, pero quedaron como nuevas; los dos lavamanos lo mismo. En tres habitaciones que habían sido oficinas del Obispado había grandes armarios con puertas de cristal que usaban para libros y además un closet grande donde acomodamos nuestra ropa. Una sala seguida de esas tres, del mismo tamaño, pero sin armario, con un closet grande, muy ventilada, que convertimos en sala de la comunidad, con máquina de coser y preparativos para planchar y una mesa grande para comer. Como a las once de la mañana se presentó el Sr. Obispo para ver como estábamos y le dije “limpiando el futuro monasterio, casualmente hoy cumplo medio siglo de vida¨. El se alegró mucho y una hora después apareció Mauricio con un cake de cumpleaños. La Madre María de las Misioneras nos regaló un mantel de material plástico con la Ultima Cena y esa noche ellas nos llevaron algo para cenar, no teníamos nada pues habíamos estado limpiando todo el día.

El ático estaba casi destruido yo no sé los años que tenía la casa. Me dijo

el Sr. Obispo que allí habían estado durmiendo los seminaristas cuando no tenían seminario. La cabeza tocaba el techo, las tablas del piso en muy mal

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estado, todo amenazaba ruina y no se sabía por dónde se podía caminar y se me hundió el pie en uno de los cuarticos donde dormían. No puedo olvidar en el peligro que estuve, me subí en una silla hasta llegar a una ventana para colocar un cordel donde secar la ropa y me balanceé que no faltó nada para caer en la calle desde el segundo piso, pero Dios me amparo. Había cantidad de grillos negros y puse polvos para matar insectos y amaneció el piso cubierto de insectos negros, pero Sor Frances se disgustó y no los pude seguir usando. La Madre Abadesa Margaret Mary nos compró una lavadora, una cocinita de cuatro hornillas de gas, un pequeño refrigerador y un fregadero con dos tanques, gavetas y armario para poner los platos.

En noviembre el Sr. Obispo fue a Roma para el Vaticano II. En la despedida le

dijeron que nosotras no nos íbamos a quedar allí. Había ciertas desavenencias entre americanas y cubanas, no nos acoplamos bien, sufrimos mucho, en Nueva Orleans dijeron que todo quedaba suspendido y no habría fundación. Yo me resistí y dije que aunque fuera yo sola, me quedaba allí y no volvía a Nueva Orleans. Al final todo se arregló.

En Antelope no era posible acomodar a toda la comunidad, aunque las

Misioneras nos dieran su parte. Además, las instalaciones eléctricas estaban en muy malas condiciones y no íbamos a poder poner máquinas de 200 btus. Así que las americanas buscaron una casa de dos pisos en la Calle 3ra que estaba muy bonita. Tenía sótano y una casita en el patio que nos dijeron era el garaje y encima tenía tres salas, toda de madera, pero la electricidad en buenas condiciones, y allí se puso la fábrica de hostias. Pero dormíamos muy juntas, separadas por cortinas de sábanas, era muy peligroso con una sola escalera para bajar. Cuando regresó el Sr. Obispo nos regañó por haberlo hecho en su ausencia, pero Sor Frances le explicó la imposibilidad de vivir en Antelope. Allí no teníamos que pagar alquiler, ni luz, ni teléfono y en esta había que pagarlo todo, pero Sor Frances había arreglado todo con la Comunidad de Nueva Orleans. Dios pague a Mother Margaret Mary todo lo que hizo por nosotras.

Tratamos de acomodar lo que teníamos y preparar una pieza para Capilla,

que quedo muy linda pero muy reducida. Monseñor Smith nos prestó bancos que tenían en el sótano de la Catedral y un pequeño altar con un sagrario muy bonito y un confesonario portátil. En una semana quedó esa parte instalada. Una pequeña pieza al lado de la capilla serviría de sacristía. En ese piso había medio baño, una pieza larga rodeada de ventanas que daban al jardín, y allí se puso dormitorio para las que no podían subir escaleras. La pieza grande cuadrada, al lado de la Capilla, pero sin puerta, con una cortina verde muy grande y otra puerta igual hacia el lado del dormitorio, la usamos como refectorio. La cocina era de buen tamaño, con un cuartico-despensa bastante bueno. En otra

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pieza pequeña pusimos una mesa para escribir y el televisor que nos regaló la dueña de la casa. Todo muy reducido, pero nos acomodamos. En el piso alto teníamos la sala para trabajar, con una mesa grande y máquinas de coser antiguas de pedales, una pequeña pieza dormitorio con dos camas y closet grande, un servicio sanitario completo entre las dos salas grandes de dormir, una con seis camas separadas por sábanas y un closet grande, otra con cinco camas. Además, había un pasillo con otro servicio sanitario completo y la puerta para la escalera del ático.

La primera Navidad que pasamos fue muy bonita, rezábamos los maitines

a media noche, trabajábamos muy duro en las hostias y en la cerámica. La pobrecita Sor Espíritu Santo llegaba al coro a las once y media p.m. tan rendida de sueño que no podía rezar y lo mismo les pasaba a las demás. Una noche esperé casi cinco minutos para ver quién contestaba los Salmos y nadie contestó hasta que las desperté. Guardábamos abstinencia casi todos los días. La comunidad estaba bien débil y enferma, todas las semanas alguien tenía que ir al médico.

Cuando estábamos solo cuatro en la casa no teníamos la Santa Misa e

íbamos al hospital a dos cuadras del Monasterio. Como no teníamos muchos medios para conseguir alimentos, una mañana al salir de la capilla del hospital, Sor Frances se arrodilló delante de la Superiora y le dijo, “por favor, no pan”. Ella nos llevó a la cafetería a desayunar y nos invitó a hacerlo siempre. A las diez de la mañana teníamos en el Monasterio dos hermanas con cajas de frutas, pan, café, queso, mantequilla y otros alimentos. Que Dios se lo haya tomado en cuenta: “Dar de comer al hambriento” y “dar posada al peregrino”, dos obras de misericordia que no se pueden olvidar. Después, cada año por Navidad, nos llevaban alimentos en abundancia y cuando teníamos enfermas en el hospital nos daban de comer a las que las cuidábamos y nos prestaban cama para pasar la noche con ellas. ¡Qué Dios las bendiga!

El Sr. Obispo mandó cartas a todas las parroquias de la Diócesis y les pidió

que nos compraran las hostias y casi todos lo hicieron, inclusive algunos de fuera de la Diócesis. Cuando ya teníamos todo preparado, o sea en diciembre 1963, vino casi toda la Comunidad desde Nueva Orleans para la Calle 3ra, menos las ancianas y dos que las cuidaban. La generosidad de M. Margaret Mary llego hasta allí, me mandó a decir que nos cuidaría a las más ancianas porque no íbamos a poder hacer nada si teníamos que cuidarlas en nuestra casa. Así fue pues que dos enfermaron de gravedad y murieron con dos días de diferencia una de la otra, Sor Josefa del Corazón de Jesús de Paula y Ferro falleció el 17 de febrero y San Antonio Soria y Córdoba el 15 de febrero. Sor Josefa murió a consecuencia de una operación de cáncer.

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La Madre Abadesa fue la que arreglo la mudanza, ella empaqueto todo y lo colocó en el camión, y entre todo venían las máquinas de hacer hostias. Las monjas llegaron de noche la noche antes de llegar la mudanza con su empleado, Ben, que nos hizo las mesas de comer y ayudó con todo lo que pudo.

La comunidad comenzó su nueva vida. Era difícil acomodarse en tan

estrecho lugar, las que habían vivido en un palacio en que cada una tenía su celda con su cuarto y su lavabo, en fin todo era completamente distinto, pero se acomodaron pronto.

No teníamos automóvil, íbamos al médico caminando, en auto prestado o

nos llevaban amigas fieles que nos querían, pero para llevar las hostias al correo teníamos que caminar mucho con unos bolsos grandes llenos de cajas de hostias. ¡Cuántas veces teníamos que parar donde hubiera sombra y descansar! A veces encontrábamos personas caritativas que se compadecían de nuestra situación y nos llevaban al Monasterio, igual pasaba cuando íbamos a buscar los alimentos, llegábamos siempre cansadas.

Entonces tres monjas pidieron ir a México. La que habíamos elegido para

Vicaria también pidió irse para reforzar la fundación que querían hacer en Tanguancicuaro, Michoacán. Una quiso secularizarse, tenía miedo a las disposiciones del Concilio Vaticano II y no pudimos convencerla a quedarse.

La Madre Margaret Mary seguía pagando el alquiler de la casa, no teníamos

medios suficientes para ganar tanto. Poco a poco fueron aumentando las entradas. La lechería nos regaló por un año la leche, el queso y la mantequilla. Una noche nos visitó un joven cubano que trabajaba en la Coca Cola, nos preguntó si queríamos recibir cada semana unos refrescos (figúrense qué pregunta), hablo con su jefe y nos estuvieron regalando hasta la última semana que estuvimos en Corpus Christi. También un matrimonio de la Venerable Tercera Orden de San Francisco de bastante edad nos consiguió en una panadería (el jefe era protestante) que nos dieran pan y pan dulce suficiente para toda la semana y luego dos cajas cada quincena hasta que nos fuimos de Corpus Christi. Un criadero de un pueblo cercano nos regaló unos pollitos que llamaban ‘de segunda’ o sea los que no nacían el primer día en la incubadora. Nos regalaban 100 pollitos cada ocho semanas, que era el tiempo que nos demorábamos en criarlos y matarlos, los poníamos en la heladera y siempre teníamos carne en abundancia para las enfermas y las demás. Teníamos un buen gallinero y una pieza donde cabían una criadora de cinco pisos, cada piso 25 pollitos y cuatro criadoras de dos pisos. Se criaban sanos y hermosos. Las gallinitas las dejábamos para poner huevos y vendíamos los que no necesitábamos.

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El 10 de marzo de 1965 adquirimos el terreno para fabricar nuestro monasterio. Fue abonado totalmente por la cantidad de $11,503 que unidos a los $5,000 abonados por Mrs. González antes de comenzar las transacciones, nos quedó el terreno libre de gravámenes.

El 8 de mayo de 1965, fiesta de María Medianera de Todas las Gracias, y

Aparición de San Miguel Arcángel, el Obispo Marx, ante varias personas, amigos y miembros de la VOT de San Francisco, se bendijo el terreno. La bendición fue precedida por una procesión con una cruz hecha de cedro rustico, cargada desde la encrucijada de la calle de la esquina hasta el lugar donde fue colocada. Allí se cantaron bonitas melodías y un terciario francisano colocó el cordón franciscano después de que el Obispo Marx la clavara en el terreno. Todo resulto muy alegre. Esa cruz se conservó durante mucho tiempo en el mismo lugar donde se puso ese día.

El 2 de diciembre de 1965 comenzó a trazarse el lugar donde se iba a fabricar

el nuevo monasterio. El día 8, fiesta de la Inmaculada, se comenzó a cavar para los cimientos, las instalaciones de agua, gas y desagüe. El 7 de enero de 1966 se comenzó a enrejalar con gavillas de hierro y el 11 se comenzó a echar cemento. Durante la construcción Sor Bernadette y servidora íbamos a revisar la obra a diario. Surgieron varios percances. Teníamos que limpiar el terreno y cada vez que íbamos cortábamos ramas secas. Un buen señor llamado José García se ofreció a limpiar los alrededores con un tractor para poner la cerca, costeada por Mrs. Maglais. Se dispuso que el monasterio fuera fabricado en los cinco acres por donde comienza el terreno frente a la calle, que fueron donados por su dueño. Los domingos se reunían varios amigos de la comunidad y nos ayudaban en lo que podían. Una fábrica de ladrillos nos regaló algunos que estaban descontinuados y los fuimos llevando en auto poco a poco. Nos llamaban las ‘hermanas de los ladrillos’. Casi todos se usaron para el patio del centro, donde plantamos rosas, geranios y lirios.

Desde que tuvimos monasterio compramos vacas de leche, llegamos a tener

tres, una fue un regalo, y compramos un toro de Santa Gertrudis muy hermoso y manso, le pusimos ‘Bruto’ y fue muy buen papá. Las crías eran hermosas y cuando estaban grandes las matábamos y teníamos carne en abundancia. La leche la vendimos durante un tiempo en que era mucha para la casa. Aprendí a ordeñar, pero al poco tiempo las manos no me acompañaban en el oficio y la Madre Abadesa me compró una máquina para ordeñar usada que era maravillosa. Ordeñaba tres vacas, trabajé mucho con ellas y los terneros, pero llegó su fin cuando estuve enferma en el hospital y las vacas no se dejaban ordeñar, así que las vendieron y mataron los terneros. Esto es digno de mencionar: el toro era muy travieso y cuando no había suficiente hierba se pasaba por debajo de

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la cerca -no sé cómo cabía un animal tan grande- se arrodillaba y se metía para los trailers de los vecinos que le tenían miedo y yo lo iba a buscar con un látigo, tenía que pasar un buen pedazo de calle con él, pero me obedecía como si fuera un perro, le decía ‘a casa Bruto’ y un poco de mala gana iba delante de mí hasta llegar al monasterio. Dos veces, al pasar por delante de la ventana de la capilla donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, dobló las rodillas y mugió con fuerza, si yo hubiera tenido dudas de la real presencia de Jesús en la Eucaristía lo hubiera creído al verlo. Siempre que lo recuerdo me emociono.

También tuvimos crías de conejos grandes que matábamos y vendíamos

su carne a un señor que nos los pagaba muy bien. Como venta para sostener el monasterio criamos primero periquitos, pajaritos de amor y cotorras que se vendían en muchas partes de Texas. Producían mucho, pero era mucho trabajo la limpieza y el transporte. Durante un huracán voló el techo de las jaulas de los pajaritos y cuando vino el sol, con tanto calor, murieron por decenas. La Madre Abadesa los miraba y lloraba diciendo ‘Dios nos los dio, Dios nos los quito, bendito sea su nombre’.

Después de este incidente nos dedicamos a la cerámica. Pusimos grandes

mesas y compramos buenos moldes y una máquina para llenar los moldes. Recibimos algún dinero de los desperfectos causados por el huracán y se utilizó para construir una piscina grande para hacer ejercicios en el agua. Pasados unos meses, se le ocurrió a una señora la idea de criar gatos finos y pronto preparo una de las jaulas de los pájaros con todos los equipos necesarios para criar gatos. Se vendían a muy buen precio, pero morían muchos y requerían mucho trabajo, teníamos como ocho razas distintas, pero comían mucho y la limpieza duraba casi todo el día.

Una de nuestras religiosas que se fue a España, me mando la dirección de

una organización alemana que encontró en una revista, de un sacerdote de Alemania Occidental que administraba una organización que se dedicaba a recaudar fondos para ayudar iglesias pobres de América Latina. Yo no me fijé en lo de ‘América Latina’ y me lancé a pedir ayuda para amortizar la deuda de un préstamo que habíamos pedido a una compañía de préstamos de mujeres checas católicas de Austin, KYST. Faltaban para terminar $22,000, esto si llegábamos a pagar el trimestre de abril pues la deuda ascendía a $28,689.24. Escribí una carta al R.P. Werenfried Von Straaten el 31 de marzo de 1977, en la que hice una larga explicación de nuestra odisea hasta esa fecha en que teníamos varias monjas enfermas con dietas especiales y el dinero apenas nos alcanzaba para los gastos diarios. Demoraron tres meses en contestar. En el mes de mayo recibimos una carta en que nos anunciaban desde Alemania que llegaría un cheque de $10,000, que aunque no era esa la misión de la

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organización, habían tenido una junta y habían acordado ayudarnos para que siguiéramos extendiendo el Reino de Dios. La cantidad era casi la mitad de nuestra deuda. La alegría y la emoción fueron considerables.

El día 30 de agosto de 1978, día de Santa Rosa de Lima, nos reunimos la

Madre Vicaria, Madre Bernadette Muller y servidora, Clara de Jesús Gómez, con algunos hombres que formaban el grupo de consejo de la comunidad en la residencia de Mr. Charles Kelly para firmar el último cheque para la compañía de préstamos K.Y.S.T. por la cantidad de $12,740.04 para amortizar la deuda de nuestro préstamo. Se dijeron oraciones personales y dimos gracias a Dios y a todos los que nos ayudaron. ¡Para mayor gloria de Dios y nuestras almas! Deo Gratias, Deo Gratias, Aleluya!

Las hostias y la cerámica no eran suficiente, teníamos muchos gastos y poco

personal. Se empezaron a enfermar las que hacían las hostias, las maquinas eran muy pesadas. Sor Mary Bernadette me propuso la feliz idea de comprar las hostias a una compañía que está autorizada por la Iglesia, y aquí se cuentan y se distribuyen. Otros monasterios lo tienen que hacer así también. Algunas iglesias las preferían pues no soltaban tantas partículas, se consultó al Obispo y estuvo de acuerdo. Gracias a Dios que nos decidimos a hacerlo así, pues las que las fabricaban estaban casi imposibilitadas. Las máquinas fueron a otra comunidad de Clarisas en Memphis.

Cada año en Navidad teníamos un nacimiento viviente, cuadros plásticos

nada más. Los dos primeros años estuvo muy animado con animales vivos-ovejitas y gallinas-el Niño Jesús era un bebe de verdad, todo muy lúcido. ¡De allí tomaron modelo otras iglesias y ya lo tienen hasta los protestantes! Dos años tuvimos el Via Crucis Viviente; el crucificado hacia muy bien su papel y las mujeres lloraban de verdad. También celebramos el Jubileo de Oro de seis religiosas en distintas fechas, con mucho público y fervor. Allí en Corpus Christi murieron siete hermanas.

Pasamos cuatro huracanes. El último, Allen, lo pasamos en Hebbronville,

en el Convento de los PP. Franciscanos. Había pronósticos de olas de 20 pies de alto. Así que el 8 de agosto toda la comunidad salió para refugiarnos con los franciscanos, que en aquel entonces tenían el primer piso del convento desocupado. Llevamos con nosotras algo de comida, todos los papeles importantes de la comunidad y lo más grande que teníamos, a Jesús Sacramentado, que no nos dio tiempo de consumir esa mañana. Sor Marta se desmayó al llegar al convento y la pusieron en la oficina del guardián, que era la única con aires acondicionado. El sótano estaba completamente lleno de vecinos. El día 10 estaba señalado para que Agnes Palacio, nuestra postulanta, vistiera el Santo Hábito. A las

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tres y media de la tarde ella comenzó a llorar y decidimos tener la ceremonia durante pleno huracán, y lo tomó con el nombre de Mary Joseph of the Child Jesus. Pasó una cosa notable. Cuando el Padre Gonzalo estaba diciendo la última oración, vino una ráfaga de viento tan fuerte que estremeció la puerta grande de entrada a la iglesia. El padre se detuvo y dijo ‘el diablo se puso bravo’. Ella firmó su acta en el altar de San José, y el padre dio una plática muy hermosa. Comenzamos a rezar las Vísperas de la fiesta de nuestra Madre Santa Clara y cuando los que estaban en el sótano vieron toda la iglesia alumbrada y los cantos, etc. se pusieron muy contentos porque el ciclón se había despedido. Allí quedamos, ya era tarde, no se sabía nada de Corpus. Tratamos los teléfonos, pero no funcionaban. Ensayamos los himnos de Santa Clara y al otro día se celebró la misa con cantos sin acompañamiento de órgano, en paz, pero sin ninguna noticia. Preparamos una comida lo mejor posible y celebramos nuestra primera novicia, en el convento de nuestros hermanos franciscanos. Así son las cosas de Dios.

No había periódicos ni noticias de radio que nos pudieran orientar, pero el

día 12 nos decidimos a salir Sor Angela, Sor Mary Joseph y servidora para Corpus a inspeccionar. No querían los padres, pero les dijimos que volveríamos ese mismo día, y si no podíamos llegar regresaríamos enseguida. Gracias a Dios los caminos estaban secos, pero a cada lado era un lago, y había muchos postes de teléfono en el suelo. El corazón se me salía del pecho cuando íbamos llegando al monasterio. ¡Qué alegría al llegar, todo seco! Pero dentro había agua y dos cristales de ventanas rotos. En cada celda que entrabamos y estaba en buenas condiciones, dábamos gracias a Dios. Fuera del monasterio no estaban tan mal las cosas, algunos árboles caídos. En el gallinero murieron tres gallinas, una ventana no había quedado bien cerrada, se coló el viento por la hendija, empujó la puerta y la arrancó.

Regresamos muy contentas a Hebbronville, ya tarde. Encontré a Sor

Caridad sentada con hielo en los ojos, se había caído de una escalera de cuatro escalones y milagrosamente no se partió ningún hueso. El día 14 regresamos todas a pesar de los consejos de los P.P., que creían que los caminos no estaban buenos. Al padre se le había olvidado consumir las hostias y nos devolvió de nuevo a Nuestro Rey, nos dio la bendición con el Santísimo en el patio del frente de la iglesia, donde tienen una estatua de mármol blanco de la Virgen Inmaculada y cantamos en su honor. Todo fue muy emocionante. Nuestro Señor iba en el auto donde yo viajaba, pues como ministro auxiliar de la Sagrada Eucaristía era lo normal. Todo el camino fuimos rezando y cantando al Señor.

Llegamos como a las once al monasterio. ¡Lo primero fue llevar al Sagrario

a Ntro. Señor -que dicha tan grande, nos acompañó en el viaje ida y vuelta y

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no nos dejó solas ni un momento!- Sor Angela fue a comprar algo de comer y beber para la comunidad y nosotras procedimos a arreglar las camas. El día anterior habíamos limpiado el agua y arreglado las ventanas rotas. Por la noche ya todo había vuelto a normalizarse, pero nos quedó un recuerdo para siempre de esta experiencia. V. BRENHAM, TEXAS

En 1978 se comenzó a anunciar que la Base Naval de Corpus Christi iba a comprar los terrenos donde hacen prácticas los aviones, entre los cuales estaba el nuestro. Hubo mucha discusión sobre ese asunto, pero Sor Bernadette dijo que no nos preocupáramos, que teníamos cinco años al menos hasta que pasara algo al respecto.

Por ese tiempo le regalaron a Sor Bernadette un caballito miniatura de raza y

ella le compró la compañera para emprender un nuevo negocio que según ella era fácil de manejar, pues comían poco y tenían pasto en bastante cantidad. Para entonces ya se habían vendido las vacas pues ya no podía ordenarlas. El día 26 de junio 1978 salieron las últimas tres vacas y Bruto, el toro de raza Santa Gertrudis, que nos habían prestado gran servicio. Sor Bernadette propuso la idea de criar caballitos en miniatura como el que le habían regalado. Yo trate de persuadirla del trabajo y dinero que eso suponía, pero dijo que ya había hecho el negocio, diciendo que había que emprender algo para seguir viviendo y no era fácil encontrar solución en otros trabajos. Un señor rico que tenía un caballito de esa raza muy lindo llamado Kin y buscaba quien se lo cuidara acepto una propuesta de Sor Bernadette, y al cabo de unos meses el señor proporcionó otros caballitos. Así comenzó la cría y exhibición de caballitos que se conocería por toda la región.

En 1983 comenzamos a buscar terreno para construir un nuevo monasterio

por lo de la Base Naval. Buscamos algunos corredores de terrenos y nos recomendaron un matrimonio católico que nos atendió y nos propuso algunos lugares. En diciembre fuimos a ver un terrero con una casa grande y tres edificios, uno en construcción, en las afueras de Luling, Texas. La casa tenía enfrente tres fuentes muy bonitas que se iluminaban por la noche y el agua parecía de colores, estaba cercada, tenía muchos árboles y no estaba lejos del Rio San Marcos. Pertenecía a la Diócesis de San Antonio. Después de verla, la Madre Vicaria pidió una entrevista con el Señor Obispo, Rene Gracida. Cuando el obispo se enteró de la misión que llevábamos echo la cabeza para atrás, cerró los ojos, respiro profundamente y se puso dos dedos en la frente y quedo en silencio. Por fin dijo que lo sentía mucho, pero consintió por lo de la Base

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Naval. Le ensenamos las fotos y dijo que si nos íbamos de Corpus Christi tenía que ser para la Diócesis de Austin, a la que le hacía falta un monasterio de monjas contemplativas, y él iba a hablar con el Obispo Harris, amigo suyo, a ver si nos aceptaba. El Señor Obispo nos llamó y nos dio fecha para visitarlo. Fuimos a verlo la Madre Vicaria, Sor Angela y yo. Era un hombre amable y sencillo y nos recibió con los brazos abiertos, dijo que nos podía ayudar en todo excepto darnos un capellán. Regresamos a Corpus Christi muy contentas y decidimos olvidarnos de Luling y comenzar a buscar en la Diócesis de Austin. Cuando vimos el Rancho Wald nos quedamos enamoradas de él. Era el designado por Dios. Tenía la casa donde vivían los dueños, una casita donde vivía un joven mexicano, un establo de mampostería muy amplio y en buenas condiciones donde tenían caballos y vacas y un edificio de metal para guardar tractores, etc. Tenía buen pasto, muchos árboles de ‘pecanas’ y dos ojos de agua del cielo que no se secan nunca; 198 acres muy bonitos, cuatro veces más grande que Corpus Christi, a diez minutos de la ciudad de Brenham. Brenham es pequeña, pero muy bonita, hay de todo, inclusive un hospital de las Hermanas Franciscanas y una iglesia católica.

Nos pusimos de acuerdo en el precio y fuimos a la Base Naval, donde nos

atendieron con mucho interés. El 23 de mayo de 1984, víspera de la Fiesta de la Basílica de Ntro. Seráfico Padre San Francisco, firmamos el contrato en Brenham con $25,000 de fondo para la compra. Con la venta a la Base Naval pudimos adquirir el nuevo terreno libre de gravamen y firmamos los papeles el 31 de diciembre. Pasamos el día viendo el terreno. A la orilla de un bonito lugar donde hay un lago navegable rezamos la corona franciscana. Luego compramos uvas para despedir el año, como se hace en Cuba, y una botella de champan para celebrar la adquisición del terreno. Al día siguiente fuimos a misa en St. Mary´s y salimos de vuelta para Corpus Christi. Teníamos en nuestro poder ‘la tierra prometida’, con hermosos panoramas, salidas y puestas del sol, arboles de todas clases y tonos de verde, venados, cantos de pájaros de todas clases en la infinita variedad creada por Dios.

El 3 de enero de 1986 voló al cielo en un profundo sueño nuestra querida

hermanita y mi connovicia, Sor Mercedes de la Santa Corona Cuervo y García, a los 83 años de edad, 50 de entrada y 49 de profesión religiosa. Fue una religiosa muy observante, trabajó hasta la última enfermedad. Siempre fervorosa y fiel. Pidió a Dios morir en Corpus Christi y Dios se lo concedió. Quedo su hermana, Sor Carolina de la Encarnación, muy delicada con el mal de Parkinson. En aquel entonces había cuatro hermanas enfermas y teníamos que ir al médico o al hospital casi a diario, mientras empaquetábamos para nuestra inminente mudanza a Brenham. Sor Espíritu Santo había ido a Brenham a ayudar con el lugar de la cerámica. La casa grande de metal la dividieron con armarios, le pusieron

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piso de cemento y pronto quedo formada la tienda, la sala para trabajar la cerámica y la sala para los hornos. Dios es muy bueno, en aquella barahúnda en que nos desenvolvíamos hubo tiempo siempre para todo, no se dejó ni un solo día de oír misa, rezar el Santo Oficio y tener el sagrario abierto por la mañana. Todo lo de la mudanza se hizo con mucho orden. En la última semana me daba gusto vivir con tanta pobreza, comiendo en platos de cartón, con vasos y toallas de papel, una sola cuchara para cada una.

A las enfermas no les falto nada de lo necesario, de esto tuvimos mucho

cuidado. Sor Encarnación se agravaba, Dios permitió que no se nos muriera en aquella situación y la llevamos al hospital una semana. Tuvimos que contratar dos ambulancias para llevar las enfermas desde Corpus hasta Brenham. Llego por fin el día 26 de abril de 1986. Sor Martha, después del desayuno se fue a la celda a recoger lo que iba a llevar en el viaje, quiso meter una almohada en una bolsa grande y se cayó con la cara en el suelo; se le rompieron los espejuelos, se hirió en la frente y se golpeó un ojo que enseguida se le puso morado. Faltaba una hora para salir. A pesar de ser tan gruesa pudimos entre Sor San Rafael y yo levantarla y sentarla en su silla de ruedas. ¡Qué mudanza tan triste con tantas enfermas y ambulancias! Sor Encarnación con un tubo en la nariz amarrada al banquillo lateral de la ambulancia, Sor Ascensión en una camilla a mi lado. Algunas amigas lloraban sacudiendo pañuelos y al llegar al puente pensé: ‘se acabó Corpus Christi, tal vez lo vea desde el cielo.’ Dejé allí muy gratos recuerdos. También dejaba a mis hermanas difuntas que solo volvería a ver el día de la Resurrección de los Muertos. Todo pasaba por mi mente como una película. Llegamos por fin a este bello lugar de Brenham. La otra ambulancia siguió al hospital para examinar a Sor Martha con su ojo inflamado y negro. Las que habían llegado antes en automóvil ya habían preparado sus celdas. Sor Encarnación siguió grave hasta que el 18 de mayo, fiesta de Pentecostés, entro en agonía y después de rezarle la Letanía de Todos los Santos y leerle en voz baja las oraciones que manda el Ritual, mandé llamar a la Abadesa. Cuando ella llegó, ya Sor Encarnación estaba en el cielo. Ella fue la primera semilla sembrada en nuestro jardín de Brenham, en esta quinta etapa de nuestro exilio. No sé si podré seguir escribiendo. Lo que acabo de escribir ha sido un triunfo. Mi verdadera vida comienza ahora en la alegre primavera de mi alma.

Marzo 19, 1988. Fiesta de San José. Sor Clara de Jesús, OSC

VI. EPÍLOGO

El antiguo monasterio se conserva en La Habana Vieja. Contiene las oficinas del Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (CENCREM),

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tiene parte de las celdas convertidas en un hostal, y la antigua capilla se utiliza para exhibiciones y conciertos. El monasterio de Lawton se convirtió en la escuela Camilo Cienfuegos al irse las monjas en 1961, pero la capilla es ahora la Parroquia de Santa Clara.

Dos años después de llegar a Brenham falleció M. Margaret Mary, que se

había mudado a Corpus Christi desde el principio, tan querida, que tanto hizo por las cubanas.

El negocio de los caballos miniatura fue muy exitoso y lucrativo. Sor

Bernadette se hizo famosa en Texas con el nombre de ‘la monja cowboy’ y a su muerte en 1992 Sor Angela se hizo cargo de los caballitos por nueve años más. Terminó teniendo que venderlos para cuidar a las monjas ancianas que quedaban, Sor Clara de Jesús y Sor Gudelia del Espíritu Santo. El monasterio se vendió y es hoy en día una casa de retiro.

La última de las clarisas cubanas, Sor Gudelia del Espíritu Santo, falleció en

Brenham en enero de 2011, terminando así la historia de 369 de la comunidad de clarisas cubanas.

Angela Chandler, exclaustrada, vive todavía en Brenham, donde ayuda en

la parroquia y conserva en su poder, entre otras cosas, este manuscrito.

Sor Gudelia del Espíritu Santo y Madre Clara de Jesús, las dos últimas clarisas cubanas

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En Lawton. Las dos comunidades en Nueva Orleans