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Revista de Historia, Patrimonio, Arqueología y Antropología Americana Año 2019, No. 1, Julio (153-179) ISSN: En trámite
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Espacio, me has vencido: el infinito transitar en los panteones
Beaten by space: the infinite transit in pantheons
Rosa Inés Padilla Yépez1
1Universidad Iberoamericana, México ([email protected])
Recibido: 19 noviembre 2018; Aceptado: 20 junio 2019; Publicado: 5 julio 2019
Resumen
Al pensar en el panteón, se requiere ver su espacialidad, sus límites, sus formas, sus tumbas, sus recintos, su
diseño y su ubicación en relación a la ciudad o pueblo en donde esté situado. Por motivos de discusión y
concesión de conceptos, se ha planteado este artículo de la siguiente forma: en cada apartado se discutirá con
un autor y con la parte etnográfica o histórica recolectada hasta el momento. Esto, para fines prácticos, ayuda
a analizar cómo se está entendiendo al panteón y cómo el mismo resulta indispensable para hablar de ciertos
conceptos relativos al espacio y al lugar.
Palabras clave: Panteón, lugar, espacio, habitar, etnografía.
Abstract
When we think about the cemetery, it is necessary to understand it’s spatiality, it’s limits, it’s forms, it’s tombs,
it’s enclosures, it’s design and it’s location in relation to the city or town where it is located. For reasons of
discussion of some concepts, this article has been written in the following way: each section will discuss a
particular author, a small narration of the ethnographical fieldwork or a fragment of the historical studies
collected for this research. This will help to analyze how the cemetery is being understood and how it is essential
to talk about certain concepts related to space and place.
Keywords: Pantheon, place, space, inhabiting, ethnography.
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INTRODUCCIÓN
Debatir si el panteón es un espacio o un lugar es seguramente oportuno. Los debates sobre qué es espacio y
lugar son innumerables, sobre qué y cómo debe abordarse cada uno; son más voluminosos aún, empero, al
menos, la mayor parte de las largas disputas suelen coincidir en que puede considerarse al espacio como a un
abstracto, una suerte de infinito, inconmensurable, inaprensible (por esta razón se ha llamado al espacio exterior
de esa forma); mientras que el lugar es más bien finito, habitable, conmensurable, una suerte de entramado, en
donde los individuos tejen sus relaciones sociales y en donde hay una especie de comodidad, por lo que se vuelve
aprehensible.
Casi resulta imposible desasociar el lugar de lo humano ¿Qué pasa con los panteones? Ciertamente, hay una
serie de conexiones dentro de ellos, pero también son abstractos, porque en ellos habitan los muertos. Aquellos,
a pesar de estar conectados y hasta yuxtapuestos, no conforman un entramado social, un nudo de conexiones y
relatos. Eso lo hacen los vivos: llenan las conexiones del panteón.
Para Marc Augé (2000), los lugares tendrán al menos tres características comunes: serán identificatorios,
racionales e históricos (p. 31). Desde los planos de una casa, hasta los altares, corresponden a un «conjunto de
posibilidades, prescripciones y prohibiciones» que tienen un claro contenido social y espacial. Augé parafrasea a
Michel De Certeau para afirmar que el lugar puede ser visto como una “configuración instantánea de posiciones”
(2000, p. 173), lo que equivale a decir que, en un mismo lugar, pueden coexistir elementos distintos y singulares
(Ibidem, p. 31). Además, los elementos no podrán separarse del momento histórico, que los vuelve un conjunto
de identidad y relaciones: los lugares de la memoria, de los antepasados, los lugares cargados simbólicamente.
Para el autor, sin embargo, más allá de pensar en un lugar, hay que pensar en el lugar antropológico, que puede
definirse como una intersección de líneas, una suerte de itinerarios, “de ejes y caminos que nos llevan de un
lugar a otro y que han sido trazados por los hombres” (Ibidem, p. 33). También hay, por supuesto, cruces donde
los sujetos se encuentran o reúnen, plazas, mercados o centros políticos y religiosos: “Itinerarios, encrucijadas y
centros no son por lo tanto nociones absolutamente independientes. Se superponen, parcialmente. Un itinerario
puede pasar por diferentes puntos notables que constituyen otros tantos lugares de reunión” (Idem).
Un lugar antropológico es un itinerario de cruce o reunión, de límites y constantes fronteras que se franquean,
que no puede ser visto desde una perspectiva fuera de la Historia; por donde no ha pasado el tiempo y los
itinerarios de otros ni sus relaciones. El tiempo por tanto será determinante ya que, sin continuidad, no hay
lugares; lo que lleva a pensar que los lugares no son sólo individuales, sino que también son colectivos, se
construyen a partir de las relaciones que se mantienen en ellos.
Por esta razón, y para los fines de este ensayo, se considerará al panteón como lugar, lugar antropológico, porque
el espacio se percibe aún como un «rizoma». El lugar antropológico, a pesar de ser polifónico y heterogéneo,
puede limitarse por el tiempo, por las fronteras de una ciudad, porque sus itinerarios pueden seguirse, sus
metáforas pueden rastrearse, sus intersecciones son localizables.
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Panteón y heterotopía: el descabellado lugar al que le quitamos tiempo
Cuando se trata de abarcar tanto al espacio como al tiempo, al control del espacio sobre el tiempo y viceversa,
parece fundamental revisar algunas nociones de Michel Foucault (2010): “Así pues hay países sin lugar e historias,
sin cronología; ciudades, planetas, continentes, universos cuya huella sería muy imposible detectar en ningún
mapa ni en el cielo alguno, muy sencillamente porque no pertenecen a ningún espacio” (p. 19).
Pero ¿por qué el panteón? ¿Por qué darle tanta importancia? Porque, a breves rasgos, es justamente la
preocupación por el espacio y por los lugares lo que puede ayudar a entender los procesos de una sociedad, así
como sus transformaciones y cambios. Observar el espacio y sus lugares será una forma de tejer distintos
procesos en donde no solo las condiciones históricas serán determinantes, sino también las implicaciones
económicas, sociales y culturales que envuelven o encapsulan la circunstancia. Como bien menciona Foucault,
en El cuerpo utópico (2010) “el mismo espacio, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no es posible
desconocer ese entrecruzamiento fatal del tiempo con el espacio” (Ibidem, p. 64). Incluso, podría agregarse que
no solamente en la perspectiva occidental el espacio tiene historia: “Nos hallamos en una época en donde el
espacio se da a nosotros en la forma de las relaciones de emplazamiento” (Ibidem p. 66). Son justamente estas
relaciones las que se plantea discutir, alrededor de los panteones de la ciudad de México.
¿Qué es exactamente un panteón? La palabra “panteón” proviene del griego Πανθειον (pántheion). A su vez,
esta palabra viene directamente del griego pantheus, formada de dos partes pan y theos. La primera, que significa
todos, y la segunda, que significa dioses. De hecho, el Panteón es un templo que aún puede visitarse en Roma,
construido por Agripa en el año 27 (a. C). La palabra pántheion derivaría luego al término latino Panthĕon. En el
significado dado por la RAE, el panteón efectivamente es categorizado como un “monumento destinado al
enterramiento de varias personas», el «conjunto de las divinidades de una religión o de un pueblo”. Su tercera
definición remarca que, en América y Andalucía, el panteón es un cementerio “considerado a su vez el terreno
destinado a enterrar cadáveres”. Esta acepción, al menos en la ciudad de México, sigue siendo la más usada.
Empero ¿qué es un panteón, en la dinámica de la ciudad? A más de servir como el lugar de depósito de los
muertos ¿cómo puede ser considerado? ¿Cómo empezar una discusión alrededor de sus procesos, sus dinámicas
y las constantes historias, personas, objetos que giran a su alrededor? Probablemente, estas preguntas no logren
responderse de forma inmediata, pero sí deben ser consideradas como una guía para elaborar esta discusión, en
la que los panteones serán los protagonistas. Parece, entonces, importante entender el término acuñado por
Foucault: las heterotopías.
El autor empieza su debate marcando que una de las cualidades del ser humano es generar utopías, no solo a
nivel de ideas, sino también alrededor de los espacios donde habita, donde se mueve, donde interactúa. Por lo
tanto, señala que toda sociedad genera utopías “que tienen un lugar preciso y real, un lugar que se puede situar
en un mapa: utopías que tienen un tiempo determinado, un tiempo que se puede fijar y medir según el calendario
de todos los días”. (Foucault, 2010, p. 19).
Si, efectivamente, existen estos lugares utópicos ¿dónde están? El autor menciona que estos lugares serán
aquellos que se oponen, neutralizan o purifican a los otros, lugares donde no se realizan las actividades de la vida
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diaria, de forma abierta como en las calles, plazas o trenes, ni en espacios cerrados, como las casas. Ejemplifica
a este conjunto de lugares con cementerios, hospitales, prisiones y prostíbulos: “Impugnaciones míticas y reales
del espacio donde vivimos” (Foucault, 2010, p. 21). Aunque estos, por ser capaces de existir, ya no serían espacios
utópicos “puesto que hay reservar ese nombre a lo que no tiene realmente ningún lugar”. Por lo tanto, el autor
llama heterotopías a estos lugares que ya cuentan con una existencia y son designados como “los espacios
absolutamente diferentes” (Idem). La facultad utópica y heterotópica de los lugares es explicada de mejor forma
por el autor a partir de la metáfora del espejo. Un espacio utópico es un espejo puesto que es “un lugar sin lugar
[…] yo estoy allí donde no estoy, una suerte de sombra que me da a mí mismo mi propia visibilidad” (Idem). Pero
el espejo también es una heterotopía “en la medida que en el espejo existe realmente y en que tiene, sobre el
sitio que ocupo, una suerte de espejo en el que yo me descubro ausente en el sitio donde estoy, puesto que me
veo allí” (Idem). El espejo como heterotopía, para el autor, funciona a partir del momento en el que uno se
refleja desde un lugar en específico, que es real “en unión con todo el espacio que lo rodea, y absolutamente
irreal, puesto que está obligada, para ser percibida, a pasar por ese punto virtual que está allí” (Ibidem, p. 71).
¿Pasa esto con los panteones? Uno está allí, aunque sin estar, porque, si bien comparte la misma espacialidad
de los muertos, no está ni vive en su mismo tiempo.
Para Foucault, las heterotopías pueden y adoptan diversas formas que han ido cambiando en el transcurso del
tiempo (aquí es donde la variable del tiempo se vuelve visible, también); además, están determinadas por la
sociedad en donde han sido concebidas. Este, sin lugar a dudas, es el primer principio de una heterotopía ya que,
como el autor menciona: “no hay una sociedad que no constituya su heterotopía o sus heterotopías” (Ibidem, p.
21). Las sociedades, por tanto, pueden incluso clasificarse alrededor de cuáles son sus heterotopías
preferenciales, siendo los ámbitos de clasificación: los lugares de prohibición, de ocultamiento o tratamiento de
desviaciones (en donde el autor incluye, incluso, a la vejez) y lugares donde priman el control o la vigilancia.
El segundo principio para el autor es “en el curso de la historia, toda sociedad puede perfectamente reabsorber
y hacer desaparecer una heterotopía que había constituido antes, o incluso organizar otras que no existían
todavía” (Ibidem, p. 23). Este principio está muy ligado con el anterior, ya que cada sociedad promoverá o
adaptará estos lugares a lo largo del tiempo, lo cual habla mucho sobre las disposiciones, no solo, espaciales de
un conglomerado social, sino también sobre su organización social, económica y política. Como bien amplía
Foucault, sobre este mismo postulado: “cada heterotopía tiene un funcionamiento preciso y estipulado en el
interior de la sociedad, y la misma heterotopía, según la sincronía de la cultura en la que se encuentra, puede
tener uno u otro funcionamiento” (Ibidem, p. 73). Para el autor, una de las heterotopías más significativas para
ejemplificar este principio es justamente el cementerio, ya que no siempre representó o tuvo el papel que juega
ahora: “Hasta el siglo XVIII el cementerio se hallaba en el corazón de la metrópoli, dispuesto ahí en medio de la
ciudad, pegado a la iglesia y, a decir verdad, no se le adjudicaba ningún valor solemne” (Ibidem, p. 24). El culto
cambió radicalmente a partir del nuevo ateísmo, que se promueve a finales del siglo XVIII: en el fondo era muy
natural que en la época en que se creía efectivamente en la resurrección de los cuerpos y en la inmortalidad del
alma no se hubiera prestado una importancia capital al despojo mortal. Por el contrario, a partir del momento
en que uno ya no está muy seguro de tener un alma, que el cuerpo habrá que resucitar, tal vez hay que prestar
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mucha más atención a ese despojo mortal, que finalmente es la única huella de nuestra existencia entre el mundo
y entre las palabras (Ibidem, p. 74).
Si bien antes los cuerpos eran depositados sin más en osarios, es partir de que la sociedad occidental se vuelve
más atea, que la individualización del esqueleto o del cuerpo se vuelve un tema importante. Esto incluyó que
cada cadáver tenga una caja individual, poniéndose de moda el hacer cajas fúnebres o ataúdes. Creándose,
además, toda una ritualidad alrededor de estos objetos:
todos esos esqueletos, todas esas pequeñas cajas, todos esos ataúdes, todas esas tumbas, todos esos
cementerios fueron puestos aparte, se los llevó fuera de la ciudad, en el límite de la urbe, como si fueran
al mismo tiempo un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio de la muerte
(Ibidem, p. 24).
Este ejemplo también puede aplicarse, al menos en la ciudad de México, a los panteones que se ubicaron hasta
finales del siglo XVIII en los atrios de las iglesias (Castillo, 2012). Efectivamente, es luego de las reformas
borbónicas que esto cambia, sin embargo, en una sociedad tan ligada a la tradición católica, el cuerpo, sí
conllevaba una importancia, ya que en su disposición en la iglesia se puede ver la jerarquía social y las condiciones
económicas del difunto. Los lugares más cercanos a los santos eran ocupados por individuos de la clase alta que
podían pagar por estos nichos.
Además, vale la pena mencionar que los panteones y cementerios se empiezan a ubicar a extramuros de las
ciudades ya que se los veía como portadores de enfermedades, por lo que había que evitar su proximidad. Por
esto es que, a principios del siglo XIX, la mayor parte de países expiden leyes para que se lleven los cementerios
a los suburbios: “Los cementerios constituyen, entonces, no ya el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino la
“otra ciudad”, donde cada familia posee su negra morada” (Foucault, 2010, p. 75). Esto, efectivamente, se
cumple con lentitud en el caso mexicano por la preocupación latente de que, al salir del recinto de la Iglesia, las
almas fueran a perderse o extraviarse y que no encontraran expiación alguna. Esto también se debe, como había
señalado, a la profunda vinculación de la sociedad mexicana con la religión (Castillo, 2012).
Otro de los principios de la heterotopía es el de yuxtaponer. Para el autor, este principio se da porque “en un
mismo lugar real varios espacios que, normalmente, serían, deberían ser incompatibles” están imbricados
(Ibidem, p. 25). Las heterotopías, como se había mencionado, no solamente están ligadas a un espacio en
específico, sino también, al tiempo ya que son “recortes singulares” del mismo (Ibidem, p. 26). Los cementerios
vuelven a ser, para el autor, ejemplos propios de esto: “el cementerio es el lugar de un tiempo que ya no
transcurre” (Idem), en especial para aquellos que se quedan rememorando a los muertos. Para ellos, el tiempo
del muerto se ha congelado, ha quedado solamente en la memoria.
Las heterotopías también tendrán un sistema de apertura y de cierre. Para Foucault, este principio hace que se
aíslen, de alguna forma, “respecto del espacio circundante” (Ibidem, p. 28). Esta cualidad (que también está
asociada para el autor con los ritos y la purificación), puede denominar los cambios de estado humanos, que
están muy relacionados a los tiempos y espacios que promueven una liminalidad. Sin embargo, a pesar de dar
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esta sensación, “la heterotopía es un lugar abierto, pero que tiene la propiedad de mantenerte afuera” (Idem).
Es justamente esta una cualidad de los panteones de México: sea que se hallen dentro de las zonas urbanas o
alejadas de ellas, todos tienen una entrada, una salida y muros que los delimitan. Al generar esta sensación de
aislamiento o separación, las heterotopías impugnan a los otros espacios, según Foucault, de dos formas:
“creando una ilusión que denuncia todo el resto de la realidad como ilusión, o bien, por el contrario, creando
realmente otro espacio tan perfecto, tan meticuloso, tan arreglado” (Ibidem, p. 30). Esto hace que estos lugares
sean completamente disímiles de los lugares en los que vivimos o en los que habitamos, como Foucault sugiere,
en continuo desorden y con discontinuidades. Las heterotopías resultan indispensables, para toda sociedad,
porque las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tendrían una gran cama sobre la cual se
pudiera jugar; sus sueños entonces se secan, el espionaje reemplaza la aventura y la horrible fealdad de los
policías, la bella soledad de los corsarios (Ibidem, p. 32).
Relato histórico: la heterotopía borbónica
Fue en 1539 que Carlos V emitió una ley específica para que “cualquier” persona pueda ser enterrada en las
iglesias y en los monasterios. A partir de esta fecha, se crearon una serie de reformas específicas para el terreno
mexicano, que incluyen ciertas normas para enterrar los cuerpos o que regulan la disposición de las tumbas:
insistiendo, sobre todo, en que las tumbas se hicieran al ras del suelo, para evitar incomodidades a los fieles que
acudían a los oficios divinos. El Tercer Concilio, celebrado en 1585, también insistía en la manera en que se
realizarían los entierros y funerales, señalando que los sacerdotes debían asistir a ellos y celebrarlos gratis en los
casos de personas pobres (Castillo, 2012, p. 97).
Esto último no se cumplía a cabalidad, ya que muchísimos indígenas no pudieron ser enterrados ni en la iglesia
ni en monasterios porque no contaban con el dinero suficiente para costear el precio. En muchas ocasiones, ni
siquiera llegaban a ser ungidos con los santos óleos porque estaban muy lejos del párroco más cercano. Además,
los fieles debían ser enterrados en sus parroquias de origen: “Cuando alguien moría lejos, debía transportarse a
su parroquia para el entierro, a no ser que expresara su voluntad de ser enterrado en otro lado, entonces debía
pedirse licencia a su parroquia y pagar derechos doblados” (Rodríguez, 2001, p. 140). En cuanto a aquellos que
también se podían enterrar en otros lugares estaban los fieles, los excomulgados, protestantes, suicidas, cómicos
o comediantes. Los protestantes, por ejemplo, podían ser enterrados en sus propios jardines, y a todos ellos se
les reservaba la noche (Castillo, 2012).
Para 1787, Carlos III, amparado por las corrientes higienistas, emitió un cuerpo de leyes, llamadas también
Reformas Borbónicas, que incluían una ley para sacar los cementerios a extramuros en España y en las Colonias;
como bien diría Benjamín (1999), “el exilio de los muertos de la escena urbana es de los componentes del
programa político moderno” (Benjamín, p. 120). La intención fue específicamente llevarlos a lugares poco
poblados y con ventilación, para lo que se recurrió, en el caso de varias poblaciones, a llevar los cadáveres a las
iglesias de parroquias alejadas o que no tengan la concurrencia de mucha gente (Castillo, 2012; Ramón, 1994).
La intención era librar a la población de las epidemias ocasionadas por los miasmas: los miasmas aparecen por
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doquier, muchas veces como complemento de las alteraciones atmosféricas. En general, y hasta la segunda mitad
del siglo XIX, gozarán de amplia aceptación todas aquellas prédicas que atribuyen a los miasmas el origen de las
epidemias tercianas, fiebre amarilla, cólera, etc. Tan extraños elementos, se definen usualmente como sustancias
imperceptibles disueltas en la atmósfera, originadas por la descomposición de cadáveres, elementos orgánicos
o incluso por emanaciones de enfermos (Urteaga, 1980, s.p.).
Estas disposiciones llevan a la creación del Panteón de Santa Paula, en 1784, que cierra definitivamente en 1878,
y que goza de gran popularidad por alrededor de 25 años hasta que queda copado. Además, se abren panteones
como el Campo Florido de 1846, ubicado al lado de la Parroquia Nuestra Señora de los Dolores o La Piedad, frente
a lo que hoy es el Panteón Francés. Todos estos panteones cerraron o quedaron inhabilitados en 1875, año de
apertura del Panteón General Civil de Dolores, con lo que quedan solamente permitidos los panteones
parroquiales y vecinales (Rodríguez, 2001).
La intención de estas leyes era traer un beneficio a la salud pública de los habitantes. Además, algunas iglesias,
al estar repletas de cadáveres, infectaban el aire, y el hedor causaba que haya poca asistencia de fieles. Sin
embargo, la costumbre de enterrar a los muertos fuera de las iglesias tomó tiempo para ser aceptada por la
ciudadanía. Como bien señala Rodríguez, “la política ilustrada no supo entender que el hecho de promulgar la
ley no equivalía a transformar o erradicar una costumbre” (Rodríguez, 2001, p. 111). La gente mantenía la idea
de enterrar a los muertos cerca de santos o de la Virgen, quien servía de intercesora para que las almas logren
un descanso eterno. Por esta razón, en todos los panteones se mandaron a construir capillas que tengan las
imágenes de santos o de la misma Virgen. Además, la Iglesia marcaba una suerte de jerarquías sociales
expresadas en el orden y la ubicación de los sepulcros.
Relato etnográfico: ¿dónde quedó la heterotopía?
Me pregunto, si es que ese es el caso, cómo sería posible hablar de una ciudad sin panteones, sin estos lugares
en donde el tiempo parece estático, que demuestran el control y la vigilancia, el poder imbricado, así como las
condiciones culturales, políticas, económicas y hasta sanitarias que llevaron a que se construyan o se edifiquen.
Justamente, es a partir de estas variables, que se intentará comprender, por qué ver estos lugares como un
conjunto de procesos que se complementa y que dialogan. ¿Cómo puede entenderse a un panteón desde la
producción del espacio?
Produciendo el espacio de los muertos
Para intentar responder esta interrogante, se usará el texto La producción del espacio (2013) de Henri Lefebvre,
quien, en el capítulo “Plan de obra” discute alrededor de cómo se ha tratado el espacio desde diversas
perspectivas matemáticas, filosóficas e históricas. Para el autor, el espacio ha sido absuelto o separado de la
parte social, encerrado en una burbuja en donde se encuentra incomunicado del tiempo y de cómo el ser humano
lo produce, lo representa o incluso lo imagina.
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Una de las preguntas que guían el debate de Lefebvre es “¿Cómo pasar, en primer lugar, de los espacios
matemáticos […] a la naturaleza, después a la práctica, y de ahí a la teoría de la vida social que se despliega
presumiblemente en el espacio?” (Lefebvre, 2013, p. 63) Para el autor, uno de los problemas principales es que,
en los debates filosóficos, matemáticos y sociales desde donde se ha debatido el espacio, ha permanecido
ausente la figura del hombre: «lo llamativo de esas investigaciones que se postulan fundamentales o
epistemológicas no es solo la ausencia del “hombre”, sino también del propio espacio a pesar de que se le
menciona página tras página» (Ibidem, p. 65). El autor, desde un inicio, establece que no se puede hablar de
espacio sin estar en constante relación, tensión y yuxtaposición con lo humano.
El autor, empero, señala que esta separación entre el hombre y el espacio, y ese tratamiento casi singular que
se les da ambos conceptos, no fue siempre así:
¿no existía antaño, entre el siglo XVI (El Renacimiento y la ciudad renacentista) y el siglo XIX, un código
a la vez arquitectónico, urbanístico y político, un lenguaje común a los habitantes del campo y de la
ciudad, que permitía no sólo “leer” el espacio sino producirlo? (Ibidem, p. 69).
Al preguntarse si existía, Lefebvre también se pregunta dónde quedó y por qué ha dejado de existir. El autor
menciona que esta separación ha hecho que el espacio se conceptualice desasociado de lo humano, lo cual
invalida su posibilidad de ser comprendido. El espacio se ha teorizado sin entender que sobre él recaen fuerzas
muy ligadas a lo humano, que lo vuelven un recipiente de relaciones políticas, culturales y económicas, por lo
que se debe apelar a una comprensión de la práctica espacial, no del espacio per sé: La práctica espacial consiste
en una proyección «sobre el terreno» de todos los aspectos, elementos y momentos de práctica social,
separándolos y sin abandonar durante un solo instante el control global: es decir, realizando la sujeción del
conjunto de la sociedad a la práctica política, al poder del Estado (Lefebvre, 2013, p. 69)
Si esto se lleva a cabo, la «ciencia del espacio» equivaldría a un uso político del saber que está integrado a las
fuerzas productivas y a las relaciones sociales de producción. Además, la práctica social implica una ideología y
una utopía tecnológica, ambas características que hacen que se piense siempre en lo que el autor llama una
“simulación de lo que será el futuro” (Idem).
El autor afirma que seguir pensando en el espacio vacío y sin relaciones conduce solamente a mantener la
tendencia dominante “que va hacia la fragmentación, la separación y la desintegración, tendencia subordinada
a un centro o a un poder centralizado y formalizada por el saber que actúa en nombre del poder” (Ibidem, p. 70).
Este poder quiere que se evite que el espacio esté cargado de tensiones, contradicciones y heterogeneidades.
Sostiene, además, que llevar a cabo esta nueva forma de pensar la práctica espacial no dista de tener
inconvenientes “para llevarla a cabo no basta con sustituir las preocupaciones “locales” por preocupaciones
globales. Podemos suponer que movilizará grandes fuerzas y que en el curso de su ejecución sería conveniente
motivarla y orientarla etapa por etapa” (Idem). Para el autor, es indispensable tomar en cuenta las variables para
la comprensión teórica y metodológica de la práctica espacial.
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¿Por qué, entonces, se ha escapado la economía de este análisis del espacio? El capitalismo hizo que la
comprensión, el diseño y la concepción del espacio cambien. Por esto, es necesario tomar en cuenta las fuerzas
de producción que hicieron que ese espacio se vuelva posible, pero que, sin embargo, se oculte esta condición y
las fuerzas de poder que intervinieron para lograrlo, haciendo que haya un concepto que está relacionado con
el espacio: la hegemonía, que
se ejerce sobre toda la sociedad, cultura y conocimiento incluidos, generalmente por sujetos
interpuestos: los políticos, las personalidades, los partidos, pero a menudo también por los intelectuales
y los expertos. Por consiguiente, se ejerce también sobre las instituciones y las representaciones
(Ibidem, p. 71).
Se ejerce entonces también sobre el espacio, sobre todo lo que se dispone a su alrededor, sobre lo que se
construye y lo que se practica con él, se hace evidente en cómo se usa, en cómo se diseña. Por lo tanto, la
hegemonía no puede dejarse de lado al hablar del espacio, porque este último no es un sujeto pasivo que sólo
alberga relaciones, sino que más bien interactúa con estos sujetos sociales. El autor pregunta: “¿Sería el espacio
sólo el lugar pasivo de las relaciones sociales, el medio en que su reunificación adquiriese consistencia, o la suma
de los procedimientos de su renovación?” (Lefebvre, 2013, p. 72). La respuesta que se adelanta es que no. Para
Lefebvre, el espacio está activo tanto operacional como instrumentalmente, por lo tanto será “saber y acción”,
ambas partes íntimamente relacionadas (Idem). Esta noción es crucial para entender a los panteones porque no
se puede concebir a estos lugares sin las relaciones de poder que juegan a su alrededor, sin ver las políticas que
impulsaron su construcción, sin ver qué relaciones hay en sus emplazamientos y cómo se hace uso de ellos.
¿Es pertinente, entonces, pensar también a los panteones como productos sociales, tal y como Lefebvre plantea?
Probablemente sea una aproximación que valga la pena tener en cuenta ya que:
el espacio (social) es un producto (social). […] hay razones para examinar y considerar con más detalle
sus implicaciones y consecuencias antes de aceptarla. Mucha gente no aprobará que el espacio haya
adquirido en el modo de producción actual y en la sociedad tal cual es una especie de realidad propia,
de similar alcance y en el mismo proceso global que la mercancía, el dinero y el capital, aunque sea una
realidad claramente distintiva (Ibidem, p. 86).
Efectivamente estas condiciones son apropiadas para no ver a los panteones como simples recintos,
independientes y en donde las fuerzas del capital no juegan un papel determinante. Los costos que deben
asumirse para enterrar a alguien van desde la noción de que, en la mayor parte de los panteones públicos de la
ciudad de México ya no existen perpetuidades. Además, cada año, el panteón cobra una suerte de tasa por el
mantenimiento que varía acorde a su ubicación en la ciudad o a la colonia a la que pertenece. Los panteones
privados, por su parte, sí cuentan con perpetuidades, pero se venden en una especie de paquetes. Gayosso, por
ejemplo, vende paquetes que varían entre 50.000, 90.000 ó 150.000 pesos, e incluyen, no solo el entierro (y la
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garantía de que se conservarán las tumbas a perpetuidad) sino también, el velorio, los gastos del manejo y
maquillado del cadáver, y del trámite burocrático que implica morirse.
Si el espacio no está por fuera de las dinámicas del capital, no podemos pensar en él de forma abstracta. El
espacio debe ser: “real, como la mercancía y el dinero, abstracciones concretas” (Idem). Entonces, podemos
pensar en él como un producto, incluso como un instrumento. Para el autor, el espacio debe ser visto como un
conjunto de posibilidades: “El espacio contiene relaciones sociales y es preciso saber cuáles, cómo y por qué […]”
(Idem). El autor afirma que uno de los problemas es considerarlo solamente como un contenedor y no como un
productor. Es decir, el espacio no solamente recibe, sino que también produce:
Será necesario mostrar más adelante que este espacio social no consiste en una colección de cosas, en
una suma de datos (sensibles), ni tampoco en un vacío colmado (algo así como un envase) de materias
diversas; habrá que mostrar que no se reduce a una «forma» impuesta a los fenómenos, a las cosas, a
la materialidad física (Idem).
Es indispensable tener estos parámetros ya que el panteón no solo es el recinto donde se albergan los muertos,
es también el catalizador de un sinnúmero de relaciones. Un claro ejemplo de esto es cómo se usaba antes y
cómo se usa ahora, incluso las leyes que se han proclamado para el «buen uso» del mismo. El espacio produce
una serie de conexiones y, a su vez, está interconectado con numerosas relaciones, por lo cual no se le puede
quitar una cierta agencia al respecto.
La producción del panteón
Para asegurar que el espacio es un producto, debe ser visto bajo ciertas consideraciones. El primero de ellos es
que deje de verse al espacio como natural: “Ciertamente el espacio natural fue y sigue siendo en parte el punto
común de partida, el origen y el modelo original del proceso social, quizá la base de toda “originalidad”. Por
supuesto, no desaparece pura y simplemente de la escena” (Ibidem, p. 89). El espacio no desaparece, como bien
afirma el autor, sino que más bien se “valora convirtiéndose en símbolo” (Idem). El segundo parámetro es que
cada sociedad “(en consecuencia, cada modo de producción con las diversidades que engloba, las sociedades
particulares donde se reconoce el concepto general) produce un espacio, su espacio” (Ibidem, p. 90). Parámetro
básico a la hora de analizar a cada espacio desde la sociedad que lo produce y de ver cómo actúan sobre él tanto
los fenómenos locales como la globalización: “¿Cada sociedad? Sí, cada modo de producción con algunas de sus
relaciones de producción específicas, con sus variantes apreciables” (Ibidem, p. 91).
Así, el autor fija su metodología alrededor de lo que él considera básico para construir un análisis de la práctica
espacial y de cómo se produce. Para Lefebvre, se vuelve básico analizar cada uno a partir de estos conceptos:
(a) La práctica espacial, que engloba producción y reproducción, lugares específicos y conjuntos
espaciales propios de cada formación social […] (b) Las representaciones del espacio, que se vinculan a
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las relaciones de producción, al «orden» que imponen y, de ese modo, a los conocimientos, signos,
códigos y relaciones «frontales». (c) Los espacios de representación, que expresan […] simbolismos
complejos ligados al lado clandestino y subterráneo de la vida social, pero también al arte. (Ibidem, p.
92).
Es posible analizar metodológicamente los panteones a partir de estos tres conceptos. De esta forma, se
abarcarán varias aristas que pueden volverse indispensables a la hora de ver a los panteones como objetos o
recipientes de un accionar. Lejos de ellas, los mismos están encadenados a significados y agencias:
No es posible que en un momento la sociedad pueda generar (producir) un espacio social apropiado
donde adquiera forma presentándose y representándose, aunque no coincida con él, incluso siendo ese
espacio tanto su tumba como su cuna. Estamos hablando de un proceso […] (Ibidem, p. 93).
Estos procesos, según el autor, llevan a que cada sociedad determine cuáles serán sus lugares privilegiados. La
práctica espacial lleva a ver los espacios como vivos: “El espacio social es el espacio de la sociedad, de la vida
social” (Ibidem, p. 94). Será, entonces, de radical importancia analizar al espacio también desde su historia y los
códigos usados para su producción: “El código espacial permite al mismo tiempo vivirlo, comprenderlo y
producirlo; nos constituye un simple procedimiento de lectura. Reúne signos verbales (palabras y frases con
sentidos resultantes de un proceso significante) y signos no verbales (música, sonidos, evocaciones, construcción
arquitectónica)” (Ibidem, p.105).
A la hora de estudiar panteones, el código espacial es una gran herramienta, no solamente por la forma en que
son dispuestos los muertos, sino también por la forma y palabras de sus epitafios. La idea de la construcción de
tumbas en forma de mausoleos conlleva, efectivamente, a que se quiera emitir un mensaje y a construir una
representación en específico.
Con el concepto de producción de espacio, que para el autor debe ser operativo (y ““funcionar” de tal modo que
ilumine los procesos de los que no puede separarse en tanto que surge de ellos” (Ibidem, p. 124)) se propone
que el panteón no debe aislarse de sus relaciones, que debe entenderse bajo las estrictas fuerzas políticas y
económicas que llevaron a su construcción y que siguen albergando numerosas relaciones. Entonces, la pregunta
que queda por responder ahora es ¿se puede llevar al panteón, y a sus múltiples relaciones, al plano etnográfico?
Probablemente sí.
Relato histórico: Formas de producir el panteón
Edelmira Ramírez (2002) en La visita obligada a las necrópolis en la fiesta del 2 de noviembre en México, presenta
cómo se fueron configurando las celebraciones del Día de Muertos que tienen lugar en la Ciudad de México. En
una gran recopilación de artículos de prensa, Ramírez dialoga sobre la agencia que tendrán los públicos al visitar
los panteones y cómo eran retratadas estas prácticas en la prensa:
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la sociedad mexicana sin distinción de clases, consagraron este día al recuerdo religioso y sentimental
de sus deudos. Todos los años los cementerios de la metrópoli, desde los más suntuosos hasta los más
humildes, se veían visitados por un interminable desfile de dolientes (Ibidem, p. 122).
Las jerarquías sociales también se ponían de manifiesto en estas fechas, en las que se asociaban algunos
consumos con la “clase popular” (el del pulque, por ejemplo) y se calificaban las ofrendas como de «buen» o
«mal» gusto. Desde el inicio de la segunda década del siglo XX, se empiezan a normar los consumos: “se empezó
a eliminar la costumbre de la gente del pueblo que gustaba de ir a “llorar el hueso” y a consumir los productos
que ofrecían los puestos de carnitas [...] y de manera especial los expendios de pulque” (Ibidem, p. 150). Estas
prohibiciones también alejaron a las personas de los panteones, porque prefirieron, en cierto momento,
trasladar las ofrendas a sus propias casas, en donde estaban a salvo de las prohibiciones y los gendarmes.
Probablemente, el artículo de Ramírez también sea de los primeros intentos por recabar la información que se
hacía presente en los medios de comunicación sobre los panteones de la ciudad: Dolores, San Fernando, Tepeyac,
Francés, Americano, Sirio, Español y Santa Paula.
Relato etnográfico: De desfiles y otros menesteres
Probablemente si sobrevoláramos el lugar, a modo de “omnividentes”, o como dioses (De Certeau, 1997, p. 104),
podríamos ver que el panorama del cementerio no tiene un orden establecido. El panteón carece de ese orden
espacial, de esa ordenada planeación. ¿Por qué? O, más bien, las preguntas que guiarán el siguiente apartado
serán ¿hay trayectorias en el panteón? ¿Podríamos hablar de él como de una ciudad? ¿Se puede construir una
memoria a partir de estas trayectorias?
Las trayectorias muertas
Se debería empezar este apartado con otras preguntas: ¿es posible entender a los panteones como algo
cotidiano? ¿Se podría pensar más allá de su concepción geométrica? Es decir, ¿se podría considerar desde las
prácticas cotidianas de los individuos que interactúan con él?
Lejos de la planificación oficial, los panteones se abren a partir de los pasos y de las propias agencias de aquellos
que dialogan con ellos. Esto se puede ver cada 2 de noviembre, cuando incluso las ofrendas superan los límites
de su propio espacio y, trascendiendo las fronteras correspondientes a una tumba específica, los visitantes abren
caminos para superar la barrera entre lo vivo y lo muerto.
Para De Certeau (1997), estas barreras se yuxtaponen en la ciudad y en las prácticas del espacio. Por tanto,
entender a los panteones como verdaderas necrópolis une al hecho urbano que representan estos espacios con
el flujo de los visitantes y de los negocios accesorios que se desarrollan en estos lugares. Desde el discurso del
urbanismo, el autor plantea que, para que las ciudades sean operativas, deben funcionar a partir de tres puntos
específicos: la organización racional del espacio; la sustitución de resistencias “inasequibles y pertinaces de las
tradiciones, con un no tiempo, o sistema sincrónico” (que para el autor no son más que estrategias científicas y
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que tienen como fin reemplazar las tácticas de los usuarios); y la creación de un sujeto universal y anónimo como
la ciudad misma (Ibidem, p. 106).
La organización racional del espacio, en las necrópolis, parte del trazado oficial, determinado por la autoridad
que diseñó el plano, que indica a los usuarios (de todo tipo) cómo utilizar el lugar; así como la disposición de cada
segmento. En cuanto a la sustitución de resistencias, las necrópolis están marcadas por parámetros prácticos,
como horarios de atención y límites establecidos dentro de la convencionalidad social. Estas resistencias se ven
sustituidas por un tipo diferente de parámetro. Por ejemplo, uno puede visitar un panteón dentro de los horarios
en los que está abierto al público, y sin embargo, también está convenido que se visite en fechas específicas,
como el aniversario de una muerte o en Día de Muertos.
En cuanto al sujeto universal y anónimo (Ibidem, p. 107), al que se refiere el autor, ¿no se puede pensar a todos
los habitantes de un panteón como sujetos parcialmente anónimos? Son sujetos que, supuestamente, han
perdido su peso de agencia en la vida cotidiana, pero que continúan forjando numerosas relaciones desde la
memoria. Sus derechos se modifican, sin embargo, están ahí. Todos los muertos son iguales en condición, lo
único que varía es la lápida que tienen encima; lo único que sacaría al muerto de este anonimato sería ser
colocado en una glorieta de hombres ilustres.
Si entendemos a los panteones bajo las consideraciones de De Certeau acerca de la ciudad, se pueden ver
relaciones similares, incluso dentro de las dinámicas que representan uno y otro lugar. Las necrópolis se
subyugan a estas condiciones clasificatorias, separando a personajes notables de los otros individuos. Yendo un
poco más allá, también hay distinciones de orden económico e incluso ordenamientos espaciales con base en la
edad. Es más, también existen aquellos que son considerados como desechos (Idem). En este punto específico,
me refiero a quienes, incapaces de pagar perpetuidades, son desalojados de sus tumbas, consideradas
popularmente como «la última morada» del ser humano.
Lo que se propone, al extrapolar la noción de ciudad-concepto de De Certeau (Idem), es una especie de «panteón-
concepto», en donde el tiempo parece estático, pero continúa su marcha. Este tiempo ilusoriamente eterno,
transcurre y modifica constantemente los parámetros prácticos a los que se ven sujetos los panteones. Es decir,
las necrópolis se ven influenciadas por todas las dinámicas urbanas y económicas que afectan a las ciudades,
como los avances y las necesidades que los generan. Por ejemplo, cada vez es más común encontrar panteones
que crecen en altura por la falta de espacio que genera la expansión de las ciudades.
A pesar de que se ha puesto, de forma convencional y, por tanto, arbitraria, una fecha determinada para visitar
los panteones (como el Día de Muertos), la aparición y desarrollo de las prácticas “microbianas, singulares y
plurales” (Ibidem, p. 108) rompen con el sistema de administración panóptica y dan lugar a los negocios
cotidianos similares a los de una ciudad. En medio de un panteón, se pueden observar numerosos puestos de
comida y gente que come, juega y ríe, actividades que, diariamente no se realizan en un cementerio. Una vez al
año, de forma exuberante, la necrópolis se transforma en un lugar en el que la muerte no es muerte, sino vida.
Cada 2 de noviembre, el panteón es un lugar en el que convergen la individualidad de cada familia, las
regularizaciones de la administración y la tradición, para generar lo que De Certeau califica como “condiciones
determinantes de la vida social” (Ibidem, p. 108). Estas condiciones estarán apegadas a un cotidiano, y lo
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cotidiano suele ser comprendido como algo que se repite constantemente ¿Si el panteón vive de manera tan
hiperbólica una vez al año, podríamos catalogarla como una práctica cotidiana? ¿Cómo entender la práctica
cotidiana de un panteón?
El primer factor para poder entender la práctica cotidiana de un panteón sería la noción de las huellas y los pasos.
Cada uno de los visitantes se abre camino hacia las tumbas de sus seres queridos. Ningún recorrido va a ser igual:
«la variedad de pasos son hechuras de espacios, tejen los lugares. A este respecto, las motricidades peatonales
forman uno de estos “sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad” (Ibidem, p. 109). Sin los
visitantes, el panteón dejaría de ser panteón para volverse un lugar sin memoria.
El panteón encuentra los trayectos de los usuarios y los unifica dentro de un lugar específico. A pesar de que los
recorridos de aquel que visita, aquel que está trabajando e, incluso, de aquel que va solamente de curioso, no
serán jamás los mismos, convergen dentro de una dinámica social. Lo más importante, dentro de este paradigma,
es la memoria del trayecto que cada uno tiene. Son estos pequeños recuerdos los que subvierten el orden
establecido en un panteón (Ibidem, p. 113). Cada persona hace y usa el panteón de manera distinta. El individuo
necesita un lenguaje, similar al que utiliza De Certeau en la retórica del lenguaje (Ibidem, p. 112), para entender
el panteón.
La retórica del caminante, y sus formas de hacer y usar, son parte de las prácticas para analizar la cotidianidad
de un panteón y su radical importancia dentro de una ciudad. Es, en sí, el recipiente de la memoria comunitaria
y también es el catalizador para que esa memoria fluya. Al caminar por el panteón, cada uno de sus agentes va
imponiéndose ante las normas sociales establecidas, revierte el camino del olvido y traza nuevas historias y
nuevas conexiones. Estos trazados se hacen visibles, sobre todo, los 2 de noviembre con las flores de
cempaxúchitl. “Se puede medir la importancia de estas prácticas significantes (contarse leyendas) como prácticas
capaces de inventar espacios. Desde este punto de vista, sus contenidos no son menos reveladores de ello, y más
todavía el principio que los organiza.” (Ibidem, pp. 118-119).
Las necrópolis, entonces, se muestran como lugares liminales. A pesar de contener (o localizar) a la muerte,
mantienen una serie de agencias, dentro y fuera de sus límites. Cada uno de sus agentes, estén vivos o estén
muertos, cumple un papel determinante dentro de la ciudad, cada uno traza su trayecto, nombra su propio
espacio, usa y hace su lugar.
No se plantea ver la memoria como algo lineal, sino más bien a partir de fragmentos. Como el autor menciona:
“los lugares son historias fragmentarias y replegadas, pasados robados a la legibilidad por el prójimo, tiempos
amontonados que pueden desplegarse pero que están allí más bien como relatos a la espera y que permanecen
en estado de jeroglífico.” (Ibidem, p. 121). Es esa posibilidad simbólica por la que se quiere entender al panteón
no sólo como un lugar, sino como un hecho social: un lugar de innumerables prácticas, de pasos yuxtapuestos,
de mercados e historias enlazadas.
No se puede ver a los panteones como ciudades fantasmas, sino como lugares en donde convergen un sinnúmero
de cotidianos, y en donde las fronteras, a pesar de ser explícitas, se diluyen permanentemente por una sola
cuestión: la memoria.
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Relato histórico: las agencias invisibles
De Muertitos, cementerios, Lloronas y Corridos (1920-1940), de Guadalupe Ríos (2002) es un texto en donde se
reúnen numerosos artículos cuyo tema central será problematizar las agencias de los individuos alrededor de la
muerte, y también sus espacios. Los textos, por tanto, verán cómo los corridos fueron ganando terreno y cómo
su tema central, en la época de la Revolución, no fue solamente la muerte de grandes personajes sino también
cómo la «pelona» se vuelve parte esencial del ciudadano común. Elsa Muñiz (2002), en su artículo Llorar y llorar…
el oficio de las mujeres en los rituales funerarios tal vez es una de las primeras en discutir lo que se denomina
como «las profesiones de la muerte». Para la autora, “la muerte [...] es antes que nada, una realidad sociocultural
que genera representaciones, imágenes, fantasías colectivas, sistemas de creencias, valores y símbolos en el
plano de la conciencia individual y grupal” (Ibidem, p. 96). Por lo que las formas, tanto de afrontar la pérdida,
como de tratar a los cadáveres y de realizar el ritual son indispensables para comprender a una comunidad.
La autora se aproxima a una de estas profesiones, las plañideras, para tratar de entender cuál es su ubicación en
el entramado social y cómo ha sido su representación en la sociedad. Además de las cargas morales positivas y
negativas que han cargado en la historia, las plañideras forman parte de los elementos que no solamente
conforman los cortejos fúnebres sino también dan características de comportamiento específicas al ritual: el
llanto exacerbado o los funerales silenciosos, que han marcado también su desaparición.
Sin embargo, a pesar de los cambios que tendrán
las profesiones de la muerte» en el siglo XX, en la actualidad en algunos lugares «las plañideras pueden
ser alquiladas […] o son voluntarias y su llanto es una aportación u ofrenda en especie. Su función es
llorar, lastimosamente fuerte, la muerte del difunto desde el velorio hasta el sepulcro (Ibidem, p. 110).
Para la autora, también hay que pensar en las modernas plañideras, mujeres que, en las primeras décadas del
siglo XX, lloraban sus propios crímenes y que fueron exaltadas en numerosas películas o en obras como Anacleto
Morones de Juan Rulfo (1980).
Como lo afirma también Marcela Suárez Escobar (2002), en La ciencia y la muerte en México en las postrimerías
del siglo XIX y en los albores del XX, el positivismo fue una de las corrientes para que la sociedad termine por
aceptar a los panteones y sus funciones: “consideraban que estos elementos, junto con las escuelas, eran
integrantes de las células familiares, de las municipalidades, y que, por tanto, no podían dejar de existir en las
ciudades” (Suárez, p. 170).
Además, el uso de tumbas familiares se extiende en las familias de clase media alta. Según datos recogidos por
la autora, la construcción de tumbas y mausoleos fue una actividad importante entre 1870 y 1930: “los
cementerios dejaron de ser lugares de terror para convertirse en refugios últimos en donde, a través de
esculturas y epitafios, se intentaba retener a las personas amadas” (Ibidem, p. 171). Es por esta misma época
que se comprará el terreno a perpetuidad y se comienza a entender que el culto a ciertos muertos es una muestra
de nacionalismo y patriotismo. El dolor mostrado empieza a ser una muestra de afecto, además que el duelo y
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los comportamientos en los velorios también serán medidas para cuantificar el respeto o el cariño por el difunto
socialmente (Thomas, 1993; Ariès, 2008).
Relato etnográfico: las “gorditas” de los muertos
La línea de De Certeau es interesante porque intuye una cierta agencia por parte del individuo, no solamente se
remite al criterio de espacialidad sino que más bien lo abarca desde la agencia, desde el hacer y usar. Justamente,
es la parte que más me interesa desarrollar a partir de los panteones en la ciudad de México: descubrirlos desde
su espacialidad, su localización y lo que se ha denominado como los sentidos de la “experiencia”.
La “experiencia” de lo que ha muerto
Autores como Duhau y Giglia (2008), hablan por ejemplo de la «experiencia metropolitana» referida no sólo a
las prácticas sino también a las representaciones que hacen “posible significar y vivir la metrópoli por parte de
los sujetos diferentes que residen en diferentes tipos de espacio” (Duhau & Giglia, p. 21). Para ellos, es
justamente la «experiencia» lo que logra englobar innumerables circunstancias de la vida cotidiana, además de
las múltiples y variadas relaciones de los sujetos en estos lugares urbanos. Los autores usan la noción de
«experiencia» formulada por Alain Bordin (2005) que “reenvía a los actores, individuos grupos u organizaciones,
y a la manera como estructuran las relaciones entre las diferentes situaciones que atraviesan” (Bordin, 2005, p.
13 en Duhau & Giglia, 2008, p. 21). Estas relaciones se mantendrán en el trabajo, en la familia, en los lugares de
ocio, mientras participan de ceremonias o de situaciones que pueden resultar imprevistas. Bordin elabora una
serie interrogantes sobre cómo serán las interacciones, qué elementos, sentidos, cuestiones, dilemas, saberes y
recursos se generan, yuxtaponen, se suceden, influyen, además de las condiciones, situaciones, o inscripciones
de estos comportamientos. De esta forma, según Bordin, se podrán construir marcos interpretativos, nuevas
formas de entender los que él denomina “universos sociales” (2005, p. 14 en Duhau & Giglia, 2008, p. 21)
El concepto de “experiencia” para Duhau y Giglia, entonces, “implica la vinculación entre, por un lado, los
horizontes de saberes y valores […] y por otro lado, la dimensión de las prácticas sociales, ancladas en contextos
situaciones” (Ibidem, p. 21). Puede considerarse también como “el lado dinámico de la cultura», o de cómo los
sujetos y sus diversas formas de vivir se actualizan, son y viven una metrópoli” (Idem). Los autores también
resaltan a Althabe y Selim (1998) en donde deben verse “los intercambios, las relaciones interindividuales, las
interacciones” (p. 85, Duhau & Giglia, 2008, p. 22) que implican salir de la visión esencialista de categorizaciones
muy elaboradas acerca de lo étnico, cultural, la identidad o la tradición. Hablar de la experiencia significa para
los autores, focalizar y delimitar las prácticas que se llevan a cabo en la metrópoli (Ibidem, p. 22). En el caso de
este primer acercamiento a la noción de «experiencia» en el panteón, parece pertinente que se evite la visión
tradicional de ver a lo ritual como único elemento en la participación e interacción social del cementerio.
Asimismo, es necesario ver de qué modo se negocian estas interacciones entre los distintos sujetos que están
involucradas, que median y que acompañan los tránsitos de un panteón.
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Para lograr este cometido, los autores distinguen entre el espacio local y un espacio metropolitano más amplio
(ambos con dimensiones y formas variables). El primero será importante para establecer conexiones más densas
o estrechas que fortalezcan el sentido de pertenencia o arraigo; el segundo, más bien, se refiere a las estrategias
de movilidad que uno construye para lograr relacionarse con la metrópoli; será una especie de red más amplia,
pero menos densa. Lo que resaltan los autores acerca de la experiencia es que hay que entender al lugar/espacio
como “vivido”; es decir que se conoce, apropia, abre, asegura, se encuentra, que tiene relaciones con
“equipamientos funcionales (comercios, transportes servicios) que ocasionan desplazamientos de los individuos
[…] pero que tiene que ver también con factores topográficos y sobretodo psico-sociológicos que restringen o
amplían el espacio frecuentado” (Metton & Bertrand, 1974, pp. 137-138 en Duhau & Giglia, 2008, p. 22).
Ciertamente, esta experiencia de la metrópoli está relacionada con otra noción, la de “habitar”, que es tomada
como una actividad humana elemental, ya que a partir de ella se significan, usan y apropian los entornos en un
espacio y un tiempo específico. La pregunta será entonces ¿quién habita los panteones?
Para responderla, deberíamos empezar con a lo que se refieren los autores con «habitar», desde la «noción de
presencia en un lugar. El habitar es la relación de un sujeto (individual o colectivo) con un lugar y con relación a
sus semejantes» (Duhau & Giglia, p. 23). El habitar alude también a una centralidad (cambiante y transitoria),
además, constituye un principio de orden entre el sujeto y su entorno. Por ello, definirán el habitar como el
conjunto de prácticas y representaciones que permiten al sujeto colocarse dentro de un orden espacio-temporal,
y al mismo tiempo establecerlo. Es el proceso mediante el cual el sujeto se sitúa en el centro de unas coordenadas
espacio-temporales, mediante su percepción y su relación con el entorno que lo rodea (Ibidem, p. 24).
Habitar es hacer posible la presencia del sujeto dentro de un lugar o espacio, a través de sus prácticas y
representaciones con el mismo y con los otros sujetos que lo rodean. Es decir, de alguna forma, en el panteón
hay dos formas de habitar: la de los vivos y aquella, más invisible y más tácita, la de los muertos.
La noción de habitar y de experiencia metropolitana son útiles ya que vuelven explícito cuáles son las relaciones
que mantienen los vivos y los muertos con su entorno, cómo habitan ese lugar que puede parecernos
heterotópico, inamovible, en donde no pasa el tiempo, pero que está lleno de conexiones y de ámbitos, de
relaciones comerciales; que está legislado, controlado y sometido. Es interesante verlo a partir de los trayectos
y de sus restos, es decir, desde aquellos que visitan las tumbas y de los despojos que dejan; de aquellos que ya
sólo existen ahí a partir de un nombre propio y que generan símbolos; no solo a través de los postulados de sus
lápidas, sino del universo social que tejieron y que debe observarse. También, ver cómo son los trayectos de
aquellos que llegan o los trayectos que se olvidaron (como en el caso de los panteones que han dejado de existir,
que reclaman su presencia cada vez que se remueve un poco de tierra). Y esa remoción de nuevo se vuelve a
relacionar y a conectar, se hace presencia de nuevo. Podríamos asegurar, de alguna forma, que estar en un
panteón es una forma de “estar en el mundo”.
“Estar en el mundo”
Para Miles Richard (1982), por ejemplo, ser un humano es extraordinariamente complicado. Estamos en el
mundo de manera consciente e inconsciente. Parece que simplemente interactuásemos con acciones impuestas
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por otros o las que nos son asignadas, respondemos a un mundo que parece un «hecho» que siempre ha estado
ahí. Sin embargo, también tenemos esa capacidad de reflexión y de observación de ese mismo mundo como si
fuera una cosa que se acabara de crear o como un producto de la ficción (Richard, 1982, p. 421). De hecho, esta
dualidad simbiótica fue descrita por Heidegger como el «estar en el mundo», que no simplemente se relaciona
con el estar sino también con el tener dónde estar, donde podamos “ser”. Este ser solamente se lleva a cabo
mediante las interacciones, a través de las cuáles lo hacemos posible y vivible; es decir a partir de nuestra propia
creación. Entonces, uno de estos sentidos de la experiencia, es “estar en el mundo”.
¿Cómo analizar, sin embargo, esta dicotomía? Para Richard, se vuelve indispensable, para los cometidos
etnográficos, realizar consideraciones de tipo material (cultural material) y cómo esta interactúa en las formas
de construir y representar el mundo de los sujetos. Hay que recalcar que Richard basa esta forma de construcción
del mundo y la cultura en los estudios sociológicos sobre la interacción, que postula que esta serie de
construcciones e interacciones están hechas, sobre todo, de forma pública. Lo que los individuos proyectan o
significan a los objetos es una experiencia mediada por la interacción con otros individuos que se encuentran
dentro del entorno, aunque deben considerarse también los pesos históricos de los lugares y las historias que se
posan sobre los mismos. Muy apegado a lo que Geertz (1973) menciona como un «guiño», el texto que se hace
y cómo se hace, la naturaleza simbólica de que la cultura es un documento actuado y público (Richard, 1982, p.
422). Empero, estos guiños y actos, para no ser considerados simplemente como subjetivos, deben verse no solo
a través de sus objetos sino de la cultura material con la que se interactúa. Tanto los guiños, como las miradas y
las interacciones táctiles son efímeras, pero es la habilidad humana de realizar artefactos o de textualizar las
interacciones la que hace posible que, por medio de la materialidad se pueda evocar, reconstruir o comunicar la
“experiencia” (Idem).
La cultura material puede ser usada como un producto de la experiencia subjetiva, de la interacción social, para
autores como Berger y Luckmann (1967); según Richard:
la cultura material, entonces, no está simplemente allí, como un objeto de la naturaleza, estructurando
nuestros movimientos. En cambio, asume las cualidades dramatúrgicas que Kenneth Burke (1962, pp.
7-19; 1966, pp. 3-57) atribuye a las palabras y se convierte en una “escena” (Idem).
Una suerte de texto que está en permanente lectura, que forma parte de la misma interacción. Ver a la cultura
material, como la expresión física del mundo en donde nos situamos, es entender también cómo los individuos
crean y se incorporan al mundo, logrando la unidad del estar, y haciendo posible la experiencia: “Cuando esto se
logra, uno puede decir que la situación ha sido colocada; ha logrado la existencia material. Las personas ya no
están simplemente allí físicamente; ellos también están en el mundo” (Ibidem, p. 423). Para lograr una empresa
satisfactoria, se plantea el análisis de tres componentes analíticos:
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la definición preliminar proporcionada por la cultura material de un escenario; la interacción que ocurre
dentro de ese entorno; y la imagen que surge de la interacción y completa la definición al reafirmar el
sentido de lugar de esa situación» (Idem).
En el caso de este ensayo, se puede lograr esta suerte de análisis a tres niveles: si tomamos a los panteones como
el objeto de cultura material, la interacción que se presenta dentro de ellos (sea en una fecha específica como el
2 de noviembre o en un entierro particular), y la descripción pormenorizada de los individuos y los objetos
materiales que crean y con los que interactúan.
Relato etnográfico: el panteón/mundo
La memoria, la agencia, la cultura material de la tumba, de las flores, de los instrumentos: un proceso de
constantes interacciones, relaciones, construcciones y representaciones. La experiencia de estar en el mundo se
hace palpable, incluso para aquellos que han dejado de estarlo. La pregunta que guía el siguiente inciso es ¿se
puede llegar más allá de la experiencia?
Corporeizando la experiencia
Autores como Setha Low (2009), quienes se han aproximado a este concepto, lo han visto como fundamental,
llevándolo aún más allá de la dicotomía de diferenciación entre espacio y lugar. La autora considera que, para el
trabajo antropológico, es mejor entender cómo el espacio/lugar es producido y reproducido por la agencia
humana (Low, 2009, p. 23). El término de producción social del espacio vuelve a ser uno de los tropos alrededor
del cual debe discutirse ya que da cuenta de cómo el espacio urbano surgió históricamente, cómo fue su
formación política y económica. El segundo tropo, el de la construcción social, se refiere específicamente a la
experiencia fenomenológica y simbólica, que pone énfasis en los mecanismos de intercambio, conflicto y control
(Íbidem, p.24). Ambos tropos deben ser entendidos como procesos sociales “tanto la producción como la
construcción del espacio son impugnadas y combatidas por razones económicas e ideológicas, y comprenderlas
puede ayudarnos a ver cómo los conflictos locales sobre el espacio pueden usarse para descubrir e iluminar
problemas más grandes” (Idem). La dualidad de estos procesos toma en cuenta cuestiones como la planificación,
financiación, construcción, flujos de capital, trabajo e ideas, que ayudan a comprender las intenciones,
significados, aspiraciones y usos del espacio; es decir, descifran el código que han construido usuarios y
residentes de estos lugares (Íbidem, p. 25).
Pero ¿qué son estos humanos y sus códigos? ¿Acaso estos códigos no se experimentan a partir del cuerpo? Es
por ello que Low maneja el concepto de «espacio corporeizado», que subraya la importancia del cuerpo “como
entidad física y biológica, como experiencia vivida, y como un centro de agencia, un lugar para hablar y actuar
en el mundo” (Ibidem, p. 26). Un lugar donde la experiencia se hace presente y en donde también se concientiza
sobre la materialidad y especialidad del lugar; además, ofrece la posibilidad de entenderlo a través de la
orientación y del movimiento que realiza el ser humano gracias al cuerpo.
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La persona como campo espacial móvil, unidad espacio-temporal, con sentimientos, pensamientos, preferencias
e intenciones, así como creencias y prácticas culturales que desconocen, crea espacio como potencialidad para
las relaciones sociales, dándole significado y forma, y, finalmente, a través del patrón de los movimientos
cotidianos, produce lugar y paisaje (Pred, 1986). La construcción social del espacio ahora tiene una expresión
material como unidad persona / espacio temporal, mientras que la producción social se entiende tanto como las
prácticas de la persona / unidad espacio-temporal como las fuerzas sociales globales y colectivas. (Ibidem, p. 30)
El enfoque que plantea entender al cuerpo como productor y constructor del espacio, generador de un código
simbólico y lingüístico, puede resultar interesante no solamente para ver los andares de la gente a través de los
panteones, sino para ver cómo estos recorridos se vuelven corpóreos. También es útil para entender los distintos
cuerpos y los distintos signos que generan, sobre todo en un panteón, que es, al final, un territorio lleno de
cuerpos, tanto vivos como muertos, y en donde la textualización espacial y lingüística también es de radical
importancia.
Cómo entender las tumbas sin textos, cómo entender un panteón sin senderos, cómo incluso entender un
panteón sin los flujos constantes de capital y la cultura material que se desenvuelve alrededor, que lo jerarquiza
y los clasifica. No podemos verlo simplemente como un lugar fuera de la ciudad, ni sólo sus respectivas
conexiones en el ámbito nacional y global (las tumbas con ataúdes chinos, por ejemplo). Las relaciones sociales,
que se producen en el espacio, son aquellas que lo conforman: “las relaciones sociales son la base del espacio
social, sin embargo, estas relaciones requieren materialidad, en forma de espacio y lenguaje encarnado, para
funcionar como un medio de discusión o dispositivo analítico” (Ibidem, p. 34). Son justamente estas nociones las
que ayudarán a abarcar el lugar del panteón de mejor forma, entenderlo como un flujo, una experiencia móvil y
corpórea.
Relato etnográfico: el caótico ataúd o cómo traer el caos a la ciudad
¿De dónde habrá salido ese ataúd? ¿Dónde, en esas calles con múltiples recorridos, está el lugar en el que se
venden aún ataúdes? Pienso también en los consumos. Gayosso ofrece, dentro de sus servicios, que uno «deje
de preocuparse por el cuerpo». Siempre, mi pregunta ante la oferta es ¿por qué? Es lo que la gente no quiere
hacer, o evita y esta empresa se lo hace más fácil. Uno se libra del cuerpo, de sus implicaciones legales, de lavarlo,
limpiarlo, maquillarlo, de comprarle un último lugar, de ubicarlo, hasta de cargarlo, de ubicarlo ante las llamas o
debajo de la tierra; todo por un no tan módico costo. Al final, es cierto, uno paga por liberarse del cuerpo, de su
lugar, de su espacio, no hay nada más capitalista que ver el cuerpo como una mercancía, con valor de uso, de
cambio; un cuerpo que ha superado las fronteras —sociales, económicas, culturales y sobre todo, naturales (o
biológicas) —. ¿Es el cuerpo en sí una frontera?
La frontera comercial de la muerte
¿Es el cuerpo una frontera? Desde cualquier punto de vista, sí, es la armadura que tenemos para enfrentarnos al
mundo. Hay un límite siempre entre el cuerpo y el espacio. Los límites son entendidos a partir de esa propia
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frontera que nos impone. Como bien menciona Mezzadra (2017) la frontera no solo es un objeto, también debe
ser pensada como un punto de vista epistémico (p. 12). Quiero llevar esta postura un poco más allá: si bien el
cuerpo es una frontera, la muerte también es una frontera; tal vez, la más absoluta de todas. Se pretende
entender a la muerte como una frontera para entender también sus tensiones y conflictos. Sobre todo, quiero
entenderla en lo que se refiere a la industria funeraria, que ha tomado esta frontera como el eje de su negocio,
cuyo principal tropo podrían ser los límites de inclusión y exclusión que conlleva. No solamente a partir de la
oferta y la demanda que pueda existir, sino también de los accesos, de quién puede o quién no puede gestionar
los gastos que conllevan estos servicios. Ciertamente otra pregunta surge: ¿se acaba con las agencias particulares
de los individuos al interferir con los procesos de compra de ataúdes, arreglo de cadáveres, gestión de los lugares
y preparación de la comida? Es interesante ver cómo la muerte, en un sentido capitalista, ha traído consigo
numerosos cambios, que pueden ser entendidos de mejor manera si se parte del concepto de frontera: “En la
modernidad, las fronteras han desempeñado un papel constitutivo en los modos de producción y organización
de la subjetividad política” (Ibidem, p. 15). Solamente hay que echar un vistazo a la industria que opera alrededor
de la muerte, y la otra frontera, tal vez la más evidente, aquella que divide el mundo de los vivos con el de los
muertos.
¿La modernidad nos separó de esa frontera biológica? ¿Transformó a la muerte en una mercancía, la alejó de
sus antiguas ceremonias y le impuso una nueva dinámica? No por completo. Sin embargo, el cadáver sí ha sufrido
cambios significativos, tanto así que se ha convertido en un objeto sobre el cual recaen una serie de servicios.
Sin vida, el cadáver carece de agencia, pero, alrededor de él, se generan una serie de agencias aledañas, además
de numerosas mercancías. Él mismo es una mercancía, un objeto que debe gestionarse, arreglarse, enterrarse o
incinerarse, según sea el caso. Actualmente, estos servicios se hallan en etapa de monopolizarse en manos de
pocas empresas. Alrededor de él, también pululan varios mercados, que generan mercancías, no sólo para él,
sino también para los vivos.
Hikaru Suzuki (2000; 2009), antropóloga japonesa define a la industria funeraria por la serie de pasos
sistematizados que cumplen las empresas encargadas de estos servicios. Estos pasos sistematizados son: 1) la
especialización en el manejo de cadáveres, 2) la estandarización de los funerales y 3) la oferta de servicios
comprometidos con los afligidos. Dentro de la industria funeraria, según Suzuki, hay división del trabajo y
especialización de actividades. Además, la estandarización de ciertos procesos modernos atenuó, en las
comunidades, los lazos que se tenían con las prácticas funerarias. Esto también se evidencia en el control que
pueden o no ejercer sobre el funeral las instituciones religiosas o el mismo Estado, o si se lo hace de forma
privada o pública. Estos cambios también han sido producto de un reordenamiento urbano y espacial de las
ciudades; la industria funeraria nace, entonces, como una tarea que parece necesaria, que es la de encargarse y
asistir a los afligidos durante todos los procesos que incluyen o que se generan alrededor de la muerte (Suzuki,
2009).
La muerte (o el manejo de lo muerto) ya tiene otras fronteras, más allá de lo familiar o comunitario, ya es parte
de una serie de yuxtaposiciones y de flujos que van más allá de lo local, y que pueden, sin duda, pensarse desde
las implicaciones transnacionales de esta industria. La frontera entre lo vivo y lo muerto sería también polisémica
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y heterogénea (Balibar, 2002, p. 76 en Mezzadra, 2017, p. 22), porque no todos los cadáveres del mundo se
manejarán de la misma forma, aunque sobre ellos recaigan nuevas normas e imposiciones éticas, higiénicas y
territoriales. No hay que olvidar que, en la actualidad, el espacio en los panteones es un tema que preocupa a
las grandes metrópolis que, ayudadas por las empresas funerarias, se hallan en vía de generalizar la cremación,
o las tumbas verticales.
La muerte, vista como una frontera, está imbricada con una serie de conceptos que reclaman su análisis
pormenorizado: el espacio, tiempo, poder y e incluso la ciudadanía (Mezzadra, 2017, p. 26). Es entenderla, por
qué no, desde una perspectiva que cuestione las implicaciones económicas que tiene el morirse, que analice
cómo se está usando al cadáver y cómo se comercializa los bienes y servicios de la muerte: “estos conceptos
proveen una rejilla con la que se puede desentrañar las profundas transformaciones de las relaciones sociales,
económicas, jurídicas y políticas de nuestro planeta” (Idem). ¿No es la muerte la única frontera que cruzaremos
todos los seres de este mundo hiperfronterizado? ¿No deberíamos pensarla más allá de su implicación biológica,
y entender que la hemos transformado en una industria de la que debe lucrarse y de la que hay que sacar el
mayor beneficio?
Como frontera, la muerte también posee una dimensión simbólica, ya que ha hecho que se cambie la
organización social de la vida cotidiana de las comunidades. Tal y como puede verse en el texto Morir en
Occidente, de Phillippe Ariès (2008), la actitud del hombre ante la muerte ha cambiado en el tiempo. Es por eso
que resulta necesario dejarla de ver simplemente desde la perspectiva simbólica y conectarla con el nuevo
escenario global, de flujos, de traslapes, simbiosis y separaciones. La muerte obliga, de cierta forma, a observar
a la necrópolis como una ciudad fronteriza, atravesada por numerosas conexiones y en donde los límites se
permean de forma constante: se sacan los cuerpos, se los reubica, se les construyen casas iguales, se les ofrecen
más bienes y más servicios. Parece, a veces, que la ciudad de los muertos egipcios o el Mictlán dejaron atrás su
parte simbólica para transformarse en una novísima industria, ávida de inversión; que no sólo intenta dominar
una frontera biológica, una suerte de Ars moriendi contemporánea, sino que, poco a poco, va dominando las
fronteras espaciales. Pensemos en la proliferación de panteones privados que existen en la Ciudad de México
(Gayosso tiene dos panteones, uno de los cuales está totalmente abarrotado). Los panteones, aquellos lugares
que quisieron ponerse a extramuros en un principio, están en medio de la ciudad. Como resultado, la Ciudad de
México posee al menos un panteón por delegación, lo que indica que hay panteones, como el Dolores o el
Francés, cuya única frontera son los muros que los encierran.
Relato etnográfico: “hasta morirse sale caro”
Me resulta complicado hablar del tema de la muerte sin ver sus implicaciones económicas, sociales y políticas,
sin que se atraviesen varias dinámicas en su conceptualización. De hecho, por eso me parece también pertinente
hablar de una industria funeraria. Más allá de la importancia de la muerte en un lugar como la Ciudad de México,
es necesario ver cómo las condiciones económicas han hecho que la misma varíe en cuestiones alrededor del
espacio e incluso del tiempo, ver cómo se concibe la misma. En el espacio, porque sus lugares están cada vez
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más reducidos y en donde el tiempo se vuelve una constante. Por ejemplo, los 50 años de vigencia de las tumbas,
y el tiempo de nuevo, en los plazos que uno tiene para cargar su propia tumba, y los espacios destinados para
hacerlo. Además, están los espacios o lugares en donde se concretan las prácticas alrededor de lo funerario, que
van más allá de los muros de hospitales y funerarias.
Epílogo: La industria siniestra
Freud habla de lo siniestro como una “suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo
atrás” (Freud, 1919, p. 2484). Siniestro encuentra su equivalente en el término alemán unheimlich, que ha
propiciado una serie de debates porque se ha depositado en él una serie de significados muy relacionados a los
angustiante, espeluznante, desconcertante, perdido e insólito. Lo interesante de la evolución del término es su
cualidad de no ser sólo un antónimo. Umheimlich probablemente proviene de la palabra heimlich muy
relacionada al hogar, lo familiar, lo acogedor, libre de fantasmas; aunque también puede aludir a aquello que ha
permanecido escondido. Por lo que, al no poseer un sentido único:
pertenece a un grupo de representaciones que, sin ser antagónicas, están, sin embargo, bastante
alejadas entre sí: se trata de lo que es familiar y confortable, por un lado; y de lo oculto, disimulado, por
el otro. Unheimlich tan solo sería empleado como antónimo del primero de estos sentidos, y no como
contrario del segundo (Ibidem, p. 2487).
Unheimlich puede tomarse incluso como aquello que se ha mostrado o se ha manifestado, muy a pesar de tener
que mantenerse oculto o escondido (Schelling, 2, p. 2649 en Freud, 1919, p. 2487). Empero, qué es lo siniestro,
en qué se manifiesta o cómo reconocerlo en las impresiones sensoriales o en las vivencias, qué hace que un
lugar, una persona, un objeto, o qué provoca el sentimiento de lo siniestro. Para el autor, una de las situaciones
que despertarán este sentimiento será que un objeto cobre vida, que viva lo inanimado. Uno de los ejemplos
más emblemáticos sería el del autómata, aunque Freud, para ejemplificarlo, usará aquello que carece de ojos:
“El estudio de los sueños, de las fantasías y de los mitos nos enseña, además, que el temor por la pérdida de los
ojos, el miedo a quedar ciego, es un sustituto frecuente de la angustia de la castración” (Freud, 1919, p. 2491).
De esto se desprende otra de las situaciones que pueden generar sentimientos de lo siniestro: el “doble” o “el
otro yo”, personas que pueden ser vistas como idénticas: “el constante retorno de lo semejante, con la repetición
de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, actos criminales, aun de los mismos nombres en varias
generaciones sucesivas” (Ibidem, p. 2493). ¿No es el doble también la sombra o el espejo? ¿No se creaba un
doble del cuerpo, por si el alma regresaba? El temor ante la muerte se hace aquí presente. Aunque Freud lo
asocia con las mentalidades primitivas, el temor al «doble» provoca, aun ahora, sentimientos relacionados a lo
siniestro.
Otro de los temas que se aborda es el retorno involuntario a un mismo lugar (Ibidem, p. 2495). Perderse y volver
involuntariamente al mismo lugar, caminar en círculos, perderse por la niebla o no encontrar el camino, son
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algunos de los ejemplos que se plantean para ilustrar este punto. Empero, es la repetición involuntaria lo
interesante, “lo que en otras circunstancias sería inocente, imponiéndonos así la idea de lo nefasto, de lo
ineludible, donde en otro caso sólo habríamos hablado de casualidad” (Ibidem, p. 2495). Es interesante ver aquí,
cómo se ponen de manifiesto los sentimientos siniestros que algunos laberintos pueden generar, la repetición
de un mismo número o incluso las coincidencias de pensar en personas y que se hagan presentes de repente, lo
que nos lleva a otra cualidad de lo siniestro: el animismo.
Este animismo, o el pulular de espíritus en el mundo, nuevamente son vistos como una cualidad de las mentes
primitivas, ansiosas de comunicarse con otros espíritus o de evocarlos. Otra cuestión que despertará lo siniestro
está relacionado con la muerte: “con cadáveres, con la aparición de los muertos, los espíritus y los espectros”
(Ibidem, p. 2498). Las relaciones con la muerte también serán vistas como un rasgo de los tiempos primitivos,
pero que ha permanecido intacto y que se sostenido de manera incólume, señala el autor. Ese tipo de relaciones
se basan en la incertidumbre que nos da el morir, cuestión que no ha podido explicarse científicamente. ¿Qué
pasa después? Ni la religión, ni la política han sabido explicarlo tampoco, abocando ambas a las buenas relaciones
que debemos tener con los difuntos, así como a tener una buena mortalidad. Las leyes están vistas para
mantener la moral entre los mortales, garantizando así un:
más allá mejor […] Dado que casi todos seguimos pensando al respecto igual que los salvajes, no nos
extrañe que le primitivo temor ante los muertos conserve su poder entre nosotros y esté presto a
manifestarse frente a cualquier cosa que lo evoque (Ibidem, p. 2498).
Para el autor, tanto el animismo, como la magia, los encantamientos, la actitud del hombre ante la muerte, las
repeticiones no intencionales y el complejo de ser castrado, serán varios de los factores que desarrollarán el
sentimiento de “lo siniestro”, aumentando también si a estos factores se le carga una “actitud malévola” (Ibidem,
p. 2499). Es clave, desde esta perspectiva, que lo siniestro lleve consigo el desvanecimiento entre la ficción y la
realidad. De hecho, son estos mismos factores los que nos hacen pensar en narraciones fantásticas o
fantasmagóricas, dependiendo de las intenciones con las que estén cargadas la magia, el animismo o la misma
actitud ante la muerte. Es decir, lo siniestro dependerá siempre de las condiciones de la vivencia:
tomemos lo siniestro que emana de la omnipotencia de las ideas, de la inmediata realización de deseos,
de las ocultas fuerzas nefastas o del retorno de los muertos. Es imposible confundir la condición que en
estos casos hace surgir el sentimiento de lo siniestro (Ibidem, p. 2502).
Por esto, el autor verá revivir los sentimientos de lo siniestro en los sujetos cuando los complejos infantiles
reprimidos se reaniman “por una expresión exterior”, o cuando pensamientos primitivos parecen hacerse
realidad o ser confirmados (Ibidem, p. 2503). El autor concluye, efectivamente, que la ficción o la literatura
fantástica hallarán en estos postulados sus elementos para despertar sentimientos siniestros o familiares
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“mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la poesía; además, la ficción dispone de muchos
medios para provocar efectos siniestros que no existen en la vida real” (Idem).
¡Cuánta fantasía o relatos de suspenso se han creado alrededor de los panteones! De hecho, los panteones
reúnen varios de los elementos que son explorados por Freud para determinar qué resulta siniestro al ser
humano. Efectivamente está presente la idea del doble, unido al encantamiento y al posible animismo de los
objetos y de los cadáveres. Está la idea del retorno al mismo lugar, que sucede en varios panteones con una
estructura laberíntica y las repeticiones (que pueden verse como mera superstición) de tumbas o esculturas
iguales. El transitar por los panteones vacíos, o por espacios que han sido panteones siempre tendrá una noción
siniestra, porque nunca sabremos qué esperar, y los sentimientos que despiertan ciertamente están alejados de
ser familiares o acogedores. Probablemente, esa posibilidad de que algo retorne a la vida esté relacionada a las
esculturas o a los mismos muertos, que han sido un motivo usado de manera recurrente en el cine de terror.
Sin embargo, los 2 de noviembre, cuando está permitido que las ánimas regresen, los muertos son invitados a
formar parte del cotidiano de nuevo, a partir de su recuerdo y de su memoria. Lo siniestro es dejado de lado, y
el panteón adquiere un cierto aire al heimlich de Freud. Los tránsitos, itinerarios y recorridos por el panteón, en
ese día, más bien pueden verse cómo una actitud del hombre frente a la muerte, en donde asume su propia
mortalidad, y en donde también intenta lidiar con el sentimiento de vacío que pudo haber dejado el muerto. Es
tal vez, volver al pensamiento primitivo y hacer deambular el espíritu mediante el relato. Es hacer posible la
ficción y la fantasía de que el doble existe y aún es capaz de generar una agencia en el mundo de los vivos. Como
menciona Vidler (1994), los panteones también pueden ser vistos como los lugares “pacíficos y adorables,
Heimlich” (p. 22), como los únicos lugares donde uno logra el descanso.
Más siniestra parece la industria funeraria, que no conoce de los límites y que juega con el sentimiento de la
incertidumbre. Tal y como Suzuki (2000; 2009) menciona, la industria funeraria puede tender a aprovecharse de
los deudos por el estado emocional al que se hallan expuestos con la muerte, de nuevo, por lo siniestro que es
planificar morirse. Parece más siniestro pensar en la uniformidad de los cementerios «tipo americano» en donde
el retorno al mismo lugar se hace más evidente al no tener distinciones ni esculturas que puedan optar por
retornar de su esfera inmaterial. Siniestra tal vez es la certeza de que ya no hay perpetuidades en nuestro último
lugar de descanso. Más siniestro resulta el desapego que genera la muerte para la industria, que ve el lucro
alrededor de unos cuerpos que ya no pueden alegar ni reclamar nada porque los dobles no existen: los muertos
no han regresado a la vida.
El panteón reclama un estudio pormenorizado. Podría propenderse a verlo como una heterotopía, porque es un
lugar que se ha imaginado como un contenedor del tiempo y de los seres que lo habitan, pero que está siempre
transgrediendo las fronteras que se le han impuesto, reclamando su presencia. Podría entenderse desde la
producción espacial porque, ciertamente, genera flujos económicos y también construye micropoderes;
constantes tensiones y negociaciones entre los que lo hacen y los que lo usan. Analizarlo, también, a partir de
sus recorridos, sus entrecruzamienos y desde las posibilidades para generar agencias, catalizadores de recuerdos
que lo vuelven un cotidiano.
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Podría reflexionarse, también, desde aquellos sujetos que lo hacen parte de un mercado, en donde pueden
intercambiar bienes y servicios: tanto los comerciantes informales como la misma industria funeraria. Entenderlo
de nuevo, desde la producción del espacio, hace que no se pueda, ni se deba, desconectar a la Economía ni a los
pormenores económicos que se generan alrededor del panteón. Son una suerte de tránsitos económicos que
crean y superan fronteras, que se mueven dentro de algo que puede caracterizarse como el espacio liminal que
tienen los afligidos y de los que se aprovecha, de forma constante, la industria funeraria.
Finalmente, podría verse al panteón desde los sentidos de la experiencia, incluso si esto resulta algo siniestro.
Entenderlo desde los individuos que interactúan con el lugar, con las tumbas, con los otros sujetos; desde cómo
la experiencia del lugar se hace corpórea y cómo se ofrece una suerte de resistencia: al olvido, a lo higiénico, a
lo mercantil; desde cómo es que los individuos trascienden una frontera en el panteón. Visitar el panteón,
afligidos o no, nos vuelve posible la utopía del reencuentro con aquello que ya no está. El panteón, es al fin y al
cabo, la ciudad de los muertos, su última morada, y debe ser tratada como tal; con los beneficios y problemas de
una urbe que ha quedado a la merced de las contingencias del tiempo y los poderes, que se ha adaptado a las
nuevas condiciones globales y locales, y que ofrece una interesante problemática de investigación si la ponemos
a la luz de los nuevos servicios que se han desarrollado a su alrededor.
El panteón se ha mantenido, como testigo de los cambios, «viviendo» una constante tautología de quienes le
quitan la capacidad de relatar y repiten que ahí sólo se alberga la muerte, los cuerpos que son vistos como restos
de tiempo estático. La paradoja, sin embargo, es que no hay nada más vivo que un panteón, ni nada siniestro
alrededor de él. El panteón es la vivienda de los muertos. Somos, más bien, los vivos los que olvidamos, casi
conscientemente, que en uno de esos trayectos, retornaremos a ese lugar; en esa ocasión, para siempre.
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