Ilustración para un capítulo

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IES JOSEFINA ALDECOA DE ALCORCÓN Ilustrando primeros capítulos Grandes relatos ilustrados por alumnos de secundaria con motivo del día del libro 2013 Drusila Dones 21/04/2013 En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón.

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Con motivo del Día Internacional del Libro os presento una actividad sobre ilustración. En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón. Aún quedan algunos cambios de última hora, pero ya se puede intuir el resultado final. Espero que os guste!

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IES JOSEFINA ALDECOA DE ALCORCÓN

Ilustrando primeros capítulos Grandes relatos ilustrados por alumnos de secundaria con motivo del día

del libro 2013

Drusila Dones

21/04/2013

En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón.

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ÍNDICE

EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde

EL CUERVO Edgar Allan Poe

MOMO Michael Ende

LA ISLA DEL TESORO Robert Louis Stevenson

LOS VIAJES DE GULLIVER Jonathan Swift

DON QUIJOTE DE LA MANCHA Miguel de Cervantes

LUCES DE BOHEMIA Ramón María del Valle-Inclán

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EL RUISEÑOR Y LA ROSA

RESUMEN POR GABRIELA JACHURA

Es la historia de un chico que estaba enamorado, su novia le dijo que bailará con él si le trae una rosa roja, desesperado va en

busca de ella pero no la encuentra triste empieza a llorar. El ruiseñor le quiere ayudar y empieza a buscar a la rosa, encuentra

muchas pero no son rojas al final encuentra un rosal pero que tenía rosas rojas y ahora no, entonces el ruiseñor tiene que

clavar su corazón en la espina de la rosa para que la sangre haga que crezca la rosa, al hacerlo por la mañana encuentra una

roja rosa. Va y se la lleva a la chica pero ella no le quiere dice que tiene a otro que le ha traído joyas, y las joyas son más

caras que las flores así que puedes irte. El chico se fue y siguió estudiando nunca más creyó en un verdadero amor.

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EL RUISEÑOR Y LA ROSA

OSCAR WILDE

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EL RUISEÑOR Y LA ROSA

Oscar Wilde

—Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas

rojas —murmuró el Estudiante—; pero en todo el jardín no

queda ni una sola rosa roja.

El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la

encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último,

se sintió asombrado.

—¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! —repitió el

Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas—.

¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan

pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han

escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo,

soy desdichado por no tener una rosa roja.

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—Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico —se dijo

el ruiseñor—. He estado cantándole noche tras noche,

aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su

historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es

oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos

como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer

su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le

puso su marca en la frente.

—El Príncipe da el baile mañana por la noche —seguía

quejándose el Estudiante—, y allí estará mi amada. Si le

llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le

llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella

apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en

la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín,

tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante

mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón.

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—Este sí que es un auténtico enamorado verdadero —

seguía pensando el Ruiseñor—. Yo canto y él sufre; lo que

para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el

amor es una cosa admirable, más preciosa que las

esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas

ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende

en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni

pesar en las balanzas del oro.

—Los músicos estarán sentados en su estrado —decía el

Estudiante—, y harán surgir la música de sus instrumentos,

y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará

tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los

cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en

torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque

no tengo una rosa roja para darle.

Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las

manos, se puso a llorar amargamente.

—¿Por qué está llorando? —preguntó una lagartija verde

que pasaba frente a él con la cola al aire.

—¿Sí, por qué? —murmuraba una margarita a su vecina,

con voz dulce y tenue.

—Está llorando por una rosa roja —explicó el Ruiseñor.

—¿Por una rosa roja? —exclamaron las otras en coro. ¡Qué

ridiculez!

La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a

carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la

pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina,

meditaba sobre el misterio del amor.

Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire.

Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una

sombra se deslizó por el jardín.

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En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor

voló hasta posársele en una de sus ramas.

—Necesito una rosa roja —le dijo. Dámela y yo te cantaré

mi canción más dulce.

Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje.

—Mis rosas son blancas —le contestó—, como la espuma

del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve

donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y

puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas.

El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo

reloj de sol.

—Dame una rosa roja —le dijo—, y te cantaré mi canción

más dulce.

Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.

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—Mis rosas son amarillas —contestó—, tan amarillas como

el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar,

y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero

anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del

Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas.

El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al

pie de la ventana del Estudiante.

—Dame una rosa roja —le dijo—, y yo te cantaré mi

canción más dulce.

Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.

—Rojas son, en efecto, mis rosas —contestó—; tan rojas

como las patas de las palomas, y más rojas que los

abanicos de coral que relumbran en las cavernas del

océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha

marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y

durante todo este año no tendré rosas rojas.

—Una rosa roja es todo lo que necesito —exclamó el

Ruiseñor—; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de

que la pueda obtener?

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—Hay una manera —contestó el rosal—, pero es tan

terrible que no me atrevo a decírtela.

—Dímela —repuso el Ruiseñor—. Yo no me asustaré.

—Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que

construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la

sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado

sobre una de mis espinas.

Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu

corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará

mía...

—La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja

—murmuró el Ruiseñor—, y la vida es dulce para todos. Es

agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol

viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de

perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son

dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los

brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es

mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un

ruiseñor comparado con el corazón de un hombre

enamorado?

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Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el

aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una

sombra se deslizó a través de la avenida.

El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había

dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos.

—¡Alégrate! —le gritó el Ruiseñor—. ¡Siéntete dichoso,

porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música,

a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón.

Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero

amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por

muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza,

por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas

de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus

labios son dulces como la miel, y su aliento es como la

mirra silvestre.

El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero

no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo

podía entender lo que estaba escrito en los libros.

En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear

muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el

pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus

ramajes.

—Cántame, por favor, una última canción —le susurró la

encina—, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas

ido.

Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el

agua que cae de una jarra de plata.

Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el

Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz.

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—He de admitir que ese pájaro tiene estilo —se dijo a sí

mismo caminando por la alameda—, eso no puede negarse;

pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser

como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad.

Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en

música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo,

debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima

que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada

importante para nadie!

Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama,

comenzó de nuevo a pensar en su amor.

Después de unos momentos se quedó dormido.

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Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia

el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas.

Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la

espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar.

Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se

hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se

derramaba en el rosal.

Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los

adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal

floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como

canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla

que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y

plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en

la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa

en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en

espejo de agua.

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El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho

contra la espina.

—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o el

día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa!

Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más

creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la

pasión en el alma de un joven y de una virgen.

Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa,

como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa

los labios de su prometida.

Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y

el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la

sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una

rosa.

Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún

contra la espina.

—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o

llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa!

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Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la

espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo

traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más

impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el

Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede

aprisionar la tumba.

Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo

del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es

purpúreo el corazón de un rubí.

La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a

agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto

desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la

garganta.

Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la

luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte.

Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al

frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de

las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego

navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje

hasta el mar.

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—¡Mira, mira —gritó el rosal—, la rosa ya está terminada!

Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la

espina clavada en su corazón.

Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante;

abrió la ventana y miró hacia afuera.

—¡Caramba, qué maravillosa visión! —exclamó—. ¡Una rosa

roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan

hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo

en latín.

Se inclinó por el balcón y la cortó.

En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano,

corrió a la casa del profesor.

La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta,

devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los

pies.

—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —

exclamó el Estudiante—. Aquí tienes la rosa más roja de

todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y

como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo.

Pero la jovencita frunció el ceño.

—Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo

—repuso—, Y, además el sobrino del

Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el

mundo sabe que las joyas son más caras que las flores.

—Eres una ingrata incorregible —dijo agriamente el

Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la

aplastó al pasar.

—¿Ingrata? —dijo la muchacha—. Yo te digo que eres un

grosero. ¿Qué eres tú, después de todo?

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Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de

plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del

Chambelán.

Y muy altanera se metió en su casa.

—¡Qué cosa más estúpida es el Amor! —se dijo el

Estudiante mientras caminaba—. No es ni la mitad de útil

que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno

siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer

verdades que no son ciertas. En realidad no es nada

práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo

todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica.

Y al llegar a su casa, abrió un libro lleno de polvo, y se

puso a leer.

FIN

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EL CUERVO

EDGAR ALLAN POE

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Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,

meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral

y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,

como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.

"Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal;

sólo eso y nada más."

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¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!

Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.

Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma

en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal

de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar

y aquí nadie nombrará.

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Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas

me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal

que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:

"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;

un tardío visitante esperando en mi portal.

Sólo eso y nada más".

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Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:

"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar

pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido

y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal

que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal:

sólo sombras, nada más.

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La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,

y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;

pero en este silencio atroz, superior a toda voz,

sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a

susurrar...

sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar.

Sólo eso y nada más.

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Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos

pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.

"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;

veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.

Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.

¡Es el viento y nada más!".

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Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,

agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.

Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,

con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,

en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;

fue, posose y nada más.

Page 30: Ilustración para un capítulo

Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,

en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.

"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser

osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"

Dijo el cuervo: "Nunca más".

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Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa

sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,

pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido

ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.

Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal

que se llamara "Nunca más".

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Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,

como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.

No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna

hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;

por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".

Dijo entonces: "Nunca más".

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Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;

"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar

del repertorio olvidado de algún amo desgraciado

que en su caída redujo sus canciones a un refrán:

"Nunca, nunca más".

Page 34: Ilustración para un capítulo

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía

planté una silla mullida frente al ave y el portal;

y hundido en el terciopelo me afané con recelo

en descubrir que quería la funesta ave ancestral

al repetir: "Nunca más".

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Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra

al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;

eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada

sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.

¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,

y ya no usará nunca más!

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Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso

mecido por serafines de leve andar musical.

"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige

hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!

¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".

Dijo el cuervo: "Nunca más".

Page 37: Ilustración para un capítulo

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad

trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,

a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,

dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!"

Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,

dile a este desventurado si en el Edén lejano

a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar".

Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;

¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje

quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!

¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"

Dijo el cuervo: "Nunca más".

Page 38: Ilustración para un capítulo

Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,

en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;

y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,

cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;

y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,

no se alzará...¡nunca más!

.

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MOMO

MICHAEL ENDE

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Primera parte:

Momo y sus amigos

Una ciudad grande y una niña pequeña

En los viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban

todavía muchas otras lenguas, ya había en los países

ciudades grandes y suntuosas. Se alzaban allí los palacios

de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas,

callejas estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos

templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los

dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían

mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la

gente se reunía para comentar las novedades y hacer o

escuchar discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros.

Tenían el aspecto de nuestros circos actuales, sólo que

estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de

asientos para los espectadores estaban escalonadas como

en un gran embudo.

Page 42: Ilustración para un capítulo

Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran

totalmente redondos, otros más ovalados y algunos hacían

un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.

Había algunos que eran tan grandes como un campo de

fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos

cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos,

adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos,

sin decoración.

Esos anfiteatros no tenían tejado, todo se hacía al aire libre.

Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las filas

de asientos tapices bordados de oro, para proteger al

público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En

los teatros más humildes cumplían la misma función cañizos

de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como

la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener

uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.

Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o

cómicos que se representaban en la escena, les parecía que

la vida representada era, de modo misterioso, más real que

su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra

realidad.

Page 43: Ilustración para un capítulo

Han pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades

de aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han

derrumbado. El viento y la lluvia, el frío y el calor han

limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no

quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las

cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra

respirara en sueños.

Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen

siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas

es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono

y electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los edificios

nuevos, quedan todavía un par de columnas, una puerta, un

trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos

días.

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En una de esas ciudades transcurrió la historia de Momo.

Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde

comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas

son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar,

las ruinas de un pequeño anfiteatro. Ni siquiera en los

viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel

entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En

nuestros días, es decir, en la época en que se inició la

historia de Momo, las ruinas estaban casi olvidadas. Sólo

unos pocos catedráticos de arqueología sabían que existían,

pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que

investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera

comparar con los otros que había en la gran ciudad. De

modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos

turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de

hierbas, hacían ruido, hacían alguna foto y se iban de

nuevo. Entonces volvía el silencio al círculo de piedra y las

cigarras cantaban la siguiente estrofa de su interminable

canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de

las estrofas anteriores.

Page 45: Ilustración para un capítulo

En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocía el

curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los

niños usaban la plaza redonda para jugar a la pelota y a

veces se encontraban ahí, de noche, algunas parejitas.

Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente

vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una

niña. No lo podían decir exactamente, porque iba vestida

de un modo muy curioso. Parecía que se llamaba Momo o

algo así.

El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto

desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da

mucha importancia al aseo y al orden. Era pequeña y

bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se

podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el

pelo muy ensortijado, negro, como la pez, y con todo el

aspecto de no haberse enfrentado jamás a un peine o unas

tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y

también negros como la pez y unos pies del mismo color,

pues casi siempre iba descalza.

Page 46: Ilustración para un capítulo

Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero

solían ser diferentes, descabalados, y además le quedaban

demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada

más que lo que encontraba por ahí o lo que le regalaban.

Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes

colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un

chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas

mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no

quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que

todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería

a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con

tantos bolsillos.

Page 47: Ilustración para un capítulo

Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, había

unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por

un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como

en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y

mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla.

Momo los miraba asustada, porque temía que la echaran.

Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable.

Page 48: Ilustración para un capítulo

Ellos también eran pobres y conocían la vida.

—Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta

esto.

—Sí —contestó Momo.

—¿Y quieres quedarte aquí?

—Sí, si puedo.

—Pero, ¿no te espera nadie?

—No.

—Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?

—Ésta es mi casa.

—¿De dónde vienes, pequeña?

Momo hizo con la mano un movimiento indefinido,

señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.

—¿Y quiénes son tus padres? —siguió preguntando el

hombre.

Page 49: Ilustración para un capítulo

La niña lo miró perpleja, también a los demás, y se encogió

un poco de hombros. La gente se miró y suspiró.

—No tengas miedo —siguió el hombre—. No queremos

echarte.

Queremos ayudarte.

Momo asintió muda, no del todo convencida.

—Dices que te llamas Momo, ¿no es así?

—Sí.

—Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién

te ha llamado así?

—Yo —dijo Momo.

—¿Tú misma te has llamado así?

—Sí.

—¿Y cuándo naciste?

Momo pensó un rato y dijo, por fin:

—Por lo que puedo recordar, siempre he existido.

Page 50: Ilustración para un capítulo

—¿Es que no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela,

Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró:

—Ésta es mi casa.

—Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavía eres una niña.

¿Cuántos años tienes?

—Cien —dijo Momo, como dudosa.

La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.

—Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?

—Ciento dos —contestó Momo, un poco más dudosa

todavía.

La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña sólo

conocía un par de números que había oído por ahí, pero

que no significaban nada, porque nadie le había enseñado

a contar.

Page 51: Ilustración para un capítulo

—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado

con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la

policía que estás aquí? Entonces te llevarían a un hospicio,

donde tendrías comida y una cama y donde podrías

aprender a contar y a leer y a escribir y muchas cosas más.

¿Qué te parece, eh?

—No —murmuró—. No quiero ir allí. Ya estuve allí una vez.

También había otros niños. Había rejas en las ventanas.

Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche,

escalé la pared y me fui. No quiero volver allí.

—Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió. Y los

demás también lo entendían y asintieron.

—Está bien —dijo una mujer—. Pero todavía eres muy

pequeña.

Page 52: Ilustración para un capítulo

“Alguien” ha de cuidar de ti.

—Yo —contestó Momo aliviada.

—¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer.

Momo calló un rato y dijo en voz baja:

—No necesito mucho.

La gente volvió a intercambiar miradas, a suspirar y a

asentir.

—Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que

había hablado primero—, creemos que quizá podrías

quedarte con alguno de nosotros. Es verdad que todos

tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos un

montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que

uno más no importa. ¿Qué te parece eso, eh?

—Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas

gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí?

La gente estuvo discutiendo mucho rato, y al final estuvo

de acuerdo. Porque aquí, pensaban, Momo podía vivir igual

de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos

cuidarían de ella, porque de todos modos sería mucho más

fácil hacerlo todos juntos que uno solo.

Page 53: Ilustración para un capítulo

Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara

medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que

pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso

un pequeño hogar. También encontraron un tubo de

chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas

cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una

vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera,

un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La

cueva de piedra debajo del escenario se había convertido

en una acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes

artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared.

Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro.

Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la

comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro

un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los

demás.

Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el

anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta

en honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy

divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta.

Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente

de los alrededores.

Page 54: Ilustración para un capítulo
Page 55: Ilustración para un capítulo

LA ISLA DEL TESORO

ROBERT LOUIS STEVENSON

Page 56: Ilustración para un capítulo

Capítulo 1

Y el viejo marino llegó a la posada

del «Almirante Benbow»

El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros

caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo

referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin

mencionar la posi ción de la isla, ya que todavía en ella

quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en

este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al

tiempo en que mi padre era dueño de la hostería

«Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su

rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro

techo.

Page 57: Ilustración para un capítulo

Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío

llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una

especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio,

macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos

dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los

hombros de una casaca que había sido azul; tenía las

manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y

rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un

costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la

ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a

cantar aquella antigua canción marinera que después tan a

menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

Page 58: Ilustración para un capítulo

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras

del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una

especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando

acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió

que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo

bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la

lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los

acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba

sobre la puerta de nuestra posada.

-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy

bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?

Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por

desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh,

tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las

angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre.

Voy a hospedarme unos días -continuó-.

Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que

quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los

barcos. ¿Que cuál es mi nombre?

Page 59: Ilustración para un capítulo

Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona,

camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el

umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese

dinero -dijo con la misma voz con que podía mandar un

barco.

Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones

indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de

un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a

castigar. El hombre que había portado las angarillas nos

dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia

delante del «Royal George» y que allí se había informado

de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo

que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo

lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había

preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.

Page 60: Ilustración para un capítulo

Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día

vagabundeaba en torno a la ensenada o por los

acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la

velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,

bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi

nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la

cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla;

por lo que tanto nosotros como los clientes habituales

pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al

volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el

camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio

pensamos que echaba de menos la compañía de gente de

su condición, pero después caímos en la cuenta de que

precisamente lo que trataba era de esquivarla.

Page 61: Ilustración para un capítulo

Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow»

(como de tiempo en tiempo solían hacer los que se

encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él

espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de

la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto

en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien

su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo,

participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte

y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de

mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de

un marino con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el

día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un

tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegabaa

inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía

pensarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me

repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino

con una sola pierna».

Page 62: Ilustración para un capítulo

No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron

con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de

borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la

casa y la marejada rugía en la cala rompiendo contra los

acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las

más diabólicas expresiones.

Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por

la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única

pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la

peor de mis pesadillas, correr y perseguirme saltando

estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro

pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.

Page 63: Ilustración para un capítulo

Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una

sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el

que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía

mas ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus

viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a

cuantos lo rodeábamos; en oca siones pedía una ronda

para todos los presentes y obligaba a la atemorizada

clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a

corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la

casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos

los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más

fuerte por temor a despertar su ira. Porque en esos

arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha

visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a

todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía

como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su

relato con interés. Tampoco permitía que nadie abandonase

la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba

soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.

Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las

historias que costaba. Terroríficos relatos donde desfilaban

ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha»,

temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y

otros siniestros parajes de la América Española. Según él

mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más

despiadada que Dios lanzó a los mares; y el vocabulario con

que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a

nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que

describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la

ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se

cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar

la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que

su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes, que

Page 64: Ilustración para un capítulo

al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo,

encontraban deleite: era una fuente de emociones, que

rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había incluso

algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con

admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y

«un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo; y

afirmaban que hombres como aquél habían ganado para

Inglaterra su reputación en el mar.

Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por

arruinarnos; porque semana tras semana, y después, mes

tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía

mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando mi padre

reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera

Page 65: Ilustración para un capítulo

más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y

clavaba los ojos en mi padre tan fieramente, que el pobre,

aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas veces le he

visto, después de una de estas desairadas escenas,

retorcerse las manos de desesperación, y estoy convencido

de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo

contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el

capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a

un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día,

y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía

resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su

vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que

al final ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió

carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con otra

persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos

sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca

pudimos sorprender abierto su cofre de marino.

Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente,

y ocurrió ya cerca de su final, y cuando el de mi padre

estaba también cercano, consumiéndose en la postración

que acabó con su vida. El doctor Livesey había llegado al

atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un

refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar

una pipa mientras aguardaba a que trajesen su caballo

desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos

establo.

Page 66: Ilustración para un capítulo

Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que

hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y

sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con

nuestros rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con

aquella especie de inmundo y legañoso espantapájaros, que

era lo que realmente parecía nuestro desvalijador, tirado

sobre la mesa y abotargado por el ron.

Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a

cantar:

«Quince hombres en el cofre del muerto.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!

El ron y Satanás se llevaron al resto.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»

Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto»

debía ser aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto

frontero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con

las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a

aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la

Page 67: Ilustración para un capítulo

canción y solamente era una novedad para el doctor

Livesey, al que por cierto no le causó un agradable efecto,

ya que pude observar cómo levantaba por un instante su

mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando

con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo

remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto,

empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música

y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos

conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces

se detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó

hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono,

mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.

El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un

nuevo manotazo en la mesa y con el más bellaco de los

vozarrones gritó:

-¡Silencio en cubierta!

-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando

el rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así

era, el doctor Livesey replicó-: So lamente he de deciros

una cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá

muy pronto a salvo de un despreciable forajido.

La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero

fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se

escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola

sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo

en la pared.

El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al

capitán, por encima del hombro, elevando el tono de su

voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente

tranquilo y firme:

-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor,

que en el próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar.

Page 68: Ilustración para un capítulo

Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las

miradas, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió

a sentarse gruñendo como un perro apaleado.

-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puesto que no ignoro

su desagradable presencia en mi distrito, podéis estar

seguro de que no he de perderos de vista. No sólo soy

médico, también soy juez, y, si llega a mis oídos la más

mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera

por una insolencia como la de esta noche, tomaré las

medidas para que os detengan y expulsen de estas tierras.

Basta.

Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del

doctor Livesey, y éste montó y se fue; el capitán

permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras

muchas a partir de ésta.

Page 69: Ilustración para un capítulo

LOS VIAJES DE GULLIVER

JONATHAN SWIFT

Page 70: Ilustración para un capítulo
Page 71: Ilustración para un capítulo

Primera Parte

Un viaje a Liliput

Capítulo 1

El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de

sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a

nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho

prisionero e internado...

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire.

De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio

Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí

residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como

mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta,

representaba una carga demasiado grande para una tan

reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates,

eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro

años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba

Page 72: Ilustración para un capítulo

de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras

partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues

siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi

suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi

padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún

otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de

treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este

último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro

de que me sería útil en largas travesías.

Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación

de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico

en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham

Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos

a Oriente y varios a otros puntos.

Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que

me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí

recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa

pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar

estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de

míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate

Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

Page 73: Ilustración para un capítulo

Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después,

y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio;

porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de

tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi

mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui

médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años

hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo

cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis

horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y

modernos, y a este propósito siempre llevaba buen

repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos,

en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales,

así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran

facilidad la firmeza de mi memoria.

Page 74: Ilustración para un capítulo

El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí

del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás

familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí

a Wapping, esperando encontrar clientela entre los

marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres

años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté

un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard,

patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar

del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de

1699, y la travesía al principio fue muy próspera.

No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector

con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas.

Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales

fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de

la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos

encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur.

De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del

Page 75: Ilustración para un capítulo

trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se

encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre,

que es el principio del verano en aquellas regiones, los

marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba

una roca a obra de medio cable de distancia del barco;

pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que

nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis

tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a

la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la

roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta

que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos

ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el

barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al

cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte

volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote,

como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que

quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo

que perecerían todos.

Page 76: Ilustración para un capítulo

En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y

marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin

encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era

imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta

había amainado mucho.

El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla

para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a

eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro

cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni

habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable

condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado

en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la

media pinta de aguardiente que me había bebido al

abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me

tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más

profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y

durante unas nueve horas, según pude ver, pues al

despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude

moverme; me había echado de espaldas y me encontraba

los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos

Page 77: Ilustración para un capítulo

lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del

mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras

que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos

hasta los muslos. Sólo podía mirar hacia arriba; el sol

empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a

mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía

solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí

moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que,

avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó

casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto

pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya

altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las

manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos

cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas,

seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí

Jonathan Swift: Viajes de Gulliver tan fuerte, que todos ellos

huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron

después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al

saltar de mis costados a la arena.

Page 78: Ilustración para un capítulo

No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se

arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara,

levantando los brazos y los ojos con extremos de

admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien

distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas

palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que

querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato

fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por

libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar

las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo

-pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que

se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un

fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las

cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado

izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos

pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de

que yo pudiera atraparlas.

Page 79: Ilustración para un capítulo

Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono

agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con

gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien

flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me

pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra

descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por

elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron

sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las

noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme

con la mano izquierda.

Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de

aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por

desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que

la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron

pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco

de ante que no pudieron atravesar.

Page 80: Ilustración para un capítulo

Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y

era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con

la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente.

En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo

sería suficiente adversario para el mayor ejército que

pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de

los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro

modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya

no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí

que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas

de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un

golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la

cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las

estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la

tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de

los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir;

desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad,

pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una

sílaba.

Page 81: Ilustración para un capítulo

Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de

comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san.

(Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas

y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta

moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me

sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual

pude volverme a la derecha y observar la persona y el

ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana

edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le

acompañaban, de los cuales uno era un paje que le

sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo

medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado,

dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador

y pude distinguir en su discurso muchos períodos de

amenaza y otros de promesas, piedad y cortesía.

Page 82: Ilustración para un capítulo

Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso,

alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como

quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de

hambre, pues no había probado bocado desde muchas

horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las

demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar

mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del

buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca

para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así

llaman ellos a los grandes señores, según supe después-

me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que

se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un

centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia

mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían

sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la

primera seña que hice. Observé que era la carne de varios

animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había

brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y

muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de

calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me

tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del

tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían

buenamente, dando mil muestras de asombro y maravilla

por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me

diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no

me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes

ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de

sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y

le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo

que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta,

y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque

mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que

me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más;

pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube

Page 83: Ilustración para un capítulo

realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y

bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al

principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender

que echase abajo los dos barriles, después de haber

avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole:

Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles

estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a

menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme

por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros

cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la

mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo

que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo

peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi

honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi

sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya

entonces me consideraba obligado por las leyes de la

hospitalidad a una gente que me había tratado con tal

esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis

adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de

estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por

mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar

solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como

yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo,

cuando observaron que ya no pedía más de comer, se

presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de

Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por

la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la

cara con una docena de su comitiva, y sacando sus

credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los

ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado,

pero con tono de firme resolución. Frecuentemente,

apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la

capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido

que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que

Page 84: Ilustración para un capítulo

de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña

indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su

Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su

séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender

que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió

bastante bien, porque movió la cabeza a modo de

desaprobación y colocó la mano en posición que me

descubría que había de llevárseme como prisionero. No

obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que

se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen

trato.

Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero

cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y

en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que

iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé

que el número de mis enemigos había crecido, hice

demostraciones de que podían disponer de mí a su talante.

Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con

mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí

una gritería general, en que se repetían frecuentemente las

palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda

numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que

pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la

cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor

muy agradable y que en pocos minutos me quitó por

completo el escozor causado por las flechas. Estas

circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido

las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me

predispusieron al sueño.

Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y

no es de extrañar, porque los médicos, de orden del

emperador, habían echado una poción narcótica en los

toneles de vino.

Page 85: Ilustración para un capítulo

A lo que parece, en el mismo momento en que me

encontraron durmiendo en el suelo, después de haber

llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con

un propio al emperador, y éste determinó en consejo que

yo fuese atado en el modo que he referido –lo que fue

realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me

enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase

una máquina para llevarme a la capital.

Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de

que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso

análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente,

al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente

se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas

mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a

la primera sensación de escozor, sensación que podía haber

excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme

capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto,

después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no

hubiesen podido esperar merced.

Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado

a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo

y el estímulo del emperador, que es un famoso protector

de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas

sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes

pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de

guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de

largo, en los mismos bosques donde se producen las

maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o

cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e

ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para

disponerla mayor de las máquinas hasta entonces

construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas

del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y

que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran

Page 86: Ilustración para un capítulo

ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según

parece, emprendió la marcha cuatro horas después de

haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la

principal dificultad era alzarme y colocarme en este

vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron

erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de

bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas con

que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las

manos, el cuerpo y las piernas.

Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas

cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en

menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la

máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo

contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo

en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel

medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos

de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro

pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la

metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de

distancia.

Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro

viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo.

Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé

qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la

curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se

subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta

mi cara.

Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su

chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena

altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo

estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin

ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí

yo la causa de haberme despertado tan de repente.

Page 87: Ilustración para un capítulo

Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y

descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado,

la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas,

dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la

mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha,

y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las

puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos

salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no

quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad

pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo.

En el sitio donde se paró el carruaje había un templo

antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que,

mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato

cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de

aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde

entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos

los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había

dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al

Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así

que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de

la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas

del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó

noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en

Page 88: Ilustración para un capítulo

Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me

ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis

candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran

carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de

lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con

muchos principales caballeros de su corte para aprovechar

la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no

los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil

habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a

pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de

diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con

ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un

edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte.

Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería

imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que

me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más

melancólico en que en mi vida me había encontrado. El

ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar

Page 89: Ilustración para un capítulo

no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la

pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no

sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia

adelante en semicírculo, sino que también, como estaban

fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar

por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.

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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

MIGUEL DE CERVANTES

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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1: Que trata de la condición y ejercicio del

famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero

acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de

los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo

corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón

las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas

los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,

consumían las tres partes de su hacienda. El resto della

concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas

con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se

honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una

ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no

llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así

ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad

de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de

complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran

madrugador y amigo de la caza.

Page 93: Ilustración para un capítulo

Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o

Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores

que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles

se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa

poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se

salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este

sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran

los más del año) se daba a leer libros de caballerías con

tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el

ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda;

y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió

muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar

libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos

cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían

tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de

Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas

razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba

a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en

muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a

mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que

con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también

cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad

divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen

merecedora del merecimiento que merece la vuestra

grandeza.

Page 94: Ilustración para un capítulo

Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el

juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el

sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo

Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien

con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se

imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen

curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno

de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor

aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable

aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma,

y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin

duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros

mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar

(que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál

había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís

de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo,

decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si

alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de

Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición

para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón

como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en

zaga.

Page 95: Ilustración para un capítulo

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le

pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de

turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se

le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros,

así de encantamientos, como de pendencias, batallas,

desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y

disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la

imaginación que era verdad toda aquella máquina de

aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había

otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid

Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía

que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo

un revés había partido por medio dos fieros y

descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del

Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el

encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando

ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía

mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de

aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y

descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre

todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más

cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y

cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era

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todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una

mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y

aun a su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su

juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás

dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y

necesario, así para el aumento de su honra, como para el

servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse

por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las

aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído,

que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo

todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y

peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y

fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su

brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con

estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño

gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo

que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas,

que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y

llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y

olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que

pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía

celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su

industria, porque de cartones hizo un modo de media

celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia

de celada entera.

Page 97: Ilustración para un capítulo

Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al

riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos

golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que

había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la

facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse

de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas

barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó

satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva

experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de

encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más

cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela,

que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo

de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban.

Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le

podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón

que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,

estuviese sin nombre conocido; y así procuraba

acomodársele, de manera que declarase quien había sido,

antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones:

pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor

estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso

y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo

ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos

nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó

a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar

Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo

de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que

ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del

mundo.

Page 98: Ilustración para un capítulo

Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso

ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros

ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde

como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan

verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y

no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose

que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con

llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su

reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de

Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el

nombre de la suya, y llamarse don Quijote de la Mancha,

con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y

patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto

nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a

entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama

de quien enamorarse, porque el caballero andante sin

amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi

buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,

como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y

le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del

cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien

tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque

de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y

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rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de

la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el

jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la

Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la

vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de

mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen

caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando

halló a quién dar nombre de su dama!

Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo

había una moza labradora de muy buen parecer, de quien

él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se

entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.

Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien

darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole

nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se

encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla

Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso,

nombre a su parecer músico y peregrino y significativo,

como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

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LUCES DE BOHEMIA

RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN

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