Katham y las sombras del caos

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COLECCIÓN BOLSILIBROS SAVACE

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Minet El Beida, Siria, en la actualidad. Mahmoud Nader, vigilante en las ruinas de una antiquísima ciudad por la que ya apenas pasan turistas, es testigo de unos sucesos sospechosos que culminan con su asesinato a manos de una extraña criatura... y con el retorno de una leyenda. Katham, el Asesino de Reyes, el Matador de Dioses, vuelve a la vida en un tiempo que no es el suyo, en un mundo que desconoce, para terminar una batalla que empezó hace milenios. Hongos de Yuggoth, Profundos, shoggoths, nug-soths, y criaturas más extrañas y espantosas todavía, serán los horrores a los que se tenga que enfrentar el bárbaro de Kaal en esta nueva aventura, donde su espada será lo único que pueda salvar a nuestra realidad de la amenaza que se cierne sobre ella.

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COLECCIÓN

BOLSILIBROS

SAVACE

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LEM RYAN

KATHAM Y

LAS SOMBRAS

DEL CAOS

Colección SAVAGE nº 1

Publicación aperiódica

MISKATONIC UNIVERSITY PUBLISHERS, Inc

ARKHAM ­ BARCELONA ­ YUGGOTH ­ GANÍMEDES

Page 4: Katham y las sombras del caos

ISBN:

Depósito Legal:

Impreso en España ­ Printed in Spain

1ª edición: noviembre, 2013

©Lem Ryan ­ 2013

texto

©Jose Baixauli ­ 2013

cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor

de MISKATONIC UNIVERSITY

PUBLISHERS, Inc, Arkham,

Massachusetts, USA.

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Capítulo Primero

Mahmoud Nader no se movió de su puesto de

guardia mientras vio a los tres turistas extranjeros

escarbar a centenares de metros de donde él se

encontraba, y no lo hizo porque en teoría estaban fuera

del perímetro que la Dirección General de Antigüedades y

Museos consideraba que él debía vigilar. Aún así, estuvo

tentado de llamar a su superior, el jefe de la policía local

de Minet El­Beida, para informarle de las extrañas

actividades que estaba observando con sus prismáticos.

Normalmente se notificaba a los vigilantes acerca de las

expediciones arqueológicas que fueran a trabajar por la

zona, cuando no a las propias ruinas que custodiaban, y

en esta ocasión no habían recibido ninguna advertencia.

Además, él había presenciado las suficientes de aquellas

expediciones, con toda la parafernalia que llevaban

detrás, como para darse cuenta de que aquellos

individuos no formaban parte de una. Dudaba entre

telefonear o no, cuando llegó un vehículo de la policía

estatal y se encargó de solucionar el problema, con lo que

suspiró aliviado y se dijo que aquello de todas maneras

nunca había sido de su incumbencia.

Sin embargo, dos horas después, y ya con el

incidente casi totalmente olvidado, mientras se adormecía

en el interior de su caseta bajo el sol del mediodía, volvió

a advertir movimiento en aquella zona. Mahmoud cogió

de nuevo los prismáticos y se dijo que, definitivamente,

ése no estaba siendo un día normal. Años atrás, cuando

todavía aquel lugar formaba parte de algunos circuitos

turísticos, la afluencia de visitantes que querían

contemplar los restos de la otrora grandiosa Ugarit era lo

suficientemente intensa como para no dejarle dormir a

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uno mientras trabajaba, pero esos tiempos habían pasado

desde el mismo momento en que un tal Bin Laden

decidiera asomar la nariz por un sitio tan alejado de allí

como Nueva York, y el resto del mundo considerara a su

vez que todos los musulmanes tenían la culpa. Él era suní,

y despreciaba a los alauís que estaban llevando a su país a

la miseria, pero no tenía nada contra los infieles cargados

de dólares que podían traer la prosperidad si se les

motivaba a volver con algo más aparte del petróleo.

Algún día, se decía a menudo, Siria se levantaría contra

sus tiranos y necesitarían la ayuda de esos infieles contra

los que tanto despotricaban los imames por su

depravación, pero que eran capaces de atravesar el

mundo para recuperar y contemplar los restos de una

historia que a los sirios mismos no interesaba.

Era otro de aquellos descreídos europeos lo que

descubrió de nuevo hurgando en las cercanías de un viejo

árbol como un perro buscando un hueso, justo en el

mismo sitio y de la misma manera que como lo hiciera el

trío que se había llevado la policía anteriormente.

Mahmoud estuvo observando un buen rato a aquella

figura encorvada que, a pesar de ser humana, parecía en

efecto moverse como un animal; sólo que ahora ni

siquiera se le pasó por la cabeza llamar por teléfono a

nadie. Se preguntó qué estarían buscando todos ellos, si

lo que había visto que los primeros envolvían en un paño

y luego requisaba la policía sería lo único o quedarían

más cosas allí. Bajó los prismáticos y cogió el viejo AK­47

que era su única compañía allí dentro además de un

transistor. No, aquél no estaba siendo un día normal, así

que también requería actuaciones anormales. Cerró la

puerta de la garita con llave, se colgó el fusil al hombro y

atravesó las piedras desperdigadas aquí y allí que los

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arqueólogos decían que, más de cuatro mil años antes,

fueron la cuna de la civilización, el lugar en que el

hombre aprendió a escribir y donde nacieron los primeros

dioses de la humanidad. El individuo seguía husmeando

alrededor de aquel árbol, en un promontorio elevado

situado fuera de las ruinas de la colina Ras Shamra.

Estaba claro que debía ser un ladrón de antigüedades,

pero ninguno de los numerosos grupos que había visto

excavando y desenterrando durante los años que llevaba

allí se había interesado por aquel lugar, y ahora

Mahmoud Nader se dijo que aquel hecho era curioso de

por sí, ya que el resto de los alrededores había sido

horadado, cribado y sondeado al milímetro.

Sudaba bajo el uniforme cuando alcanzó su objetivo.

Desde lo alto de Ras Shamra se veía el Mediterráneo en

su inmensidad y una parte del litoral hasta Latakia, pero

ahora la atención del vigilante de las ruinas no podía

centrarse en aquellas panorámicas, sino en la cosa que,

entre saltos, aspavientos y gruñidos, socavaba las raíces

de aquel árbol antiguo, quizás también milenario como

los restos de la propia Ugarit. Mahmoud empuñó el fusil,

no muy convencido ahora de que hubiese hecho bien

acercándose. Su intención era asustar a quien suponía un

turista codicioso, pero ya no estaba siquiera seguro de

que aquello fuera un hombre.

Y aún lo estuvo menos cuando aquel ser le miró.

***

Andrew Benson hacía mucho que había dejado de

ser humano. No sólo su mente había cambiado,

obsesivamente fija en la última orden recibida de sus

siniestros amos: encontrar el Necronomicón y matar a

Lewis Miller; sino que hasta su aspecto físico se veía

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alterado y el que había sido un hombre fornido y hasta

apuesto, ahora se había convertido en una criatura

simiesca y lampiña, con zarpas duras como garfios y

rostro de rata incluso provisto de largos incisivos. Los

ojos, negros, pequeños como cuentas de ébano, brillaban

llenos de maldad en medio de los rasgos horriblemente

deformados de aquel híbrido obsceno.

Al escuchar acercarse al vigilante, esos ojos se

clavaron en él, y en aquel instante la prioridad de Andrew

Benson dejó de ser arrancarle el corazón a Miller y la

suplantó el deseo de devorar el de aquel hombre, el de

desgarrar su carne, quebrar sus huesos y revolcarse en sus

entrañas. Sin embargo, aunque su inteligencia estaba

muy mermada, reconoció de inmediato el arma terrible

que llevaba en las manos y el instinto de supervivencia

pudo más que el hambre atroz. Mahmoud Nader vio

cómo dejaba de mirarle para reanudar con más

vehemencia aún su tarea de excavar. El vigilante gritó que

se detuviera y lanzó un tiro al aire, arrepintiéndose al

instante de no haberle disparado directamente. Pero

aquella cosa no se detuvo.

Entonces, de repente, desapareció. La tierra cedió y

se lo tragó. Mahmoud se acercó arma en ristre y vio el

foso oscuro y bordeado de raíces que se había abierto

junto al árbol. Era alargado, como un tajo, y desde allí no

se veía el fondo. Dio un paso más... y él también cayó.

Intentó agarrarse, pero sólo consiguió lacerarse las manos

con las raíces y arañarse con las piedras, que con su peso

también se desprendieron y le acompañaron a la

oscuridad. Aunque no duró mucho. Con un golpe terrible,

alcanzó el fondo y sintió un dolor inmenso en la pierna

derecha cuando ésta se quebró. Sus gritos retumbaron

alrededor.

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Apretando los dientes para aguantar el dolor, se

arrastró a tientas buscando el Kaláshnikov, pero no logró

encontrarlo. Volvió a gritar, ahora también de

desesperación. No podía creer tanta mala suerte. Intentó

serenarse. Faltaba poco más de una hora para el cambio

de turno y, cuando su compañero no le viese, informaría y

le buscarían. Debía hacer mucho ruido, intentar incluso

iluminar aquello de alguna manera (tenía cerillas, así que

le bastarían cuatro raíces), pero recordó que no estaba

solo. Y, justo cuando lo recordaba, Andrew Benson, el ser

que antes se llamaba así, se abalanzó sobre él y le

desgarró de una dentellada la yugular.

***

Cuando terminó de alimentarse, Benson dejó los

despojos ensangrentados y, acuciado por el instinto, buscó

alguna forma de salir de allí. Veía a la perfección en

aquella oscuridad y trepar por las paredes de granito

surcadas de gruesas raíces no le supondría demasiado

problema. Pero en el momento en que iba a ponerse a ello

encontró algo atrapado entre un montón de zarcillos, un

objeto de arcilla decorado con signos que reconoció al

instante. No era lo que buscaba, pero tenía relación con el

Necronomicón sin la menor duda. Se trataba de una jarra,

o un vaso, aunque no tenía ninguna abertura, pues su

parte superior estaba también sellada. Con sus zarpas

arrancó su nuevo hallazgo de aquella especie de capullo

hecho de raíces secas que lo había preservado quién sabía

durante cuanto tiempo, y lo observó con tal atención que

cualquiera habría dicho que lo que brillaba en sus ojillos

diabólicos era inteligencia. Del mismo modo que

cualquiera hubiera dicho que, en su torpe intento de leer

los símbolos trazados, lo que brotaba de su garganta

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animalesca podían ser palabras.

Benson sintió un frío repentino. De pronto la

temperatura de la gruta se tornó glacial. Y, en sus manos,

el vaso de arcilla empezó a agitarse como provisto de

vida. Sorprendido, lo dejó caer. Estalló nada más tocar el

suelo y algo que parecía ceniza le envolvió hasta

sofocarle. Tosiendo, se dejó llevar por el pánico y trepó a

toda prisa por la pared vertical, con la facilidad de los

roedores con los que durante muchos días había

compartido prisión cuando sus amos le capturaron y de

los que en su momento se alimentó para que formasen

parte de él. Miró por un momento hacia abajo al tiempo

que alcanzaba la salida, y vio que la nube de ceniza

surgida de aquella jarra, o vaso, o lo que fuese, se movía

lentamente hasta detenerse por fin ante el cadáver

despedazado de Nader. Entonces, la nube se desplomó de

golpe sobre el cuerpo, sobre la sangre encharcada, sobre

los restos amputados y medio devorados. Benson salió.

No quería seguir viendo lo que sucedía.

No quiso ver la avidez con que la carne, la sangre y

los huesos absorbieron esas cenizas. No quiso ver las

sacudidas que luego animaron aquellos fragmentos

lastimosos y rotos, ni cómo las partes separadas se

desplazaron hasta reunirse, ni los filamentos que brotaron

de cada una de ellas para juntarlas; ni luego cómo las

horrendas heridas se curaban, agitándose tejidos, huesos,

músculos y tendones en oleadas cada vez más violentas.

Benson estaba muy lejos ya cuando aquel hombre volvió a

levantarse. Sólo que ya no era Mahmoud Nader.

El hombre resucitado permaneció durante un

momento quieto en la oscuridad. Luego, se dirigió a

donde estaban los trozos de arcilla rotos en que se había

visto reducido el vaso. Allí aún quedaba algo, y el hombre

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lo cogió. Era un collar de plata muy antiguo, con un

amuleto en forma de calavera y dos rubíes por ojos. Se lo

puso al cuello y entonces se sintió por fin completo.

Después, también él empezó a trepar por la pared con

casi la misma facilidad que lo había hecho Benson.

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Capítulo II

Katham ignoraba dónde se encontraba, ni qué

diabólicas hechicerías le habían traído hasta allí. Lo

último que recordaba era estar combatiendo, a la

vanguardia de las tropas de su reino de Oquendo, contra

las hordas de hombres batracio de la sumergida R'lyeh

que el rey de los Magos Negros de Urania, el terrible

Eresh­Azathoth, aliado de los espantosos Dioses Otros,

había invocado para invadirlos. A partir de ahí su

memoria se volvía confusa: el ataque de aquellas

horribles criaturas, que surgían del mar por millares y

eran muy difíciles de matar, apenas podía ser contenido y

sus fuerzas retrocedían, diezmadas; él mismo fue herido

de gravedad y tuvo que ser arrastrado por sus propios

hombres para que abandonase el campo de batalla.

Después, sólo había oscuridad. Y ahora este despertar

doloroso en un lugar desconocido. Incluso el cielo le

resultaba ajeno, con aquel azul pálido y mortecino; el mar

que se veía muy cercano le pareció sucio y oleoso, y el

aire, denso, maloliente, le quemaba en los pulmones.

¿Dónde estaba?

Cansado tras el ascenso para abandonar el foso en el

que había recobrado la consciencia, se apoyó en el árbol

junto al que había surgido al exterior y permaneció unos

instantes mirándose a sí mismo y a las ropas que llevaba.

Harapos destrozados y manchados de sangre. Su sangre,

pensó. Así que le habían dejado allí mientras se

recuperaba de las heridas, quizá para mantenerle

escondido de aquellos seres demoníacos que escupía el

océano, y la lucha tal vez continuaba muy lejos. Debía

volver junto a los suyos. Era su rey y debía estar a su lado

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hasta la victoria o morir en el intento.

Escuchó gritos a lo lejos y se fijó entonces en los

restos ruinosos sobre los que se alzaba aquel pequeño

promontorio donde se hallaba. Una garra helada le

oprimió el corazón, pero no, aquello no podía ser

Oquendo. Nada de lo que veía alrededor le resultaba

familiar. Una pequeña estructura de madera sobresalía

entre todas aquellas ruinas, lo único intacto entre tanta

desolación, y a su lado había un hombre que le hacía

gestos a él. Llevaba unas vestiduras del mismo color que

los andrajos que le envolvían y un nombre acudió a su

mente. Ahmed. Se llamaba Ahmed. ¿Y quién era

Mahmud...? Recuerdos que nunca habían sido suyos le

golpearon hasta aturdirle. Una esposa, un hijo... Rostros

que le provocaron dolor. Vivencias de otro hombre que

ahora eran también parte de él. Jirones de sueños que se

agitaban en algún lugar de su interior. Sin pensar, se

dirigió hacia aquella voz amiga y aquellos gestos

perentorios que le llamaban.

Al principio no entendió lo que le decía Ahmed,

pero a medida que se acercaba las palabras fueron

adquiriendo significado. No hablaba en oquendio, y por

eso de pronto se detuvo.

—¿... qué estás...? ¡...no eres Mahmud...! ¡Quieto

o...!

Comprendió su error demasiado tarde. Aquel

hombre no era un soldado oquendio, aunque de algún

modo le conocía. Vio que agarraba con rapidez un palo

largo que hasta entonces había llevado colgando de una

correa en su hombro, y también de alguna manera

misteriosa supo lo que era y lo que podía hacerle. Los

gritos de Ahmed ahora fueron agresivos, exigiéndole que

no se moviese, ordenándole que levantase las manos. Y

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Katham no aceptaba órdenes de nadie. Así que echó a

correr en dirección contraria.

Un trueno estalló a su espalda, seguido de más

gritos conminándole a detenerse. Luego, un nuevo

trueno, y esta vez un proyectil de 7,62x39 milímetros, un

cilindro puntiagudo de acero y cobre, le alcanzó en el

costado, fragmentándose mientras le atravesaba. El

violento impacto, inesperado, le hizo girar sobre sí mismo

en plena carrera y caer. Temblando por el esfuerzo,

Katham se puso de rodillas. En su costado derecho había

aparecido un agujero del tamaño de un puño que dolía a

rabiar, pero ya la carne hervía en su interior, agitándose

con hebras de tejido nuevo que rellenaban el hueco

ensangrentado. Magia. Un hechizo poderoso le protegía.

Se incorporó, volviéndose hacia aquel insolente

hombrecillo vestido de caqui que le había herido, los ojos

inyectados en sangre. En su pecho, los dos rubíes que

adornaban la calavera de plata de su amuleto parecieron

brillar con la misma furia que se apoderaba de él. Otro

disparo, que casi le hizo caer de nuevo, le pulverizó parte

del hombro izquierdo, y casi de inmediato surgieron

como tentáculos fibras de carne y hueso que se anudaron

para reemplazar lo perdido. Pero dolía. Dolía mucho.

Vio el miedo en los ojos de Ahmed. En otra vida

(ahora sabía que había sido otra vida), aquel hombre

había sido su compañero y amigo, pero ya no eran nada.

Para Katham de Kaal, rey de Oquendo, Asesino de Reyes y

de Dioses, azote de brujos y de monstruos, el guerrero

más temido de un mundo olvidado, Ahmed Ben Yamil no

era nada.

Por eso, sólo por eso, se dijo Katham, echó a correr

alejándose. Porque no era nada y no valía la pena

matarle.

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Ahmed tampoco le disparó más veces. Se quedó allí

quieto, estremeciéndose de pánico ante lo que había

contemplado.

***

Durante varios días, el bárbaro permaneció oculto,

escondiéndose durante las mañanas en madrigueras de

animales y establos para enmascarar su olor a los perros

que pudieran seguirle, y saliendo sólo de noche para

obtener comida y alejarse cada vez más del lugar en que

había recobrado la vida. Entretanto, se acostumbraba a

aquel nuevo mundo tan extraño y a la vez tan familiar.

Con la fatalidad propia de las gentes de su raza, asumía

su situación sin desesperarse: que todo lo que conocía no

era ya más que polvo, que jamás volvería a ver a su

amada Annay y que ahora no gobernaba ni siquiera en su

propio cuerpo. Oquendo no existía desde hacía milenios,

no era ni tan sólo un recuerdo en la historia. Encontró

ropa tendida en la parte trasera de una vivienda del

poblado de Ras Shamra, con la que reemplazar los tristes

harapos que le cubrían y poder confundirse entre las

gentes de aquel reino que algo en su cabeza llamaba

Siria. Aunque pronto comprobó que su envergadura no

era nada común allí y se preguntó con preocupación si

tendría que pasarse el resto de su existencia encorvado

bajo un thawb para pasar desapercibido, pues ni aún así

creía que pudiese ser tan bajo como el resto. También se

hizo, en aquella misma casa, con un cuchillo de cocina

que usó para cortarse los largos cabellos a la usanza de

los sirios, pero aquella magia endemoniada que le curaba

las heridas también se empeñaba en hacerle crecer el

pelo, por lo que tuvo que desistir y atárselo en una coleta

que metió bajo el cuello de su túnica.

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Odiaba la brujería. Siempre la había odiado y

temido, y por eso tal vez sus crueles dioses le

martirizaban poniéndosela siempre delante. Deseaba que

también esos dioses se hubiesen desintegrado como le

había sucedido al resto de su mundo, y que en ese

proceso hubiesen sufrido mucho. Algo le decía que por lo

menos una parte de ellos aún persistía, encerrada en

objetos y sepultada por el tiempo. Su amuleto, por

ejemplo. Alguien había trazado en el dorso unos símbolos

en la lengua prohibida de los reyes­brujos de Oquendo,

símbolos que, por considerarle la casta sacerdotal un

advenedizo que sólo servía como semental de la reina,

nadie había intentado enseñarle. Imaginó a la propia

Annay grabando aquellos signos en la plata junto a su

cuerpo moribundo, recitando conjuros y frotándole con

ungüentos con la intención de restablecerle la salud. No

habían servido, al parecer. No entonces...

Annay... Si hubiese sido la clase de hombre capaz de

llorar, lo habría hecho al recordar el amor tan grande que

había conocido a su lado. Annay le entregó su alma, su

cuerpo, su reino, todo lo que poseía, a él, un salvaje sin

educación ni fortuna, hijo de la violencia y del odio, un

mercenario que vendía su espada al mejor postor y que lo

único que sabía hacer en la vida era matar. A su lado

había descubierto la paz, la dicha que se podía encontrar

en las pequeñas cosas, en los detalles hermosos. Y todo

eso se había marchado, borrado para siempre en el

implacable transcurso de las eras. Cuando aquel hombre,

Ahmed, le disparó, casi había creído oír su voz diciéndole

que le perdonase. Bendita Annay. Llevaría siempre su

recuerdo grabado en el alma, tan profundo y duradero

como aquellos signos de su amuleto tribal.

Confiado como antaño al capricho de su incierto

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destino, vagó durante aquellos días por el territorio sirio,

dirigiéndose hacia el norte y procurando evitar todo

contacto humano. Llegó de ese modo a las proximidades

de un monte que los recuerdos de su cuerpo anfitrión

identificaron como Aqraa, y al que por algún extraño

motivo se sintió impelido a acercarse. Entendió que desde

el principio había sido conducido en esa dirección, que

había algo allí que le llamaba. No sintió miedo ante esa

certeza, sólo le molestó no ser por completo dueño de su

suerte, pero a esas alturas su suerte había dejado de

importarle.

En el bosque que rodeaba la falda de la montaña,

encontró un campamento militar abandonado. Era de

noche y, a pesar de la quietud del lugar, se acercó

silenciosamente, con la rapidez y el sigilo de los

gigantescos leopardos de las nieves de Kaal, mientras

mantenía escondido el brillo lunar del cuchillo de cocina

tras su espalda. Revisó uno a uno los barracones

metálicos. Había un "Land Rover" en mitad del

campamento, y armas y comida suficiente como para

abastecer a un pelotón de infantería, pero nadie vigilando

los alrededores. Muy confiados tenían que estar los que

hubiesen dejado todo aquello, y ningún militar auténtico

lo está hasta ese extremo, ni en el mundo extinguido del

que él provenía ni en ninguno. Como si esos hombres no

pensasen en regresar, se dijo. ¿Estaba en guerra aquel

país?, casi preguntó al hombre cuyo cuerpo usurpaba, sin

obtener la menor respuesta. ¿Había dado tal vez con las

pertenencias de unos desertores?

Aprovechó, claro está, para darse un buen banquete,

pues no sabía cuándo podría volver a encontrar tanta

comida junta, y luego cogió varios petates y los llenó con

todas las latas de conserva que pudo. Abandonó también

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el cuchillo y se hizo con un machete y una Glock 17, que

estaba seguro de que sabría utilizar si llegaba la ocasión,

más varias cajas de la munición correspondiente. Después

se entretuvo en buscar las llaves del "Land Rover",

pensando en llevárselo y recorrer con él aquellas nuevas

tierras que se abrían ante él.

Fue así como encontró el libro. Estaba metido en el

cajón de un archivador, que tuvo que forzar a golpes para

abrirlo, dentro del que era sin duda el barracón de los

mandos del campamento. Al verlo, sintió que se le erizaba

el vello de la nuca. Era muy viejo, con las cubiertas de

piel, y aquellos símbolos... Tan parecidos a los que

adornaban el dorso de su amuleto... Por unos segundos, y

mientras un frío pavoroso se apoderaba de todo su ser,

estuvo seguro de estar ante algo que de alguna manera le

pertenecía, que venía del mismo lugar recóndito y

olvidado que él.

—Ishtar se me lleve —murmuró en la penumbra

sólo iluminada por los escasos rayos de luna que entraban

por un ventanuco—, ¿qué es esto?

Tocarlo fue como palpar la espalda de una serpiente,

algo desagradable, repugnante. Supo que estaba lleno de

maldad. De magia también. Comprendió que a aquel libro

no le gustaba que nadie lo tocase, y él menos aún. Le

rechazaba. Si pudiese, le mordería incluso, pero era una

cosa inanimada y sólo podía demostrar su disgusto

provocándole sensaciones. Invadiría sus sueños con

pesadillas horribles, estaba seguro. Pero aún así lo cogió,

desafiante. Sin embargo, no se atrevió a abrirlo. Aún no.

Y lo metió en otro petate, junto a la munición de la Glock.

Así que era aquello lo que debía encontrar, por eso se

había visto atraído hasta allí... Notó el medallón de plata

extraordinariamente cálido en su pecho, como si le

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estuviese dando alguna respuesta.

Las llaves del todo­terreno las halló en otro cajón, el

de un escritorio repleto de papeles y en el que también

descansaba un ordenador portátil. Ya no le sorprendía

saber lo que era cada cosa aparentemente nueva que

descubría; poco a poco se iba acostumbrando a toda la

información que almacenaba aquel cerebro ajeno que era

ahora suyo, salvo por algún repentino dolor de cabeza

que le asaltaba de vez en cuando. Decidió que no tenía

sentido continuar allí y decidió marcharse. Averiguaría

más cosas de aquel libro y de su relación con él en algún

sitio donde pudiese estar más tranquilo y sin el temor a

ser sorprendido por soldados armados hasta los dientes.

Katham se dirigía al "Land Rover" con todo lo que

había sustraído a cuestas cuando advirtió las luces en el

monte Aqraa. Era un cordón de pequeñas luciérnagas

desfilando por su ladera, una procesión de linternas

dirigiéndose a la cima. Las miró durante un buen rato,

diciéndose que no tenían nada que ver con él. Pero sabía

que no era así. Dejó todos los sacos en la parte trasera del

vehículo, cogió el machete con una mano y la pistola con

la otra, y echó a andar hacia la montaña.