Katham y las sombras del caos
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COLECCIÓN
BOLSILIBROS
SAVACE
LEM RYAN
KATHAM Y
LAS SOMBRAS
DEL CAOS
Colección SAVAGE nº 1
Publicación aperiódica
MISKATONIC UNIVERSITY PUBLISHERS, Inc
ARKHAM BARCELONA YUGGOTH GANÍMEDES
ISBN:
Depósito Legal:
Impreso en España Printed in Spain
1ª edición: noviembre, 2013
©Lem Ryan 2013
texto
©Jose Baixauli 2013
cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de MISKATONIC UNIVERSITY
PUBLISHERS, Inc, Arkham,
Massachusetts, USA.
Capítulo Primero
Mahmoud Nader no se movió de su puesto de
guardia mientras vio a los tres turistas extranjeros
escarbar a centenares de metros de donde él se
encontraba, y no lo hizo porque en teoría estaban fuera
del perímetro que la Dirección General de Antigüedades y
Museos consideraba que él debía vigilar. Aún así, estuvo
tentado de llamar a su superior, el jefe de la policía local
de Minet ElBeida, para informarle de las extrañas
actividades que estaba observando con sus prismáticos.
Normalmente se notificaba a los vigilantes acerca de las
expediciones arqueológicas que fueran a trabajar por la
zona, cuando no a las propias ruinas que custodiaban, y
en esta ocasión no habían recibido ninguna advertencia.
Además, él había presenciado las suficientes de aquellas
expediciones, con toda la parafernalia que llevaban
detrás, como para darse cuenta de que aquellos
individuos no formaban parte de una. Dudaba entre
telefonear o no, cuando llegó un vehículo de la policía
estatal y se encargó de solucionar el problema, con lo que
suspiró aliviado y se dijo que aquello de todas maneras
nunca había sido de su incumbencia.
Sin embargo, dos horas después, y ya con el
incidente casi totalmente olvidado, mientras se adormecía
en el interior de su caseta bajo el sol del mediodía, volvió
a advertir movimiento en aquella zona. Mahmoud cogió
de nuevo los prismáticos y se dijo que, definitivamente,
ése no estaba siendo un día normal. Años atrás, cuando
todavía aquel lugar formaba parte de algunos circuitos
turísticos, la afluencia de visitantes que querían
contemplar los restos de la otrora grandiosa Ugarit era lo
suficientemente intensa como para no dejarle dormir a
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uno mientras trabajaba, pero esos tiempos habían pasado
desde el mismo momento en que un tal Bin Laden
decidiera asomar la nariz por un sitio tan alejado de allí
como Nueva York, y el resto del mundo considerara a su
vez que todos los musulmanes tenían la culpa. Él era suní,
y despreciaba a los alauís que estaban llevando a su país a
la miseria, pero no tenía nada contra los infieles cargados
de dólares que podían traer la prosperidad si se les
motivaba a volver con algo más aparte del petróleo.
Algún día, se decía a menudo, Siria se levantaría contra
sus tiranos y necesitarían la ayuda de esos infieles contra
los que tanto despotricaban los imames por su
depravación, pero que eran capaces de atravesar el
mundo para recuperar y contemplar los restos de una
historia que a los sirios mismos no interesaba.
Era otro de aquellos descreídos europeos lo que
descubrió de nuevo hurgando en las cercanías de un viejo
árbol como un perro buscando un hueso, justo en el
mismo sitio y de la misma manera que como lo hiciera el
trío que se había llevado la policía anteriormente.
Mahmoud estuvo observando un buen rato a aquella
figura encorvada que, a pesar de ser humana, parecía en
efecto moverse como un animal; sólo que ahora ni
siquiera se le pasó por la cabeza llamar por teléfono a
nadie. Se preguntó qué estarían buscando todos ellos, si
lo que había visto que los primeros envolvían en un paño
y luego requisaba la policía sería lo único o quedarían
más cosas allí. Bajó los prismáticos y cogió el viejo AK47
que era su única compañía allí dentro además de un
transistor. No, aquél no estaba siendo un día normal, así
que también requería actuaciones anormales. Cerró la
puerta de la garita con llave, se colgó el fusil al hombro y
atravesó las piedras desperdigadas aquí y allí que los
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arqueólogos decían que, más de cuatro mil años antes,
fueron la cuna de la civilización, el lugar en que el
hombre aprendió a escribir y donde nacieron los primeros
dioses de la humanidad. El individuo seguía husmeando
alrededor de aquel árbol, en un promontorio elevado
situado fuera de las ruinas de la colina Ras Shamra.
Estaba claro que debía ser un ladrón de antigüedades,
pero ninguno de los numerosos grupos que había visto
excavando y desenterrando durante los años que llevaba
allí se había interesado por aquel lugar, y ahora
Mahmoud Nader se dijo que aquel hecho era curioso de
por sí, ya que el resto de los alrededores había sido
horadado, cribado y sondeado al milímetro.
Sudaba bajo el uniforme cuando alcanzó su objetivo.
Desde lo alto de Ras Shamra se veía el Mediterráneo en
su inmensidad y una parte del litoral hasta Latakia, pero
ahora la atención del vigilante de las ruinas no podía
centrarse en aquellas panorámicas, sino en la cosa que,
entre saltos, aspavientos y gruñidos, socavaba las raíces
de aquel árbol antiguo, quizás también milenario como
los restos de la propia Ugarit. Mahmoud empuñó el fusil,
no muy convencido ahora de que hubiese hecho bien
acercándose. Su intención era asustar a quien suponía un
turista codicioso, pero ya no estaba siquiera seguro de
que aquello fuera un hombre.
Y aún lo estuvo menos cuando aquel ser le miró.
***
Andrew Benson hacía mucho que había dejado de
ser humano. No sólo su mente había cambiado,
obsesivamente fija en la última orden recibida de sus
siniestros amos: encontrar el Necronomicón y matar a
Lewis Miller; sino que hasta su aspecto físico se veía
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alterado y el que había sido un hombre fornido y hasta
apuesto, ahora se había convertido en una criatura
simiesca y lampiña, con zarpas duras como garfios y
rostro de rata incluso provisto de largos incisivos. Los
ojos, negros, pequeños como cuentas de ébano, brillaban
llenos de maldad en medio de los rasgos horriblemente
deformados de aquel híbrido obsceno.
Al escuchar acercarse al vigilante, esos ojos se
clavaron en él, y en aquel instante la prioridad de Andrew
Benson dejó de ser arrancarle el corazón a Miller y la
suplantó el deseo de devorar el de aquel hombre, el de
desgarrar su carne, quebrar sus huesos y revolcarse en sus
entrañas. Sin embargo, aunque su inteligencia estaba
muy mermada, reconoció de inmediato el arma terrible
que llevaba en las manos y el instinto de supervivencia
pudo más que el hambre atroz. Mahmoud Nader vio
cómo dejaba de mirarle para reanudar con más
vehemencia aún su tarea de excavar. El vigilante gritó que
se detuviera y lanzó un tiro al aire, arrepintiéndose al
instante de no haberle disparado directamente. Pero
aquella cosa no se detuvo.
Entonces, de repente, desapareció. La tierra cedió y
se lo tragó. Mahmoud se acercó arma en ristre y vio el
foso oscuro y bordeado de raíces que se había abierto
junto al árbol. Era alargado, como un tajo, y desde allí no
se veía el fondo. Dio un paso más... y él también cayó.
Intentó agarrarse, pero sólo consiguió lacerarse las manos
con las raíces y arañarse con las piedras, que con su peso
también se desprendieron y le acompañaron a la
oscuridad. Aunque no duró mucho. Con un golpe terrible,
alcanzó el fondo y sintió un dolor inmenso en la pierna
derecha cuando ésta se quebró. Sus gritos retumbaron
alrededor.
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Apretando los dientes para aguantar el dolor, se
arrastró a tientas buscando el Kaláshnikov, pero no logró
encontrarlo. Volvió a gritar, ahora también de
desesperación. No podía creer tanta mala suerte. Intentó
serenarse. Faltaba poco más de una hora para el cambio
de turno y, cuando su compañero no le viese, informaría y
le buscarían. Debía hacer mucho ruido, intentar incluso
iluminar aquello de alguna manera (tenía cerillas, así que
le bastarían cuatro raíces), pero recordó que no estaba
solo. Y, justo cuando lo recordaba, Andrew Benson, el ser
que antes se llamaba así, se abalanzó sobre él y le
desgarró de una dentellada la yugular.
***
Cuando terminó de alimentarse, Benson dejó los
despojos ensangrentados y, acuciado por el instinto, buscó
alguna forma de salir de allí. Veía a la perfección en
aquella oscuridad y trepar por las paredes de granito
surcadas de gruesas raíces no le supondría demasiado
problema. Pero en el momento en que iba a ponerse a ello
encontró algo atrapado entre un montón de zarcillos, un
objeto de arcilla decorado con signos que reconoció al
instante. No era lo que buscaba, pero tenía relación con el
Necronomicón sin la menor duda. Se trataba de una jarra,
o un vaso, aunque no tenía ninguna abertura, pues su
parte superior estaba también sellada. Con sus zarpas
arrancó su nuevo hallazgo de aquella especie de capullo
hecho de raíces secas que lo había preservado quién sabía
durante cuanto tiempo, y lo observó con tal atención que
cualquiera habría dicho que lo que brillaba en sus ojillos
diabólicos era inteligencia. Del mismo modo que
cualquiera hubiera dicho que, en su torpe intento de leer
los símbolos trazados, lo que brotaba de su garganta
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animalesca podían ser palabras.
Benson sintió un frío repentino. De pronto la
temperatura de la gruta se tornó glacial. Y, en sus manos,
el vaso de arcilla empezó a agitarse como provisto de
vida. Sorprendido, lo dejó caer. Estalló nada más tocar el
suelo y algo que parecía ceniza le envolvió hasta
sofocarle. Tosiendo, se dejó llevar por el pánico y trepó a
toda prisa por la pared vertical, con la facilidad de los
roedores con los que durante muchos días había
compartido prisión cuando sus amos le capturaron y de
los que en su momento se alimentó para que formasen
parte de él. Miró por un momento hacia abajo al tiempo
que alcanzaba la salida, y vio que la nube de ceniza
surgida de aquella jarra, o vaso, o lo que fuese, se movía
lentamente hasta detenerse por fin ante el cadáver
despedazado de Nader. Entonces, la nube se desplomó de
golpe sobre el cuerpo, sobre la sangre encharcada, sobre
los restos amputados y medio devorados. Benson salió.
No quería seguir viendo lo que sucedía.
No quiso ver la avidez con que la carne, la sangre y
los huesos absorbieron esas cenizas. No quiso ver las
sacudidas que luego animaron aquellos fragmentos
lastimosos y rotos, ni cómo las partes separadas se
desplazaron hasta reunirse, ni los filamentos que brotaron
de cada una de ellas para juntarlas; ni luego cómo las
horrendas heridas se curaban, agitándose tejidos, huesos,
músculos y tendones en oleadas cada vez más violentas.
Benson estaba muy lejos ya cuando aquel hombre volvió a
levantarse. Sólo que ya no era Mahmoud Nader.
El hombre resucitado permaneció durante un
momento quieto en la oscuridad. Luego, se dirigió a
donde estaban los trozos de arcilla rotos en que se había
visto reducido el vaso. Allí aún quedaba algo, y el hombre
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lo cogió. Era un collar de plata muy antiguo, con un
amuleto en forma de calavera y dos rubíes por ojos. Se lo
puso al cuello y entonces se sintió por fin completo.
Después, también él empezó a trepar por la pared con
casi la misma facilidad que lo había hecho Benson.
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Capítulo II
Katham ignoraba dónde se encontraba, ni qué
diabólicas hechicerías le habían traído hasta allí. Lo
último que recordaba era estar combatiendo, a la
vanguardia de las tropas de su reino de Oquendo, contra
las hordas de hombres batracio de la sumergida R'lyeh
que el rey de los Magos Negros de Urania, el terrible
EreshAzathoth, aliado de los espantosos Dioses Otros,
había invocado para invadirlos. A partir de ahí su
memoria se volvía confusa: el ataque de aquellas
horribles criaturas, que surgían del mar por millares y
eran muy difíciles de matar, apenas podía ser contenido y
sus fuerzas retrocedían, diezmadas; él mismo fue herido
de gravedad y tuvo que ser arrastrado por sus propios
hombres para que abandonase el campo de batalla.
Después, sólo había oscuridad. Y ahora este despertar
doloroso en un lugar desconocido. Incluso el cielo le
resultaba ajeno, con aquel azul pálido y mortecino; el mar
que se veía muy cercano le pareció sucio y oleoso, y el
aire, denso, maloliente, le quemaba en los pulmones.
¿Dónde estaba?
Cansado tras el ascenso para abandonar el foso en el
que había recobrado la consciencia, se apoyó en el árbol
junto al que había surgido al exterior y permaneció unos
instantes mirándose a sí mismo y a las ropas que llevaba.
Harapos destrozados y manchados de sangre. Su sangre,
pensó. Así que le habían dejado allí mientras se
recuperaba de las heridas, quizá para mantenerle
escondido de aquellos seres demoníacos que escupía el
océano, y la lucha tal vez continuaba muy lejos. Debía
volver junto a los suyos. Era su rey y debía estar a su lado
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hasta la victoria o morir en el intento.
Escuchó gritos a lo lejos y se fijó entonces en los
restos ruinosos sobre los que se alzaba aquel pequeño
promontorio donde se hallaba. Una garra helada le
oprimió el corazón, pero no, aquello no podía ser
Oquendo. Nada de lo que veía alrededor le resultaba
familiar. Una pequeña estructura de madera sobresalía
entre todas aquellas ruinas, lo único intacto entre tanta
desolación, y a su lado había un hombre que le hacía
gestos a él. Llevaba unas vestiduras del mismo color que
los andrajos que le envolvían y un nombre acudió a su
mente. Ahmed. Se llamaba Ahmed. ¿Y quién era
Mahmud...? Recuerdos que nunca habían sido suyos le
golpearon hasta aturdirle. Una esposa, un hijo... Rostros
que le provocaron dolor. Vivencias de otro hombre que
ahora eran también parte de él. Jirones de sueños que se
agitaban en algún lugar de su interior. Sin pensar, se
dirigió hacia aquella voz amiga y aquellos gestos
perentorios que le llamaban.
Al principio no entendió lo que le decía Ahmed,
pero a medida que se acercaba las palabras fueron
adquiriendo significado. No hablaba en oquendio, y por
eso de pronto se detuvo.
—¿... qué estás...? ¡...no eres Mahmud...! ¡Quieto
o...!
Comprendió su error demasiado tarde. Aquel
hombre no era un soldado oquendio, aunque de algún
modo le conocía. Vio que agarraba con rapidez un palo
largo que hasta entonces había llevado colgando de una
correa en su hombro, y también de alguna manera
misteriosa supo lo que era y lo que podía hacerle. Los
gritos de Ahmed ahora fueron agresivos, exigiéndole que
no se moviese, ordenándole que levantase las manos. Y
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Katham no aceptaba órdenes de nadie. Así que echó a
correr en dirección contraria.
Un trueno estalló a su espalda, seguido de más
gritos conminándole a detenerse. Luego, un nuevo
trueno, y esta vez un proyectil de 7,62x39 milímetros, un
cilindro puntiagudo de acero y cobre, le alcanzó en el
costado, fragmentándose mientras le atravesaba. El
violento impacto, inesperado, le hizo girar sobre sí mismo
en plena carrera y caer. Temblando por el esfuerzo,
Katham se puso de rodillas. En su costado derecho había
aparecido un agujero del tamaño de un puño que dolía a
rabiar, pero ya la carne hervía en su interior, agitándose
con hebras de tejido nuevo que rellenaban el hueco
ensangrentado. Magia. Un hechizo poderoso le protegía.
Se incorporó, volviéndose hacia aquel insolente
hombrecillo vestido de caqui que le había herido, los ojos
inyectados en sangre. En su pecho, los dos rubíes que
adornaban la calavera de plata de su amuleto parecieron
brillar con la misma furia que se apoderaba de él. Otro
disparo, que casi le hizo caer de nuevo, le pulverizó parte
del hombro izquierdo, y casi de inmediato surgieron
como tentáculos fibras de carne y hueso que se anudaron
para reemplazar lo perdido. Pero dolía. Dolía mucho.
Vio el miedo en los ojos de Ahmed. En otra vida
(ahora sabía que había sido otra vida), aquel hombre
había sido su compañero y amigo, pero ya no eran nada.
Para Katham de Kaal, rey de Oquendo, Asesino de Reyes y
de Dioses, azote de brujos y de monstruos, el guerrero
más temido de un mundo olvidado, Ahmed Ben Yamil no
era nada.
Por eso, sólo por eso, se dijo Katham, echó a correr
alejándose. Porque no era nada y no valía la pena
matarle.
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Ahmed tampoco le disparó más veces. Se quedó allí
quieto, estremeciéndose de pánico ante lo que había
contemplado.
***
Durante varios días, el bárbaro permaneció oculto,
escondiéndose durante las mañanas en madrigueras de
animales y establos para enmascarar su olor a los perros
que pudieran seguirle, y saliendo sólo de noche para
obtener comida y alejarse cada vez más del lugar en que
había recobrado la vida. Entretanto, se acostumbraba a
aquel nuevo mundo tan extraño y a la vez tan familiar.
Con la fatalidad propia de las gentes de su raza, asumía
su situación sin desesperarse: que todo lo que conocía no
era ya más que polvo, que jamás volvería a ver a su
amada Annay y que ahora no gobernaba ni siquiera en su
propio cuerpo. Oquendo no existía desde hacía milenios,
no era ni tan sólo un recuerdo en la historia. Encontró
ropa tendida en la parte trasera de una vivienda del
poblado de Ras Shamra, con la que reemplazar los tristes
harapos que le cubrían y poder confundirse entre las
gentes de aquel reino que algo en su cabeza llamaba
Siria. Aunque pronto comprobó que su envergadura no
era nada común allí y se preguntó con preocupación si
tendría que pasarse el resto de su existencia encorvado
bajo un thawb para pasar desapercibido, pues ni aún así
creía que pudiese ser tan bajo como el resto. También se
hizo, en aquella misma casa, con un cuchillo de cocina
que usó para cortarse los largos cabellos a la usanza de
los sirios, pero aquella magia endemoniada que le curaba
las heridas también se empeñaba en hacerle crecer el
pelo, por lo que tuvo que desistir y atárselo en una coleta
que metió bajo el cuello de su túnica.
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Odiaba la brujería. Siempre la había odiado y
temido, y por eso tal vez sus crueles dioses le
martirizaban poniéndosela siempre delante. Deseaba que
también esos dioses se hubiesen desintegrado como le
había sucedido al resto de su mundo, y que en ese
proceso hubiesen sufrido mucho. Algo le decía que por lo
menos una parte de ellos aún persistía, encerrada en
objetos y sepultada por el tiempo. Su amuleto, por
ejemplo. Alguien había trazado en el dorso unos símbolos
en la lengua prohibida de los reyesbrujos de Oquendo,
símbolos que, por considerarle la casta sacerdotal un
advenedizo que sólo servía como semental de la reina,
nadie había intentado enseñarle. Imaginó a la propia
Annay grabando aquellos signos en la plata junto a su
cuerpo moribundo, recitando conjuros y frotándole con
ungüentos con la intención de restablecerle la salud. No
habían servido, al parecer. No entonces...
Annay... Si hubiese sido la clase de hombre capaz de
llorar, lo habría hecho al recordar el amor tan grande que
había conocido a su lado. Annay le entregó su alma, su
cuerpo, su reino, todo lo que poseía, a él, un salvaje sin
educación ni fortuna, hijo de la violencia y del odio, un
mercenario que vendía su espada al mejor postor y que lo
único que sabía hacer en la vida era matar. A su lado
había descubierto la paz, la dicha que se podía encontrar
en las pequeñas cosas, en los detalles hermosos. Y todo
eso se había marchado, borrado para siempre en el
implacable transcurso de las eras. Cuando aquel hombre,
Ahmed, le disparó, casi había creído oír su voz diciéndole
que le perdonase. Bendita Annay. Llevaría siempre su
recuerdo grabado en el alma, tan profundo y duradero
como aquellos signos de su amuleto tribal.
Confiado como antaño al capricho de su incierto
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destino, vagó durante aquellos días por el territorio sirio,
dirigiéndose hacia el norte y procurando evitar todo
contacto humano. Llegó de ese modo a las proximidades
de un monte que los recuerdos de su cuerpo anfitrión
identificaron como Aqraa, y al que por algún extraño
motivo se sintió impelido a acercarse. Entendió que desde
el principio había sido conducido en esa dirección, que
había algo allí que le llamaba. No sintió miedo ante esa
certeza, sólo le molestó no ser por completo dueño de su
suerte, pero a esas alturas su suerte había dejado de
importarle.
En el bosque que rodeaba la falda de la montaña,
encontró un campamento militar abandonado. Era de
noche y, a pesar de la quietud del lugar, se acercó
silenciosamente, con la rapidez y el sigilo de los
gigantescos leopardos de las nieves de Kaal, mientras
mantenía escondido el brillo lunar del cuchillo de cocina
tras su espalda. Revisó uno a uno los barracones
metálicos. Había un "Land Rover" en mitad del
campamento, y armas y comida suficiente como para
abastecer a un pelotón de infantería, pero nadie vigilando
los alrededores. Muy confiados tenían que estar los que
hubiesen dejado todo aquello, y ningún militar auténtico
lo está hasta ese extremo, ni en el mundo extinguido del
que él provenía ni en ninguno. Como si esos hombres no
pensasen en regresar, se dijo. ¿Estaba en guerra aquel
país?, casi preguntó al hombre cuyo cuerpo usurpaba, sin
obtener la menor respuesta. ¿Había dado tal vez con las
pertenencias de unos desertores?
Aprovechó, claro está, para darse un buen banquete,
pues no sabía cuándo podría volver a encontrar tanta
comida junta, y luego cogió varios petates y los llenó con
todas las latas de conserva que pudo. Abandonó también
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el cuchillo y se hizo con un machete y una Glock 17, que
estaba seguro de que sabría utilizar si llegaba la ocasión,
más varias cajas de la munición correspondiente. Después
se entretuvo en buscar las llaves del "Land Rover",
pensando en llevárselo y recorrer con él aquellas nuevas
tierras que se abrían ante él.
Fue así como encontró el libro. Estaba metido en el
cajón de un archivador, que tuvo que forzar a golpes para
abrirlo, dentro del que era sin duda el barracón de los
mandos del campamento. Al verlo, sintió que se le erizaba
el vello de la nuca. Era muy viejo, con las cubiertas de
piel, y aquellos símbolos... Tan parecidos a los que
adornaban el dorso de su amuleto... Por unos segundos, y
mientras un frío pavoroso se apoderaba de todo su ser,
estuvo seguro de estar ante algo que de alguna manera le
pertenecía, que venía del mismo lugar recóndito y
olvidado que él.
—Ishtar se me lleve —murmuró en la penumbra
sólo iluminada por los escasos rayos de luna que entraban
por un ventanuco—, ¿qué es esto?
Tocarlo fue como palpar la espalda de una serpiente,
algo desagradable, repugnante. Supo que estaba lleno de
maldad. De magia también. Comprendió que a aquel libro
no le gustaba que nadie lo tocase, y él menos aún. Le
rechazaba. Si pudiese, le mordería incluso, pero era una
cosa inanimada y sólo podía demostrar su disgusto
provocándole sensaciones. Invadiría sus sueños con
pesadillas horribles, estaba seguro. Pero aún así lo cogió,
desafiante. Sin embargo, no se atrevió a abrirlo. Aún no.
Y lo metió en otro petate, junto a la munición de la Glock.
Así que era aquello lo que debía encontrar, por eso se
había visto atraído hasta allí... Notó el medallón de plata
extraordinariamente cálido en su pecho, como si le
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estuviese dando alguna respuesta.
Las llaves del todoterreno las halló en otro cajón, el
de un escritorio repleto de papeles y en el que también
descansaba un ordenador portátil. Ya no le sorprendía
saber lo que era cada cosa aparentemente nueva que
descubría; poco a poco se iba acostumbrando a toda la
información que almacenaba aquel cerebro ajeno que era
ahora suyo, salvo por algún repentino dolor de cabeza
que le asaltaba de vez en cuando. Decidió que no tenía
sentido continuar allí y decidió marcharse. Averiguaría
más cosas de aquel libro y de su relación con él en algún
sitio donde pudiese estar más tranquilo y sin el temor a
ser sorprendido por soldados armados hasta los dientes.
Katham se dirigía al "Land Rover" con todo lo que
había sustraído a cuestas cuando advirtió las luces en el
monte Aqraa. Era un cordón de pequeñas luciérnagas
desfilando por su ladera, una procesión de linternas
dirigiéndose a la cima. Las miró durante un buen rato,
diciéndose que no tenían nada que ver con él. Pero sabía
que no era así. Dejó todos los sacos en la parte trasera del
vehículo, cogió el machete con una mano y la pistola con
la otra, y echó a andar hacia la montaña.