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Lic. Miguel Ángel Osorio Chong

Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo

y Presidente Honorario del IAPH

InstItuto de AdmInIstrAcIón PúblIcA

del estAdo de HIdAlgo, A.c.

Lic. Carlos Godínez Téllez

Presidente del Consejo Directivo

Lic. Ramón Ramírez Valtierra

Vicepresidente

L.C. Nuvia Mayorga Delgado

Tesorera

Coordinación editorial

Ernesto Garduño M.

Diseño y formación

Ceiba Diseño y Arte Editorial

Primera edición, 2010

© Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, A.C.

Plaza Independencia núm. 106-5° Piso, Centro, Pachuca, Hidalgo.

Teléfonos: (771) 715 08 81 y 715 08 82 (fax)

Página web: www.iaphidalgo.org

Correo electrónico: [email protected]

Impreso en México

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ÍNDICE

Presentación 5

Dos discursos sobre los peligros del despotismoJosé María Luis Mora 7

La libertad de prensaFrancisco Zarco 33

Salario y trabajoIgnacio Ramírez 61

Respuesta a la Confederación de Cámaras de Comercio.Expropiación de las compañías petrolerasLázaro Cárdenas 83

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PRESENTACIóN

El Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo tiene

entre sus propósitos más significativos el contribuir a la formación

y desarrollo de una cultura política democrática. Una cultura que

debe permitirnos vincular los mejores principios de la tradición polí-

tica mexicana con los requerimientos de un mundo globalizado.

La dinámica de los intercambios y las interdependencias de la

estructura global nos exige un reconocimiento pleno de los valores

políticos esenciales que sirvieron de base al surgimiento y consolida-

ción de la nación mexicana. Esta exigencia deriva de la caída de los

grandes metarrelatos en todos los campos de la actividad humana.

La ciencia, la filosofía, el arte y, desde luego, la política en el mundo,

han perdido sus referentes clásicos. La política en México no es la

excepción.

Para nosotros es una cuestión esencial contribuir a las acciones

de divulgación que concurran a dotar de sentido pleno a la comuni-

dad política mexicana. De lo contrario, la dinámica del cambio tec-

nológico, político y social traerá como consecuencia enormes pérdi-

das de sentido, o lo que es lo mismo, el riesgo de la generalización

del individualismo extremo, la instauración de la indiferencia política

y la pérdida del sentido de pertenencia o de identidad.

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Para poder ser ciudadanos del mundo, primero debemos apren-

der a ser ciudadanos de México, con plenos derechos y obligaciones,

e hidalguenses capaces de expresar las virtudes cívicas necesarias

que nos permitan dar valor al mundo y seleccionar aquellos valores

que en el marco de la mundialización nos enriquezcan como cuerpo

social y como individuos. Nuestro tránsito en los últimos dos siglos

nos ofrece una lección histórica significativa: al tratar de ser lo que

no somos, podemos perder lo que sí hemos sido.

Reunimos aquí el pensamiento de cuatro ciudadanos mexicanos

de excepción –José María Luis Mora, Francisco Zarco, Ignacio Ramí-

rez, y Lázaro Cárdenas–, cuya reflexión y obra política dignificaron

el concepto de poder público. De su legado y utilidad en el presente

debemos responder todos nosotros.

Pachuca de Soto, 2010.

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José María Luis Mora

DOS DISCuRSOS SObRE LOS PELIGROS DEL DESPOTISMO

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Dos discursos sobre los peligros del despotismo

DISCURSO SOBRE LOS MEDIOS DE QUE SE VALE

LA AMBICIÓN PARA DESTRUIR LA LIBERTAD

Nada más importante para una nación que ha adoptado

el sistema republicano inmediatamente después de haber sali­

do de un régimen despótico y conquistado su libertad por la

fuerza de las armas, que disminuir los motivos reales o aparen­

tes que puedan acumular una gran masa de autoridad y poder

en manos de un solo hombre, dándole prestigio y ascendiente

sobre el resto de los ciudadanos. La ruina de las instituciones

populares ha provenido casi siempre de las medidas que se han

dictado indiscretamente para su conservación, no porque no

se haya intentado ésta de veras y eficazmente, sino porque los

efectos naturales e invariables de las causas necesarias no pue­

dan alterarse por la voluntad de quien los pone en acción.

El mal de las repúblicas consiste ahora, y ha consistido

siempre, en la poquísima fuerza física y moral que se confía a

los depositarios del poder. Esta necesidad que la trae consigo

la naturaleza del sistema, tiene, como todas las instituciones

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humanas, sus ventajas e inconvenientes, que deben pesarse

fielmente antes de adoptarse; porque una vez admitidas es

necesario arrostrar con todo, antes que hacer una variación

que, por ligera que sea o se suponga, abre la puerta al cambio

total del sistema y es un sacudimiento que, aunque ligero, si

se repite socava lentamente las bases del edificio social hasta

dar con él en tierra. ¿Qué cosa más halagüeña que estar lo

más lejos de la inspección de la autoridad y someter lo menos

que sea posible la persona y acciones propias a la vigilancia y

disposiciones de los agentes del poder? ¿Y en qué sistema, si

no es en el republicano, se goza con más amplitud y se da más

ensanche a semejantes franquicias? En ninguno ciertamente.

Pues este bien inestimable está más expuesto a perderse que

en cualquiera otra clase de gobierno, si los libres no están muy

alerta para prevenir toda especie de pretensiones que tiendan,

aunque sea por pocos instantes, a disminuir su libertad y a

aumentar con estas pérdidas la fuerza del que empieza por

dirigirlos y acabará indefectiblemente por dominarlos.

El amor del poder, innato en el hombre y siempre progresi­

vo en el gobierno, es mucho más temible en las repúblicas que

en las monarquías. El que está seguro de que siempre ha de

mandar, se esfuerza poco en aumentar su autoridad; mas el que

ve, aunque sea a lo lejos, el término de su grandeza, si la masa

inmensa de la nación y la fuerza irresistible de una verdadera

opinión pública no le impone freno, estará siempre trabajando

con actividad incansable por ocupar el puesto supremo, si se

cree próximo a él, o por prolongar indefinidamente su direc­

ción y ensanchar sus límites, si ha llegado a obtenerlo.

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 11

Son infinitos los medios que se ponen en juego para llegar

a este término; pero entre ellos los más trillados consisten en

hacerse popular para proporcionarse el ascenso; darse por

necesario para mantenerse en el puesto; y suponer, para des­

truir la Constitución, la imposibilidad o ineficacia de las leyes

fundamentales.

En un pueblo nuevo que por su inexperiencia jamás ha co­

nocido la libertad, los demagogos tienen un campo inmenso en

qué ejercitar sus intrigas, dando rienda suelta a su ambición.

Buscar las pasiones populares y una vez halladas adularlas sin

medida, proclamar los principios llevándolos hasta un grado

de exageración que se hagan odiosas, e infundir la descon­

fianza de todos aquellos que no hayan pasado tan adelante

y profesen o persuadan máximas de moderación; he aquí el

modo de hacerse de popularidad en una nación compuesta de

hombres que por primera vez pisan la senda difícil y siempre

peligrosa de la libertad.

¿Qué es lo que se ha hecho en Inglaterra, en Francia, en

España y finalmente en todas las que fueron colonias españo­

las y ahora naciones independientes de América? Considérese

atentamente el primer periodo de sus revoluciones; sigamos

sin perder de vista todos los pasos de los que después han sido

sus señores y se verá, sin excepción, que la popularidad que

les ha servido de escalón para elevarse a la cumbre del poder

no la han debido a otros medios.

En efecto, un pueblo que ha vivido bajo un régimen opresor,

no se cree libre con sacudir las cadenas que lo tenían uncido al

carro del déspota, sino que quiere romper todos los lazos que

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lo unen con la autoridad y aun la dependencia necesaria que

trae consigo la desigualdad de clases, debida no a las leyes sino

a las diversas facultades físicas y morales con que la naturaleza

ha dotado a cada uno de los hombres. De esto proviene que

escuchen con entusiasmo y eleven a todos los puestos públicos

a los que predican esa igualdad quimérica de fortunas, goces

y habilidad para serlo todo, y se enardezcan contra todos los

que procuran curarlos de esta fiebre política, prodigándoles

los apodos más denigrativos, los más insultantes desprecios y

las persecuciones más bárbaras, y forjando sin advertirlo las

cadenas que han de reducirlos a la nueva servidumbre.

Robespierre y Marat no se hicieron dueños de los destinos

de Francia ni derramaron tanta sangre sino por estos medios,

y fueron mil veces más perniciosos que lo habían sido todos

juntos los reyes cuya raza destronaron. Ellos al fin cayeron

como caerán todos los de su clase, pero dejando abierto el

camino para la elevación de otros que aunque más sordamente

pero con éxito más feliz, logran por algún más tiempo realizar

sus miras colocándose en la cumbre del poder, violando todas

las garantías sociales y perpetuando la desgracia de los pue­

blos, que por un círculo prolongado de miserias y desventuras

vuelven al mismo punto de esclavitud de donde partieron para

emprender el camino de la libertad.

Los pueblos, después de mil oscilaciones y vaivenes, pasado

el terror de la anarquía, forman una mala o mediana Consti­

tución y entonces es otra la suerte que les espera. Desde luego

aquellos que han debido ocasionalmente su engrandecimiento

al régimen de las facciones procuran darse una importancia

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 13

exorbitante, aparentando el aprecio público por todas las

exterioridades que parezca conciliárselo y trabajando en per­

suadir a los demás que la estabilidad de la república pende de

la suerte adversa o favorable que corra su existencia personal.

Este error se insinúa con una facilidad extraordinaria y tiene

un éxito feliz, especialmente entre aquellos que no han conoci­

do más patria que un suelo mancillado con la abyección y es­

clavitud, más derechos que las gratuitas y escasas concesiones

de un señor, ni más leyes que los vanos e inestables caprichos

de un dueño absoluto. La suerte de la libertad y la existencia

de la república se hallan al borde del precipicio desde el mo­

mento en que cree o afecta creerse que reconocen por base la

existencia política de un solo hombre. Entonces se tendrá con

él toda clase de condescendencias; se procurará apartar todas

las miradas de los ciudadanos, de las leyes e intereses nacio­

nales, para fijarlas en el ambicioso cuyo engrandecimiento

se procura; se profanarán los nombres sagrados de patria y

libertad, y se cultivará la raíz emponzoñada que andando el

tiempo no producirá sino frutos venenosos.

Sí, pueblos y naciones que habéis adoptado un sistema de

gobierno tan benéfico como delicado, estad muy alerta con­

tra todo aquel que pretenda hacerse necesario y darse más

importancia que la que permiten a los que ocupan los puestos

públicos, la Constitución y las leyes. Él empezará por adularos

prometiéndolo todo y acabará por sumiros en la servidum­

bre, sobreponiéndose a las leyes que afianzan las libertades

públicas y arrancando si es posible de vuestros corazones

todos los sentimientos generosos que haya arraigado en ellos

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la independencia de un alma verdaderamente libre: sumid a

esos monstruos abominables, a esos hijos desnaturalizados en

el abismo de la nada y transmitid a la posteridad su odiosa

memoria cargada de la execración pública.

Adquirida por estos hombres una importancia que no me­

recen y confiados a su dirección los destinos de la patria, sus

miras se fijan desde luego en ensanchar su poder para ponerse

en estado de prolongarlo en seguida indefinidamente. ¿Mas de

qué medios valerse? ¿Cómo conseguirlo de un pueblo que ha

adoptado con entusiasmo las instituciones que destruyen todo

régimen arbitrario? Aquí entra toda la táctica, toda la habi­

lidad y destreza de los déspotas de nueva denominación y de

origen reciente; los protectores, libertadores, directores, etc.

No hay hombre tan poco precavido que pretenda desde los

primeros pasos seducir a todo un pueblo o insultarlo abier­

tamente por el desprecio claro y manifiesto de los deberes a

que acaba de sujetarse, este sería el medio seguro de frustrar

cualquier proyecto y los ambiciosos proceden con más tiento.

¿Qué es pues lo que hacen? Procuran formarse un partido

considerable, familiarizar al público con la transgresión de las

leyes y fingir o excitar conspiraciones.

Es imposible que un hombre reducido a sus fuerzas indivi­

duales pueda adquirir el prestigio ni poder necesario para sobre­

ponerse a una nación toda; sus miras y proyectos siempre serán

sospechosos a la multitud y jamás llegarán a adquirir una exten­

sión considerable, sino por el auxilio de una facción organizada

que se reproduzca en todas partes, tome la voz de la nación,

ataque a todos los que contraríen sus intereses y los reduzca al

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 15

silencio e inacción excitando los sentimientos del temor en aque­

llos que podrían hacerle frente por la reunión de sus esfuerzos y

la legitimidad de su causa. Así pues, la primera necesidad de un

ambicioso es la de formarse un partido de esta clase.

Después de una revolución de muchos años, en que las par­

tes beligerantes se han perseguido de un modo desastroso, es

muy fácil realizar este proyecto; entonces se hallan esparcidos

por todas partes los elementos necesarios para llevarlo a cabo

y su reunión no ofrece mayor dificultad.

Muchos hombres quedan sin destino ni ocupación, y como

la necesidad imperiosa de la subsistencia diaria es superior a

todas las consideraciones políticas, se venderán necesariamen­

te al primero que los compre. El temor que trae consigo toda

persecución injusta desmoraliza a una nación, pues destruye

la franqueza natural de los caracteres, obliga a los hombres a

mentirse a sí mismos y a los demás, a ocultar sus sentimientos

y disimular sus ideas por una perpetua y constante contra­

dicción con su lengua y a prosternarse bajamente ante todos

aquellos de quienes fundadamente esperan o temen algo. Una

nación, pues, que ha caminado muchos años por esta senda

peligrosa y que además se halla empobrecida por la acumula­

ción de propiedades en un corto número de ciudadanos, por

su falta de industria y por la multitud de empleos que fomenta

el aspirantismo, es un campo abierto a las intrigas de la am­

bición astuta y emprendedora y ofrece mil elementos para la

organización de facciones atrevidas.

Sobre estos cimentos en efecto se levantan, y partiendo de

aquí los ambiciosos, pasan a hacer los primeros ensayos de

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arbitrariedad en personas desconocidas, que por su oscuri­

dad no llamen la atención pública, ni fijen las miradas de la

multitud. Generalmente acontece que esta clase de atentados

quedan ocultos, o por la ignorancia de los que los sufren, o

por falta de medios para hacerlos patentes y denunciarlos

ante la opinión pública. Desde la última clase se va subiendo

gradualmente, pulsando la resistencia que pueda oponerse y

haciendo descansos que inspiren alguna confianza, destruyan

la alarma y hagan concebir a los ciudadanos la posibilidad

de ser atropelladas sus garantías sin reclamos, o a pesar de

ellos. Aquí entra la facción en auxilio del que la paga; hace

acusaciones que repite sin cesar, dispensándose de probarlas,

desentendiéndose de lo que se contesta y suponiendo crimina­

les, gratuita aunque constantemente, a los que son el blanco

de la persecución. Unas veces se atropella a los que reclaman

las garantías sociales, castigándolos como revoltosos; otras se

les ataca con armas prohibidas, introduciéndose hasta en el sa­

grado del santuario doméstico, para hacer públicas y patentes

sus debilidades; si no se les hallan, no importa, se les suponen,

y con esto se sale del apuro. De este modo se distrae la aten­

ción del público del asunto principal; se obliga a abandonar

el campo a los hombres de mérito y probidad; se imprime el

terror casi en la totalidad de los ciudadanos, aislándolos en

sus casas; se impide la reunión de sus esfuerzos que harían

temblar a los facciosos y se domina a un pueblo entero, como

pone en contribución una cuadrilla de salteadores a toda una

provincia. Así se forma un fantasma de opinión pública, se

mete mucha bulla, se hace un gran ruido y se adquieren nue­

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 17

vos grados de poder, que conducen a los últimos y éstos al

término deseado.

Uno de los medios de que más comúnmente se ha valido la

ambición y que nada ha perdido de su eficacia a pesar de la

frecuencia con que se ha usado, es el fingir conspiraciones o

excitarlas para que sirvan de pretexto al ensanche y aumen­

to de poder que se solicita. A un pueblo que ha conseguido

a precio de sangre su libertad e independencia, es muy fácil

volverlo a sumir en la esclavitud, por el mismo deseo que tie­

ne de precaverse de estos males, desde luego se empieza por

pretextar la existencia de conspiraciones poderosas y temibles;

se hace mucho misterio de ellas, sin perdonar diligencia para

hacer común y popular esta convicción. Cuando esto se ha

conseguido, se aventura la distinción entre el bien de la repú­

blica y la observancia de las leyes; después se pasa a sostener

que aquél debe preferirse a ésta; se asegura que las leyes son

teorías insuficientes para gobernar y se acaba por infringirlas

abiertamente, solicitando por premio de tamaño exceso su

total abolición.

Este ataque insidioso a las libertades públicas es tanto más

temible cuanto las toma por pretexto y se cubre con la másca­

ra de su conservación. Casi nunca se ha dado sin la ruina del

gobierno o de la república. Si los pueblos se dejan sorprender

por el temor de las conspiraciones y toleran que se destru­

yan los principios del sistema para sofocarlas o prevenirlas,

ya cayeron en el lazo y ellos mismos han anticipado con su

disimulo o positivas concesiones al mal a que quieren poner

remedio. El que trata de establecer el régimen arbitrario, lo

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primero que procura es que las personas de los ciudadanos

estén enteramente a su disposición. Una vez alcanzado esto,

camina sin obstáculo hasta llegar al término. Para conseguirlo

supone la necesidad de aumentar la fuerza del gobierno, por la

suspensión de las fórmulas judiciales, por las leyes de excep­

ción y por el establecimiento de tribunales que estén todos a

devoción del poder y bajo su dirección e influjo; para esto sirve

admirablemente el sistema de abultar riesgos y peligros.

Cuando Bonaparte disolvió los Consejos de Francia y des­

truyó el Directorio se hablaba en París de una conspiración

vasta y ramificada, en favor del realismo, que no existió jamás

sino en el cerebro de los de su facción. Iturbide, en los ataques

que el 3 de abril y 19 de mayo dio a la representación nacional,

cuando se echó sobre algunos miembros de ella y cuando la

disolvió, no hizo mérito de otra cosa que de las conspiraciones

que suponía habían penetrado hasta el santuario de las leyes.

Sin embargo, el tiempo y los sucesos posteriores demostraron

hasta la última evidencia, que no era el bien de la patria, ni el

celo o cuidado de la seguridad pública, sino los principios de

ambición, de aumento de poder y engrandecimiento personal,

el móvil de los procedimientos de ambos.

Nada importa que este aumento se obtenga por la fuerza

o por concesiones espontáneas, el efecto siempre es el mismo.

La libertad se destruye por hechos contrarios a los principios,

sea cual fuere el agente a quien deban su origen. Ella no es

un nombre vano y destituido de sentido que pueda aplicarse

a todos los sistemas de gobierno; es sí el resultado de un con­

junto de reglas precautorias que la observación y experiencia

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 19

de muchos siglos ha hecho conocer a los hombres ser necesa­

rias para sustraerse de los atentados del poderoso y poner en

seguro las personas y bienes de los asociados, no sólo de las

opresiones de los particulares, sino de las del poder; que aun­

que destinado a protegerlas, muchas o las más veces declina

en malhechor, volviendo contra aquellas que las pusieron en

sus manos para que los defendiese.

Persuádanse pues los ciudadanos que tienen la felicidad de

pertenecer a una república que para su régimen ha adoptado

instituciones libres, de la importancia de poner un freno al

gobierno que traspase o pretenda traspasar los límites, que

ponen coto a su poder; desháganse por los medios legales de

todos aquellos que manifiesten aversión a los principios del

sistema y tengan el atrevimiento y desvergüenza de atacarlos;

desconfíen de todas las solicitudes relativas al aumento o

concesión de poderes extraconstitucionales o contrarios a las

bases del sistema, sea cual fuere su título o denominación, es­

pecialmente si para obtenerlos se alega la existencia o temores

de conspiraciones; escuchen con suma desconfianza a los que

de ellas les hablaren con el objeto de excitarlos a salir de las

reglas comunes y del orden establecido; pues si esto llegase a

verificarse alguna vez, los delitos políticos se reproducirán sin

cesar y la libertad jamás sentará su trono en una nación que

es el teatro de las reacciones y de la persecución, compuesta

de opresores y oprimidos y que lleva en sí misma el germen de

su ruina y destrucción.

Pueblos y Estados que componéis la Federación mexicana,

escarmentad en la Francia, en las nuevas naciones de Amé­

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rica y en los sucesos recientes de vuestra historia; temed el

poder de los ambiciosos y de las facciones que llaman en su

auxilio; reunid vuestros esfuerzos para destruirlas, así seréis

invencibles; aislados os batirán en detal. La ley y la voluntad

nacional presidan a vuestros destinos y cese el imperio de las

facciones, etc.

DISCURSO SOBRE LA NECESIDAD E IMPORTANCIA

DE LA OBSERVANCIA DE LAS LEYES

El autor de la obra inmortal del Espíritu de las Leyes, el

célebre Montesquieu, cuando trata de las bases y principios

motores y conservadores del sistema republicano, sienta que la

virtud es el alma de esta clase de gobierno, así como el honor

lo es de la monarquía, y el temor del despotismo.

Mucho se han fatigado los escritores en examinar lo que

entendió este grande hombre por la palabra virtud, mas para

nosotros no es dudoso su sentido. De dos modos puede hacer­

se obrar a los hombres y éstos están reducidos a la persuasión

o a la fuerza. En el sistema republicano y en todos aquellos

que más o menos participan de su carácter, los medios de ac­

ción y de resistencia que trae consigo la libertad considerada

en todos sus ramos, disminuyen la fuerza del gobierno, que

no puede adquirir aumento sino con la pérdida de la de los

ciudadanos. Para que las cosas, pues, queden en un perfecto

equilibrio y el sistema más bello no decline en el monstruo de

la anarquía, es necesario que la falta de vigor en el gobierno

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 21

para hacer efectivo el cumplimiento de las leyes, se supla por

el convencimiento íntimo de todos los ciudadanos, en orden

a la importancia y necesidad indispensable de la fiel y pun­

tual observancia de sus deberes. Esta es la virtud que anima

la República, ésta la ancha base sobre que descansa y éste el

principio conservador de su existencia. Difícilmente se con­

sigue el resultado feliz de consolidar esta clase de gobierno;

pero una vez obtenido se perpetúa por sí mismo. Los efectos

de la fuerza son rápidos, pero pasajeros; los de la persuasión

son lentos, pero seguros. Cuando las leyes tienen a su favor el

apoyo feliz de consolidar esta clase de gobierno; pero una vez

que les presta el convencimiento íntimo de todos y cada uno

de los miembros que componen la sociedad, se hacen eternas,

invencibles e invulnerables; mas cuando no tienen otro garan­

te que la autoridad armada de picas y bayonetas, se eluden en

todas partes, pues los hombres destinados a hacerlas obedecer,

cuyo número es cortísimo comparado con la masa de la Na­

ción, no pueden multiplicarse haciéndose presentes en todos

los puntos del territorio, ni encadenar familias empeñadas en

sustraerse a su dominación.

Nosotros hemos adoptado un sistema de gobierno cuyo

sostén es sólo el espíritu público que no pueden crear y al que

no pueden resistir los agentes del poder; si éste no garantiza

las leyes, ellas quedarán sin vigor ni fuerza; pero si les presta

su apoyo nada habrá capaz de destruirlas ni debilitarlas.

De la naturaleza misma y de los fines y objetos de la socie­

dad se deduce que las leyes no deben dictarse sino después de

un examen prolijo, circunspecto y detenido; pero la moral y la

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conveniencia pública exigen imperiosamente que una vez dic­

tadas, sean fiel y religiosamente cumplidas, así por los parti­

culares como por los agentes del poder. Porque ¿qué cosas son

las leyes? Las reglas a que un pueblo quiere sujetarse y bajo las

cuales quiere ser gobernado. ¿Y qué es infringir las leyes? Es

en el particular un crimen por el cual se pone en lucha y pugna

abierta con toda la sociedad; es un acto por el cual destruye en

cuanto está de su parte la confianza y seguridad pública; es,

finalmente, un rompimiento escandaloso del contrato a que

se ha obligado con la sociedad entera y en cuya virtud ésta le

asegura el ejercicio de sus derechos, su vida, su honor, el fruto

de su trabajo y de su industria. Las fatales consecuencias de

esta conducta son, en su persona, la pérdida total o parcial

de estos preciosos derechos, y en el público la alarma e inse­

guridad que causa la falta de cumplimiento a la fe pactada y

a las promesas aceptadas y recibidas. ¿Y quién podrá dudar

que es mal de mucha consideración poner a la sociedad en el

duro trance de exterminar a uno de sus miembros o constituir

a los demás en un estado de riesgo e inseguridad perpetua?

Sólo un hombre destituido de los sentimientos de fraternidad

y compasión natural puede complacerse en los males de sus

semejantes, si son culpados; y es necesario tener un corazón

de hielo, o una comprensión muy limitada, para ver con in­

diferencia los padecimientos a que quedan expuestas por la

impunidad del crimen las familias inocentes.

Generalmente sucede que el criminal o infractor de las leyes

no esté tan destituido de relaciones que sus padecimientos no

llenen de luto y aflicción a una familia desolada, compuesta tal

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 23

vez de padres ancianos, de mujer e hijos tiernos e inocentes,

todos sin más apoyo que el que debe sufrir la pena y todos

entregados sin culpa suya al más intenso dolor, a la orfandad

y a la indigencia.

Mas estos resultados no son los únicos temibles. Una

infracción conduce a otra; el que ha hollado las leyes, para

ponerse a cubierto de la autoridad que lo persigue, se ve en la

necesidad de cometer mil excesos, y con su pernicioso ejemplo

alienta a los demás a imitarlo, dándoles idea de la posibilidad

práctica de avanzar a semejantes atentados.

En efecto, el ejemplo es infinitamente seductor; naciones ha

habido en las que se han propagado por este medio funesto

mil crímenes desconocidos antes de ellas, sin que hayan bas­

tado a contenerlos ni la severidad de las penas, ni la actividad

de la policía, ni las ejecuciones multiplicadas.

Quien haya observado filosóficamente el modo común y

regular de proceder de los hombres, no podrá dejar de conve­

nir en la justicia de nuestras observaciones; los individuos de

nuestra especie obran más por imitación que por documentos

y discursos y sólo de este modo puede explicarse cómo se man­

tienen en los pueblos costumbres bárbaras y usos ridículos,

cuando aunque tengan en su contra la opinión de la mayoría,

no hay quién se atreva a arrostrar con ellos y dar ejemplo a

los demás.

Si pues en una nación se da el caso de que se infrinjan las

leyes y se desprecien las penas que ellas designan para estos

crímenes, resistiendo con osadía su aplicación, hay mil mo­

tivos para temer estar próxima la ruina del edificio social, el

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j o s é m a r í a l u i s m o r a24

mayor de los males que puede sobrevenir al cuerpo político.

Esto puede precaverse muchas veces por el pronto, severo y

ejemplar castigo del delincuente; la espada vengadora de la

justicia puede restablecer la confianza y seguridad por medios

que aunque dolorosos y sensibles, dan necesariamente este

resultado, cuando uno o algunos miembros de la sociedad son

los infractores; mas cuando el poder mismo es el perpetrador

de estos atentados, ¿quién será capaz de contener el torrente

de males y calamidades que se precipita sobre la nación que

ha dado el ser a ese monstruo devorador?

En efecto, no sería creíble, a no metérsenos por los ojos,

que haya gobiernos tan insensatos que destruyan con la in­

fracción de las leyes los títulos de su existencia y tan poco

previsores que no vean los resultados de esta conducta ilegal,

perjudicialísimos a sus intereses y a los de la sociedad toda.

Los títulos de los gobiernos están reducidos a la ley o la

fuerza, porque o ellos existen por la voluntad nacional expresa

o tácita y entonces son legítimos, o no tienen más ser que el

que les presta una pequeña parte de la sociedad opresora del

resto y entonces son despóticos. No hablamos aquí de esta

misma clase, pues a más de estar ya desterrados de todos los

países cultos, su naturaleza es tal que nada puede decirse de

ellos con exactitud y precisión, por no tener otra regla que la

voluntad de uno o muchos déspotas, ni otra garantía que la

fuerza, cosas ambas de su naturaleza variables e incapaces de

suministrar datos para formar un cálculo seguro. Nos fijare­

mos pues en los primeros, es decir, en aquellos que no pueden

aparecer tales sino a virtud de algunas leyes, o lo que es lo mis­

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 25

mo, de algunos pactos o convenciones que fijan sus facultades

y deberes, imponiéndoles una obligación rigurosa de no obrar

sino con arreglo a aquéllas, y sujetarse ciegamente a éstos.

¿Qué es pues la infracción de las leyes en semejantes gobier­

nos? Es la destrucción de su ser. Es el momento mismo que las

traspasan, pulverizan sus títulos consignados en la voluntad

nacional. Ésta no quiso simplemente que gobernasen, sino

que lo hiciesen con total sujeción a ciertas reglas que les han

sido prescritas y cuya oportunidad y eficacia no está sujeta a

su calificación. El pretexto de la salvación de la patria que co­

múnmente se alega, no los pone a cubierto de las empresas de

una facción que prevalida del mismo y auxiliada de la fuerza

puede derribarlos y entronizarse sobre sus ruinas, sin que en

caso tan apurado puedan alegar en su favor las leyes holladas

por ellos mismos, y destituidas con semejantes procedimientos

de su vigor y prestigio. Estas no son simples conjeturas, no son

discursos aéreos, son hechos comprobados por la experiencia.

La historia de todos los pueblos, y especialmente la de Francia

y las Américas, en sus revoluciones nos suministran infinitos

ejemplos comprobantes de esta verdad.

Napoleón, Iturbide y Sanmartín fueron los primeros que

socavaron con la transgresión de las leyes los cimientos de su

grandeza; se atuvieron a la fuerza para elevarse y otros a su

vez se valieron de la misma aunque con mejores títulos para

derrocarlos. Se engañan pues los hombres cuando aseguran

con arrogancia que las Constituciones son hojas de papel y

no tienen otro valor que el que el gobierno quiera darles. Esta

expresión que en boca del héroe de Marengo, de Jena y Aus­

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j o s é m a r í a l u i s m o r a26

terlitz, del hombre que salvó a Francia mil veces y llevó sus

armas victoriosas hasta el centro de Rusia, era de algún modo

tolerable, ha sido repetida y acaso no muy lejos de nosotros

por algunos pigmeos sin mérito, servicios ni prestigio, que

han aparecido como por encanto en la escena pública y nada

tienen de común con este hombre extraordinario, sino imi­

tarlo; no en sus heroicas acciones, no en sus vastas empresas

llevadas a cabo en beneficio de las artes, legislación y comercio

que suponen una grande alma, sino en sus faltas y crímenes

más bajos, para lo cual basta un corazón perverso. Si pues

los grandes servicios de aquel famoso soldado no lo pudieron

poner a cubierto de la tempestad que se levantó contra él por

haber hollado los leyes de su patria; si los generales Iturbide

y Sanmartín a quienes no puede negárseles mérito personal,

prendas para gobernar y sobre todo el prestigio de haberse

puesto a la cabeza de ejércitos que decidieron la independencia

de México y el Perú, luego que salieron de la senda constitu­

cional, cayeron con una rapidez asombrosa del alto puesto

que ocupaban, ¿qué suerte espera a los viles animalejos, a los

insectos despreciables que quieran imitarlos? La más triste y

miserable, haber causado el mal y perecer sin dejar memoria

ni vestigio de acciones transmisibles a la posteridad.

Pero la historia es perdida para hombres que no ven sino

lo material de los sucesos, sin pararse a examinar su origen y

resultados, ni penetrar en el fondo de las cosas. Las mismas

causas deben necesariamente producir los mismos efectos; sin

embargo los gobiernos se suelen engañar hasta persuadirse

que han de ser excepción de la regla general, cuando por lo

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 27

general no son sino un nuevo ejemplo que la comprueba. En

efecto, aunque los pueblos no rompan a los primeros extra­

víos de sus jefes, al fin llegan a cansarse y sacudir el yugo que

los oprime; así es que la repetición de excesos que inspira

confianza a sus perpetradores, apura el sufrimiento de las na­

ciones. No fíe pues ningún agente público de la tranquilidad

aparente que observe a los primeros pasos de sus extravíos;

entonces se empieza a formar la tempestad, que aunque tarde

vendrá a descargar sobre su cabeza y su estrago será tanto más

considerable, cuanto lo sean los materiales que han entrado

a constituirla.

Hasta aquí hemos hecho ver los inconvenientes de la trans­

gresión de las leyes; pero aún no hemos explicado en qué con­

siste ésta, punto que a nuestro juicio necesita ilustrarse, pues

no es tan llano como parece a primera vista.

Un gobierno puede traspasar las leyes haciendo lo contra­

rio de lo que ellas prescriben, obrando fuera de las facultades

que ellas le conceden y haciendo o disimulando que sus agen­

tes procedan del mismo modo. El primer modo está a la vista

de todos y no necesita de explicación, pero no así los demás.

No cumplir lo que las leyes mandan, por ejemplo negar el

auxilio a un tribunal que lo pide, cuando se le concede a otro

de la misma clase aunque de grado inferior, es por su esencia

y naturaleza una infracción sujeta a la misma responsabilidad

y origen de todos los males que acabamos de exponer, porque

el compromiso y juramento que se presta de su observancia

abraza no sólo la obligación de no contrariarlas, sino tam­

bién la de cumplirlas; las omisiones son frecuentemente tan

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j o s é m a r í a l u i s m o r a28

perjudiciales y aun más que las mismas transgresiones, pues

cuando éstas no pueden ocultarse a nadie, aquéllas se escapan

sin cesar aun a la más perspicaz vigilancia. Así es que todos

se alarman con los ataques verdaderos o supuestos que se

dan contra la legal. Sin embargo, estos objetos son de primer

interés y las naciones que los han visto con descuido y aban­

dono tarde o temprano han tenido que arrepentirse y llorar

los funestos resultados de su negligencia.

Otro exceso hoy bastante común en los gobiernos y es per­

suadirse o afectar, que pueden todo aquello que la ley no les

prohíbe, cuando es cierto que no están autorizados sino para

lo que ella los faculta. A esta persuasión ha dado origen el

error capital de que la Constitución y las leyes vienen a poner

límites a un poder que ya existía, revestido de facultades om­

nímodas, y no a crearlo y a formarlo. Semejante error podrá

ser disculpable en las naciones de Europa que reconocen el

principio de la legitimidad y en la suposición de la autoridad

de los reyes independiente de los pueblos; pero no en América,

cuyos gobiernos son de época reciente y de origen conocido.

En el país de Colón, los jefes de las repúblicas no tienen otros

títulos que la voluntad nacional consignada en las Consti­

tuciones sancionadas por los representantes de los pueblos;

nada pues pueden obrar legalmente fuera de las facultades

que les han sido expresamente concebidas. De lo contrario

resultaría que sin tocar en lo más mínimo las leyes, estarían

facultados para destruir las garantías sociales, atentar contra

la seguridad personal, dilapidar el tesoro público y ejercer el

poder arbitrario en toda la extensión ilimitada de la palabra,

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sin que pudiese hacérseles una reconvención legal. Las leyes no

impiden directamente estos males; ellas se reducen a prohibir

ciertos actos y procedimientos que conducen naturalmente a

cometerlos; mas como la enumeración que pueda hacerse de

los medios que conducen a su infracción jamás puede ser ca­

bal, por las relaciones infinitamente variadas que existen entre

las acciones humanas y los diferentes aspectos que presentan,

nunca podrá conseguirse poner coto al poder de los gobiernos

si quedan facultados para hacer todo lo que no se les prohíbe

expresamente, y no se procura limitarlos al ejercicio de aque­

llas funciones que les han sido prescritas y forman la fuerza

de su actividad política.

El medio más frecuente de que hacen uso los gobiernos

para hollar las leyes es valerse de los agentes subalternos cuan­

do tienen un interés muy conocido en dar este paso siempre

peligroso y quieren ponerse a cubierto de la censura pública

que comprometa su seguridad. Napoleón, que ha ejercido más

que ningún otro la tiranía, pero siempre tras de un fantasma

de representación nacional y bajo de apariencias y formas

liberales, se puede decir que es el creador de este sistema so­

lapado. Él ha hecho este funesto presente a las naciones que

acaban de sacudir el yugo que habían llevado por siglos, y por

desgracia no le han faltado imitadores entre los jefes que se

han puesto a la cabeza de los nuevos gobiernos. La conducta

de Sanmartín, la de lturbide y últimamente la de Bolívar, jefe

de una nación conquistadora, es demasiado conforme a la de

aquel emperador. Bolívar, para sobreponerse a la voluntad

nacional solemnemente consignada en una Constitución, y

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j o s é m a r í a l u i s m o r a30

Sanmartín e Iturbide para sofocarla impidiendo se instalase la

asamblea constituyente, o diese el lleno a sus funciones, han

esparcido sus agentes, colocándolos a todos en puestos impor­

tantes; en seguida los han alentado para que infrinjan las leyes,

o pidan a mano armada su revocación, pretextando peligros

y conspiraciones, haciendo valer la necesidad supuesta de dar

energía al gobierno y atropellar con todas las formas tutelares

de la libertad civil y seguridad individual; se ha procurado que

estos agentes hagan aparecer en oposición los intereses de la

libertad con los de la independencia nacional, para que par­

tiendo de suposición tan falsa como imposible, se sacrifiquen

éstos en obsequio de la conservación de aquéllos. En vano los

verdaderos amantes de la Patria han levantado el grito contra

semejantes supercherías, se les ha hecho callar persiguiéndolos

por la violencia o por apodos denigrativos de su conducta; se

han contrapuesto a sus sólidos discursos, temores abultados

y sofisterías estudiadas, y se ha dado el nombre de opinión

pública a los alborotos populares y a los actos de la fuerza. De

este modo se ha perdido o retardado el fruto de las revolucio­

nes y de tanta sangre vertida por alcanzar el goce de derechos

que se pierden en el momento preciso que debían empezarse a

disfrutar. Lo decimos seguros de no equivocarnos: los pueblos

no han peleado precisamente por la independencia sino por la

libertad; no por variar de señor, sino por sacudir la servidum­

bre, y muy poco habrían adelantado con deshacerse de un ex­

traño, si habían de caer bajo el poder de un señor doméstico.

Éste no deja de serlo porque carezca de título y denominación

de rey; los nombres en nada alteran ni varían la sustancia de

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d o s d i s c u r s o s s o b r e l o s p e l i g r o s d e l d e s p o t i s m o 31

las cosas. Desde el momento en que el Gobierno o sus agentes

traspasan impunemente las leyes, sea cual fuere la denomina­

ción y forma de éstos o aquél, la confianza pública desaparece,

la libertad es perdida y la revolución queda armada. Romperá

más tarde o más temprano, sus resultados serán más o menos

funestos, pero ella es inevitable.

Así es como se perpetúan sin intermisión las reacciones

civiles de un pueblo, haciendo de él un campo de guerra y de

destrucción, que a la larga será presa del primer usurpador

ambicioso. Donde no hay fuerza moral, donde no hay unión,

patriotismo ni libertad, no hay tampoco defensa contra la

usurpación.

Discite justitiam motivi, clamamos pues a los Gobiernos:

Modelad vuestro poder a las leyes, si queréis conservarlo; y

a los pueblos: Refrenad al Gobierno y sabed que cuantos es­

fuerzos hagáis por vuestra libertad, los hacéis por la felicidad

de la nación y el crédito de vuestros jefes. El mayor bien de

los pueblos es ser obedientes a la ley; el mayor bien de los

Gobiernos es la dichosa necesidad de ser justos.*

*El Observador de la República Mexicana, 1a. época. Tomado de J.L. Mora, Obras sueltas, Ed. Porrúa, S.A., 2a. ed., México, D.F., 1963, 775 pp.

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Francisco Zarco

LA LIbERTAD DE PRENSA

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Debo comenzar declarando, como mi apreciable amigo

el señor Cendejas, que al votar en contra del artículo 13 he

estado muy lejos de oponerme al principio de que la mani­

festación de las ideas no sea jamás objeto de inquisiciones

judiciales o administrativas. He votado en contra de las trabas

que ha establecido la comisión y que repugna mi conciencia,

porque veo que ellas nulifican un principio que debe ser am­

plio y absoluto.

Entrando ahora en la cuestión de la libertad de imprenta,

he creído de mi deber tomar parte en este debate porque soy

uno de los pocos periodistas que el pueblo ha enviado a esta

asamblea, porque tengo en las cuestiones de imprenta la expe­

riencia de muchos años, y la experiencia de víctima, señores,

que me hace conocer inconvenientes que pueden escaparse a

la penetración de hombres más ilustrados y más capaces, y

porque, en fin, deseo defender la libertad de la prensa como

La libertad de prensa

DISCURSO PRONUNCIADO EL 25 DE JULIO DE 1856 ANTE

EL CONGRESO CONSTITUYENTE

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f r a n c i s c o z a r c o36

la más preciosa de las garantías del ciudadano y sin la que son

mentira cualesquiera otras libertades y derechos.

Un célebre escritor inglés ha dicho: “Quitadme toda clase de

libertad, pero dejadme la de hablar y escribir conforme a mi con­

ciencia”. Estas palabras demuestran lo que de la prensa tiene que

esperar un pueblo libre, pues ella, señores, no sólo es el arma más

poderosa contra la tiranía y el despotismo, sino el instrumento

más eficaz y más activo del progreso y de la civilización.

Los ilustrados miembros de nuestra comisión de Constitu­

ción que profesan principios tan progresistas y tan avanzados

como los míos sin quererlo, porque no lo pueden querer, dejan

a la prensa expuesta a las mil vejaciones y arbitrariedades a

que ha estado sujeta en nuestra patria. Triste y doloroso es

decirlo, pero es la pura verdad: en México jamás ha habido

libertad de imprenta; los gobiernos conservadores, los que

se han llamado liberales, todos han tenido miedo a las ideas,

todos han sofocado la discusión, todos han perseguido y mar­

tirizado el pensamiento. Yo, a lo menos, señores, he tenido

que sufrir como escritor público ultrajes y tropelías de todos

los regímenes y de todos los partidos.

El artículo debiera dividirse en partes para que los verda­

deros progresistas pudiéramos votar en favor de las que están

conformes con nuestra conciencia. Pero si el derecho y las

restricciones que lo aniquilan han de formar un todo, votare­

mos en contra, pues al votar no podemos hacer explicaciones

ni salvedades.

Se establece que es inviolable la libertad de escribir y pu­

blicar escritos en cualquiera materia. Perfectamente. En este

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 37

punto estoy enteramente de acuerdo, porque la enunciación

de este principio no es una concesión, es un homenaje del

legislador a la dignidad humana, es un tributo de respeto a la

independencia del pensamiento y de la palabra.

Yo creo que la opinión, si puede ser error, jamás puede ser

un delito; pero de este principio absoluto no llego al extremo

que sostiene el ilustrado señor Ramírez, pues convengo en que

el bien de la sociedad exige ciertas restricciones para la liber­

tad de la prensa. Si estamos mirando que las predicaciones de

un clero fanático excitan al pueblo a la rebelión, al desorden

y a todo género de crímenes, y que la profanación del púlpito

con todas sus funestas consecuencias no es más que el abuso

de la palabra, ¿cómo hemos de negar que un periodista puede

causar los mismos males y conducir al pueblo a la asonada, al

incendio y al asesinato? La ley que consintiera este escándalo,

sería una ley indolente y maléfica.

Vemos cuáles son las restricciones que impone el artículo.

Después de descender a pormenores reglamentarios y que to­

can a las leyes orgánicas o secundarias, establece como límites

de la libertad de imprenta el respeto a la vida privada, a la

moral y a la paz pública. A primera vista esto parece justo y

racional; pero artículos semejantes hemos tenido en casi todas

nuestras constituciones, de ellos se ha abusado escandalosa­

mente, no ha habido libertad y los jueces y los funcionarios

todos se han convertido en perseguidores.

¡La vida privada! Todos deben respetar este santuario; pero

cuando el escritor acusa a un ministro de haberse robado un

millón de pesos al celebrar un contrato, cuando denuncia a un

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f r a n c i s c o z a r c o38

presidente de derrochar los fondos públicos, los fiscales y los

jueces sostienen que cuando se trata de robo se ataca la vida

privada y el escritor sucumbe a la arbitrariedad.

¡La moral! ¡Quién no respeta la moral! ¡Qué hombre no la

lleva escrita en el fondo del corazón! La calificación de actos

o escritos inmorales la hace conciencia sin errar jamás; pero

cuando hay un gobierno perseguidor, cuando hay jueces co­

rrompidos y cuando el odio de partido quiere no sólo callar

sino ultrajar a un escritor independiente, una máxima políti­

ca, una alusión festiva, un pasaje jocoso de los que se llaman

colorados, una burla inocente, una chanza sin consecuencia,

se califican de escritos inmorales para echar sobre un hombre

la mancha del libertino.

¡La paz pública! Esto es lo mismo que el orden público. El

orden público, señores, es una frase que inspira horror; el or­

den público, señores, reinaba en este país cuando lo oprimían

Santa Anna y los conservadores, cuando el orden consistía

en destierros y en proscripciones. ¡El orden público se resta­

blecía en México cuando el ministro Alamán empapaba sus

manos en la sangre del ilustre y esforzado Guerrero! ¡El orden

público, como hace poco recordaba el señor Díaz González,

reinaba en Varsovia cuando la Polonia generosa y heroica

sucumbía maniatada, desangrada, exánime, al bárbaro yugo

de la opresión de la Rusia! El orden público, señores, es a me­

nudo la muerte y la degradación de los pueblos, es el reinado

tranquilo de todas las tiranías! ¡El orden público de Varsovia

es el principio conservador en que se funda la perniciosa teoría

de la autoridad ilimitada!

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 39

¿Y cómo se ataca el orden público por medio de la imprenta?

Un gobierno que teme la discusión ve comprometida la paz y

atacado el orden si se censuran los actos de los funcionarios;

el examen de una ley compromete el orden público; el reclamo

de reformas sociales amenaza el orden público; la petición de

reformas a una constitución pone en peligro el orden público.

Este orden público es deleznable y quebradizo y llega a destruir

la libertad de la prensa, y con ella todas las libertades.

Yo no quiero estas restricciones, no las quiere el partido

liberal, no las quiere el pueblo, porque todos queremos que

las leyes y las autoridades, y esta misma Constitución que esta­

mos discutiendo, queden sujetas al libre examen y puedan ser

censuradas para que se demuestren sus inconvenientes, pues

ni los congresos, ni la misma Constitución, están fuera de la

jurisdicción de la imprenta.

Si admitimos estas vagas restricciones, dejamos sin ningu­

na garantía la libertad del pensamiento, y el señor Cendejas

tiene razón al recordar las palabras de Beaumarchais: habrá

libertad de imprenta para todo, con tal que no se hable de po­

lítica, ni de administración, ni del gobierno, ni de ciencias, ni

de artes, ni de religión, ni de los literatos, ni de los cómicos...

Esta es la libertad que no queda. Para hablar así me fundo en

la experiencia.

En tiempos constitucionales, fiscales y jueces me han

perse guido como difamador porque atacaba una candidatura

pre si dencial, y cuantas razones políticas daba la prensa para

oponerse a la elevación del general Arista eran calificadas de

ataques a la vida privada.

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f r a n c i s c o z a r c o40

La comisión, que quiere que el pueblo ejerza las funciones

de juez, establece el jurado para los juicios de imprenta: pero

ese jurado no es el juicio del pueblo por el pueblo, no es el

juicio de la conciencia pública, no ofrece ninguna garantía.

Es, por el contrario, la farsa de la justicia, la caricatura del

ju rado popular. Un solo jurado ha de calificar el hecho y ha

de aplicar la ley. La garantía consiste en que haya un jurado

de calificación y otro de sentencia, para que así la defensa no

sea vana fórmula y un jurado pueda declarar que el otro se ha

equivocado. Establecer las dos instancias en un mismo tribu­

nal es un absurdo, porque los hombres que declaran culpable

un hecho no lo absolverán después, no confesarán su error,

porque acaso sin quererlo podrá más en ellos el amor propio

que la justicia. El conocimiento de la miseria y del orgullo hu­

mano hace conocer esta verdad.

Pero aún hay más. El jurado que ha de calificar el hecho,

que ha de aplicar la ley, que ha de designar la pena, ha de obrar

bajo la dirección del tribunal de justicia de la jurisdicción res­

pectiva. ¿Qué significa esto, señores? ¿Qué queda entonces del

jurado? La apariencia, y nada más. Los ciudadanos sencillos y

poco eruditos que van a formar el jurado no deben tener más

director que su conciencia. Ellos deben leer el escrito, pesar la

intención del escrito, porque en juicios de imprenta las inten­

ciones merecen más examen que las palabras, oír la defensa y

la acusación, y fallar en nombre de la opinión pública. Nada

de esto sucedería con la dirección del tribunal de justicia. El

jurado pierde su independencia, se ve invadido por los hom­

bres del foro con todas sus chicanas, con todas sus argucias;

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 41

los jurados quedarán confundidos bajo el peso de las citas em­

brolladas de la legislación de Justiniano, de las Pandectas, de

las Partidas, del Fuero Juzgo, de las leyes de Toro, de las leyes

extranjeras, de todos los códigos habidos y por haber, y ya

no fallarán en nombre de la opinión pública. Los jueces serán

muchas veces instrumentos del poder, y, suponiéndolos probos

y honrados, los jurados que no son hombres de tribuna ni de

polémica, los jurados que no tendrán el atrevimiento que aquí

tenemos algunos para contradecir a las notabilidades famosas

y para no fiarnos ciegamente en su autoridad, los jurados que

tendrán también su amor propio y no se resignarán como

nosotros a pasar por ignorantes, los jurados, señor, se dejarán

gobernar por textos latinos, sólo por no confesar que no los

entienden y se dejarán guiar por la influencia de los peritos, de

los maestros, en punto a delitos y penas. Esto es desnaturali­

zar la institución más popular, esto es jugar con las palabras y

destruir de un golpe la libertad de la prensa. Me declaro, pues,

en contra de todo el artículo.

¿Queréis restricciones? Las quiero yo también, pero pru­

dentes, justas y razonables. Aunque lo que voy a proponer

parece más bien propio de la ley orgánica, yo desearía que se

adoptara como principio en la misma Constitución. Propongo

que se establezca que ningún escrito pueda publicarse sin la

firma de su autor, y en esto no encuentro ninguna restricción

ni taxativa que sea contraria a la verdadera libertad. Cuando

hablamos, lo hacemos con la cara descubierta; quien recibe

un anónimo lo mira con desprecio. ¿Qué inconveniente hay,

pues, en que todo hombre honrado que escribe conforme a su

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conciencia ponga su nombre al pie de sus escritos? Las Cortes

de España acaban de decretar este requisito, y ellas son emi­

nentemente progresistas y muy amigas de la libertad. Yo no

hallo más que un inconveniente, que es demasiado ligero. El

escritor novel por una modesta timidez huye de la publicidad,

teme el ataque violento de la crítica; pero una vez vencida esta

timidez, hay más conciencia en el escritor y más seguridad

para la sociedad.

En nuestro país ha introducido esta reforma la ley que hace

poco expidió el señor Lafragua, y, sin que se crea que hay in­

consecuencia en mi conducta, me es grato defender aquí ese

acto del ministro de Gobernación, a quien más de una vez he

tenido que atacar. Las restricciones de la ley Lafragua nacieron

de las circunstancias. Al triunfar el Plan de Ayutla, al estable­

cerse el gobierno actual, estaban en pie todos los elementos

que podían frustrar los heroicos esfuerzos del pueblo hechos

en favor de la libertad. La dictadura hizo muy bien en expedir

una disposición que sólo podemos aceptar como transitoria.

Pero la ley Lafragua es tan liberal como lo permitían las cir­

cunstancias; ofrece garantías, establece un juicio con todos

los trámites legales, respeta el derecho de defensa, concede el

recurso de la segunda instancia, y no es, en fin, una venganza

ni una represalia contra nuestros adversarios. Compárese la

ley Lafragua con la ley Lares, y se verá la diferencia. Ahora

hay juicio, hay defensa, y nadie está expuesto a tropelías. Bajo

la administración conservadora, la imprenta era negocio de

policía y la pena venía sin juicio, sin audiencia, sin defensa.

Un Lagarde, un esbirro, entraba a mi redacción y me decía:

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 43

“Pague usted doscientos pesos de multa”. Preguntaba uno por

qué, cuál era el artículo denunciado, y se le contestaba: “No

tiene usted derecho a preguntar. Si no paga dentro de dos ho­

ras, se suspende el periódico y marcha usted a Perote”. Este era

todo el procedimiento. En la ley Lafragua no hay, pues, nada

de represalia, nada de venganza. Ella ha exigido la firma, y ha

sucedido lo que era de esperarse: los periodistas liberales han

dado sus nombres: los conservadores se han parapetado tras

de firmones, tras de nombres supuestos, tras de pobres ca jis tas ,

tras de miserables encuadernadores, porque son miserables y

villanos.

Y no se diga que esto procede de las circunstancias y de

que el partido liberal está triunfante. La prensa conservado­

ra en sus días de prosperidad y de jauja, cuando vivía de los

fondos públicos como el Universal, o de dinero de las cajas de

La Habana, como el Tiempo, cuando escribían sus notabili­

dades como don Lucas Alamán y el padre Miranda, ¡siempre

la misma cobardía, siempre los firmones, siempre el ataque

asemejándose al puñal aleve del asesino!

En la prensa liberal, por el contrario, me es honroso el de­

cir lo, nuestras redacciones han estado siempre abiertas a todo

el mundo, a los jueces y a los esbirros; a los amigos y a los per­

seguidores y a cuantos han querido explicaciones personales.

Cuando gran parte de la prensa de esta capital protestó contra

la candidatura del señor Arista, se convino en que todos die­

ran sus nombres: conservadores y santanistas se escondieron

y sólo aceptaron la responsabilidad dos periodistas liberales

que hoy tienen la honra de pertenecer a esta asamblea, el

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f r a n c i s c o z a r c o44

señor Lazo Estrada y yo. Esta diferencia no consiste ni en la

desgracia ni en la fortuna.

¿Qué días de prosperidad hay para el escritor que en Méxi­

co defiende los principios liberales? ¿Qué puede esperar sino

desengaños y sufrimientos, cuando nuestro partido se divide el

día de sus triunfos, cuando la discordia debilita nuestras filas,

cuando, unidos como conspiradores, nos dividimos siempre

al llegar al poder? Triunfamos, pero nuestras divisiones nos

hacen caer. Vencemos; pero nuestras discordias nos conducen

bien pronto a la condición de vencidos. No fiamos, pues, en la

fortuna al atacar a las clases privilegiadas, al defender los in­

tereses del pueblo, al denunciar las negras maquinaciones del

clero, al reclamar la libertad religiosa que aquí decretaremos.

Sabemos muy bien lo que nos espera cuando triunfen nuestros

adversarios. Combatimos contra una facción cruel y sangui­

naria; hemos atacado al clero, que es un enemigo rencoroso e

implacable en sus venganzas, obtendremos el cadalso o el gri­

llete; pero a todo estamos resignados, porque somos hombres

de conciencia. Pero qué, ¿hay acaso días de prosperidad para

el escritor liberal? No, señores, no hay más que amarguras y

sufrimientos, no hay más que injusticias y desengaños... El

hombre que consagra su vida entera, su inteligencia toda, a ser

el eco o el intérprete de un partido, a dirigir la opinión, el que

pudiera extraviarla en un momento de despecho, este hombre,

señores, que se convierte en el verbo de un pueblo entero,

no encuentra en su camino más que calumnias e injusticias

Yo mismo, señores, que siempre he defendido los principios

liberales, que he procurado el desarrollo de la revolución de

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 45

Ayutla, que he marchado sin retroceder por el camino de la

reforma, que he comprometido mi porvenir y mi tranquilidad

apoyando al gobierno actual como representante de la revo­

lución; yo mismo, señores, me encuentro con que porque soy

franco, porque no disimulo jamás la verdad, soy considerado

como hostil al gobierno. Los ministros y el mismo presidente

de la República me consideran como a enemigo ambicioso, a

mí, que no anhelo más que el bien público ¡Oh!, tanta miseria

no irrita, inspira sólo... compasión. ¡Estos son nuestros días

de prosperidad!

Perdóneseme esta digresión. Decía yo que los escritores

conservadores siempre ocultan su nombre, y entiendo que el

que niega sus escritos procede así porque no lleva limpia la

frente, porque su nombre no está sin mancha. En la prensa

conservadora, refugio de aventureros, madriguera de advene­

dizos y carlistas que, expulsados por la España liberal, vienen

aquí a buscar un pedazo de pan y no lo ganan sino con la

diatriba y la calumnia, con predicar la sedición y el fanatismo,

con insultar al pueblo hospitalario dispuesto a recibirlos como

hermanos, en la prensa conservadora, ¿qué nombres pueden

darse a luz? ¿Quién los conoce, qué significación política pu­

dieran tener? Hoy mismo los que atizan la tea de la discordia,

los que insultan al gobierno, los que calumnian al Congreso,

los que vilipendian al pueblo, los que ultrajan la libertad, los

que provocan la reacción, los que suscitan el fanatismo, se

ocultan bajo el anónimo, hieren como villanos, porque son

pérfidos y cobardes. [...] En mi concepto, mi amigo el señor

Cendejas tiene razón al ver en este artículo algo de una arma

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f r a n c i s c o z a r c o46

de partido, arma que, yo añado, puede ser de dos filos. Si

hemos consentido las restricciones de la ley Lafragua, al dar

la Constitución que será nuestra obra, que será la obra del

pueblo, haya tanta libertad para nosotros como para nuestros

adversarios. Nada de represalias, nosotros no huimos de la

discusión, no la tememos. Respetamos las opiniones de buena

fe; de ellas nace la luz. En cuanto a la oposición conservadora,

con toda su hiel y toda su ponzoña, ¿qué puede hacer? Nos

llamará locos y bandidos, insensatos y socialistas; se burlará

de los congresillos, se mofará de la soberanía del pueblo, ata­

cará la libertad religiosa y nos hablará de los felices tiempos

de la inquisición, disparará diatribas contra la libertad y nos

hablará de orden público y de autoridad ilimitada. ¿No ten­

dremos nada que contestarle? Sí, hablaremos del juicio con

que crearon los conservadores la Orden de Guadalupe; a esos

hombres tan religiosos y tan honrados les contaremos la his­

toria de la Mesilla y de las gotas de agua, la venta de nuestros

hermanos de Yucatán, los destierros, los robos, los escánda­

los, los sacrilegios, la prostitución, el vilipendio y la bajeza

que caracterizaron al gobierno de los hombres decentes, de

los hombres de bien; probaremos, en fin, lo que fue aquella

funesta administración en que los prohombres se convirtieron

en verdugos y en esbirros, en que presidente y ministros y di­

plomáticos y hombres de estado, no tenían más competencia

que la del robo, y mientras la nación sufría la miseria y la

opresión, como perros y gatos se disputaban en la tesorería

hasta el último peso. Tal fue la administración de S.A.S.

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DISCURSO PRONUNCIADO EL 28 DE JULIO DE 1856 ANTE

EL CONGRESO CONSTITUYENTE

Me es sensible tener que insistir en mis objeciones en contra

del artículo, porque las explicaciones de la comisión están, en

mi concepto, muy lejos de ser satisfactorias.

Señores, mientras la imprenta se considere sólo bajo el

aspecto del espíritu de partido, mientras el partido triunfante

no vea en ella más que un elemento de oposición, mientras

el legislador no contemple a la prensa sino como un ariete

contra los gobiernos, no saldremos de nuestra antigua rutina,

no afianzaremos la libertad del pensamiento, y una timidez

mal disimulada mantendrá las restricciones vagas, las trabas

arbitrarias que hoy nos propone la comisión.

Examinemos la prensa como simple manifestación del pen­

samiento, veámosla como instrumento del progreso humano,

contemplémosla bajo el aspecto de la ciencia, del arte, de la

civilización; demos una rápida ojeada a la historia de sus

inmarcesibles glorias y de sus cruentos martirios y veremos,

señores, que las trabas mal definidas, como la de la moral, que

consulta la comisión, han sido el origen de todas sus persecu­

ciones y las que han hecho ilusoria su libertad.

No cansaré al Congreso acumulando citas históricas de lo

que ha sufrido la prensa en los países todos del mundo. Me

limitaré a la Francia, que es uno de los pueblos que más se

ha aprovechado de la luz de la imprenta y que es la nación

que más resplandores ha derramado sobre el mundo. Asom­

brada la Europa con el portentoso invento de Gutenberg, la

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imprenta encontró durante mucho tiempo, favor, protección

y libertad, no de repúblicas, no de congresos compuestos de

liberales, sino de los pontífices, de los reyes absolutos, que se

disputaban la honra de tener en sus cortes a los tipógrafos

famosos, como los Aldo Manucio, los Gering y los Elzenvir.

Este favor se dispensaba conforme a las ideas de la época, con

privilegios, con distinciones, y formando gremios para fa ci litar

el desarrollo del arte. A este favor se opuso un clero faná tico e

ignorante que no pudo discutir con la reforma, que se aterrori­

zó con las predicaciones de Lutero y que reputó como herejes

a todos los que hablaban del dogma aun cuando defendieran

el catolicismo. A las intrigas del clero se debió la triste orde­

nanza de Francisco I, que suprimió el uso de la im prenta en

todo el reino para salvar la moral que estaba en peligro con

la multitud de libros, ordenanza que el mismo rey revocó des­

pués, honrando a la prensa y confesando que el mismo clero

lo había engañado y sorprendido.

No bien se supo en Francia el descubrimiento de la impren­

ta, cuando el rey Carlos VII envió a Maguncia al grabador

Nicolás Jenson a estudiar este arte. Luis XI, que comprendió

la importancia de este invento y quiso aprovecharlo, llamó

a Gering y a sus asociados, en 1474, para fundar la primera

imprenta de París, hizo que se naturalizaran y les concedió

hasta el derecho de testar, lo que en aquellos tiempos era un

gran favor.

En 1458 se permite la enseñanza del griego al sabio Gre­

gorio Tifernas, y este hecho es muy notable en la historia de

la imprenta, porque de él vino en Francia el estudio de los

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clásicos, el progreso de la literatura, y porque a él se opusie­

ron tenazmente frailes tan ignorantes como algunos de los

que tenemos hoy, y, hubo señores, sacerdotes que dijeran en

el púlpito estas palabras: “Se ha inventado una nueva lengua

que se llama griega, de la que es menester guardarse porque

engendra todas las herejías. En cuanto al hebreo, está probado

que los que lo aprenden inmediatamente se vuelven judíos”. Y

Noel Beda, síndico de la facultad de teología, se atrevió a decir

en pleno parlamento estas palabras: “La religión se pierde si

permitimos imprimir en griego y en hebreo, porque queda

destruida la autoridad de la Vulgata”.

Y el famoso predicador Maillard dirigía a los libreros esta

ferviente exhortación para que no publicaran la Biblia en len­

gua vulgar: “¡Pobres hombres, no os basta condenaros, sino

que queréis condenar a los demás imprimiendo libros en que

se habla de amor y que son una ocasión de pecado”.

Así, pues, señores, la lengua de Platón, la lengua de la Bi­

blia, la misma lengua francesa que hablaba el pueblo, estuvie­

ron en riesgo de ser proscritas como contrarias a la moral.

En 1488, Carlos VIII concede grandes privilegios a los im­

presores, a los libreros y a los fabricantes de papel. declarando

a los impresores libreros miembros de la universidad y es­

tableciendo, para honrar a la imprenta, que nadie pudiese tener

taller público sin haber pasado cuatro años de aprendizajes y

que los maestros y los correctores supiesen hablar el latín y leer

el griego.

En 1513, Luis XII expidió un edicto famoso en que dice

que considerando el inmenso beneficio que ha resultado a su

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reino por medio del arte y ciencia de la imprenta, invento que

parece más divino que humano, confirma todos los privilegios

anteriores, exime a la imprenta de contribuir al subsidio ex­

traordinario de treinta mil libras y declara los libros exentos

de todo derecho de peaje.

Francisco I, como arrepentido de su bárbaro edicto, no

sólo confirmó todos los privilegios del arte tipográfico, sino

que exceptuó a todos los impresores del servicio de las armas

y del de policía para no perjudicarlos en el noble ejercicio de

su profesión.

En 1539 se dio el célebre reglamento sobre los salarios y las

relaciones entre los maestros y los oficiales, y se estableció que,

para dictar disposiciones en materia de imprenta, era preciso

oír previamente a los impresores. Por este tiempo se debieron

a Francisco I las primeras impresiones en lengua árabe.

Enrique II confirma los privilegios de la imprenta y toma

el mayor empeño en arreglar la venta del papel a precio bajo,

y, pocos años después, este artículo quedó exento de todo

derecho.

El mismo Carlos IX, el verdugo de la Saint­Barthélemy,

tiene que honrar a la imprenta, y se ve obligado a revocar el

edicto que gravó con impuestos al papel.

Enrique III declara en 1583 que la imprenta no está sujeta

a las tasas que pesan sobre las artes y oficios, porque nunca

debe ser considerada como un arte mecánico.

El generoso Enrique IV va todavía más lejos y exime a la

imprenta de todo género de contribuciones. Este edicto es con­

firmado por Luis XIII.

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En 1618 se expide el reglamento que fue hasta el tiempo de

la revolución la carta magna de la imprenta y que no imponía

taxativas al pensamiento sino que cuidaba de la belleza del

arte, de la corrección de los libros, del uso de buenos carac­

teres. En todo esto era tal la escrupulosidad de los impresores

de entonces, que exponían sus pruebas al público, pagando las

correcciones, que aspiraban a poder poner al frente de sus libros

sine menda y que de la ciudad de Wurzburgo fue desterrado un

impresor a petición de los demás porque había deshonrado el

arte con una errata de la que resultaba un sentido obsceno.

En 1634 se funda la Academia Francesa, se reúne en la casa

del impresor Camusat, y este impresor tiene la gloria de servir

de órgano a aquel cuerpo literario hablando muchas veces en

su nombre.

El asombroso progreso intelectual del siglo de Luis XIV

prueba que durante su reinado no faltó protección a la im­

prenta. En efecto, este rey que dio poderoso impulso al graba­

do confirmó los privilegios de la tipografía, lIamándola en su

ordenanza, “la más bella y la más útil de las artes, digna del

mayor esplendor”, y con su propia mano tiró en la prensa los

primeros pliegos de las Memorias de Felipe de Commines.

Luis XV exime a los impresores no sólo de impuestos, sino

de todo servicio personal y de la obligación de dar bagajes y

alojamientos a las tropas, e imprime él mismo la obra Curso

de los principales ríos de la Europa.

El infortunado Luis XVI protege a la imprenta, devuelve

la libertad a los impresores encarcelados arbitrariamente, e

imprime por sí mismo las Máximas sacadas del Telémaco.

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En todo el periodo que hemos recorrido, no sólo los reyes,

sino los particulares, honraban a la imprenta y tenían prensas

en su casa. El cardenal Richelieu imprime las obras de Epíteco,

de Sócrates, de Plutarco y de Séneca. La madre de Luis XIV

imprime La elevación del corazón a nuestro Señor Jesucristo.

Madama de Pompadour imprime los versos de Corneille; el

duque de Choiseul imprime sus Memorias; Franklin, el ilustre

americano, imprime en París, en su casa particular, su famoso

Código de la razón humana, y Valentín Haüy funda una im­

prenta para enseñar el arte a los ciegos.

Poco más o menos, esta fue la situación de la imprenta en

todas las naciones cultas de la Europa. La Alemania, la In­

glaterra, la Holanda, la Italia, la España, le dispensaban todo

género de gracias y favores.

Pero esta misma época de prosperidad no estuvo exenta de

martirios, y el arte contó entre sus glorias la del sacrificio de

grandes escritores y de ilustres impresores.

En el año de 1533 la Sorbona pidió la abolición completa

de la imprenta, porque Lutero la había llamado “la segunda

emancipación del género humano”. La Sorbona no logró su

intento, pero al año siguiente se fijaron en las esquinas de Pa­

rís unos pasquines contra la misa y contra la presencia real.

El clero hizo una solemne procesión y por fin de fiesta fueron

quemados vivos seis impresores, y esto se hizo en nombre de

la moral.

En 1538, el parlamento prohíbe los Salmos de David, y

los cantos sublimes del rey profeta se ven anatematizados en

nombre de la moral.

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El mismo anatema cae sobre las obras de Erasmo, a quien

llamaban los frailes la Bestia erudita, sobre las de Melanchton,

sobre las de Dorphan y sobre las de Bonalfosci.

Por entonces nace la previa censura encomendada a la uni­

versidad y a la facultad de teología. La primera víctima de este

examen es el ilustre impresor Dolet, poeta, bibliófilo, abogado,

historiador, médico y traductor de los clásicos de la antigüedad.

Este hombre insigne, señores, fue juzgado por los magistrados

que aborrecían el griego porque no lo entendían; estos magis­

trados que fallaban en nombre de la moral, declararon que

Dolet se había equivocado al traducir un diálogo de Platón, y

porque uno de los interlocutores dice “nada seremos después de

la muerte”. Como esta idea no es conforme con la verdad cató­

lica, Dolet pagó la falta de catolicismo de Platón y fue quemado

vivo porque así lo exigía la moral de aquellos tiempos.

Otro impresor llamado Lhome fue mártir del secreto que

había prometido al autor de un folleto que era una violenta

sátira latina titulada Carta al tigre de Francia e imitación de

la primera Catilinaria. La casa de los Guisas, cuyo nombre no

mentaba la sátira, se dio por aludida, y, como un homenaje de

respeto a la vida privada, el impresor fue ahorcado, aunque en

lugar cómodo y conveniente, según dice la sentencia, en que

el sarcasmo se une a la crueldad. Y entonces, señores, hubo

otra víctima de la conciencia pública: un pobre mercader se

atrevió, al ver al sentenciado apedreado e insultado por el

populacho, a encomendarlo a la Virgen María, y el mercader

fue ajusticiado como blasfemo y como sedicioso, porque así

lo exigían la moral y la paz pública.

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El folleto titulado la Sombra de Scarron, en el que se conta­

ba lo que todo el mundo sabía, que el rey se había casado con

madama de Maintenon, produjo tres ahorcados, no sé si en

obsequio de la moral, de la paz pública o de la vida privada.

Así, poco a poco se fueron extendiendo la censura y la

persecución, lo mismo en Francia que en las otras naciones.

En Inglaterra los impresores y los escritores políticos eran

azotados en las plazas públicas; todo el mundo sabe la suerte

del Gacetero de Holanda. En Roma, el libro de los libros, la

Biblia, estaba prohibida como contraria a la moral, aunque

sus páginas están dictadas por Dios, aunque sus palabras

todas son de esperanza y de consuelo para la humanidad. En

España, la Inquisición era la que se encargaba de cuidar de

la moral, enviando gentes a la hoguera, y no sólo perseguía

a herejes, judaizantes y cristianos nuevos, sino también a San

Juan de Dios, a San Juan de la Cruz, a Fray Luis de León y a

la incomparable Santa Teresa.

Todo esto se hacía, señores, en nombre de la moral.

Si volvemos los ojos a épocas más remotas, veremos que­

mados por la mano del verdugo los libros de Abelardo porque

proclama el libre examen y es el primer racionalista; veremos

a Sócrates bebiendo la cicuta porque había atacado la moral

pagana proclamando la unidad de Dios, y veremos, por fin,

en la cumbre del Gólgota a Jesucristo muriendo en la cruz,

porque su doctrina era contraria a la moral de los escribas y

los fariseos.

Fundado en estos hechos, me inspira horror la restricción

que propone el artículo.

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En México, señores, donde ha habido tantas inconsecuen­

cias, se ha proclamado la libertad de la prensa y se ha dejado

la previa censura para el teatro; dos o tres abogados han sido

los jueces del arte dramático; piezas representadas en la mo­

nárquica España han sido prohibidas en México, y lo recuerdo

con vergüenza, la mejor comedia de Ventura de la Vega, El

hombre de mundo, se ha puesto en escena después de tenaces

resistencias de los censores que querían defender la moral.

En tiempo del general Arista, cuando tanto se hablaba de

libertad, lo recuerdo también con rubor, la policía ha ido a

recoger a las librerías la obra que el moralista Aimé Martin

consagra a las madres de familia, y esto se hizo en nombre de

la moral, olvidando que este ilustre escritor es discípulo de

Fénelon y de Bernardino de Saint­Pierre, y que sus obras están

en el hogar doméstico, en manos de las madres y de las niñas,

en todas las naciones cristianas.

A todo esto nos contesta la comisión, que nos ocupamos de

abusos y que ella ha tomado precauciones para evitarlos. Yo

sostengo que los abusos pueden nacer de la vaguedad del ar­

tículo, y, aunque no soy abogado, entiendo que el delito debe

estar bien definido para que no haya arbitrariedad ni abuso

en los jueces letrados ni en los jurados.

La comisión nos ofrece dos consuelos. El señor Mata dice

que, si los jurados son arbitrarios, debemos resignarnos a la

arbitrariedad del pueblo. No entiendo que la misión de una

asamblea constituyente es evitar para lo futuro toda arbitra­

riedad y todo abuso. No creo que sea limitada la soberanía de

los pueblos, pues nunca deben obrar contra los principios de

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la justicia, nunca veré más que un atentado en las sentencias

del pueblo de Atenas imponiendo el ostracismo a Arístides el

Justo y la muerte a Sócrates el Filósofo.

El señor Arriaga dice que nada importa una sentencia in­

justa cuando el inocente es absuelto por la conciencia pública,

por el espíritu del pueblo, por el espíritu de Dios. Bellas pala­

bras, dignas de un elocuente orador. La misma idea ha hecho

decir antes a un trágico francés que la infamia no está en el

cadalso sino en el crimen; pero todo esto es apelar al testi­

monio íntimo de la conciencia, y nosotros, como legisladores

constituyentes, no debemos fiar en este recurso, sino establecer

sólidas garantías para los derechos que proclamamos.

Insisto en que las infracciones deben ser mejor definidas. En

vez de hablar vagamente de la vida privada, debiera mencio­

narse el caso de injurias, como ha aconsejado el señor Ramírez,

pues de lo contrario, señores, llegará a ser delito publicar que

un ministro recibió de visita a un agiotista o que un diputado

ha recibido dinero de la tesorería, cuando acaso sin que el que

tales hechos anuncie sepa que el ministro y el agiotista hicieron

un contrato ruinoso o que el diputado fue a vender su voto.

Yo quisiera que en lugar de hablar vagamente de la moral

se prohibieran los escritos obscuros, pues con esto y exigir

la firma de los autores, estoy seguro de que ningún hombre

honrado que se respeta a sí mismo se atrevería a ofender las

buenas costumbres en un libro o en un periódico. La moral se

siente y no se define, ha dicho muy bien uno de los señores de

la comisión: mayor peligro de juicios arbitrarios. ¿A qué nos

atendremos para calificar?, ¿al capricho del gobernante?, ¿ al

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Index de Roma? No, porque en ese lndex ha estado compren­

dida la Biblia; no, porque en ese lndex están todas las obras

que enaltecen al espíritu humano: no, porque ese lndex ha

querido prescribir la ciencia de la razón, el libre examen, las

verdades de la astronomía y de la geología, porque ha alcan­

zado a los libros de fisiología y de medicina. Si dejamos esta

vaga restricción, no sólo acabaremos con la prensa política,

sino que contrariaremos el progreso de la ciencia y el desarro­

llo de la literatura. Sofocaremos al nacer a los genios, que pue­

den ser en nuestro país moralistas o escritores de costumbres,

y aun proscribiremos las obras del señor Prieto, miembro de

esta asamblea, que es seguramente el primero en este género,

porque acaso sus alusiones festivas, sus gracias picantes o

coloradas, podrán parecer contrarias a la moral. Y contrarias

a la moral parecerán también las notables palabras que han

pronunciado los oradores de este Congreso. La conciencia

pública, espíritu del pueblo y espíritu de Dios, de que habla

e! señor Arriaga, será una blasfemia, aunque se haya dicho

siempre vox populi, vox Dei, y la negativa del señor Ramírez a

que hablemos en nombre de Dios, como si fuéramos profetas,

pasará por desacato o por herejía.

En vez de hablar vagamente de la paz pública, yo quisiera

que terminantemente se dijera que se prohíben los escritos

que directamente provoquen a la rebelión o a la desobedien­

cia de la ley, porque de otro modo temo que la censura de los

funcionarios públicos, el examen razonado de las leyes y la

petición de reformar esta misma Constitución que estamos

discutiendo, se califiquen de ataques a la paz pública.

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f r a n c i s c o z a r c o58

Con respecto al jurado, yo no lo veo en lo que propone

la la comisión, reclamo como garantía que haya un jurado

de calificación y otro de sentencia, y repito que la dirección

del tribunal de justicia ha de desnaturalizar completamente el

carácter del jurado quitándole toda independencia.

Tantas restricciones son extrañas en una sección que se

llama de derechos del hombre. No parece sino que la comi­

sión, cuando enuncia una gran verdad, cuando proclama un

principio, cuando reconoce un derecho, se atemoriza, quiere

borrarlos con el dedo y por esto establece luego toda clase de

restricciones.

No sé por qué hasta los gobiernos y las asambleas liberales

ven a la prensa a veces con tanto desdén, a veces con tanto

temor. No se haga caso del poco mérito de los escritores, no

se admita aquí la vulgaridad de que los periodistas están bajo

el yugo de los impresores. A mí se me ha hecho este ataque, y

debo decir que nunca he prescindido de mi independencia, y

que soy tan independiente aquí como en el periódico de que

soy redactor en jefe. Si de mí se puede dudar, no habrá quién

crea que mis antecedentes en el mismo periódico, que son el

actual jefe del gabinete, el señor don Luis de la Rosa, el actual

presidente de la Suprema Corte de Justicia, el señor don Juan

B. Morales, el señor Otero, los señores diputados Prieto, Cas­

tillo Velasco y algunos otros, han prescindido de su indepen­

dencia para servir sólo a don Ignacio Cumplido. No, allí todos

han servido al país y a la causa de los buenos principios, y el

señor Cumplido, como impresor, ha servido bastante a su país

procurando el progreso del arte, manteniendo con constancia,

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l a l i b e r t a d d e p r e n s a 59

y a pesar de mil contratiempos, un periódico órgano del par­

tido liberal, antes y ahora defensor de los buenos principios,

de la propiedad y de las bases del verdadero orden social, y

respetando la conciencia de los escritores, sin lo que la existen­

cia del mismo periódico hubiera sido imposible. Se atribuyen

también las opiniones de un escritor a la miserable cuestión

de las impresiones del gobierno. Yo he hecho la oposición a

gobiernos que han dado qué imprimir al señor Cumplido y

he defendido a otros que nada le han dado qué hacer. Por lo

demás, acusar a un impresor de que imprime es tan absurdo

como hacer cargos a un médico de que cura o a un abogado

de que litiga.

Apartándonos de estas miserias, consideremos la imprenta

bajo su verdadero punto de vista, como elemento de civilización

y de progreso, y el derecho de escribir como la primera de las

libertades, sin la que son mentira la libertad política y civil.

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Ignacio Ramírez

SALARIO y TRAbAjO

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Salario y trabajo

EL TIEMPO*

Según los redactores de El Tiempo, las clases propietarias

que miran como opuesto a sus intereses, el sistema republi­

cano, han impedido su establecimiento, con las frecuentes

revoluciones que han ensangrentado nuestra patria; y para

evitar tantos males, opinan porque esas revolucionarias clases,

subyugando a las demás, se apoderen del gobierno nacional, y

aun si les conviene, lo entreguen a un monarca. Esa confesión

será el proceso, la sentencia de muerte de ese partido.

¡Y es verdad lo que dice ese periódico! Así es que si sus es­

critores son propietarios, hacen bien defendiendo la feliz clase

a que pertenecen; y nosotros que pertenecemos a la proscrita

raza de trabajadores ¿por qué no hemos de decir el huevo y

quien lo puso a nuestros amos?

* Tomado de: Don Simplicio, periódico burlesco, crítico y filosófico, por unos simples. México, Imprenta de la Sociedad Literaria. A cargo de Agustín Contreras, segunda época, tomo II, número 10.

Las propiedades están distribuidas con mucha desigualdad.

El Tiempo

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i g n a c i o r a m í r e z64

Nosotros los trabajadores, decimos, pues, a los propieta­

rios: la tercera parte de los bienes raíces pertenece al clero;

otra tercera parte, a los descendientes de nuestros conquis­

tadores; y el resto está abandonado; dejemos colonizar estas

tierras incultas; vengan los hijos hambrientos de las dichosas

monarquías europeas, a darnos población, arte y ciencias, y

que el pueblo corrompido fecundice el terreno, y mejore sus

costumbres: pero los propietarios responden, que los extranje­

ros vendrían a viciarnos, y a empobrecernos con la tolerancia

religiosa; que nuestras costumbres son buenas, y por lo mismo

somos felices.

Nosotros los trabajadores, decimos a los hacendados: ¿por

qué sin el sudor de vuestro rostro coméis el pan, y lo tiráis

con vuestras prostitutas y lacayos? Si respondéis que porque

Dios os hizo ricos, vengan los títulos; si habláis del derecho de

conquista, nos tratáis como conquistados, si alegáis un testa­

mento, eso es bueno contra un particular, pero no contra una

nación; ¿por qué se consienten las herencias?, por la utilidad

que de ellas resulta al público, respondéis de mala gana. Y

bien, ¿la tercera parte de nuestros bienes raíces estará mejor

en vuestras manos que nada benefician y todo despilfarran,

o en las manos encallecidas de los viles trabajadores? Noso­

tros cultivamos esa tercera parte que los ricos llaman suya:

permítasenos siquiera preguntar, ¿qué hacen el dinero que

les damos?, y pedirles algunos vastos terrenos, que feraces e

incultos, con una vieja escritura tienen ocupados.

Nosotros los trabajadores, decimos a los poseedores de bie­

nes raíces espiritualizados: vuestra pobreza evangélica, según

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s a l a r i o y t r a b a j o 65

El Tiempo, apenas posee la tercera parte de la república: ¿pero

no pudiéramos lograr la gloria a menos precio?

Nosotros los trabajadores diremos en fin a los propietarios,

a los generosos propietarios: ya que os empeñáis en arreglar ex­

clusivamente estas pequeñeces y en gobernarnos; ya que noso­

tros los trabajadores os damos porque hagáis vuestra felicidad,

la mayor parte del producto de nuestro trabajo, suponemos que

este dinero servirá para vuestra recompensa, y para los gastos

de vuestra administración; esto es, confiamos en que ya no ha­

brá contribuciones directas, ni indirectas, pues de lo contrario

nos robaríais como propietarios y como gobernantes.

Señores propietarios, ¿sabéis por qué nosotros los traba­

jadores no prosperamos?, porque para redimir de vuestra

esclavitud un terreno y cultivarlo, para establecer talleres y

fábricas que compitan con las de Europa, para cargar nume­

rosas embarcaciones y colmar espaciosos almacenes, necesita­

mos dinero; y pues Udes. que lo tienen no son, ni quieren ser

agricultores, artesanos y comerciantes, ¿qué se infiere de todo

esto para hacer la felicidad de la república?

¡La monarquía!, responde El Tiempo; pero como hay mil

obstáculos para que la misma monarquía pueda superarlos,

quien los allanará todos, será el tiempo.

Tanto y tanto contratiempo,

¡Oh pueblo! de qué te quejas,

Son enfermedades viejas,

¿Podrá curarlas el Tiempo?

Ponte en cura, ¡ay! si te dejas.

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i g n a c i o r a m í r e z66

Por último, si los redactores de ese periódico son ateos, el

que esto escribe es materialista político, y lo que es peor:

Nigromante del Jacobinismo

DISCURSO PRONUNCIADO ANTE EL CONGRESO

CONSTITUYENTE*

Señores: El proyecto de constitución que hoy se encuentra

sometido a las luces de vuestra soberanía revela en sus auto­

res un estudio, no despreciable, de los sistemas políticos de

nuestro siglo; pero, al mismo tiempo, un olvido inconcebible

de las necesidades positivas de nuestra patria. Político novel

y orador desconocido, hago a la comisión tan graves cargos,

no porque neciamente pretenda ilustrarla, sino porque deseo

escuchar sus luminosas contestaciones; acaso en ellas encon­

traré que mis argumentos se reducen para mi confusión a unas

solemnes confesiones de mi ignorancia.

El pacto social que se nos ha propuesto se funda en una

ficción. He aquí cómo comienza: “En el nombre de Dios...

los representantes de los diferentes estados que componen la

República de México... cumplen con su alto encargo...

La comisión por medio de esas palabras nos eleva hasta

el sacerdocio y, colocándonos en el santuario, ya fijemos los

derechos del ciudadano, ya organicemos el ejercicio de los

poderes públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspi­

* 7 de julio de 1856.

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s a l a r i o y t r a b a j o 67

ración hasta convertir una ley orgánica en un verdadero dog­

ma. Muy lisonjero me sería anunciar como profeta la buena

nueva a los pueblos que nos han confiado sus destinos, o bien

el hacer el papel de agorero que el día 4 de julio desempeñaron

algunos señores de la comisión con admirable destreza; pero

en el siglo de los desengaños nuestra humilde misión es des­

cubrir la verdad y aplicar a nuestros males los más mundanos

remedios. Yo bien sé lo que hay de ficticio, de simbólico y de

poético en las legislaciones conocidas; nada ha faltado a al­

gunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo

que es más peligroso que ridículo suponernos intérpretes de

la divinidad y parodiar sin careta a Acamapich, a Mahoma, a

Moisés, a las Sibilas. El nombre de Dios ha producido en todas

partes el derecho divino y la historia del derecho divino está

escrita por la mano de los opresores con el sudor y la sangre

de los pueblos, y nosotros que presumimos de libres e ilustra­

dos, ¿no estamos luchando todavía contra el derecho divino?

¿No temblamos como unos niños cuando se nos dice que una

falange de mujerzuelas nos asaltará al discutirse la tolerancia

de cultos, armadas todas con el derecho divino? Si una revo­

lución nos lanza de la tribuna, será el derecho divino el que

nos arrastrará a las prisiones, a los destierros y a los cadalsos.

Apoyándose en el derecho divino, el hombre se ha dividido

el cielo y la tierra y ha dicho, yo soy dueño absoluto de este

terreno; y ha dicho, yo tengo una estrella, y si no ha monopoli­

zado la luz de las esferas superiores es porque ningún agiotista

ha podido remontarse hasta los astros. El derecho divino ha

inventado la vindicta pública y el verdugo. Escudándose en el

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i g n a c i o r a m í r e z68

derecho divino el hombre ha considerado a su hermano como

un efecto mercantil y lo ha vendido. Señores, yo por mi parte

lo declaro, yo no he venido a este lugar preparado por éxtasis

ni por revelaciones. La única misión que desempeño, no como

místico, sino como profano, está en mi credencial; vosotros

la habéis visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la

ley sobre las cumbres del Sinaí entre relámpagos y truenos. Es

muy respetable el encargo de formar una constitución para

que yo la comience mintiendo.

¿Por qué la comisión desde la altura sublime a que ha sa­

bido remontarse no dirigió una rápida mirada hacia nuestro

trastornado territorio? Uno de sus miembros ha dicho que

la división territorial no es una panacea. ¡Oh!, ciertamente

en la política, del mismo modo que en la medicina, no se ha

descubierto el sánalo todo; pero eso no es una razón para que

el médico no se envanezca con sus descubrimientos como el

político con los suyos: el inventor de la vacuna y el de las peni­

tenciarías tienen igual gloria. ¿Qué males nos provienen, se ha

dicho, de que las poblaciones sigan distribuidas del modo que

las encontró el Plan de Ayutla? Se ha avanzado hasta negar la

necesidad de una nueva combinación local basada sobre las

exigencias de la naturaleza. La comisión, en fin, juzga que los

pueblos descontentos no conocen sus intereses, y la razón que

da es concluyente, porque ella tampoco los conoce.

Ya tomé yo por base los hombres, ya los terrenos que

habitan, en mi humilde inteligencia descubro que una nueva

división territorial es una necesidad imperiosa. Los elementos

físicos de nuestro suelo se encuentran de tal suerte distribuidos

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s a l a r i o y t r a b a j o 69

que ellos solos convidan a dividir a la nación en grandes sec­

ciones con rasgos característicos muy marcados. Esa península

de Yucatán, unida por una faja estrecha y despoblada con el

continente, tiene la independencia que dan las altas montañas,

los desiertos y los mares. Desde el istmo de Tehuantepec hasta

los linderos de Guatemala tenemos una nueva división tirada

por la naturaleza. Desde las inmediaciones del istmo hasta

la frontera de los Estados Unidos, tres fajas, una templada y

dos calientes, nos aconsejan el establecimiento de tres series

diversas de combinaciones territoriales. En el mar Pacífico

tenemos otra península. Sobre las costas del Golfo de México

yo descubro un vasto terreno regado por caudalosos ríos y

dilatadas lagunas; la abundancia de agua navegable acerca

y confunde sus poblaciones. ¿Donde la naturaleza formó un

solo pueblo nosotros formaremos fracciones de otros cinco?

Entre Tuxpan y Tampico podemos improvisar un puente de

vapor; pero, si no me engaño, ya hemos dado Tuxpan a Puebla

en cambio de Tlaxcala. Y esa isla perdida en un océano de

salvajes, esa frontera del norte, ¿en nombre de la humanidad

no nos reclama la unidad de su gobierno? ¿Por qué conser­

var a Chihuahua y a Durango, poblaciones separadas de sus

capitales por un peligroso desierto y una sierra intransitable,

y más cuando su separación es un verdadero robo a Sonora

y Sinaloa? ¿Y por qué no se extienden los límites de Colima?

¿Y por qué no se establece en el antiguo Anáhuac el estado

de los Valles? El estado de Querétaro está reducido a una sola

población de las muchas que se encuentran sembradas en el

fecundo Bajío.

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i g n a c i o r a m í r e z70

La división territorial aparece todavía más interesante

considerándola con relación a los habitantes de la República.

Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de

las no menos funestas es la que nace de suponer en nuestra

patria una población homogénea. Levantemos ese ligero velo

de la raza mixta que se extiende por todas partes y encontra­

remos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por

confundir en una sola, porque esa empresa está destinada al

trabajo constante y enérgico de peculiares y bien combinadas

instituciones. Muchos de esos pueblos conservan todavía las

tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad inde­

pendiente y gloriosa.

El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía

la muralla que los separaba de México. El yucateco puede

preguntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos

tan admirables como los que se conservan en Uxmal. Y cerca

de nosotros, señores, esa sublime catedral que nos envanece,

descubre menos saber y menos talento que la humilde piedra

que en ella busca un apoyo conservando el calendario de los

aztecas. Esas razas conservan aún su nacionalidad protegida

por el hogar doméstico y por el idioma. Los matrimonios en­

tre ellas son muy raros, entre ellas y las razas mixtas se hacen

cada día menos frecuentes; no se ha descubierto el modo de

facilitar sus enlaces con los extranjeros. En fin, el amor con­

serva la división territorial anterior a la conquista.

También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo

ficticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se

componen de radicales significativas, no ante los ojos de la

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s a l a r i o y t r a b a j o 71

ciencia, sino en el trato común; estas radicales, verdaderas

partes de la oración, nunca o rara vez se presentan solas y con

una forma constante como en los idiomas del viejo mundo;

así es que el americano en vez de palabras sueltas tiene fra­

ses. Resulta de aquí el notable fenómeno de que al componer

un término el nuevo elemento se coloca de preferencia en

el centro por una intersucesión propia de los cuerpos orgá­

nicos; mientras en los idiomas del otro hemisferio el nuevo

elemento se coloca por yuxtaposición, carácter peculiar a las

combinaciones inorgánicas. En estos idiomas donde el menor

miembro de la palabra palpita con una vida propia, el corazón

afectuoso y la imaginación ardiente no pueden manifestarse

sino bajo las formas animadas y seductoras de la poesía. Pero

estos tesoros cada nación los disfruta en familia, ocultos por el

temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que

no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada

de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma,

el indígena no comunica con los de otras tribus ni con la raza

mixta sino por medio de la lengua castellana. Y, en ésta, ¿a

qué se reducen sus conocimientos? A las fórmulas estériles

para el pensamiento de un mezquino trato mercantil y a las

odiosas expresiones que se cruzan entre los magnates y su

servidumbre. ¿Queréis formar una división territorial estable

con los elementos que posee la nación? Elevad a los indígenas

a la esfera de ciudadanos, dadles una intervención directa en

los negocios públicos, pero comenzad dividiéndolos por idio­

mas, de otro modo no distribuirá vuestra soberanía sino dos

millones de hombres libres y seis de esclavos.

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i g n a c i o r a m í r e z72

Y si nada dice a la comisión lo que llevo expuesto, dirija

siquiera su mirada a la agitación en que se encuentra la Re­

pública. Cuernavaca y Morelos quieren pertenecer al estado

de Guerrero, y contra sus votos prevalecen los intereses de

un centenar de propietarios feudales. Hace muchos años que

el Valle de México trabaja por organizarse. La Huasteca ha

sufrido un saqueo por haber solicitado su independencia local.

Tabasco pide posesión de su territorio presentando títulos

legales. Sinaloa reclama a Tamazula. Y la frontera nos llama

débiles por no llamarnos traidores. A todas estas exigencias

de los pueblos contestamos: todavía no es tiempo. ¡Ya no es

tiempo!, nos contestarán los pueblos mañana, si queremos

al fin complacer sus deseos para contener los horrores de la

anarquía.

El más grave de los cargos que hago a la comisión es de ha­

ber conservado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero

es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos

arranca de la tierra, ya la espiga que alimenta, ya la seda y el

oro que engalanan a los pueblos. En su mano creadora el rudo

instrumento se convierte en máquina y la informe piedra en

magníficos palacios. Las invenciones prodigiosas de la indus­

tria se deben a un reducido número de sabios y a millones de

jornaleros: donde quiera que existe un valor, allí se encuentra

la efigie soberana del trabajo.

Pues bien, el jornalero es esclavo. Primitivamente lo fue del

hombre; a esta condición lo redujo el derecho de la guerra,

terrible sanción del derecho divino. Como esclavo nada le per­

tenece, ni su familia ni su existencia, y el alimento no es para el

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s a l a r i o y t r a b a j o 73

hombre máquina un derecho, sino una obligación de conser­

varse para el servicio de los propietarios. En diversas épocas el

hombre productor, emancipándose del hombre rentista, siguió

sometido a la servidumbre de la tierra; el feudalismo de la

Edad Media, y el de Rusia y el de la tierra caliente, son bastan­

te conocidos para que sea necesario pintar sus horrores. Logró

también quebrantar el trabajador las cadenas que lo unían al

suelo como un producto de la naturaleza, y hoy se encuentra

esclavo del capital que, no necesitando sino breves horas de

su vida, especula hasta con sus mismos alimentos. Antes el

siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abun­

dantes frutos, hoy el trabajador es la caña que se exprime y se

abandona. Así es que el grande, el verdadero problema social,

es emancipar a los jornaleros de los capitalistas: la resolución

es muy sencilla y se reduce a convertir en capital el trabajo.

Esta operación exigida imperiosamente por la justicia, ase­

gurará al jornalero no solamente el salario que conviene a su

subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las

ganancias con todo empresario. La escuela económica tiene

razón al proclamar que el capital en numerario debe producir

un rédito como el capital en efectos mercantiles y en bienes

raíces; los economistas completarán su obra, adelantándose a

las aspiraciones del socialismo, el día que concedan los dere­

chos incuestionable a un rédito al capital trabajo. Sabios eco­

nomistas de la comisión, en vano proclamaréis la soberanía

del pueblo mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto

de su trabajo y lo obliguéis a comerse su capital y le pongáis

en cambio una ridícula corona sobre la frente. Mientras el

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i g n a c i o r a m í r e z74

trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario y ceda

sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capi­

talista, la caja de ahorros es una ilusión, el banco del pueblo

es una metáfora, el inmediato productor de todas las riquezas

no disfrutará de ningún crédito mercantil en el mercado, no

podrá ejercer los derechos de ciudadano, no podrá instruirse,

no podrá educar a su familia, perecerá de miseria en su vejez

y en sus enfermedades. En esta falta de elementos sociales,

encontraréis el verdadero secreto de por qué vuestro sistema

municipal es una quimera.

He desvanecido las ilusiones a que la comisión se ha entre­

gado; ningún escrúpulo me atormenta. Yo sé bien que, a pesar

del engaño y de la opresión, muchas naciones han levantado

su fama hasta una esfera deslumbradora; pero hoy los pueblos

no desean ni el trono diamantino de Napoleón, nadando en

sangre, ni el rico botín que cada año se dividen los Estados

Unidos conquistado por piratas y conservado por esclavos.

No quieren, no, el esplendor de sus señores, sino un modesto

bienestar derramado entre todos los individuos. El instinto

de la conservación personal, que mueve los labios del niño

buscándole alimento, y es el último despojo que entregamos a

la muerte, he aquí la base del edificio social.

La nación mexicana no puede organizarse con los elemen­

tos de la antigua ciencia política, porque ellos son la expresión

de la esclavitud y de las preocupaciones; necesita una consti­

tución que le organice el progreso, que ponga el orden en el

movimiento. ¿A qué se reduce esta constitución que establece

el orden en la inmovilidad absoluta? Es una tumba preparada

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s a l a r i o y t r a b a j o 75

para un cuerpo que vive. Señores, nosotros acordamos con

entusiasmo un privilegio al que introduce una raza de caballos

o inventa una arma mortífera; formemos una constitución que

se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignoran­

tes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra

raza y para que el poder público no sea otra cosa más que la

beneficencia organizada”.

EL TRABAJADOR Y LAS FUERZAS EQUIVALENTES*

Señores:

Me propongo, en este discurso, examinar la cuestión de los

salarios, partiendo de bases puramente científicas; las opera­

ciones y las necesidades humanas no son sino variadas formas

de las fuerzas que existen en la naturaleza; y por lo mismo,

la economía política no es más que un ramo de los estudios

sobre la transformación de las fuerzas en los seres orgánicos

e inorgánicos, tomando como punto de partida el animal que

se llama hombre, lo cual equivale a determinar las leyes fisio­

lógicas del operario.

En toda fuerza física, especialmente en la humana, deben

considerarse, por separado, estos dos fenómenos: primero, la

cantidad de la fuerza; y segundo, la combinación de sus ele­

mentos componentes.

* Discurso leído en el Liceo Hidalgo, agosto, 1875. Tomado de: Ignacio Ramírez, Obras, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1889, tomo I, pp. 309­314.

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i g n a c i o r a m í r e z76

Un río que se desborda sobre un terreno representa lo que

se puede llamar la fuerza bruta; un río distribuido en canales

sobre el mismo terreno es la fuerza organizada. La planta y

el animal tienen por misión organizar las fuerzas torrentosas

del Universo. El hombre es el primero de esos mecanismos

organizadores; y a la facultad que lo distingue sobre los demás

se llama inteligencia. La fuerza organizadora del hombre no

solamente se emplea en aprovechar las fuerzas inorgánicas y

las del vegetal y las animales, sino en inventar nuevas com­

binaciones cuya resultante se apropia a un objeto apetecido;

así es como por medio de los lentes aumenta o disminuye la

apariencia de los objetos; y así es como por medio del vapor

y de la electricidad hace volar los cuerpos más pesados y la

palabra simplemente escrita.

Pero, ¿cómo puede funcionar la máquina humana? Con

dos condiciones absolutamente necesarias: primera, recibien­

do las fuerzas orgánicas e inorgánicas que está encargada de

transformar; y segunda, disponiendo de las fuerzas conserva­

doras de su propio mecanismo.

Dos formas dominan en los trabajos humanos: una carac­

terizada por la preponderancia de la energía, y otra en que se

distingue la combinación de las fuerzas; a la primera forma se

llama trabajo muscular; y a la segunda trabajo nervioso, ence­

fálico o bien inteligente. Ambos trabajos, muscular y nervioso,

exigen una alimentación abundante y variada. Ya trabaje un

hombre en despedazar una encina, ya se ocupe en engendrar

las ilusiones de la poesía; ora cargue un peñasco sobre sus es­

paldas, ora luche con las armas de la elocuencia para alcanzar

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s a l a r i o y t r a b a j o 77

una victoria en el foro, siempre que una máquina humana pro­

duce física o moralmente su trabajo, resulta proporcionado

a las sustancias alimenticias de donde ha sacado sus fuerzas.

Nace de aquí la primera ley fisiológica: El trabajador debe

estar alimentado con abundancia.

Pero es otra ley de la naturaleza humana la necesidad del

reposo. En los cuerpos organizados, sólo los trabajos vitales

son constantes; los trabajos de relación son breves y periódi­

cos. La reproducción tiene sus épocas; el sueño y el cansancio

se imponen tiránicamente con asombrosa frecuencia; y la ne­

cesidad del placer es lo único que hace apetecible la vida. He

aquí, pues, la segunda ley del trabajo: La producción diaria no

puede verificarse sino en un tiempo inferior a las veinticuatro

horas que componen el día.

Tales son las leyes puramente mecánicas del trabajo humano.

Pero toda máquina necesita otra que haga el papel de loco­

motora. En el hombre no bastarían las necesidades expuestas

para obligarlo a trabajar constante y voluntariamente si las

consecuencias de su facultad reproductora no aumentaran de

un modo extraordinario el número de sus necesidades. El placer

que proviene de la unión sexual y de la crianza y prosperidad de

la prole, produce la necesidad, para cada padre de familia, de

sacar de sus limitadas fuerzas los alimentos de las personas que

en busca de la existencia se agrupan en torno del hogar, por lo

menos dos veces al día. Y de aquí proviene una ley más compli­

cada que las anteriores, pero no menos poderosa: Cada trabaja­

dor en ocho o diez horas de ocupación debe proporcionarse lo

necesario para la alimentación de toda su familia.

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i g n a c i o r a m í r e z78

Hasta aquí sólo nos hemos ocupado de los alimentos; pero

el vestido, la habitación, los gastos para conservar la salud, la

instrucción y las contribuciones sociales, todo esto se encuen­

tra en la misma clase de importancia que los alimentos. Así

es que podemos formular esta ley en los términos siguientes:

Un hombre, trabajando por máximun una cuarta parte del

año, debe proporcionarse para sí y su familia, el alimento, la

habitación, el vestido y la satisfacción de otras necesidades

incontestables, correspondientes a todo el año.

Suponiendo a los hombres dispersos sobre la tierra, como to­

davía existen en muchos puntos, es incuestionable que en varias

regiones, con un ligero trabajo, puede un solo individuo soste­

ner una numerosa familia; en nuestras costas, la caza y pesca

son fáciles y abundantes, las plantas alimenticias abundan, y la

habitación y el vestido no demandan extraordinarias tareas.

Pero el primer enemigo del hombre es el hombre, y de aquí

proviene la necesidad de asociarse para la defensa común; y

con la aproximación de las habitaciones viene la propiedad

poniendo límites a los terrenos explotables. Estas son las nece­

sidades sociales que ya hemos indicado; y de ellas nace otra ley

sobre el trabajo: El trabajador necesita aumentar sus fuerzas

equivalentes.

La primera fuerza equivalente que explota el hombre es la

de sus semejantes; y la forma originaria de esa adjudicación

es la esclavitud, cuya utilidad convierte los instrumentos de la

caza en armas para la guerra.

El provecho, para el señor, del trabajo personal en servidum­

bre es muy limitado; y los perjuicios para el esclavo son espan­

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s a l a r i o y t r a b a j o 79

tosos: malos alimentos, trabajo excesivo, malos tratamientos,

frecuentes enfermedades, vejez prematura, habitación insalubre,

sucios vestidos, privación de la familia y obligación de engendrar

para aumentar los bienes ajenos, multiplicando la especie ex­

plotable. A costa de estas injusticias, el amo sólo obtiene, como

ganancia neta, la mitad del trabajo servil y la prole.

Después se ha pedido un suplemento de fuerza a ciertos

animales capaces de domesticarse para el trabajo: ya se sabe,

el verdadero redentor del indio es el asno.

Han venido en seguida los instrumentos comunes de todas

las artes. Pero el hombre no ha aumentado artificialmente su

fuerza personal, tanto en intensidad como en la forma inge­

niosa de sus aplicaciones, sino cuando con el auxilio de la

ciencia ha podido esclavizar la luz, la electricidad, el calórico

y otras fuerzas que hace poco se llamaban todavía cuerpos

imponderables.

Si esta conquista sobre la naturaleza es un fondo común,

¿cómo es posible que sólo unos cuantos hombres se repartan

directamente sus beneficios?

Si hoy la esclavitud no es una institución social, ¿por qué

un hombre con sólo llamarse capitalista, se aprovecha de las

fuerzas naturales disciplinadas por el arte y por la ciencia, y,

además, conserva todavía siervos bajo la denominación de

asalariados?

¿Por qué en una compañía un solo socio tiene el privilegio

de tasar los repartos? ¿Por qué la economía política, para

sancionar aquella injusticia ha inventado un fondo imaginario

de salarios?

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i g n a c i o r a m í r e z80

Si existiese ese fondo, ¿no debiera tener como mínimun

las necesidades anuales de cada familia representada por su

trabajador respectivo?

¿Por qué, en fin, el trabajador par antonomasia, en cada

empresa, es el único que jamás recibe las ganancias que le

corresponden, ni aun en las minas en bonanza?

¡Henos aquí frente a frente de la cuestión económica sobre

salarios! Es inútil ocuparse de la esclavitud, cuya causa está fue­

ra de la humanidad y de la ciencia: los hombres libres tampoco

pueden ver sin indignación las redes arancelarias donde una

tasa protectora acaba por recoger los provechos del trabajador

en provecho del capitalista; y por lo que toca al comunismo,

esperamos a que se establezca para juzgarlo: examinaremos,

pues, los salarios en el mismo terreno en que se mueven: en el

campo de la oferta y de la demanda.

Es para nosotros incuestionable que la ley no puede fijar la

oferta ni la demanda; pero no es menos claro que la libertad

individual y la social pueden convertir la demanda y la oferta

en un provecho determinado y seguro. ¿Qué hace el capi­

talista para aprovechar igualmente la oferta y la demanda?

Concentrar sus esfuerzos en dominarlas. Baja los salarios,

sacrificando la humanidad a su propio provecho. ¿Escasean

los trabajadores? Aumenta entonces los salarios, pera también

los precios de los efectos. Y en ambas situaciones, fecundo en

recursos, ya paga con vales en lugar de dinero, ya descuenta

un fondo de hipócrita beneficencia para multar indirectamente

al operario descontento, ya hace anticipaciones con su disimu­

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s a l a r i o y t r a b a j o 81

lada perfidia, ya falsifica los productos y ya los hace circular

por medio del contrabando. ¡Por eso es que para el trabajador

tan malo es el estado mercantil de oferta como el de demanda¡

Pero su ruina es completa cuando la concurrencia de trabaja­

dores envilece el salario. La primera necesidad del trabajador

es dominar la oferta del trabajo.

Esta empresa no puede ser acometida por una persona ais­

lada; la salvación de los trabajadores está en su concierto: de

aquí provienen las huelgas, las asociaciones de socorros mu­

tuos, y, como más eficaces, las alianzas internacionales, para

que el capitalista no ocurra a la invasión del proletario extran­

jero. Cuando la ley no puede y cuando el capitalista no quiere

salvar a los trabajadores, éstos, y sólo éstos, deben proveerse

de las tablas necesarias para sus frecuentes naufragios.

La escuela oficial de los economistas se conforma con ex­

plicar la enfermedad de la oferta, y procura encubrir su grave­

dad, no atreviéndose a combatirla: ni ellos mismos toman a lo

serio sus ridículos paliativos. ¿No parece que están vendidos

al capitalista, cuando en lo único en que aparecen de acuerdo

es en combatir las asociaciones salvadoras de los interesados?

Esto es una vergüenza, porque a la ciencia tocaba dirigirlas.

Los economistas se consuelan de la miseria que aflige a los

trabajadores, considerando que ese mal les sirve a éstos de

obstáculo para multiplicarse, y a su prole maldita, de facilidad

para morirse. ¡Así es como los sabios no resuelven la primera

de las cuestiones sociales, sino por medio del infanticidio!

Maltus fue el primero de esos Herodes, pero lo fue sin hipocre­

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i g n a c i o r a m í r e z82

sía. Con cuánto sentimentalismo, con cuánta finura declaran

los demás economistas que el interés de cada capital exige una

falange de Abelardos.

Para nosotros hay en todo esto tres conclusiones irrefutables:

La tasa natural del trabajo diario de una persona está en lo

necesario para que una familia subsista tres o cuatro días.

El llamado fondo de salarios es una superchería en favor

del capitalista.

Y las asociaciones salvarán a los obreros.

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Lázaro Cárdenas

RESPuESTA A LA CONfEDERACIóN DE CÁMARAS DE COMERCIO

EXPROPIACIóN DE LAS COMPAÑÍAS PETROLERAS

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Respuesta a la Confederación de Cámaras de Comercio

Como Jefe del Poder Ejecutivo Federal, me he impuesto

detenidamente del memorial que con fecha 11 de marzo en

curso, y en representación de diversas agrupaciones patrona­

les, me dirigieron ustedes para expresar sus puntos de vista

tocante a la situación económica por que atraviesa el país.

En este documento presentan ustedes un cuadro de pesimis­

mo que está lejos de corresponder a la verdad de la situación

presente que impera en el país; afirman que no existe norma

fija, ley en vigor, orientación definida y clara, y piden que este

supuesto estado de anormalidad y perturbación permanentes

sea substituido por un programa y una legislación de netos

lineamientos, no importa cuán avanzada sea la ideología en

que se inspire; censuran el criterio revolucionario que impri­

* Respuesta a las Cámaras de Comercio el 14 de marzo de 1936.

*

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l á z a r o c á r d e n a s86

men a las leyes vigentes los órganos de autoridad llamados a

interpretarlas, principalmente la Suprema Corte de Justicia de

la Nación y las autoridades del trabajo; tachan de irracional

la jurisprudencia en que se funda el carácter no obligatorio

del arbitraje, en los conflictos obrero­patronales; atribuyen

a tal jurisprudencia la multiplicación de los movimientos de

huelga, y a su vez presentan estos movimientos como causa

de una desorganización en la Economía, que acarrea entre

otras consecuencias el alza de los precios; me advierten que

no he escuchado la opinión de los elementos directores de las

empresas con la misma frecuencia con que he prestado oído

a los representantes de los sindicatos obreros; estiman que

la producción es el resultado del esfuerzo que desarrollan en

común el empresario y el obrero, y que el fin de la producción

no es ninguno de esos factores, puesto que ambos son el me­

dio para hacer llegar a los consumidores el mayor número de

bienes al más bajo precio posible; opinan que no debe ser la

capacidad económica de las empresas el límite de las reivindi­

caciones reclamadas por los trabajadores, sino que este límite

ha de ser la capacidad económica de las masas; interpretan

ustedes como un propósito de la Administración Pública que

pretendiera rebasar el marco de sus atribuciones legales, la

respuesta que di en Monterrey cuando me fue planteada la

posibilidad de que empresarios fatigados de la lucha social se

retiraran de las actividades económicas, en el sentido de que

lo patriótico sería que, al efectuarlo, las fábricas quedaran

en manos del Gobierno o de los trabajadores en vez del paro

de las fuentes de producción; enfáticamente declaran que no

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respuesta a la confederación de cámaras de comercio 87

podrán entregar sus negocios porque creen tener una misión

y una responsabilidad que cumplir y porque las leyes los

amparan para conservarlos, como propietarios, o como ad­

ministradores de bienes ajenos; estiman, de otra parte, que el

derecho de propiedad se mina de raíz, al violarse los cánones

legales y que existe un estado de conciencia que se singulariza

por el menosprecio de las leyes, lo que pretenden ejemplificar

citando los incidentes ocurridos en torno de una huelga re­

ciente; asientan que el crédito agrícola no existe, que desapa­

reció hace mucho tiempo y con él las empresas agrícolas de

aliento; a pesar de su categórica declaración de colocarse al

margen de cualquier convivencia política, se hacen solidarios

de la especie que pretende mostrar los naturales reajustes de

la economía, como e1 fermento de agitaciones comunistas; las

reflexiones que en vista de ello formulan, prevén perturbacio­

nes violentas, desgarramientos y quizá el colapso de la actual

estructura económica de México; y, por fin, hacen conjeturas

sobre las desastrosas consecuencias que a su juicio tendría el

hecho de que las masas se desbordaran ciegamente.

Existe una norma fija, una ley en vigor, una orientación

definida y clara. La República vive dentro de un régimen de

derecho, y ustedes mismos así lo reconocen cuando invocan

en su apoyo la Constitución Política y sus leyes derivadas. No

podrían citarse casos concretos en que una autoridad haya

procedido violando la ley, sin que exista la debida reparación

del daño cuando ésta ha sido exigida con apego a derecho.

El Gobierno tiene una orientación definida y clara puesto

que, por primera vez en la historia de nuestras Instituciones

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l á z a r o c á r d e n a s88

Políticas, apega sus actos a un programa, y el Encargado del

Poder Ejecutivo de la Nación informa no sólo ante la Repre­

sentación Popular, sino ante el pueblo mismo de la República,

sobre las realizaciones que van lográndose periódicamente en

el desarrollo de su gestión.

Cuando impugnan ustedes la interpretación revoluciona­

ria de la ley, concretamente se refieren a la legislación que

informa las relaciones de los empresarios y sus asalariados.

La legislación obrera, parte central del derecho creado por la

Revolución, como todo cuerpo jurídico reciente, ha debido

pasar, y en ciertos aspectos pasa todavía, por un periodo de

aplicación que puede calificarse de experimental, por cuanto

sirve para observar en la práctica las deficiencias que el legis­

lador no alcanzó a prever.

En estas condiciones, es natural que haya puntos de duda,

y sólo a ellos se aplica un criterio interpretativo, pues todas las

demás cuestiones se hallan expresamente resueltas en el texto

vigente, y están al margen de las diferencias de opinión.

Es, pues, en los puntos dudosos únicamente en los que hay

lugar a aplicar un criterio interpretativo. Y ese criterio, que es

revolucionario, no implica arbitrariedad o injusticia, puesto

que se apega a las más correctas normas de derecho.

El concepto moderno de la función del Estado y la natura­

leza misma de la legislación del trabajo en amplitud universal

requieren que los casos de duda sean resueltos en interés de

la parte más débil. Otorgar tratamiento igual a dos partes

desiguales, no es impartir justicia ni obrar con equidad. La

legislación sobre el trabajo, como es sabido, tiene en todos los

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respuesta a la confederación de cámaras de comercio 89

países un carácter tutelar respecto de los trabajadores, porque

tiende a reforzar la debilidad de éstos frente a la fuerza de la

clase patronal, para acercarse lo más posible a soluciones de

justicia efectiva.

Lejos de restar fijeza, precisión y permanencia a las dispo­

siciones legales, la interpretación revolucionaria de sus puntos

dudosos viene a completarlas siempre en vista del interés so­

cial, subsanando de este modo las deficiencias del legislador.

Lo dicho, por cuanto a la justificación general del criterio

revolucionario, como medio de interpretar los puntos discu­

tibles de la legislación del trabajo. Pero en el caso de nuestras

Instituciones, particularmente en el de nuestros tribunales,

debe reconocerse que la aplicación de cualquiera otro criterio

implicaría una notoria deslealtad a sus principios de origen,

puesto que el orden existente nació de la Revolución.

Debe tenerse presente que una de las preocupaciones

mayores del Gobierno actual ha consistido en recoger cuida­

dosamente el producto de la experiencia que el país ha ido

viviendo, a través de la interpretación revolucionaria de la

ley, para convertir las conclusiones ya probadas en la práctica

–que van siendo jurisprudencia y derecho consuetudinario–,

en preceptos positivos que eliminen, dentro de lo posible y en

lo porvenir, el recurso a la interpretación.

En consecuencia, no es correcto afirmar que el sentido

interpretativo revolucionario destruya las normas de la legis­

lación y menos aún podrían citarse casos en que éstas hayan

sido dejadas de aplicar, en una denegación de justicia, por los

funcionarios que integran el Poder Judicial de la Federación.

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l á z a r o c á r d e n a s90

Como revolucionarios y como conocedores de la ciencia del

derecho, jamás se han extendido hasta hacer nugatorios, los

derechos que las leyes conceden a todos los componentes de

la colectividad, incluso los patrones, y han velado siempre

por que ninguna autoridad viole las leyes con el pretexto de

interpretarlas ni con otro alguno.

La tesis de que el arbitraje de los tribunales obreros no es

obligatorio, en los casos de huelga, deriva de una interpre­

tación estrictamente jurídica, hecha por los tribunales com­

petentes, que jamás ha podido ser atacada con argumentos

jurídicos por la clase patronal. Los tribunales han juzgado que

la Constitución, al otorgar el derecho de huelga a los trabaja­

dores y establecer también el arbitraje, no pretende plantear

una contradicción irresoluble, sino garantizar un recurso, el

de huelga, que es anterior a la ley, y fijar un procedimiento

arbitral para los casos en que no se pone en movimiento la

solidaridad de los trabajadores.

Aplicar el criterio contrario, que es el sustentado por ustedes,

sería tanto como nulificar el derecho de huelga, mutilando así

en la realidad de los hechos la Ley Fundamental del País, que

expresamente ve en los movimientos de resistencia un medio de

reestablecer el equilibrio entre el capital y el trabajo.

Como se ve, la interpretación revolucionaria respeta en su

integridad el texto y el espíritu de la Constitución, mientras

que la interpretación patronal, de admitirse, dejaría sin vigen­

cia un precepto avanzado.

No es exacto que la frecuencia de las huelgas en tal o cual

periodo de tiempo y en determinadas regiones del país, corres­

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respuesta a la confederación de cámaras de comercio 91

ponda a la tesis del arbitraje no obligatorio. Aunque fue hasta

el año pasado cuando esta tesis se expresó jurídicamente, en la

realidad de los hechos nunca ha sido obligatorio el arbitraje.

Las huelgas son fenómenos propios del reacomodo de los

factores de la producción. Se presentan cuando las justas aspi­

raciones de mejoramiento que por una u otra circunstancia los

trabajadores no pueden expresar, encuentran ambiente propi­

cio para transformarse en demandas concretas. Si se resuelve

con espíritu comprensivo y justiciero, a la postre producen

beneficios a la economía en general.

Es cierto que las agitaciones y las huelgas son molestas y

causan alarma en el país, pero no puede esperarse que el Poder

Público, dentro de sus facultades, contribuya a temperarlas,

mientras no tenga pruebas suficientes de que el sector patronal

se apreste a respetar la ley.

Y, no obstante las declaraciones de mi Gobierno, compro­

badas en la práctica, de que ajustará todos sus actos a la ley,

hasta hoy las autoridades no han tenido la cooperación ni

de la industria ni de la banca ni del comercio, a pesar de los

propósitos que ustedes declaran.

¿Con qué obras, con qué operaciones, con qué normalidad

en los precios han contribuido estos tres factores para mejorar

las condiciones de vida del pueblo? ¿Cuáles han sido sus actos

para reforzar ante la opinión pública la obra constructiva que

actualmente desarrolla el Gobierno, en carreteras, en irriga­

ción, en ferrocarriles, en educación, en salubridad?

Mantenerse en una actitud de pesimismo y haciendo fre­

cuentes declaraciones alarmistas en lo público y en lo privado,

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l á z a r o c á r d e n a s92

no es ciertamente muestra de colaboración. Estas declaracio­

nes y estas actitudes hubieran colocado al Gobierno de la Re­

volución en una situación difícil si no tuviera, como tiene, un

programa y una tendencia perfectamente definidos y claros.

Rectifico la aseveración que hacen ustedes cuando afirman

que la actitud del Ejecutivo se inspira en información unilate­

ral. Jamás he dejado de escuchar los puntos de vista que han

querido exponerme, cuando lo han hecho en forma oportuna

y debida los sectores patronales organizados, y les he dedicado

atención en la medida de la importancia que sus exposicio­

nes tienen para el país. Ciertamente sería de desearse que la

producción tuviera por norte satisfacer las necesidades del

consumo, a precios mínimos. Pero esto que ustedes presentan

como una realidad, no es sino término ideal, ya que, dentro

del actual periodo evolutivo de nuestro régimen económico, es

todavía el lucro el único móvil de los industriales. Y tan es así

que cualquier aumento de los costos de producción lo cargan

al precio de venta, como puede comprobarse con las palabras

mismas del memorial que contesto, allí donde pretende seña­

lar la capacidad económica de las masas consumidoras como

el límite de las concesiones al trabajador.

La decisión que ustedes muestran de no entregar sus fábri­

cas, sus negociaciones o sus empresas, es la mejor prueba de que

les rinden utilidades muy estimables, lo cual se contradice con el

sombrío cuadro de bancarrota que enseguida describen.

No es deseo del Gobierno que empresario alguno renuncie

a sus derechos y entregue los elementos de producción que

posee. Pero debe considerarse que, si bien esos elementos se

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respuesta a la confederación de cámaras de comercio 93

encuentran bajo el dominio de personas determinadas, que

los administran para su provecho, en un sentido amplio y

general, las fábricas, la propiedad inmueble, incluso el capital

bancario, integran el cuerpo de la Economía Nacional; y el

interés social se lesiona cuando los propietarios se abstienen

de ejercer correctamente sus funciones, escudados en un con­

cepto anacrónico de la propiedad.

Es entonces cuando el Gobierno, legítimo representante de

los intereses de la sociedad, debe intervenir para evitar pertur­

baciones en la economía.

Este es el sentido de la declaración que hice en Monterrey

y que no vino sino a corroborar un criterio públicamente sos­

tenido por mí, de tiempo atrás. No invité a los empresarios

a que abandonaran sus negociaciones; contesté a un repre­

sentante autorizado de los grupos patronales regiomontanos,

cuando expresó la posibilidad de retiro de aquellos patrones

que se encontraban fatigados de la lucha social.

Este punto de vista tiene apoyo en la Constitución General,

que prohíbe el paro arbitrario.

Podría argüirse que en la misma forma reguladora debería

el Poder Público, que no tolera la inactividad de medios de

producción por retiro de los patrones, reprimir los movimien­

tos de huelga. Pero es muy fácil descubrir la inconsistencia de

este argumento. Las huelgas, si se mantienen dentro de la ley, y

exigen prestaciones posibles dentro de la capacidad económi­

ca de las empresas, favorecen al interés social, porque ayudan

a resolver el más grave de los problemas de México: la miseria

de los trabajadores. Cuando rebasan el marco de la ley y de la

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l á z a r o c á r d e n a s94

capacidad económica de los patrones, entonces se consideran

perjudiciales los movimientos de huelga.

Ni el posible retiro de industriales, ni la paralización del

crédito privado, que ustedes creen entrever como probable,

pueden tener otra importancia que la de un problema de per­

sonas. El negocio no está en la producción, sino en el mercado,

en la demanda de bienes y de servicios. Si bancos e industrias

existen, es porque el mercado permite lucrar. Una abstención,

un boycot patronal, cualquiera que fuese su magnitud, re­

clamarían la intervención del Estado, por vías perfectamente

legales, para impedir que la vida económica se perturbara. Y

lo más que podría acontecer sería que determinados ramos

salieran de la órbita del interés privado para convertirse en

servicios sociales.

Así ha acontecido con el crédito para la agricultura organi­

zada por la Revolución. Si bien los bancos usuarios prefirieron

retirarse a dejar los privilegios que les otorgaban las antiguas

leyes, y cumplir con la Constitución de 1917, con ello salió ga­

nando la agricultura nacional, porque el acaparamiento de la

propiedad rural que aquellos bancos efectuaban en grande esca­

la, tocó a su fin. En cambio el Gobierno de la Revolución dedica

veinte millones de pesos anuales a impulsar el crédito ejidal y no

desatiende el que la pequeña y la mediana propiedad agrícola

en explotación necesitan para su prosperidad. Con frecuencia

insisten ustedes en que no harán ni harían oposición alguna a

actividades del Régimen que están amparadas en preceptos le­

gales debidamente establecidos. Naturalmente que es deseable,

en interés de ustedes mismos, que así ocurra en lo sucesivo;

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respuesta a la confederación de cámaras de comercio 95

pero en el caso reciente de la ley que estableció la obligación

de pagar el séptimo día –ley cuya viabilidad económica fue

cuidadosamente estudiada de antemano por el Ejecutivo y cuya

corrección jurídica es insospechable– no observaron ustedes la

encomiable conducta que ofrecen, pues, independientemente

de los casos numerosos en que se ha tratado de eludir el cum­

plimiento de la nueva disposición, el comercio responde con

un alza general de precios destinada a nulificar la importancia

económica de la ley y a derogarla así prácticamente, obteniendo

de paso un aumento ilícito en las ganancias.

No se percibe por ninguna parte el espíritu de cooperación

de ustedes, cuando llegan a hacerse solidarios de una informa­

ción sabidamente tendenciosa, relativa a la acción del Gobier­

no de Yucatán.

No puede creerse que exista serenidad en los elementos que

redactaron el pliego que contesto, cuando llaman despojo a

una ley expedida por las autoridades de Yucatán, declarando

de utilidad pública la desfibración de henequén, precisamente

porque los propietarios de plantas desfibradoras, negando

todo principio de solidaridad social, determinaron boycotear

todo el henequén procedente de plantíos ejidales. No sólo no

existe incautación, sino que la propia ley establece las cuotas

que los ejidos deben pagar a los hacendados por la maquila

de sus pencas.

Hasta los casos concretos que ustedes citan, dejan entrever

poco deseo de estimar con justicia los hechos. La clausura de

tres negociaciones con el pretexto de realizar un movimiento

solidario de huelguistas con una fábrica, fue oportunamente

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l á z a r o c á r d e n a s96

remediada como ustedes mismos lo reconocen, y no existe

razón para atribuir la trascendencia que pretenden darle.

Por cuanto a la preciación general y con fundamento en

datos innegables, puede afirmarse que no se nos justifica el

pesimismo. Si se compara, guardando todas las proporciones,

el estado económico de la República Mexicana con el de países

análogos; si se cotejan las cifras estadísticas correspondientes

a periodos anteriores con las del presente, un razonamiento

sereno concluirá con estos elementos de juicio que hay recupe­

ración y que no es infundado esperar una progresiva mejoría.

Es cierto que un movimiento de violencia que desquiciara el

orden establecido sería funesto. Precisamente porque conozco,

como revolucionario, en qué circunstancias se incuban las

explosiones del sentimiento popular, recomiendo que la clase

patronal cumpla de buena fe con la ley, cese de intervenir

en la organización sindical de los trabajadores, y dé a éstos

el bienestar económico a que tienen derecho dentro de las

máximas posibilidades de las empresas; porque la opresión, la

tiranía industrial, las necesidades insatisfechas y las rebeldías

mal encauzadas, son los explosivos que en un momento dado

podrían determinar la perturbación violenta tan temida por

ustedes.

El Gobierno de mi cargo, después de puntualizar los hechos

anteriores, declara a ustedes que no sólo acepta la colabo­

ración que le ofrecen, sino que la ha venido demandando,

al igual que la de los demás grupos sociales. Pero esa cola­

boración debe consistir en una actitud comprensiva, limpia

de segundos fines, del proceso evolutivo que se opera, por

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 97

imperativo histórico, en las condiciones sociales y económicas

de nuestro país; en una acción que concurra con la del Poder

Público, encaminada a resolver el máximo problema que tiene

ante sí: redimir de la miseria en que viven, a las grandes masas

de trabajadores, colocándolas además en condiciones de civi­

lización y cultura; en obrar con verdadero patriotismo y con

un interés sincero de contribuir al desarrollo de la economía

en beneficio de todos los que contribuyan a la producción.­

lázaro cárdenas.

Expropiación de las compañías petroleras

A la Nación:

La actitud asumida por las compañías petroleras negándose

a obedecer el mandato de la Justicia nacional que por con­

ducto de la Suprema Corte las condenó en todas sus partes a

pagar a sus obreros el monto de la demanda económica que

las propias empresas llevaron ante los tribunales judiciales

por inconformidad con las resoluciones de los tribunales del

Trabajo, impone al Ejecutivo de la Unión el deber de buscar en

los recursos de nuestra legislación un remedio eficaz que evite

definitivamente, para el presente y para el futuro, el que los

fallos de la justicia se nulifiquen o pretendan nulificarse por la

sola voluntad de las partes o de alguna de ellas mediante una

simple declaratoria de insolvencia, como se pretende hacerlo

en el presente caso, no haciendo más que incidir con ello en la

tesis misma de la cuestión que ha sido fallada. Hay que consi­

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l á z a r o c á r d e n a s98

derar que un acto semejante destruiría las normas sociales que

regulan el equilibrio de todos los habitantes de una Nación,

así como el de sus actividades propias, y establecería las bases

de procedimientos posteriores a que apelarían las industrias

de cualquiera índole establecidas en México y que se vieran

en conflictos con sus trabajadores o con la sociedad en que

actúan, si pudieran maniobrar impunemente para no cumplir

con sus obligaciones ni reparar los daños que ocasionaran con

sus procedimientos y con su obstinación.

Por otra parte, las compañías petroleras, no obstante la

actitud de serenidad del Gobierno y las consideraciones que

les ha venido guardando, se han obstinado en hacer, fuera y

dentro del país, una campaña sorda y hábil que el Ejecutivo

Federal hizo conocer hace dos meses a uno de los gerentes de

las propias compañías, y que ese no negó, y que han dado el

resultado que las mismas compañías buscaron: lesionar seria­

mente los intereses económicos de la Nación, pretendiendo

por este medio hacer nulas las determinaciones legales dicta­

das por las autoridades mexicanas.

Ya en estas condiciones no será suficiente, en el presente

caso, con seguir los procedimientos de ejecución de sentencia

que señalan nuestras leyes para someter a la obediencia a las

compañías petroleras, pues la substracción de fondos verifica­

da por ellas con antelación al fallo del Alto Tribunal que las

juzgó, impide que el procedimiento sea viable y eficaz; y por

otra parte, el embargo sobre la producción o el de las propias

instalaciones y aun en el de los fundos petroleros implicarían

minuciosas diligencias que alargarían una situación que por

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 99

decoro debe resolverse desde luego, e implicarían también

la necesidad de solucionar los obstáculos que pondrían las

mismas empresas, seguramente, para la marcha normal de la

producción, para la colocación inmediata de ésta y para poder

coexistir la parte afectada con la que indudablemente queda­

ría libre y en las propias manos de las empresas.

Y en esta situación de suyo delicada, el Poder Público se

vería asediado por los intereses sociales de la Nación, que sería

la más afectada, pues una producción insuficiente de combus­

tibles para las diversas actividades del país, entre las cuales se

encuentran algunas tan importantes como las de transportes,

o una producción nula o simplemente encarecida por las di­

ficultades, tendría que ocasionar, en breve tiempo, una situa­

ción de crisis incompatible no sólo con nuestro progreso sino

con la paz misma de la Nación; paralizaría la vida bancaria;

la vida comercial en muchísimos de sus principales aspectos;

las obras públicas que son de interés general se harían poco

menos que imposibles y la existencia del propio Gobierno se

pondría en grave peligro, pues perdido el poder económico

por parte del Estado, se perdería asimismo el poder político,

produciéndose el caos.

Es evidente que el problema que las compañías petroleras

plantean al Poder Ejecutivo de la Nación con su negativa a

cumplir la sentencia que les impuso el más Alto Tribunal Judi­

cial, no es un simple caso de ejecución de sentencia, sino una

situación definitiva que debe resolverse con urgencia. Es el in­

terés social de la clase laborante en todas las industrias del país

el que lo exige. Es el interés público de los mexicanos y aun

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l á z a r o c á r d e n a s100

de los extranjeros que viven en la República y que necesitan

de la paz y de la dinámica de los combustibles para el trabajo.

Es la misma soberanía de la Nación, que quedaría expuesta a

simples maniobras del capital extranjero, que olvidando que

previamente se ha constituido en empresas mexicanas, bajo le­

yes mexicanas, pretende eludir los mandatos y las obligaciones

que le imponen autoridades del propio país.

Se trata de un caso evidente y claro que obliga al Gobierno

a aplicar la Ley de Expropiación en vigor, no sólo para someter

a las empresas petroleras a la obediencia y a la sumisión, sino

porque habiendo quedado rotos los contratos de trabajo entre

las compañías y sus trabajadores, por haberlo así resuelto las

autoridades del Trabajo, de no ocupar el Gobierno las instala­

ciones de las compañías, vendría la paralización inmediata de

la industria petrolera, ocasionando esto males incalculables al

resto de la industria y a la economía general del país.

En tal virtud se ha expedido el decreto que corresponde y

se han mandado ejecutar sus conclusiones, dando cuenta en

este manifiesto al pueblo de mi país, de las razones que se han

tenido para proceder así y demandar de la Nación entera el

apoyo moral y material necesarios para afrontar las conse­

cuencias de una determinación que no hubiéramos deseado

ni buscado por nuestro propio criterio.

La historia del conflicto del trabajo que culminará con este

acto de emancipación económica, es la siguiente:

El año de 1934 y en relación con la huelga planteada por

los diversos Sindicatos de Trabajadores al servicio de la com­

pañía de Petróleo “El Águila”, S.A., el Ejecutivo de mi cargo

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 101

aceptó intervenir con el carácter de árbitro a fin de procurar

un advenimiento conciliatorio entre las partes.

En junio de 1934 se pronunció el laudo relativo y en octu­

bre del mismo año, una sentencia aclaratoria fijando el proce­

dimiento adecuado para revisar aquellas resoluciones que no

hubiesen obtenido oportunamente la debida conformidad.

A fines de 1935 y principios de 1936 el C. Jefe del De­

partamento del Trabajo, por delegación que le conferí, dictó

diversos laudos sobre nivelación, uniformidad de salarios y

casos de contratación, tomando como base el principio consti­

tucional de la igualdad de salarios ante igualdad de trabajo.

Con objeto de hacer desaparecer algunas anomalías, citó el

propio Departamento, a una conferencia, a los representantes

de las diversas agrupaciones sindicales, y en ella se llegó a un

acuerdo sobre numerosos casos que se hallaban pendientes y

reservándose otros por estar sujetos a investigaciones y aná­

lisis posteriores encomendados a comisiones integradas por

representantes de trabajadores y patrones.

El Sindicato de Trabajadores Petroleros convocó a una

asamblea extraordinaria en la que se fijaron los términos de

un contrato colectivo que fue rechazado por las compañías

petroleras una vez que les fue propuesto.

En atención a los deseos de las empresas y con el fin de evi­

tar que la huelga estallara, se dieron instrucciones al Jefe del

Departamento del Trabajo para que, con aquiescencia de las

partes, procuraran la celebración de una convención obrero­

patronal encargada de fijar de común acuerdo los términos

del contrato colectivo y mediante un convenio que se firmó

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l á z a r o c á r d e n a s102

el 27 de noviembre de 1937. En tal convención, las empresas

presentaron sus contraproposiciones, y en vista de la lentitud

de los trabajos, se acordó modificar el estudio dividiendo las

cláusulas en económicas, sociales y administrativas, para ini­

ciar desde luego el examen de las primeras.

Las contingencias de la discusión revelaron las dificultades

existentes para lograr un acuerdo entre los trabajadores y

las empresas, cuyos puntos de vista se alejaban considerable­

mente, juzgando las compañías que las proposiciones de los

obreros eran exageradas y señalando a su vez los trabajadores

la falta de comprensión de las necesidades sociales y la intran­

sigencia de las compañías, por lo que la huelga estalló en mayo

de 1937. Las compañías ofrecieron, entonces y en respuesta

a mis exhortaciones, aumentar los salarios y mejorar ciertas

prestaciones, y el Sindicato de Trabajadores, a su vez, resolvió

plantear ante la Junta de Conciliación el conflicto económico

y levantó la huelga el 9 de junio.

En virtud de lo anterior, la Junta de Conciliación y Arbitra­

je tomó conocimiento de ello y de acuerdo con las disposicio­

nes legales relativas fue designada con el fin indicado, por el

Presidente de la Junta, una comisión de peritos constituida por

personas de alta calidad moral y preparación adecuada.

La Comisión rindió su dictamen, encontrando que las em­

presas podían pagar por las prestaciones que en el mismo se

señalan, la cantidad de $26.332,756.00 contra la oferta que

hicieron las 17 compañías petroleras durante la huelga de

mayo de 1937. Los peritos declararon, de manera especial,

que las prestaciones consideradas en el dictamen quedarían

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 103

satisfechas totalmente con la suma propuesta, pero las empre­

sas arguyeron que la cantidad señalada era excesiva y podría

significar una erogación mucho mayor que conceptuaron en

un monto de $41.000,000.00.

Ante tales aspectos de la cuestión el Ejecutivo de mi cargo

auspició la posibilidad de que el Sindicato de Trabajadores de

la industria petrolera y las empresas debidamente represen­

tadas para tratar sobre el conflicto, llegaran a un arreglo, lo

que no fue posible obtener en vista de la actitud negativa de

las compañías.

Sin embargo de ello, deseando el Poder Público una vez

más lograr un convenio extrajudicial entre las partes en con­

flicto, ordenó a las autoridades del trabajo que hicieran saber

a las compañías petroleras su disposición de intervenir para

que los sindicatos de trabajadores aceptaran las aclaraciones

que habían de hacerse en algunos puntos obscuros del Laudo,

y que más tarde podrían prestarse a interpretaciones inde­

bidas y asegurándoles que las prestaciones señaladas por el

Laudo no rebasarían, en manera alguna, los $26.332,756.00,

no habiéndose logrado a pesar de la intervención directa del

Ejecutivo el resultado que se perseguía.

En todas y cada una de estas diversas gestiones del Ejecutivo

para llegar a una final conclusión del asunto dentro de términos

conciliatorios y que abarcan periodos anteriores y posteriores

al juicio de amparo que produjo este estado de cosas, quedó

establecida la intransigencia de las compañías demandadas.

Es por lo tanto preconcebida su actitud y bien meditada su

resolución para que la dignidad del Gobierno pudiera encon­

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l á z a r o c á r d e n a s104

trar medios menos definitivos y actitudes menos severas que

lo llevaran a la resolución del caso sin tener que apelar a la

aplicación de la Ley de Expropiación.

Para mayor justificación del acto que se anuncia, hagamos

breve historia del proceso creador de las compañías petroleras

en México y de los elementos con que han desarrollado sus

actividades.

Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha

traído al país cuantiosos capitales para su fomento y desarro­

llo. Esta afirmación es exagerada. Las compañías petroleras

han gozado durante muchos años, los más de su existencia,

de grandes privilegios para su desarrollo y expansión; de fran­

quicias aduanales; de exenciones fiscales y de prerrogativas

innumerables, y cuyos factores de privilegio, unidos a la pro­

digiosa potencialidad de los mantos petrolíferos que la Nación

les concesionó, muchas veces contra su voluntad y contra el

derecho público, significan casi la totalidad del verdadero

capital de que se habla.

Riqueza potencial de la Nación; trabajo nativo pagado con

exiguos salarios; exención de impuestos; privilegios económi­

cos y tolerancia gubernamental, son los factores del auge de

la industria del petróleo en México.

Examinemos la obra social de las empresas: ¿En cuántos

de los pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un

hospital, una escuela o un centro social, o una obra de aprovi­

sionamiento o saneamiento de agua, o un campo deportivo, o

una planta de luz, aunque fuera a base de los muchos millones

de metros cúbicos del gas que desperdician las explotaciones?

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 105

¿En cuál centro de actividad petrolífera, en cambio, no

existe una policía privada destinada a salvaguardar intere­

ses particulares, egoístas y algunas veces ilegales? De estas

agrupaciones, autorizadas o no por el Gobierno, hay muchas

historias de atropellos, de abusos y de asesinatos siempre en

beneficio de las empresas.

¿Quién no sabe o no conoce la diferencia irritante que

norma la construcción de los campamentos de las compañías?

Confort para el personal extranjero; mediocridad, miseria e

insalubridad para los nacionales. Refrigeración y protección

contra insectos para los primeros; indiferencia y abandono, mé­

dico y medicinas siempre regateadas para los segundos; salarios

inferiores y trabajos rudos y agotantes para los nuestros.

Abuso de una tolerancia que se creó al amparo de la igno­

rancia, de la prevaricación y de la debilidad de los dirigentes del

país, es cierto, pero cuya urdimbre pusieron en juego los inver­

sionistas que no supieron encontrar suficientes recursos morales

que dar en pago de la riqueza que han venido disfrutando.

Otra contingencia forzosa del arraigo de la industria pe­

trolera, fuertemente caracterizada por sus tendencias antiso­

ciales, y más dañosa que todas las enumeradas anteriormente,

ha sido la persistente, aunque indebida intervención de las

empresas en la política nacional.

Nadie discute ya si fue cierto o no que fueron sostenidas

fuertes facciones de rebeldes por las empresas petroleras en la

Huasteca Veracruzana y en el Istmo de Tehuantepec, durante

los años de 1917 a 1920 contra el Gobierno constituido. Na­

die ignora tampoco cómo en distintas épocas posteriores a las

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l á z a r o c á r d e n a s106

que señalamos y aún contemporáneas, las compañías petrole­

ras han alentado casi sin disimulos, ambiciones de desconten­

tos contra el régimen del país, cada vez que ven afectados sus

negocios, ya con la fijación de impuestos o con la rectificación

de privilegios que disfrutan o con el retiro de tolerancias acos­

tumbradas. Han tenido dinero, armas y municiones para la

rebelión. Dinero para la prensa antipatriótica que las defien­

de. Dinero para enriquecer a sus incondicionales defensores.

Pero para el progreso del país, para encontrar el equilibrio

mediante una justa compensación del trabajo, para el fomento

de la higiene en donde ellas mismas operan, o para salvar de

la destrucción las cuantiosas riquezas que significan los gases

naturales que están unidos con el petróleo en la Naturaleza,

no hay dinero, ni posibilidades económicas, ni voluntad para

extraerlo del volumen mismo de sus ganancias.

Tampoco lo hay para reconocer una responsabilidad que

una sentencia les define, pues juzgan que su poder económico

y su orgullo les escudan contra la dignidad y la soberanía de

una Nación que les ha entregado con largueza sus cuantiosos

recursos naturales y que no puede obtener, mediante medidas

legales, la satisfacción de las más rudimentarias obligaciones.

Es por lo tanto ineludible, como lógica consecuencia de este

breve análisis, dictar una medida definitiva y legal para acabar

con este estado de cosas permanente en que el país se debate,

sintiendo frenado su progreso industrial por quienes tienen en

sus manos el poder de todos los obstáculos y la fuerza dinámica

de toda actividad, usando de ella no con miras altas y nobles,

sino abusando frecuentemente de ese poderío económico hasta

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 107

el grado de poner en riesgo la vida misma de la Nación, que bus­

ca elevar a su pueblo mediante sus propias leyes aprovechando

sus propios recursos y dirigiendo libremente sus destinos.

Planteada así la única solución que tiene este problema,

pido a la Nación entera un respaldo moral y material sufi­

ciente para llevar a cabo una resolución tan justificada, tan

trascendente y tan indispensable.

El Gobierno ha tomado ya las medidas convenientes para

que no disminuyan las actividades constructivas que se rea­

lizan en toda la República, y para ello, sólo pido al pueblo,

confianza plena y respaldo absoluto en las disposiciones que

el propio Gobierno tuviere que dictar.

Sin embargo, si fuere necesario, haremos el sacrificio de to­

das las actividades constructivas en la que la Nación ha entrado

durante este periodo de Gobierno para afrontar los compro­

misos económicos que la aplicación de la Ley de Expropiación

sobre intereses tan vastos nos demanda, y aunque el subsuelo

mismo de la Patria nos dará cuantiosos recursos económicos

para saldar el compromiso de indemnización que hemos con­

traído, debemos aceptar que nuestra economía individual sufra

también los indispensables reajustes, llegándose, si el Banco de

México lo juzga necesario, hasta la modificación del tipo actual

de cambio de nuestra moneda, para que el país entero cuente

con numerario y elementos que consoliden este acto de esencial

y profunda liberación económica de México.

Es preciso que todos los sectores de la Nación se revistan de

un franco optimismo y que cada uno de los ciudadanos, ya en

sus trabajos agrícolas, industriales, comerciales, de transpor­

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l á z a r o c á r d e n a s108

tes, etc., desarrollen a partir de este momento una mayor ac­

tividad para crear nuevos recursos que vengan a revelar cómo

el espíritu de nuestro pueblo es capaz de salvar la economía

del país por el propio esfuerzo de sus ciudadanos.

Y como pudiera ser que los intereses se debaten en forma

acalorada en el ambiente internacional, pudieran tener de este

acto de exclusiva soberanía y dignidad nacional que consuma­

mos, una desviación de materias primas, primordiales para la

lucha en que están empeñadas las más poderosas naciones,

queremos decir que nuestra explotación petrolífera no se

apartará un solo ápice de la solidaridad moral que nuestro

país mantiene con las naciones de tendencia democrática y

a quienes deseamos asegurar que la expropiación decretada

sólo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que no sienten

la necesidad evolucionista de los pueblos, ni les dolería ser

ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor

postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que

reportar las masas populares y las naciones en conflicto.

El Presidente de la República, lázaro cárdenas. Palacio

Nacional, a 18 de marzo de 1938.

DECRETO DE EXPROPIACIÓN

Considerando:

Que es del dominio público que las empresas petroleras que

operan en el país y que fueron condenadas a implantar nuevas

condiciones de trabajo por el Grupo Número 7 de la Junta

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 109

Federal de Conciliación y Arbitraje el 18 de diciembre últi­

mo, expresaron su negativa a aceptar el laudo pronunciado,

no obstante haber sido reconocida su constitucionalidad por

ejecutoria de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sin

aducir como razones de dicha negativa otra que la de una su­

puesta incapacidad económica, lo que trajo como consecuen­

cia necesaria la aplicación de la fracción XXI del Artículo 123

de la Constitución General de la República en el sentido de

que la autoridad respectiva declara rotos los contratos de tra­

bajo derivados del mencionado laudo.

Considerando:

Que este hecho trae como consecuencia inevitable la suspen­

sión total de actividades de la industria petrolera y en tales

condiciones es urgente que el Poder Público intervenga con

medidas adecuadas para impedir que se produzcan graves

trastornos interiores que harían imposible la satisfacción de

necesidades colectivas y el abastecimiento de artículos de con­

sumo necesario a todos los centros de población, debido a la

consecuente paralización de los medios de transporte y de las

industrias productoras, así como para proveer a la defensa,

conservación, desarrollo y aprovechamiento de la riqueza

que contienen los yacimientos petrolíferos, y para adoptar las

medidas tendientes a impedir la consumación de daños que

pudieran causarse a las propiedades en perjuicio de la colecti­

vidad, circunstancias todas estas determinadas como suficien­

tes para decretar la expropiación de los bienes destinados a la

producción petrolera.

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l á z a r o c á r d e n a s110

Por lo expuesto y con fundamento en el párrafo segundo de

la fracción VI del artículo 27 constitucional y en los artículos 1º,

fracciones V, VII y X, 4, 8, 10 y 20 de la Ley de Expropiación de

23 de noviembre de 1936, ha tenido a bien expedir el siguiente

DECRETO

• Artículo 1º. Se declaran expropiados por causas de uti­

lidad pública y a favor de la Nación, la maquinaria, instala­

ciones, edificios, oleoductos, refinerías, tanques de almacena­

miento, vías de comunicación, carros tanques, estaciones de

distribución, embarcaciones y todos los demás bienes muebles

e inmuebles de propiedad de la Compañía Mexicana de Petró­

leo “El Águila”, S.A., “Compañía Naviera de San Cristóbal”,

S.A., “Compañía Naviera de San Ricardo”, S.A., “Huasteca

Petroleum Company”, “Sinclair Pierce Oil Company”, “Mexi­

can Sinclair Petroleum Corporation”, “Stanford y Compañía”

S. en C., “Pensi Mex Fuel Company”, “Richmond Petroleum

Company de México”, “California Standard Oil Company of

Mexico”, Compañía Petrolera “El Águila”, S.A., “Compañía

de Gas y Combustible Imperio”, “Consolidated Oil Company

of Mexico”, “Compañía Mexicana de Vapores San Antonio”,

S.A., “Sabalo Transportation Company”, “Charita”, S.A.,

y “Calilao”, S.A., en cuanto sean necesarios, a juicio de la

Secretaría de la Economía Nacional para el descubrimiento,

captación, conducción, almacenamiento, resignación de los

productos de la industria petrolera.

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e x p r o p i a c i ó n d e l a s c o m p a ñ í a s p e t r o l e r a s 111

• Artículo 2º. La Secretaría de la Economía Nacional, con

intervención de la Secretaría de Hacienda como administrado­

ra de los Bienes de la Nación, procederá a la inmediata ocu­

pación de los bienes materia de la expropiación y a tramitar

el expediente respectivo.

• Artículo 3º. La Secretaría de Hacienda pagará la indem­

nización correspondiente a las compañías expropiadas, de

conformidad con lo que disponen los artículos 27 de la Cons­

titución y 10 y 20 de la Ley de Expropiación, en efectivo y en

un plazo que no excederá de 10 años. Los fondos para hacer

el pago los tomará la propia Secretaría de Hacienda del tanto

por ciento que se determinará posteriormente de la produc­

ción del petróleo y sus derivados, que provengan de los bienes

expropiados y cuyo producto será depositado, mientras se

siguen los trámites legales, en la Tesorería de la Federación.

• Artículo 4º. Notifíquese personalmente a los representan­

tes de las compañías expropiadas y publíquese en el “Diario

Oficial” de la Federación.

Este Decreto entrará en vigor en la fecha de su publicación

en el “Diario Oficial” de la Federación.

Dado en el Palacio del Poder Ejecutivo de la Unión a los

dieciocho días del mes de marzo de mil novecientos treinta y

ocho. Lázaro Cárdenas, Rúbrica. El Secretario de Estado y del

Despacho de Hacienda y Crédito Público, Eduardo Suárez.

Rúbrica. El Secretario de Estado y del Despacho de Economía

Nacional, Efraín Buenrostro. Rúbrica. Al C. Lic. Ignacio Gar­

cía Téllez. Secretario de Gobernación. Presente.

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Lecturas políticas se terminó de imprimir en abril de 2010,

en los talleres de Hermes Impresores (Cerrada de Tonantzin, núm. 6,

Col. Tlaxpana, México, D.F.). El tiraje fue de 500 ejemplares.

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