Recordando sin Ira. Memoria y Melancolía en la Relectura ...

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ARTÍCULOS Y SECCIONES ESPECIALES Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Franz Fanón NORA RABOTNIKOF Universidad Nacional Autónoma de México Hace algún tiempo, los periódicos anunciaban la fundación de una Unión Afri- cana, estructura que se pretende similar a la Unión Europea y que agrupa 53 países del continente africano. Su objetivo declarado es consolidar un organis- mo multilateral para promover la democracia y el desarrollo en el continente más pobre del planeta. El vocabulario político utilizado es universal: fortaleci- miento de la sociedad civil, defensa de la democracia y préstamos para el desa- rrollo. Sin embargo, el continente africano parece muy lejano, asociado para nosotros (¿los occidentales, los latinoamericanos?) con el Islam, con Idi Amin Dada, con el emperador Bokassa, con la ferocidad de las guerras tribales. En todo caso, con una historia y una tradición políticas que nos resultan ajenas y distantes, «diferentes y específicas», aunque el lenguaje político de la convoca- toria suene novedosamente universal. Y, sin embargo, esto no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el panafricanismo nos resultaba una consigna cercana y familiar. Se asociaba a la unidad latinoamericana y ambas se cobijaban en el paraguas fraterno del Tercer Mundo. El llamado «Despertar de Bandung» anunciaba el fin de un época: con la ruptura de los lazos coloniales surgía un nuevo mundo que se extendía por Asia, África y América Latina, hermanando los movimientos de liberación na- cional. Doblaban las campanas por el imperialismo y se dibujaba una especie de tercera vía {avant la lettre) entre los dos bloques. Dos terceras partes del planeta accedían a la Humanidad. Era la nueva revuelta de los humillados y ofendidos. El despertar de los condenados de la Tierra. En el año 2001, el Fondo de Cultura Económica lanzó al mercado la terce- ra edición en español de Los condenados de la tierra de Franz Fanón. Cuarenta años después de su aparición, el libro vuelve a ver la luz en un mundo transfor- RIFP / 20 (2002) pp. 73-89 ^3

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ARTÍCULOS Y SECCIONES ESPECIALES

Recordando sin ira: memoria y melancolía en la relectura de Franz Fanón

NORA RABOTNIKOF Universidad Nacional Autónoma de México

Hace algún tiempo, los periódicos anunciaban la fundación de una Unión Afri­cana, estructura que se pretende similar a la Unión Europea y que agrupa 53 países del continente africano. Su objetivo declarado es consolidar un organis­mo multilateral para promover la democracia y el desarrollo en el continente más pobre del planeta. El vocabulario político utilizado es universal: fortaleci­miento de la sociedad civil, defensa de la democracia y préstamos para el desa­rrollo. Sin embargo, el continente africano parece muy lejano, asociado para nosotros (¿los occidentales, los latinoamericanos?) con el Islam, con Idi Amin Dada, con el emperador Bokassa, con la ferocidad de las guerras tribales. En todo caso, con una historia y una tradición políticas que nos resultan ajenas y distantes, «diferentes y específicas», aunque el lenguaje político de la convoca­toria suene novedosamente universal.

Y, sin embargo, esto no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el panafricanismo nos resultaba una consigna cercana y familiar. Se asociaba a la unidad latinoamericana y ambas se cobijaban en el paraguas fraterno del Tercer Mundo. El llamado «Despertar de Bandung» anunciaba el fin de un época: con la ruptura de los lazos coloniales surgía un nuevo mundo que se extendía por Asia, África y América Latina, hermanando los movimientos de liberación na­cional. Doblaban las campanas por el imperialismo y se dibujaba una especie de tercera vía {avant la lettre) entre los dos bloques. Dos terceras partes del planeta accedían a la Humanidad. Era la nueva revuelta de los humillados y ofendidos. El despertar de los condenados de la Tierra.

En el año 2001, el Fondo de Cultura Económica lanzó al mercado la terce­ra edición en español de Los condenados de la tierra de Franz Fanón. Cuarenta años después de su aparición, el libro vuelve a ver la luz en un mundo transfor-

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Nora Rabotnikof

mado. Y, como no podía ser de otra manera, ante un espíritu de la época que no se reconoce en sus páginas y que a duras penas puede leerlo como un texto de historia de las ideas.

Para algunos jóvenes, hijos teóricos de la democracia y el liberalismo, el libro resulta demencial. Para otros es, si acaso, una pieza de museo. Aunque están también aquellos que redescubren a Fanón o lo descubren por primera vez cuarenta años después: alguien que ya hablaba de la colonialidad del poder, de la diferencia constitutiva, de la historia alternativa.

Para mi generación, o para un sector de ella ligado a lo que genéricamente podri'amos llamar izquierda, la lectura actual del texto es una suerte de test proyectivo.' Para muchos de nosotros, IJJS condenados de la tierra no fue un li­bro más, ni siquiera un libro que se recuerda con cariño o con placer. Fue un libro conmovedor en sentido literal: tocó y sacudió nuestras fibras más íntimas. La prosa de Fanón no sólo nos seducía, sino que nos parecía que de sus ideas emanaba una fuerza movilizadora a la cual era difícil sustraerse. Dicho en otro vocabulario: esas ideas nos interpelaban, pero llegaban a nuestras cabezas sólo después de golpear el estómago y sacudir el corazón. Nos sentíamos emparenta­dos con la experiencia relatada por Fanón: la lucha antiimperialista, el horizonte revolucionario, la transformación de la práctica o a través de la práctica, la fuerza pedagógica y liberadora de la violencia.

Yo leía a Fanón con placer y con pasión. Treinta años después puedo confesar que también incluíamos su obra en los programas de estudio, como una joya del pensamiento político contemporáneo. Lo que hoy llamaríamos una postura de «corrección política». Dicho de manera ampulosa: no fue un libro más, sino un libro que contribuyó a formar nuestra identidad política. Pero nuestra identidad política pasada. Y es aquí donde se instaura el desafío: releer­lo dispara la memoria, y resulta entonces difícil separar texto y recuerdo. En este caso, el recuerdo de otra época y de uno mismo en otra época. Algo así como la relación entre memoria política e identidad personal.

En estos 30 años transcurridos desde las primeras lecturas, cambiaron los tiempos. Y también cambió la gente. No fue sólo un proceso imputable al cambio de creencias, al menos no de cualquier creencia. Cambiaron las creen­cias orientadoras de sentido y se transformaron las visiones del mundo, las opciones político-estratégicas y los estilos de vida. Muchos de nosotros somos otros. Como aquel Borges, que en febrero de 1969 se encuentra en un parque de Boston con el otro Borges, muchos años menor,̂ así nos reencontramos con esos otros que fuimos nosotros. Releer el libro es reconstruir las ideas y argumentaciones de Fanón hace cuarenta años, pero también situamos en rela­ción con esos otros que leían a Fanón hace tiempo. Recordarlos y recordamos. ¿Pero cómo?

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Breve interregno casi metodológico

¿Cómo leer un texto? El problema ha desvelado a la filosofía y a la historia: documento de una época, expresión del contexto histórico, intencionalidad del autor, autonomía del texto, ejercicio hermenéutico, análisis del discurso. Trato de sortear esta discusión y me sitúo directamente en el ámbito de la subjetividad del lector. Parto de la base de que ese lector somos nosotros (alguien como yo, o esa generación de izquierda, o esa parte de la generación de izquierda) y que el texto, de uno u otro modo, contribuyó hace ya tiempo a moldear nuestra identidad política o nuestras pasiones. Entonces, el ejercicio nos ubica de lleno en el campo de experiencia de la memoria.

Quienes han reflexionado en tomo al tema de la memoria histórica, pare­cen coincidir en la idea de que el fin de siglo y la alborada del milenio han desatado una euforia mnémica. Algunos hablan de un excedente de memoria. Otros reconocen sin más la aparición de una industria de la memoria, que va desde las modas retro hasta la musealización compulsiva. Y la mayorí'a asocia este boom de la memoria con un agotamiento o crisis de los proyectos de futu­ro. De manera paradójica, si el pensamiento crí̂ tico acusó siempre a la cultura occidental de estar construida sobre una especie de amnesia estructural, la cultu­ra de finales de siglo pasado respondió a esta acusación con un gran giro al pasado. De los futuros presentes que animaron y dieron sentido a los proyectos de modernización y a las estrategias revolucionarias, hemos transitado hacia los futuros pasados recuperados o reconstraidos a través de la memoria.

Huyssen señala dos momentos centrales de la cultura occidental en los que surgieron discursos de nuevo cuño sobre la memoria.̂ El primero se ubica alre­dedor de los años sesenta y es consecuencia de los movimientos de liberación nacional y los procesos de descolonización. Este primer momento se caracterizó por la búsqueda de historiografías alternativas, de tradiciones perdidas y por la recuperación de una visión de los vencidos (Fanón se inscribiría en esta etapa). El segundo momento, detonado por el debate en tomo al Holocausto, por la aparición de nuevos testimonios, por la profusión de aniversarios y recordato­rios, se habna caracterizado por una fascinación con el tema de la memoria o, mejor dicho, con el acto mismo de recordar. Como dice Charles Maier: «es como si todos aquellos preocupados por la historia y la cultura se dieran cita para sumergir al unísono la madeleine proustiana y, luego, compararan sus ex­periencias».''

Y tal vez éste sea el riesgo que habna que asumir desde el principio en una recuperación memoriosa de Fanón. Me refiero al riesgo de una especie de autorreferencialidad generacional. O al peligro de pasar de lo recordado a la fenomenología del que recuerda. Porque en este punto la memoria, a diferencia de la historia, supone un doble registro: el de una experiencia y el del experi­mentar luego esa experiencia, ser a la vez actor y espectador. Es así que, imper-

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ceptiblemente, la memoria parece emparentarse con la melancolía, en cualquie­ra de sus formas.

Releer un texto que fue vitalmente importante desde la perspectiva del recordar nuestra vida y nuestras creencias en el momento de leerlo, y hacerlo desde una situación transformada, parece condenamos a la melancolía, en el sentido más general de tristeza por un mundo y un yo irremediablemente perdi­dos. Pero hay melancolías y melancolías. Y, por ende, formas diferentes de recordar-reconstruir el pasado, en este ejemplo nuestros ideales pasados, emble­máticamente encerrados en el texto fanoniano. Podemos afrontar o no esa pér­dida con diferentes actitudes.

Una actitud puede estar dada por el rechazo casi visceral ante las consignas, los razonamientos, las palabras de esa otra época. En este caso, comparece lo que llamaré la melancolía del converso. Y lo llamo conversión porque aquí la reivin­dicación de valores e ideales (los de antes y los de ahora) asume la forma de adhesión religiosa. Y porque el cambio de creencias primero revistió la forma de una crisis de fe y después de conversión. La melancolía del converso es la del renegado, de aquel que se siente obligado a abdicar y denostar sus antiguos idea­les permanentemente, tal vez porque nunca se llegue a estar libre de sospecha La negación de una forma de identidad política del pasado parece ser la condición de posibilidad, que debe ser ratificada de manera recurrente, de una nueva identidad política. Es como si una vieja épica tuviera que ser destruida a través de una gran negación, también épica. La nueva identidad política está constraida básicamente a partir del trauma de la pérdida de una identidad (política) anterior. En este caso no hay reconciliación posible entre la vieja y la nueva identidad. Y el converso está condenado a vivirse e identificarse como un «ex» (ex izquierdista, ex guerri­llero, ex cura, ex esposo de alguien), por lo cual el pasado es afirmado y negado al mismo tiempo. La identidad se define por aquello que ya no se es, por aquello que se ha olvidado o repudiado. Esta melancolía del converso se acerca a la caracterización freudiana: hay una suerte de autopunición asociada a una reacción ante la pérdida. Ésta no puede ser superada, porque lo que se niega en el objeto perdido se transforma en una negación de sí mismo, o de una parte de sí mismo, en este caso el pasado propio.

Sospecho que leer a Fanón desde la melancolía del converso supondría rati­ficar la equivocación, comprobar el error y sancionar la culpa de una generación o de una época. Reconozco que hay un núcleo de lucidez en esto. Como dice Ge-rard Chaliand en el epílogo que se agrega a esta edición y que paradójicamente se titula Franz Fanón resiste la prueba del tiempo: «la mayoría de las ideas y de las tesis desarrolladas en este libro [...] parece lejana y desfasada». Tampoco es que sobren las autocn'ticas. El problema es que con esta versión de la historia del converso no hay explicación histórica para las ideas y los ideales, hay pasiones desbordadas. No hay sentido alguno en las opciones anteriores, sólo una locura juvenil que al llegar a la edad de la razón descubre, justamente, que esa razón

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pasaba por la democracia y el liberalismo. La oposición entre razones y pasiones resulta demasiado clásica, explica poco y desmoviliza mucho.

La otra lectura melancólica posible es la del nostálgico de la plenitud. Se trata del que recuerda aquello a lo que ha quedado fijado como paraíso perdido o como momento fundacional de la propia biografía. Y digo melancólico por­que en este caso la pérdida de la vieja identidad, de las certezas y valores de antaño, tampoco puede elaborarse y por ello se los proyecta fuera del tiempo. El pasado mítico, fuera del tiempo, se transforma en parte de la naturaleza del melancólico, no en parte de su historia.̂ Aquella identidad y aquellas creencias forman parte de un pasado reconciliado consigo mismo, al cual siempre se puede volver para olvidar los horrores del presente. Y del cual, en el mejor de los casos, pueden surgir chispas que iluminen ese presente.

Cuando el pasado se mitifica parece que las creencias no han cambiado. El cambio se imputa sólo al entorno, como caída o eclipse de un mundo en el que el nostálgico sólo puede sobrevivir pagando el precio del anacronismo. Tampo­co hay nada malo con esta lectura desde la nostalgia por el pasado mítico. Sospecho que leer o releer a Fanón desde aquí supondría, a diferencia de la lectura del converso, ratificar su discurso como verdadero de manera atemporal. Los condenados estaría representando el principio de ruptura, la impugnación del sistema, un mesianismo fuerte que irrumpe intermitentemente (con Fanón en los sesenta y los setenta, con otros actores privilegiados después) y que como tal debe ser reivindicado en su totalidad. El problema es que aquí la historia desaparece y sólo quedan los principios: se defiende la revolución, no tanto a partir de las que fueron, sino sobre todo a partir de las que no fueron. El precio de resistirse al desencanto (en el sentido weberiano de desencantamiento del mundo ) resulta aquí en la creencia de que recordar es volver a ser.

Si hay entonces una cuota de melancob'a inevitable en estas opciones de lectura, si toda relectura es al mismo tiempo recuerdo de otro tiempo y de nosotros cuando éramos otros, ¿cómo construir una mirada al mismo tiempo crítica e iluminadora?, ¿cómo ubicar al texto en una historia sin quedarse en una lectura puramente contextual?

Quizás habría que intentar algo así como una lectura conservadora, aunque no tengamos mucha afinidad por el adjetivo. ¿En qué sentido digo conservadora?

Quisiera retomar aquí la diferencia entre tradicionalismo y conservaduris­mo, que traza Manheim. En esta versión de la distinción, tradición se asimila a costumbre, a práctica irreflexiva reiterada y a una forma de orientar la vida dependiente de las rutinas fijas. Para Manheim, el conservadurismo es, por el contrario, conciencia de la tradición o, dinamos hoy, la tradición vuelta reflexi­va. Recordemos que para este autor la Revolución Francesa instauró la brecha entre ambas actitudes ya que volvió a los hombres conscientes de sus tradicio­nes como tradiciones. Una consecuencia importante de esta distinción es que los conservadores son tan parte de la nueva realidad como los revolucionarios,

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y son los que saben (tal vez los que mejor saben) que el mundo ha cambiado irrevocablemente y ha adquirido un nuevo perfil, una nueva identidad, y que algo se ha perdido para siempre. Y aquí es posible introducir una nueva distin­ción, aquella entre conservador y reaccionario. El reaccionario puede tener un lenguaje más vehemente condenatorio del cambio (de la Revolución), pero en el fondo parece creer que es posible una vuelta atrás. Aquello que se experi­menta como pérdida puede ser, en algún momento, recuperado. No hay una ruptura definitiva con la identidad anterior. En cambio, el conservador sabe que no hay vuelta atrás, que ciertos valores, prácticas, identidades se han perdido y no pueden volver a ser vividas como tales. Para los reaccionarios, el pasado es objeto del deseo de ser, se quiere volver a ser lo que alguna vez fue. Para los conservadores, ese pasado es objeto del deseo de conocer. La brecha entre las dos identidades (políticas o culturales) no puede cerrarse del todo, de ahí la melancolía por la pérdida insalvable, la conciencia de ese ya no ser. Pero sub­siste la voluntad de saber. Esta voluntad guía la tarea del narrador que debe así reapropiarse reflexivamente de los futuros pasados que fueron propios. Porque parte de esta tarea conservadora de la memoria consiste en aportar materiales para seguir el curso de nuestra identidad en el tiempo, es decir, para aportar alguna inteligibilidad a las localizaciones temporales de nuestro yo.

Los condenados de la tierra, 30 años después

Los condenados de la tierra aparece en 1961. El conflicto Este-Oeste domina el escenario, dibujando para los movimientos de liberación nacional la alternativa entre capitalismo y socialismo. Un tercio del planeta ha cortado amarras con el capitalismo. La Unión Soviética, transcurrido el informe sobre el terror estali-nista en el XX Congreso, se expande sobre Budapest y, al mismo tiempo, se solidariza con los procesos de descolonización. El llamado bloque comunista, incluso en los momentos de división, aparece sin embargo como una realidad todavía dinámica. El prestigio de la China de Mao sigue intacto. El triunfo de la Revolución Cubana la convierte en modelo exitoso de lucha armada y guerra de guerrillas. La guerra de Argelia lleva ya siete años. El recuerdo de Dien Bien Phu (1954) y el largo combate de los vietnamitas contra los franceses, animan la lucha del FLN argelino. En Estados Unidos, el movimiento por los derechos civiles se expande y surgen los primeros grupos radicalizados que levantarán la bandera de la negritud y el poder negro.̂

La guerra de Argelia significó el fin del colonialismo europeo clásico y fue también una profunda herida que dividió en dos a la Francia de entonces. Sus ecos llegan a América Latina exaltando el lado más romántico y heroico (por ejemplo, con la película La Batalla de Argel de Pontecorvo). Y con el libro de Fanón que, leído a finales de la década de los sesenta o principios de los

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setenta, parecía damos motivos para una identificación política con lo allí rela­tado. Pero, ¿qué identificábamos y por qué nos identificábamos con aquella narración que hoy, por momentos, nos resulta simplificadora y repetitiva, ideo­lógicamente desbordada y hasta ingenua?

Tres temas recorren el texto de Fanón. AI menos tres que rescatábamos hace treinta años y que esta lectura memoriosa redescubre. Tres futuros del pasado (que se articulan en una única promesa mesiánica) que orientaban la acción de grandes grupos políticos hace años y que hoy se han perdido para siempre: la liberación del Tercer Mundo, la constitución de una voluntad colec­tiva nacional y popular (el principio de lo nacional-popular) y, sobre todo, la generación, a través de la violencia organizada, del hombre (y la mujer) nuevo. Estos tres motivos se entrelazan y despliegan en un lenguaje cuyo registro he­roico, y sobre todo confiado, hoy resulta extraño y ajeno a quienes, en algún momento, atravesamos esa etapa de la Bildung hegeliana que se llamó desen­canto y esa experiencia política que sólo puede llamarse derrota.

La descripción de la estructura colonial nos servía para identificar en ella algunos rasgos de nuestros países dependientes y subdesarrollados, aunque las diferencias fueran más que significativas. En la pintura de Fanón, el mundo colonial es un territorio partido en dos y un mundo de violencia. No hay inter­mediarios que aligeren la opresión y la violencia, el aparato de hegemonía es débil o inexistente. No hay conciliación ni complementariedad entre el mundo y el territorio del colono y aquél del colonizado. Dominio puro, violencia directa, dominación brutal (después tendríamos que recurrir a Gramsci para descubrir los llamados aparatos ideológicos, para pensar la cuestión de la dirección inte­lectual y moral). Y sin embargo, también en Fanón, hay un segundo momento en el desarrollo de esa sociedad maniquea. Porque Lx)s condenados de la tierra comienza siendo un drama de dos personajes, colonizador y colonizado, amo y esclavo en lucha a muerte, para poblarse en los capítulos sucesivos con otros personajes (los campesinos, los intelectuales, la burguesía nacional, los árabes, los africanos negros). Es como si el texto quisiera reproducir la dinámica impre-decible de un mundo que vuelve a poblarse, a partir de esa división radical en dos campos instaurada por el colonialismo. La contradicción principal no expli­caba el mundo, sin duda, Pero lo ordenaba. Después, dicho en lenguaje de hoy, había que introducir la complejidad.

«En las colonias, la infraestructura es igualmente superestructura. La causa es consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico.» Para Fanón, no hay dimensión étnica que pueda reivindicarse aislada de la cues­tión de clase y de la relación colonial. Por ello, la lucha por la liberación será pensada como revolución, como construcción de una voluntad colectiva nacio­nal y popular, condición necesaria para la independencia política, el bienestar colectivo y la igualdad entre el Primer y el Tercer Mundo. La liberación nacio­nal pasa, entonces, por la reivindicación de los sectores populares, los únicos

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capaces, en esta visión, de sostener la construcción de una nación independien­te. La voluntad nacional y popular, con su columna vertebral en el campesinado (los cuadros radicalizados urbanos que se refugian en el medio rural, desatan la insurrección campesina y penetran en las ciudades a través de la periferia lum-penproletaria) galvaniza las diferencias y divisiones instauradas por el colonia­lismo. De no lograr esto, «en los jóvenes países independientes se pasa con facilidad de la nación a lo étnico, del Estado a la tribu». Rechazo, entonces, de lo que solía llamarse la etapa democrático burguesa: «la verdadera vocación de las burguesías nacionales es el suicidio, la anulación como clase. Pero en vez de elegir el camino heroico y justo, eligen el camino cínico y tortuoso» (p. 138).

La liberación nacional y la revolución social son indisolubles. «El naciona­lismo, si no se hace exph'cito, si no se enriquece y profundiza, si no se transfor­ma rápidamente en conciencia poh'tica y social, en humanismo, conduce a un callejón sin salida» (p. 186). Conducido por las burguesías coloniales (caricatu­ra de las europeas), el proceso degenera rápidamente del nacionalismo al chau­vinismo y al racismo. La burguesía colonizada es incapaz de desarrollar una sociedad civil burguesa, una ideología nacional y popular, incapaz de indepen­dencia económica: «hay que oponerse a ella porque literalmente no sirve para nada» (p. 161).

Aunque para Fanón no había lucha cultural separada o desligada de la lucha por la liberación nacional y social, abundan sus reflexiones sobre la cultu­ra. A diferencia del momento actual (signado por el multiculturalismo y los estudios culturales), ni la cultura ni la subjetividad eran por entonces temas privilegiados por la perspectiva revolucionaria ni por un marxismo de corte economicista. En ese contexto, la mirada del intelectual y del psiquiatra no podía sino atraer la atención. Su pintura de la «fenomenología del espíritu colo­nizado» parece hoy plausible, sólo que ya no como proceso irreversible y de una sola dirección. Para Fanón, a la afirmación incondicional de la cultura euro­pea sucedió, en los países descolonizados o en vías de descolonización, la afir­mación incondicional de la cultura africana (o latinoamericana, o étnica, dirija­mos entonces nosotros). En aquel caso, los cantores de la «negritud» opusieron «la vieja Europa a la joven África, la razón fatigosa a la poesía, la lógica opresi­va a la naturaleza piafante; por un lado, rigidez, ceremonia, protocolo, escepti­cismo, por el otro ingenuidad, petulancia, libertad hasta exuberancia. Pero tam­bién irresponsabilidad» (p. 194). En su perspectiva, racializar las reivindicacio­nes nacionales y populares conducía a un callejón sin salida, se hundía en el ciclo sin salida de la alienación en la cultura occidental, la ruptura y la afirma­ción de una identidad inventada («su búsqueda forzada no hace sino evocar una banal intención de exotismo»). Esa cultura de base étaica no pasa de ser un intento de recordar o de exaltar lo que se cree auténtico: «La cultura ante la cual se inclina el intelectual no es, con frecuencia, sino un acervo de particularis­mos» (p. 204). La verdadera sustancia de la cultura nacional radicaba en las

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luchas populares. Para Fanón, luchar por la cultura nacional era, en primer lu­gar, luchar por la liberación. La verdadera cultura nacional era la revolución.

La violencia y la creación de subjetividad

Con el transcurrir de los años, la reivindicación de la lucha armada aparece como una de las herencias principales del pensamiento de Fanón. Y no sólo, o no tanto la lucha armada como estrategia, sino la exaltación de la capacidad transformadora y humanizante de la violencia. Ya Hannah Arendt polemizaba con Fanón en tomo a esa relación entre violencia y libertad. En On Violence, Arendt condenaba la violencia por antipolítica, es decir, por negar la argumen­tación y la persuasión y por destruir el mundo de apariencias, el mundo en común. Desde entonces. Fanón se incluirí̂ a en las filas de aquellos que sostienen una relación última y extrema entre política y lucha a muerte. Con su texto, Arendt abriría en cambio el camino para aquellos que consideran hoy a la vio­lencia como el mal radical.̂

«Si los últimos deben ser los primeros, no puede ser sino a través de un enfrentamiento decisivo y a muerte entre los dos protagonistas» (p. 32). El enfren-tamiento a muerte es el final necesario de la dolorosa construcción del mundo colonial, de la dialéctica inevitable entre el amo colonial y el esclavo colonizado. Es por medio de la violencia que la cosa colonizada se transforma en un hombre. Aquí la violencia vuelve sujetos a los objetos de la opresión colonial, la violencia crea una nueva subjetividad. Por el contrario, en el análisis de los casos clínicos, la violencia o las consecuencias de la violencia sufrida o infringida destruyen toda subjetividad. Ésta es la contracara que el panegírico filosófico de la violencia de Jean Paul Sartre parece menospreciar. En el famoso prólogo (incluido nuevamente en esta edición) Sartre es terminante: «Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los pies» (p. 20). En la versión sartreana no hay matices ni conse­cuencias perversas. La violencia no puede transformarse en un modo de vida, ya sin sentido. Tampoco la hermandad que genera puede ser transitoria, sectaria o asesina («su amor fraternal es lo contrario del odio que les tienen a ustedes: son hermanos porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber matado» (p. 21). Sartre ve en el relato de Fanón la confirmación de una tesis: la del gmpo en fusión y la de la multitud en lucha. El individuo escapa de su soledad tomando parte en una acción colectiva en la que todos son agentes porque todos juntos y cada uno de ellos por separado buscan espontáneamente un único y mismo objeto. El estallido inicial, la comunidad en la acción, la rebelión contra la dispersión de los individuos y el peso de los colectivos representan el comienzo de la humanidad.**

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En el fondo, para Sartre, esa violencia no es estratégica ni instrumental, no procede de un cálculo ni de un diagnóstico de la situación. Es algo así como la conciencia del ser para la muerte: «Él lo sabe: ese hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; se sabe muerto en potencia». La relación entre ser para la muerte y libertad funda el evangelio de la emancipación humana. Como comentaría Aron, la elección filosófica se identifica con la decisión política y ambas expresan una opción existencial, la autodeterminación.

En Fanón, la violencia es alumbramiento del hombre nuevo, pero bajo la forma de la tortura es causa de invalidez y mutilación psíquica (ahora sí para ambos: torturador y torturado). Tampoco la muerte infringida es sólo un acto de justicia, es también asesinato y las manos sucias dejan secuelas (tal como apare­ce en los dramáticos relatos de los combatientes). Como si el esclavo, en el momento en que realiza su humanidad y se libera de la relación amo-esclavo, no pudiera sustraerse de todos modos a las consecuencias de sus propios actos. Si la violencia vuelve actores privilegiados a los espectadores inesenciales (p. 31), éstos tendrán que superar, más adelante, el daño causado por la violencia infringida o la violencia sufrida. Y por los relatos del Fanón psiquiatra, no resulta tan cierto que «sólo la violencia puede destruir las señales de la violen­cia», como afirma Sartre. En muchos casos, sólo quedan víctimas.

Para Fanón, a diferencia de Sartre, la violencia es instrumental a ciertos fines, es estratégica aunque tiene también un valor expresivo: es testimonio de un sentimiento de injusticia. Resulta muy vivida la dimensión físico-corporal de la violencia, ya presente en el escenario colonial. Para el nativo, el universo colonial está plagado de constricciones físicas, de órdenes y directivas discipli­nantes que hacen que los músculos «estén siempre tensos». Lo primero que aprende el indígena es a ponerse en su lugar, a no pasarse de sus límites (p. 45). El colonizado es, antes que nada, «un perseguido que sueña permanentemente con transformarse en perseguidoD> (p. 47). Por ello, a nivel individual, la vio­lencia es una fuerza liberadora de ese sentimiento de inferioridad. Esta dimen­sión corporal de la acción política, este «poner el cuerpo» frente a la confronta­ción racional de los puntos de vista, será uno de los aspectos que rescatará la reflexión contemporánea sobre la violencia.'

En Fanón, sin embargo, el efecto transformador y creador de subjetividad de la violencia resulta de una praxis más político-organizativa que filosófica. Se trata de la naturaleza pedagógica de la violencia organizada, canalizada a través de la organización revolucionaria y de las demandas militantes. Creo recordar que ésta era la interpelación más fuerte del texto hace treinta años, la que nos proporcionaba una vía o una aproximación concreta a la creación de nuevas subjetividades. Y tal vez era la más equivocada.

Las demandas de la lucha revolucionaria, la militancia en una organiza­ción, en suma, la práctica político-revolucionaria introducía —se afirmaba— cambios culturales fuertes en la construcción de la subjetividad: «la descoloni-

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zación realmente es creación de hombres nuevos» (y de mujeres, como vere­mos más adelante). En Los condenados de la tierra, y quizá con más fuerza en otros textos, Fanón hace el relato del cambio cultural generado por la guerra de liberación. En realidad, leído desde la problemática actual, Fanón parece dar una respuesta —que se revelaría como históricamente falsa— a la vieja cues­tión de la tradición y la innovación cultural, de la larga duración y la coyuntura, de las costumbres y visiones del mundo enraizadas en la historia y la transfor­mación o construcción de nuevas identidades, de la continuidad y el cambio.

Leído a la luz de las reivindicaciones posteriores del multiculturalismo. Fanón focaliza la tradición, no la sacraliza. El velo que oculta el rostro de las mujeres no es signo de una cosmovisión religiosa que debe ser respetada. Las danzas rituales no son expresiones de autenticidad. Las relaciones familiares convencionales no son parte de una resistencia cultural a Occidente. Para Fa­nón, son expresión de enajenación y de dominación. Otras veces, estas situacio­nes son interpretadas funcionalmente como canal de desfogue de tensiones. En ese sentido, y ello alejarí̂ a a Fanón de la «corrección política» posterior, no expresan ninguna racionalidad local, ninguna sabidun'a milenaria que deba ser preservada. Pero tampoco son signos de irracionalidad. Hay una funcionalidad en el trance y los rituales marcan la presencia de la construcción colonial en los mecanismos de dominación intragrupo. La violencia tribal, la religión y los mitos aparecen como mecanismos de reequilibrio de la violencia y la agresivi­dad: «El individuo acepta así la disolución decidida por Dios, se aplasta frente al colono y frente a la suerte y, por una especie de reequilibrio interior, logra una serenidad de piedra» (p. 48).

Pero la coyuntura y la práctica revolucionaria instrumentalizan (¿seculari­zan?) las tradiciones. El velo deja de ser signo de sumisión. La invisibilidad femenina decretada por los hombres se transforma en la invisibilidad estratégica de la clandestinidad revolucionaria. El velo no esconde ya un rostro y un cuerpo instigador del pecado, sino que ahora oculta las armas y los explosivos que esa mujer transporta. Otro ejemplo, creo recordar, era el de la audiencia radial en los países colonizados. De audiencia dispersa y anónima, de la escucha pasiva de la radio colonial, se pasa al grupo que supera la alteridad y la reificación en los mensajes de la radio del FLN. Algo similar ocurre con la autoridad paterna en el seno del hogar. El combatiente no puede reconocer la autoridad paterna en los mismos términos que el tradicionalista. Y el padre no puede ya exigir la misma sumisión al hijo combatiente. Unos y otros se transforman. El compro­miso revolucionario acelera el tiempo del cambio en las costumbres. Como si por condensación se produjera una mutación cultural que no tiene que ver con el proceso de ilustración, con un avance en la educación convencional, con el desarrollo económico o con la modernización inducida.

Así, la relación entre hombres y mujeres se transforma porque la igualdad se construye en el riesgo y la amenaza. Es la vieja igualdad ante la muerte. La

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transformación de las relaciones de autoridad en la familia tampoco surge de una rebeldía adolescente o de un desafío contestatario. El combatiente tiene que sortear, esquivar, utilizar a veces los rituales de autoridad. La revolución no instaura el cambio de un día para otro, sino que la violencia organizada, el viejo (nunca más viejo) topo, roe la tradición. El «siempre lo mismo» del velo, de la autoridad masculina, de la comunicación radial manipuladora, se vuelve reflexi­vo y así puede instrumentalizarse. Porque «en la lucha de liberación, ese pueblo antes lanzado a círculos irreales, presa de un terror indecible, pero feliz de perderse en una tormenta onírica, se disloca, se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas, confrontaciones muy reales e inmediatas [...] apostar centine­las, ayudar a las familias carentes de lo más necesario, reemplazar al marido muerto o prisionero: ésas son las tareas concretas que debe emprender un pue­blo en la lucha por la liberación» (p. 50). Los ritos orgiásticos, el trance, la danza, las explicaciones míticas, serán dejadas de lado en y por la práctica militante: «Frente al paredón, con un cuchillo en la garganta o, para ser más precisos, con los electrodos en las partes genitales, el colonizado va a verse obligado a dejar de narrarse historias» (p. 51).

No se trata, entonces, de volver a un pasado africano lejano, a una esencia no contaminada por la colonización, a una autenticidad primigenia. La verdade­ra cultura es la Revolución. La revolución es, sobre todo, nueva cultura.'" Y ese cambio (y aquí la historia mostraría la equivocación de la tesis) es para siem­pre. Irreversible porque se ha logrado con sangre. Imparable porque han nacido los hombres y mujeres nuevos. Radical porque se han anulado el orden colonial y sus relaciones constitutivas. Las guerras de liberación imponen transformacio­nes en las conductas y las identidades que no son sólo coyunturales. Ni las mujeres, ni la relación entre los géneros, ni las relaciones familiares volverán a ser como antes. Se ha instaurado una nueva fraternidad y una nueva solidaridad que hacen que «la empresa de mistificación se vuelva a largo plazo práctica­mente imposible».

Tal es, o fue, la insobornable esperanza de Fanón. A partir de su texto, no es posible anticipar que esa nueva subjetividad nacida del enfrentamiento a muerte pueda verse sofocada por la rutina y la burocracia de las instituciones postcoloniales, que pueda encontrar otra vez consuelo y escape en la religión, o que pueda ser sometida a una retradicionalización autoritaria." En esta visión, el logro de las revoluciones no puede pervertirse. Aunque para evitar esa per­versión, los logros deban congelarse en el tiempo.

¿La misión de las generaciones?

«Los condenados de la tierra» es una frase extraída de La Internacional. Hace poco, con ocasión de un acto de campaña de una candidata de izquierda en las

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elecciones francesas, los organizadores intentaron corear el legendario himno, sólo para descubrir que la concurrencia (jóvenes en su mayoría) no conocía la letra. Mucho tiempo, y sobre todo mucha historia, ha transcurrido desde la apa­rición de este libro y de su afamado prólogo. Ni mis alumnos ni mis hijos han oído hablar de Fanón. Sartre es, para los más informados, una especie de cari­catura del filósofo de los sesenta.

Como se dice en el posfacio a esta nueva edición, las debilidades de Fa­nón como teórico político resultan más claras con el tiempo, y para nosotros es hoy evidente que «movido por la sed de justicia y dignidad, el tercermundismo de Fanón es más moral que político» (p. 317). Pero justamente, hace treinta años no nos interpelaba su lucidez en el análisis político, sino el lirismo y la nobleza moral. Compartíamos la indignación y la sed de justicia y creímos compartir el diagnóstico y la esperanza. ¿Es esto lo que ha cambiado? ¿Es que la indignación se ha atemperado? ¿O han desaparecido las razones que la moti­vaban? Y la vocación de justicia ¿se ha revelado como utópica, o cayó también en el proceso de secularización?, ¿es que al revelarse falso el diagnóstico, se esfumó también el principio de esperanza?

«Cada generación, dentro de una relativa opacidad, tiene que descubrir su misión, cumpliría o traicionarla» (p. 188). ¿Nuestra generación traicionó su mi­sión? ¿Acaso no ejerció aquel débil poder mesiánico (en la visión de Fanón nada débil) que la llevaba al pacto con las generaciones anteriores y a aportar su parte a la emancipación humana? ¿O es que lo acontecido fue tan poco heroico que puede simplemente describirse con la expresión casi banal de aquel poh'tico británico: «revolucionario a los veinte, conservador a los cuarenta»?

Sumergirse en las profundidades de lo que Walter Benjamín llamaba la melancolía de izquierda, supondría tratar de responder a alguna de estas pregun­tas (o tal vez sólo formularias), para ver si lo que se perdió fue, melancólica­mente, una parte de nuestro self. O si se trata nada más y nada menos que de un cambio de creencias. O si el mapa político ha cambiado tan radicalmente y en una dirección tan inesperada, que no sólo los conceptos teóricos, sino la sensibi­lidad política misma ha sufrido mutaciones. Probablemente haya un poco de todo esto en la sensación de ajenidad y distancia que inevitablemente sobrevie­ne al releer el libro.

Pero sobre todo, lo que media entre nuestra lectura anterior y ésta es una experiencia vivida que decanta en un saber que contradice las ilusiones fanonia-nas. Desde un punto de vista histórico puntual, ni la guerra de liberación de Argelia se continuó en revolución social, ni las confrontaciones tribales cedie­ron ante la formación de una voluntad colectiva nacional y popular. La cultura postcolonial tuvo más que ver con el despertar del Islam que con la seculariza­ción inevitable. La tortura y el terror desplegados en las guerras civiles no te­nían mucho que envidiar a la época colonial. El velo femenino volvió a ser signo de sumisión y dominación y las relaciones familiares se retradicionaliza-

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ron. Las luchas armadas de liberación terminaron muchas veces en guerras civi­les, o detonaron respuestas autoritarias feroces o culminaron con la instauración de dictaduras. Al decir de Alain Touraine, en el mapa internacional, luego de la caída de los socialismos reales, Europa se ha reducido al tamaño de Suiza, América Latina no cuenta y África es un remoto hospital. Desde otra perspecti­va, el socialismo dejó de ser un ideal ampliamente difundido y defendido por grandes grupos sociales. Y, de manera más importante, las dos últimas décadas pueden ser definidas como la época de difusión universal y de consolidación incuestionable del llamado neoliberalismo.'^ Del mundo dividido y de algún modo polémicamente balanceado del que hablaba Fanón, de la lucha entre capi­talismo y socialismo que dejaba abiertos los espacios para las luchas de libera­ción del llamado Tercer Mundo, hemos pasado a la primacía absoluta (en el terreno económico, político, ideológico y cultural) del capitalismo norteamerica­no. Nuevo imperio, neocolonialismo o como queramos llamarle. Lo cierto es que si Fanón se sentía obligado a denunciar el contenido violento de las políti­cas engañosamente civilizatorias del colonialismo clásico, hoy sólo se percibe el lado depredatorio y expoliador de la nueva configuración imperial. Nadie puede reivindicar en la actualidad una dimensión civilizatoria. Otra vez, una experien­cia histórica que no puede llamarse sino derrota.

Es la aceptación de esa experiencia la que se interpone entre el lenguaje de Los condenados de la tierra y el nuestro. Ese reconocimiento hace que el tras-fondo utópico suene hoy a voluntarismo ciego, que la entrega heroica pueda ser confundida con vocación suicida, y que del análisis coyuntural se evidencie sólo el contenido ideológico. Y sin embargo, hay dos dimensiones que todavía en­cuentran eco en nuestra sensibilidad, tal vez porque nos damos cuenta de que están ausentes en la mayoría de los discursos actuales: la invocación a la Huma­nidad y el contenido propiamente político de su mensaje.

En el discurso fanoniano hay poquísimas invocaciones a la ciudadanía, casi ninguna a la democracia y seguramente ninguna a la tolerancia. La socie­dad civil no aparece, porque no existe en los países coloniales; el parlamentaris­mo es un juego vacuo y la ley es la del colonizador. En su lugar se invoca a la voluntad colectiva nacional y popular, a la violencia organizada. Pero también a la Humanidad. En la retórica que animaba la lucha de los pueblos del Tercer Mundo y las guerras de liberación nacional se invocaba, más allá de lo nacio­nal-popular, a lo universal por encima de los particularismos. Y, según recuer­do, ello hacía que, pese al lenguaje político directo de apariencia menos univer­salista, nos sintiéramos cerca de un montón de gente con la cual ciertamente no compartíamos pertenencias étnicas, raciales ni religiosas. Un mundo popular, plebeyo, sostenido en común, al menos en potencia, con la Humanidad toda. El universalismo actual parece haberse despolitizado, reducido a abstractas invoca­ciones a una democracia cosmopolita o a un orden democrático internacional. O se ha vuelto más reactivo, reivindicando a la humanidad contra la globalización.

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Pero, de manera más impoilante hoy, las narrativas particularistas (nacionales, regionales, étnicas, pluriculturales) parecen afirmarse no sólo contra la idea de una lógica de la historia que arrastra al mundo hacia un esquema único, o contra la idea de un solo conjunto de condiciones para la práctica de la política, sino también contra la idea de una colectividad llamada humanidad. Paradójica­mente, quienes hoy más reivindican a Fanón, le reprochan cierta ceguera ante las especificidades culturales o justifican esa relativa homogeneización (en el nacionalismo revolucionario o el panafricanismo) como meros recursos retóri­cos coyunturales. Y más curiosamente aún, reivindican su aporte a los «estudios culturales», es decir, lo transforman en un insumo del debate académico (en los contextos del debate postcolonial, postestructuralista, postmodemo y, al parecer, postpolítico)." Visionario o miope, religioso o secular, el mensaje fanoniano pierde, en esta lectura, toda su pregnancia política y se diluye en la exaltación de las diferencias. Deja de ser lo que fue, un mensaje político para un mundo político distinto.

Hay una última y siniestra convergencia de sangriento cosmopolitismo con la experiencia de Argelia, que quizá valga la pena citar como ejemplo de per­versa solidaridad entre Europa y el Tercer Mundo. Hace poco, el periodista Pierre Abramovici presentaba un informe sobre el asesoramiento militar francés en Brasil y Argentina a mediados de los años setenta, asesoramiento que a su vez retroalimentó el conocimiento europeo del terrorismo de Estado a partir del Cono Sur («la batalla de Buenos Aires fue una copia de la batalla de Argel»). Según revelaciones de un ex oficial de las fuerzas especiales, «el ejército argeli­no no sólo reproduce hoy las tácticas represivas del antiguo ejército francés de ocupación, mediante el control policial de la población civil, sino que aplica a conciencia las innovaciones argentinas en materia de desaparición forzada y la "solución final", es decir los vuelos en aviones y helicópteros...». El mismo periodista habla de una circulación transatlántica de experiencias represivas y de la responsabilidad de los franceses en la consolidación de una transnacional del Terrorismo de Estado. Esta recuperación del proceso argelino, en clave represi­va y sangrienta, nos dice que no éramos los únicos en sentimos identificados con lo que allí ocum'a. Que si en algún momento creímos identificar rasgos similares en nuestras situaciones nacionales y pensamos en imitar el ejemplo de aquellas formas de movilización popular, también la reacción copió métodos y retroalimentó experiencias.

Quizá la lección más fuerte de esta relectura del texto fanoniano ha sido la de revivir «el espíritu de una época». Revivir no en el sentido de volver a la vida, de despertar a los muertos, y con ellos sus esperanzas, sino de recuperar en un ejercicio de memoria experiencias de una época ya clausurada. Recons­truir un mundo tal como ése era percibido. Y contrastarlo con el mundo de hoy y con nosotros. El riesgo sigue siendo la melancolía. Porque hoy en día el «exceso de memoria» no es signo de confianza histórica, sino de un retroceso

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en la política transformadora, de la pérdida de una orientación a futuro, de la focalización en una etnicidad estrecha como reemplazo de comunidades am­plias basadas en la igualdad de los derechos; y del olvido o desprecio de los territorios como arenas físicas para la acción política.''*

Jugando con la antigua fantasía de los viajes en el tiempo podemos imagi­nar que, así como las generaciones futuras se sorprenden porque en el pasado no se vieron problemas que deberí'an haberse visto, las generaciones pasadas se sorprenderían —si pudieran viajar en el tiempo— al ver que ese futuro ignora algunos problemas que el pasado comprendía. Tal vez, dentro de esa «relativa opacidad», mi generación no traicionó su misión, no se convirtió a otras confe­siones ni se hundió en el desaliento o buscó consuelos fáciles. Tal vez descu­brió, tarde, que su misión era desconfiar de los espíritus misioneros y de las promesas mesiánicas. Caída la fe fanoniana en la irreversibilidad de la historia, no hay ninguna garantía de que ese descubrimiento dure para siempre. Sin mi­siones ni mandatos trascendentes, sólo queda lugar para el difícil compromiso entre razón y pasión en un mundo que queremos laico; para la lenta y dura construcción de una nueva voluntad colectiva. Porque los condenados de la tierra, recordemos, siguen ahí.

NOTAS

1. El concepto de «generación», indudablemente útil para ciertas descripciones, a veces se pone en duda con el registro de una «aceleración temporal», pero sobre todo con la incorporación de una visión más pluralista. Basta asistir a alguna reunión de ex condiscípulos de la escuela secundaria para cuestionar la imagen de una experiencia común sostenida en el tiempo o de derroteros compartidos. Tenden'a a inclinarme más hacia la confluencia coyuntural en una deter­minada época antes que hacia la idea de historias de vida generacionalmente compartidas.

2. El Borges joven quiere cantar la fraternidad de todos los hombres. El Otro le responde que la masa de oprimidos y parias no es más que una abstracción. Que «sólo los individuos existen, si es que existe alguien». Jorge Luis Borges, «El Otro», en El libro de Arena, Emecé Editores, Buenos Aires, 1997.

3. Andreas Huyssen, Twilight Memories. Marking Time in a Culture of Amnesia, Rouüed-ge, 1995.

4. Charies Maier, «A Surfeit of Memory? Reflections on History, Melancholy and Denial», History and Menu>ry, n.° 5 (1992).

5. F.R. Ankersmit, «The Sublime Dissociation of the Past: Or How To Be(come) What One is No Longer», History and Theory (octubre 2001), p. 295.

6. Un buen resumen de la situación política y cultural de aquellos años puede encontrarse en Perry Anderson, «Renewals», New Left Review, n.° 1 (enero-febrero 2000).

7. Joan Cocks, Passion and Paradox. Intelleciuals Confront the National Question, Prince-ton University Press, 2002. Para un interesante análisis de la paradójica postura de Arendt en tomo a la violencia, véase Claudia Hilb, «Violencia y política en la obra de H. Arendt», Revista Sociológica (México, UAM-A), n.°47 (2001).

8. Un análisis de la cuestión de la violencia en Sartre puede encontrarse en el primer volu-

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men de las Gifford Lectures de Raymod Aron. En su traducción al inglés, Histoty and the Dialectics ofViolence, Oxford, Basil Blackwell, 1975.

9. Joan Cocks, op. til. 10. Aunque, sin duda, la exaltación en clave populista no está ausente del relato fanoniano.

«El cálculo, los silencios insólitos, el secreto, el espíritu subterráneo, todo eso abandona el inte­lectual a medida que se sumerge en el pueblo. Y es verdad que entonces puede decirse que la comunidad triunfa ya a ese nivel, que segrega su propia luz, su propia razón», p. 42.

11. Hasta donde sé, el tema de la transformación cultural en periodos de lucha insurreccio­nal o de guerrillas, o en las revoluciones (exitosas o fracasadas) del Tercer Mundo, no ha sido tratado con toda la profundidad que merecería. Tampoco ha podido desligarse de un tono apolo­gético o denigratorio. Entre las crónicas más objetivas, tal vez por la falta de análisis y por la presencia de la voz de las protagonistas, véase Marta Diama, Mujeres guerrilleras. La mititancia ele los 70 en el testimonio de sus protagonistas femeninas. Planeta, 1996.

12. Según Anderson, aunque durante 1989-1991 se asistió a la destrucción del bloque so­viético, no fue evidente de inmediato, ni siquiera para sus defensores, que un desaforado capita­lismo de mercado arrasaría en el Este y en el Oeste. Muchos intelectuales de Europa y EUA preveían una suerte de reequilibrio del paisaje global, con una izquierda renovada y con un neocorporativismo que parecía ser superior en términos de equidad y de eficiencia. Todavía en 1998, Eric Hobsbawm y otros intelectuales proclamaban auspiciosamente el tln del neoliberalis-mo; ()/). cit.

13. Véase, entre otros, Walter Mignolo, Local Histories/Global Designs. Coloniality, Subal-tern Knowdledges and Border Thinking, Princeton University Press, 2000. Es posible que algu­nas pistas que abonan esta recuperación en clave de diferencias epistémicas coloniales se hallen en la obra de Fanón. Hace treinta años, estas líneas eran recuperadas en el marco de la teoría de la dependencia.

14. Charles Maier, op. cit.

Nora Rahotnikof es itivestigadora en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus publicaciones destacan los li­bros: «Max Weber: desencanto, política y democracia», IIF, UNAM, 1989, y (en pren­sa) «Un lugar de lo común: reflexiones sobre el espacio público».

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