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Roberto Pavanello Flambus Green El ejército de sapos Ilustraciones de Stefano Turconi Traducción de Marinella Terzi

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Roberto Pavanello

Flambus Green El ejército de sapos

Ilustraciones deStefano Turconi

Traducción de Marinella Terzi

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La primavera estaba llegando a Futura.Aunque no lo indicase el calendario, se notaba por

el color más claro del cielo, las yemas en las ramas de los árboles y… ¡la «locura» de los dusig!

Todo aquel que conozca bien a los duendes silvanos guardianes sabe que cada año, al final del invierno, dan muestras de una serie de síntomas característicos: un fuerte escozor provocado por la aparición en la piel de manchitas de color verde oscuro, semejantes a lentejas (que se reabsorben a lo largo de dos o tres semanas como mucho); tendencia a dormirse en cualquier lugar y en cualquier momento de la jornada; facilidad para embo­barse y falta de concentración en general (fenómeno

1.Locuras

primaverales

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conocido como «tontopatía volátil»); incontrolable pro­pensión a la risa y al llanto, con bruscos e impredecibles cambios de humor; hormigueo en los pies que desembo­ca en un irrefrenable deseo de bailar, lo que ataca indife­rentemente a jóvenes y viejos (de ahí la gran tradición duendística de los bailes de primavera, que tanto machos como hembras aprenden de pequeños).

Por supuesto, también los miembros de la Célula Verde padecían en mayor o menor medida lo que los dusig llaman comúnmente «el verdedespertar».

Esa mañana, por ejemplo, Trogló roncaba feliz sobre la rama de un plátano. Tras despertarse, buscó durante un buen rato la corteza más adecuada para rascarse la espalda mientras gruñía satisfecho. Y, al final, desapare­

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ció en el parque a galope, persiguiendo a todas las palo­mas que encontraba a su paso.

Troncho y Lechuga, en cambio, estaban sufriendo de lleno los efectos de la tontopatía y llevaban práctica­mente toda la jornada diciendo bobadas.

–Eh, Tronchi, ¿sabes que con esas manchas en la cara me recuerdas a un tritón? ¡Ja, ja, ja! –se reía ella.

–¡Y tú me recuerdas a una salamandra! ¡Je, je, je!–¿Y sabes que cuando bailas te tiembla el trasero? –di­

jo ella al rato.–¡Y a ti la tripa! ¡Tu tripa con pinta de flan! ¡Jua, ja,

ja! –replicó él.Lechuga paró de reír, frunció el labio inferior, que em­

pezó a temblarle, y protestó:

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–¡Mi tripa no tiene pinta de flan! ¡Horrible alcacho fa! Soy una señorita graciosa y refinuda… –y estalló en lá­grimas.

Él se sintió mal y trató de arreglarlo con un chiste:–¿Sabes por qué saltan los canguros? ¡Pa­

ra no pisar la caca de los otros canguros! Entonces ella estalló en carcajadas y to­

do se olvidó.Flambus, por su parte, sintió que brota­

ba en él el instinto musical y se pasó to da la tar de rasgando su almendralina (una es­pecie de guitarrita fabricada con una al­

mendra grande, con el mango de madera de sauce y las cuerdas de cáñamo) para compo­ner una típica balada duendística que lleva­

ba por título Pasito a pasito brotan los tallitos.En cuanto a Didí, parecía sentir menos que

los demás los influjos primaverales gracias al adiestra­miento especial recibido en Saviablanca, el centro de alta especialización botánica donde había estudiado.

Hacía horas que había salido con el capitán Horacio Prescott (el viejo vigilante del Jardín Botánico y ahora uno de los amigos más leales de la Célula Verde), pa­

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ra controlar el estado de las plantas. Los árboles estaban todos bien. Incluida la antigua secuoya gigante que des de sus cuarenta metros de altura vigilaba el parque entero.

–General, ¡estás espléndido! –le dijo Prescott, que ha­blaba normalmente con todos sus árboles–. ¡Se ve que la primavera te hace rejuvenecer!

Didí apoyó sus manitas verdes sobre la corteza rugosa y dejó salir un poco de verdesavia de las puntas de sus dedos. Un escalofrío invisible sacudió a la secuoya.

–Un remedio maravilloso, ¿verdad, amigo mío? –se rio Prescott–. ¡Ojalá hubiera algo parecido para mis huesos!

–Bueno, quizá exista… Sé que en Saviablanca el pro­fesor Extractus ha elaborado una pomada para el reu­matismo y otros achaques de la vejez –dijo Didí–. Me pa­rece que la ha llamado «oseomelaza»… ¿Quieres que pida que me manden un poco?

–¡Por qué no! Si funciona… –respondió Prescott mientras se dirigía de nuevo hacia el invernadero sin dejar de admirar los parterres llenos de tulipanes vario­pintos que, llegado el atardecer, comenzaban a cerrarse.

En cuanto Flambus vio regresar a Didí, se acercó con intención de que escuchara su balada, pero en el último momento le venció la timidez (¡otro síntoma típicamen­

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te primaveral!) y cambió de idea. El sol ya se estaba po­niendo sobre la ciudad y el cielo se tiñó de rosa y, des­pués, de naranja.

–¿Te apetece cabalgar un rato? –preguntó a su amiga ocultando la almendralina tras la espalda.

–¡Buena idea! Hipólita está engordando a fuerza de las golosinas de Horacio…

Entonces Flambus se metió dos dedos en la boca y emitió unos silbidos agudos y breves. Didí lo imitó rien­do. Pocos instantes más tarde, aparecieron sus conejos trotando uno al lado del otro y se agacharon con docili­dad para dejar subir a los dos duendes.

–A ver quién llega primero a la fuente…–¿Tan poco? Por lo menos hasta la verja. ¡Alcánzame

si puedes! –gritó Didí, hincó los talones en los flancos de Hipólita y partió de inmediato.

–¡Eh, no vale! –protestó Flambus–. ¡Ánimo, Galves­ton! ¡No vamos a dejarnos vencer por dos chicas!

Muchos años antes el conejo de Flambus había gana­do el Gran Tour de Selvacrespa, la carrera de conejos velocistas más importante, y sus patas conservaban aún el ímpetu de entonces. En cuatro brincos alcanzó a las dos fugitivas. La estatua de Neptuno, en la cúspide de

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la fuente, los vio pasar como una flecha, juntos, zigza­guear entre los arbustos amarillos de forsitia florida y dirigirse hacia la verja, hombro con hombro. Lo más probable es que Flambus hubiera vencido si, justo en ese momento, Didí no hubiese abierto bajo la nariz de Galveston una pequeña ampolla de la que salió una boca­nada verde. Al conejo le bastó con aspirarla para dejar de correr y desplomarse sobre la hierba con las orejas mustias y los ojos bizcos. Flambus salió despedido y aca­bó en el suelo unos metros más allá, mientras Hipólita cruzaba la meta en primer lugar.

–¡He ganado! ¡He ganado! –gritó Didí dando saltitos sobre el lomo de su montura.

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Flambus se levantó furibundo.–¡Has hecho trampa! ¡Te he visto perfectamente!

¿Qué demonios había dentro de esa botellita?–Hum… Nada de particular. En Saviablanca lo lla­

mamos «sombrofila». ¡Tiene el poder de inmovilizar a cualquier organismo viviente! Fuerte, ¿no?

–¿Fuerte? ¡Una nuez podrida! –protestó indignado el duende–. ¡Mira a lo que ha quedado reducido Galveston!

–¡No tengas miedo, Flambito! –lo engatusó ella–. El efecto dura solo un cuarto de hora…

La noche cayó sobre la locura primaveral de los dusig. Como de costumbre, antes de irse a la cama, se reencon­traron todos en el refugio de Prescott, el pequeño despacho del vigilante, para tomarse una tisana preparada por Didí y escuchar el cuento de buenas noches que el viejo capi­tán nunca olvidaba contar a sus amigos. Aquella noche le tocó el turno a La rana vanidosa, la historia de una ra­nita que, para demostrarle a una vaca lo gran de que era, se hinchó, se hinchó y se hinchó más todavía, hasta que… ¡Bum!

Inútil decir que Lechuga lloró a lágrima viva del dis­gusto mientras Troncho se desternillaba de la risa.

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