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2017 Especialización docente en Políticas Socioeducativas Educar Hoy Clase 3 Autoridad y autoridad pedagógica Antes de comenzar a trabajar los contenidos del segundo bloque, “Autoridad y transmisión”, que se desarrollarán durante esta clase y la próxima, les proponemos nuevamente el ejercicio de registrar sus “anticipaciones” respecto al tema anunciado. Retomen ese listado de saberes, relaciones conceptuales y posicionamientos personales sobre los temas en cuestión, para ir comparándolo nuevamente a la luz de las presentaciones de este nuevo bloque. Preguntas sobre la autoridad y su supuesta crisis Vivimos en una época supuestamente signada por una “crisis de la autoridad”, que en el terreno educativo lleva, por lo general, a la consolidación de dos posiciones antagónicas: o bien se trata de “recuperaruna autoridad perdida, aquella sostenida en otros tiempos dorados, con otras instituciones, sujetos y proyectos políticos más sólidos y menos dispersos, o bien hay que “abandonar” el intento de toda refundación de autoridad, accediendo al aplanamiento de las relaciones maestro-alumno y a la total simetría generacional/relacional. Estas dos posiciones extremas tienen efectos en el modo de plantear posibles formas de establecer relaciones pedagógicas, investigar acerca de la autoridad y promover desarrollos profesionales. A diferencia de éstas, proponemos pensar una alternativa que no renuncie al lugar de autoridad de aquel que enseña como condición de producción de sociedades más justas –que se distancia tanto de la copia fiel del pasado signado por el vínculo autoritario como de la fuga a modelos más próximos a un presente consumista–, para inaugurar modos responsables, habilitantes y emancipadores de autoridad, que se traduzcan en múltiples formas de hacer lugar a la igualdad como potencia, a partir de la comprensión de la autoridad como “autorización”.

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Especialización docente en Políticas Socioeducativas Educar Hoy Clase 3 Autoridad y autoridad pedagógica

Antes de comenzar a trabajar los contenidos del segundo bloque, “Autoridad y transmisión”, que se desarrollarán durante esta clase y la próxima, les proponemos nuevamente el ejercicio de registrar sus “anticipaciones” respecto al tema anunciado.

Retomen ese listado de saberes, relaciones conceptuales y posicionamientos personales sobre los temas en cuestión, para ir comparándolo nuevamente a la luz de las presentaciones de este nuevo bloque.

Preguntas sobre la autoridad y su supuesta crisis

Vivimos en una época supuestamente signada por una “crisis de la autoridad”, que en el terreno educativo lleva, por lo general, a la consolidación de dos posiciones antagónicas: o bien se trata de “recuperar” una autoridad perdida, aquella sostenida en otros tiempos dorados, con otras instituciones, sujetos y proyectos políticos más sólidos y menos dispersos, o bien hay que “abandonar” el intento de toda refundación de autoridad, accediendo al aplanamiento de las relaciones maestro-alumno y a la total simetría generacional/relacional. Estas dos posiciones extremas tienen efectos en el modo de plantear posibles formas de establecer relaciones pedagógicas, investigar acerca de la autoridad y promover desarrollos profesionales.

A diferencia de éstas, proponemos pensar una alternativa que no renuncie al lugar de autoridad de aquel que enseña como condición de producción de sociedades más justas –que se distancia tanto de la copia fiel del pasado signado por el vínculo autoritario como de la fuga a modelos más próximos a un presente consumista–, para inaugurar modos responsables, habilitantes y emancipadores de autoridad, que se traduzcan en múltiples formas de hacer lugar a la igualdad como potencia, a partir de la comprensión de la autoridad como “autorización”.

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¿Qué es lo que nos autoriza a educar? ¿Por qué consideramos que podemos ponernos delante de los otrxs para acompañarlos y guiarlos en un proceso educativo? ¿Qué relación guarda la autoridad con la transmisión? ¿Cómo se construye hoy una autoridad pedagógica igualitaria, que establezca las distancias óptimas entre los sujetos que participan? Estas son algunas de las preguntas que debemos tener latentes a lo largo de la lectura.

La autoridad como imposición

La historia, y muchas veces nuestra propia biografía, nos han hecho desconfiar del término “autoridad” cuando se lo aplica a temas educativos: rápidamente se desliza hacia autoritarismo y desata recuerdos e imágenes desagradables, silencios obligados y hasta humillaciones diversas.. En estos casos, la autoridad pedagógica aparece pura y exclusivamente como un acto de imposición absoluta, omnímoda y omnipotente, un “porque lo digo yo”, sin ningún lugar a un porqué, a una explicación, a un diálogo.

Como todo, esta situación tiene un origen histórico. En la modernidad comenzó el proceso de diferenciación de las edades, y el colectivo infancia –y más tardíamente juventud– fue separado del de los mayores. Así, se aportó a la construcción de su especificidad diferenciándola de la adultez. Los menores fueron comprendidos como seres incompletos, lo que los convirtió en sujetos que debían ser educados en instituciones específicas. Se construyó un sujeto pedagógico, el alumno, y se lo volvió sinónimo de infante normal. Desde entonces, educar se entendió como completar al niño para volverlo adulto. Esto llevó a una infantilización de todo aquel que, en cualquier circunstancia, ocupara el lugar de alumno (por ejemplo, el adulto analfabeto, el adulto que se forma o capacita para trabajar como docente, el adulto que concurre a actividades educativas comunitarias, etc.). En este marco, la autoridad aparece como un dato natural y evidente, como una relación desigual constituyente del vínculo.

Esta concepción se condice con la definición de educación presentada por Emilio Durkheim en 1911, que determina con fuerza el lugar del educador (las generaciones adultas) y del educando (las que no están todavía maduras para la vida social); lugares que son tomados, en forma prioritaria, por los adultos y los infantes respectivamente:

“La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y

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desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que exigen de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado". DESTACAR

Partiendo de una separación absoluta entre los sujetos intervinientes, se construyó así una figura docente sin fisuras, que debía constituirse en ejemplo –físico, biológico, moral, social, epistémico, etc.– de conducta a seguir por sus alumnos. El alumno se definió como el sujeto incompleto, imposibilitado de responsabilizarse por sus actos, sobre el cual el docente estaba habilitado a ejercer su autoridad. Dice Durkheim (1984): “La sociedad encuentra a cada nueva generación en presencia de una tabla casi rasa, en la cual tendrá que construir con nuevo trabajo. Hace falta que, por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, agregue ella otro capaz de llevar una vida moral y social. He aquí cuál es la obra de la educación, y bien se deja ver toda su importancia”.

Así, docente y alumno aparecen como las únicas posiciones de sujetos educativos posibles. El maestro se presenta como el portador de lo que no porta el alumno, y el alumno –construido sobre el infante– no es comprendido nunca en el proceso pedagógico como un “igual” o “futuro igual” del docente, sino indefectiblemente como alguien que siempre –aun cuando haya concluido la relación educativa–será menor respecto del otro miembro de la díada.

La desigualdad es la única relación habilitada entre los sujetos, negándose la coexistencia de planos de igualdad o de diferencia. Esto estimula la construcción de mecanismos de control y continua degradación hacia el subordinado: “El alumno no estudia, no lee, no sabe nada”. Cabe agregar, finalmente, que cuando este tipo de relación se establece entre el alumno y el docente, también se entablaba entre el docente y sus superiores: la autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, en el que los ya autorizados autorizan a los nuevos.

Al respecto, un profesor puede decir “a mí no me tienen que autorizar mis alumnos porque ya me autorizaron mis docentes”, basándose en que entiende el proceso educativo como una operación mediante la cual los ya-completos completan alos aún-incompletos. De esta forma, el profesor se funde en la autoridad. Históricamente, esta situación se materializó en la obtención “de una vez y para siempre” del título habilitante. Su tenencia autorizaba al portador a enseñar, y era dado y controlado en forma monopólica por el propio aparato escolar con una fuerte intervención estatal. El título habilitante marcaba una clara línea divisoria y establecía una jerarquía de autoridad entre quienes habían sido formados por las instituciones autorizadas y quienes podían ejercer la docencia de manera transitoria hasta tanto el cargo fuera cubierto por alguien con autoridad plena. Así, el docente gozaba de una autoridad “vitalicia” otorgada por la tenencia de cierto capital institucionalizado que se materializaba en el título habilitante expedido por

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el Estado.

Críticas y propuestas

A lo largo del siglo XX se fueron constituyendo críticas a la concepción de la autoridad como imposición. La mayoría de ellas se refirieron al lugar que se daba al alumno en tanto sujeto sobre el que se aplica una autoridad decidida y ejercida por otros. En algunos casos –como explicaremos más adelante– estas críticas fueron utilizadas para construir la concepción de educación como satisfacción de demandas, muchas veces traicionando las posiciones político-pedagógicas de quienes las habían enunciado.

Lorenzo Luzuriaga, un pedagogo español que tuvo que auxiliarse en la Argentina luego de la Guerra Civil en su país, proponía en la década del cincuenta –en clara oposición a la concepción durkheimiana– un rescate de la juventud como motor de cambio social, contra una generación adulta que debía aceptar su fracaso como condición imprescindible para la construcción de una “nueva educación”. En sus propias palabras:

“En un mundo dividido como el actual, con conflictos agudos y antagonismos al parecer irreductibles, la juventud es nuestra última esperanza. El fracaso de los adultos al promover o no evitar dos guerras mundiales en poco más de veinte años es demasiado evidente para que podamos tener fe en los hombres actuales. Al mismo tiempo, los problemas de la posguerra en todos los órdenes –políticos, económicos, sociales– se han ido acumulando de tal modo, que los adultos de hoy parecemos incapaces de resolverlos. […] La juventud es nuestra última esperanza, nuestra única solución. Es necesario que los adultos, en vista de sus fracasos, se retiren humildemente a un segundo plano y que dejen la escena a las nuevas generaciones para que ensayen, actúen e incluso se equivoquen. De los yerros vendrán los aciertos. Tiempo tendrán para rectificar sus errores, que desde luego difícilmente serán mayores que los nuestros” (Luzuriaga, 2002: 111 y ss.). Original de 1954.

La autoridad como satisfacción de demandas

En las últimas décadas, las críticas a las formas tradicionales de autoridad condujeron a la generación de nuevas formas en las que, a diferencia de los casos anteriores, la autorización no se presenta como un dato previo al encuentro educativo sino como el resultado de su puesta en práctica. La escuela pierde su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir, y ahora son los sujetos involucrados (los alumnos,

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las familias, la comunidad), entendidos como consumidores, quienes en última instancia la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. Quedan habilitadas así formas de “autoridad a demanda”.

La llegada de las teorías empresariales al campo educativo parece haber fundido el concepto de autoridad en el de control de calidad. En consonancia con esto, las políticas reformistas de los noventa caracterizaron a los modelos anteriores como gestión burocrática, ejemplificados en currículum centralizados que no se aplicaban o se aplicaban mal. Uno de los modelos que se contrapuso fue el de la gestión por resultados mediante definición de estándares o dispositivos de evaluación de la calidad según parámetros internacionales supuestamente objetivos.

Junto a esto, la autoridad vitalicia que otorgaba la tenencia de un cierto capital institucional –ejemplificado en el título habilitante– comenzó a ser horadada por el discurso de la profesionalización docente y por la generalización de la idea de la obsolescencia de los conocimientos que trasmiten las agencias educativas. Por ejemplo, en los últimos años se ha introducido en América Latina la discusión sobre las carreras docentes, en cuyo marco se cuestiona la idea de que sea el título y la antigüedad –es decir, la acumulación de experiencia reconocida bajo la forma del ascenso y de aumentos de salarios– la forma principal del reconocimiento de la trayectoria profesional. Asistimos entonces a la intensificación de los requisitos de capacitación y de actualización profesional y, más recientemente, a las propuestas que insisten en la necesidad de que los docentes se sometan a evaluaciones periódicas.

En la misma línea se encuentra la tendencia a asociar carreras docentes a los resultados en los aprendizajes de los alumnos. La autoridad vitalicia que se consolidaba e incrementaba por el paso del tiempo es suplantada por una noción de autoridad que debe ser validada y renovada periódicamente, lo que en algunas propuestas implica someterla a criterios externos como el cumplimiento de estándares para los docentes y para los alumnos.

Las propuestas de evaluación de desempeño y aquellas que proponen asociar las carreras profesionales al rendimiento de los alumnos desplazan la autoridad de una legitimidad burocrática –que como tal se asienta en normas y procedimientos– hacia una legitimidad basada en la responsabilidad por los resultados, cercana al “control de calidad”, es decir, a una autoridad sostenida en el cumplimiento de compromisos verificables y establecidos previamente en forma tecnocrática.

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Autoridad y autorización

Iniciamos este apartado con la siguiente cita:

“La enorme confusión en la que actualmente estamos inmersos en los espacios en los que se desarrolla la educación, es decir, la familia y la escuela, procede al menos en gran parte de esta circunstancia ineludible. En la educación, nos relacionamos, en efecto, con seres ante los cuales nos encontramos, por la fuerza inexorable de las cosas, en una situación de diferenciación natural connotada en términos de superioridad, y tenemos incluso la impresión de que no existe una educación, familiar o escolar, sin una dimensión de disimetría, sin el reconocimiento de una especie de desnivel que es el único que parece hacer posibles la autoridad y la transmisión. Sin embargo, también sabemos que no podemos ni debemos vivir en adelante esta relación en la modalidad que va vinculada, en las sociedades tradicionales, a la relación de los superiores naturales (o quienes se presentaban a sí mismos de ese modo) con los inferiores. Y no podemos hacerlo en la medida en que, también aquí, el trabajo de la igualdad ha llevado a cabo su labor, aunque por otras vías. [....] Toda la dificultad reside entonces en esto: el régimen de la equiparación, que ya forma parte de las costumbres, encuentra por sí mismo sus propios límites que no puede, sin embargo, fijar con claridad” (Jacquard, Menent y Renaut: 2004).

Más allá de las críticas y cuestionamientos que hemos planteado, también sabemos que es imposible una propuesta educativa sin autoridad. Como sostienen los autores en la cita que encabeza este apartado, la caída de las formas tradicionales y autolegitimadoras de la autoridad educativa debe permitir la construcción de nuevas formas que den respuesta a los cuestionamientos, sobre todo respecto del establecimiento de nuevos posicionamientos en el plano de la igualdad entre los sujetos intervinientes.

El docente debe hacerse cargo de su ineludible ejercicio de autoridad para la concreción del acto educativo, y las instituciones educativas deben volverse un lugar autorizado pero no autoritario, que no disuelva las asimetrías sino que las vuelva motor de trabajo y las ponga en diálogo y fricción con las otras formas de relación (igualdad, diferencia, autonomía) entre alumnos y maestros.

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Etimológicamente, el término “autoridad” –autoritas– proviene de la palabra latina auctor –autor–, que a su vez viene del verbo augere, que significa “hacer aumentar, hacer crecer”. Es decir, el origen de la palabra no es “mandar”, sino “hacer crecer”. Ya hemos dicho que la cadena principal de interpretación fue autoridad - autoritarismo - imposición - desigualdad plena. Pero vale recordar que pueden pensarse otras más fértiles a la hora de problematizar esta cuestión, y que están presentes en la raíz del término. Específicamente, creemos fértil indagar en la cadena autoridad - autorizar - autorizarse.

Analicemos a continuación algunas de las respuestas actuales posibles. Por supuesto, debe recordarse que no son excluyentes entre sí y que en las prácticas concretas admiten miles de matices.

Las formas “a oferta”

La autorización estatal

Nos estamos refiriendo aquí a la operación de autorización del docente mediante la esfera política de los Estados modernos. La concepción de la educación como un juego de deberes y derechos, la constitución del Estado educador como su garante, el establecimiento del andamiaje jurídico –leyes y decretos– y administrativo –ministerios, secretarías y demás instancias burocráticas– fomentan esta concepción.

Los invitamos a ver “Estado”, documental del programa Consciente Colectivo del Canal Encuentro.

Para pensar y ampliar la reflexión les aportamos las siguientes preguntas:

• ¿Cómo podrían definir el Estado? • ¿Qué diferencia hay entre Estado y gobierno? • ¿Cuáles son las diferentes posturas con respecto al rol social del

Estado? ¿Podrían identificar las diferentes corrientes de pensamiento y sus principales referentes?

• ¿Por qué se dice que el Estado es una construcción histórica y por lo tanto no se la tiene que pensar como una estructura estática?

• Habiendo analizado la Ley 1420 (1884) y la Ley de Educación Nacional 26.206 (2006) en las primeras clases, los invitamos a

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retomar lo visto y sumar la Ley Federal de Educación 24.195 (1993) para analizar cuál fue el rol del Estado con respecto a la educación en cada uno de los periodos en que se sancionaron las leyes.

• ¿Cómo influyó el rol del Estado en la educación históricamente en Argentina?

El Estado se vuelve el gran agente de determinación curricular, basado en sucondición de ser el órgano representativo de la soberanía popular y garante del bienestar general. De esta forma, sanciona la enseñanza obligatoria de ciertos saberes que se consideran necesarios para la formación de la ciudadanía. Su materialización son los planes y currículos oficiales. El docente se siente entonces autorizado a enseñar lo que enseña “porque está en el programa”. El supuesto es que quien lo ha determinado en la esfera estatal goza de la legalidad y la legitimidad para hacerlo, y de esta forma irradia la autoridad a los que deben llevarlo a cabo. A su vez, habilita dispositivos de control sobre el resto de los elementos, como la aprobación de los libros de texto.

Esta forma de autorización muestra sus facetas más conflictivas especialmente en aquellos campos del saber más “opinables”, en los cuales no hay un claro referente académico. Un ejemplo clásico en la escuela media es la enseñanza de los saberes vinculados con la educación sexual o con la formación ciudadana. Para el caso argentino, el de la formación ciudadana es uno de los que más ha cambiado de denominación a lo largo de los años, en consonancia con los cambios políticos. Se lo ha llamado Instrucción Cívica, Doctrina Nacional y Cultura Ciudadana, Educación Democrática, Estudios de la Realidad Social Argentina (ERSA), Formación Cívica, Formación Moral y Cívica, Educación Cívica y Formación Ética y Ciudadana, entre otras.

Así, esta posición hace que la problemática educativa quede demasiado sujeta a los avatares políticos, y –como nuestra historia lo demuestra– esto puede favorecer procesos sociales autoritarios al no existir formas de contralor del accionar estatal.

La autorización académica

En este caso nos referimos a la operación por la que quienes están autorizados a

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determinar qué enseñar son aquellos que ocupan un sitial destacado en la producción de saberes académicos –sean científicos o expresivos–. Son los expertos, los sabios, quienes otorgan la autoridad al docente.

Universidades, centros de investigación y asociaciones científicas, así como las instituciones legitimadas del campo artístico –críticos literarios, museos, fundaciones– construyen un cierto buen saber científico y estético que la escuela debe trasmitir. En este caso, el docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña “porque así lo dicen los que saben”.

La actualización en contenidos y la constitución del buen gusto son sus dispositivos de autorización más frecuentes. En sus debates, ocupan un lugar primordial la determinación de los saberes erróneos y obsoletos que deben ser quitados de la escuela, la inclusión de los conocimientos “de punta” y de las nuevas teorías y el armado de un cierto canon escolar de saberes y experiencias validados por la academia.

Desde perspectivas críticas es posible denunciar que la supuesta “objetividad” que otorga la cientificidad a esta forma de autoridad en realidad encubre luchas sociales e impone como válida para el conjunto una visión del mundo que responde a un cierto grupo. Un buen ejemplo de esto es, sencillamente, considerar que la ciencia es el mejor saber posible.

A estas dos formas de autorización “a oferta” es necesario sumar, para algunos casos concretos –a veces en sintonía y a veces en oposición– la autoridad dogmática/eclesial, que hablita su imprimatur para la enseñanza y circulación de ciertos saberes.

Más allá de sus diferencias, estas tres formas de autorización, que dominaron los debates en el pasado, comparten su condición de ser formas “a oferta”; esto es, formas con una fuerte capacidad propositiva que generaban prácticas educativas que creían tener “algo bueno para dar a sus alumnos”. Por supuesto, esto fue una puerta abierta a variadas y creativas formas de represión, censura y autoritarismo.

Las formas “a demanda”

La autorización psicológica

Esta forma de autorización pedagógica pone su centro no ya en los saberes a trasmitir, sino en los alumnos a los cuales va a enseñársele. Así, lo que se enseña

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está autorizado por su capacidad para responder a las características individuales y personales de los alumnos, tales como su nivel evolutivo, sus intereses y gustos, la cercanía a sus mundos y prácticas, o la utilidad y aplicación que puedan darle. La psicologización de la pedagogía a lo largo del siglo XX fue la base del fortalecimiento de esta posición.

Se trata de una forma de autorización que abre una instancia de negociación con los alumnos entre lo que se pretende enseñar y lo que ellos quieren/pueden aprender. A diferencia de los casos anteriores, la autorización no es un dato previo al encuentro educativo, sino un resultado de su puesta en práctica: el docente no está autorizado de antemano; debe autorizarse en el acto.

En los últimos años, al calor del neoliberalismo y de ciertas lecturas autodenominadas “constructivistas”, muchas veces esta posición fundió ambos términos y creyó que se debía enseñar lo que los alumnos querían aprender. Se habilitaron formas pedagógicas de “satisfacción de la demanda”, o de “atención al cliente”, que pusieron en duda la función escolar de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones.

La autorización institucional/comunitaria

También en los últimos años se vio fortalecida una posición que basa la autoridad del docente en los acuerdos que éste pudo alcanzar con los sujetos con los que se relaciona. A diferencia de las posiciones “a oferta”, en las que los criterios de autoridad eran muy lejanos –el Estado, la ciencia, la academia, el dogma–, esta posición se basa en la cercanía de concertación de los involucrados directos. La propuesta del docente es un acuerdo idiosincrático entre sus propias posiciones, las de sus colegas, las de los directivos y las de los alumnos y los padres, englobados todos en el término “comunidad escolar”. A su vez, implica un trabajo del sujeto en la autorización, que ya no le es externa y dada por un ajeno, sino resultado de su propio accionar.

Una de sus manifestaciones materiales son los PEI (Proyecto Educativo Institucional), entendidos como los acuerdos alcanzados por las partes involucradas. El docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña porque está en el PEI, un contrato pedagógico de validez local. En esta operación lo comunitario sustituye a lo general, a lo “objetivo”, como criterio de autoridad. Como en el caso anterior, esta forma de autorización puede ser fuertemente solidaria con las posiciones neoliberales, al sostener que lo que la escuela debe enseñar es lo que la comunidad quiere aprender y así limitar su accionar a responder a su horizonte de expectativas cercano. Su mayor riesgo es la atomización y fragmentación del sistema, en el que cada escuela enseña lo que considera, perdiendo la dimensión de lo común que implica toda propuesta educativa

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democrática.

Dice Meirieu (1998), en defensa de la universalidad del currículum: “Porque sería una extraña educación aquella que renunciase de golpe al horizonte posible de una dimensión universal en la que pudiera haber concordancia entre los hombres […] Enseñar es tratar de comunicar lo más grande y lo más hermoso que los hombres han elaborado pero también es, por definición, tratar de comunicárselo a todos”.

A estas formas de autorización “a demanda”, podemos sumar la llamada “autorización familiar”, vinculada a la idea de la autoridad incuestionable de la familia en las cuestiones educativas. Por un lado, esta posición se basa en una concepción “ideal” y ahistórica de la institución familiar y, por otro, limita las posibilidades de ampliación de los universos culturales con los que concurren sus alumnos. Esta forma de autorización se presenta con más fuerza en las escuelas particulares.

Reponiendo la trama

“Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela– enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos” (Steiner, 2004).

Hemos revisado la problemática de la autoridad pedagógica desde la perspectiva de la autorización del docente, en una fuerte tensión entre el autoritarismo castrador (“porque lo digo yo”) y la demagogia condescendiente (“porque vos lo querés”); entre la autorización externa jerárquica y la autorización local situacional; entre la autorización “de una vez y para siempre” y la autorización inestable y en construcción.

En debate a la vez con la concepción natural de la autoridad y con las nociones que provienen del neoliberalismo y sus discursos asociados, proponemos nuevas formas de autoridad docente que acepten su condición de puesta en discusión, que no por eso se deriven de otros externos al propio sujeto, como los estándares objetivos, la evaluación de resultados, la satisfacción de las demandas de los alumnos o la comunidad ni la adecuación a los intereses de aquellos. Creemos que el docente debe ser alguien que se sienta autorizado a serlo. Y, como tal, que se sienta capaz de autorizarles mundos a sus alumnos.

Como vimos, por un lado, a lo largo del siglo XX fueron hegemónicas las formas de legitimación sustentadas en la autoridad estatal, académica y dogmática/eclesial, que tenían en común la cualidad de basarse en “la oferta"; es decir, formas con una fuerte capacidad propositiva que producían una escuela convencida de tener algo bueno para dar a sus alumnos y que, a su vez,

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posibilitaban distintas formas de represión y autoritarismo. Por otra parte, el afianzamiento de las teorías neoliberales y empresariales en el área educativa concatenaron la idea de autoridad con la de control de calidad, lo que hizo que la escuela pierda su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir, y situó a los sujetos consumidores (los alumnos, las familias, la institución, la comunidad) como quienes en última instancia la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. Quedaron habilitadas así formas de autoridad “a demanda”. La idea de formación permanente y de organismos externos de evaluación se instaló en el sistema educativo.

En simultáneo con esta búsqueda externa de eficiencia –basada en el modelo empresarial– se produjo una recapitulación en los mecanismos de legitimación docente: desdibujada ya la tríada Estado-academia-iglesia, la escala se acota: la propuesta pedagógica del docente pasa a ser un acuerdo idiosincrásico entre los miembros de la comunidad escolar. A su vez, el sujeto queda implicado en la autorización, ya que deja de ser externa y dada por alguien de afuera para pasar a ser, en parte, el resultado de su propia práctica. Lo común cede frente a lo local y cercano: la atención universal deja paso a las demandas particulares.

La atención a la diversidad y a las necesidades particulares de cada población permiten encontrar fácil respuesta dentro del paradigma neoliberal, produciéndose una segmentación del sistema cualitativa más que cuantitativa. Dicha segmentación se materializa en fragmentación: el mapa educativo se interpreta como la yuxtaposición de distintos nichos que demandan un tipo de educación. De la habilitación del Estado se ha pasado a una habilitación del mercado: todo puede ser ahora enseñado; siempre y cuando haya quien esté dispuesto a aprenderlo. ¿Qué tipo de reconocimiento que no sea económico se podrá percibir? ¿El tipo de reconocimiento que los docentes reclamamos se ajusta a la concepción neoliberal del conocimiento? ¿Cómo se lee e imparte el reconocimiento cuando la educación tiende a ser la satisfacción ciega de una demanda?

Para ensayar una respuesta que supere esas posiciones tomemos la cita de Steiner que abre este apartado: la mejor forma de autorización es la que se desprende de creer que el acto educativo vale la pena y que puede inaugurar condiciones inesperadas. Así, si en la primera clase es lícito que el docente determine qué enseñar en uso de su autoridad pedagógica, debe ser un fuerte objetivo que a lo largo del desarrollo del curso se expliquen los porqués y, a su vez, aceptar que los alumnos pueden comprenderlos pero no necesariamente compartirlos. Y que también, en este último caso, no necesariamente el docente debe modificarlos. En ese juego irreductible de posiciones y sujetos, los habremos autorizado a crecer. Y lo habremos hecho nosotros también.

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Actividades

Actividad no obligatoria

Leer la bibliografía obligatoria de la clase.

Consigna

Mientras se encuentran en plena elaboración de la primera actividad obligatoria publicada en la clase anterior, los invitamos a repensar juntos la temática trabajada en esta clase.

Para ello, los convocamos a que compartan algún recurso audiovisual (cortos, documentales, películas) que ponga de manifiesto la construcción de autoridad presente que se vislumbra en él –pensada a partir de la lectura de la bibliografía- y den cuenta del porqué de su afirmación.

El cine ha dado muchos ejemplos sobre el tema -como también la literatura y el arte gráfico-. Puede recurrir a obras que conozcan o utilizar la web como buscador.

Les sugerimos, para aquellos que quieran visitarlas, las películas incluidas en los Archivos Fílmicos Pedagógicos:

http://www.educ.ar/sitios/educar/seccion/?ir=archivo_filmico

http://www.buenosaires.gob.ar/areas/educacion/cepa/filmico.php?menu_id=16817

El recurso elegido lo compartirán en el Foro “Archivo Fílmico”. De esta forma, el grupo podrá nutrirse de las sugerencias, los recortes y las lecturas de los colegas y contar con un buen banco de recursos para repensar la temática.

Esta actividad no es obligatoria; de todos modos, sepan que cada aporte es muy valioso cuando se trata de aprender con otros.

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Tiempo para participar: hasta la finalización del módulo.

Bibliografía obligatoria

• AA.VV. Dossier “La autoridad en cuestión” en El Monitor Nº 20, Revista del Ministerio de Educación Nacional, Buenos Aires, Argentina, pág. 25-40.

Bibliografía citada y ampliatoria

• Durkheim, Emile (1984). Educación y Sociología. México: Colofón. • Jacquard, Albert; Menent, Pierre y Renaut, Alain (2004). ¿Una

educación sin autoridad ni sanción? Barcelona: Paidos. • Luzuriaga, Lorenzo (2002). “La educación de la juventud”. En: La Escuela

nueva públic. Madrid: Losada. • Steiner, George (2004). Lecciones de los maestros. Madrid: Siruela. • Tenti Fanfani, Emilio (2004). “Viejas y nuevas formas de autoridad

docente”. En: Revista Todavía, N° 7, abril, Buenos Aires: Fundación OSDE. Disponible en:http://www.revistatodavia.com.ar/todavia07/notas/tenti/txttenti.html

Material de estudio Estado

AAVV_Dossier_La_autoridad_en_cuenstión_Clase_3.pdf (1.0 KB)

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Material de lectura clase 03

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Autor: Instituto Nacional de Formación Docente Cómo citar este texto:

Instituto Nacional de Formación Docente (2017). EH Clase 3 Especialización Docente de Nivel Superior en Políticas y Programas Socioeducativos. Buenos Aires: Ministerio de Educación de la Nación.

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