Los candados del destino

127

description

Una relación fuera de lo común en el siglo XIX que da lugar a dos familias sudcalifornianas.

Transcript of Los candados del destino

Page 1: Los candados del destino
Page 2: Los candados del destino

Armando Trasvina Taylor

LOS CANDADOS DEL DESTINO

Ediciones Sudcalifornianas México /2000

Page 3: Los candados del destino

Primera edición 2000 Derechos Reservados © Armando Trasvina Taylor Se prohíbe su reproducción parcial o total sin autorización expresa del autor. Impreso en México ISBN: 970-92744-0-6 Fotografías de portada y contra portada: Armando Trasvina Castro

Cuidado de la edición: Carlos Trasvina Castro

Diseño e impresión: Javier Estrada / CÓDICE

Page 4: Los candados del destino

l ataúd forrado de tela, estrictamente formal, fue colocado en forma pausada sobre los tres travesaños de color tarde nublada, polvorientos y tachonados de nudos a lo largo de la madera, extendidos en posición transversal a la rectangular hondonada. El cadáver de rostro cerúleo, con los párpados hundidos y secos, cansados de ver, se dejó observar por última vez a través del boquete de vidrio que abrieron sobre la tapa. El

pozo tenía una profundidad como de dos metros y medio y la caja se posaba en los barrotes que removieron para arriarlo con un enredijo de sogas marineras dispersas alrededor. El fondo del socavón era un terraplén grumoso, aguijoneado por el zapapico de huellas verticales a través de los taludes, en una tierra que, si hay de dos clases, es decir, buena o mala, esta bien podía ser de tercera o cuarta categoría.

Al dejarlo al final del hueco, jalaron el par de lazos que rechinaban, con trémulo escalofrío, por la fricción rasposa de las cuerdas con el maderamen. Así quedó sepultado en una gaveta excavada en el suelo duro, también sin vida desde hacía tiempo. Los cuatro sepultureros que hicieron descender el féretro mostraron su corpulencia con el esfuerzo sordo, tirante, de sostenerlo y bajarlo. Los tendones resaltaban en los antebrazos robustos con unos bíceps que parecían pelotas de músculos. El sol caía a plomo de una manera insolente sobre las ralas cabezas de los deudos. Los lagrimales acuosos como en un espejo de agua, cruzado por un montón de arrugas que hacían la vez de bordos de desviación de las secreciones sudoríparas. Las espaldas en camisa se lastraban por el peso de la atmósfera ardiente. Era un entierro de viejos en una tarde calmosa del Panteón de los Sanjuanes. Ahí estaban Mauricio, el mayor de la familia, Roberto, Federico y Tomás, los cuatro hijos loretanos con la tersura pareja del ácido del tiempo que cicatrizó sus semblantes. El primero rebasaba los cuarenta y seis años

UNO

Page 5: Los candados del destino

de edad, cuarenta y cinco el segundo, el otro cuarenta y cuatro y Tomás, el menor, de quién sabe cuántos. Los cuatro eran ya veteranos. Sus semblantes reflejaban los otoñales estragos y una exánime agonía se mantuvo complaciente en los bordes corrugados de las fisuras. En sus rostros se percibía la jornada de una vigilia que socavó un velorio de proporciones extenuantes y que mermó, consecuentemente, sus reservas. Por fortuna, no estaba el más pequeño. En inexplicable desenlace, Juan, a los veinticinco años de vida, había fallecido hacía más de diecisiete. Con las cabezas al pecho dirigidas hacia el foso, oraban frente al abismo de la muerte. Sus frentes filtraban el agua, lo mismo que la tristeza lo hacía a través de los ojos con gotas tibias, pegajosas, como trineos del alma. Era un escurrimiento de sabor salobre que rechazaban sus bocas. Los cuatro seguían absortos en el cajón que, don Pepe, el carpintero, construyó a petición de Mauricio. Lo comenzó con inusitada anticipación. Casi una semana antes le pidió confeccionarlo porque su padre tenía la mirada inescrutable, con el interés perdido en alguna parte.

—Luego se tardan tanto tiempo en hacerlo. Vaya haciéndola, José, que sea un cajón decoroso.

Se esmeró, don Pepe, por cierto, con pasamanería en los bordes, de afelpado paño gris y una franja de listón de color negro en la esquina superior. Eso sí, con clavos de los corrientes en lugar de las tachuelas porque no encontró ninguna en la tienda de La Torre donde buscó unos días antes. No había llegado el barco y hasta el arroz, el frijol y el café, escaseaban. Los surcos que se formaban alrededor de sus rostros, escurrían la vertiente, por una parte del sol y, por otra, del íntimo sentimiento.

Don Tomás había llegado a los noventa. Después de la inhumación habrían de buscar esa placa que transportaba consigo a donde quiera que fuere. Se lo dijo claramente a sus hijos: cuando me muera, la ven. No antes. Era, seguramente, algún santo de su devoción. Nacido en Londres en 1818, le faltaban sólo diez años para llegar a la centena. Era alto, fornido, hasta sus últimos días. Su cabellera abultada era como un copo de nieve esponjoso y sus ojos verde jade, eran grandes, fijos, como la posición de firmes de un guardián de Westminster. Al fin súbdito de la Reina tenía un cariz de europeo que no podía con él. La reina Victoria —aclaró en su oportunidad— gobernó la Gran Bretaña hasta 1901. Había sido soberana de Irlanda y emperatriz de la India durante tres cuartos de siglo, cuando el imperio fue espléndido

Page 6: Los candados del destino

y reluciente. Su estilo conservador se incrustó hasta en el Parlamento, a pesar de ser de composición heterogénea. La etapa victoriana de 1819 a 1901 coincidía justamente con el peregrinar de su vida, una vida que soñaba con la Corte, con el río, con el puente levadizo, con el barrio londinense desde donde salió a una aventura por la escollera del Támesis. Luego llegó al continente de la América del Norte en forma casual. Vino en un barco de guerra para aprovisionarse de agua y se quedó para siempre. ¿Providencialmente? Perduró ahí más de setenta años, desde 1835 a 1908, hasta el momento en que a la tierra volvían sus restos venidos de muy lejos. Su español no dejaba de registrar un bisbiseo exótico y, a su vez, de tono pueblerino que denunciaba a un extranjero que llegó para quedarse. No obstante su manera de tutear, sus expresiones locales y su porte de ranchero, tenía la fisonomía de un arraigado cualquiera. Y por su trato, no cabe duda, era un lugareño convicto. Todo evidenciaba que no podía ser de otra parte, más que de Loreto. Un entenado de aquel pueblo. Pero por sus rasgos y su acento, un forastero. Hacía más de sesenta cinco años que vivía en Loreto, la pequeña población donde estaba su trabajo, sus amigos y su familia. Y desde hacía ocho estaba en el hogar de su hijo. Al morir su esposa en 1898, se fue con Mauricio a La Paz, una ciudad que, además de ser puerto y capital, se conoce como la Ciudad de los Molinos por la cantidad que de ellos se advierten al primer vistazo. Con sus aspas vueltas al viento, extrayendo todo el día el líquido del subsuelo para el baño de la casa, la tinaja de la cocina y las plantas de un patio sombreado. Una congregación que, en un desliz, descuidó a su Misión fundada por los padres jesuitas Jaime Bravo y Juan de Ugarte el 4 de septiembre de 1720 cuando llegaron a establecerse en este sitio desde Loreto. ¿Dónde? ¡Quién sabe! Nadie ha podido localizar con fundamento el sitio preciso. Mientras unos dicen que estuvo —no deja de ser un supuesto— arriba de un lomerío en "una mesa muy espaciosa" cerca de la bahía, otros dicen que se encontraba en los terrenos de Los Aripes a treinta kilómetros de la ciudad actual. No quedó crónica ni ruinas de su fundación.

Todo lo que se mueve en esta ciudad está en dirección del viento: para disminuir el calor o para saciar la sed. El balancín del molino saca el agua para el surco donde están las plantas de cobijo; para la cantera que, a base de pulso y esfuerzo, ahuecó el punzón contundente y, además, para enjuagar, en la pileta del fregadero con los trastos de la cocina.

Page 7: Los candados del destino

Mauricio fue el primero que contrajo matrimonio, a los veintitrés años de edad. Se casó con Sara

Cota, a quien le dicen la pata salada, por ser oriunda del puerto y por tener la costumbre de andar con los pies desnudos por la orilla de la playa y escudriñar con los dedos de los pies los mantos que existen en los bajamares en busca de catarinas, pulpos, cangrejos, jaibas y callos, en especial los de hacha, que extraen para el alimento diario. Localizar los crustáceos y detectar los moluscos con destreza de "esculcor" es una tarea que no cualquiera realiza. Luego los atrapan con las fisgas o con varillas de puntas que empuñan con la mano derecha y lanzan con puntería. Pero primero las rebuscan y con los dedos de los pies escrutan en el estero de lecho fangoso. Con el dedo gordo escudriñan —y saben bien lo que detectan— en el bajamar que está nutrido de especies comestibles. Se apresuran y aprovechan la marea baja de la bahía porque se va rápidamente para la tarde.

Entonces, quedamos en que les dicen pata salada a quienes van a la playa que está frente a la ciudad para capturar las conchas, los caracoles y hasta algunos peces. Cuando baja la marea se ven centenares de faldas y pantalones subidos contoneando la cintura buscando, desde temprana hora, su botín de pesquerías. Todos van con los pies desnudos y se quedan impregnados con el salitre del mar y con los apéndices agrios. De ahí el mote que atribuyen a nativos de La Paz, porque tienen los pies salinos de tanto andar con el agua encaramada a media pierna.

Al observar esa escena viene el recuerdo lejano de la tradición semejante de Loreto. Es similar, decía. Mozos y mozas, con la misma intención, pavonean los traseros hurgando conchas de almejas con los dedos de los pies, al igual que las paceñas. La diferencia existe en que, unas son para el hogar y otras son para la misma playa donde las sacan enfrente de algún palmar o de una enramada. Y aquí sólo son de conchas de almejas. Con familiares y amigos se hace la cita con tiempo y preparan la comida en la arena o debajo de algunas palmeras apropiadas, con sombrajo. La tragazón que todo el mundo conoce como una típica almejada, es memorable. Los jóvenes, hombres y mujeres, extraen de zonas someras las conchas de las bivalvas con el agua a la rodilla y las plantas agrietadas que encuentran centenares. Más tarde se las engullen con tortillas de harina calientitas. Hacen tacos con limón, mostaza, mayonesa, sal, pimienta y salsa picante. Todo aquello es un festín y un marco de algarabía en contacto con la

Page 8: Los candados del destino

naturaleza. Es un teatro de palmáceas que comienza en ballet polinesio y termina como banquete romano. Así nace la almejada, como llaman los loretanos a este hartazgo de primera. ¿Cómo la hacen? Muy sencillo. Clavan los cientos de almejas en una cama de arena en posición vertical y luego encima colocan una capa de chamizo seco y le prenden fuego a las ramas que encienden como una hoguera del Santo Oficio. Esa tradición reúne a la parentela y a las amistades de los buscadores de almejas que traen los aditamentos necesarios: la sal, el limón, la salsa y los aderezos, las tortillas de harina y las horchatas, para un deguste ambulatorio.

Sara Cota, la pata salada, se casó en 1885 con Mauricio que, por cierto, heredó el oficio de su padre.

A don Tomás le daban sepultura. El grabador de Londres que contrajo matrimonio en el Registro Civil de Loreto en 1860, se fue con el centenario.

Cuando acabó el rechinar de cuerdas con el roce de la caja, los cuatro hijos lanzaron un manojo de claveles que quedaron encima de la tapa con la primera palada. Lo hicieron a guisa de despedida. Los tres nietos y Sara hicieron lo mismo con las pupilas llenas de alberca. Luego lo cobijaron con más cantidad de tierra del montón que había sido depositada al lado izquierdo del hueco.

En cada lance que echaban sentían un golpe en el pecho. De un entierro, hasta que sucede se dan cuenta que es para siempre. Llegó el momento en que el polvo les cegó la vista y empezaron a perfilarse, como fantasmas, los recuerdos. Entonces se fueron retirando poco a poco de la tolvanera.

Noventa años antes, el mar, al lado del cementerio, estaba bronco, espumeante. Entre el horizonte neblinoso se alcanzó a distinguir apenas, por encima del oleaje, la presencia de un barco. Se dibujaba con cierta precisión y su figura de color plomiza se confundía con las aguas. Llamó la atención, no obstante, de todos los vecinos. Se erguía como un visitante extraño y la expectación del pueblo estaba en todas las cejas curiosas, pues las gentes se acercaban hasta el reventadero. No era común despertar y ver el perfil grisáceo de un acorazado inglés y la enseña rojiazul del archipiélago.

Viene a hacer agua —parece. A San José le nombraban La Aguada Segura, después de que los pericúes la pusieron Añuití.

Era un pueblito aborigen que se volvió sedicioso, habitado por indígenas que, en el tiempo de los jesuitas,

Page 9: Los candados del destino

destrozaron efigies, misales, casullas, birretes, estolas y candelabros, cálices y patenas, y de paso, quemaron la iglesia y acribillaron a dos pudres que pasaron a la historia como los primeros mártires ignacianos de toda la Baja California. Uno fue el padre Carranco y el otro Tamaral, en el pasado siglo XVIII.

San José del Cabo, al extremo de la península, es un paraje solitario, envuelto entre las brumas de un océano que, de Pacifico, sólo tiene el nombre. En el punto más avanzado de la costa meridional, en un promontorio rocoso, está Cabo San Lucas a 35 kilómetros al Este.

Desde la cubierta se veían, con el catalejos, las plantaciones de mangos, cocoteros, palmares, aguacates y naranjales y, con menor fidelidad, los guayabos, ciruelos, limoneros y toronjales. La fruticultura aquella es un panorama cromático, una arboleda tupida que, desde lejos, resulta fascinante. La humedad y el arroyo que escurren hasta la laguna a un lado de la rompiente, es un caudal que procura el barco con una sed de beduino después de arrostrar, famélico, los desiertos de todos los mares.

Ahí estaba. No debió ser ¡tierra, tierra! el grito que dio el vigía desde su puesto de observación al mirar con sus anteojos de aumento, sino ¡agua, agua, agua!

Su visión era una especie de mezcla entre la sed y el apetito. Podía adivinar el sabor de los frutales y todo aquello que estaba al alcance de la mano en el espeso follaje y que veía pasmado con el cilindro del lente que se pasaba de uno al otro ojo. San José del Cabo significaba frutos, dulcería, líquido de consumo después de un largo recorrido y alguno que otro cortejo. Suspiraban los pechos ardientes de los jóvenes marineros que, por cierto, ya eran esperados. Con su entraña de madera el buque llegó a fondearse en el oleaje estruendoso y luego bajó las lanchas como un asedio de ataque o de pacífico desvare. Al anclar, por cortesía, dio tres roncos pitidos con la bocina que tiene a un costado de la chimenea. Izó el pendón de puerto en son de paz y de demanda. Con ello quería decir: vengo por hambre y por sed. La tripulación se acomodó en los cuatro chalupines que más tarde llegaron a tierra e invadieron el vecindario de uniformes blancos, gorras del mismo color y distintivos diversos sobre las charreteras. La marinería penetró con las armas del amor en las manos con un avance impaciente de abstinentes lujuriosos. No tras el enemigo, sino tras aquellas carnes cordiales, después de un mes de crucero. Sal, yodo, mariscos, pescado y privaciones carnales, desbordaban las imagina-

Page 10: Los candados del destino

ciones sensuales. Buscaban pieles de dieciocho o veinte años para un lance furtivo, licencioso, mientras recogían las frutas debajo de la arboleda. El arribo, las frases, la hipotética colecta era, desde tiempo, un valor entendido entre ambos contrincantes: mujeres y mujeriegos.

¿Vamos a cortar frutas? —era lo primero que aprendían del castellano. Los techos ensombrecidos de las huertas se convierten en árboles Celestinos. El capitán del

barco, en cambio, con unos cuantos de escolta sigue la pista del agua, mientras marinos y oficiales recorren las calles empedradas e indagan con la mirada los contornos accesibles de voluntades dispuestas a apachurrar las frutas carnosas de una primavera larga. Unas y otros intuyen que las pieles que ellos buscan, no son precisamente las cáscaras de las frutas, sino los frutas sin cáscaras. En realidad, las parejas de ambos sexos buscan lo mismo. Las mozas reciben a los marinos sabiendo que su ilusión son los sueños diferidos durante meses y meses hasta que logra llegar el barco. Es la hora de la estera cualquieriza, de los mangos magullados, de paraísos terrenales, donde arriba una esperanza largamente acariciada y desvirgan complacientes una generación de doncellas. Una alfombra de hojarasca es un tálamo y un hijo, pero un sueño, al fin, satisfecho. ¡Debajo de cada árbol se vuelve una agonía de pujidos y, con mutua fortaleza, hasta las ingles rechinan y los fémures revientan! Un cielo de exuberancia y un sudor de resolana, alumbra a un mar de pestañas, de cuencas desorbitadas y de pómulos y cejas que se abren conjuntamente con las bocas y las piernas desentumidas. En aquel lecho nupcial los jadeos se multiplican y afloran roces, clamores, estertores y suspiros que llenan la soledad de un vértigo animal, pasional y de auténtico embeleso. A los nueve meses irrumpen los llantos de los recién nacidos. Así surgieron muchas familias con indicios forasteros. Unos se quedan, otros se van y sólo algunos vuelven. Mientras las figuras de uniforme blanco recorren las callejuelas, aparentemente solas, en busca de compañía, el capitán finaliza la operación de la compra del agua para la otra guerra. Los marinos se acicalan lo que deben de acicalarse y van a ocupar el frente de batalla de lo que llaman "su guerra". La trinchera mejor armada es la plazuela del pueblo que recorre un andador interior y, en la orilla, una hilera lateral de macetas con malvones de colores que forma una ringlera esquemática y cuadrangular.

Page 11: Los candados del destino

Mi querer mangous de las huertas —se escucha insistentemente entre el corrillo que acosa a las

doncellas que se exhiben al pasar en cada vuelta por el piso perimetral. Es común ver las calles vacías y detrás de cada puerta, deliberadamente abierta, una doncella

que espera, olorosa, recién salida del baño. La tarde mira clemente los romances que se avecinan con las manos hechas nudo, tomadas

de las cintura, con la cabeza puesta en el hombro o atrapadas en un prolongado beso. En tanto otros indagan quien le quiera vender una canasta de frutas recogidas de las huertas. La demanda está a la par que la oferta. En caso de apuraciones, ni las solteronas llegan a escaparse o son las primeras en lanzarse al ruedo.

La operación de los huertos es un rito a donde van las gacelas a cortar las frutas en venta y a usar su sexo en desuso. Las vaginas con telarañas y moho buscan quien las aperture con o sin lubricante. Estas visitas resultan, para gran número de mujeres, su última oportunidad o la penúltima, si acaso. La sombra cómplice sabe que los árboles de mangos son techos encubridores. Atestiguan el encuentro de dos mundos diferentes que se entienden con la rienda de dos libidos en pugna. Certifican también el acuerdo, la química de la juventud y la magia del contacto.

Así le sucedió al joven Thomas E. Taylor, carpintero de ribera del buque que botó, ayer, sus anclas. Su identidad era un enigma con esa E interpuesta entre nombre y apellido. Nunca dijo descifró el significado de la abreviatura. ¿Sería un segundo nombre? ¿O, quizás, el apelativo de su madre?

La miró de arriba a abajo desde que vio su figura al doblar indiferente la esquina. Estaba a punto de sentarse en su mecedora en la acera de la casa. Desde ese recodo que estaba al alcance de la vista, se encontraron los pares de ojos, con porfía. Al arrellanarse quedó paralizada. Empezaba a rodar la mecedora al compás del abanico en la banqueta endurecida por el agua continua de riego, cuando encontró el pestañeo, insistente, de unos ojos indagantes. Detuvo el rítmico meneo y su asombro no tuvo límites. Dejó inmóvil su soplador de viento que movía con su mano y fijó, por primera vez, sus pupilas claras, profundas, como quien tuviera a la vista la figura de un aparecido. La tarde entraba en silencio, de puntitas, con su frasco de sudores en derrame y un árbol de macapul que estaba al pie del andén, hizo más amplia su sombra, convidando con su frescura a sentarse.

Page 12: Los candados del destino

Con el alivio que producía el follaje y la oscuridad de los ojos, conectados al hechizo de la chispa que accionó su par de pupilas verdes, se calmó.

—Good afternoon...! , —Buenas tardes... —contestó tímida, encogida. Ella se puso de pie, pausadamente, y escuchaba a la postura rígida del oficial de la armada

que le alargaba la mano y la llevaba a sus labios con un rasgo palaciego. Con estupor se sorprendió y tropezó, otra vez, con la pata del mueble y sostuvo la mirada dentro de los ojos.

—Boenas tards... yo soy Thomas Taylor y nousotrs venir en el barcón de la reina que llegó hoy... mañana...—dijo en un español incierto, nervioso.

Quiso decir, evidentemente, hoy mismo, por la mañana. Desplegó un gesto risueño que imaginó una sonrisa al escuchar, en especial, esto último. El oficial andaría por los dieciocho o veinte años, la edad que ella tenía.

—Soy car... pin... te... rou... de navy —agregó con marcado acento. —Soy Virginia... —alcanzó a decir dudando ella. Ahora sí, se sonrió con natural desenfado

al pensar que había elegido una frase equivocada. ¿Cómo carpintero de barco? Era obvio que ignoraba que cada buque traía, como parte de la tripulación, un menestral de ribera. Instintivamente acercó otra poltrona para quien debía considerar un huésped que, en forma espontánea, brotaba con el inicio de la charla. Le ofreció el asiento de manera instintiva. Su madre se lo advertía: no dejes gente parada, no seas ranchera, muchacha. Desde entonces se portó más cortés y empezó un diálogo abierto, remendón y atrevido que resultó el rompehielos de una mutua simpatía. Se descolgó tan suavemente como una amistad antigua.

A la segunda visita empezó el acercamiento. Los dos estaban ansiosos por saber lo indispensable de cada uno. Deseaba hablar su lenguaje y por romper, obviamente, la verja que los distaba. Como Dios les dio a entender comenzó un método sencillo. Tomás le decía una palabra en inglés y Virginia la repetía en español. No tomó en cuenta la objetividad didáctica del procedimiento, pero le resultó excitante. Al tocar las partes de su cuerpo con ternura y reticencia, por ese mismo lugar le entraba la irritación de una temperatura muy elevada. Al hacerlo, acariciaba sus manos cada vez que repetía.

—Hand...finger... arm... elbow... shoulder...

Page 13: Los candados del destino

El juego, pues, consistía en señalar puntos concretos de su anatomía que, primero le

correspondía a uno, y después al otro. Al citar cinco veces el ejercicio, luego lo hacía a la inversa, en castellano.

—Boca... labios... nariz... ojos... frente... Cuando ella se acercaba con el motor de su piel, de manera casual, el reloj que traía en el

pecho activaba su tic tac de una manera turbante y sentía, hasta en sus íntimas partes, un río de calor viscoso, que le escurría por los muslos y con arrebatado impulso buscaba la pierna del otro que se arrimaba a la suya. El candor la conmovía y sus sienes se encrespaban, en tanto que el parpadeo se repetía vacilante y la vista halló una oquedad en las rinconadas del cielo. Haciendo acopio de fuerza logró volver por sus fueros y continuó la lección con languidez indescrita.

A la mañana siguiente la lección siguió de una manera intensiva con nuevas tácticas y pesquisas que despertaban el gusto y despedía interjecciones.

—Legs... waist... belly... breast... knee... Su ardor en definitiva no estaba para esta clase de métodos que la volvían fogosa, cada vez

menos capaz de controlarse y, además, resueltamente efusiva. Estaba perfectamente consciente de que la enseñanza se estaba pasando la raya, pero estaba sensiblemente inconsciente de que su tacto se hallaba cada vez más cerca del paraíso. Su aparente timidez la hacía sentirse apocada al no poder rechazar el deleite que le invadía, ni vencer el encanto que ese palpar repetido le inflamaba, ciega, confusa.

Haciendo un esfuerzo extremo logró reiterar la última lista de palabras, en su lenguaje: —Brazo... cintura... vientre... seno... rodilla... Sintió que estaba despierta en una agonía delirante, cuando su madre la interrumpió:

—Ahora vengo, voy a la tienda de Pino. El Sr. Pino vivía, por lo menos, a siete cuadras. Al ausentarse la madre fue entonces más incisivo, pasional, claro, directo, y le agradó el

cambio. Así, con movimientos firmes, obstinados y candentes, auscultó bien el terreno y se lanzó decidido al ataque que a Virginia ya, definitivamente, le urgía.

Cuando la madre se hundió en la esquina por donde él había llegado, clavó el mar de sus ojos en un perverso deliquio, ávidos de lujuria, ambos en desafiante espera. Se puso en pie, lentamente y, sin

Page 14: Los candados del destino

apartar la mirada, la tomó de las manos con tierna delicadeza y con decisión en las líneas de una cara que no hablaba, la llevó dócil adentro, hasta su cuarto en tinieblas, la besó con lujuria y la desfloró en su cama.

No hubo necesidad de ir a recoger los frutos en la arboleda sombría que pecaba de lenocinio.

Al regresar la mamá, la vista del oficial estaba puesta, encajada, en el vegetal melenudo. Como dos buenos amigos aguardaban la cena que, en su oportunidad, le advirtió que era de despedida. La liturgia del adiós de manera definitiva o de retorno eventual, los obligaba a estar pensativos, especialmente por lo que había ocurrido. No jugaban ya a ninguna clase de inglés, no hablaban ningún idioma. La tarde soplaba a un brasero que, con sus cenizas ocultas, era un carbón que, bajo la piel, tenía un rastrojo crepitante. Al desnudar la mañana siguiente el cañonero partiría, a las siete en punto.

Virginia se sentía lacia, realizada, como pocas veces feliz, una vez en su inútil vida, a pesar de sentir su vaina sensiblemente contusa y su seno adolorido, como fruta destripada en el suelo de las huertas. Había alcanzado un deseo que estaba ya, según ella, por inservible, moribundo. Una especie de soberbia albergaba, en lo más hondo de sus quimeras, por haber hecho, en privado, lo que se hace todos los días en el matrimonio.

Tomás, estaba oscuro, y cavilaba. De momento se incorporó y con los dedos unidos, dirigidos a su cara, dijo: —Wait...! Vuelvan... Y esbozando, al juntar los labios, una ligera sonrisa, salió corriendo mostrando con la palma

de su mano la señal: Vuelvan... ahora vengo. Tardó en regresar más de la hora que a Virginia le pareció eterna, haciéndole suponer, inclusive,

que nunca volvería. Estaba confusa, triste, perturbada. ¿Qué pensar? Parecía el juego de una huida al poner pies en polvorosa. Se le agotaba el permiso, sin duda. Pero, lo que expresó con su mano era el signo perentorio de la espera. Con los dedos juntos y extendidos a su semblante, repitió en forma incesante:

¡Ahora vengo! De pronto, con el aliento entrecortado, su camisa transpirando, terminó su larga carrera.

Estaba ahí. Volvió con la bolsa de marino entrecruzada a la espalda y la correa estirada sobre el pecho, parecía que volvía de un viaje. Radiante, como si trajera una luz incandescente

Page 15: Los candados del destino

en la mano, expuso la idea. Reunió a la anciana con ellos en el centro do la sala que había sido testigo de una acción adelantada de un fuego nupcial.

—Madame... —le dijo, clavando su ansiedad en los ojos: I querer dormir here esta night... Virginia se pasmó. Con la vergüenza a la vista, no sabía si agradecer o callar el hecho

supuesto. —Quiere pasar aquí la noche... —tradujo, timorata, cohibida. —¿Qué? ¿qué dice? —largó su madre un aullido como signo de respuesta con un silencio que

enseguida evidenciaba todo lo que había ocurrido. Al rato se serenó. Pensó en contestar lo que le parecía más cuerdo.

—No sé... no sé... es algo tan inesperado... no sé cómo lo pienses tú... —se frotaba, incrédula, los dedos.

—Podemos darle un colchón para que lo utilice en el suelo y acostarlo ahí, por ejemplo —e indicó el interior de su cuarto. Solucionó, temerosa, el problema y empezaba a sentirse animada, contenta. La joven estaba de acuerdo, desde luego. Con un rubor colorido, como manzana madura, le pedía a Dios que su madre no se lo impidiera.

La madre lo había entendido en su refulgente criatura, que ya estaba a punto de pasar de los veinte años sin ninguna esperanza en puerta. Era, pues, al decir de los hombres, perfectamente encamable, pero con otras palabras.

—Que se quede, pues, que se quede —aceptó, por fin. La resignación tenía un rostro. En la cena confesó su manera de evadirse por una noche del barco sin que sucediera nada. Sólo

por una noche. Si a la mañana siguiente no madrugaba al ser requerido al llamado de la lista, por deserción le impondrían castigo y hasta podrían condenarlo por un consejo de guerra.

Para dormir dócilmente, Virginia extendió colchoneta y almohada juntas y una manta que dobló para cobijar su cuerpo, a pesar del calor infame. Tomás extrajo de su valija que acarreó desde el barco el juego de la pijama y en medio de aquel ropaje vio la tablita de diez pulgadas. No le hizo aprecio. Antes de irse a la cama, la madre vio a cada quien por su lado a través de las cortinas de ixtle que dejaba descorridas.

Page 16: Los candados del destino

Por la mañana, al levantarse notó que estaba el costal cerrado y los dos cuerpos cubiertos con

una. sábana ligera que' cubría a los amantes, abrazados y desnudos. En tanto, sólo una guardia quedó a bordo del cañonero y el resto inició la búsqueda. Quienes

sabían el enredo con la hija de la viuda, la dejaron para el final, por si el capitán del navío indagaba sobre algún romance. Cuando el comandante solicitó la ayuda de la policía, el par de gendarmes locales lo pensaron maliciosamente. Y fue lo primero que hurgaron. Llegaron como avispero a catear la casa. Los recibió la madre con ánimo de ayudarlos, guiándolos por los rincones de la choza, que tan solo eran tres piezas y el excusado de pozo al fondo del patio. Mientras, la hija, serena, muy digna, se quedó sin movimientos a un lado de la mesa, con las manos sujetas en la espalda de la silla que estaba sobre el espacio de tierra destinado a comedor y a la sala que flanqueaba el hervor que humeaba en la cocina. Balanceaba el torso a uno y otro lado por donde andaban los guardias y vigilaba al infante de marina que olisqueaba el interior del inmueble. Los límites de la propiedad estaban ahítos de marinos que oteaban con los fusiles embrazados. Era ya la hora del almuerzo. Ella se puso a servir los dos platos que permanecían todavía boca abajo, con su falda amplia, bombacha, por su ampona crinolina que le llegaba hasta el tobillo. Su esbeltez era un dibujo y los ojos extranjeros la desnudaban desde lejos. Ella, risueña, y sintiéndose observada, seguía sus movimientos.

—Apparently there is anybody here. Let's go. El capitán se acercó e indagó con suspicacia su posible paradero. Preguntó a las dos mujeres,

con traductor a su lado: El capitán los saluda y les ruega disculparlo. ¿Cuándo estuvo Tomás Taylor por última vez,

aquí, en su casa? La zagala se apresuró en tratar de contestarle. —Ayer cenó por la tarde —dijo— y se despidió de prisa porque tenía que estar en su barco.

No le hemos visto de nuevo. ¿No ha dormido la noche con ustedes? ¿Dónde estará? ¿Dónde pudo haberse ido? Puso la cara consternada y se llevó las manos a los dos lados de la cara, como acallando un sollozo.

—Gracias, señoras, el capitán lo agradece —les respondió al concluir el diálogo. —¡Everybody!. Return. It is time to go —ordenó con voz de mando y luego dijo, en un tono más discreto, como para si mismo: He escaped to the north, sure.

Lo rastrearon por doquier hasta agotar todo el poblado a través del caserío con los dos policías

obesos que conocían San José como la palma de su mano. Ese San José del Cabo que los visitantes

Page 17: Los candados del destino

conocían como la Aguada Segura, no ocultaba, en definitiva, a ningún Thomas Taylor. La aldea

se alertó con el despliegue militar y salieron de sus casas y se hicieron cruces, corrillos, armaron mil conjeturas hasta que lo investigaron con los esbirros de la guardia.

—Se escapó el novio de Virginia, la hija de doña Tecla. La vecindad no sabía ni remotamente que había dormido en su casa y a la moza le agradaba la

discreción de la hazaña. No andaría de boca en boca como comidilla del día y así eludió la escandalera. Su virginidad estaba a buen recaudo, aunque no le molestaba que hablaran, si lo hacían con certeza. Siguió siendo la misma Virginia. Lo que ya está hecho, pecho, y si está bien hecho, mejor. ¡ Qué importa! Todos los vieron salir de su casa en alocada carrera y se cuidó al regresar. Tomó sus precauciones.

Se dio por buena la versión de su escapatoria hacia el norte, a la ciudad de La Paz o, quizá, hacia el puerto de Loreto. Para ello les llevaba doce horas de ventaja. Allá debe estar protegido por los mismos moradores. La población se crucificaba, tronábase los dedos. No faltaban los rumores.

Después de inútiles esfuerzos por tratar de localizarlo y detenerlo, la nave se hizo a la mar sin carpintero de barco. Durante los cuatro días en la bahía, los tripulantes gozaron de lo lindo, las doncellas y las no doncellas, también. Las cubiertas se pulieron con cera antiderrapante, calafatearon el casco, se abasteció de las vituallas para reanudar el viaje y llenó con suficiente líquido sus tanques. Los marinos de la reina encontraron la ocasión privilegiada de conocer e intimar con lo más granado del pueblo.

Al cabo de algunas semanas se olvidaron completamente del asunto que conmovió al escaso villanaje. Habían transcurrido tres domingos cuando apareció por el pueblo el fugitivo que ahora conocían con el nombre del oficial inglés. Se le vio de compras, en ropa de paisano, como cualquier hijo de vecino, en la tienda de Jorge Pino. Vivía ya con la Virginia.

Todo mundo se supuso que regresaba del norte a vivir ya con su amante, después de la defección de su navío, pero no así de su novia. Empezó luego a trabajar el negocio de la carpintería. Lo que era suyo. Ganaba buenos recursos en su oficio de carpintero en arreglos, com-

Page 18: Los candados del destino

posturas de muebles viejos y rotos, desbaratados, incompletos, desde poltronas y sillas hasta vitrinas y mesas que quedaban remozadas, con un grabado sencillo que estampaba con ranuras como si fuese su firma o una forma original de identificación y remiendo. Con ese sello quedaban garantizados y, así, disponibles. Sus trabajos trascendieron los arroyos, los pueblos, tanto al sur como al norte y, transcurridos algunos meses, hasta casas fabricaba.

Tomás se había granjeado la amistad de gran parte de cábenos, desde San José del Cabo hasta el arco de San Lucas, dos parajes de labriegos, hortelanos, balseros y pescadores.

Los meses se repetían y el vientre de la muchacha se fue inflando como balsa. La luna de miel de meses, no había resultado en vano. Le hacía un hueco la criatura como de un canguro en espera. Virginia era todo un barrilete.

Sin embargo, se comentaba como un hecho que su huida había sido a La Paz o a Loreto, por la perla que tenía la corona de la reina de Inglaterra. A donde haya sido, ahora seguía con ella.

Por fin llegó sana y salva. La criatura se llamó igual que su madre. Les conmocionó la presencia de una niña como hija del sol de occidente. Cuando nació la bebita se decidió a revelar el suceso que a todos inquietaba, principalmente a las curiosas amigas, a quienes excitaba atrevidamente la desaparición momentánea. Era un mayúsculo secreto y, lo que es peor, un enigma. Con sonrojo divertido y una picara sonrisa que se asomó a su comisura, les confesó entre rubores y sacudidas, sintiendo, por todos lados, escozor y calofríos. Su declaración fue sorpresiva:

—No hubo ninguna fuga, —dijo— no fue a ninguna parte. Siempre lo he tenido a mi lado. Bueno... no precisamente, pero siempre unido a mi vida. Se abochornó al manifestarlo. Hizo un esfuerzo final para soltar su confidencia:

Estaba asido a mis piernas y oculto bajo mi enagua.

Page 19: Los candados del destino

na brisa acaricia el espejo de la rada que ondula muy suavemente sus olas frente a las palmas del puerto que protegen al poblado. Aunque eso de decir protegen es un mero circunloquio porque cuando el mar se encabrita son las primeras que arrastra y lanza hasta las faldas del primer cerro. Al fondo de la bahía se encuentra la isla Coronado, un montículo bautizado por un capitán Francisco de Ortega, de profesión

lisonjero y explorador legionario. ¿Quién sería el tal Coronado? De Ortega estamos convencidos que se trataba de un adulador de primera. En el paisaje se moviliza un ejército de lobos marinos, entre adultos y pequeños, que integran un endemismo natural de la península. Entre el islote y la tierra firme deambula una variedad extensa de zopilotes, pelícanos, gaviotas, garzas y tijeretas. Estas últimas, se visten de blanco y negro como si fueran a un baile de gala. En el suceso reciente no quedaron ni residuos del pueblo, pues el palmar de la playa quedó totalmente reducido a un panteón de troncos pelados con las raíces hacia arriba más allá del caserío. Loreto es un andurrial de la familia guaycura desde tiempos muy remotos, antes del siglo quince, y se llamaba Conchó, como ahora se pretende que le quede de apellido: Loreto—Conchó. Era una aldea aborigen lo mismo que las otras cercanas: Nopoló, Londó, Tripuí, Notrí y, a lo lejos, Lugüí, detrás de la serranía costera. Mas allá está Viggé en el plan de la montaña que se yergue en el fondo, adelante del picacho que se forma en La Giganta. Así se llama la sierra que se recorta en el horizonte montuno y que se levanta al oeste donde los padres jesuitas fundaron, desde 1698, la misión de San Javier llamada Viggé Viaundó, la segunda en instalarse después de Loreto que, bien pudo haber sido la primera, la misión fundacional de San Bruno que, finalmente, no llegó a su consolidación. La primera Misión lauretana tiene inscrita

DOS

Page 20: Los candados del destino

sobre la puerta la fecha de su construcción labrada con cincel en una piedra toral de 1697. Después de los jesuitas vinieron los franciscanos y luego los dominicos y cuando expulsaron a los soldados de Layóla, las otras se repartieron las misiones existentes. Los de San Francisco, la California de arriba y los de Santo Domingo, la zona peninsular del norte. La California quedaba, definitivamente, con dos clases de sotanas apestosas. Cuando el rey Carlos III ordenó a la legión de San Ignacio que abandonara las tierras de España en 1763, los frailes franciscanos alcanzaron a quedarse casi hasta el primer cuarto del siglo XIX. Los dominicos estaban inmersos en escándalos y reyertas con mujeres, movimientos y contra el mismo gobierno. El padre Gabriel González fungía para ese entonces como presidente de la Orden y su feudo misional era el pueblo de Todos Santos. A pesar de su sacerdocio, le gustaba figurar como buen padre de familia. Con tanta infidelidad y desenfreno, debieron irse antes que los jesuitas.

Loreto se restauraba paulatinamente después del último cataclismo. De las calles recogían por montones los troncos de los datileros, los arbustos que yacían desgajados, las piedras bolas con que empedraban las calles, los papeles del Archivo Eclesiástico, los muebles de los hogares vecinos, las reses y los caballos con los vientres abultados, un gran número de indumentarias y artefactos de cocina que arrastró la fuerza de las aguas y la tolvanera del viento. Mar de enfrente y arroyo de arriba tuvieron un choque incestuoso. Los dos se dieron un apretón de mano como colegas destructores. Luego, y a consecuencia de las avenidas, se quedaron lisos los patios, las siembras y los corrales y la Misión permaneció dentro de una laguna llena de lodo. Se mojaron las casullas, los misales, las sotanas, y los registros de bodas, de nacimientos, de comuniones y de bautizos. Todo. El sismo, según parece, surgió de una fractura de las entrañas del golfo que reposa ahí enfrente. Luego se volvió demonio y produjo un maremoto ¡que para qué te cuento! con un ruido estrepitoso que sonaba como una cascada de piedras. Más vale que hubieran puesto a Loreto en medio del golfo, quedó así de lacustre. El pueblo está sentado en una llanura plana al nivel del mar y en medio del cauce de un arroyo. Las olas se levantaron como cuatro metros sobre el suelo y acabaron con las casas, los animales y los muros que le atajaban el paso. El meteoro cobró una cantidad inmensa de víctimas, principalmente de menores y ancianos que, en su mayor parte, estaba en las chozas de la orilla de la playa. La catástrofe arruinó, inclusive, la torre de la Misión. Para evitar

Page 21: Los candados del destino

nuevos percances en asuntos oficiales, trasladaron la capital a la parte donde la tierra aprieta su puño: a San Antonio. Arrasó, pues, casas, huertas y cercados. Todo lo que encontraba adentro de cada predio. Era realmente un infortunio, un castigo de Dios. Solamente se salvó de quedar totalmente anegada una lengüeta de tierra donde se halla la Misión y los almacenes reales, con dos o tres casas más. Se temía otro aluvión. Por las dudas, la capital de Loreto se cambió al año siguiente a La Paz. En 1830 se encontraba en una ciudad distinta, pero en el mismo golfo con el resto del archivo. Loreto volvió a perder su categoría. Cuando fue la capital de las Californias permaneció hasta 1777 y de aquí se trasladó a Monterey en la parte continental. Después fue cabecera del Territorio y se fue de nuevo a San Antonio y finalmente a La Paz.

Al año siguiente no hay lluvia, ni ciclones, ni sismos, ni maremotos. Las ventoleras suicidas se quedaron en su casa. Los arroyos encontrados no volvieron, por fortuna, ni por asomo. La población se dedicó a restaurar sus heridas, a enderezar las casas, a rastrillar los patios, a resembrar los eriales y a recobrar su ganado, mientras que los moradores colocan las piedras redondas en las calles que parecen cráteres lunares y reparan la torre de la Misión que sufrió el ominoso colapso. La vecindad se repone pausadamente y deja al margen las horas aciagas de penurias y sobresaltos. Una brisa estival recorre las arboledas que quedan en derredor de la mancha desprovista de viviendas que evidenciaba el vapuleo. Se va restituyendo poco a poco y con inédito esfuerzo la vida cotidiana. La comunidad maltrecha se encomienda con fervor a la virgen de Loreto.

Pedro era uno de tantos. Británico de ascendencia que llegó a este lugar en compañía de sus padres con el incentivo de las codiciadas perlas. Cuando vino se llamaba Peter Davis y había nacido en Inglaterra. Era súbdito también de la reina Victoria. Sus padres se regresaron más tarde, después de probar fortuna. Los Davis construyeron en la playa un reducido chalet para tres personas al estilo Victoriano. Con mármoles en los pisos, escaleras en la entrada, columnatas interiores y ático en su fachada. Tras la reja de la entrada acotaba el pasto inglés que llegaba hasta la cadena de la crujía, desde donde florecía una hilera de rosales, narcisos, geranios y fragantes mosquetas que destilaban un aroma embriagador al pasar frente a la casa. En medio del tupido césped que portaba un abrigo verde, un sendero de tezontle reptaba como una culebra hasta el pie de la escalera. La cerca era más alta que

Page 22: Los candados del destino

la altura de un adulto y su herrería dejaba ver el ocre, blanco y morado de su frontispicio. Al pisar el embaldosado de la banqueta un cocotero que estaba en posición de firmes era un poste centinela que custodiaba la casa con su penacho de plumas desmayadas, vegetales, que se lanzaban perezosas hacia el imán del suelo. No las movía ni el céfiro más indolente, pero que tal el ventarrón.

Al pasar unos meses dejó de llamarse Peter para ser solamente Pedro. Pedro Davis, así, como suena, en castellano y no en el isleño Deivis. No es lo mismo verlo como suyo que mirarlo como un extranjero aislado. Su estatura era mediana y su cabellera amarilla, con unos ojos claros, vivaces, y su piel de color de altura. Su acento de anglosajón procuró luego abandonarlo. Su tono lento, marcado, lo cambio desde un principio cuando comenzó a hablar la nueva lengua nativa. Prefirió cambiar el habla de Shakespeare por el idioma de Cervantes.

Pedro Davis, a secas, le llamaba el vecindario con un tuteo familiar. Estaba por cumplir dieciocho o veinte años de edad y entregaba el tiempo completo a su tienda de abarrotes que establecieron los padres, una especie de almacén o miscelánea, donde vendía comestibles, medicinas, ropa, fierros y madera, juguetes y chucherías de una variedad al gusto. Dos o tres jóvenes lo auxiliaban en la venta de los productos y les decían dependientes. Era un oficio relevante porque no había muchos comercios de este tipo, medianamente remunerados, pero era requisito conocer la aritmética y, por supuesto, la escritura. En la escala social era igual que un ganadero, campesino o pescador, leñador o comerciante, que es el rango que ostentaban. El comercio revestía una actividad de importancia, sobre todo en un lugar donde el resto eran vendimias de leña, de carbón, de pastelillos o antojitos o artículos regionales. Era, además, la tienda más grande del puerto. Por el comercio de Davis era conocido. El joven negociante se estrenaba de cajero, cobrador y anotador de carteras, la manera crediticia de tener clientes de fiado con abonos cada semana. Pedro era complaciente, atento con toda la clientela y, hasta caballeroso y cortés. Atendía a las personas con el mayor comedimiento. A su vez los deudores no fallaban en sus pagos puntuales, cada semana, cada quincena. Sólo quedaban mal quienes se iban del poblado y, para evitar ese quebranto, exigía alguna prenda que garantizara el monto del crédito. Cuando tenía que recoger la cartera por algún incumplimiento,

Page 23: Los candados del destino

se cancelaba, automáticamente. Cuando se hallaban en uso se registraba la fecha, los productos y el valor.

Cuando ocurrió el cataclismo, lo primero que asoló fue la casa de Pedro en la playa, con su adoquín, su enrejado, los jardines y la escalinata, hasta el último escondrijo de la mansión que quedó envuelta en las aguas cuando subió la marea. El cocotero se dobló como haciendo una caravana con el follaje hacia el suelo y la fronda desgreñada. El agua lo sepultó irremediablemente por su cercanía a la costa y la fuerza de las olas y la furia extrema de las rachas. Lo extrajeron como un tallo de su maceta. Cuando el mar regresó con tempestuoso reflujo se llevó lo que quedaba, como quien se arremanga la camisa. Quedaron dispersos por todos lados los peces con su aleteo, incluso, hasta el bajamar quedó muy lejos la orilla, como si no fuera a volver. Tomó impulso para retirarse. Cuando todo pasó, volvió a edificar la casa en un altillo cerca del monte que respetó la marea, cuando menos no ha subido como hasta ese entonces. El inmueble no es el mismo, pero aprovechó los tabiques, los mármoles y las rejas que dejó la turbonada. Desde entonces pensó en colocar un retén para impedir la entrada del mar, rellenado de cascajo para subir los niveles de la orilla, como en las riberas del Támesis que, hasta ahora, ha evitado que se vuelva a salir de madre. Se trataba de que el malecón frenara el ímpetu de las olas de un mar que da la impresión de no quebrar ni una taza.

La tienda de Pedro Davis siempre estaba atiborrada por su surtido, las demanda del público y la cartera.

—¿Dónde vas con este sol? —Voy a la tienda de Davis. Pedro sentía de joven entrañables añoranzas. El Londres que conoció sus primeros juegos,

el río que era su balneario, las calles que recorría a bordo de sus patines, la escuela, el baloncesto y las niñas del colegio que con sus cintas al pelo campaneaban las cinturas con ostensible coqueteo.

La primera novia —quién no la recuerda— surgió en momento casual a la hora de recreo en un colegio de ambos sexos y trascendió el rumor hasta el barrio. El barrio que conoció sus primeros devaneos, sus calenturas y trastadas. Los padres lo entregaban puntualmente hasta la entrada de la escuela en la crujiente berlina. El Londres de mis amores que permitía correrías y escabullidas de clases hasta las aguas del río. Y después las excursiones que, dominicalmente, eran al

Page 24: Los candados del destino

Palacio de Buckingham, al recorrido por los suburbios o simplemente a la campiña.

He de volver—soñaba. Volvía a recordar el crucero por el Atlántico y el arribo a Veracruz hasta llegar a esta tierra

que un pirata inglés, como yo, dicen que llamó Nueva Albión, por su similitud con las islas. Y, adicional-mente, los placeres de perlas.

El padre de Pedro hizo contacto con los intermediarios que ofrecían las ostras de California desde ese lugar a la Gran Bretaña. Le llegaron a confesar que el precio de adquisición en la orilla de la playa, cuando arribaban los buceadores con la flota de las armadas, era ridículamente inferior. Ahí el precio es de costo. Al bajar de los esquifes se conciertan personalmente los tratos de compraventa con las conchas de los bivalvos todavía entreabiertas. Ahí mismo. Era, en parte, la leyenda. Las ostras que conocían con el nombre de "huevos de paloma", eran extraídas diariamente de los placeres del golfo y, por cierto, una de ellas, adornaba la corona de la reina de Inglaterra. Recordaban lo ocurrido en 1822 cuando irrumpió un tropel de piratas, con tapujos de pañuelos, hasta el interior del templo de Loreto, de madrugada, y tomaron la Misión por sorpresa. Se llevaron las perlas de la Virgen y, entre ellas, la calabacilla aquella de tamaño extraordinario, de un oriente que llamaban "de primer grado" y de un precio incalculable. Aquella leyenda sopló la codicia de los Davis que escucharon el precio de las perlas que, tratadas directamente con los buzos, resultaban de mayoreo, baratas. Las perlas californianas, en ese entonces, ostentaban un prestigio que le daba la vuelta al mundo y en su amplio mercadeo tenía un valor fabuloso. Así fue como llegaron al puerto sudcaliforniano, después de estar en La Paz. Aquí supieron también que en la negociación con los buzos, el regateo era virgen. Como la virgen del pueblo. De inmediato se subieron a un buque que salía a comprar la producción de esa zona. A partir de ese momento no expresaron su objetivo de querer controlar el negocio por la indagación que hicieron del monopolio que intentaban los del navío. Lo mejor era tratar con los propios extractores, definitivamente, a efecto de ofrecer el monto, la amistad y la protección permanente, de anticipos, préstamos o pagos adelantados. Durante casi cinco años desde Londres se dedicaron a la operación de las perlas de buen oriente y tamaño, con resplandor y matices originales. Para encubrir el motivo inauguraron la tienda con artículos propios del consumo diario. El hijo

Page 25: Los candados del destino

frisaba los quince años cuando llegaron a radicarse a Loreto y le heredaron la casa y el negocio al regresar a Inglaterra con dos maletas de equipaje y un maletín misterioso que abrazaban con extrema cautela. Durante todo ese tiempo fue el proceso paulatino de transformar al empleado en propietario. Les prometió enviar puntualmente nuevas remesas de perlas y visitarlos. Como necesidad primaria organizó el comercio y buscó incesantemente la selección de un gerente que administrara el negocio para poder dedicarle el mayor tiempo a otras cosas imaginables. No existían candidatos en el pueblo.

Lo buscaré con paciencia —se conformó. Él abrigaba sospechas que su carácter de antaño había cambiado radicalmente, desde su arribo

cinco años antes. De escolar a lugareño, tiene que persistir una mutación visible. Hoy era un aldeano ingenuo, de talante refinado, campestre, afable, risueño, con un acento casi provinciano, de pensamientos sencillos, atento y solidario, noble y hasta un tanto desaliñado, a fuerza de mantener el contacto permanente con las gentes francas, benévolas y amantes ciegas de la rutina. No era ni siquiera su sombra. Aquel discípulo atildado, de proceder cuidadoso, de fraseo, de reverencia y esquelética tiesura, de gris oxford y corbata, de apostura y galanteo, de gentleman educado, se había transfigurado de cero a ciento ochenta grados. Más bien se sentía como un ranchero apócrifo. Sin embargo, no estaba incómodo con nadie, tampoco consigo mismo, ni la gente con él. Su identidad en el tratamiento cordial de la tropa pueblerina, le era común en todas sus expresiones, acostumbrado a una vida de sosiego, de santidad, no de embrollos y menos de conflictos. Le fue fácil adaptarse a tomar todos los días la taza de café de talega, o cada vez que venía una visita a la tienda, y dejaba al abandono el té de las tardes. Alternaba el dominó con un pitillo en la boca echado de brazos en la cubierta del mostrador del comercio. Consumía Tigres y Faros en lugar de los cigarros Dunhill y su afición era el béisbol en vez del británico criket. Se olvidó del son of a bitch y decía chingue a su madre, como cualquier parroquiano o un hijeputa cualquiera. Se tomaba una bebida lugareña bien fría en vez de un whisky de malta cuando se encerraba en la tienda de abarrotes los sábados por la noche. Con todo ello le inquietaba su dramático desfiguro. A pesar de esa imagen, sabría comportarse de modo idóneo en caso de estar en Londres. No en balde llegó a educarse con instructores ingleses. —Tengo que volver a ser terriblemente flemático, gélido, calculador, acartonado, juicioso, cuerdo, insípido y

Page 26: Los candados del destino

circunspecto y dejar de ser pasional, cálido y efusivo, con ternezas hasta las lágrimas, jaranero y charlatán. Además de vociferante. Vivir en un pueblo contrario a una urbe civilizada, (hasta la edad que tengo) es aplicar para el cambio una inyección de adulto, tisana y conservadora. Debo de manifestar con firme convicción que, de aquí, me sacan de tegua.

No habría que adelantar vísperas, sin embargo. La existencia transcurría de plazuela, como dicen en el pueblo, que percibe al tiempo expedito,

como al viento que respeta solamente la falda de la montaña. Esto es el verdadero deleite similar al agua que baja por los meandros de la pendiente. Del mismo modo se juntan los lazos de las familias que, ya extensas o reducidas, se van integrando sueltas, en forma libre, como una célula enorme, natural, tanto que no es fácil encontrar dos retratos del edén como Loreto en cualquier parte del planeta.

La aglutinación humana permitía desatar el compromiso del tiempo que, para nadie, es un dogal. La libertad es un don que sólo queda restringido por la libertad del otro. Es un concepto primitivo. ¿O el entorno de una vida que permanece sentada en las graderías arcaicas? Irradia la fijación de un olor a independencia que se desvanece en comunidades minúsculas. La libertad de Francia se queda en paños menores y se transporta en cuclillas. Su concepto liberal es párvulo, elemental. Realizar lo que te gusta, es practicar el principio de la espontaneidad, sin llegar al libertinaje. Un día indagamos lo que hay en la profundidad de los sótanos marinos, otro día campeamos por los breñales espinosos, atrapamos los reptiles en sus madrigueras y le damos de palmadas a las biznagas, vamos por carnes en las bestias o a los peces en las canoas, ascendemos hasta las cimas, regalamos de souvenir las perlas, hacemos el amor como orates, ocupamos el tiempo libre para saber que es tiempo libre, practicamos la holganza hasta que parezca un castigo y al ocio lo hacemos trabajo y al trabajo, sacrificio, y llevamos el arbitrio como forma de anarquía, a tal punto de equilibrio que, si se nos pega la gana, no intentamos nada de esto.

Pero, faltaba algo, indispensable. Las zagalas del villorrio se mesaban la melena por cautivar la piel blanca, los ojos de mar en calma, la cabellera dorada y los veintitantos años de aquel sajón elusivo que se pasaba de tueste en el distribuidor público de despensas domésticas. Le hollaban la calle con adioses insinuantes, llegaban dos o tres veces a acodar la barra del negocio, mostrando el albo corpiño

Page 27: Los candados del destino

con los senos a punto del desborde, la rótula de la pierna ¿qué tiene?, me duele la pantorrilla, el corsé me esta apretando, ¿me lo aflojas, por favor? En fin, soltaban la perrería con jugarretas y estratagemas de seducción femenina de auténtica antología. Cuántas veces recibió mensajes a través de las recaderas ofreciendo lo indecible, los parajes solitarios, las arenas de un refugio de la playa y hasta el cuarto sin testigos a \¡*!j cuatro de la tarde más o menos, cuando ni moros ni costa. Pedro con gravedad se sonreía. Lo anterior significaba una soga de velo y soija o un machete airado, enfurecido. CUANDO él la vio de cerquita, rebotaba la pelota de la matatena, muy diestra. Estaba echada en el suelo con la falda a la rodilla sobre una acera de barro, tierra y regadío. Sus adversarias trataban de ganarle la partida de un juego sin enemigo, porque las otras cubrían, decorosamente, con su vestido, los dos perniles helénicos. Encaramó la falda hasta descubrir los muslos sin darse cuenta. Pálidos, a falta del sol, parecían tener el pulimiento del mármol con los vellos recién nacidos. Así, con los pies descalzos, encogidos, absorta en el juego, se vería mejor arriba de un pedestal en el interior de un museo. Se estacionó a sus espaldas para admirarlos detenidamente y contempló el magnífico espectáculo de dos extremidades de cerámica española.

La escena le produjo un enfoque reticente. —Buenas tardes —saludó con la intención de que lo mirara. No hubo respuesta. A los tres pasos volvió a regresar la vista y se encontró con la suya. Bajó los ojos al suelo concentrada en el manejo de las fichas y Pedro retrató con la mirada

la seriedad de su rostro, su óvalo de doncella primeriza, la nariz de líneas rectas, virginales, el ceñidor que le apretaba la cintura y detrás de sus espaldas un cabello vaporoso y ...¡oh, me miró!

Por la insistencia, quizá, se encontró con sus pupilas que eran como luces del alba. —¿Quién es? —alcanzó a preguntar sin demostrar mayor interés.—Es Susana, la hija de don

Severo— contestó el ayudante que lo flanqueaba. Ellos vinieron, hace poco tiempo, de Comondú —continuó el informante.

—Es guapa —dijo él. Caminaron dos manzanas por las banquetas, con saludos a los vecinos hasta la casa de Inés,

que llegaba de la isla de El Carmen para

Page 28: Los candados del destino

vender sal y comprar avituallamiento. Luego pasó con José, a la mitad de la cuadra para encargarle fruta de las huertas de Londó, de preferencia zaraza. Tomó nota el auxiliar para recibir y pagar los dobles encargos de ahora. Arrumbaron cada quien en sentidos opuestos. Esperaba avistar su casa arriba del altozano, pero faltaban dos cuadras. Al sentirse solo regresó nuevamente la imagen de la muchacha, con intensidad. La estampa quedó fija en el andador de la acera. Le agradaba que volvieran esos momentos de fantasía. Agitaba la pelota, la mano llena de yecsis, como llamaban las niñas a las estrellas de picos y de plomo con que jugaban encima del suelo compacto. Las atrapaba sin levantar la vista. Lo hacía con aire serio sin mediar media palabra. Su vestido de percal se arrebujaba en las piernas y las dejaba al descubierto, expuestas al mirojeo de cualquier transeúnte que pasara. La curiosidad obligaba a volver los ojos, necesariamente. Era una mozuela con cuerpo de mujer en ciernes y el aspecto de una niña crecida. La banqueta subía el medio metro de altura y las piernas estaban recogidas, dobladas sobre el terreno. Pudo observar, furtiva-mente, sus rótulas de redondeces, una rodilla por encima de la otra.

Aunque no lo hubiera querido, aquel par de gambas preciosas, anunciaba algo realmente divino.

El pincel del embeleso ya podía hacer una copia del cuadro. Al observarla sentada, deseó contemplarla de pie o en un salto juvenil para observar bien los muslos que le daban la impresión de ser dos piezas de orfebrería. Antes de entrar a casa ya sabía nombre y apellido: Susana Real de Milo.(Agregado para quien no supo la noticia: Miló es la isla griega situada en el mar Egeo donde acababa de descubrirse en 1820, hacía diecisiete años, la Venus exuberante de la estética femenina, la Afrodita que en Grecia es la diosa del Amor). Por nada.

Por ese mortal encantamiento no alcanzó a reflexionar en la noticia. Todo el mundo ya lo sabía.

Llegó el señor Larrañaga con información de La Paz: lo acaban de destituir. La gente ya despertó, no cabe duda. ¿A quién? ¿cómo? ¿por qué?. Al capitán Manuel Mata, el Jefe Político de la península lo han depuesto ya. Lo trataban de traidor, de pícaro y de borracho y decían que los jefes, que los nombran desde el centro,.a tan larga distancia están los encargados de hacerlo, que trastornan drásticamente a la sociedad. Tenemos como obstrucción un golfo de por medio que no se puede cruzar en verano por los vientos y los ciclones.

Page 29: Los candados del destino

Agregó: cuando está en la oficina acostumbra estar tan ebrio que parece una hedionda taberna. Soy suprema autoridad —decía— soy el comandante militar, el juez de primera instancia, el

legislador... Para qué lo dejan tener tanto poder —concluía. Obraba a su arbitrio de acuerdo a su voluntad. Aquí, sépanlo bien, nomás mis

chicharrones truenen —era su amenaza favorita. Se pueden mencionar como cincuenta casos de insultos —todo el mundo lo acusaba.

A don Antonio Ruffo le ocurrió. Lo vejó impunemente. Un hombre muy respetable al que, de repente, se introdujo a su casa en estado de ebriedad, y delante de su esposa, de sus hijas y de sus criadas, les profirió obscenidades porque no tenía en su tienda no sé que bobada que le exigía de fiado para no pagarla nunca.

En eso llegó el señor Carrillo. Bendita sea. Don José Antonio Carrillo era diputado federal, representante de la Alta California y pasó de escala por la ciudad a fines de 1837 para saludar a los parientes y a las amistades. El diputado Carrillo conocía la actuación de Antonio Mata. Era un hombre talentoso, con buenas relaciones en la capital de la República, influyente. Lo visitaron buen número de personajes locales para rogarle la gestión ante el supremo gobierno y lograr el retiro de ese gobernante. No deseaban realizar la justicia por su propia mano. Don Antonio les cortó la relación de lo que estaban diciendo y les aconsejó: "No acudan a demandar el caso a la ciudad de México; allá nadie los va a atender, no se ocuparán de ninguno de ustedes y, si los llegan a ver con interés, no se paran en leer demandas ni peticiones. No pierdan su tiempo. El pueblo que se doblega y le suplica al gobierno, es el más débil de todos. No está para dar ninguna respuesta ni- hacer justicia para nadie, nomás atiende a quien más respaldos le preste. Si quieren un representante, lo envían adentro de un sobre con cañones y fusiles en dirección a Antonio Mata. Sáquenlo de aquí. Así entenderá el gobierno. Continuó su perorata, pero ya para ese entonces se habían persuadido de lo que debían hacer, no por cobardes, sino para no violar las leyes, si existían.

Los locales se juntaron y convocaron a los pueblos del sur: San José del Cabo, Cabo San Lucas, Todos Santos, Santiago y San Antonio y, con La Paz, lo sitiaron en la casa de gobierno y entonces capituló en los términos que pactaron. Antonio Mata dejó el Territorio y se fue con rumbo a Loreto, la ex—capital, en su calidad de expulsado. De

Page 30: Los candados del destino

acuerdo con el tratado que suscribió con los rebeldes, debía de comunicar la destitución popular a sus mandos superiores. El diputado Carrillo sólo estuvo unos días y no alcanzó a saber el resultado, se fue a su casa en Los Ángeles y, antes de llegar a ella, Mata ya iba al destierro.

De esta manera narró las novedades de La Paz el señor Larrañaga. —¿Dónde dices que vive? —le pregunto a su asistente. —Yo no le he dicho, don Pedro, pero habita en las lomas que están cerca de su casa. —Gracias, te lo agradezco. Ahora repiqueteaba con los cascos de su caballo al pasar por la calle donde vivía la chica con

sus padres. Cuando llegaba hasta el frente, introducía hasta el fondo su mirada y pasaba trotando, como buscando un perdido. Al trasponer el jacal la crin se encabritaba con la carrera e hincaba de nuevo las espuelas. Y volvía a regresar con la yegua caminando. Así dos veces al día alebrestaba a cualquiera.

—¿Y ese qué quiere, tú?. —nomás tiró la pregunta sin respuesta. —Anda buscando pelea, tu sabes si le haces pleito —observó la madre. Tantas veces trilló el camino que, hasta la madre se dio cuenta del horario, el tenorio y el

hermoso caballo palomino. A las dos de la tarde pasó de nuevo el jinete, después de cerrar la tienda para ir a hacer la

comida. Susana se refrescó con una ducha y se prendió unas cintas al pelo que no acostumbraba. Salió en el momento justo en que pasaba por la puerta, sin mirar a nadie, como quien iba al mandado, indiferente, con estudiado fingimiento.

—Le caigo bien a esa muía —advirtió a la madre al momento de cerrar las hojas. Frenó en seco la potranca y se le emparejó. —¿A dónde va la criatura? —le disparó una sonrisa entreverada. —Voy a la tienda de Davis. Espero que no haya cerrado —disimuló el tono. Parte de la jugada era ignorar el acoso. —Yo la llevo. De seguro que se encuentra abierta. Hasta entonces le dio los ojos, cauta. —Pero, a ti se te hace tarde —le tuteó. Debes ir muy apurado. —No hay tiempo que desperdicie con una muchacha bonita —se apuntó su primera flor.

Page 31: Los candados del destino

Le tomó aquella mano que jugaba matatena y la levantó en vilo, sin pretil ni taburete. La montó

delante en la silla, a la mujeriega. Sentía en la montura su cuerpo refrescante a baño y acercaba la pierna hasta tocar los muslos

que tantos sueños despiertos le habían inspirado. Era un imán que nació en las mejores noches de magnetismo. No a la carrera, sino a trote, calculó bien la distancia de cinco cuadras al almacén, con el perfume a jabón que aspiraba de su cuello y que percibía al rozar la nariz en el continuo balanceo del potro. A la vuelta de la esquina se percató de la clausura. Fue motivo de comentario, pero no aminoró la marcha.

—Ya está cerrado. —No importa—dijo—ahora la abro. Susana se percató que estaba excelentemente en su vocación de actriz. Se sonrió con la jugarreta hasta que llegó al portón que estaba con dos candados unidos a una cadena. Se bajó de la cabalgadura, extrajo su manojo de llaves que llevaba al cinturón le preguntó qué quería. Y ella le dijo atolondrada:

—Dos jabones para baño. La turbación era parte de la engañifa. Su papel era perfecto. —¿Cuánto te debo? Le entregó el encargo, montó a la silla y le espetó con absoluta sobriedad. —Yo soy Pedro, Susana, y no me debes nada. Una especie de abertura atisbo otra sonrisa.

—Yo soy Susana y muchas gracias. Regresaron en silencio y advirtió que la nariz y su aliento, acariciaban el cuello. Y la piel con el contacto le efervescía. Desmontó al llegar a casa y estaban los dos verticalmente formales. Le dio la mano al bajar y le avisó sin preguntar.

—Te veo esta noche. —Bueno—fue la respuesta. Esperó que abriera la puerta y al devolver la mirada le lanzo un beso con un dibujo labial. Antes de cerrarla, Pedro le inquirió:

—¿Te causó extrañeza? Y antes de juntar las hojas, le contestó, coqueta:

—Ya lo sabía.

A partir de ese momento se convirtió en el concurrente de todas las noches después de cerrar el establecimiento. Se presentó con los

Page 32: Los candados del destino

padres de Susana: don Severo que era agricultor y ganadero y doña Josefa, ama de casa. Tenían seis meses de haber llegado de Comondú a Loreto. Él les contó toda su historia, su origen londinense, el viaje con sus padres, de Veracruz al puerto, de las compraventa de perlas y el negocio de abarrotes. Las ostras van hasta la capital de Inglaterra —aclaró.

—¿Dónde queda ese lugar? —preguntó el padre. —Si el mundo tiene cuatro esquinas —le respondió. Está en la quinta. Merendó chorizo con frijoles y tortillas de harina que las hizo rollo con queso, con machaca y

aguacate. Sus visitas se dieron diariamente. Después no faltó la fruta que traía de la tienda, los dulces,

los chocolates y hasta los envases con leche. Se retiraba como a las diez de la noche, después de tomar la mano y acariciarle. Dejar, quizás, un fugaz besuqueo. Las clases de urbanidad, con discreción, comenzaron a darse de continuo. Quizá le tomaban un mayor tiempo. Sin embargo, con sutileza, al pabellón del oído, le producían un prurito que se convertía en rasquiña y desasosiego. Compartía el pulimento de las lecciones de urbanidad.

Susana era rural, de escoba y abrevadero, ayudante de la cocina, la mandadera de la casa, de una gran rusticidad, pero de inmensa nobleza, sencillez, ingenuidad: hogareña, en una palabra. Le corregía con frecuencia sus hábitos en la mesa, no coger con la tortilla el frijol que está en el plato, ni limpiarlo con el pan, ni sorber la sopa, ni hacer ruido al masticar, cerrar la boca al comer y, en fin, lo que observaba al ocupar la mesa. Sin embargo, hay algo que lucía esplendorosamente. Descollaba una intuición del tamaño de la sierra de La Giganta. La indicación que le hacía notar, no era causa de disgusto, más bien lo gratificaba y la dejaba incorporada a sus hábitos. Comenzó a calzar sus pies, a usar la falda más larga, a no enseñar las piernas, a restringir los gritos, a no echarse en la banqueta ni jugar a la matatena, otra vez. Tenía quince o dieciséis años y era mostrenca, pero accesible y dispuesta.

—Tengo que salir a Londres —le anunció súbitamente. Pedro no disparaba frases dulces, melosas. Siempre hablaba con frialdad, directamente, como

un trato financiero, como si fuera un negocio. Calculando la distancia de sus padres, Susana se le encaró y le susurró ingenuamente:

Page 33: Los candados del destino

—Ya llevamos cuatro meses y no me has dicho nada. ¿Quieres que sea tu novia? ¿Te gusto?

Era un rasgo netamente femenino o desesperadamente impaciente. —Como dicen en la tienda, eres una yegua de raza pura, un mamífero extraordinario —fue

la respuesta. —Eso dicen en la tienda ¿y tú qué piensas? —Creo que tienen razón los clientes. —No me has pedido que sea tu novia —reiteró con timidez. —No quiero que seas mi novia —le clavó, marina, la mirada. Ella permaneció inmóvil, desconcertada. —Quiero que seas mi esposa. Salimos el día dos para Londres.

Page 34: Los candados del destino

o sabe cuánto le agradezco, señor Taylor. Y cuánto estimo su ayuda. El vicario muy cortés se esmeró por mostrar su gratitud por haber acudido, de manera urgente, a su llamado. Le bajó a la virgen María, a las once mil vírgenes del cielo y a los ángeles y arcángeles. No le mencionó a los querubines porque eran espíritus secundarios del segundo coro. Lo

agradeció en nombre de la guadalupana y les dio las bendiciones de parte de Nuestra Señora de La Paz. La patrona habría de ser la imagen cimera, la madre benefactora que se adorara en el puerto. A su vez —y tratando de detener la multitud de invocaciones— le requirió los tablones, los barrotes, los clavos, la masilla, el cartón esmerilado, el barniz y el aguarrás para empezar lo más pronto posible el diseño. Necesitaba las dimensiones para cortar el tamaño del portal de dos aberturas. Su renombre había llegado desde Cabo San Lucas a la ciudad de La Paz por su artística confección de mobiliario, de casonas y de puertas con originales grabados inscritos con estilete. Con el paso de los meses Tomás Taylor se volvió, de tenorio y desertor, en grabador y carpintero.

Cuando leyó aquel mensaje del Vicario de la diócesis, se preparó para acudir al llamado el día siguiente. ¿Para qué me querrá? Cuando recibió el aviso no tenía el menor indicio del motivo. ¿O será? En su maletín dobló las mudas de ropa que fueran necesarias y bajo de ellas dejó la placa de madera que se trajo desde que abandonó el barco. Se preparó para el viaje, mañana, a primera hora. Cargó la bestia y la maleta para nomás despertar y salir de madrugada. Abrió los ojos a la hora prevista. Montó la muía barcina con odres de agua a ambos lados y los víveres suficientes para salir a La Paz que estaba a ¿cuarenta leguas? Cabalgó lento todo el día hasta que llegó la tarde y dormitó en San Bartolo. Al llegar el día siguiente prosiguió el largo trayecto

TRES

Page 35: Los candados del destino

para hacerlo en dos jornadas. Se encaminó, a San Antonio, a El Triunfo, San Pedro y rancherías que, con saludos de paso, confirmaba, con desconfianza, el rumbo. Al divisar la capital clavó el espuelar en la bestia, no sin antes proveerla de pasto, agua y caricias persuasivas por encima de su lomo, mientras que, con la cabeza gacha, agotaba el bastimento verdoso. En el vaivén de la silla a ritmo de pistón lento, se agolparon conjeturas, cábalas y un racimo de presagios. Y también de resquemores: el prelado puede prohibir, como tránsfuga, su trabajo, su boda, su estancia como inmigrante o, simplemente, volver al archipiélago en calidad de candidato al paredón o, cuando menos a la condena. ¿Será nomás una admonición? ¿Para qué me llamará? —repetía. ¿Será la unión ilegal con Virginia, la criatura o el negarme a contraer matrimonio? Para todo iba dispuesto: si me acusan de extranjero, me caso; si acaso es por mi trabajo, lo dejo; y si es por ser desertor, ni modo. Me volveré a la Gran Bretaña a expiar la pena de abandonar el barco por culpa estrictamente amorosa.

Llegó tenso y resignado y se dirigió a la iglesia en busca del señor Vicario. Con reverencia inusual se presentó ante el prelado y después de galanuras que recibía con asombro, en espera de extrañamientos, condenación o quebranto, le agradeció la premura y pasó a tratar el asunto. Mire usted —comenzó aquí su aturdimiento— usted es conocido en el sur de la península como un magnífico grabador, carpintero y ebanista. Como católico también. La iglesia le solicita, por mi conducto, la confección de las puertas del proyecto que ya existe para construir el templo.

—¡Ahhh... bueno... ufff! —descargó su penitencia. —¿Por qué? —preguntó el obispo alarmado, ahora él era el inquieto. —Es —dijo en descarga— sólo un proyecto. —Supuse que le apuraba —inventó. Respiró con placidez. Cuando enlistó los materiales para la puerta del templo, se disculpó por no hacerlo en forma inmediata. Lo tendría en cuatro, cinco o seis meses. —¡No, que va...! —dijo el eclesiástico. Con que lo tenga en un año. Respiró entonces con

holgura. Pasados dos o tres días se encontró como a sus anchas en una ciudad que no conocía.

Recorrió el mar, la playa, comenzó a entrar en contacto con la armada de los perleros, con los pescadores que van

Page 36: Los candados del destino

con las piolas y los anzuelos hasta la terminal del muelle, compartió el temor a las tempestades, visitó el terreno de la iglesia y la plaza principal donde, frente a su arboleda, piensan la construcción de la parroquia.

Ya que estoy aquí, la empezaré de una vez. Así me evito otra vuelta a San José —concluyó. Regresó de todos modos al pueblo de prisa, le explicó a Virginia la causa de la llamada del

Vicario, recogió sus herramientas para iniciar el trabajo y retornó enseguida para hacer, de una vez, la puerta solicitada.

Pero, antes de salir, se enteró de la expulsión del Comandan te y la pugna con la Aduana Marítima en contra de la Asamblea Legislativa. En dos días se informó de todo lo que pasaba y hasta tomó partido en aquel juego de opiniones y, descubrió casualmente, que le agradaba la controversia. En San José si pasaba algo, tenía que haber llegado un barco inglés de la reina.

Decidió hacer con el fraile un arreglo conveniente para elaborar la puerta. Le propuso que, en unos días, empezaría el trabajo, si le proporcionaban un sitio para el taller, la alimentación y el hospedaje. De otra forma tendría que buscar algún jornal para poder asistirse o si no, se regresaba al pueblo. Las dos últimas opciones, causarían una demora indefinida.

Al Vicario le pareció justo. El carpintero y la muía con abasto, techo, cobertura y pitanza, comenzaron a analizar el

proyecto. Integraron el grupo de tablones a la medida deseada y luego ajustó el diseño a la extensión de las hojas y al segmento disponible de la parte de arriba. Tenía, pues, tres porciones: dos hojas y el remate circular Y luego el engoznado. Primero talló y asedó el espacio destinado al dibujo, que le pareció barroquísimo. —A más tardar en unos meses quedará terminado. Le pareció bien al Vicario. Un clérigo que aún no tenía ni iglesia ni Vicaría, ni sacristán ni curato. La Misión —especulaban— existió en un lomerío que estaba tras las barracas que se hallan en la hondonada por donde pasa el arroyo, a una cuadra de La Torre. Se llamaba así por estar en un edificio de dos pisos, en la esquina, con un alminar aislado como tercera planta. Más adelante estaba la tienda de los Ruffo. Así nombran a los dos almacenes de abarrotes, de ropa y de fruslerías que, en La Paz, eran los más grandes, los mejores y los únicos. A La Torre le llaman también la tienda de los Canseco, por el apellido de su dueño.

Page 37: Los candados del destino

Cuando Tomás terminó de confeccionar la puerta, el vano llegaba tan alto, como casi dos veces

la estatura de un hombre, y tan ancho que hasta un séquito de novios entraba con todo y padrinos. Las partes integraban un sólo lienzo. Ahora, hay que trazar las figuras y acanalar poco a poco el bosquejo. Empezó a labrar hendeduras después de hacer los múltiples croquis. Los copiaba lentamente de un boceto que pergeñaron entre los fieles y los curas. Las volutas, las madonas, los arcángeles, las cruces, los cálices y las rosas, había que hacerlas de tal modo que mejorara el proyecto. Era, no cabe duda, una sinopsis más que churrigueresca. Todavía le faltaba.

Cuando salía a distraerse a la fonda de la esquina, a las citas en la plazuela, a las tiendas de los Ruffo, al comercio de La Torre, con los cargadores de alija en el muelle solitario, con los buceadores de perlas, todo mundo comentaba el esbozo que, cada quien opinaba lo suyo.

Está muy recargado, Tomás, ¿no te fijas? Lo que estaba sucediendo con la administración de la Aduana, el Ayuntamiento, la

Asamblea del Territorio y el Jefe don Nicolás Lastra, no tenía antecedente. Una crisis entre cuatro es una real pelotera. Una embestida de perros furiosos, es poco. Era Jefe Político el señor Lastra como primer vocal de la Asamblea que despertó el desacuerdo en el ámbito oficial del municipio. Al inicio de febrero el Ilustre Ayuntamiento se opuso a este nombramiento y desconoció el acuerdo y ratificó, a su vez, al diputado Luz Cota, como segundo vocal. Lo proclamó en un cartel y lo exhibió en la vía pública. La causa de la oposición fue un desempeño anterior, no muy afortunado. El incendio se extendió cuando entró a la contienda el señor Joaquín Rodríguez, Administrador de la Aduana.

¿Y usted, como funcionario federal, para qué se inmiscuye en esto? —es lo menos que le dijeron.

Y aquí empezó la gallera. Las Aduanas operaban desde 1829 en ambas Californias y eran oficinas recaudadoras de ingresos federales y otorgaban los recursos que el gobierno de la Nación destinaba al erario del Territorio. O sea: una altiva dependencia con influencias suficientes como consta en la atención que solían dispensar en los oficios las autoridades locales. Además, podía verse simplemente por el tono omnipotente del jefe de la oficina, principalmente en las respuestas. La Asamblea Territorial de los siete diputados ratificó lo acordado con fecha diez de febrero y confirmó a Nicolás Lastra como

Page 38: Los candados del destino

Jefe Superior Político e Interino de la Baja California. Y le remitió la copia al poderoso Joaquín Rodríguez de la Aduana Marítima. Este responde celoso y tilda como "Junta" al poder legislativo, sin ninguna facultad para hacerlo. La designa como "nula, efímera e infractora", además de "ficticia". Acusa a don Nicolás Lastra como necio y violador. La Junta Territorial arremete una vez más y prohíbe a don Joaquín mezclarse en su calidad de Asamblea autónoma y soberana.

Asuntos políticos, no. —y le extraña el proceder disoluto y la forma irrespetuosa de comportarse con ella.

La que debe legislar es la Asamblea —le dice. En política local, no se meta, don... metiche —concluye tajantemente la diputación.

El señor subcomisario Miguel Canseco le recoge los archivos al secretario en funciones y desconoce a la Asamblea.

A finales de febrero la polémica terminó con un nuevo mandatario, un milite, de nueva cuenta, el coronel Miguel Martínez que llegó hasta 1836.

La Asamblea, en apariencia, pierde pugna y facultades contra el poder federal. El señor Joaquín Rodríguez de la Aduana Marítima y el señor Miguel Canseco, subcomisario interino, le dan carpetazo a la contienda del siglo.

No volverá a suceder. La Asamblea Legislativa tuvo siempre la razón, pero la fuerza federativa operaba en forma absoluta. Quien tiene el sartén por el mango, tiene el mango y la sartén.

Tomás siguió trabajando en el taller de la iglesia que le asignó el cura vicario. Ya tenía concurrencia que observaba la tarea y opinaba sobre el diseño. Le eliminaba figuras para no verse congestionado. Dejaba a Nuestra Señora rigiendo la alegoría y colocaba simétricas cruces, rosas y volutas con los rostros virginales, implorantes, de las pálidas madonas con los ojos entornados y las manos recogidas como palomas dormidas. Los feligreses miraban cómo quedaba la puerta con sus miles de hendeduras entre viruta rodada en el lienzo de la madera.

De paso, con vehemencia comentaban los hechos que sucedían a diario, ahora. ¿Cuáles hechos? ¿Qué sucede?... Otra vez el Jefe Político, Antonio Mata, se volvió para sus dominios en la capital del Territorio. Salió por tierra a Loreto y después de cuatro días de supuesta marcha hacia el puerto, se detuvo, esperó y atacó insidiosamente. Los pronunciados salieron cada quien para sus casas de donde habían venido. El capitán se enteró de ello y al saber que estaban

Page 39: Los candados del destino

dispersos se regresó de improviso. ¡Y que les cae de sorpresa! Toma presos a los cabecillas y hasta al mismo Gabriel González, la cabeza dominica. Y después, aguardentoso, se ufanaba de lo hecho que, al decir del militar, todo eso se justifica como estrategia de guerra. En esos días llegó el paquebote de Ahorne que transportaba frijol y maíz y mercancías. Les ordenó atravesar hasta el puerto de Mazatlán, conducir a los prisioneros y entregarlos al superior. El gobernador Inclán de Sinaloa comprendió aquel atropello y los devolvió con escolta, guarecidos. Al poco tiempo arribó el nuevo Jefe que enviaba el gobierno federal.

Al ex-jefe Antonio Mata lo suspendieron del cargo, lo aprehendieron, lo degradaron, causó baja en la milicia y lo condujeron preso para cumplir el castigo. Lo hizo el gobernador que vino de comandante, don Luis Castilo Negrete en 1838.

Transcurrió así casi un año y la puerta no se concluía. Durante todo ese lapso el regreso a San José ocurrió sólo una vez para traer la herramienta y justificar la ausencia. Los dos días de jornada no son para ir seguido. Sin embargo, el abandonar a Virginia le provocaba una soledad enternecedora que se encendía a la menor mención que se hacía de ella. Puede ser eso bastante, pero no suficiente. Hacer proyectos de sueños y soñar despierto en la vigilia, no le debe devolver toda la confianza. Magnificar su presencia a través de reminiscencias de una figura lejana en medio del cuarto yerto, solitario, es un malabarismo de la memoria. Su imagen estaba viva como un cuadro de la virgen colgada de las paredes, suspendida de las vigas de la casa, de las palmas y las cuerdas que amarran la techumbre, como palmatoria que alumbra con cirio pascual. En la habitación se sentía la opresión de las sombras. Cada día, cada noche merodeaban como guardias centinelas. Puntuales. Los recuerdos parecían los látigos que azotaban el campamento de la memoria. La veía en la cocina, en el huerto, en la sala y en las tinieblas del cuarto donde empañó una tarde la claridad de su espejo todavía sin astillas. Y su hija. La delicada inglecita con su cabellera rubia, sus guedejas enriscadas y su mirada de esmeralda, ¡qué será de ella! La pequeña Virgin, como su madre, me extraña tanto y, la extraño. La añoranza se halla prendida como prenda exprimida en el tendedero del alma. Una manera de combatir las evocaciones y la nostalgia, era pedirle al trabajo que absorbiera todos los recuerdos.

Virgin —como le decía él— todavía no escarban la tierra con la que deben de sepultarme. Te amo.

Page 40: Los candados del destino

Cuando la puerta quedó terminada fue como una pequeña obra de arte, con los bordes

alisados y un barniz claro, transparente, que matizó la alegoría y resaltaba más el color de la madera. Tardó, en efecto, más del tiempo calculado porque los trabajos de recolección de recursos para adquirir los materiales caminaban a paso de tortuga en una economía local ruinosa. Lo entregó al padre Vicario, aún cuando no comenzaban ni siquiera con los trabajos de cimentación de la iglesia. Agradecieron la pieza. Tomás hizo lo mismo con los servicios de alimentación, de asilo y el lugar que destinaron para realizar los trabajos. Un alivio le invadió a punto de hacer el viaje de regreso. Ya para salir recibió un sobre cerrado.

—Gracias, padre, —se limitó a decir y lo guardó en su bolsillo. Para el camino. Hace casi un año que, por dejadez o desidia, las había tenido en el abandono. La casa, la suegra,

la mujer y la hija se llevarían menuda sorpresa cuando lo vieran. —Ellas lo entenderán. Tomás se sentía obligado a responder de inmediato a la solicitud del Vicario por su condición de extranjero, por una parte, y, segundo, por su condición de ilegal y, además, de fugitivo. Con ese trabajo realizado, tendría respaldo para hacer cualquier otro trabajo y tolerar, inclusive, su calidad migratoria. La autoridad eclesiástica puede muy bien delatar a individuos extraños y exigirles los papeles. Lo mismo que respaldarlo si ha otorgado algunos servicios a la clerecía. No podía seguir así, su estancia, a todas luces, era anormal.

Con tan buenas intenciones planeó detenidamente el camino de vuelta. Pensó en pedir la mano de Virginia en cuanto llegara. Se decidió finalmente mientras cargaba vituallas, su ropa y bolsas de lona con agua. Y la placa. Le dio pastura a la muía y abundantes yerbas mojadas para saciar la sed y el apetito. Echó a volar sus propósitos mientras llenaba las ancas. Pondré mi taller con las herramientas en un techado en el patio que puedo hacer de palmares y de horcones de mezquite —pensaba. Luego voy a recorrer las casas del poblado a informarles que he instalado un taller de carpintería para hacer trabajos de madera y todo tipo de arreglos. Así tendré para los gastos y los trámites de...

—¡Hello, hi...! —se le arrimó con cautela, el Chacal de San José, un amigo que conoció en la tienda que a veces visitaba su suegra.

¿A dónde vas? —inquirió. Le respondió jubiloso que salía a San José, que dormiría hasta Las Palmas, que hace tiempo no veía ni a

Page 41: Los candados del destino

Virginia ni a su hija, que pensaba levantar un sombreado con un banco de trabajo para hacer las composturas de viejo con las que se había acreditado.

—Una carpintería —alegraba su semblante. —¡Tomás...! —fijó sus ojos el Chacal sin desmontar de su cabalgadura. Se apeó

ceremonioso y le puso su manaza encima del hombro. —Acabo de regresar de San José —empezó con precaución. Me entretuvo la lluvia, el trueno

estaba tendido, las cuestas, los arroyos y las veredas están llenas de charcos de lodo. No es conveniente que vayas. Mejor espérate un poco. Anda revuelta la cosa —dijo— con los aprehendidos que Antonio Mata mandó hacia el puerto sinaloense, entre quienes iban también los díscolos del sur. Mejor no vayas.

Tomás sintió que El Chacal le trataba de ocultar algo con tantas insinuaciones e inconvenientes del camino. Sabía que el tiempo no era obstáculo imperioso y lo de Mata, tampoco. No le llegaba.

—Se me hace, amigo Chacal, que algo traes entre dientes —escarbó con la mirada. El jinete vaciló y lo esquivó.

—¡Es Virginia o mi hija! ¿Qué les pasa? Amarró el caballo al horcón y carraspeó con voz tronante. —Pues, mira, escucha, Tomás. Tú te fuiste mucho tiempo y no anunciaste el regreso. Nadie

sabía dónde estabas ni qué diablos hacías. No llegaban cartas, dinero o avisos sobre una fecha. Ha pasado, casi, un año y...

—Pero yo fui una vez a decirles... —Pero la potranca es bronca. Si no la montas se arisca. Duró varios meses el olvido.

Cualquiera piensa que ya, que ya no hay vuelta. —¿Y qué pasó? ¿Qué sucede? —Pues, nada... que Virginia se casó. Un silencio rubricó la noticia. Percibió que algo se ajaba como si fuera una manta. El estupor

le contuvo el mínimo sonido y se atragantó primero, tapó su rostro con rabia y recompuso el pecho finalmente:

—Estaba trabajando—adujo. Un minuto o dos pasaron. —¿Con quién, Chacal, con quién? Se tardó en darle la respuesta, pero al fin se decidió: —Con mi primo Nicolás que era, de tiempo atrás, su pretendien-

Page 42: Los candados del destino

Los minutos transcurrieron como gotas de mercurio, espesas. Le costó más disimular que

expresar su incertidumbre. Sólo llegó a decir, mientras sus ojos brillaban con un líquido reflejo: —Aguarda un momento y entrégale una carta. Se introdujo de nuevo a la casa cural y pasaron diez minutos como compás eterno de

nostalgia. Acababa de soñar con la boda, con su criatura ojiazul, con su hogar, con su trabajo, con su carpintería. Al rato salió Tomás trayendo un envoltorio y una carta que, después, El Chacal, al regresar, leyó. Decía:

Virginia: Me enteré. Estaba apunto de salir para casarme contigo. Ya es tarde. Cuida bien a nuestra

niña. Que seas feliz. Cuando me bajé del barco, créeme, era para quedarme contigo. Fue por eso que deserté con todo y el equipaje. Saludos a Nicolás. Te amo.

Tomás. Con el papel doblado le dio el sobre sin abrir que le entregó el Vicario. —Muchas gracias, Chacal. Liberó la bestia de la carga y se dedicó a divagar, en forma autómata, libre, como un ave

que se encuentra con el cielo despejado. Recorrió las calles con baches, los callejones con piedras, las aceras con losetas y mal pegados adoquines, hasta los terrales frescos y se percató del sitio por el blancor de la arena de la playa. Estaba más adelante de las embarcaciones del muelle. Siguió por el arenal blancuzco, reluciente de partículas vidriosas, afinando la puntería con las conchas, los caracoles, los tamborillos y los esqueletos de peces que se fosilizan en el panteón de la orilla junto con otros moluscos, con adherencias de riscos y estrellas del mar y jaibas con agujeros. Se distrajo con los hombres de los esquifes perleros que desfilaban con rumbo a una taza de café que les reservaba la hornilla en la enramada de su casa. El saludo aniquiló un pesar cada vez más creciente de ansiedad y desasosiego. Descontroló al timonel que llevaba adentro y se quedó sin gobierno su vida. Desde que dejó el barco no sabía estar solo, a pesar de estar cerca. Virginia lo acompañaba a todos lados en el quehacer de todos los días, a cepillar las tabla, a desclavar una reja o a alisar con el cepillo. La sentía omnipresente en la faena diaria, lo mismo que en el ocio, en el júbilo y en la fatiga, en el sueño o en el

Page 43: Los candados del destino

insomnio. Se acostumbró a estar con ella como el cebo con la piola. ¿Por qué se desesperó?

Al tener el intercambio con los buzos le alarmó con sobresalto y se rieron de su actitud embobada.

Andas lelo, Tomás. Fueron haciendo más grande el corrillo mientras otros regresaban renegridos, con el jadeo en

la boca después de batir pausados los esmirriados canaletes. Alguien pronunció la voz que le interesaba por desconocer su significado.

—¿Qué quiere decir armada? —El armador —lo aclaró el más cercano del grupo— es el nombre que le damos a la

persona que se encarga de administrar la flota y de hacer que ésta funcione a toda costa. Se conoce como armadas de buceo. El ser armador no implica que sea el dueño de las canoas, sin embargo en otro tiempo eran también las dos cosas.

Le preocupaba saber para conseguir trabajo. Desde el siglo XVI las perlas de California cobraron fama mundial por su variedad y

belleza y a partir de este siglo XIX, las gemas causan admiración. El nácar de las bivalvas tiene demanda en Europa y en los Estados Unidos.

Las perlas anteriormente —dijo otro— motivaron la conquista y hasta los descubrimientos de la península. Estas mismas financiaron la instalación de misiones y su captura se fue incrementado. La producción de La Paz es mayor ahora.

Le llamaban la Isla de Perlas. Ante tanta erudición manifestada por los miembros de la armada se quedó patidifuso. Sabían

perfectamente que la industria tomaba vuelo y que las exportaciones aumentaban lo mismo que las mejorías en los sueldos. También el número de ellas, decrecía.

—Se va a agotar el placer —razonó estrujándose el pelo. —Como quiera que sea, la sobreexplotación perjudica —lo secundaron. Después ¿de qué

vamos a vivir? —Lo primero no es problema nuestro, sino de los armadores. Lo segundo, sí. Si se agota la

gallina de los huevos de oro... —temió alguno, reticente. Luego se dirigió a Tomás: —Vamos a tomar un café. Tengo tequila. Como no desayunó, ni tampoco hizo la merienda, le pareció buen principio.

Page 44: Los candados del destino

Subieron hasta la choza donde el olor a café se esparcía por la ramada. Consumir la infusión

se acompañaba de gestos provocados por el aguardiente. El agave hizo sus efectos al rato de estar ingiriendo, sobre todo en el inglés que no acostumbraba licor ni el azogue, menos.

—Oyes, José, y no hay manera de hallar algún trabajo en la armada —lo dijo con ilusión y estrenaba la palabra, ahora ya con conocimiento.

—Está canijo, Tomás, lo que más demandan son buzos, remeros, navegantes. Tú no tienes cara de ninguno de ellos. Debes bucear de cabeza y saber reconocer los bancos de los moluscos, desde "viejas" y "catarros", hasta "choros" y "catrinas"...hay que evitar, por otra parte, que los bichos se coman las larvas de la madreperla madura. Está difícil, Tomás.

Después de comer tres tacos de pescado, se despidió. Dejó al amigo con notorio desencanto y llevaba el efecto de la tequila en la cabeza. Zapatero a tus zapatos. Se comenzó a promover igual que en San José del Cabo cuando pensaba compartir la vida con la mujer —como decía— de mis entretelas. Si, al menos, se hubiera disgustado, con seguridad la contento, pero eso de ocupar compañía para vigilar sus sueños, eso es otra cosa. A nadie le gusta que ensillen su potranca. Regresó a la Vicaría para buscar al obispo y pedir que le alquilara el espacio donde ocupaba el taller donde elaboró la puerta, pero se había retirado y lo atendió el auxiliar.

—No vuelvo a San José, señor cura. El cura consideró que no habría inconveniente en que dejara la herramienta y el vestuario y

que podía dormir en el área que le concedieron. —El prelado no le cobra —le indicó después de unos días. Deambuló por las calles ofreciendo sus servicios, tocando de puerta en puerta, con el buenos

días en la boca o buenas tardes, según. Mesas, sillas, vitrinas; camas, bancos, roperos, tocadores, repisas, todo, se reparaba con una mano de pintura. Al terminar la mañana regresaba con la muía atiborrada de muebles desvencijados que, al día siguiente, entregaba a lomo de la misma bestia. Así comenzó de nuevo a vivir, a conocer y trabajar con las gentes de La Paz. Entabló conversación con los vecinos del pueblo que confiaban en el carpintero que había hecho la puerta de templo en perspectiva. Los regresaba en la noche en el propio domicilio donde los había recogido. Así se llegó a informar de las actividades realizadas por el nuevo Jefe Político don

Page 45: Los candados del destino

Luis de Negrete Castillo, de la insidia que suscitó el administrador de la Aduana, de las víctimas que hizo Mata y los adeudos con los Ruffo y también de la boda de Pedro Davis en Loreto.

Davis era un paisano suyo que buscaba también un gerente para administrar su negocio. ¿Otro inglés por estos lares? ¿tan lejos? En un pueblo pequeño —le extrañó— propenso a inundaciones por la invasión de las aguas del golfo, cuando se presenta algún cataclismo porque está a nivel del mar. Es sumamente raro. Esto le comentaron en el último recorrido.

Tomás obtuvo trabajo con los lugareños al grado que, las tareas, no sólo las colectaba los sábados y domingos, sino en cualquier otro día. Desde el lunes hasta el viernes reparaba el mobiliario y conservaba la costumbre de dejar alguna marca de distintivo. Al inscribir el sello de arreglo identificaba al autor.

Si es inglés es compatriota —decía. Debo seguir indagando. Se llenó de manufacturas, de ofrecimientos y compromisos. Y también de buenos ingresos. La semana no era suficiente tiempo y comenzó a diferir entregas, prorrogando los plazos, a veces quedaba mal por falta de ayudantes. Contrató a un aprendiz por la excesiva demanda y lo capacitó primero. Pero no eran bastantes las ocho horas de labor que se volvían continuos desvelos. Resultaba, al fin de cuentas, una terapia extraordinaria porque la pena no acababa de olvidarse. La presencia aparecía con reiterada frecuencia en el primer plano de su existencia. El convenio de la entrega ocupaba prioridad inescapable. Era capaz de cualquier cosa, con tal de no quedar mal. Recordaba ya mucho menos a esta... ¿cómo se llama?... Virginia.

Por otro lado se supo la versión del casamiento de Pedro, la luna de miel en Londres y el carruaje que le regaló fabricado allá mismo.

Las dos cosas le inducían un interés palpitante. De un ayudante primero pasó a dos enseguida y luego a tres. Los entrenó como a sus hijos con

pasión y desbordamiento en cada momento, en cada día, en cada mueble. El corte de la madera, el cepillo, el escoplo, la esmeril, el estuco, los machambres. Todo era parte indispensable en un taller principiante de carpintero remendón. Se volvió terco, machacón, hasta ver resultados.

Cuando decidió hacer el viaje, le dejó el negocio al mayor de los auxiliares. —Volveré, cuando mucho, en un mes —aleccionó a sus pupilos desde hacer bien los arreglos,

cobrar bajos precios y hasta entregar el

Page 46: Los candados del destino

trabajo oportunamente. Y lo llevan a domicilio, no lo olviden, en el mismo lugar donde lo recogieron. Que no se note que estoy ausente. Las recomendaciones sobraban. Había conformado un equipo de primera, con la pasión y la mística de trabajo de siempre.

Le resultaba atractiva la figura de un paisano con su expendio de abarrotes en Loreto. El manejo de la empresa, si necesita un gerente, debe ser con entrenamiento. Y luego el negocio de la adquisición de las madreperlas con carácter de monopolio. La existencia de un flemático extranjero en un menguado pueblo de perlas, despierta interés por conocerlo. Y luego casado con una comundeña.

Él había hecho el anuncio, pero no les dijo cuándo partía. Un buen día sucedió. No les causó admiración porque el barco, que sólo tenía esa ruta, salía

precisamente, ese tarde. Reiteró instrucciones. Los llamó a última hora: —Me voy para Loreto hoy. Vuelvo pronto. Hasta luego. Se llevó en su maletín tres cosas: unos cambios de ropa, utensilios de carpintería y la tira de

madera que guardó entre las prendas. Les alcanzó a jugar la broma, como una divisa de la casa. Los tres lo miraron fijamente y, el

mas pequeño, tenía una estrella en los ojos. —Si no regreso me mandan flores —se despidió.

Page 47: Los candados del destino

CUATRO

1 día dos estaba de locos. No había tiempo de hacer nada. Se pospuso la fecha. El diseño lo vieron en una revista de Nueva York.... no, de Chicago. Recortaron el modelo de una I boda pomposísima. Se trataba de entregarlo en forma casi inmediata a Pilar, la costurera, para que midiera el tiempo y de ello dependía la fecha. Le impusieron un plazo de todos

modos. En quince días que faltaban debía terminar completamente el ajuar. Era una falda holgada con todo y su crinolina, ajustada a la cintura como un rabo de cebolla, con corsé de escobetilla que se deslizaba hasta el suelo. Venía a cerrarse hasta el cuello con una rosa de fuego más arriba como coronando los senos. Por encima del vestido estaba la contrafalda que llegaba a la rodilla en género trasparente y dejaba al descubierto la esbeltez poco común de su figura. La cabellera alisada separada por el medio, ocultaba las orejas y un tocado de rosales, todos del mismo tamaño, se afianzaban al cabello a la altura de la nuca y desplomaba su velo de tul con una cascada de flores bordadas sobre el tejido. Era una virgen bizantina con ropaje triangular y semblante de madona renacentista. La tela —le aconsejaron— debe ser de seda salvaje. Finalmente entre sus guantes lucía un rosario de perlas legítimas. No podría ser de otras cuentas. Una comida especial se sirvió para los novios, el sacerdote, los frailes, los padres de la desposada, los padrinos y los invitados, que fue aderezada en casa y servida por los parientes. Ahí estaban los Garayzar, los Sherman, los Larrañaga, los Salorio, los Higuera, los Johnson, los Murillo, los Rubio, los Real, los Romero y toda la descendencia de don Severo y su esposa de Comondú. Para el resto de amistades se brindó con cabezas enterradas que se sirvieron con sopa fresca y con ensalada verde. Además de whisky, cocteles, alguna otra bebida fuerte y, por supuesto, vino de uva y licor de dátil. Estuvieron

Page 48: Los candados del destino

departiendo desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche iluminados con lámparas de aceite pendientes de los techos y profuso apoyo de velas con bombillas adosadas a las paredes.

Al día siguiente se fueron en el barco de Guaymas y luego hasta Veracruz, su primer etapa de luna de miel. Para Susana era una distancia que nunca había recorrido, su memoria sólo pisaba las brechas de Comondú a Loreto y de eso hacía mucho tiempo. Reanudó la miel de la luna de ese puerto mexicano hasta su arribo a Liverpool. Lo fatigoso del viaje por las rodadas maltrechas no era la divergencia con las rutas anteriores, pues lo mismo cruzaba montes, que caminos breñalosos y tramos solitarios. Todo era, al fin de cuentas, un trayecto que se deslizaba de sorpresa en sorpresa. Al bajar de aquel velero se encontraron con la novedad que estaba en boca de todo mundo, especialmente de los viajantes: una gran locomotora que arrastraba hasta tres vagones desde Darlington a Stockton con impulso de vapor desde 1825. Y entre otras ciudades, incluso, menos de Liverpool hasta Londres. Hace apenas doce años que se inauguró. Ya luego conectarán las líneas paralelas de los rieles con otras ciudades distintas a la capital inglesa. No les quedó más remedio que tomar-la diligencia hasta el puerto fluvial del Támesis. Al llegar se dirigieron a la casa de los padres y ya adentro menudearon los saludos y las presentaciones. La presencia de la esposa era motivo de los más caros elogios, de atenciones y comentarios, al igual que la presencia de un cofre pletórico de perlas. Se habló hasta de un resumen sucinto acerca de la tienda. Departir fue tolerar las miradas sigilosas de la parentela sobre aquella mujer morena, mestiza, con una forma de ser diferente a las isleñas. Por fin los rindió el sueño y la fatiga, Al final del parloteo, que más bien era un examen con todo y su cuestionario, se retiraron a la recámara. Fue un reparo reconstituyente. Al día siguiente, después del frugal almuerzo, salieron en carroza para hacer el primer periplo por la ciudad: al Palacio de Westminster que se estaba construyendo, el British Museun del centro y el Victoria and Albert Museum que resurgía de sus escombros, dejando para el final el Buckingham Palace que visitaba de niño. Más tarde vieron la torre con su puente levadizo, leyeron notas del Times y encontraron que, en el teatro, se presentaba Cumbres Borrascosas de Emilia Bronte. Susana llegó hasta la conmoción con la puesta en escena en un idioma desconocido. Pedro aprovechó la ocasión para hacerle la sugerencia de tomar algunas clases en Londres.

Page 49: Los candados del destino

—¿De inglés? —preguntó ingenua. —No, precisamente —le respondió. Es una escuela que se llama Persona y Personalidad,

Imagen y Sociedad —repuso. Susana, con rusticidad, entendió tímida, con las mejillas enrojecidas. —Por supuesto, Pedro, con gusto. Con tu respaldo, lo acepto —entendió la estratagema. Empezaron las lecciones con el marido a su lado en calidad de intérprete los primeros días de

clases. Primero les dieron el libro que sostuvo sobre la cabeza para dar los primeros pasos, erguidos, con elegancia y con ritmo; después lo hizo más despacio con la cintura cimbreante como palmera a merced del viento y luego aprendió a doblar sus rodillas verticales y no a agacharse de boca; al sentarse se cruzaba con decoro las dos piernas y ponía encima sus manos, como alas de golondrina, sobre los muslos; si no llegara a doblarlas tomaba el brazo de la sillas a ambos lados; el saludo de la mano debe hacerse sin presión alguna, dando el dorso al caballero; el saludo de apretón se hace sólo entre familia, etc. Aprendió a ser mesurada, a charlar espontáneamente sin quitar la plática a nadie ni evitar un comentario, ni a hacerlo en forma excesiva, ni interrumpiendo, escogiendo las palabras apropiadas para el caso. Terminó con el ritual de la mesa, el mantel, el orden de los cubiertos, el lugar de las servilletas, la sucesión de los platillos y la forma y el lugar de utilizar la sopera. No usar para nada el mondadientes durante la comida, no hacer ruido al masticar, comer con los labios juntos y no hablar con los alimentos en la boca.

Cuando la institutriz que le impartió la enseñanza le pidió como marido que regresara al centro de estudios, con la mano le indicó que el curso había terminado. Susana no era la misma; diametralmente, era otra, distinta. Una quinceañera con el porte de toda una dama.

Después de los brindis en las tertulias caseras, los festines ocasionales, los asuntos financieros y el aprendizaje del idioma, los recorridos continuaron de manera más frecuentes con los paseos a la campiña, las andanzas por los parques y el encuentro familiar que se lograba el domingo en diferentes restaurantes, llegó el momento de partir de regreso. Los padres de Susana les encomendaron nuevamente los envíos.

—Tengo para ti una sorpresa —dijo Pedro a Susana. —¿Qué es? inquirió. —Hasta Loreto lo sabrás.

Page 50: Los candados del destino

Regresar por el océano y llegar hasta el continente americano, era aventura de días, de

penurias y peripecias. Se requería necesariamente juventud para hacerlo. Se despidieron con la ilusión de regresar después de unos años, cuando hubiera llegado la

familia. —No olviden las perlas —reiteró sonriente el padre. Las velas se desplegaron y desde los andenes de Londres la familia se despidió con

pañuelos, lágrimas y el consabido pronto regreso. Otra vez el mar abrupto, con los seguidos contoneos, las súbitas sacudidas, las calmas de excepción, los clásicos contratiempos de un Atlántico generalmente con furia.

Al llegar a Veracruz lo comentaron como noticia reciente: Anastasio Bustamante, el político, general y médico, acababa de ocupar la Presidencia de la República por segunda vez, en tanto Estados Unidos reconocía la libertad con una serie de condiciones. Los británicos apoyaron al régimen que buscaba estabilidad política y económica. España no dejaba de alentar el retroceso feudal con sus mismos connacionales con quienes buscó la manera de propiciar la reconquista. El Gobierno se ofendió y expulsó a los gachupines del interior del país. Desde 1829 en que claudicó Vicente Guerrero pasaron ocho o nueve presidentes, en promedio uno por año, todos ellos generales, unos de la masonería escocesa, otros de la logia yorquina. Los primeros eran centralistas y los otros federados.

¡Con todo esto, cómo estará la península con tantos cambios y cambios! ...Si es que acaso se han dado cuenta.

Cuando pasaron el golfo y llegaron del viaje lunamielero a Loreto, una vez restablecidos el cansancio y el monótono aburrimiento, volvieron a la rutina. Fue hasta pasados dos días en que establecieron contacto con sus suegros, con sus amigos y con sus clientes. El pueblo estaba tranquilo como panteón venido a menos. La gente fluía a los lugares de siempre: a la Misión, a la escuela, a los escasos comercios, a casa de los amigos y algunos a la cantina. La arboleda meneaba un céfiro que convocaba la relajación en cojín de la sombra. La tienda registraba continuamente el entre y sale de compradores a medida que pasaban las horas.

—¡Qué hay de nuevo! —preguntaron. —Nada. Aquí nunca pasa nada. Lo último pasó ya de moda. Llegó nomás a saberse que

los partidarios de Urrea ¿te acuerdas? resultaron prisioneros cuando el hijo de Gándara derrotó a Antonio

Page 51: Los candados del destino

Narvona, a Escalante, a Martínez, a Carrasco y otros cabecillas del rumbo. Les causaron muchas faltas, como de ciento cincuenta muertos y doscientos malheridos, se llevaron cinco cañones, una carga de fusiles, pertrechos de guerra, diez caballos y otras tantas monturas. Fueron las últimas consecuencias de la salida del capitán Manuel Mata, el Jefe Político.

Y se quedó pensativo. ¿Por qué tenía qué pasar? Y, por fin, llegó la sorpresa que Pedro le había anticipado a Susana. Por cierto ya lo

olvidaba. La calesa que desembarcó fue la sensación del pueblo que arribó a los dos meses y que suplió a los caballos, a las yeguas y a las muías que tenía para el transporte de pasajeros. No suplía a las carretas en que llevaba la carga del muelle fiscal a la tienda. Pedro se la regaló a Susana y la adquirió en Londres, precisamente en ese viaje.

—Gracias, Pedro, por creer que la merezco —agradeció plañidera. Entre sólo carretones, carretelas y carrozas movidas por bestias y también por algunos corceles

briosos, el carruaje era un motivo de imán y seducción para la mayoría de las gentes. De maderamen laqueado y delgados pasamanos en los contornos, eran curvos y pulidos con tres tonos de barnices que terminaba en los estribos de metal negro y rugoso y encima un toldo de piel. La pareja de caballos era guiada por un conductor que se sentaba al pescante en un asiento de cuero. Es para cinco ocupantes: Susana, Pedro y los futuros hijos. Para el sol o para la lluvia se subía la capota que se doblaba detrás de la nuca del asiento posterior con vista hacia adelante. Fue toda una expectación, pues era, además de hermosa, la primera, sobre todo transportada desde la Gran Bretaña. La chiquillada se acercaba para observarse los rostros en el bocel reflejante que le servía de espejo. A los Davis les preocupaba que el pueblo, hipotéticamente, viera en aquel desplante un carácter pretencioso. No había tal cosa. Si el retrato de su vida algún signo reflejaba, este era de humildad.

Unas semanas más tarde le inquietó el reiterado ronroneo de que lo andaban buscando, ¿para qué?, no sé, ¿quién sabe? No es común que alguien lo busque sin decir qué diablos quiere. ¿Quién es? ¿qué desea? —preguntaba a medio mundo y le pedía que le diera pormenores, un indicio. Parece, más bien, un extranjero. Dos veces ha ido a la tienda. Hostigado por el hecho, el rumor lo mantenía tenso, le intrigaba

Page 52: Los candados del destino

la cacería insistente. Esto ya es un asedio, un arrinconamiento insólito. No es que fuera hace varios días, sino una vez por mucha gente.

Eso sucedía cuando tundieron la puerta con la aldaba de los nudillos y por la forma de hacerlo imaginó que era el asistente.

Se encaminó hacia la puerta, ensimismado, en su golpeteo de martillo. —Hello, good morning. I am Thomas Taylor. —le habló en inglés para inspirarle confianza.

Lo he andado buscado —concluyó en español. Desde el momento en que repusieron la extenuación del viaje, se dirigió a su negocio para

saludar a sus suegros y recibir, de paso, la estafeta del negocio. Abrazó a los dos viejos y los invitó a mediodía para comer y hacer comentarios al respeto y del recorrido. Recogió luego el estado de cuentas y la relación de mermas, pasivos y carencias. Se puso al tanto de todo. Las ventas disminuyeron la mayor parte del mes y las reservas estaban aproximándose a cero. A pesar de que, antes de partir, exageró los acopios, localizó a los proveedores de granos, grasas, semillas, lácteos, carne, dulces, encurtidos, escobas y escobetillas, artesanías y frutos. En esos días llegó "El Águila" cargado de la contracosta y aprovechó la ocasión para pedir sacos de arroz, de café y de garbanzo, de manteca vegetal y papel para envoltura, además de mercería y de jabones de olor y, en general, de los artículos faltantes. Estaba casi por extinguirse todo. Tardó como dos semanas en volver la embarcación y resurtirse. El barco hizo mucho tiempo y casi toda su carga era para la tienda. ¿Qué pasaría, además, si se tardara más de lo previsto? La carencia de alimentos daba paso a la escasez, a la ruina y a la penuria. O a la usura. No había otro almacén grande.

—Los demás son tendajones que nos compran a nosotros, o changarros que expenden otro tipo de productos. Pero, si no tienen los insumes, cualquier manufactura escasea. No, no puedo desatender ni abandonar el negocio por mucho tiempo. De él vive mucha gente y dependen del surtido de los víveres que demandan en forma permanente. ¿Qué pasara, si algún día, me demorara en mi viaje, o me quedara más tiempo de holganza, o tuviera un accidente? Dios no lo quiera. Sería un suicidio colectivo, una grave irresponsabilidad. Si abrieran otro negocio similar, tomaría por lo menos un año en conformar la empresa, establecer contactos comerciales, ubicar a los proveedores, crear los recursos suficientes y preparar al personal. En eso estaba pensando, cuando abrió la portezuela un supuesto sentimiento

Page 53: Los candados del destino

de culpa que le turbó los sentidos y le impuso una condena moral como si fuera un delincuente. ¡Es una pesadilla dar por sentado este caso imaginario! Mal haya un gerente.

—Buenos días. —¿En que puedo servirle? ¿Qué hace acá un inglés? ¿Un peasant? ¿Un paisano? —exclamó

Pedro. —Hace algunos años que llegué en un barco de la armada de guerra —comenzó. El

Portsmouth, como se llamaba, y venía del Canadá. Desembarqué en San José del Cabo para cargar el agua y me encontré a una nativa. Y me quedé. Soy desertor. Pero la razón en este momento es visitar a un compatriota. A un amigo, si así puedo llamarte.

—Por supuesto —le agradeció el tuteo. —Soy de oficio carpintero —carpenter oh shep— y en La Paz tengo un taller de carpintería

con tres auxiliares que se quedaron de guardia, mientras retorno. Sólo vine a conocerte. No conozco a ningún inglés, desde Loreto a San José. —Mucho gusto —le comenzó a tomar confianza— Soy de Londres, del suburbio de Ham, en la parte este. Pensó Pedro ¿qué querrá?

—Yo del Upminster —le dijo— más arriba del West Ham. —Te acuerdas del Upton Park, de la pequeña Whitechapel, de la Bromley—by—Boy o la

iglesia cristiana que llamaban Shoreditch. —Si... si.... —le despejó la memoria sobre su barrio de escapes y de enredos. —Te interrumpo un momento. Vamos a mi trabajo y seguiremos platicando. Debo estar a esta

hora. De paso, te la enseño —Pedro comenzó a perder la desconfianza. Recorrieron el establecimiento: el mostrador, los aparadores, las vitrinas, las telas, la latería, los

frascos repletos y el pan en la cristalera, los cajones con los granos, los costales de maíz, frijol, café y harina, los aperos de labranza y los... bueno... todo. Atrás está el almacén con productos de reserva, en depósito. Después Pedro le ofreció, arrimándole una silla de extensión y una taza de café con galletas marineras. Tomás se sentó lastrado y se estiró en aquel sillón de tijera. Así estuvo conversando mientras Pedro hacía, maquinalmente, las transacciones de venta.

—Me da un kilo de panocha güera —interrumpió un parroquiano.

Page 54: Los candados del destino

Con la pala de cilindro escarbó el piloncillo hasta la báscula plana con bandejas de platillo.

Después la envolvió en papel estraza y procedió a cobrar o anotar en la cartera. Así sucesivamente hasta las dos de la tarde en que aminoró el oleaje de parroquianos. Entonces Pedro se dirigió hacia donde Tomás, bobamente, observaba:

—¿Nos vamos a comer? —dijo. —-Gracias, Pedro, ya te miré. Me voy. Sale El Águila a La Paz, mañana. —Te quiero presentar a mi esposa. Además va a hacer cocido y arroz a la mexicana —insiste

de nueva cuenta como si no hubiera oído—. Tomaremos, además, un whisky que ordeñaron las vacas de Escocia.

Rió de buena gana. Era una descortesía no atender a su invitación y, de paso, conocer a su familia. —Muchas gracias, Pedro, te lo acepto. Más tarde haré la valija. Cuando llegaron a casa los recibió Susana, que esperaba a su marido. Llevaba ensortijado

el cabello y, fue lo primero que se compuso, movida por la sorpresa de que Pedro llevara una persona de compañía. Lanzó sierva una sonrisa que brotó de cortesía y extendió la mano débil:

—Te presento a Tomás, Susana, un inglés, compatriota nuestro que fue carpintero de barco. —Me da mucho gusto, señor. —Es un gran placer, señora. Nadie podría dudar que era una dama distinguida con ponderada urbanía. Soslayó una risa leve con dirección hacia Pedro. Cualquiera otra cosa hubiera dicho: Con lo de

carpintero de barco, confundía. ¿Qué querían decir con eso? —seguramente pensaba. Sin embargo, se calló. Prefirió guardar silencio, con prudencia y respeto.

El Carpintero se sentó en la poltrona de la sala y reanudaron la charla. Pedro ofreció los cigarrillos Dunhill, para este caso.

—¿Qué tomas, Tomás? —hizo la paronimia deliberada. Al instante apareció ella. —¿Le gusta tomar un whisky? —Lo mismo que Pedro, por favor. Recordó el resultado de la choza con el buzo. Uno previo y otro después. No bien llevaban dos

tragos cuando empezó el interrogatorio.

—¿De que edad entraste a la navyl .51; , . ,í

Page 55: Los candados del destino

—A la edad de quince años. —¿Empezaste la High School? —Desde luego. Además la vida a bordo significa instrucción constante de matemáticas,

lecturas, algo de historia y civismo. —¿Te va bien en el taller? —Bueno... yo no pago a los aprendices. Lo que hace cada uno, lo cobra. Lo mismo sucede en

mi caso. Ganamos bien, no podemos quejarnos. Al terminarse las copas se sentaron a la mesa y comieron de manera abundante. —Está muy rico, señora. —¿Estás a gusto?—volvió Pedro. —¿Aquí? —No, en tu trabajo—insistió. —No estoy mal, si embargo, quiero mejorar el negocio y... —Yo te ofrezco un sueldo triple y me administras la tienda —la vista estuvo pendiente de la

primera reacción. Calló y volvió los ojos, primero a Pedro, luego a Susana. Se abrió un portón de silencio que,

hasta la reflexión, se oía a ritmo apresurado. El rostro sereno de uno y del otro caviloso, miraban. —Déjame pensar. Te veo más tarde. Pedro tenía que regresar al negocio. Tomás se despidió de la dama y salieron por el mismo

rumbo. El huésped se volvió de seguidor en perseguido. En lugar de causarle egoísmo, a Pedro le agradó la competencia. Cuando don Juan Larrañaga

estableció su comercio, le trasmitió todas las experiencias. Era un gesto de caballero. Como amigo respetable nunca lo sintió un rival. Acudió a felicitarlo ofreciéndole intercambiar las ideas sobre artículos, relaciones y formas de financiamiento porque, en lugar de verlo como un adversario, prefería que fuera un complemento. Estuvo de acuerdo en compartir el mercado.

Hablando de otros asuntos, refería que en Loreto los alcaldes que elegían, desde principios de siglo, los nombraba sólo una persona, o dos, o tres, cuando mucho, todas ellas influyentes entre los vecinos del pueblo. En una reunión seleccionaban y dejaban constancia de ello en un papel escrito por un amanuense que era una especie de secretario y que lo hacía en nombre de los presentes. Como no tenían sueldo, era un dispendio gravoso el tiempo, los contratiempos y todo lo que

Page 56: Los candados del destino

ocupaba la oficina. Eran, consecuentemente, míseros y, además, ignorantes. El nombramiento era un perjuicio que se causaba al electo por un año de servicios. Nadie quería ser Alcalde. Además, la aversión, la enemistad y la antipatía que despertaban los mandamientos, las disposiciones, los arreglos y los compromisos, perduraban casi por siempre porque, generalmente, desconocían sus efectos y responsabilidades.

Hubo un ciudadano elegido —lo refería don Juan— que me despertó una noche para suplicar, en nombre de él, de su esposa y de sus hijos, que interviniera con Juan Vargas para que no le causaran daño con el nombramiento de Alcalde. .El señor Vargas —decía el solicitante— me tiene odiosidad porque el año pasado le mandé bajar tres cargas de higos pasados que traía para vender. Llegaban de Comondú y en San Julio se cayó de una muía cargada en una charco que acumuló las lluvias del verano y ahí fueron a parar la costalera de frutos y quería que le pagara los bultos averiados, como si fuera mi culpa.

La Alcaldía siempre fue una carga muy pesada que nadie quería ocupar y solía recaer en personas, primero no muy importantes y, para acabar, iletradas. La mayor dificultad era hallar una persona que tuviera desinterés y, además que fuera honesta y que supiera leer y escribir para no ocupar secretario. Sin sueldo, por supuesto, y sin más emolumentos que alguna percepción por escrituras que llegaban unas diez veces cada año. A la parte interesada le correspondía gratificar con tres pesos por concepto de expedición de documentos. Algunos ni eso ofrecían. No se pagaba alguacil, ni secretario, ni policía y los alcaldes rigurosos hasta ponían su vida en peligro. Muchos peticionarios oriundos de California eran afectos a cometer esta clase de injusticia. Los vecinos no ayudaban y los pocos que podían solían decir: háganle como quieran. Si a ellos los perjudicaban, se hacían justicia por sus propias manos.

Al caer los rayos del sol Tomás visitó a Pedro en el negocio. Éste lo vio acercarse paso a paso, con su cachaza indolente y lo midió, le escrutó, esculcó el menor movimiento del rostro al preguntar:

—¿Qué has pensado, Tomás? —Obligado a tercia, mi querido Pedro. Te doy las gracias. La reflexión fue, precipitada, como un vendaval que sopló repentinamente las velas.

Decidió, finalmente, prenderle fuego a ellas y hasta las propias naves.

Page 57: Los candados del destino

—¿Si quieres ir a La Paz, para cerrar tu negocio? —Gracias, de nuevo, lo dejaré a los muchachos. Lo que traigo es lo que tengo. Voy a comenzar

a construir un edificio de piedra con el nombre de esperanza. ¿Cuándo quieres que empiece?

Page 58: Los candados del destino

e edro lo presentó a sus dos empleados, avisó a los provee-' dores y lo introdujo a la clientela con el mayor encomio posible. Tomás le pidió permiso para dormir en la tienda y custodiar las existencias. A su vez, se enteraba del lugar que ocupa toda la mercancía. De manera paulatina fue adentrándose en el expendio hasta sentirse un experto en el mercadeo de artículos al detalle.

Mientras tanto pasó el tiempo sin permiso, con derecho a picaporte, como la brisa pacata que dispersa por las tardes la hornaza que incendia al pueblo. Corría el año de 1840, un septiembre tan intensamente esperado, sobre todo por Susana, que ya no aguantaba aquel globo desmesurado. Por esos días, la premura se concentró en la reunión de las mantas, la jofaina, la jarra, las toallas, las pinzas, la comadrona que estaba ya prevenida para recibir a... este... ¿cómo vamos a llamarle?... bueno... Pedro, como su padre, si es varón, y si es mujer, Susana.

Antes de lo esperado llegó, sonriente, el primogénito. Con los ojos de su padre y la piel morena de su madre, era un atlético ojiverde, de pelo amarillento, castaño. Creció como primer retoño, con licencia para hacer lo que le viniera en gana: mimos, ofrendas, piropos, se pasaba el día en los brazos de los padres primerizos. A los pocos años era un roble. Para él era un vikingo y para ella un indio guaycura, uno de aquellos indígenas que extinguieron los microbios ultramarinos que los hispanos alquilaron para matar con plagas lo que no hicieron con las armas.

Luego llegó el segundo. El vientre elástico de Susana se fue convirtiendo mensualmente de pancita, panza y panzota hasta que llegó la cigüeña con el clásico jaraneo de mexicano: nomás salió y pegó un grito.

CINCO

Page 59: Los candados del destino

Otra vez, entre carreras, nerviosidades y alaridos, la picuda aterrizó al segundo hijo de Pedro

y Susana, a quien llamaron inexplicablemente Pablo. Su nombre estaba previsto. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Algún chamaco maldito que impresionó a su madre en el período de lactancia. Ya con dos había jolgorio, celos y, desde luego, desequilibrios emocionales. Parecía que su único reto era provocar la atención sistemáticamente. Si con uno se hacía charla, con dos era estridente vocerío.

Pasaron doce largos años para que viniera la niña que procuraban. En el transcurso de los once años previos, se hizo, en la forma acostumbrada y de manera insistente, la petición constitucional.

La falta de autoridad en el pueblo propició la transferencia de las propiedades. Luego, a los latrocinios seguían los crímenes eventuales; los adulterios escasos que resultaban ordinarios, públicos y notorios; los raptos de común acuerdo, algunos asaltos medievales y riñas todos los días. Ello sucedía por la falta imperiosa de un alguacil que impusiera el orden. Don Severo Real, el suegro de Pedro, fue otra víctima de la indolencia. Cuando denunció a un delincuente, no hallaba ante quién hacerlo porque, invariablemente, decía quien ocupaba ese puesto: "no quiero comprometer mi responsabilidad y si cumplo la obligación, siento aflicción cuando lo hago".

En medio de tanta ignorancia ocurría una falta completa de gobierno. No se puede soslayar que los concejales hicieron cuanto estuvo de su parte para conservar el orden, la armonía y la permanencia de la ley. Esto evidenciaba a ojos vista que es mejor la voluntad que la sabiduría.

Dos... cuatro... cinco...ocho años pasaron y Tomás se desempeñaba como pez en el océano y como cuadrúpedo en la tierra. Con soltura y atingencia las ventas se incrementaron y en los últimos años persistía, incluso, un notable ascenso. Aseguró el abasto y la existencia de mercaderías y, con la pasión, el celo y la entrega con que se desempeñaba, creció la economía de la tienda y el prestigio del tendero. Pedro estaba feliz.

Tomás tenía la misión de registrar las cobranzas del crédito y las ventas en efectivo, de atender los suministros, de contactar a los surtidores, localmente y en Ahorne, y, adicionalmente, de juguetear con los hijos y respaldar a Susana con los productos de la despensa cuando ella los requería. Los sábados por la tarde en que cerraban la tienda, la comida en casa de Pedro era el exceso semanario de tres

Page 60: Los candados del destino

whiskys y un cigarrillo. Para el par de mozalbetes era obligado el encuentro con Tomás al llegar el final de la semana. Al gerente de la tienda para familias, le llamaban, por indicación de los padres, el tío Tomás. El acuerdo verbal permitía a Pedro salir a Londres cuando quisiera utilizar sus vacaciones con el propósito ya ofrecido de presentar a los nietos con los abuelos. Por diferentes razones, no habían podido efectuarlo, entre otras causas, por la escuela de los hijos. En ese proyecto estaban cuando un suceso imprevisto difirió el viaje hasta el año entrante.

Lucas, tarde, pero llegaba. En 1854 se embarazó, nuevamente Susana, después de diez años de espera. Ya Pedrito tenía

quince y el menor, Pablo, doce. La percepción paternal presentía el arribo de una mujer que deseaban los dos progenitores. Y transcurridos los meses con la ilusión femenina, el fardo con centro de ombligo se iba volviendo bulto de almohada. Al llegar el término exacto, reunieron nuevamente jarra, toallas, palangana y partera que, otra vez, escuchó el alarido, grave, de un varón que dijo simplemente: ¡ya vine! Era Lucas que hacía su advenimiento con velada frustración de sus padres. El idéntico clamor de vocinglería se repitió. Desencantados lo vieron y, no sin desaliento, lo aceptaron. Por algo lo envía Dios. No habrá próxima vez de la zancuda, lo decidió ahí mismo Pedro. Para los dos adolescentes fue un muñeco entremetido que se introdujo en el patio de juego de sus vidas. El refugio fue el comercio donde auxiliaban a su padre y a su tío Tomás. Otra vez el manejo de la criatura vino a recordar a Susana lo que hacía justo once años había olvidado: la mudanza de pañales, el biberón a sus horas, la compra de la ropa azul, los zapatos de tejido de algodón, el babero, el chupón, los atoles, las natillas, la tetera, el llanto en la madrugada. En fin.

Por otro lado, no era ningún sacrificio ver esa pieza de artificio que explotó en el firmamento de sus vidas con la magia de sus labios, el semblante de nevasca y, además, el cintilar de unos ojos como dos estrellas azules, que traían, a su vez, renovado aliento al espíritu. Pero, además, entregaba un caudal caleidoscópico de ternezas que recogió en el camino dentro del saco en que navegó nueve meses: dulzura, emoción, coraje, luz, palabras reducidas a indescifrables intentos, la mirada de su padre y la alegría que se meció en la cuna hidráulica de su madre. Cuando miró sus ojos, Pedro supo que sus pestañas eran las suyas propias, que su mano inauguraba las caricias en sus mejilla,.que

Page 61: Los candados del destino

tuvo la sensación del primer beso en la frente y que sus brazos dejaron el calor de su piel en sus sentidos, como si esa pequeña alma innovara un sentimiento extraviado en una docena de años que habían transcurrido. La sensibilidad recibía al corazón en ese fruto emotivo que se incrustó en las manos como un injerto en el tallo de la familia.

Cuando terminó de vestirlo, la primera vez, suspiró Susana y dejó caer en la cómoda el libro de sus pensamientos. Y volvió a la realidad con la estridencia de Lucas que explotó como arpegio de chirimía. Estaba helado.

Después de cumplir un año el recién llegado en la casa, Pedro confirmó su deseo de no tener más familia.

Nos vamos a llenar de hijos, buscando a la niña —dijo. Planearon regresar a Londres con la tercia bullanguera de hijos, ya caminando, para que sus

abuelos los conocieran en posición vertical. Y, además, había que predisponer el ánimo para el viaje, pues, tangencialmente, cruzaban dos mares y dos países.

Demoraron más de tres meses en terminar, con detenimiento, el proyecto. Eso de dejar la casa, la tienda, los amigos, la península, la nación y las costumbres de todos los días, era armar un rompecabezas en blanco.

Page 62: Los candados del destino

staba en todas las bocas como si fuera su manjar preferido. Qué escasa progenitura —exclamó— aunque con otras palabras, quien hizo la narración en la tienda esa la mañana. ¿Quién es? —indagaron.

Se subió los pocos pelos que le caían en la frente después de quitarse el sombrero y empezó su perorata que, a todos, les resultaba extraordinariamente

documentada. Por eso despertó la atención. Fue una intentona de sorpresa —empezó. El filibustero partió de San Francisco y logró la intromisión en la península, afortunadamente infructuosa. Dicen que se llamaba Juan Napoleón... ¿qué?... Zerman con, dizque la protección, del gobierno mexicano. Esta podría ser la última. Quién sabe. Tienen cada forma de intromisión, que más vale, dudar sus tretas.

¡Qué afán! —y se volvió a acomodar los cabellos y cambió la posición de la pierna que tenía extendida abajo del mostrador.

Hasta este 1855 van, por lo menos, ocho tentativas de españoles, ingleses, holandeses, chilenos, norteamericanos y hasta argentinos que han deseado usurpar la tierra que tiene cuerpo sirénico y alienta múltiples seducciones, trasteos y hasta acechanzas.

Está bien que les cautiven los contornos femeninos que tiene por litorales, pero de ahí a que busquen quedarse como dueños de la casa, es otra cosa —si no lo dice, revienta. Estaba turbado.

Mire usted, vamos contando —se volvió a acodar en el repecho y comenzó a contar con los dedos.

La pretensión ha sido, históricamente, de extranjeros no deseados. Veamos sólo a grandes rasgos. Y se quedó pensativo, como si escarbara los datos en la bolsa de la memoria.

Esta es la última. Hace un año pretendieron una extensión para los trenes por la frontera del norte. Afortunadamente, al final, no fue

SEIS

Page 63: Los candados del destino

necesaria. La pierna izquierda que estaba alargada con respecto a la posición del brazo sostenido por el codo, la cambió estirando la derecha.

El año antepasado intentaron otra más con un tal William Walker que izó la bandera de la Unión Americana en la capital paceña y proclamó la República de Sonora y Baja California. Márquez de León y Manuel Pineda lo combatieron hasta lograr su retiro hacia el puerto de Ensenada en el mes de noviembre. Otra vez hubo otro cambio de piernas y mostró el dedo índice, el cordial y anular. Van tres.

Otra vez fue en 1836, cuando la guerra entre México y los Estados Unidos y que Francisco Palacio, como Jefe Político, entregó la península sin librar ninguna batalla y no faltaron patriotas que, entre todos, trataron de protegerla, aunque menudearon yankófilos. Ahora sacó el paliacate y se lo pasó por la frente.

La anterior fue en los días de la independencia cuando lord Cochrane se apoderó de Loreto con una armada chilena y le pidió a la península la rendición para Chile.

Con discreción sacó de la bolsa un recorte de papel doblado en donde tenía la relación de los datos que estaba refiriendo. Carraspeó y siguió adelante.

Y una de las primeras fue en el siglo XVI en que España colonizó un período de tres siglos, no sin antes explorar la costa del golfo y la del Pacífico.

Todavía, años antes, Francis Drake y Lord Cavendish, los piratas que interceptaron a los galeones de España, la declararon posesión de Inglaterra.

Tiempo después vinieron los holandeses que se habían quedado sin tierra cuando sucedió el reparto del Papa y, consecuentemente, al no tener territorio, tomaron a la fuerza esta tierra con el almirante Boris van Spilbergen al frente. Un pirata que encabezaba una gavilla feroz, a la que los españoles temían con el nombre pichilingues. Hicieron de las suyas en el sur de la península, batiendo, saqueando y hundiendo a la armada hispana. Era su refugio y su casa: una especie de base naval de cinco barcos robustos dedicados exclusivamente a la rapiña, al hurto y a los destrozos sin pedir permiso a los moradores.

Y a principio del siglo XIX, a fines de la colonia, el argentino— francés, general Hipólito Bourchartd, pretendió toda la provincia desde Monterey, la capital de California, para aquel país de La Plata.

Page 64: Los candados del destino

Desde entonces se consideraba, como ahora, un punto estratégico en el Pacífico.

Por más que llevaba apuntes, no supo dar a los acontecimientos una cronología ordenada. Ya ven, ya resultaron ocho —concluyó. Su ejercicio de retención le causó modorra y fatiga, (ya eran bastantes años los suyos) que,

con el hecho reciente de Juan Napoleón Zerman, le hubiera sido bastante, pero la nueva invasión le hizo reflexionar en las repetidas ocasiones en que las californias han sido objeto de persecución y sometimiento.

Con el desánimo que le causó el agobio de recordar nombres, fechas y desplazamientos, dejó el mostrador de la tienda con el grupo que lo rodeaba y que percibía el relato. Ya estaba evidentemente cansado.

En eso estaba la charla cuando de pronto Tomás le inquirió a Pedro: —Y qué pasó, ¿cuándo salen? Con la respuesta trató de esquivar el tema de la conversación absorbente. —Los perleros —dijo— que han venido de Europa han traído la noticia que ya ha sido

inaugurado el Ferrocarril de Oeste, de vía ancha, desde Bristol hasta Londres. Y no sé si el de Liverpool. El Eastern, por otro lado, un crucero majestuoso de cuatro mil pasajeros que llaman el Leviatán, no ha llegado todavía a Veracruz. Tampoco sé si llegará. Además las líneas de trenes a vapor han requerido los puentes y todavía no se concluye el Puente Real de Alberto —se le escuchó emocionado. —Salimos en unos días —le respondió finalmente. —Y te espera una sorpresa—remató. Con la mirada perpleja la quiso adivinar en sus ojos.

—¿Por qué? —repuso con un signo de interrogación. Pedro no contestó. En las últimas semanas lo notaba indiferente, huraño, un tanto esquivo,

abarrotando las bodegas, visitando a los proveedores y, en tres ocasiones, lo vi cuchicheando discretamente con su suegro. Les advertía a los clientes que tendría unas vacaciones con su mujer y sus hijos para presentarlos a sus abuelos de Londres. El hecho de no avisarle era, así lo consideraba Tomás, un valor entendido y que en sus manos dejaba el negocio de las ventas. Su regocijo y, en general, su conducta se denotaba festiva. Era de suponerse por el hecho de que, con retraso, iba a visitar a sus padres que

Page 65: Los candados del destino

estaban convertidos, además de suegros, en abuelos. La demora era fortuita. Había, en cambio, buenas razones para el próximo encuentro. Los avances de la ciencia y de la tecnología eran un atractivo para Pedro, Susana y los hijos y la sorpresa de los tres nietos, para los viejos de Londres, era carnavalera. Con la misma exaltación que le produjeron los trenes, los galeones y los puentes, le brincaba el corazón por la ciudad y la fascinación que produciría en sus progenitores el trío de vástagos nuevos.

Tomás disfrutaba su alborozo aunque fuera efímero. Durante el fin de semana se comportó compulsivo, como una cuerda tirante de un diapasón que traía hasta el tope de las clavijas. Le hacen falta, seguramente, distracciones.

Al salir del ajetreo después de cerrar la tienda al mediodía, Pedro, muy distraído, encaró a Tomás y, al oído, se acercó y le dijo:

—Susana y yo te invitamos a comer este día. Te queremos decir algo —lo expresó tan solemnemente que le dio lugar a un mundo de especulaciones.

—Desde luego. Devino un raudal de presunciones y de hipótesis sin bases ni fundamentos, pero que algún

lenguaraz pudo haber ocasionado un incidente maléfico y antes de irse quieren aclarar malentendidos. Con razón lo he notado adusto, reservado y, por algo, se dedicó a surtir las despensas que estaban en la trastienda. Luego las entrevistas con don Severo y... bueno... a lo mejor sólo quieren hacerme algunas recomendaciones. Veremos.

Llegó después de la cita por razones del negocio. Tocó la puerta. —Pasa —Tomás ya estaba adentro. Al arribar a su casa Susana estaba en la sala, sacudiendo los muebles y al ver llegar a Pedro

saludó: —Buenas tardes. Con un fúnebre semblante digno de un velorio Tomás mantuvo las fibras rígidas y tensas. Le

indicaron el sofá y mientras Pedro ofrecía el consabido whisky con agua, Tomás interrogó confundido a Susana:

—¿Qué pasa? —Que sea Pedro el que lo diga —señaló fríamente. —Es que me tienen en ascuas. No alcanzo a imaginarme qué pudo haber sucedido —abría

en forma creciente sus ojos. —Pues, mira, Tomás —le dijo Pedro entregando el vaso con hielo—Ya van más de ocho

años que estás encargado de la tienda. Al

Page 66: Los candados del destino

negocio le dedicas los cinco días de la semana y hasta los días no laborables. Es decir, todos tus esfuerzos diarios. La aprovisionas, la surtes, contactas a proveedores, consecuentas a los clientes y buscas nuevos productos. Al aspecto del negocio le has puesto un traje nuevo, lo estás dejando atractivo, le has dado fisonomía, de plano, lo has transformado. Las cuentas son precisas, las entregas cotidianas, para mí me ha quitado un pendiente; en una sola palabra, es como si fuera tuyo el negocio.

(¿Adonde querrá llegar?) Por otro lado: hemos visto que no tienes relaciones formales, no tienes una novia, te conocemos

unas cuantas amistades, no perdurables, sólo vives en el encierro del cuarto que construiste en el patio. Nomás bebes tres copas cuando comes con nosotros, no tienes otra salida, ni conocidos ni diversiones y...

—¿Qué me quieres decir, Pedro? —interrumpió Tomás con el rostro compungido y vacilante. —No has tenido vacaciones ni en el Territorio, ni en la otra costa. ¿Ya te imaginas, Tomás? —lo dijo con una sonrisa nonata. —No, Pedro, no tengo vocación de adivino —repuso enigmático. —Pues, eres ingenuo. Te queremos invitar a Inglaterra —al unísono soltaron la ruidosa

carcajada sabiendo que habían causado un ataque de dudas y embrollo. —Por eso estábamos serios —coincidieron con irrisorios desplantes. Tomás pasmado, boquiabierto, no digería la noticia y, atónito, alcanzó a verter el primer

sonido: —Y... ¿la tienda?... —exclamó. —Esos eran los secretos que mantenía con don Severo —aclaró así las dudas. —¡Pero, cómo no, Pedro, con gusto —y lo tomó de su cuello en un abrazo de gozo y a Susana

la subía, la bajaba, con las manos en la cintura y giraba como si fuera un tiovivo de feria. —¡A Londres!... ¡claro¡...¡vamos... a Londres! Eufórico, frenético, gritaba con desenfreno: —Me llevaré mis ahorros. Me los cambias a libras esterlinas —soñaba desmesurado con

indescriptible arrebato. Y nos vamos al suburbio donde nacimos —pensaba.

Page 67: Los candados del destino

Cuando serenó la euforia, comenzó a crecer un nuevo tipo de alegría. A partir de ese

momento dispuso los preparativos para el camino de México hasta Londres. El arribo a la ciudad, la sorpresa de los padres, el encuentro con los amigos y, sobre todo, el regreso no previsto. Desde hace años se levantó el telón de una amnesia injustificable con su descendencia y ninguna carta mantuvo las relaciones familiares que no debieron de perderse. No podía argumentar la falta de correo, pues desde 1805 el rey Fernando VII de España estableció un reglamento para llevar la correspondencia. La Suprema Junta Central Gubernativa del Reino, comisionó a la Real Armada para transportar toda clase de envíos postales que, anteriormente confiaban a buques particulares. Esto ocurría después de la guerra con Inglaterra en Trafalgar. En ese año se firmó el Reglamento. No, no me sirve ese pretexto. Lo pensaré —se repetía—. Quizá mi traición a la armada que, con correspondencia, me hubieran localizado.

Desde lejos advirtió que Pedro estaba embobado con la charla de don Vicente, con el mentón recostado sobre los brazos en cruz encima de la caja de registro.

"... el vigía los divisó desde que se acercaron a la Punta de Pinos. Eran dos barcos. Di la orden de juntar en batería a los vecinos, a los milicianos y a todos los que estaban en el presidio, a seis leguas de distancia y, también, con cuatro soldados veteranos y, según dijeron, artilleros. Junté como a 40 soldados y los coloqué en la trinchera. A las once de la noche tocó fondo una fragata, de las dos que se observaban sobre la línea del mar.

¿De dónde vienen? ¿Qué quieren? —gritaba don Vicente, narrando pasadas proezas . Al rato, me contestó el capitán en inglés. Para eso, nadie entendió. Le pedimos que mandara los

papeles de la nave y los pasaportes en cualquiera de los botes que traían a ambos lados. Dijo que se estaba anclando, que la noche estaba oscura, que al día siguiente mejor. Dormitamos al acecho hasta que el sol se levantó, malhumorado, y en lugar de enviar el bote empezó a lanzarnos fuego de metralla que, furiosos, respondimos. Al transcurrir dos horas de combate arrió luego la bandera en señal de derrota, pero luego descolgó seis embarcaciones, entre bateles y lanchas, y se embarcó mucha gente, que fue a la fragata que estaba al fondo de la bahía. Santa Rosa se llamaba el buque, al parecer sin peligro por la distancia. Tenía veintiocho cañones de grueso calibre. En las tropas nuestras había sólo ocho piezas de

Page 68: Los candados del destino

artillería, de ocho y seis de embocadura. Con dos artilleros y el alférez, le enviamos fuego cerrado para hacerle daño a la fragata. Después de arriar la bandera le ordené al comandante que bajara a tierra. Entonces, el almirante Bourchartd, de procedencia francesa, se refugió en la otra escuadra con un grupo de oficiales. Pedí luego que viniera el que seguía a cargo o continuaban los disparos. El segundo comandante se presentó con un par de marineros y los tomé prisioneros. Entretanto se acercaba la otra fragata grande con las velas extendidas. Se fondeó a distancia, fuera de nuestro alcance, y mandó el francés un oficio donde reflejaba la verdadera intención: nos conminaba a rendirnos y a entregarle la provincia. Se enfureció cuando supo que la respuesta era un rotundo no. Si quieren —les dije— la respuesta va envuelta en sangre, pero tengan por seguro que será de los dos bandos.

Se mantuvo así toda la noche. Quieto. Como pensando una estrategia. A la mañana siguiente se movió la embarcación hacia donde estaba nuestra batería. Con la tropa y con las armas, esperamos en brazos, esperamos. Botes menores repletos de marinos y cañones avanzaban como puntos en el horizonte. Llegamos a contar diez chalupines con canaletes que se dirigen a la Punta de Potreros. Esperaba el desembarco de ellas con veinticinco efectivos a bordo. Son cuatrocientos hombres y dos fragatas con cañones. Y yo sin armamento y con unos cuantos soldados. Ordené el repliegue de inmediato, destrozando artillería y mezclando la pólvora con la arena de la playa. Luego nos persiguieron hasta el presidio donde estaba nuestro refugio y les marqué resistencia. Como era un gentío enorme me retiré hasta la hacienda que estaba a cinco leguas de distancia, destruyendo los cartuchos de fusiles, un cañoncito del dos, un cajón de detonante y el archivo con papeles. Le pedí al vecindario y a las familias de tropa que se plegaran a la Misión de la Soledad. Ahí les aguardaba amparo y algo de comida, en cambio en el villorrio era la muerte segura.

—¿Y luego? Cuando llegaron al pueblo contaron muertos y heridos por parte de los invasores y, al no

encontrar a ninguno de los nuestros, tupieron a balazos a los animales, robaron cuanto pudieron, prendieron fuego al presidio, al caserío del norte y a tres casitas del sur. Desbarataron los cañones y otras piezas, luego fueron a El Refugio, distrito de Santa Bárbara e hicieron un gran número de estropicios, lo mismo que en Monterey. Todo lo aniquilaron. Los moradores huyeron a Santa Inés y no hubo ninguna víctima por parte nuestra, por suerte.

Page 69: Los candados del destino

Pablo Vicente Sola, Coronel, se llamaba el narrador. Era partícipe de los hechos y vino desde

Monterey a la Misión de Loreto como antigua Capital de las Californias para buscar paz y sosiego. Esta era otra invasión a la franja peninsular. Un nuevo asalto de piratas extranjeros para

ocupar la provincia del virreinato de Nueva España que rechazaron las tropas leales y los escasos vecinos que habitaban esos pueblos. Las fragatas de rebeldes argentinos querían capitular la bahía de Monterey. Esto fue en 1818, hace dieciocho años.

El anciano terminó con los ojos llenos de lágrimas y y de impotencia. —No es cuento, es la verdad de la historia —concluyó quien, por los años, lloraba. La tienda se había convertido en un reducto de toda clase de historias, en confesionario de

penitentes y en un rincón de intimidades, desde los actos infieles hasta la autobiografía del pasado peninsular. Era una competencia tan desleal como alevosa con la caja de resonancia del templo del fisgoneo en que se había convertido la barbería, más bien, fanfarronería. Cualquier centro de reunión de más de dos personas, era un lugar adecuado para darle rienda suelta a la institución del chisme en que había convertido la tradición popular al ejercicio del diente. Y más en un pueblo chico.

El corrillo, conmovido, rodeaba el mueble central de la tienda que se veía todo grasiento por el sudor de las manos.

—¡Son ya las tres! Los tertulianos se fueron retirando con don Vicente dando los últimos toques a la charla

trágica del mediodía, en tanto Pedro y Tomás le echaban candados y cadenas a la puerta del negocio. Despidiéronse en la acera. El gerente, alucinado, tomó una calle cualquiera que terminaba en la playa con el fin de hallar el negocio donde comprarse unas mudas para el viaje. Desde la invitación se le veía desconcertado, con la mente en otra parte, y no era para menos, pues hacía más de diez años que no iba a su ciudad natal. La callecita empedrada no lo llevaba a ninguna parte, pero era lo de menos, lo importante era divagar y recrear el deslumbramiento que le había producido una sorpresa exultante. Los cruceros de las calles iban repletos de carruajes y carretelas de carga y las parejas caminaban por las calles, asidas las mujeres del brazo de sus maridos saludando a los ancianos que reposaban dentro de los pórticos en sillones y mecedoras, incluso e! bazar de ropa con anuncios diversos en las paredes y su publicidad

Page 70: Los candados del destino

combinada con las prendas para dama y para caballero. Entró. Ahí, escuchó templada la conversación entre algunos de los clientes. Que un navegante extranjero en busca de las ballenas se introdujo a las lagunas de la Manuela y Ojo de Liebre en Guerrero Negro. En las masas lagunares descuartizaba sin cuento cetáceos de todas clases, tanto grandes como pequeños, principalmente Ballenas Grises. Con afán depredador su objetivo era agotar las especies migratorias y con las cosechas diarias se convirtió de pescador en potentado.

¿Y para qué sirven las ballenas? Para una gran variedad de artículos. Con el aceite obtienen el líquido de combustión para

lámparas y alumbrados, con las barbas fabrican corsés, la esperma la utilizan para esencias de perfumería, los dientes para engañar y venderlos como marfil y la grasa para fabricar jabones, margarinas, detergentes, glicerina, etc. Inclusive la comida para los perros y gatos. Nada resulta desperdicio. Desde la costa de Maine vino a bordo de embarcaciones muy grandes. Charles Scam-mon se llama. Estas bahías, incluso, se conocen por su nombre: Bahía Scammon. Se van a acabar las ballenas grises. El comentario alteraba el ánimo y se encendía la actitud de defensa.

Mientras miraba la ropa, las camisas de afelpado, los pantalones de dril, comenzó a separar las prendas que pensaba llevar al viaje. Las tiendas, la lechería, la Misión, el local del peluquero —llegaba a la conclusión— son un confesionario a gritos y en la plaza pública.

Más tarde, al hacer el equipaje colocó en la maleta la placa de madera y la cubrió con su ropa, sus zapatos, sus chaquetas y los instrumentos de limpieza.

Por fin llegó el día. Pedro abordó el buque con ruta a Santa Rosalía y Ahorne. Se treparon Susana, Pedrito, Pablo, Lucas y, finalmente, Tomás, encima de unas cajas con carga que colocaron en medio de la cubierta. No iba con rumbo a Europa desde que abandonó la corbeta.

El Cóndor —así decía en la proa con grandes letras azules— viajaba atestado de gente y se zarandeó con los vendavales que llaman "las coyas" y que se topó en la travesía. Ya próximos a la otra costa con unas calmas hipnóticas de pasiflora y letargo, anestesiaban las olas que pasaban por encima del nivel de flotación del barco. Primero hincaba el velamen su dentadura a los vientos que se afianzaban en rachas que luego, con viento suave, pasaban. El barco dejaba una raya que se hendía en la piel salobre de un brazo acuoso de Neptuno. Y su

Page 71: Los candados del destino

color verdiazul desparramaba espuma de plata. La luz de la madrugada les permitió ver el risco y más allá el lomerío que destronó la pereza con las duchas de agua fría que escapaba del borde del casco con diez metros de manga. Llegó El Cóndor finalmente a Ahorne, como trasatlántico empujado por un abanico de velas. Después del desembarco se dispusieron a esperar la diligencia. Tomás era novel y se estrenaba en la experiencia de hacer un viaje de ex-marino por tierra. Afortunadamente, la pelota que Lucas llevaba consigo logró desentumir la posición inmóvil que mantuvo sobre la carga apilada. Tardaron un día completo en restituir la postura recta. Luego vino lo bueno. Al subir al carruaje, ocuparon íntegro él cupo del vehículo. Los seis pasajeros juntos, más el cochero en las bridas, tirado por dos caballos con las crines sublevadas, al transcurso de las horas dejaba el riñón opreso en un filete aplastado. Cada brinco de acompasamiento producía un monótono pujido. En Mazatlán, en Tepic, en Tuxpan y en Guadalajara, la diligencia exigía las bestias de recambio. Agónicos devoraban jornadas de catorce horas al día. Y el tramo a la capital, al salir de la urbe tapatía, fue más llano y más aburrido. Por lo menos el cochero los entretuvo un buen rato con el mentado Plan de Ayutla, cuando pasaron a unos kilómetros cerca de aquel poblado. El coronel Villarreal —explicó— con un grupo de campesinos, proclamó el Plan para exigir la destitución del general Santa Ana y convocar a un Congreso Extraordinario que se instaló apenas hace dos años. El general Comonfort agregó al Plan nuevos postulados y al ejército lo llamó Restaurador de Libertades. El dictador, personalmente con cinco mil hombres leales amedrentó a los rebeldes, pero al saber que era inútil se refugió en la Capital de la República. La Asamblea, en Cuernavaca nombró como presidente interino al general Alvarez, al que le siguió el general Comonfort. Don Juan Alvarez era latifundista y su ejército agrario, pobretón y clasemediero.

Suspendió las referencias y recomendó: Conviene mejor rodear a la ciudad y dormir más adelante. Está gorda la bola. México tiene alta temperatura.

La parada técnica sirvió, entre otras cosas, para conocer los momentos en que México se debatía, porque aparte de lo expresado, abundó en acontecimientos y detalles. Loreto ni se daba por enterado. Las noticias llegaban tarde y, además, concisas, fragmentadas y a cuentagotas.

Page 72: Los candados del destino

El velamen del crucero que abordaron en Veracruz hacía el recorrido en varios días hasta

Plymounth con vientos previsiblemente encontrados, revueltos y con rachas infernales. Otras veces eran el tedio de indescriptible bonanza. Cuando menos se esperaba, comenzaba el movimiento brusco y estrujante que los hacía parecer trapecistas o saltimbanquis cirqueros en aquel océano de mierda. Sólo el par de adolescentes y el andarín de Lucas estiraban sus rodillas, dormían a pierna suelta o caminaban por las duelas, invariablemente, acompañados.

—Llegamos, por fin, a Inglaterra —dijo Pedro enterado— como Thomas Cavendish cuando salió de Aguada Segura, o sea San José del Cabo y regresó a esta ciudad de Plymouth. En 1588 asoló a la península y a la flota de galeones españoles, después de que, a Francis Drake, que nació en este lugar, lo superó en correrías que hizo en nombre de la reina Isabel de Inglaterra, que libró una cruenta batalla contra Felipe II de España a fines del siglo XVI.

—¿Decías que a la reina Isabel, la llamaban la ex-comulgada? —indagó Susana. —Si —dijo Pedro— porque de católica se convirtió en anglicana y persiguió y aniquiló el

cristianismo en todas sus manifestaciones, hasta María Estuardo, la reina de Escocia, que fue la última soberana con el mayor número de cartas del catolicismo en la isla.

Llegar de nuevo a la casa de los padres de Pedro fue algo más que un arribo, fue todo un acontecimiento. La presencia de los nietos le daban a ese encuentro la calidad de extraordinaria, porque la trilogía de retoños imprimían, en forma indeleble, los rasgos de anglosajón de su padre y el encanto tostado de la madre. Por primera vez se reunían tres generaciones.

Después del brindis de bienvenida el estado ruinoso de los viajeros adultos requería inmediatamente de veinticuatro horas de estiba en posición sedentaria.

Los senderos rectilíneos de las rutas ferroviarias británicas, desde 1825, cruzaban ya el territorio del archipiélago. Eran la espina dorsal de la revolución industrial en casi todas las partes. Inglaterra era, entonces, líder en el campo de la tecnología

Después de que les asignaron habitaciones, cama y mosquitero, se prescribieron, por lo menos, catorce horas de sueño. Se levantaron siniestros, arrastrando la modorra hasta el piso de la sala donde, supusieron que estaba el viejo con los muchachos que se enfrentaban

Page 73: Los candados del destino

en un duelo en la mesa de ajedrez. La contienda la celebraban los Davis Real y el abuelo.

—Buenas días, ¿cómo están? Los jóvenes demostraron el conocimiento de la tauromaquia. Tomaron el toro por los

cuernos e hicieron su plan de diversiones a bordo del nuevo landó. —Desayunen. Luego nos vamos. Subieron a la calesa los abuelos, los padres, los nietos y Tomás. Pedro, el mayor, se montó en el

pescante con el circunspecto cochero de librea. Fueron en dirección de Hyde Park con sus frescas y fragantes extensiones de césped, luego a la montura ecuestre de Wellington, enseguida al rectángulo del Marble Arch y más tarde al foro del Speakers Córner donde tenían la curiosidad de ver algún líder pedestre. Entre caballos que iban y venían, optaron por la ruta del Rotten Row para llegar al oeste, donde está Kensington Place de la reina Carolina, en un hermoso paseo de árboles recortados simétricamente por las orillas llenas de bancas donde está el parque infantil. Caminaron, sin subir la capota, hasta el Palacio de Kensington que fue la residencia real durante casi cien años y donde nació la reina Victoria. Desde la esquina suroeste, por la Kensington High Street, anduvieron hasta la Holland House, el espléndido palacio del rey Jacobo I, que fue su casa de campo. Un cartel que sobresale sobre el cerco vegetal de los setos, informa que, por la Revolución Industrial, la demografía de Inglaterra se duplicó radicalmente de mediados del XVIII a mitad del XIX. En toda Europa ocurrió lo mismo. Por allá estaba otra información con grandes letras montadas sobre un tablero clavado en dos estacas al pasto. Decía: "Desde principios del siglo, Inglaterra dio el ejemplo del avance tecnológico con maquinaria pesada movida por energía hidráulica y después por energía de vapor. Inauguró la etapa moderna y, más tarde, la industrial". En efecto, la primera maquinaria fue, en sus principios, inglesa, y se colocó a la vanguardia por sus ricos yacimientos de carbón y de piritas de hierro. Marcaron así la pauta de la destreza en las fábricas y en las industrias de, por lo menos, dos o tres generaciones. Después compitió Alemania y luego Estados Unidos. Londres tenía dos millones de habitantes. En el mismo Hyde Park se encontraba ¡oh, sorpresa! el enorme Cristal Palace, un edificio de vidrio destinado a la exposición de naciones con el fin de demostrar los adelantos industriales. ¡Qué belleza de construcción con una diafanidad interna nunca vista!

Page 74: Los candados del destino

Ya era hora de regresar y comer. Eran las cuatro de la tarde y la prole no tenía para cuando.

Arribó la carroza a la residencia de los Davis, media hora más tarde. Los tres muchachos se veían regios, fascinados, felices, cómo diciendo: ¡papá, este mundo es totalmente distinto al nuestro! Las palmeras, los cocoteros, la playa, la Misión, la invasión del mar y el arroyo de la sierra, no lo encontramos aquí por ninguna parte. Este es otro mundo —su estupor no tenía límites.

El cierzo calamitoso obligaba a apretar gabanes y una bruma que se hacía cada minuto más densa, confundía el paso fantasmal, gélido, del carruaje, mientras una lluvia ligera comenzaba a mojar las prendas de cubierto. A buena hora partieron. Mansurra, la llovizna hizo subir la capota y llegar a casa antes que despertara el diluvio que se avizoraba inclemente. Llegaron más que oportunos. La comida estaba lista. Venían famélicos todos. En la mesa estaban dispuestos el rost beef, las patatas, la ensalada verde, los panecillos y el té de las cinco. Llenaron apuradamente las sillas para un comelitón de dispepsia, digno de una demora. Los chicos resultaron geniales para eso de comer las tres veces diarias.

En la segunda ocasión fueron al Picadilly Circus. Se bajaron del coche con júbilo para poder observar el panorama al detalle. Al norte pudieron ver el Green Park que lleva hasta el Ritz Hotel y a la Constitution Hill que se alarga al sur desde el Queen Victoria Monument, frente al Buckingham Palace, hasta formar ángulo obtuso en el cruce con Hyde Park Córner. Es el parque más extenso. Trescientos cuarenta acres en su espacio original —dijo el abuelo— a los que deben sumarse doscientos setenta y cinco de los Kensigton Gardens que están anexos. El Picadilly —prosiguió— fue el camino principal al oeste de Inglaterra y es hoy una amplia avenida que, a lo largo de una milla, se cruza por el West End y va directo a la esquina de Hyde Park.

Denotaba el abuelo, indiscutiblemente, una sapiencia sobre la ingeniería urbana propia de un londinense. Los menores, por supuesto, no le escuchaban, en tanto su mirada se perdía en la escultura que está en la fuente de Picadilly.

Londres se inflamaba en forma profunda, horizontal y vertical-mente. Crecía de manera abrupta. Los procesos de manufactura empleaban cada vez más obreros con capacidad para mover maquinaria y terminar los artículos industriales. Aquí solamente no trabajaba el que no quería. El movimiento era explosivo en una ciudad de jóvenes,

Page 75: Los candados del destino

para jóvenes. Y con jóvenes la ambición no conocía orillas. Los proyectos se levantaban como gigantes dormidos y la avidez incorporaba, a cada momento, un millar de ocupaciones diarias. Había trabajo y esparcimiento. El vino, los placeres, las mujeres, el dinero, el mercado laboral, estaban a la orden del día. Era el mismo potosí. Los sueños comenzaron a tomar cuerpo y presencia y se veían tan reales que quedaban al alcance de las manos. Y decía: puedo instalar un comercio en una zona industrial, residencial o en unidades obreras, o donde viva el grupo mayor de capitalistas, al lado de escuelas, hospitales o templos y crecer y ser un capitán de empresas hasta llegar a invertir en el Banco de Inglaterra o en el metro subterráneo. En esas cavilaciones estaba Tomás, cuando recordó su barrera infranqueable: soy infiel para la armada, un desertor, un prófugo. La justicia militar es implacable, rotunda, y las leyes son implacables para quienes dejan el servicio y le castigan con la pena corporal máxima. A partir de ese momento se acabaron ilusiones y todos aquellos anhelos que, de manera insensata, llegaba a verlos como hijos de las posibilidades, de la fantasía. Además, estaba al borde de cometer otra imperdonable escapatoria. Esta decisión sería la insensatez más grave— se decía—. Otra vez no lo advertí con irresponsable locura, porque con deslealtad, ingratitud e inconsecuente egoísmo, iba a consumar, de nuevo, una torpe defección. Dejar en el abandono la mano que, en su momento, me dio redención, amparo y rescate, es la manera más vil de dar la espalda a la confianza y protección de una familia buena que me recibió en su seno como un miembro del cuerpo hogareño. ¡Qué ruin! Estuve en un tris de provocar otro desacierto en mi vida con un incalificable exabrupto.

Lentamente fue transformando el sentimiento de culpa en una larga expiación de condena y arrepentimiento. Tardó mucho tiempo en abandonar las sensaciones confusas derivadas de un intento frustrado de evasión y de huida. Obtuvo, a cambio, una buena conclusión: no se puede pasar la vida empezando a cada rato, olvidando a unos amigos y buscando a otros distintos, como si todos tuvieran el alma sana de Pedro Davis. Es difícil encontrar una alma generosa, complaciente y desprendida que te entregue todo aquello que representa amistad, afecto y franqueza con honda fraternidad. Y sobre todo auxilio. No es común laborar con patrones que te den calor, compañía, y que, en lugar de trato de servidumbre, te comprendan como hermano y hasta te incluyan en su viaje con la familia... Y te presenten a sus

Page 76: Los candados del destino

padres como si fueras parte de la unidad privada de su cariño. ¡Qué habrían podido pensar, si de invitado cordial, hubiera sido un gañán que se evadió de su afecto, de su memoria y de su existencia total! Es la peor de las deserciones. Que cambió una tierra que lo recibió complaciente por otra que renegó de sus desvíos.

¡ Qué habría pensado Susana que le dio pan y cobijo, que le abrió de par en par las puertas de su casa, que le concedió el derecho de tratarlo como amigo y permitió a sus hijos que lo llamaran tío. Tan inglés como su padre, compatriota, casi hermano. Tomás veló el crecimiento de cada uno de los niños, desde que manifestaron sus balbuceos primeros hasta que hicieron del juego la religión de su vida. Él era también un padre para los tres.

A pesar del aguacero, del céfiro transparente y la neblina corrupta, Pedro se empecinó en llevarlo al suburbio donde pasaron las horas, los días de su niñez y la lucidez recreativa de su memoria.

—¡Si esperamos a que escampe, no vamos nunca! Recorrieron el West Ham como turistas bobalicones. Cual pilluelos anduvieron la calle

Dieciséis donde vagó la infancia, después por la Veintitrés, donde tramaron toda clase de jugarretas, se subieron a los puentes y sus túneles llenos de sombras, hasta el Upminster lejano y a la capilla de misa y, al final, por la avenida donde terminaban las huidas ocasionales en la Liverpool Avenue.

Como granujas antiguos deambularon lentamente a bordo de la calesa por las calles taciturnas del peligroso suburbio londinense hasta que los sorprendió el aire frío que se mezcló con la brizna y las charcas incipientes que los llevaron de nuevo a la puerta del edificio que habitan los padres en el manto negro de una noche que, con castañeo glacial, nacía.

En ese tiempo polar, recordaba. Hace un momento estuve al borde de cometer una ingrata barbaridad y ahora, la gratitud me

arde y remuerde la conciencia por lo que estuve a punto de hacer.

Page 77: Los candados del destino

SIETE

Por qué llegaron a Plymounth? ¿Por qué evitaron Liverpool, cuando existe el ferrocarril con la ciudad de Manchester? Buena pregunta.

— En primer lugar — pretextó Tomás con tono indulgente — porque el barco tenía este puerto como destino; segundo, porque no lo conocíamos y, en tercer lugar, está más cercano a Londres. Quise, por otro lado, evitar el oleaje, los vendavales y el vaivén del Mar de Irlanda. Rehuir el trecho hasta Dublín era tratar de esquivar los bandazos, las náuseas innecesarias y los bailes sin pareja en un mar que sabe de todos los movimientos dancísticos. Y, por supuesto, es mejor subir que bajar.

Finalmente — prosiguió — porque en Plymouth hay una conexión umbilical con la historia de la tierra en que vivimos. Al recordar esas tierras bajacalifornianas, me doy cuenta de que es nuestra tierra. Tenemos raíces auténticamente acordes con el sentir natural de sud-californianos sembrados en aquella tierra. -Mira, como te iba diciendo — apuntó Pedro — en el siglo XVI, por ahí de 1 579, entró a la Baja California el primer pirata inglés. Era Francis Drake y el segundo fue Cavendish. Los terceros somos Tomás y yo. El solar territorial estaba custodiado por las flotas españolas, cincuenta años después de que arribara Hernán Cortés. Él, hispano, originario de Medellín, Badajoz, encontró y creó la Nueva España. Drake fue un corsario temido que irrumpió por el litoral del Pacífico, desde Chile y Panamá, hasta el norte de California. Le apodaban El Dragón y los iberos lo conocían como El Azote de Dios. Llegó a Cabo San Lucas y recorrió los litorales hasta llegar a San Francisco, en donde tomó posesión de las tierras virreinales para Isabel de Inglaterra, la reina ex-comulgada, — ¿recuerdas? — de quien era amigo y socio. Aniquiló a los galeones que estaban por el Pacífico y obtuvo un botín

¿

Page 78: Los candados del destino

tan cuantioso que no cupo ni en las bodegas de sus barcos, especialmente el oro y la plata. Él le impuso a ese lugar donde se encuentra Monterey, no a la península como se dice, el nombre de Nueva Albión, por la semejanza encontrada con la orografía de sus islas. El segundo, como oyeron, fue Thomas de Cavendish. El Thomas, evidentemente, forma parte del pasado y el presente en esta tierra —el aludido sonrió—. Pues bien: Francis Drake era de aquí, de Plymouth. Unos dicen que nació en Tavistock y otros dicen que en Crowndale, villas cercanas a esta ciudad, ahora unidas con el transcurso de los años, poco más de tres siglos. Es considerado el padre de la ciudad porque adquirió con su peculio el área principal del puerto. Resulta todo un personaje para los ingleses. Combatió al reino de España contra quien se encontraba en guerra. Navegante, soldado y noble, fue en su tiempo el temblor de Felipe II, el de la supuesta Armada Invencible.

Pedro tenía por costumbre señalar antecedentes de cada sitio en la ruta que seguía. Conectaba la historia que había estudiado, relacionando el pasado con el presente, cuando había alguna referencia entre las islas británicas y la península donde actualmente vivía.

Al llegar la noche, después de pardear la tarde con pronósticos de tormenta, el arribo a casa de loa abuelos dio fin a una expectación tronante, al admirar a los tres nietos con vocación de gigantes, cuando ellos de montaña sólo tenían la nieve en las sienes. Después de diez años y sin conocerlos, les pareció que se habían excedido al tomar fertilizantes. En su fisonomía eran copia fiel y exacta de sus ancestros. Les despertó especial interés el gerente de la tienda a quien Pedro y Susana tenían especiales deferencias. ¿Qué hacía otro inglés en aquellas lejanas latitudes? Tomás era reputado como un miembro más de la familia. Los padres de Pedro andaban con el regocijo a cuestas que le salía por los poros y lucían, por vez primera, su jerarquía de grandparents. Una cosa es ser abuelo y otra cosa, muy distinta, es sentirlo —comentaban. Además era ocasión privilegiada por los cua-renta años de Pedro. El arribo, el aniversario, la descendencia, el amigo familiar, todo era motivo de gozo y celebración persistentes. Por múltiples razones obligaba a organizar todo un programa de diversiones. Los paseos por el Támesis, los brindis con los primos, los tíos y los hermanos, las comidas, los tés, los juegos. Para Tomás era un asombro la expansión y el ritmo inusitado de Londres. Era una ciudad distinta a la de hacía veintitantos años. Dejó de pensar en aquello.

Page 79: Los candados del destino

Pedro se sintió débil y decaído, quizá por el ajetreo, el recorrer la ciudad por las calles

empedradas o el trajín de tantas horas a bordo de aquel carruaje que dejaba los riñones más que tundidos a palos. También el tiempo inactivo, los whiskys o la cerveza. Sintió un dolor agudo en el pecho que le recorría, muy leve, hasta el codo del brazo izquierdo, inclusive hasta la mano que apretaba en forma reiterada como si trajera una pelota para recuperar la fuerza motriz. La visión era borrosa y un dolor agudo en las sienes le producía náuseas y mareos. La flaqueza general le produjo una alteración intestinal que, de manera súbita, le obligó a ir, penosamente, al sanitario con alarmante soltura. Tal vez por tantos hartazgos de las carnes, los embutidos, los mariscos y los pescados... o alguna parte corrupta, quizá. Los síntomas cedieron al poco tiempo, pero la pierna y la extremidad izquierda seguían adormecidos. Reposó el resto del día y, al siguiente, la apatía era un reflejo constante en todo su cuerpo. A la tercera mañana, a Susana le asaltó una sospecha, porque no era costumbre de Pedro permanecer en la cama tanto tiempo. Pidió consultar su dolencia con el médico familiar. Vendrá al terminar su horario de consulta. Tomás canceló su salida por la ciudad con la prole menuda, para estar pendiente de Pedro en la casa, por si lo necesitaran. Volvía a estar con frecuencia en el retrete.

La charla estaba frente a Tomás cuando abrió Susana la puerta con el médico de confianza de sus padres.

Conocido desde hacía tiempo y de autoridad absoluta, preguntó, auscultó e hizo movimientos de brazos, piernas y dedos de la mano. Repitió la operación de hundir las yemas dactilares sobre el abdomen sin aparentes indicios. Investigó el dolor en el pecho y la repercusión en el brazo y en la mano, hasta observar el iris de los ojos y los síntomas relevantes: la contracción lateral, las náuseas, el mareo, hasta la vista nubosa. Tomó de nuevo la presión arterial —¿Haces algún ejercicio?, ¿Comes carne de cerdo?, ¿Fumas?, ¿Sufriste vértigo o desmayo?, ¿Hubo arritmia cardiaca?... Las otras indagatorias fueron hechas a los padres. Le prescribió una cápsula por debajo de la lengua. Antes de retirarse volvió a medir signos vitales.

—Necesitará más reposo. Nada de grasa ni sal. Cuídese —recomendó el galeno con cara de preocupación.— Regreso mañana. Parece que ya pasó.

Que haga la dieta sin grasa y que se olvide de la sal.—Se reservó su diagnóstico para cuando estuvieran los demás.

Page 80: Los candados del destino

—¿Qué fue, finalmente, doctor? —inquirió aparte el padre. —Es un principio de infarto —exclamó al salir, en voz baja. Hasta la puerta de la calle le

acompañaron los padres. —Cualquier problema, avísenme de inmediato. Cuando escuchó el diagnóstico, de lejos, con patente sobresalto, Pedro miró a Susana, luego a

Tomás, al final a sus hijos. Regresaron los padres de dejar al médico en la puerta y los encaró: —¿Qué más dijo? —Ya lo oíste. Debes cuidarte. Hubo un breve silencio que Tomás interrumpió intencionalmente: —Bueno —volvió a decir— debes cuidarte. A partir de entonces, Tomás se hizo cargo de farmacias, de las compras, la carnicería, las

dietas y el cotidiano ir y venir acompañado por los jovenzuelos que, de paso, observaban la ciudad. Susana se quedaba en la recámara con Pedro que no debía abandonar el lecho. Junto a la dieta, el facultativo prescribió reposo absoluto.

Regresó con puntualidad inglesa al día siguiente y lo acosó con la auscultación de rutina y las mismas preguntas. Los resultados fueron, venturosamente, positivos, lo que indicaba, a decir del médico, el inicio de la convalecencia.

—Nunca he estado tanto tiempo tirado en una cama. Comienzo a echar raíces de aburrimiento —trató de hacer una broma.

—Sigue así unos días más —le dijo el doctor a tiempo que aplicaba el estetoscopio.— No te confíes. Regreso.

Del Times que Tomás traía a primera hora, ya conocía íntegras hasta las páginas de publicidad. Lo revisaba cuidadosamente, antes y después de tomar los alimentos.

Se enteró por ese medio que la empresa sueca Alfred Nobel & Co. fabricaba por primera vez la dinamita, un explosivo que había inventado su dueño; que en la exposición universal de París presentaban un cañón gigante de cincuenta toneladas; que los trenes en Nueva York pasaban por vías aéreas para descongestionar el tráfico; que un cirujano británico introducía el empleo de un hilo nuevo para las suturas quirúrgicas que se disolvía en el cuerpo; que... bueno... un enjambre abrumador de noticias.

Con tanto tiempo para pensar, empezaron a atormentarlo algunas preocupaciones. Sentía, independientemente de la evolución favorable del trastorno cardiaco, una cierta ofuscación por la demora del viaje

Page 81: Los candados del destino

de regreso a Loreto. Sobre todo por sus dos suegros que quedaron al frente del negocio... Ya eran mayores de edad... Y los proveedores, los clientes, los suministros oportunos. Tenemos que posponer la fecha de salida que hemos previsto y avisar por carta a Loreto del desventurado incidente... El traslado por barco y el meneo de las crestas de la marejada, no son para personas con dolencias... Lo cierto es que Tomás debe regresar... aunque aquí nos hace mucha falta. Él se encarga de llevar a los muchachos a conocer la metrópoli, a comprar los víveres diarios y a distraer, eventualmente, hasta a Susana...

Pero le seguía inquietando Loreto, la tienda y la escuela de los hijos. Tenía que hablar con Tomás para que retornara con los hijos más grandes. Susana se quedaría con el pequeño.

Al fin, lo que más importaba a Tomás, resultó vano, infructuoso, al buscar lo que quedaba de su familia en el barrio. Después de su advenimiento desplegó una tenaz indagatoria en torno de sus ascendientes, íntimos o remotos, y después de múltiples pesquisas, claudicó en el intento. Nadie dio cuenta de ellos. El informe más concreto fue de quien conocía a su padre, pero no supo decir su paradero. Se alejó de Londres para siempre.

Como a la una de la mañana en la recámara de Pedro y Susana se escuchó un estremecimiento, un gemido sordo, convulso. Ella, al ver a su marido que apretaba el brazo izquierdo, con un estertor de espanto, gritó visiblemente azorada:

—¡Tomás...!, ¡Hijos...!, ¡Auxilio...! Los gritos desesperados rompieron como cristal el silencio de la noche. Corría, atónita,

envuelta por la penumbra de los pasillos en demanda de auxilio. Al acudir todos al llamado, se escuchó el azote de puertas y corrieron hasta el lugar donde Pedro estaba en patético drama. Apenas lanzaba un pujido y los ojos extraviados buscaban la salida a las puertas de una agonía terminante. Una hemiplejia retráctil conmovía el centro del escenario con contorsiones de una anatomía contrahecha.

—¡El doctor...! ¡llamen al doctor...! —clamaron los padres electrizados y Tomás salió en loca carrera a reenganchar los caballos de la carroza y sal ir como flecha a la casa del galeno distante a unas cuatro millas de la casa.

Cuando llegó el médico a la recámara de Pedro, le tomó el pulso otra vez, la presión del antebrazo izquierdo y, con una respiración fatigosa, dejó el estetoscopio que colgaba de sus oídos y anunció:

Page 82: Los candados del destino

—No hay nada que hacer. Está acabando. Es un infarto al miocardio. El segundo en una

semana. —Quiso devolver la vida con fármacos inyectables y con apremios frecuentes de las palmas en el tórax, que fluctuaba como un fuelle irregular. Ni la resucitación cardiopulmonar pudo conseguirlo.

A las dos y media de la mañana exhaló por última vez. Todos en derredor vieron cuando distendió los músculos del cuerpo y aflojó el rictus de la cara. El llanto de Susana y el clamor de los hijos se hicieron un solo grito, con la aflicción pesarosa de un estilete mortal que partió en dos la carne viva de la noche. Los padres de Pedro se cubrieron, abrazados, las fisuras anegadas del rostro. El gesto de Tomás revelaba un sufrimiento indecible, con un rostro que le quedó como papel arrugado.

Todo había terminado. Era un desenlace que nadie llegó a imaginar ni como una posibilidad, al grado de que

un acceso de locura, sobrevino con delirante atropello. ¡No puede ser cierto! ¡No es posible! Él era apenas un joven de sólo cuarenta años, sus hijos son muy pequeños... está lejos de casa.

El golpe fue brutal. Por brusco e inesperado ninguno concibió una fuga de este mundo, así, en el mes de vacaciones, en la ciudad donde nació y en la casa de sus padres. Un giro artero y tembleque los llevó, como en la rueda de la fortuna, desde la altura excitante hasta el nivel subterráneo. La vida, no cabe duda, es un circo de acrobacias y de pérfidas truculencias. Unas veces se está arriba y en otras veces, ni abajo. ¿En qué momento se alcanza, en un caso como este, el aplomo, la serenidad y el confortamiento cristiano? ¿Se inicia con la templanza, la resignación o el endurecimiento del alma? En aquel mar caudaloso de amargura, no se supo cuándo llegó la esperada restitución del espíritu.

Tomás comenzó a tomar las riendas de la casa. Al acta de defunción siguieron las honras fúnebres, el velatorio, el ritual del cementerio, las flores, la gaveta, la carroza que llevaría el ataúd con las flores, tantas cosas, ¡Dios mío!. Al pasar algunas horas la capilla se llenó de vestidos negros, de tápalos de luto, de rostros compungidos, de familiares y amigos de los padres, de responsos, plegarias y condolencias. Las flores se concentraban en las orillas del féretro. Tomás se ocupó de todos los detalles. Los restos reposarían, a partir

Page 83: Los candados del destino

de las cinco de la tarde, en el panteón de Ham, el suburbio de su nacimiento.

La berlina gris y negro con la puerta posterior abatible y los diez carruajes de acompañamiento, arribaron al camposanto después de largo recorrido al trote de los caballos. Eran las seis de la tarde.

Luego del sepelio, Susana ordenó con tristeza proseguir intacta la vida: los hijos irían a la escuela; ella, a los hábitos domésticos y Tomás a la administración de la tienda. Durante los fines de semana harían, como siempre, los cortes del ejercicio y, al fin de mes, las evaluaciones.

—Debemos regresar. Empezaron los preparativos del viaje de Londres a Loreto. Tomás propuso un plazo

prudente de una semana para concluir los asuntos que quedaban aún pendientes. El lapso para el regreso estaba condicionado a la salida próxima de un buque, la obtención de los documentos, la despedida de los parientes, calcular la próxima visita y reponer el mundo de estragos que causó el insomnio, el agotamiento, todo aquello que trajo consigo el dolor de última hora.

Pedro se quedó, después de todo, en las nieblas de sus islas después de un largo desarraigo, en otra costa del océano, lejos de los hijos, pero al lado de sus padres.

Tomás encontró en Portsmouth un crucero que salía a Miami y las Guyanas, con escala en Veracruz. Pidió a la viuda enlutada la aprobación del itinerario, ya que la salida era antes del tiempo establecido, y del siguiente navío se ignoraba la fecha. Estaba más cerca de Londres y había que tomar el carruaje casi de inmediato, porque el barco partía en cuatro días.

—De otro modo, no hay viaje seguro. A partir de ahí, todo el tiempo se ocupó en arreglar las maletas, contratar una calesa para cinco

pasajeros y salir, prestos, en forma casi apremiante a un trayecto de dos días. Cuando todo estuvo preparado se despidieron de suegros y familiares con la fe puesta en

un regreso perentorio. Calculó Tomás que, con treinta o cuarenta kilómetros diarios, desde la madrugada hasta la tarde, fácilmente harían dos días. El traqueteo de la brecha fue, como siempre, abominable. El no tener un descanso volvía el asiento metálico en un potro retumbante. El riñón era un órgano expuesto a una mano de metate. Al segundo día Tomás quiso atempe-

Page 84: Los candados del destino

rar la tremenda azotaina y, como Pedro, empezó a hacer algunas referencias.

—Portsmouth —recalcó— es una ciudad del condado de Hampshire, situado en la isla de Portsea. Es una importante base naval, principalmente en los muelles reales de donde sale pasaje a todas partes del mundo. Su catedral es del siglo XII y está ahí el navío Victory con el cual Nelson combatió a los españoles. Fue Ricardo I quien fundó la ciudad de Portsmouth en el mismo siglo XII y en el XV fueron creados los astilleros y también el primer muelle seco del planeta.

Volvió la vista para mirar a Susana, que se enjugaba una lágrima haciendo los mayores esfuerzos por no percutir el llanto.

Prefirió, entonces, callar. Estaba muy cerca el repentino deceso. Llegaron justo a tiempo. El barco hinchaba las velas en dirección de un viento ligero y con un

largo pitazo anunciaba su inmediata partida. Llegó con el carruaje hasta el pie de la pasarela y bajó el equipaje ayudado por el cochero. Pasó finalmente a bordo y, al registrarse, encontró que solamente existía un camarote dispuesto donde acomodó a Susana y a los tres hijos, mientras que él buscaba el sitio mejor de cubierta a la entrada del restaurante. Susana sintió compasión cuando, por una errátil reserva, se arrebujó a la intemperie.

—No hay ningún error, Susana, era el único que había. No importa. Supo, al adquirir los boletos, que disponía de una sola vacante y no hubo objeción alguna en

vender un sitio sin camarote para un grupo familiar. Ella ocupó la cama de arriba con Lucas y los dos muchachos la inferior.

Con el viento del poniente el velero se perdió por el Canal de la Mancha con rumbo al Atlántico Norte, mientras que atrás dejaba la Isla Wight con su celaje de niebla, los cabos Start y Lizard que observaron solitarios y, a punto de anochecer, pasó frente a la isla Scilly, en la boca del estrecho para penetrar al océano en donde, tal vez, algún buque mercante se atravesaría a lo lejos. Después de días y noches de mirar por estribor los peces saltarines y los delfines juguetones, la pareja de mozuelos se distrajeron con peripecias marinas. Unos días después, la península de Florida apareció en el horizonte.

—Ya estamos cerca de Veracruz —aseguró Tomás con ánimo de consuelo.

Page 85: Los candados del destino

Un día y medio después avistaron el puerto mexicano con sus débiles luces marcando con

precisión meridiana el cinturón de la costa. Afortunadamente, pudieron desembarcar de noche y dormir en un hotel cercano al muelle. Decidieron proseguir hasta que el cuerpo dejara las posturas grotescas y engarrotadas del barco, que los acalambraron de a feo. Todos requerían pasar unas horas de tregua que, reparadora y tranquila, dejara atrás las experiencias trágicas de un océano turbulento. Al contratar el transporte para la Ciudad de México, Pedro, el mayor de los hijos, se trepó en el asiento del pescante junto con el auriga, como era su costumbre. Un patilludo hablantín, con su sombrero de palma para cubrirse del sol, se ajustó por debajo del cuello su barbiquejo de piel vacuna.

¡Este si era charlatán! —Soy Guancho —dijo a Pedrito— para servir a su merced. —Yo soy Pedro —replicó— y venimos de Londres. Allá murió nuestro padre. El muchacho

espigado con dieciséis años cumplidos, parecía el jefe de la familia. Más bien, era a partir de entonces el nuevo dueño y patrón.

Le contó luego al subir lo que le hubiera contado a quien lo acompañara, como si fuera el caso. Mientras sacudía las riendas y, sin dejar de parlar, le hacía chasquido a los potros con los dientes.

—Aquí las cosas no andan bien —se atusaba el bigote.— El general Santa Ana fue derrocado y se estableció un nuevo gobierno. —Otra vez como chicharra siseó al par de bestias—. Entró un indio zapoteca que se llama Benito Juárez y parece con buenas intenciones. Ya hizo una Constitución dizque para salvar a.1 país. ¡No vea! —gritó— Hay que ver la que se ha armado. Dictó unas Leyes de Reforma que separan a la iglesia del Estado y quitó una serie de abusos y privilegios de los curas. Desató así una guerra frontal contra los conservadores. Luego, el presidente recuperó la capital, prometió limpiar las cuentas del erario y suspendió el pago de la deuda extranjera que tenía con Inglaterra, con Francia y con España.

¡Quién sabe que va a pasar! Quieren ocupar el país. Nos va ir de la fregada. Ahí va, hasta ahora, el relajo. Lo que si, la

nueva Constitución es un cuchillo sin funda. Este año no es el mejor. Era un tirar continuo de besos al par de acémilas que Pedro terminó por adormecerse. No

escupía para hablar y discurría frenéticamente como una guacamaya.

Page 86: Los candados del destino

—Voy, Guancho, a estirar las piernas. Enseguida vuelvo. Y bajó hundiendo los pies en los

estribos que le servían de escalón hasta el interior de la diligencia. Abrió la portezuela y, junto a Tomás, tomó por cojín sus piernas y se durmió apaciblemente.

Desde la capital hubo que tomar otra conducta hasta Guadalajara, y enseguida otra más a Guaymas en donde abordaron El Cóndor de cabotaje, el pailebot que llevaba los víveres y abarrotes a la tienda y que los condujo a Loreto. Días y días habían transcurrido de agua, polvo, estrujamientos y ventolera.

La carta enviada desde Londres había llegado oportuna por la ruta de los españoles al territorio nacional. Hizo menos de quince días. Cuando llegaron a Loreto todos conocían ya la noticia y se fue la primera semana de condolencias en condolencias. La pérdida de Pedro fue un suceso corrosivo que causó mensajes de aliento, moqueos y hasta expresiones de llanto, sobre todo en amistades íntimas. La familia de Susana, sus padres, tíos y hermanos procedentes de Comon-dú, confrontaron un duelo de congoja colectiva por el acercamiento con Susana y los niños. ¡Pobre, tan joven y queda viuda! ¡Y ahora, qué va a ser de ella! La tienda de comestibles, la casa de don Severo, el hogar de Susana y hasta la escuela de Pedro, de Pablo y de Lucas, fueron los sitios que visitaron los parientes y los amigos para entregarles el pésame. Un hombre sin ningún vicio del que pudiera avergonzarse, sin fumar siquiera, tan solidario con la iglesia, tan buen marido y buen padre, tan caballero con todos sus amigos, tan saludable, ¡cómo pudo morirse!, al parecer no padecía ninguna enfermedad, ¡qué pena!

Tomás, inclusive, recibía demostraciones de afecto para Susana y deudos cuando estaba al frente de la tienda.

A mí no me dijo nunca que se sintiera mal —decían aquellos amigos o conocidos del loretano extranjero, dueño de la tienda y protector de los perleros.

Hasta quienes lo juzgaban como el mote del "inglés rico", por envidia a sus venturas, compadecían ahora a su descendencia tierna.

Y... La Misión fue el sitio, finalmente, que aprovechó el vecindario para dar las conmiseraciones.

Sólo dos ceremonias habían tenido tal cantidad de gente: la misa de gallos y la semana santa. Se contristaron con Susana los más próximos a ella, sin que conocieran, inclusive, a Pedro, del cual sólo tenían excepcionales referencias. Don Severo y

Page 87: Los candados del destino

doña Josefa, los progenitores de Susy, como le llama su parentela, le mandaron oficiar nueve misas por el descanso de su alma. Primero aquello estaba atiborrado y al final asistían solamente los dolientes consanguíneos y políticos. Entre ellos los empleados de la tienda.

Al paso del tiempo, la ausencia se convirtió en parte de la costumbre. Los hijos iban a la escuela, Tomás atendía el establecimiento y Susana, con su sirvienta, la casa. El volver a hacer lo mismo fue la forma rutinaria de mover las manecillas del horario y el segundero. El gerente solía hacer las cuentas los sábados o domingos por la tarde al clausurar el expendio en el propio domicilio de la señora. Generalmente la comida se realizaba entre todos juntos. La calesa estaba en el patio y para nada se movía.

El cochero de Veracruz tenía razón. En los corrillos de la tienda Tomás se enteró de la existencia de aquella nueva Constitución. Cuando fue promulgada —explicaban— no pasó del regocijo que la moda liberal había impuesto en toda la larga tierra de la Baja California. Un suceso que por nadie pudo ser debidamente explicado fue éste: el general José María Blancarte, santanista de hueso colorado, formó parte importante del último regreso al poder de su Alteza Serenísima. Fue gobernador de toda la península, pero por su confinamiento, se alejó sin permiso oficial de su cargo el 4 de enero de ese año, con efectivos de tropa. Se dirigió a San Blas y se apoderó de algunos cañones, reclutó más efectivos y marchó hasta Guadalajara, sin saber nadie la razón de su actitud. Fue aprehendido entonces y se le remitió a México para abrirle un proceso por abandonar el puesto sin ninguna autorización. Se fugó luego de la prisión para incorporarse a la Guerra de Reforma y murió asesinado en la Perla Tapatía, un año más tarde.

En La Paz había comenzado a fallecer, desde hacía años, con los síntomas inequívocos del exilio.

Lo había nombrado el presidente substituto, general Ignacio Comonfort y relevó a José María Gómez, el primer gobernador electo por plebiscito popular en toda La historia política de la península, en 1855.

Esto le pasa a los gobernantes impuestos, que no sucede con los electos popularmente. Además de ser una frase cierta, era una buena conclusión:

Los castigó Dios por gobernar sin arraigo. La soledad los exilia.

Page 88: Los candados del destino

a vida volvió a transcurrir con la normal armonía del cosmos, con el concierto de gala del universo. La resignación, el sentimiento abnegado, el sometimiento a la crudeza de una realidad expuesta, la renuncia al dolor, no al olvido, se convertían inexorablemente en un filosófico dogma cristiano. El transcurso habitual de la existencia de todos, cada vez

era, dócilmente, un instrumento de uso común, de todos los días, consuetudinario: Tomás siguió viviendo en el cuarto que construyó en el patio de la tienda y tenía comal y metate con los que venían de compras, los que llegaban de clásico comadreo, los del saludo casual y con las invitaciones que resultaban de cumplimiento forzado, mientras que los mancebos hacían sus tareas obligatorias y se iban, como dependientes, cuando les daba la gana. Las amigas y compañeras de Susana restablecían las eventuales tertulias, los mozalbetes se iban a echar chapuzones a la playa y Tomás aceptaba algunos convites, a beber un café recién colado, un vaso de vino o a ser padrino de bodas, de bautizo o de quinceañeras. El movimiento social lo reclamaba ciertamente con alguna frecuencia.

A Susana, por su parte, le llegó la fecha de su cumpleaños. Su círculo de amistades le preparó una sorpresa. Lo sabía de antemano. Ese día siempre lo pasaba en compañía de Pedro y la familia en un convivió de traje, en que cada quien llevaba un platillo de su cocina y tal ofrecimiento constituía un agasajo tradicional que resultaba finalmente un verdadero concurso de habilidades culinarias en que los favorecidos resultan los invitados. Loreto, Comondú, Mulegé se unían prácticamente en gastronomía doméstica y los cocteles y el whisky corriente, acompañaban a ese especial banquete de memorable ambrosía. Para evitar el recuerdo de esa fecha, sus amigas acordaron llevarla a casa de una de ellas y compartir bocadillos, sin hacer referencia

OCHO

Page 89: Los candados del destino

alguna a las ocasiones anteriores. Se trataba de animar el tiempo presente, no de revivir el pasado.

Habían transcurrido seis meses del funesto acontecimiento y el recuerdo no lograba restablecer su punto de equilibrio en un ambiente de luto incontrovertible. La muerte de Pedro pasó a ser un accidente propio del riesgo inmanente del fenómeno de existir, como quiera que fuere, un riesgo afín a todos los seres humanos y una contingencia adherible a la opción incontrastable de enfrentar las circunstancias o de convertir las posibilidades en adivinanzas. La vicisitud que sólo el tiempo repara y cobija con un raso transparente en su entorno, es reconocer y jamás perder de vista que lo que está encerrado en el tiempo, palpita. Morir es como nacer, crecer y vivir, un insólito tropiezo. Susana estuvo, en principio, renuente, hostil. Era explicable.

La invitación a un sarao impávido, estaba en pie. —¡Qué va a decir la gente si me ven en un fandango así! Una falta de respeto en una reunión

de copeo y de algarabía. —No. No lo tomes de ese modo. Tú no eres la que invita, tú serás la invitada. No será fiesta de

despiporre, sino rueda de tus amigas, absolutamente tranquila. Para no pasar la ocasión desapercibida. La comisión organizadora acumuló previamente las más sanas razones, considerando tu caso.

Y no habrá estruendo ni gritos —concluyeron las enviadas. Dejaron pasar dos semanas para que se convenciera. Puso como condición "ni alcohol ni

algazara, ni voces de desconcierto ni estridencias". Así acepto —repuso. Será en casa de las Romero. Era usual la asistencia de las madres con sus hijas mayores, con

quienes había intimidad, parentela, relación política o simplemente amistosa. Estaban las Larriñaga, las Real, las Romero, las Higuera, las Rubio, las Murillo, las Mayoral, las... total, eran treinta y tantas. Festejaba Susana sus treinta y ocho años, que tenían como trofeo tres hijos y una viudez con las mejores prendas visibles. La familia que recibía en su función de hospedera, se las había arreglado para que sólo fuera reunión de mujeres. Los varones, cada quien buscó su madriguera. Las invitadas fueron llegando con su plato de bocadillos, entremeses, manjares apetitosos y postres que no trataban de imitar celebraciones pasadas, sino quisieron que hubiera un florilegio de exquisiteces. Los semblantes hacían esfuerzo por mantener la cordura, la discreta y comedida alegría, con sonrisas y entusias-

Page 90: Los candados del destino

mos ahogados. Se estaba cumpliendo al pie de la letra lo convenido. Sin embargo, a pesar del balbuceo en voz baja la mayoría estaba en plática con su vecina contigua. Cuando estuvo la mayoría, sacudieron la campanilla para pedir la atención.

—Brindo —alzó su vaso una de ellas— por una edad sin memoria y una memoria con lija. Felicidades Susy. Que te cases pronto —hizo como que bebió un sorbo.

Susana levantó su copa con una sonrisa muerta que dibujaba en sus labios las gracias, aunque extrañó la dedicatoria.

—Bueno —salió del grupo otra voz— yo quiero hablar del deseo que ha expresado nuestra amiga: auguró y brindó por un nuevo matrimonio. Quiero hablar en nombre de todas las que, en alguna u otra forma, hemos pensado lo mismo y ha sido objeto de comentario, tantas veces, como los días que hemos dejado de vernos. Hemos pensado en ti, Susy, y en todas hemos encontrado absoluta y plena coincidencia. Mira: tenemos tu edad, años más o años menos, y tú sabes, mejor que nadie, que hace falta un hombre en la casa, pero sobre todo en la... —y se calló la insinuación.

... cama —musitaron todas, riendo. Ya tenemos candidato, pero eso será tema para próxima ocasión. Piénsalo por ahora. Hoy

queremos que lo medites y que, a su tiempo, hable la necesidad —e hizo el ademán. Susana se ruborizó y puso el dedo vertical sobre la curva de una tímida sonrisa. Pedía reserva

o, cuando menos, tregua. Guardó un discreto silencio en la bolsa de la prudencia. No se volvió a tocar el tema de manera intencional como un paréntesis lógico. Se agotaron

las minucias en las viandas y en los tópicos de la charla, y dejaba abiertas rendijas por donde podía entrar Pedro como tema recurrente. Una tristeza acerba escalaba, como trepadora, a sus ojos. Aún persistía la imagen.

El talante jovial, abierto de Tomás no volvió al comercio hasta que pasó la bruma. Encontraba en la adustez la actitud más pertinente a su estado interior de ánimo y cualquier exceso de simpatía, de buen humor y desembarazo, eran posturas fingidas. Su alma, si había que darle apertura, era un telón umbrío en un escenario trágico que iba a pelo con su amargura. Parecía como si en el aparador faltara un artículo de una demanda apremiante. Sus oídos se habían acostumbrado al taconeo de las nueve de la mañana, al saludo cordial de todos los días, a un buen humor indefectible, a iniciativas constantes para sostener el

Page 91: Los candados del destino

mercado, a sus relaciones cálidas y hasta el grado de su altruismo con las personas y familiares que lo requerían. La diferencia entre estar o no estar, es una palabra que se encuentra en un diccionario no escrito. La oquedad que deja la partida de Pedro no es comparable al dolor que causa su eterna ausencia. Extrañaba sus opiniones, su parecer, las recomendaciones y la autorización en esto o aquello, con un sentimiento cabal, humano, de poliédrica estructura. Trataba de hacer las cosas como si estuviera presente, porque sus respuestas quedaron colgadas de las paredes como cuadros, como réplicas fantasmales, contestatarias. Hoy era otra persona quien debía de autorizar las compras, las bajas, los precios, las existencias de nuevos productos. Pero no estaba en la tienda y era razón suficiente para acordar en secreto y tomar las resoluciones necesarias como si el mismo Pedro las hubiera aprobado. Las consultas semanarias a Susana las cumplía como una manera de fincar responsabilidades. La respuesta era. la misma:

—Tú sabes, Tomás, esas cosas. Yo jamás lo decidía. Si lo crees necesario, hazlo. La consternación de Susana no le dejaba espacio para pensar en otra cosa. A pesar de ello,

cada fin de semana informaba y pedía, naturalmente, su aquiescencia. Recordaba con nostalgia la ocasión en que, como coterráneo, viajó hasta allí a buscar a

Pedro, para conocer personalmente al único británico que existía en toda la península. Junto a su nombre en Loreto estaba una juventud similar a la suya, sus padres que lo trajeron, el expendio de comestibles, si no el único, el mejor, sus afición por las perlas que lo convirtieron en mecenas de los buzos. Su mayor valor fue no irse de regreso. Su búsqueda de un gerente que administrara el negocio y disponer de más tiempo para dedicarse a otros giros, sin descuidar los servicios comerciales, era ímproba tarea.

Yo no vine, y él lo supo perfectamente a su tiempo—, por el puesto de la gerencia —se decía Tomás—. Mi oficio de carpintero me daba acceso a vivir en forma por demás holgada, mientras que pensaba en 'andar y andar por otros rumbos distintos, inclusive visitar a Virginia y saludar a la hija de mechones rubicundos y ojos de verde esmeralda. Pero me ganó su candidez, su integridad, sus dones de hombre de bien, como si hubiera absorbido lo mejor que encontró a su paso por el arco iris de este pueblo de almas bondadosas. Loreto casi llegaba a quinientos habitantes, dedicados a la agricultura, al ganado y a la pesca, a la

Page 92: Los candados del destino

artesanía de palma, a deleites especiales de la cocina, a la confección de galletas, antojitos, a los vinos de vides y de dátiles y a toda suerte de confecciones regionales. También a la veneración de la virgen que trajo el padre Salvatierra, el primer jesuíta italiano que transportó a la Madona con un ejército de ángeles como el que la llevó a Italia.

Pero las reflexiones de Tomás llegaban más lejos: trabajar sin su compañía cambiaba radicalmente el objetivo de seguir viviendo en la Baja California. Esta forma de existencia, reposada, transparente, que se volvía tediosamente ordinaria, era un ritmo acalambrado que se asemejaba al paso de dromedarios cruzando lánguidos el desierto. Eso dejaba de ser vibración de vida, a cambio del conformismo de un oficio que se volvía sedentario, atávico y poltronero. —Si he vivido en todos los mares que circunnavegan el mundo, en una ciudad como Londres, cosmopolita; en la flota que venció a la otrora Armada Invencible y, al final de cuentas, en puertos desenfrenados, voluptuosos y motrices, estoy transformado aquí en un símil de anacoreta... He de volver a la Gran Bretaña, a la ubre de la tecnocracia, a-su Revolución Industrial, a las sensaciones vitales. Me siento en medio de un barco que va conociendo mundo con un camarote vacío esperando el pasajero. He de salir al mar a encontrarme con las modernas olas y recorrer espejos de agua distintos. Al fin en este lugar ya no me necesitan —intentaba convencerse—. La tienda es de los jóvenes. Ahora no sería una nueva defección. El hueco que vine a llenar, ya no existe.

Pero... ¿y Susana? ¿Y Pedrito, Pablo y Lucas? Es cierto. Nunca han estado como cancerberos y encargados de la tienda. Sus manos finas, delgadas, están habituadas al juego, al estudio, a toda clase de atenciones, ni siquiera al fregadero, a la cocina, a los platos o a levantar costales, latas de manteca, cajas de cereales o cacaixtles de panocha. Están lejos de manejar compras, ventas y libros, inventarios, proveedores y regateos. No resulta tan fácil enfrentarse; de. la noche a la mañana, a todo este maremagnum que representa el administrar esta clase de comercios de artículos de compraventa. Son dos negocios en uno: una cosa es saber comprar y otra más saber vender. La realidad inmediata es que, para la familia entera, resulta un verdadero embrollo, un torbellino cáustico hacerse cargo de la tienda.

Tomás sentía, al final de cuentas, que sería una suerte de deslealtad para Pedro no dejarlos encarrilados. Abandonar en este momento su futuro incierto, sería brindarle al infortunio derecho de picaporte con entrada a domicilio. Era arrojarlos a un abismo de desconcierto.

Page 93: Los candados del destino

Se quedarían, a unos cuantos meses, otra vez, huérfanos de padre, esposo y gerente. Era peor, mil veces, la exclusión, el finiquito, la rescisión del contrato, que dejarlos al garete, en el desamparo, como lo hizo —irreflexivamente— con aquel barco de guerra. Debería esperar pacientemente el despido, cuando Pedrito fuera adulto y él un anciano inútil. Sería más congruente, por lo pronto, esperar. ¿Qué más da?

Algunos días más tarde, Susana, se encontró casualmente con las muchachas Higuera que habían estado en la reunión de aniversario. No había salido, desde entonces, a ninguna otra parte que no fuera al negocio para surtir la despensa, al cuidado del jardín y alguna vez a la escuela y quizá, a la iglesia.

—Susy ¡qué gusto! Desde el cumpleaños no te he visto. ¿Qué ha sido de tu vida? —Trabajar en la casa, atender a los hijos, dormir como conejo... es un tráfago diario, aburrido

—dijo. Esperando que Dios se acuerde de mis restos —agregó melancólica. —Quiero verte —replicó. No es posible que estés, como un árbol cascariento, despellejándote.

¿Te parece bien mañana? Hicieron cita a la diez de la mañana, después de dar desayunos, mandar plebes a la escuela y

preparar la comida. Al llegar el nuevo día se apresuró al aseo de la casa y adecuar el recibidor de la sala, el café de...

esa cosa y algunas galletas. Y la leche. Cuando decía "esa cosa" evitaba decir "de talega". A la hora convenida estaba llegando puntual, entusiasta, muy risueña. Traspuso la reja de

enfrente y tocó la puerta con los nudillos. Pasa, pasa. Estás en tu casa. Tomó asiento en el sillón y se dispuso a hurgar antecedentes con la entrada triunfal de

preguntas. —¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido? ¿Qué tal van los hijos en la escuela? ¿Qué cuentas? Al interrogatorio común, contestaba con las respuestas comunes. No es fácil delatar el desánimo

ni descubrir el hastío aún cuando era el síndrome propio de una viudez galopante y, por añadidura, reciente. La soledad se había enquistado como un garrote nocturno a pesar de haber renunciado a recuerdos obsesivos y visto el pasado sólo como un álbum de hojas de pergamino definitivamente clausurado.

Posó la taza de café en una escudilla de plata junto aun recipiente con leche ordeñada esa mañana en el establo y la ofreció a Susana.

Page 94: Los candados del destino

Dobló las piernas y la falda descubrió el tobillo; se arrellanó con placidez. Esperó que su amiga se sentara y tomara su pocillo. Betty Higuera tenía veinte años de casada y andaba como por los treinta y cinco de edad, la misma de Susana. Era madura, prudente y una mujer sensata en cuanto a su manera de ser y de pensar entre el séquito de amigas. Un cromo, un equilibrio de virtudes.

—¿Parece que ya has pasado e! noviciado de tu nueva soltería? —le dijo Betty ocurrente.

—Bueno —lo pensó— es un limón de los días, las noches, que absorbes sin hacer gestos hasta que la acidez te parece un bombón en almíbar. Eso de hacer las mismas cosas que antes, es aprender a vivir con muletas y a ciegas. Los hijos te dan la mano, es cierto, pero no es igual. Necesitas el respaldo. ¿Cómo decirlo?

—¿Y Tomás? —escudriñó furtivamente. —Él se entiende con la tienda y rinde cuentas puntualmente. —¿Recuerdas el brindis de tu aniversario? —Sí—respondió ingenua. —Debes saber que una de tus amigas te dio la opinión de todas. No solamente de ese grupo,

sino la percepción del pueblo entero. Esa vez no te lo dijimos, por respeto a... tu sabes. Lo que voy a decirte ahora —siguió— es una impresión general. No debes, pues, molestarte y tomarlo en forma natural. Creemos, todas, que es necesario y, definitivamente, lo más idóneo. Es el paso que debes seguir, sin demora.

Anonadada, revuelta, nomás alcanzó a entrar a un túnel de estropajo y enredo. —¿A qué te refieres? ¿No entiendo? —Mira —intervino Betty otra vez— la vez anterior, nos pareció inoportuno cualquier

comentario. Sólo quisimos adelantarnos un poco. Tú, como no sales a ninguna parte, no escuchas ni te enteras.

—¿Qué cosa? ¡Dímelo, de una vez! —Susana estaba más intrigada. —Que te debes volver a casar. Eres joven aún. —Bueno, eso si, lo dijeron. Es cierto. Lo tomé como una broma.

—Le ganó una risa nerviosa y buscó, en vano, en el techo de palma la red de telarañas que no existía. La forma de mencionarlo me pareció sólo una ocurrencia —razonó Susana, dudosa, con el cabello suelto girando hacia ambos lados de la cara.

Page 95: Los candados del destino

—No, Susy —acentuó Betty. Es una apreciación que, desde hace algunos meses, no se ha dejado

de mencionar como una opción posible entre todo el vecindario. Por una sencilla razón: eres mujer madura, de buen ver, estás en la flor de la vida y no es justo que te marchites como si fueras la rosa en el calor de mediodía. No mereces vivir sola. ¿Sabes lo que significa la flor de la vida?

—No. Le preocupaba el escándalo. —¿Y mis hijos? ¿Qué va a decir la gente?— encaró el voto del

brindis. —Es la gente la que lo dice. Así lo piensa, de veras —aseguró Betty. Si la gente es la que te

preocupa, está de tu parte, Susana. Tienes, de antemano, su consentimiento. Todo mundo está de acuerdo en otras nupcias. —¿Y con quién? —sabía internamente Susana que en el pueblo no había partido que sustituyera, medianamente, a Pedro. ¿Aquí? —repito ella misma.

—Susana —le buscó fijamente a los ojos— tienes una persona cerca de ti; de tu vida, de tu casa, de tu marido y de tus hijos, ¡qué más quieres! Es cuestión de que cupido lance una flecha directa y penetre en la diana cardiaca. Si tu no sabes hacerlo para qué sirven tus ojos, tu sonrisa, o algún descuido en tu cuerpo. Si no lo intuyes, estás frita. Mejor dale el tiro de gracia a tus faldas. No hay mortal que aguante un hechizo rotulado con carta y destinatario. Tú lo sabes bien. De estrechar otro tipo de relaciones hasta Pedro estaría de acuerdo. ¿Qué vas a hacer sola en esta vida con tres hijos varones? —¿Es que tienen ya un candidato? —la tomó por sorpresa. Le parecía una intromisión flagrante en la que la comunidad la suplantaba.

Betty asintió con la cabeza. —¿Y quién es? —clavó Susana la mirada esperando una respuesta inmediata. —Tomás, pues, Tomás. Se quedó rígida, incrédula, con la vista perdida. Era la opción más absurda. Fue como un

gong trepidante con el clamor de un fuerte mazazo. Cambió, inclusive, el matiz de la cara a un color verde aturdido.

—¿Tomás...? Pero él ha sido, por años, el tío de mis hijos, así lo ven desde pequeños, es el mejor amigo de Pedro y, además, un

Page 96: Los candados del destino

miembro más de la familia, es quien administra la tienda, es un hermano, un...

—Por eso —se limitó a decir Betty. Susana se dio cuenta que lo estaba ponderando en exceso. Era como ella lo veía o como

todos lo habían visto. Existía, desde hace mucho, es cierto, una confianza muy estrecha y una cercanía casi esquimal. Una especie de cariño fraterno. Le dio pena confesarlo, pero era parte de la casa que consideraba como una extensión del Pedro.

—Por eso —ratificó Betty. —Tomás —resumió pensando— no lo hubiera jamás pensado. Está tan cerca de nuestros

afectos. —Por eso, te digo. Los vecinos lo ven de manera positiva, práctica, razonable. Era el

mejor amigo de Pedro. Y él, seamos sensatas, ya se fue —lo expresó con temor. Unos días más tarde, viernes para mayor seña, Tomás acudió a un brindis en la cantina

después de una invitación reiterada de tres amigos de la tienda. Olvidó avisar a Susana que acudiría hasta el sábado por la mañana para el informe de cuentas semanario y, además, para la comida de siempre. A ella le extrañó que no hubiera una disculpa para justificarse, cuando puntualmente lo hacía. Debió tener mucho trabajo. Entregaba el corte de caja y compartía los alimentos con el resto de la familia reunida. De cualquier forma, la operación era, o bien el sábado, o el domingo.

—¿No viene el tío Tomás? —preguntó el menor —No se ha reportado—repuso la madre. Mientras tanto el administrador del negocio iba para la segunda

tanda con su tercia de amigos. Cuando pidió la última, apareció el móvil de la invitación. Las

copas envalentonaron el corrillo y disparó lo que consideraba un secreto:

—Mira, Tomás, tenemos que decirte. Mi pecho no es bodega ni debe ser tumba entre amigos. Tú debes enterarte de lo que anda diciendo la gente; sospecho que lo ignoras porque estás muy metido en la tienda. Para eso te invitamos, como cuates.

—Dime. —La gente dice que eres un buen candidato de marido para doña Susana, porque eres paisano de

Pedro, su administrador del comercio y el más allegado a la familia. Comentan que les agradaría que contraigan matrimonio.

Page 97: Los candados del destino

Tomás los paró en seco con la mirada. —Hace mucho que murmuran —terminó. —Te lo decimos, porque, de seguro, ni lo imaginas -trató de justificarse el segundo. —Si nos oyera don Pedro, no creo que se opusiera —culminó terminante el que faltaba. —

¿Lo sabías? Tomás miró a uno, luego a los otros, con la mirada asombrada. —No —contestó descompuesto— es la primera noticia que tengo. —Lo temíamos. En toda referencia que se propala, el último en saberlo es el interesado —

razonó el auxiliar. —Les agradezco su comunicación. No tomen en cuenta las habladas. Entre nosotros

existe sólo una gran amistad —repitió Tomás, cortante. Sus ojos se movían como un par de canicas en un plato con un desorden mental disperso,

sin control, pero prefirió guardar el más elocuente silencio. Desvió la conversación para restarle importancia a sabiendas que procedía de un rumor popular que, en el mejor de los casos, no merecía la atención necesaria por no tener autoría. Por el hecho de ser anónimo, puede ser ocurrencia de algún ocioso, repetida muchas veces por otros, resulta un juicio particular. Puede ser nociva, además —pensó.

Lo más significativo es que ellos no se dieran por enterados de algún interés personal, emoción o tolerancia pasiva. Mientras ingeniaba una serie de argucias para volver al carril de otro tema, se percató de su inasistencia:

No fui a comer con Susana —recordó mentalmente. —Pero...—dijo el amigo más joven. —Olvidémonos del caso. Les agradezco de nuevo. Son habladurías —atajó conclúyeme. Disolvió así su trascendencia. Sin embargo, en el subconsciente tomó cuerpo la idea, le atraía

el comentario como para reflexionarlo a solas y, de paso, le causaba cierta aprehensión. Despidiéronse al poco tiempo, unos desalentados por la actitud al recibir el murmullo; otros,

dudosos por el impacto insensible y él, impasible, con el rostro sereno como si no hubiese oído nada.

No obstante, cuando caminó rumbo a su casa comenzó a deglutir el rumor.

Page 98: Los candados del destino

¡Qué cab... ¡ —no lo dijo por ellos, sino por quienes amarran navajas. El sobresalto que le animaba tenía, de acuerdo con sus análisis, tres implicaciones graves: uno,

que la gente al pensar eso, quería que se transformara de gerente en propietario, es decir, dar el braguetazo, como dicen. Dos: que, al saberlo, alentaran las murmuraciones ante una posibilidad de logro. Y tres, que Susana pudiera pensar que el mismo Tomás hubiera propiciado este merequetengue.

Anduvo como absorto en los siguientes días con el tema dándole vueltas en la cabeza y, con mayor razón, por las noches. Él fue, en efecto, el último en saber el argüende. ¿Pueden decir que urdió la trama para intentar aspirar a sus bienes? Sería lógico que, para hacerle sentir sus pretensiones, tuviera que recurrir al parloteo.

Tomás se debatía en ascuas. Por más que se devanaba los sesos, no encontraba la manera de liberarse de aquel anatema o de probar que el vecindario era el creador exclusivo de tal charlatanería. Pensó en ver a varias personas para consultar el caso y pedirles sugerencias, opiniones, recomendaciones, sobre la forma de salir de estas murmuraciones. Trataba de elegir entre el cura, el boticario, el maestro de la escuela o alguna dama con prudencia que pudiera aconsejarlo. O también... podría ser... ¡claro!, sin duda. Eso es, así quedaba finalmente, entre familia.

A partir de ese momento don Severo se convirtió en el sumo confesor y confidente de Tomás para llegar a la indicación más congruente que pusiera higiene en el caso. O una intervención, quizá. Por conducto del mismo auxiliar de la tienda le pidió tomar un café para tratarle un asunto de importancia. Esperó con ansiedad el momento. Llegó la hora de hablar con el padre de Susana.

—¡De qué se trata, pues! —No tengo a nadie —expresó dudoso Tomás— que pueda oír mis preocupaciones—. El

viejo se acomodó en la silla y se hizo todo oídos. Antes de empezar, Tomás trastabillaba, tropezaba con cada palabra.

—Andan diciendo... me dicen... en toda la vecindad... que es buena idea que yo me case...—y aquí, de pronto, se detuvo. —... con Susana —terminó su interlocutor. Aja... ¿y qué más? —le arrebató. Sorprendido, se jaló los cabellos:

—¿Ya lo sabía, don Severo?

Page 99: Los candados del destino

—¡Válgame, Dios, hijo! Si todo el mundo lo dice en la iglesia, en el mercado, en cualquier

comadreo de viejas. Es un secreto a voces —se pronunciaron sus arrugas con el hueco de la risa. Ya quieren que coja m'ija —estalló

en carcajadas. —Oiga, don Severo, no sé si ella lo sabe. Y no quisiera que lo supiera, sin que hubiera

aclaración de mi parte. Yo, le juro, que no pude haber dicho eso. Ni llegué jamás a pensarlo —explotó— yo no

tengo relaciones con la gente. Lo traigo aquí refundido —y apuntaba a la cabeza entre ceja y ceja. No tengo madera de logrero ni de aprovechador, preferiría, en todo caso, emigrar.

Tomás estaba inquieto con el mayúsculo mitote que se había generado en el pueblo. —Yo no quiero que Susana piense que soy un oportunista

—aclaró. Si eso sucede, me retiro, se lo repito. Don Severo persistía en sus carcajadas mientras decía: —Tampoco la gente piensa eso. —¿Qué debo hacer? ¡Le ruego que me aconseje! —¿Que qué debes hacer? ¡Pues, habíale! Dile la especie que corre entre los vecinos y aclara

que tú no la promueves. Que es ajeno a tus principios. Que le debes lealtad y que...¡tú sabes lo qué debes decirle!

Ahora, si los dos están de acuerdo, pues adelante. Ni modo. La casa estaba cerrada y, al parecer, se encontraba ausente de la casa con alguna amiga, quizá,

o en dirección a la tienda —supuso el inglés. De todos modos tocó con una moneda en la aldaba antes de trasponer la verja. Afortunadamente, ahí estaba y justificaba el encierro por el polvo de la calle.

—¡Qué milagro! Pasa. ¿A qué se debe el honor? —Es una visita de paso —dijo sabiendo que mentía deliberadamente. Después de la

introducción fortuita le manifestó el motivo. Estoy preocupado, Susana, con las murmuraciones que, me enteré, andan corriendo. —¿Qué pasa? —inquirió Susana. —El sábado me informaron de un infundió que me parece detestable. Es una versión que

se oye en la iglesia, las tertulias, las tiendas, hasta en la cantina. ;—¿Qué es? —lo atajó Susana con disimulo.

Page 100: Los candados del destino

—Pues, comentan... dicen... que es lógico y razonable que...¡no creas que yo lo he dicho!...

que... que por qué no nos casamos —lo pronunció con temeridad. —¡Ahhh! Qué más... —¿Tú también ya lo sabías? —abrió los ojos desmesurados. —El día de mi cumpleaños me adelantaron algo y después me lo confirmó Betty. Opinan —lo advirtió— que es un comentario de pláticas desde hace mucho tiempo. No es

nuevo —aduce— y todavía opina la gente que lo ven como una opción viable, y que hasta dicen: "Para qué se murió Pedro, pues".

—Yo no quiero —se puso serio— que vayas a imaginar que soy el autor de esas habladas. No sería capaz de hacerlo nunca. No quiero que pienses que soy un ventajoso. Mejor me retiro y me voy del pueblo.

Susana Respondió con vanidad, con una sonrisa sospechosa. —¡No te fijes, hombre! ¡Cómo si no te conociera! —Pero es fácil deducir que, en alguna reunión de amigos, en el mismo mostrador de la tienda,

yo pudiera haber externado esa pretensión. —Se sentía ahora distinto, aligerado. —Te conozco, Tomás, desde hace mucho tiempo y nunca hubiera pensado que tú podrías

cometer esa diablura —Susana tenía un aspecto sereno como si la aclaración de Tomás le hubiera tranquilizado.

—No dormir, estar difuso, han sido mis noches de estos días. ¡Cómo voy a faltar el respeto a mi amigo Pedro y la amistad y el cariño de todos ustedes!

Se abrió un compás de silencio en una puerta que carecía de goznes. Después de mencionar la palabra cariño algo sintió que flotaba en el aire. Era la segunda vez que lo decía y le dio la impresión de que lo examinaban.

—Tú papá me aconsejó comentar contigo este malentendido. Ya estoy más tranquilo. No quiero que pienses mal —rubricó.

Susana levantó suavemente el par de inquietantes pupilas y las fijó en los ojos de Tomás que no hallaba hacia dónde dirigir los suyos.

—Y a todo esto, Tomás, ¿tú que piensas? —Susana fue directa y provocativa. El pueblo se convirtió en casamentero con su bola de cristal insondable. El Pueblo casi

nunca se equivoca.

Page 101: Los candados del destino

—Bueno —se espantó el inglés, contrito— como dijo don Severo— si nos llegáramos a poner de

acuerdo... ni modo.

Page 102: Los candados del destino

ra tan solo legitimar una relación ya de por si estrecha, donde no había, desde hacía muchos años, ni secretos, ni desconfianzas, ni engaños, ni encubrimientos de ninguna especie que pudieran pringar en algo su autenticidad. El convertir en legal una relación compacta como dos cuerpos unidos por las espaldas, similar a dos organismos mellizos,

daba igual hacerlo o no hacerlo, cuando de todos modos existía. Tal vez la unión confirmaba que el papel, únicamente, servía para poder estar juntos en la cama. Por otro lado era completamente innecesario. Las relaciones sociales, los manejos económicos, los asuntos religiosos, la solidaridad generosa o, desde colgar las cortinas o sacar agua del pozo, estaban supeditadas hasta el arribo de Tomás. Él iba a la reunión mensual de la escuela con la representación de la madre. Incluso le consultó el valor del carruaje, que quería vender porque se estaba hacienda viejo, inútil, amén de que ocupaba mucho espacio.

—Me recuerda a un ocupante ausente que ya no da, como yo, medianamente, el servicio ordinario —evocó Susana.

—Si tú no das el servicio es porque no quieres hacerlo —Tomás se volvía socarrón. Hasta en ese tipo de bromas estaba la otra mitad puntiaguda de Pedro. La boda fue sencilla, privada, casi exclusiva para familiares y amigos. Sacrificaron, eso si, dos vaquillas, tres terneras y cinco gallinas para hacerlas barbacoa y mole, con sopa fresca, ensalada y vino de La Purísima. Ahí estaban de nuevo las Real, las Romero, las Higuera, las Larrinaga, las Rubio, las Mayoral, las Murillo y otras más del círculo de amigas y señoras conocidas de Susana y de !a primera descendencia loretana. Se realizó en casa de don Severo por la celebración del contrato de carácter civil que, ahora, debía de suscribirse de acuerdo con don Melchor Ocampo, el ministro de Benito Juárez

NUEVE

Page 103: Los candados del destino

que creó la institución del Registro Civil para contraer matrimonio legal. En el domicilio paterno cupieron, cuando mucho, unas cincuenta personas, aunque tal acontecimiento todo Loreto lo supo y respiró conforme, triunfante, como fiable consejero matrimonial.

Desde que murió Pedro no le quedaba otro recurso que juntarse con Susana o casarse. Con Tomás, solo con él, hubiera o no amor de por medio. Dicen que a la prima se le arrima y, ¿por qué no?, a la mejor amiga, también, si ella quiere. Si no, tarde o temprano, se acuestan y si alguien tiene que decir algo, puede decir, que se tapen. El juez principal, el pueblo, fue el primero en hacer la propuesta.

A los tres días recibió una corona de flores artificiales que venía a cargo de un propio que llegó en el barco procedente de La Paz. La trajo un muchacho del muelle cogida con las dos manos como si fuera un jarrón de cristal. La tarjeta que venía dentro de un sobre cerrado escuetamente indicaba el nombre del remitente. Dentro, decía:

Que la tierra le sea leve. Carpintería de Tomás. Desplegó una amplia sonrisa festejando la inopinada ocurrencia. Ojalá pueda decirles lo mismo —bromeó. En el mes de mayo de 1859 se casó Pedrito, el mayor de la familia, de diecinueve años

cumplidos, con Rosario Higuera. Susana, en su calidad de suegra, trató de aplazar la boda porque eran ambos muy jóvenes, pero ya el amor había consumado sus naturales estragos. Como sucesor del negocio tenía derecho a los bienes en calidad de heredero y como forma de traducir su patrimonio en la cantidad suficiente de pesos y centavos para sostener el nido reciente.

Antes de que se cumplieran los tres años del fallecimiento de Pedro, Susana ya contaba con nuevo marido, compañero y quién le ayudara a tender la cama y a destenderla.

En la luna de miel le dijo: de acuerdo a lo pactado, yo seré el cónyuge, el padre de tus hijos, el administrador de la tienda como hasta ahora lo he sido y lo que te de la gana, inclusive. Pero la propietaria eres tú y es, además, la sucesión que deben conservar tus hijos. De ninguna manera es mío. Yo no quiero que nadie sospeche que contraje matrimonio por ganguero. Yo seguiré con el mismo emolumento y con esa cantidad atenderé los gastos del hogar.

¿Estamos de acuerdo? —Como tú digas, Tomás —aprendió a decir, a respetar y a acatar la decisión de su nuevo esposo.

Page 104: Los candados del destino

Tiempo más tarde comenzó a aparecer el afecto, la comprensión, la tolerancia y la deferencia

común al enlace connubial, —En un mes me responsabilizo de que nazca un nuevo sentimiento —sentenció Tomás. —¿Amor?—curioseó Susana. —Amor—confirmó Tomás. En los siguientes meses la secuencia rutinaria fue volviéndose afectuosa. De manera

progresiva fue irrumpiendo una manera diferente de hablarse, de tratarse y entenderse. No había variado su forma de vida, salvo en los íntimos detalles que preservaban con absoluta mesura y recato. Era común su conducta en la sala, la cocina, el jardín, con normales atenciones y los consabidos arrumacos. Menos, por supuesto, en la alcoba. Los sábados por la tarde, como era habitual hacerlo, entregaba sus reportes, los cortes financieros y las respectivas ganancias que entregaba dentro de un sobre que guardaba, como todo el mundo lo hacía, debajo del colchón de la cama, que era una hueco de alcancía o sucedáneo de caja fuerte que, por cierto, luego adquirieron en Londres. Tomás llegó a ser el mejor amigo de los hijos. Después de llegar del trabajo les ayudaba a extraer el agua con la cubeta del pozo, a dar de comer a los puercos y a las gallinas y dar los desperdicios a los perros. Se entregaban a jugar a la pelota en la cancha del traspatio. Tomás asumía un papel comedido como administrador de la tienda y acostumbraba llamar a la señora Susana como "dueña" del establecimiento. Le interesaba hacer saber que, aunque estuviera casado, su papel de administrador no variaba. Era ella la propietaria y él el empleado de siempre. Cuando se presentaban nuevas transacciones tenía que obtener la licencia de ella e, invariablemente, respondía, en casos afirmativos: "la patrona estuvo de acuerdo". Después de aquellos rumores suscitados en el pueblo con respecto del matrimonio, la felicidad que tuvieron la consideraban un triunfo de las gentes que propiciaron el enlace.

—¿Qué tal el peso del matrimonio? —le decían irónicas sus amigas. ¿Y los kilogramos de paso?

En poco tiempo empezaron a tener ascendencia en el poblado y llegaron a reflejar, como Pedro, una imagen partícipe y generosa. Si se trataba de óbolos o caridades que solicitaban la Misión, la escuela o algunas de sus vecinas en desgracia, aún sin consultarlo lo hacía siempre en nombre de la señora. Así se ganó un prestigio de mujer magnánima y altruista.

Page 105: Los candados del destino

Pedrito andaba en veintidós años, con dos hijas, cuando su madre, de cuarenta y tantos,

tuvo su primer Taylor. Ya era usual verla partir a la iglesia o a la escuela, a la tienda o a las casas de sus amistades con la sombrilla floreada, con su abanico en la mano y su estómago de uvari. Cuando llegó el rubicundo ojiverde, con su pelo de melcocha y la piel alabastrina, no tenía parangón en todo el puerto.

En 1862 Mauricio vino a este mundo con tres medios hermanos: Pedro de veintidós, Pablo de diecinueve y Lucas de diecisiete.

Había que bautizarlo y eso le sirvió de pretexto para disculparse de una invitación que procedía de La Paz. Lo invitaban a asistir a colocar la primera piedra de la parroquia de Nuestra Señora de La Paz. Firmaba el Vicario Juan Francisco Escalante Moreno y el padre Mariano Carlón, su auxiliar. Le agregó a las excusas el puerperio de Susana, el inventario anual, la víspera de diciembre y las infaltables descargas de siempre.

Después de cinco años de haber construido la puerta que le costó la pérdida de Virginia, se inauguraba la iglesia. ¿Qué será de aquella hija, a propósito?

Comenzó la iniciativa a partir del preciso instante en que empezaba a elaborar la puerta de los temores con la reunión de materiales de construcción.

¿Para qué entonces tanto apuro? El Vicario expulsó a los dominicos hacía casi siete años por sus continuos enfrentamientos

con las autoridades civiles, estando al frente de la Orden el padre Gabriel González en el pueblo de Todos Santos. El cura había defendido también la integridad de la península contra los norteamericanos. Durante ochenta y un años, los de Santo Domingo fundaron diez misiones y causaron, entre otros, más de diez escándalos y reyertas.

Después de nacer Mauricio, como que maduró el-sentimiento en las ramas del nuevo árbol en que ahora se trepaba. Una sensación de certeza alentó la relación de los dos que se había consolidado con la picuda remesa que provocó, adicionalmente, el connatural instinto de propiedad y pertenencia. Un mágico encantamiento le produjo la criatura que venía a despertar un espíritu gregario. Comenzaba a florecer con mayor intensidad un amor caracterizado por un acento distinto que suscitaba, lógicamente, el laboratorio del trato y el deseo. Tomás lo sentía muy diferente a lo que ocurrió sin pensarlo con

Page 106: Los candados del destino

Virginia, aquella doncella Josefina de su primera experiencia, con la que tuvo una rubia de caireles de sol en levante.

Ya debe tener quince años. ¡Qué ganas de verla! —Comentó con Susana a su tiempo. La experiencia con una mujer viuda, joven y... había sido extraordinariamente fértil. Había

olvidado los besos, las caricias, los abrazos, la familia íntegra y el disfrutar de un hogar que, con compañía, enaltece.

La soledad que cultivó durante años, no fue buena compañera. Durante más de diez años estuvo untada a su puerta, adosada a todos sus muros, como lámpara colgada de los largueros de un techo fantasmal, diabólico y desesperado. Virginia habitaba en su mismo cuarto como un huésped planetario acostumbrado a un cúmulo de palabras sin sentido. No oía, veía, ni sentía, pero pulsaba sensiblemente las fibras del alma. Con ella habló todos los días, todas las noches, soñó y conversó como huésped de un calabozo en perseverante monólogo. Después de diez años en que Virginia dejó su vida hecha un trapo estrujado, se encerró en su habitación hasta que la soledad se volvió tránsito, costumbre, y desde ahí clasificó la jerarquía de valores que le sostuvo en calidad de fiera maniatada. Se habituó al aislamiento hasta el grado que en diez años no conoció mujer, ni amigo, ni compañero. Le bastaba estar solo, como una forma de caminar marginalmente por la vida. Hasta que se abrió la rendija con un rayo de consuelo que dejó entrar una ráfaga del sol en un orto desconocido. Lo encontró en Loreto. Cerró así, para siempre y desde fuera, su mazmorra de solitario. No es fácil desprenderse de un nomadismo de la noche a la mañana, ni salir con prisa nadando de la ínsula baratada.

En cambio, la algarabienta compañía abrumó con su desfile de fanfarrias y clarines. También entró tumultuosa la solidaridad, el afecto, los estímulos, la comprensión y, más allá, a lejos, una antorcha fulgurante que trae asida a la mano la última tabla de salvamento: la esperanza. Y al fondo, en el horizonte figura una luz que se aproxima, fluctuante, y que, tarde o temprano llega como transfusión a inocularse: el amor.

En los siguientes años se terminó de integrar la nueva familia de Susana. El bolsón de la cigüeña se extravió en forma definitiva. Roberto, que fue segundo, llegó en 1863; Juan vino en 1866; Federico en 1868 y, al año siguiente, Tomás, el homónimo de su padre quedó como despedida. Sólo artículos para dama. Así quedaba compuesta la

Page 107: Los candados del destino

familia de los ingleses: tres de Pedro y cuatro de Tomás. Susana iba caminado al portón desvencijado del medio centenario y Tomás, tranquilamente, pasaba de los cincuenta. Los Taylor, pues, y los Davis, resultaron medios hermanos y armonizaban fraternalmente. ¡Qué cosas tiene la vida! El destino tuvo la culpa.

Para esas fechas, la tienda la manejaban los hijos mayores de Pedro, sus legítimos condueños. Tomás sólo los seguía como consultor o consejero.

Trascendió por las personas que viajaban en los barcos, que el emperador Maximiliano de Habsburgo había sido pasado por las armas en Querétaro, en el Cerro de las Campanas, con Miramón y Mejía, dos traidores mexicanos. La verdad es que la invasión de los franceses, se conoció por rumores, porque en Loreto jamás estuvieron. La península se salvó de puritito milagro. Lo único que sintieron fue el grado de miseria de sus veinte mil habitantes. La población aumentó en ese tiempo por la migración constante de los Estados Unidos y de gente de entidades vecinas que se escondía de la guerra. Primero de los franceses y después de los reformistas de Juárez. Además, la metalurgia aumentaba la demanda de mano de obra minera en El Triunfo y San Antonio, dos comunidades del puño sur. Era un auge inesperado y el tiempo de las vacas gordas.

Las novedades venían con el arribo de barcos o con algún loretano que compraba El Centinela, un periódico paceño que traía algunas noticias de la capital y del centro. El poblado de Loreto a duras penas vivía, o mejor sobrevivía, con tareas en el campo, con su pesca, su ganado, con su alambique de dátil, con sus confites caseros de tamales, tacos, empanadas, jamoncillos y cubiertos, como conocen a las pequeñas biznagas engominadas de azúcar. Y también persistían de milagro.

¡Empanadas de queso adentro! ¡Tamales! No faltaban, en el negocio de las ventas callejeras, los encurtidos de chiles, las cebollas en

vinagre, los dátiles enmielados, las zanahorias en escabeche, las aceitunas sajadas, las piezas de queso macho, el vino de purificar del rancho de La Purísima y algunos otros etcéteras. Además, por la mañana, pululaban las recuas con leña de mezquite para el fogón de las cocinas. Así vivía y trabajaba la misión jesuita de Loreto con sus quinientos habitantes, en el apoltronamiento absoluto. Salvo algunas eventuales contingencias.

Page 108: Los candados del destino

Mientras, en el firmamento aparecía de repente un tropel de meteoritos que semejaba un

diseño de geometría entre azul, plata y bengala. La trayectoria de un fragmento estuvo a punto de despeinar su encrespada cabellera. Ese día, Tomas se preguntó abstraído —¿Qué demonios hago aquí?— Otra vez la burra al trigo.

Lo mismo podía haberse preguntado Pedro —se dijo— mirando hacia la alfombra de estrellas como sorprendiendo del vuelo de un zángano infiel, bígamo, al sentirse descubierto: Ser prófugo de la justicia en ese villorrio inmundo era ser recluso de la vida, un proscrito. Dar la espalda a la ciudad, a la metrópoli, a la urbe industrial aquella, era resignarse a existir, eso si, cómodamente. A cambio de las carencias de un entorno liliputense, ¿qué quedaba?

Otra vez lo volvía a pensar, pero estaba convencido, definitivamente, de su reclusión convicta. Es que, a veces, se desesperaba. —¿Será, y que me perdone Londres, el amor en su concepto más amplio, desplegado en forma estruendosa? ¿En su texto más arcaico aflora su origen primitivo? ¿Lo ignora la sociedad compleja, impersonal, tecnocrática? ¿Será la existencia sencilla, placentera, la que ajusta sus relojes al bienestar de la vida?

Pasó el tiempo lentamente. Los hijos se empelotaban por la reja de la niñez al portón de la juventud. Los padres, a su vez, con dificultad intentaban brincar con saltos pequeños de la madurez a la senectud.

En los siguientes veinte años los sucesos se presentaron con una secuencia pasmosa sin producirse, en todo ese trecho, ningún vaivén ni altibajo. El mostrador de la tienda denotaba más su tono de maquillaje barcino de cientos de manos que tratan, con sudor, polvo y manteca, de dar la pátina del tiempo. Para esas fechas el negocio estaba en manos de los muchachos mayores. Los de Tomás, que no intervenían en ella, salían fugaces del aula. Susana seguía reuniéndose con las amigas ya estropeadas por los años y él convocaba a sus amistades a partidas de ajedrez o dominó. Visitaba, por la fuerza de la costumbre, con inconstante frecuencia el comercio que había venido a menos por las misceláneas pequeñas que ofrecían competencia. Los hijos eran los brazos de un árbol que parecía haber recibido un exceso de fertilizantes. Se levantaban al cielo como espigas vigorosas. Habían nacido, sin duda, con la única finalidad de crecer como arbotantes. La cuarteta de haraganes, espigados, fortachones, reflejaban sus rasgos semejantes a los de Susana, pero el matiz esmeralda de sus pupilas, el nácar de su epidermis y el oro de su cabellos, eran retratos del padre.

Page 109: Los candados del destino

Los cuatro desempeñaban trabajos de artesano, carpintero y empleo federal que, en su mayor

parte, heredaron del mollejón paternal. Los Davis echaron luego al mundo su descendencia. Pedro tuvo con Rosario un hijo en 1877, a

quien bautizaron con el nombre de Manuel. Lucas contrajo nupcias en 1878 con Benigna Clayton y al año siguiente tuvieron a su María Carmen. Pablo, el mediano mantuvo la soltería.

El primero de los Taylor que optó por el matrimonio fue Mauricio. Era el primer carpintero de la familia.

La de los 90 fue una década fatal, agostante. Desde antes de iniciar el año rodaron, en forma trágica, fichas del dominó sorprendentes e inesperadas. De acuerdo con la astrología y la ciencia de las probabilidades, el año debía tener vocación de ropavejero. La adversidad viene, generalmente, en las postrimerías del siglo. Parecía decir "me iré, pero me hacen el favor, de acompañarme".

En la víspera del centenario lo viejo se va al arcón de los artículos inservibles para que el siglo XX luzca en su estantería sólo productos nuevos. Se quedó mudo, razonando, porque oyó, machaconamente, que el destino es obra de uno mismo. Sin embargo, cuando las cosas suceden sin intervención del hombre, hay una fatalidad inerme, culpable. Si quieren ponerle nombre ¿será, acaso, el imbatible destino?

Iba llegando a su casa cuando, en lugar de quitar la aldaba se empecinaba en cerrarla, alucinado en sajar, discernir, el sibilino dilema: ¿destino o albedrío?.

El diecinueve de marzo murió el coronel Velasco, Jefe Político de la península y cuyo apellido se quedó a vivir en el nombre de la plazuela central de la ciudad de La Paz. El coronel tuvo dificultades con el obispo Moreno por la aplicación de las Leyes de Reforma de Benito Juárez y lo enviaron al exilio. Ocupó su lugar el coronel Francisco Miranda quien, a su vez, enfrentó los mismos problemas por los motivos anteriores, ahora, con el padre Mariano que estaba en la Vicaría cuando Tomás manufacturó la puerta. A fines de 76 se fue Miranda a Guaymas para no volver jamás.

Los años no pasan en balde, se quedan, se petrifican. Con los vástagos ya mayores formaron una familia condescendiente, pacífica. Juan tomó camino hacia el norte y por allá se casó. Traería luego a su mujer para presentarla a sus padres. Los demás, los hijos de Susana y los de Tomás, seguían ahí, bonachonamente. Formaron, pues, una

Page 110: Los candados del destino

familia como un trébol de muchos pétalos. Los rascacielos de Pedro le decían a Tomás, cálidamente, tío, como siempre. La vejez da la etiqueta, por las arrugas, de una imagen respetable y un libro en las axilas significa experiencia, sabiduría. El tiempo dio la reputación: Era Tomás padre de siete hijos, entre propios y entenados, y abuelo, eso sí, de otros tantos. Por desdicha ninguna mujer.

Se quedó pensando en la suerte. No podía calificarla de mediocre porque hacerlo, sería un acto de soberbia. —No puedo quejarme, y lo que es más, no debo—. El calor de las tres de la tarde estaba para fritanga de un huevo.

Al triunfar el Plan de Tuxtepec se designó a Márquez de León Comandante de la Marina en la costa del Pacífico. Estaba en su comisión cuando el general Mier y Terán fusiló en Veracruz a un grupo de personajes en junio de 1879. Márquez renunció a su cargo y se puso a conspirar contra Porfirio Díaz. Ya había manifestado anteriormente su inconformidad con el presidente Juárez por las continuas reelecciones.

Le hubiera fascinado una niña. Una hija hubiera sido el manto que protegiera la ancianidad de sus padres, el calor especial del afecto y la ternura infinita que sólo hace sentir el corazón de las hijas mujeres. En el ritual de la muerte una hija estaría sentada al borde de la cabecera. Las hijas son, invariablemente, el postrer ojal de la vida y el primer paisaje de la otra. Suelen acompañar a los padres hasta el umbral de la muerte pegadas como estampilla, tratando de recatarlos con sus oraciones. Con el paso de los años, la vejez desmemoriada olvida gracia y dulzura, la delicada piel del cariño, las palabras conmovedoras, las actitudes indulgentes de quienes, por «u influencia con Dios, están como ángel de la guarda. Los hombres, por lo general, son otra cosa dispar: por su forma varonil de ser, sienten en la misma forma, pero se manifiestan distinto.

Se acomodó en la mecedora y con un suave suspiro, llegó de nuevo hasta Londres. Tenía una visita. —¿Sabía usted, don Tomás, que intereses extranjeros están llegando al territorio para

ocupar la península? Sí, mire: hace tiempo que el general Rangel está como Jefe Político del Territorio, que hace poco, por cierto, dejó de llamarse así. El mes de agosto pasado abandonó el encargo y cumplió nueve años de paz y relativo progreso en que no hubo disturbios de ninguna naturaleza, ni intentonas ni

Page 111: Los candados del destino

guerras. Construyó la Casa de Gobierno de La Paz, frente al Jardín Velasco, apoyó la pesca de perlas de la que viven un millar de los habitantes, creó la división política de Distrito Norte y Distrito Sur en 1888 y, sobre todo, distribuyó las tierras del Territorio en cuatro empresas norteamericanas.

—¡Repámpanos! —interjeccionó Tomás en flagrante imitación, de broma— no concesionan por hectárea, sino por puntos cardinales. Otra forma de penetrar, sin duda, no bélica, pero económica, capitalista. Lo que no hizo el dinero de las armas, lo hicieron las armas del dinero.

Tomás iba a cumplir los setenta y se sentía cual Sansón sin tijera y sin Dalila. Tomaba baños en la playa junto a la procesión de nietos, adquiría chucherías para ellos y así cubría el tiempo con la faltriquera llena de golosinas, galletas y gollerías como un Santa Claus profético. Susana, en cambio, se quedaba en la casa para hacer la comida a una horda de famélicos candidatos a un empacho, de perdido.

La vida en ese pueblo era como una noria de rancho: da vueltas y vueltas en el mismo sitio. La jalaba un buey marimbero con arnés en la cornamenta que se mareaba aburrido ahondando la misma huella de un camino trillado. Así era la existencia lerda de ese pueblo maravilloso, reumático y paradisíaco. El edén se caracteriza por contar con lo indispensable, no para el cuerpo, sino para el alma: planta, manzana, reptil, tentación y mordida.

La rutina era el trotar de un perpetuo aburrimiento. La tienda, el ajedrez, la playa, la casa o el libro nuevo que traía el barco del viernes, eran un ritornelo diario que, cuando terminaba una vuelta, volvía a empezar de nuevo. Era necesario habituarse.

Se puso a pensar en ello. —Estoy inmerso en un mundo tan ajeno a vértigos y vericuetos que resulta geométrico y esquemático, como la regla que se desliza por el ángulo de la escuadra. En algunas ocasiones han venido saltimbanquis, contorsionistas de los circos trashumantes, lágrimas despertadas por teatros de carpa y comedia, saltos yaquis del venado, indios de la pascóla o grupos de matlachines de Sonora. No aperturó, en un principio, ningún motivo especial. Por Dios que la pereza engarrota, el desvelo desfavorece y los años son toneladas de desinterés y de abulia. Pero, —se quedó pensando— después de todo es un fáustico pasatiempo, sobre todo para Susana, que se pasa el día en trabajos autómatas y catequistas. —Entró riendo.

—¿De qué te ríes, Tomás? —dijo Susana con extrañeza.

Page 112: Los candados del destino

—¡Vamos! —contestó— vamos a sacudir polilla. Aparte de amigos, tienda, libros y playa, dejaba el tiempo necesario para poner en orden sus

pensamientos, acomodarlos por estaturas y llegar a considerarlos en su dimensión correcta. Romántico, al fin de cuentas, como marinero de barco tenía el azul en las venas, y en el

corazón ilusiones. No había podido desvanecer la quilla que hace cristales el espejo de las aguas ni las velas que agradecen las sopladuras del viento. La nube que coquetea con el sol de la mañana es un guardián que le dice hasta luego a las estrellas. Con el sextante en la silla y con la proa rompiente en dirección a los sueños, desde el barco de su casa, navegaba con fantasías sin brújula ni bitácora.

No quería ponerse sentimental, idealista, soñador, ex-marinero, porque como buen viejo, lloraba. En el pequeño jardín se puso a regar las plantas: rosas, geranios, nomeolvides, al borde de la banqueta; extrajo instintivamente de la bolsa posterior el paliacate doblado y, con la punta, absorbió el sudor salobre de la frente, o enjugó una razón desconocida de llanto. Lo hizo rápidamente para evitar que Susana lo observara. Seguramente inquiriría:

—¿Qué pasó, Tomás? El seis de diciembre dejó de existir Pablo. Tenía cuarenta y seis años, soltero, enfermo de

tiempo atrás, sin diagnóstico previsible. Comenzó por no comer ni dormir. Susana creyó que por eso lloraba a solas. La verdad nadie lo sabe. El dolor la crucificó con un fulminante ataque de melancolía. Terminaba mal 1889.

El próximo martes llegaría en el barco que viene de Guaymas, Juan con su esposa, para estar un rato con los viejos. Malas nuevas le esperaban.

Page 113: Los candados del destino

a bahía de Loreto había amanecido de una pereza asombrosa como si no quebrara una taza. Absolutamente cloroformizada. El mar estaba a punto de ejecutar un bostezo y la placidez del sueño no alcanzaba ni siquiera a mover la ondulación de una ola. Un airecillo del norte rizaba al ras la marea que habían denominado: cero. Las palmeras que tachonan

las arenas de la playa se extrañaban de que ni un suspiro revolviera su melena color verde de clorofila. El mar estaba atónito, incrédulo. Era, para decirlo pronto, un espejo esmerilado por una brisa clorótica que interrumpían los pelícanos, las garzas y las gaviotas al rozar la serenidad del agua con los puntos cardinales de sus alas.

Juan llegó con su esposa para saludar a sus padres. Viajó desde Mexicali por el desierto de Altar hasta que llegó al puerto de Guaymas y tomó el barco a La Paz. Se le veía demacrado, descompuesto, pero lo atribuyeron al viaje áspero, espeso, de varios días de cascos retintineando en la brecha. Se puso peor con lo sucedido a Pablo. Parecía haber tenido un buen crucero porque el golfo tenía el aspecto de un gigante adormilado, con un letargo de hipnosis por un termómetro de cuarenta grados.

¡Qué diferencia de aquel mar que, hace más de medio siglo, se encrespó con olas de cuatro metros y se metió hasta la cocina y traspuso el patio, los sembradíos y más allá de las fincas! En lugar de un hito en la historia, ahora es un hecho olvidado. Tomás hizo en el fondo del patio una especie de taller improvisado con las pocas herramientas que conservaba consigo. Lo destinaba, exclusivamente, a las reparaciones o para casos de emergencia, como construir un juguete para los nietos, arreglar las bisagras de las puertas o sustituir los picaportes de las rejas. Ahí, de tarde en tarde, trabajaba en coches de niño, en sonajas de municiones o en maquetas

DIEZ

Page 114: Los candados del destino

de madera que les pedían en la escuela. O bien, para el primogénito de Tomás, que estaba por pronunciar su grito de independencia. Porque sería varón, pensaban todos.

Ni las reelecciones de Díaz les causaban expectación o proselitismo. Además, ni se enteraban. Al cabo de unas semanas el barco traía la noticia: ¡se volvió a reelegir clon Porfirio! Les daba igual una costra porosa. Ahí no pasaba nada. Ni el mátalos en caliente, ni su lema favorito de más administración y menos política.

Cuando a Juan le empeoró el quebranto y Tomás advirtió en su estado anémico la sombra de la dolencia, le sugirió que acudiera a la enfermera solitaria del dispensario sin médico. Después de verlo, dudosa, le recetó unos calmantes y le pidió que aguardara a la visita del galeno.

El doctor llegó en el barco al final de la semana y la señora de Juan lo estuvo esperando hasta que pudo, al fin, encontrarlo en las visitas domiciliarias. Una lasitud corría a lo largo de su cuerpo y las náuseas le provocaban vahídos con dolores de cabeza y temperatura de nubes. El facultativo acudió, lo examinó con cuidado y le prescribió tisanas para bajarle la fiebre. Además de unas grageas que buscó en el fondo de la valija.

—¿Qué tiene, doctor? —preguntó su padre. —Si reacciona, es neumonía —dijo con cierta incertidumbre. Volveré a verlo mañana —se

despidió. No fue necesario. A las dos de la madrugada del diecisiete de abril murió con alferecía. Tenía

veinticinco años de edad. 1891 no era, pues, la excepción. Volvió Susana, de nuevo, a su claustro del edredón.

La esposa de Tomás estaba a punto de turrón. Ya andaba en los nueve meses. Susana se puso en pie y llamó a la comadrona y preparó los trapajos que se utilizan en los partos.

Cuando nació la niña, Tomás guardó los juguetes. El alboroto trotó de la esposa a la familia y de la abuela a la tribu. Fue todo un acontecimiento. La

familia la recibió jubilosa, con explosión reservada. Otra nieta de excepción, después de la hija de Pedro, Marina; la de Lucas, María Carmen y de Mauricio, María. Esta criatura se llamaría como la reina del jardín: Rosa. Desafortunadamente, el veintisiete de abril falleció a los cuatro días de nacida. La primogénita de Tomás y de su esposa María abrió el portón del calvario. Rosa Taylor Palacios no llegó al primer piropo.

Page 115: Los candados del destino

Esta década final tuvo un registro persistente en el libro de mermas. ¿Por qué la parca —

decía Tomás— no se cobra utilidades donde hay existencia sobrada. Nosotros formamos parte de una especie en decadencia, a punto de la extinción completa.

En los árboles —pensó Susana— la raíz se seca primero y después se marchita el follaje. Al observar que en su familia sucedía lo contrario, se envolvió de nueva cuenta en una sombra

invisible debajo de las sábanas. El final del nonagésimo estrenaba un panteón en la familia. Apenas cicatrizaba la huella de las heridas, cuando se presentó otra vez el festón de la

tragedia. A consecuencia de un accidente apareció otra nueva baja. Comunicarle el hecho a Susana fue realmente agorero. Cuando Tomás le informó:

—Te tengo malas noticias. No dijo ¿qué?, sino ¿quién? Cayó como un fardo inmóvil al saber que se trataba del mediano de la familia: Lucas. El viejo

la atrapó del brazo izquierdo para no permitir otro golpe de brutales consecuencias. Lucas recibió la sepultura el día primero de marzo de 1895, de cuarenta años de edad, dejando

a Benigna Clayton y a María Carmen, de seis años escasos. Van muriendo los menores, cuando por ley natural debería ser a la inversa. De los hijos de

Pedro habían muerto Pablo y, ahora, Lucas y de Tomás, el penúltimo, Juan. No tiene orden la vida —se decía Susana, incrédula—. La lógica es una ciencia que se parece a un corssage que se prende en la solapa. Si lo quieres usar, lo usas; y si lo prefieres lo quitas. Nomás le sirve al ojal. Los mayores de edad debemos ser como el árbol que cuelga el ramaje por los años y que se arrastra en el suelo. No es razonable —continuaba— que en una familia fallezcan los últimos que nacieron, ni es común que los ancianos entierren a los más jóvenes.

A pesar de ser religiosa ferviente, ese era un reproche a Dios. Era un contrasentido oponer las leyes divinas con la propia naturaleza. Susana estaba vencida y, consecuentemente, agnóstica. Se llevó a la cama la taza de té y estiró en la colcha tendida su par de artríticas piernas, mientras, con el antebrazo en la frente, lanzó un lamento achacoso con las lágrimas de vidrio.

La familia en Comondú la invitó, con los Real, a pasar un paréntesis de desahogo. Recobrar la fortaleza y desterrar el desaliento

Page 116: Los candados del destino

le vendría bien. Las hermanas, las primas y las sobrinas, que poco van a Loreto, le servirían de catarsis como un jarro de agua bendita sobre las sienes albinas. Dejar por unos días la casa, olvidar esa cadena de condolencias, omitir los lugares comunes y las cosas que recuerdan charlas, fechas, sentimientos, opiniones, ayudarían a restablecer el ánimo, a madurar el recuerdo, para que, con moderación, se deguste posteriormente.

La realidad, inconmovible, es un luna de espejo —le animaba Tomás. Tu familia no estrujará para nada la úlcera que te lacera y serán tu distracción aquellos niños rollizos que, con durazno en las chapas, aceitunas de las miradas y el fresón en la sonrisa, te darán un espectáculo de candor tornasolado a la óptica de tu alma. Esos ángeles de sol, de agua y de regadío serán pala de colores de intermitencia sideral. Parecen hechos a mano con todas aquellas frutas habidas y por haber en las huertas. Podrás disfrutar espléndidamente esa galería de niños que parecen obras maestras de miniatura y porcelana. Tienen la magia de devolverte la fe, el optimismo, la alegría, las ansias de vivir con sus rasgos de candidez, de donosura y dulcedumbre. Te habrán de llevar a recorrer las huertas con sus arco iris de tonos y su escala de sabores que nos dan la sensación de estar inmersos con Evas y con Adanes dentro del paraíso.

Comondú seguía siendo el edén, la cornucopia del Territorio, el bazar silvestre más exclusivo del reino vegetal y, en particular, del principado de la horticultura. Vería Susana a viejas amistades que desde hacía tiempo no visitaba, ni saludaba siquiera, y que le harían grata la estancia: las Real, las Pérpuly, las Meza, las Verdugo, las Mayoral, las Arce, las Osuna, las Peralta, las Smith, las Romero, las Moreno, tantos troncos familiares que despertarían, seguramente, la secuela que habían dejado los años transcurridos sin haber podido frecuentarse. Tomás seguía intentando provocar el interés para que visitara los dos pueblos de Comondú separados por la barrera del cotorreo corrosivo de costumbre: San Miguel y San José. Tomó, al fin, el carruaje a las seis de la mañana para llegar con la fresca que derrite el sol de la tarde. Trepó la Sierra de la Giganta por la Misión de San Javier, pasó los hornos que desde ese entonces estaban abandonados, marginales, en la brecha polvorosa al final de los senderos enmarcados con piedras bolas. El sonar del vendaval acompasaba el desamparo que se hizo piedra hace siglos por encima de la cresta de un cerro con raya en medio, donde el cúmulo de lava atestigua la existencia de un

Page 117: Los candados del destino

volcán imperceptible que deja vestigios pétreos en la cañada que lleva hasta el manantial de abajo con el agua salvadora que une a los dos pueblos.

Estuvo Susana en Comondú más de un mes que, desde luego, le sirvió de desembarazo y, quizá, de lenitivo porque al volver a Loreto su espíritu era diferente. Hasta sus amigas se percataron. Fue una ducha benigna de tibio calor humano.

—La resinación hizo lo suyo —dijeron. Quince meses después del fallecimiento de Lucas, en septiembre de 1896 se casó Federico, el

penúltimo de los Taylor. Tenía veintiocho años de edad y Adela, que fue durante largo tiempo su prometida, veintiuno. Él, artesano, como su padre. Ella, hija de familia y vecina del lugar. Así, emparentaron con los Garayzar y los Larriñaga que eran los dos apellidos de los padres.

Asistieron, como católicos, a la boda en la Misión, después del Registro Civil. Susana quiso participar en el cortejo nupcial a pesar de que renqueaba ostentosamente con rítmico balancín y se apoyaba en el brazo de su esposo, insegura. Los deseos de vivir los impulsaban sus nietos: dos y a de Pedro, Manuel y Martina, María Carmen, la única de Lucas y los tres de Mauricio —María, otro Manuel y Refugio— que, por vivir en La Paz, no conocía. Su altivez y perseverancia mantenía un fértil esfuerzo por existir, cada vez, con menor mengua. Era una vela de cera que lentamente cedía, a pesar de que la flama tuviera luz más intensa, así como los cirios reverberan cuando se van agotando.

Un año y cinco meses más tarde la muerte llegó de nuevo. Murió finalmente Susana el 15 de febrero de 1898. Nativa de Comondú —dice el acta— ella de 75 y Tomás, su marido en segundas nupcias, de 79. No alcanzó a sortear el siglo. Estuvieron en el sepelio los hijos sobrevivientes: Pedro Davis Jr., Mauricio, Roberto, Federico y Tomás Taylor Jr. También, por primera vez, sus seis nietos, de los cuales los tres paceños no tuvieron la oportunidad de conocerla.

Tomás la lloró con un llanto antiguo, con un cúmulo reprimido de lágrimas. Los hijos que fallecieron se llevaron la corriente que le quedaba en la vida. Parecía que un pozo profundo se hubiera quedado sin agua. Aquel credo popular de convertir en sollozos la magnitud del dolor, dejó inundado el pañuelo, desapacible, exprimido. La lloró, si, pero con una mudez desgarrante. Era un elocuente testigo que, con

Page 118: Los candados del destino

sólo verlo, el talante hablaba. La ancianidad y su yacimiento es una mina de grietas que, al final, la fosiliza, lo mismo que el sufrimiento.

Se arrebujó en su poltrona y lanzó una mirada triste hacia el páramo insondable, en tanto sus manos gruesas, callosas, llenas de pecas, velludas y con un enjambre de venas palpitantes y azules, cogieron firmes la espalda de la añosa mecedora y, al apretar la madera, evitaron que saliera una intrusa de sus ojos, verdes, grisáceos. Un desorden de pestañas con los pelos albilargos, compartieron el intento plañidero.

Ahora —--dijo, meciendo la silla de patas curvas apoyadas en el piso— estoy solo, Susana, definitivamente solo. Y siguió.

Tenías razón, mujer, lo primero que se daña, de un árbol, es la raíz. Vivir, para ver morir, es un anticipo cruel.

Cerró los ojos, dejó de hacer el vaivén y apareció en el lagrimal una gota cristalina que escoltó a una mohín de llanto.

Antes de entrar al nuevo siglo, el trece se septiembre de 1889, Roberto contrajo nupcias con Mercedes Famanía. El tenía treinta y seis y ella veintiséis. La ceremonia se realizó en el Registro Civil de Santa Rosalía, de donde ella era originaria y tenía residencia con sus padres Fernando Famanía y doña Gertrudis Ángulo.

Cachanía era un pueblo muy nuevo. Se había comenzado a poblar hacía doce años, con la explotación del cobre, al encontrarse en el monte una cantidad enorme de "boleos", unas piedras esferoides, cupríferas y evidencia de yacimientos cuantiosos. La concesión para explotar el mineral se otorgó a una compañía francesa.

Tomás había retrasado su salida a La Paz por el viaje pendiente al mineral, a insistencias de la novia que quería, insistente, que estuviera en el enlace. Estaba a cien kilómetros o tres horas de camino apretado. Acomodó en su maleta los artículos de limpieza, los comprimidos de la botica, unos tres cambios de ropa y, ante todo, la placa de madera entre las prendas.

Salir a la capital era dejar a Loreto definitivamente. Con un cuantioso baúl de memorias y residuos iría a radicar a La Paz, con Mauricio, hasta que Dios...

Al regresar de Cachanía, venía pensando en el viaje que hicieron Pedro y familia de Plymouth a la ciudad de Londres del que jamás regresó. Prefirió no recordarlo.

Se colocó un cojín en las sienes y optó por encomendarse al sueño.

Page 119: Los candados del destino

Ir a La Paz significaba quemar, otra vez, las naves. Habría que despedirse religiosamente.

Después de sesenta años en Loreto, con esposa, cuatro hijos y hasta nietos sepultados en este suelo, no era fácil. Así nomás, emprender el viaje hasta nunca. —No he retornado a La Paz —pensaba— desde que vine con Pedro a tratar de conocerlo. Dejé la carpintería, la puerta de la parroquia, los amigos y ayudantes, al cura y al Vicario, a mis amigos perleros, a todos. Volver, por última vez, significa no regresar.

A los afectos, a los familiares, a los clientes y proveedores les dedicó una semana antes de su partida. El cura, el boticario, el policía, el maestro de la escuela, a los dependientes, les confesó la verdad: —¡Allá nos vemos! —No les dijo dónde. Después de la machucona cantinela terminó por abrazar a todos los lugareños: a los maridos, a las esposas, a los hijos.

—Estaré con Mauricio —fue la forma de conexión. Es decir, estaré aquí, al otro lado. Cuando llegó Mauricio para hacer el camino juntos, volvía a preparar la maleta que llevaba

a todos los viajes, primero el cuadro de cedro y enseguida la vestimenta, los artículos de higiene, las medicinas, los zapatos...

Salió por fin de Loreto, repasando cada casa con sus jardines al frente, sus patios con los follajes de sombra que convidaban, los niños con sus juguetes, los padres que se acompasaban en sus poltronas y, al final, las huertas de datilares con sus ristras de cápsulas hepatíticas, enhuesadas, que convulsionaban con su sabor agridulce. El ganado apacentado en los establos entre cercados de troncos de mezquite. La mañana comenzaba a entrar con una hornaza goteante. Esperaban trasponer la vertiente de La Giganta para estar, entre las cuatro y las cinco, a la vista de La Paz.

En medio del traqueteo se comentó que García Martínez, coronel, a la sazón Jefe Político del Distrito Sur, era un gobernante nefasto con estampa de arbitrario de siete suelas. Todo mundo lo señalaba como un señor de horca y cuchillo, sin escrúpulos. —Va a tener problemas —concluyeron. Y los tuvo. Tenían como referencia al general Topete, el anterior gobernante, que construyó edificios públicos, hospitales y algunos centros escolares.

Para darse una ligera idea de la población de La Paz donde iba a residir, preguntó a uno de los pasajeros:

—¿Cómo cuántos habitantes tiene la capital?

Page 120: Los candados del destino

—No sé con precisión -fue la respuesta— pero el Distrito Sur tiene como cuarenta y cinco mil

habitantes y, por lo menos, la mitad están en el puerto.

Page 121: Los candados del destino

ajo un laurel de la india, a la puerta de su casa, se mueve la mecedora con don Tomás sobre el mueble, sentado I plácidamente en el andador de tierra de la acera apisonada. Tiene las piernas juntas y encima de sus dos muslos sostiene la bandeja de madera con un platillo colmado de ciruelas del monte. Su movimiento es mecánico: coge la fruta amarilla, la introduce a la boca, exprime cáscara y jugo y arroja, a la izquierda, la

corteza masticada en un frasco para la basura y en el plato deja el chunique. ¿El chunique? Si. Es el hueso de la ciruela que, al golpearse en la parte cimera de la juntura de los cotiledones con un martillo o una piedra con cabeza para el golpeteo, se quiebra obedientemente en dos partes que arrojan íntegra la almendra que se encuentra en su interior, si se sabe ejecutarlas. En ese momento Manuel, su nieto, fractura la costra de uno, la escarba con un mondadientes y las va acumulando sobre otro plato para que la consuma su abuelo. Es un hedonismo paceño comer a puños las almendras. Dicen que, el que come ciruelas del monte, se queda en el Territorio.

La juventud es un dolor de cabeza que se cura con la pastilla de los años transcurridos —le comentaba al hijo mayor de Mauricio. El arte de vivir es una disciplina antigua de color intenso, que va a bordo de un carruaje con operador de librea, que practica ética diaria y arrastra detrás de sí una escala de valores con fauna de acompañamiento. Una cosa es vivir bien —como un hombre creso— y otra cosa es vivir mucho —como un pobre desdichado al que no le hace caso ni la muerte. "Si se juntan ambas condiciones, como debe ser mi caso, es la forma más sencilla de poder ganar un juego sin haber participado en el equipo". Vivir en La Paz era totalmente diferente. Un movimiento frenético y despabilado: coches tirados por bestias deambulando por las

ONCE

Page 122: Los candados del destino

calles, carretones de carga por todas partes, jinetes a caballo a toda carrera, muías con costales al lomo, burros con hatos de leña y vacas, cerdos y cabras que iban desde los establos a las ventas del mercado, a las carnicerías o al puerto. Era un trajinar farragoso.

Mauricio vivía a cinco manzanas del jardín principal del centro. La gente, independientemente, se movía de la periferia al meollo urbano en forma cotidiana, a las plazas de trabajo, a las tiendas, a los actos de la iglesia, al palacio de gobierno o al muelle para ver qué trajo el arribo del último barco. Había que habituase, inclusive, a un renovado lenguaje para poder entender. Si alguien decía "voy para abajo" es que iba al malecón o a la zona comercial del puerto, en el arroyo; y decir "voy para arriba" era que, desde la parte del puerto, iba en sentido contrario. Más bien ya se solía decir coloquialmente pa'abajo o pa'arriba, según. La Paz, pues, tenía dos pisos: la plañía baja y la alta. Vivir en El Esterito significa habitar un barrio exclusivo de pescadores, vendedores de especies marinas y artesanos de conchas, caracoles y riscos caprichosos que se expendían en calidad de souvenires paceños. Al norte de la ciudad, era una de las colonias... ¿colonias?, más bien barriales típicamente costeros como El Manglito, Pueblo Nuevo y, hacia el cerro, El Choyal, los tres arrabales de la capital que, por cierto, vivían en eterna pugna, como los perros y los gatos. Pueblo chico, lío grande.

Era ya un rito religioso de las costumbres domésticas colocar en la banqueta la poltrona por las tardes para recibir el viento que, con el mote de "Coromuel", sopla viniendo del sur, entre las cinco y las seis de las tardes mansas, sesteantes, con carantoñas al lomo, acompañando su frescura, la espátula multicolor del pintor crepuscular que embadurna con locura el lienzo del ocaso. Los paceños aseguran que el "Coromuel" es una bendición del cielo. Lo cierto es que Dios suspira. El bochorno calcinante de julio, agosto y septiembre es una idea de don Porfirio para practicar aquello de mátalos en caliente.

Con la pesadez del cuerpo, Tomás arrastraba la mecedora hasta la acera regada con agua de la artesa del lavadero, para sentir el aire fresco y, con el soplador en la mano, comenzaba la consonancia de acompasar el meneo de abanico con poltrona. Los ojos de don Tomás, pausadamente, se cerraban con el vaivén y no faltaba algún transeúnte que, de paso, lo despertara con el obligado ¡buenas tardes!. Bien sabido es que, con sólo dar el saludo, entra en ebullición la honorabi-

Page 123: Los candados del destino

lidad paceña. El viejo se desperezaba y girando violentamente su melena alborotada hacia el autor ocasional del cumplido respondía:

—Buenas tardes. Otra vez lo alertaba el vendedor de pescados que colgaba en su palanca balanceada sobre los

hombros, las sarta de barriletes, mojarras, cabrillas, cochitos, pericos, filete de mero y sierras para el ceviche.

¡Pescao... ¡ Lo volvía a perturbar el muchacho que traía en su canasto la "burrita" encargada: una botella

larga, esbelta y cristalina, con aguardiente, ahora con las almendras de los huesos de las ciruelas, con "chuniques". Junto a la diafanidad del frasco vienen las pitahayas rojas, blancas y carnosas, con su corteza forrada de pequeñas espinas conocidas como "alguates", que se pegan en el cuerpo y producen un escozor irritante en la piel. Al hacer el movimiento de amontonar el grupo de almendras en la palma de la mano y dirigirlas al interior de la boca, escuchaba:

—Papá, cómelas con miel. A las nueve de la noche, aproximadamente, después de tomar la cena, de conversar e

introducir, de tres o cuatro jalones, la poltrona hasta la sala, cerraba con pasador las dos hojas de la puerta.

Las fiestas del centenario no tuvieron ningún lustre significativo, porque, en primer lugar, todavía gobernaba el coronel García Martínez, que se caracterizó por torpe y atrabiliario. Comenzaban a gestarse problemas entre él y la compañía minera de El Triunfo. Este conflicto estalló en junio de 1900 y fue depuesto del cargo más tarde. Durante ese mismo año fue nombrado como Jefe del Distrito Sur el señor Abraham Arróniz, a quien se le habilitó con el grado de teniente coronel para que ejerciera también el mando militar, pues no era hombre de las armas. Permaneció en el asiento hasta 1902 en que fue enviado al Norte. Fue entonces cuando llegó el general Agustín Sanginés que ejerció por varios años. Fue un político honesto y diligente, con ánimos de progreso, muy distinto a los anteriores. Se observaron realmente cambios y mejorías.

Don Tomás ya no contaba los años, sino los meses y días. Cuando llegaba un periódico, revista o información sobre el avance mundial, le encomendaba a Mauricio que le leyera las novedades que habían ocurrido en la Gran Bretaña.

Page 124: Los candados del destino

—Te tengo noticias, papá, escucha. Es un diario de hace un año, —daba vuelta a las páginas de

un magazine tabloide y leía: el Conde von Zeppelin inauguró una aeronave con esqueleto de aluminio que hizo su primer vuelo con el nombre de dirigible. Acá hay otra: un vapor alemán también realizó la travesía más corta por el Atlántico. Acá hay una más: una empresa francesa fabrica el primer automóvil, equipado con volante, en lugar de poste de dirección.

¡Qué curioso —dijo para si, sorprendido— la locomoción alborota los principios del siglo! Cuando Mauricio volvió la vista para seguir la lectura, vio que, sobre el sillón de tijera, estaba

su padre profundamente dormido. Pasó un fragmento de vida sedentario como fiera en una madriguera. Pasaron cuatro, cinco,

diez años en sacar la poltrona, meter la poltrona, tomar sus alimentos, dormir la siesta en las tardes y comer las dotaciones de almendras que cada lunes le llevaban de El Esterito. Los años iban de largo, como esperanzas cansadas —solía decir.

Le había repetido a Mauricio con severidad en el ceño: —Cuando Dios se acuerde de mí, en el fondo de mi maleta está la placa de cedro que, hasta

entonces', debes mirarla. —Bueno, la miro, y luego qué hago con ella. —Lo sabrás, hijo, lo sabrás.

Un día, dobló con el mayor cuidado todas sus prendas escasas que conservaba hacía tiempo y las colocó dentro de la valija, como quien va a emprender un inminente viaje. Lustró con betún los zapatos y los puso en una bolsa a la que dio una vuelta por la boca, como a una gallina por el cogote. Al darse cuenta de que una dé sus camisas tiró el botón vanguardista, bajó una caja de encima de la repisa, sacó de , ella aguja e hilo que siempre tenía enhebrado, y con ellos cuidadosamente cosió la prenda para luego reintegrarla al equipaje. La cajita del costurero ocupó otra vez el sitio al lado de su compinche, el reloj. Hacía seis años que vivían juntos en amasiato. Tomó la ropa sucia que estaba en el cajón de la cama, para lavarla. Después de restregarla, la puso a secar en el tendedero. Al rato cogió la escoba para barrer el cuarto.

—Los viejos somos tan altos, tan enormes —exclamó— que no cabemos en ninguna parte. Introdujo en un sobre las perlas que conservaba desde Loreto, lo cerró por el pegamento y le

puso el nombre de sus nietas, con letras párvulas, trémulas: María y Refugio. Las monedas de su cartera con

Page 125: Los candados del destino

algunas libras que reservó desde Londres, las guardó en una bolsita a la que escribió el otro nombre: Manuel, su nieto. Al final quitó las fundas de las almohadas, las enjuagó con jabón y las puso al sol para que sirviera de fuego para el secado. Tomó una ducha y se rasuró la barba con la navaja de afeite. Con vaselina en su pelo logró asentar cabellera y pelambre y se fue a zarandear a la acera. Parecía disfrutar la precaria claridad que, entre el manchón de sombras, se iba perdiendo.

Comenzaba un crepúsculo denso con tonalidades distintas por el ropaje de nubes que bajaban, por el Este, en rápido descenso. El esplendor anticipaba un poniente de luto cenizo. Paulatinamente se mezclaba en un crespón de áurea chapa que dejaba ver dardos aislados del astro rey que se cubría con unas sábanas grises. Tomás, desde su acera, podía admirarlo todo. Su casa estaba distante doscientos metros del mar por donde el sol se introduce en la cama individual del horizonte. Salvo la construcción de enfrente que funcionaba como un murete, el ocaso constituía un panorama de lujo. En sus narices entraba como moneda en la alcancía. En lugar de manifestar asombro ante el radiante espectáculo, se puso triste.

A la mañana siguiente se extrañaron de que Tomás no despertara. Tocaron a su puerta y no obtuvieron respuesta, pero estaba, sin embargo, sin seguro. Dieron vuelta a la perilla y lo encontraron cubierto por las frazadas de siempre, con los párpados hundidos y con las manos puestas sobre el pecho. Delataba la posición de un sueño profundo. Al llamarlo por su nombre —temerosos— movieron varias veces el cuerpo— y, ni así pudieron borrar la sonrisa socarrona que quedó impresa, congelada, en la mirilla ladeada de unos labios desmayados. Estaba ya muerto.

Después de haber sepultado los restos de don Tomás, Mauricio buscó al albañil para que levantar el túmulo que cubriría su tumba. Se acostumbraba, entonces, un montículo geométrico ,de prisma rectangular, como una pieza mortuoria al aire, a la intemperie, con la parte superior ligeramente inclinada como para resbalar la lluvia. Era lo último por definir con unos cuantos ladrillos y una torta de cemento que, en su derredor, le daban un helénico pulimento de una plana escrupulosa.

Buscó luego —se acordó— la placa aquella que estaba en el interior de la maleta donde acomodó la ropa que dejó trasfigurada. Hurgó entre todas ellas y encontró el cuadro de cedro, tan secreto, de

Page 126: Los candados del destino

forma oblonga, café, que siempre iba a todas partes. La sacó, la leyó y cayó. Una diáfana gota se hinchó dentro de su mirada. Mandó hacer el crucifijo, lo crosoteó, y lo colocó en la cabecera. Lo hizo Pepe, el carpintero aquel que amartajó la caja de muerto. Le recomendó que fuera del color del ébano mismo para que hiciera juego. Cuando estuvo terminada se llevó consigo la placa y pidió al artesano clavarla en el centro del vértice que forman rectos los dos brazos trasversales. La postrer voluntad de su padre.

Era su epitafio que, como buen grabador, ranuró con los instrumentos de carpintero. Lo traía desde que decidió dejar el barco británico de la auténtica Armada Invencible, allá en San José del Cabo y decía:

Thomas E. Taylor nació en Londres en 1818 y murió aquí.

Page 127: Los candados del destino

Esta es una publicación de EDICIONES SUDCALIFORNIANAS

Se terminó de imprimir en diciembre de 2000

CÓDICE - Xalapa, Ver. Fueron 1000 ejemplares