LOS DOMINIOS DEL ONIX NEGRO - LA CONEXION de Adriana Gonzalez Marquez - Primer Capitulo

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Para cualquier joven, cumplir dieciocho años es algo muy importante: significa convertirse en mayor de edad e iniciar una nueva etapa en la vida. Para Vanessa, representó transitar por la Elevación e iniciar su entrenamiento, pues las profecías la señalan como la única capaz de impedir que Arématis se apodere del alma de los habitantes de los Dominios del Ónix Negro. Ahora Vanessa no sólo tiene sobre sus hombros la responsabilidad de llevar a los paladines a la victoria: deberá, además, liberar a Erick del calabozo de Arématis y encontrar los pedazos restantes del Ónix antes de que el atroz y seductor villano lo haga, aunque eso signifique visitar lugares que nunca hubiera imaginado, como el Reino Unido, donde descubrirá que las cosas (y las personas) no siempre son lo que parecen. El alma de muchas personas está en juego, y ella es la única capaz de ponerlas a salvo. Por si fuera poco, la chica tiene un dilema muy grande: ¿qué deberá ponerse para su primera cita con el dueño de sus sueños?

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CApítulo 1

Alcancé a agacharme tras una enorme roca, recargando mi espalda contra su dura superficie, al instante en que un roble —ramas, hojas y raíces

incluidas— pasó volando por donde mi cabeza había estado unos segundos antes, y se estrelló contra una hilera de pinos que se encontraba frente a mí, que de inmediato sucumbió ante la fuerza con la que el árbol había sido arrojado. Unos pinos se doblaron a la mitad y otros más cayeron al piso en medio de estruendosos golpes.

—¿Te encuentras bien? —gritó una voz masculina a unos metros de dis-tancia.

—Define bien —contesté, a pesar de que no alcanzaba a ver a mi inter-locutor.

—Completa y consciente.—Sí y sí.—¡Entonces levanta tu delicado traserito y ven a ayudarme! —una serie

de rugidos interrumpió nuestra inusitada conversación. Tomé aire un par de veces y me puse de pie de un salto, brincando sobre la roca que había sido mi escudo momentáneo, y con las espadas curvas desenfundadas me abalancé hacia el monstruo deforme y gigantesco que se encontraba más cerca.

El Vandenécum se había girado e intentaba arrancar otro árbol para arro-jarlo contra mí, por lo que aproveché su momento de distracción y, con un giro de mis manos, fui capaz de enterrarle las armas en la espalda tan profun-damente que los mangos apenas si sobresalían de su piel grasienta y negra.

—¡En los ojos, Vanessa! ¡Clávalas en los ojos!—¡Ya lo sé!—¿Y qué esperas?—Por si no te has dado cuenta, estoy algo ocupada —grité la última frase

mientras intentaba rescatar mis espadas curvas de los músculos del mons-truo. Extraje una de ellas y utilicé la otra para colgarme del cuerpo amor-fo de la bestia, sintiendo cómo se removía y se agitaba; mientras intentaba deshacerse de mí se zarandeaba de un lado al otro. Enterré la espada libre

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contra su hombro y después utilicé la que seguía en su espalda como escalón, colgándome de su grueso cuello al tiempo en que con los pies extraía mi arma y la hacía volar encima de mi cabeza. La alcancé en el aire con una sola mano y, apoyando mis piernas en los omóplatos del Vandenécum, me lancé hacia adelante hasta quedar sentada sobre sus hombros, con mis muslos a los costados de su gigantesca y calva cabeza. El monstruo continuaba agitándose y zarandeándose, intentando hacerme caer con sus movimientos, al tiempo en que alzaba los brazos y trataba de pegarme con los puños. Alcancé a des-viar un par de sus golpes agachándome en los momentos exactos, y la tercera vez fui capaz de sacudir mi espada de tal manera que le cercené tres dedos de la mano izquierda. Soltó un rugido espantoso que retumbó en todo mi cuerpo, pero aproveché su distracción para extraer la espada que continuaba en su hombro y, con un solo movimiento, enterré ambas armas en los ojos del Vandenécum, que dejó escapar un aullido de dolor y comenzaba a desva-necerse hacia adelante. Logré saltar antes de que cayera en el suelo húmedo en medio de un golpe sordo, con agilidad para aterrizar en cuclillas junto a su cabeza.

Sonreí y, sintiendo esa descarga de adrenalina que sólo produce la vic-toria en una batalla, arranqué mis espadas de sus ojos al tiempo en que un líquido viscoso escurría de las cuencas vacías y ensuciaba las brillantes hojas de mis armas.

—¡Agh, asqueroso! —exclamé, buscando algo a mi alrededor para poder limpiarlas—. ¿Ves lo que ocasionaste? —le grité a la bestia muerta a mis pies.

—Ahm. ¿Princesita? ¡Esto todavía no acaba!Alcé el rostro para ver cómo Matheo se enfrentaba a dos más de aquellas

repugnantes criaturas; brinqué al Vandenécum que había matado y en se-gundos llegué hasta donde se encontraba el paladín, alzando mis espadas al avanzar para poder herir a uno de los monstruos mientras me acercaba. Le propiné dos profundas cortadas en el estómago a uno de ellos, antes de que éste levantara un brazo y me golpeara en el pecho, con lo cual logró aventar-me por los aires hasta que un árbol detuvo mi trayectoria. Chocó mi espalda contra el tronco y sentí cómo el oxígeno abandonaba mis pulmones. Caí al suelo sin dejar de escuchar los sonidos de la lucha, pero cerré mis ojos para concentrarme y canalizar mi espíritu hacia los lugares de mi cuerpo que no parecían querer reaccionar.

—¿Qué haces ahí sentada? ¡Levántate y ayúdame! —gritó Matheo en medio de jadeos.

—¿Y qué crees que he estado haciendo? —contesté mientras encontraba las fuerzas para ponerme de pie—. ¿Echándome una siesta? ¡Ya maté a uno! ¿Qué me dices de ti?

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—¿Contando éste? —exclamó el paladín al momento en que sus espadas se enterraban en los párpados de otro de los Vandenécums—. ¡Tres!

—Oh.—Vanessa… —murmuró con impaciencia.—¡Ya voy, ya voy! —dije, y corrí hacia el último monstruo, impulsando

mis brazos con la energía de mi alma hasta arrojar ambas espadas en su di-rección.

La primera dio en el blanco, clavándose directamente en su ojo derecho, y la otra falló por unos centímetros, enterrándosele en la mejilla; pero con una fue suficiente, pues el Vandenécum cayó de rodillas, retorciéndose en medio de aullidos agónicos. Matheo se acercó hasta el monstruo y le propi-nó la estocada final, silenciando sus gemidos al instante. Caminé lentamen-te hasta llegar a su lado, recuperé de inmediato mis espadas para después buscar algo con que limpiar sus hojas de la sangre oscura y viscosa de los Vandenécums.

Un trueno resonó sobre nosotros al momento en que un rayo surcó los oscuros cielos, viajando de nube a nube e iluminando nuestro alrededor du-rante una fracción de segundo.

—¿Qué haces? —me preguntó el paladín, dedicándome un gesto entre confundido e impaciente.

—Quiero limpiar mis espadas.Su rostro fue presa de la desesperación al escuchar mi respuesta; tomó

ambas armas de mis manos y, sin la menor delicadeza, las colocó en sus fun-das antes de mirarme con molestia.

—No seas infantil —dijo, y me dio la espalda para entonces comenzar a avanzar; le saqué la lengua sin que me viera, comportándome como una chiquilla malcriada. En instantes me crucé de brazos y, sin decir nada, esperé hasta que Matheo se diera cuenta de que no caminaba tras él.

—Comenzará a llover en cualquier instante. Tenemos que buscar refugio rápido, a menos que quieras dormir a la intemperie en medio de una tor-menta —ni siquiera se había dado vuelta al pronunciar aquellas frases, aún andando entre los cuerpos de los Vandenécums muertos, los árboles destro-zados y las rocas que nos habían ayudado a escudarnos. Pataleé un par de veces por el simple gusto de hacer una rabieta y finalmente lo seguí.

Caminamos durante unos minutos antes de que la lluvia nos alcanzara, por lo que tuvimos que acelerar el paso en busca de algún sitio que pudié-ramos usar como resguardo. El problema era que, por más que avanzába-mos, no dábamos con ninguna ladera o montaña que contara con cuevas que sirvieran para nuestros propósitos.

—Vas a tener que hacer algo, princesita. No llegaremos muy lejos así.

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Me mordí el labio inferior, no deseando aceptar en voz alta que Matheo tenía razón, pero sabiendo que así era. Estaba cansada, adolorida y empapa-da, y una noche bajo la lluvia no era mi idea de un buen descanso.

—¿Por qué no usamos un hechizo de transportación para encontrar al-gún sitio donde descansar?

El paladín me dirigió una mirada algo impaciente:—Para poder transportarnos, necesitamos saber hacia dónde vamos. La

naturaleza responde a nuestro llamado, pero de no saber guiarla, lo único que lograríamos sería movernos de un lado al otro sin rumbo fijo.

—Oh —Matheo frunció el entrecejo ante mi respuesta, pero ya ninguno de los dos agregó más. Suspiré y, sin dejar de caminar, abrí mis palmas y las dirigí al suelo, para recurrir al Espíritu de la Naturaleza en busca de alguna señal bajo el piso; sin embargo fue hasta después de un par de kilómetros que por fin recibí respuesta: bajo nuestros pies comenzaba un área hueca, una serie de cavernas subterráneas de las cuales podríamos hacer uso. Tanteé la energía con mi alma hasta encontrar una abertura en el suelo, cerca de un grupo de arbustos que protegían una entrada natural al sitio.

Guié a Matheo hasta allí y con ayuda de las espadas fuimos deshaciéndo-nos de la maleza hasta dar con la grieta de no más de un metro de ancho, que ante la oscuridad parecía contar con kilómetros de profundidad.

—Después de ti —le dije al paladín con una sonrisa mordaz.—Cobarde —contestó burlón; abrí la boca ante la sorpresa y el enojo,

pero él no me dio tiempo de responder, pues en instantes ya se había sumer-gido por aquella hendidura. Lo escuché aterrizar de pie sobre el piso unos segundos después, por lo que me imaginé que la gruta no era tan profunda como había supuesto. Lo seguí un momento más tarde y quedé en cuclillas dentro de aquella densa oscuridad.

—¿Estás bien? —Sí, ¿tú? —le pregunté, pero un resoplido irónico fue la única respuesta.Murmuró unas cuantas palabras que no alcancé a distinguir con claridad,

pero me imaginé que había llevado a cabo un hechizo de visión, el cual, ahora que lo pensaba, nunca me había tomado el tiempo de memorizar por completo. Eres la Elegida, idiota, dijo mi mente con impaciencia, no necesitas de eso, nunca has necesitado de hechizos, ¿recuerdas? Sonreí con autosuficiencia.

—¿De qué te ríes?No respondí, simplemente me concentré con rapidez y, en segundos, ma-

terialicé dos antorchas en mis manos; las encendí con un rápido hechizo de fuego, y en cuanto estuvieron listas le arrojé una al muy sorprendido paladín, que la atrapó en el aire sin dejar de observarme con el entrece- jo fruncido.

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—Y tú que no querías que yo viniera contigo —murmuré con sorna al tiempo que comenzaba a internarme en la caverna.

Matheo soltó un bufido molesto, pero me siguió sin agregar nada, mien-tras que yo dedicaba una rápida mirada a mi alrededor; las paredes de la cueva parecían brillar de manera extraña al entrar en contacto con la suave luz de las antorchas, pero al verme imposibilitada para distinguir con clari-dad el origen de aquellos reflejos, permití que mi mente vagara, recordando los acontecimientos de hacía un par de días, durante los cuales el paladín me había ordenado que permaneciera en la Jungla de Morarye, mientras que él —y sólo él— iba en busca de Erick. ¡Sí, claro! Como si yo hubiera permitido que eso sucediera.

Dejé que mi mente se aislara en los recuerdos, de la misma manera en que los dos continuábamos internándonos más profundamente en la caverna. Cuando Erick desapareció al final de la batalla en la Montaña del Gigan-te, una incontrolable desesperación y una paralizante impotencia me habían invadido, mismas que me impedían pensar con claridad e idear un plan para recuperarlo.

Lórimer y Matheo habían logrado extraerle más información importante al desalmado que habíamos capturado, quien nos dijo que Arématis man-tendría a mi paladín en alguno de sus territorios dentro de los Dominios Inexplorados, puesto que los Páramos Perdidos ya no eran del todo segu- ros —desde mi ingreso a ellos, hacía ya varios meses—. Pero fuera de eso, mi mente se había bloqueado por completo, negándose a cooperar conmigo en el intento por conservar la cordura e idear algo para poder rescatar a mi paladín. No comía, no dormía, no lograba mantenerme quieta en ningún lu-gar y en ningún momento, por lo que, en cuanto mis heridas sanaron, pasé la mayor parte del tiempo entrenándome en las habilidades del espíritu y en las de combate, sin permitirle a mi mente, cuerpo y alma que descansaran ni por un segundo. Sabía que mis amigos se preocupaban por mí, pero en lugar de recriminarme preferían pasar el tiempo a mi lado, auxiliándome durante los ejercicios e intentando concebir un plan para dar con la localización exacta de Erick.

Fue hasta la noche del tercer día que mi cuerpo finalmente se rindió. Me encontraba en la cámara del Círculo de Paladines, escuchándolos in-ventar una estrategia para recuperar Iezú Dal y la Isla de Karnath, cuando mi mente sucumbió al cansancio y me quedé profundamente dormida. En ese momento no supe quién se encargó de alzarme en vilo y llevarme hasta la habitación privada de Matheo —después me enteré de que había sido el Magistrado Zareck—, en donde dormí durante horas, presa de terribles pe-sadillas y sueños extraños y confusos que involucraban a Erick, a Arématis y

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a Belyan, así como una serie de parajes tenebrosos que no lograba reconocer. Sin embargo, fue gracias a esos sueños que logré visualizar el camino a seguir para encontrar a Erick, como si de alguna manera hubiera presenciado lo que él había vivido y, de cierta forma, mi paladín estuviera comunicándose conmigo, para indicarme el recorrido para llegar a él.

A la mañana siguiente, desperté exhausta por las pesadillas, pero con renovados ánimos por tener ya una noción del lugar al que debíamos ir. Me bañé y me vestí con rapidez, y en minutos salí de los aposentos en busca de mi persona de mayor confianza: Matheo, a quien encontré en uno de los pa-tios de entrenamiento asistiendo a un grupo de aspirantes que llevaba a cabo sus ejercicios de combate en aquel momento.

—Tenemos que irnos —exclamé al llegar a su lado, entorpeciendo el en-trenamiento al instante en que todos se giraban para mirarme.

Matheo me observó con seriedad y pude darme cuenta de que se había sentido un poco molesto ante la interrupción pero, al reconocer la urgencia en mi mirada, dio un par de instrucciones a los ofuscados aspirantes, para después dar media vuelta y seguirme hasta el interior de uno de los recintos:

—¿Qué sucede?—Sé dónde está. Tenemos que irnos.—¿Sabes dónde está? ¿Cómo? —me preguntó con premura y confusión.—Larga historia. ¿Seguro que quieres perder el tiempo con eso ahora?Meneó la cabeza como si intentara aclarar sus ideas:—Pues sí, sí quiero perder el tiempo ahora, así que explícate.Le conté acerca de las pesadillas, de los lugares que los sueños me habían

mostrado una y otra vez, junto con la presencia de Arématis, de mi paladín y de su hermano; mientras tanto, Matheo negaba con la cabeza y se mordía los labios en un gesto que no reconocí.

—Tiene que estar cerca de los Páramos Perdidos. No sé dónde con exac-titud, pero es alguno de esos dominios. Puedo sentirlo —finalicé.

—Es muy arriesgado, Vanessa. Ni siquiera sabes a dónde te diriges. De-beríamos estudiar los mapas, descifrar exactamente qué haremos y a dónde tenemos que enfilar.

—¡No podemos darnos el lujo de perder más tiempo, Matheo! ¡Ya han pasado cuatro días!

—¡Lo sé, princesita! ¡No eres la única que se preocupa por Erick! —me-neó nuevamente la cabeza—. Pero entiende que debemos pensar antes de actuar, ¿no te das cuenta de que esto podría ser una trampa?

—Es que es una trampa, de eso no me queda la menor duda. Arématis sabe que iré tras Erick, y así pretende matar dos pájaros de un tiro.

—¿Y entonces?

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—Entonces iremos preparados, armados; seremos sigilosos y contaremos con la ventaja de la sorpresa… pero tenemos que hacer algo pronto.

—¡Bien! —me gritó—. Pero insisto en que primero debemos estudiar los mapas. Quiero que me digas exactamente qué es lo que viste para localizar los dominios con precisión —estuve a punto de negarme, a sabiendas de que mi espíritu sería el que me guiaría, pero él detuvo mis palabras con un gesto de su mano—. ¡Desperdiciaremos aún más tiempo si nos perdemos! Prefie-ro dedicar un par de horas a analizar los mapas, que malgastar un par de días en dominios que no conocemos —suspiré, aceptando que él tenía razón, por lo que caminamos hasta la Biblioteca Secreta de los Paladines y comenzamos a revisar los enormes pergaminos que contenían vagos esquemas de los do-minios inhabitados y sin explorar.

Vereny nos encontró ahí, por lo que de inmediato le informé de lo que sucedía. La paladín asentía y me dedicaba apenas unas cuantas miradas —desde lo sucedido con Belyan se sentía tan culpable, que no soportaba cruzar sus ojos con los míos—. Después de ponerla al tanto de todo, salió de la biblioteca con instrucciones de dar a conocer lo acontecido al Círcu- lo de Paladines, mientras que Matheo y yo comenzábamos a idear un plan que nos permitiera rescatar a Erick sin que Arématis terminara por captu-rarnos también a nosotros dos.

Decidimos hacer uso de la menor cantidad de portales que nos fuera posible, puesto que su utilización y energía podrían ser detectadas por Aré-matis; así que la mayor parte del recorrido tendría que ser a pie, por lo que debíamos estar preparados para una excursión bastante larga y agotadora. Estuvimos listos en menos de una hora; empacamos morrales de viaje con provisiones y una cobija cada quien, nos armamos con dagas, arcos, flechas y nuestras espadas, y avanzamos hasta la cámara del Círculo.

Generalmente —de acuerdo con lo que había aprendido durante mis lec-ciones— las misiones debían ser expuestas al Círculo de Paladines para que ellos dieran su aprobación, pero la verdad era que en aquel instante ni a Matheo ni a mí nos interesaba obtener su permiso. Nos encontrábamos ante ellos por mera formalidad, para hacerles saber lo que haríamos, pero sin importar lo que nos dijeran… Aunque, a pesar de ello, su respuesta me tomó totalmente por sorpresa.

—Es un caso perdido. No accederemos a que lleven a cabo su defectuoso plan —fue Thiala la que habló, lo cual me desconcertó sobremanera, pues ella había sido una de las paladines que antes me había apoyado.

—Es imperativo que rescatemos a Erick, ¿es que no lo comprenden?—Comprendemos que es importante para ti, Elegida, ya que él es tu pro-

tector y tu amigo —murmuró Dezlan, que ese día había decidido salir por

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primera vez de sus aposentos desde la pérdida de su mano—. Pero éste es el momento de redefinir nuestras prioridades y lamento mucho decirte que Erick no se encuentra al tope de ellas.

—Tal vez no de las suyas, pero es la más importante para mí.—Elegida, los paladines saben qué hacer en caso de ser capturados —ex-

plicó Thiala— y entienden que no siempre habrá misiones de rescate que nos distraigan de batallas con mayor jerarquía.

—¡Por todo lo que es sagrado, Thiala! ¡Tú mejor que nadie deberías com-prenderlo! —intervino entonces Matheo, sorprendiéndome con el tono de voz que utilizó con la paladín, casi como si le hablara a un familiar en lugar de a su superior.

—Lo comprendo perfectamente, Matheo, pero te repito que nuestras prioridades son otras. Ya va siendo tiempo de que madures.

—¡Al diablo con la madurez! ¿Es que no lo entienden? —espetó mi amigo con impaciencia—. Sé que muchos de ustedes no lo creen, pero por mucho que se aferren a negarlo, aquí estamos hablando del último descen-diente de Oriel. Debería ser su prioridad el encontrarlo y traerlo de vuelta con bien.

—Tal vez lo sea, tal vez no —Zareck intervino con un encogimiento de hombros—. Pero, como dice Thiala, hay cosas más importantes que debe-mos contemplar, misiones de mayor peso que deben ser llevadas a cabo.

Mi furia iba en aumento.—Pues adelante, pero no cuenten conmigo —dije, provocando una olea-

da de jadeos sorprendidos y reprobatorios—. En realidad, vine aquí por res-peto hacia ustedes, no para obtener su autorización. Iba a pedirles que nos permitieran llevar con nosotros a un par de paladines más, y tal vez a un cerrajero, y para hacerles saber que nos marchábamos. Pero ya veo que no obtendré nada de este recinto… Suerte en sus misiones. Espero que nos de-seen lo mismo a nosotros y espero que podamos reunirnos pronto… todos… —finalicé. Estaba por marcharme cuando vi que Matheo no se movía.

—Esto es un error —murmuró, observando a paladines y cerrajeros.—Matheo, el error no es nuestro —contestó Zareck, que parecía hacer

uso de toda su fuerza de voluntad para controlar el enojo—. ¿Estás seguro de lo que haces? ¡Después de todo por lo que has pasado finalmente tienes un futuro brillante aquí, muchacho! ¡Estás a punto de convertirte en Dó-mine Espiritual! ¿Y vas a tirar todo por la borda para ayudar a una niñita testaruda y a un paladín rebelde?

La sonrisa de Matheo provocó estremecimientos por doquier, hasta en mí.

—Siempre hay una primera vez para todo —dijo, y se dio media vuelta,

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por lo que en segundos salimos del recinto. Escuché cómo un par de voces gritaban nuestros nombres, pero Matheo y yo seguimos caminando hasta llegar a sus aposentos, que era donde habíamos dejado los morrales.

—Estas personas te necesitan, Vanessa. Creo que será mejor que per-manezcas a su lado —murmuró él al momento en que ingresábamos a la recámara.

—¿Perdón? —genuinamente creí haber entendido mal.—Yo iré por Erick, tú quédate a auxiliarlos. Vimos ya que no saben lo

que hacen.—Bromeas, ¿cierto? No puedes estar hablando en serio.—Erick lo sabía cuando se negó a ser parte del Círculo. Lucian lo enten-

día también. Todos esos paladines son muy viejos ya. Mucho discurso y poca acción. No puedo creer que Thiala… —suspiró sin terminar la frase y se colgó el morral a la espalda antes de volverse para mirarme—. Tú te encar-garás de cambiar esa situación, de crear un plan apropiado de batalla para recuperar los dominios perdidos. Sin ti, dentro de dos semanas continuarán encerrados en la cámara y sin llegar a nada.

—¡Al demonio con eso! Ni tú solito te crees tanta palabrería —le grité sin ser capaz de creer lo que me decía.

—Hablo en serio, princesita. Te quedarás, los ayudarás y así te mantendré alejada de Arématis en lo que yo rescato a Erick.

Abrí mucho la boca ante el golpe de la comprensión:—¡Eso es lo que sucede! No quieres que vaya para no ponerme en peli-

gro, para mantenerme lejos de Arématis.—¡Por supuesto, Vanessa! —me gritó Matheo aceptando la verdad—.

No quise decir nada para no contradecirte antes, pero ellos tienen razón. Tus prioridades deberían ser otras.

—Mi prioridad es Erick.—¡Y yo lo rescataré por ti! ¿Qué más quieres? ¡Eres demasiado impor-

tante como para arriesgarte a ser capturada!—No, Matheo, no. A mí no me dejas aquí.Me dedicó la sonrisa más astuta que he visto en mi vida.—¿Quieres apostar? —dijo, y me cargó colgándome de su hombro para

después arrojarme a la cama y en instantes salir corriendo de la habitación; me tomó un par de segundos reponerme de la sorpresa inicial, y me puse de pie al escuchar cómo echaba el cerrojo a la puerta. Corrí hasta ahí y comencé a golpear la madera con puños y piernas, mientras lo escuchaba reír al tiem-po en que alguien llegaba hasta su lado.

—¿Qué sucede? —la voz de Lórimer sonaba opaca gracias a la puerta que nos separaba.

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—No la dejes salir de ahí hasta mañana. Tengo que estar lo suficiente-mente lejos para que no me dé alcance.

—¡Matheo! ¡Sácame de aquí! ¡Ahora!—¡Petición denegada, princesita!—¿De qué se trata todo esto? —la voz confundida de Lórimer otra

vez.—Luego te lo explicaré —fue lo último que escuché. Entonces el silen-

cio roto sólo por las fuertes pisadas de Matheo al comenzar a alejarse me inundó.

Me concentré con rapidez, canalizando la fuerza del espíritu hasta mi pierna derecha, y en cuanto estuve lista le propiné una enérgica patada a la puerta, que voló hasta estrellarse contra la pared de enfrente. Salí de in-mediato para encontrarme con un muy confundido Lórimer y con un muy sorprendido Matheo. Me crucé de brazos y alcé una ceja sin dejar de mirar a mi amigo con el más agudo enojo:

—¿Alguna otra brillante idea que tengas para detenerme?Matheo soltó una carcajada:—Erick intentará matarme cuando sepa que te puse en peligro.—Pues va a tener que hacer fila, porque primero te mato yo si sigues con

tus estupideces.Finalmente la seriedad regresó al rostro del paladín:—Es muy peligroso, Vanessa. Es demasiado arriesgado y tú eres dema-

siado importante.—¿Es éste el rostro de alguien a quien le interesa todo eso? —dije, se-

ñalando mi cara con un dedo; me di media vuelta, entré a la recámara por mis cosas y, por último, comencé a avanzar por el largo pasillo—. Dile al Círculo que lamento lo de la puerta —exclamé, dirigiendo mis palabras a Lórimer—. Diles también que pagaré por los daños en cuanto regrese de haber rescatado a Erick.

—¿Van por Erick? —nos gritó el paladín, pero ya ninguno de los dos contestó. Minutos más tarde, salimos finalmente de los cuarteles.

Y ahora nos encontrábamos aquí, mojados, cansados y completamen-te malhumorados, después de internarnos en territorios sombríos dentro de una imponente caverna que parecía no tener fin. No sé por qué, pero de repente me dio la sensación de que caminábamos en el interior de la boca de un gigantesco monstruo, que aguardaba pacientemente para devorarnos sin el menor esfuerzo.

Avanzamos aproximadamente tres kilómetros hacia el interior de la cueva hasta que Matheo se dio por satisfecho; acomodó la mochila sobre el suelo y se volvió hacia mí:

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—Aquí podemos pasar la noche; creo que es seguro, pero aún así debe-ríamos hacer guardias. Yo tomaré el primer turno.

Asentí, imitando sus movimientos. No creía que me pudiera dormir en aquel momento, pero no tenía ganas de discutir, así que permanecí en si-lencio mientras él juntaba ambas antorchas, en un intento por erigir una pequeña fogata que nos proporcionara algo de calor.

—Podría crear algo de fuego —le dije en un murmullo, mientras me des-hacía del chaleco y lo acomodaba sobre una roca para que se secara, pero el paladín negó con la cabeza sin mirarme, aún acomodado en cuclillas frente a la improvisada fogata.

—No quiero que te agotes. Seas la Elegida o no, la energía de tu alma no es infinita, y después de la pelea contra los Vandenécums, tiene que recar-garse un poco.

—No sería problema. Tan sólo necesitaría darle el tamaño preciso y en-cerrarlo en una especie de campo protector para no acabar con la caverna llena de humo.

Finalmente, Matheo alzó la vista y asintió:—Bien. Tú invoca el fuego y yo me encargaré de controlarlo.Así lo hicimos, por lo que diez minutos más tarde una extraña bola de

luz naranja brillaba entre nosotros; yo había creado las llamas y el paladín las había cubierto por una delgada membrana de energía espiritual que la mantenía flotando junto a nosotros y nos proporcionaba más calor y luz que las antorchas. Fue hasta entonces que por fin descubrí el origen del brillo en los muros del lugar: piedras preciosas. Miles de piedras preciosas multi-colores incrustadas en las paredes de la cueva irradiaban destellos a nuestro alrededor y reflejaban su centelleo en todas direcciones.

—Oh… por… Dios —murmuré asombrada, girando la cabeza de un lado al otro, sin creer lo que mis ojos estaban viendo.

Cuando mi mirada regresó a Matheo, vi que me observaba con una pe-queña sonrisa burlona:

—Sé que las mujeres del Dominio Exterior adoran las piedras, pero nun-ca creí que fueras una de ellas.

—¡Es que son piedras preciosas!—Lo sé.—¡Piedras preciosas!Soltó una carcajada:— Sí, ¿y?—¿Cómo que y? —yo prácticamente gritaba, sin saber si golpearlo o reír

junto con él.Lo vi encogerse de hombros antes de responder:

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—Las “piedras preciosas”, como ustedes las llaman, no son tan preciosas en los Dominios del Ónix Negro. En realidad, son extremadamente comu-nes… Y son sólo rocas.

—Pero… —me encontraba tan confundida que no sabía ni lo que de- seaba preguntar—. ¿Quieres decir que no son valiosas aquí?

—Nop.—¿Y qué hacen con ellas?Una carcajada más:—Nada.—¿Nada?—Bueno, eso no es del todo cierto. Generalmente las usamos en el Do-

minio Exterior. Algunas veces los paladines necesitamos incursionar a sus países en nuestras misiones y hemos descubierto que el dinero abre muchas puertas.

—Sí, eso tenlo por seguro.—Así que las utilizamos para comprar propiedades o vehículos, pero

aquí no tienen ningún valor. Insisto, son sólo rocas.—¿Y entonces qué clase de economía rige en los dominios?—El trueque, en su mayoría.—¿Trueque? —aquella idea me sonaba tan anticuada que no pude evitar

la inflexión burlona en mi voz, pero a Matheo no pareció importarle mucho pues simplemente me sonrió.

—Así es, princesita. Trueque de servicios, de comida, de animales, de tierras y de productos útiles —agregó ahora siendo él quien se burlaba—. No de piedras, metal o papel. ¿Para qué demonios querría yo una moneda? ¿O una joya? No me va a alimentar, no me proporcionará un techo o una cama.

Alcé las cejas al entender que tenía razón y era yo quien sonaba ilógica, así que en aquel momento preferí dar el tema por terminado, eligiendo preocu-parme por otras cosas, como la incomodidad que proporcionaba mi ropa mojada. Me puse de pie, intentando decidir si quitarme o no los pantalones y las botas frente a Matheo. Aún contaba con la protección de la camisa, pero ésta también estaba empapada y no era muy larga, por lo que no alcanzaría a cubrirme ni la mitad de los muslos… Pero tenía tanto frío que era indispensa-ble que me deshiciera de la ropa mojada si no quería acabar con hipotermia.

Saqué la cobija del morral, la cual permanecía seca y suave al tacto. Alcé el rostro y descubrí que Matheo comenzaba a desnudarse también, aunque él parecía no sufrir el ataque de pudor que me asaltaba a mí. Se había qui-tado el chaleco y las botas, y ahora se encontraba frente a mí con el pecho desnudo y abriendo tranquilamente los botones del pantalón. Abrí la boca sin ser capaz de desviar la vista, apreciando el muy bien formado cuerpo

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masculino que iba apareciendo ante mis ojos y preguntándome dónde se encontraría la marca de su espíritu. El paladín acababa de desabrocharse el pantalón cuando se dio cuenta de mi escrutinio, por lo que inmediatamente giré el rostro, al tiempo en que sentía que me sonrojaba.

—Puedes ver, a mí no me molesta —dijo con voz risueña y burlona.—Pues a mí sí. No vaya a ser que creas que debo regresarte el favor.Rió con fuerza:—Eso tampoco me molestaría.—No tienes vergüenza.—No, pero por lo visto tú tienes suficiente para los dos… Ya puedes

mirar —agregó. Por un instante no me atreví a alzar la vista, pero cuando lo hice me di cuenta de que se había enredado la manta alrededor de las cade-ras y ahora tomaba asiento junto a la fogata.

—Tu turno —me dijo.—Voltéate, por favor.—Estoy muy cómodo así, gracias —le dediqué una mirada furibunda

pensando en arrojarle algo a la dura cabezota pero, en lugar de perder el tiempo, tomé mi cobija y avancé hasta una gran roca que me serviría de biombo. Lo escuché reír al tiempo en que me deshacía de toda la ropa mo-jada. Me quité todo a excepción del medallón y del brazalete que me había regalado Max, y envolví mi cuerpo en la enorme manta para después emer-ger. Acomodé mis prendas extendidas junto al fuego y en segundos tomé asiento en el lado opuesto a él.

Matheo continuaba sonriendo burlón, pero entonces su sonrisa se fue perdiendo al ver cómo yo no dejaba de temblar.

—¡Por todo lo que es sagrado, princesita! ¿Por qué no me dijiste que te estabas congelando? —exclamó con una mezcla de enojo y preocupación, poniéndose de pie hasta llegar a mi lado, en donde se sentó e inmediatamen-te me encerró entre sus brazos.

—¿Qué haces? —le pregunté, notando que mis dientes chocaban unos con otros.

—Intento hacerte entrar en calor —contestó, frotando mi espalda con una mano y mis brazos y mis piernas con la otra, haciendo fricción con sus palmas sobre la cobija—. Haz uso también de la energía de tu espíritu, antes de que termines con pulmonía.

Obedecí de inmediato; pronto sentí cómo poco a poco la tibieza iba re-corriendo mis extremidades y, sin ser capaz de notar el momento en que sucedió, me quedé profundamente dormida entre los brazos de Matheo.

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