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Antología del Cuento Realista Español. Siglo XIX

ANTOLOGÍA DEL

CUENTO REALISTA ESPAÑOLSIGLO XIX

IEES SEVERO OCHOA. TÁNGER

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Antología del Cuento Realista Español. Siglo XIX

Los cordobeses en Creta

Juan Valera

(Novela h istór ica a galope)

Sr. D. Miguel Moya.

Mi distinguido amigo: Para El Liberal del domingo próximo me pide usted amablemente que escriba yo algo sobre las cosas que en las antiguas edades, pasaron en la isla de Creta. Grande, es mi deseo de complacer a usted, pero tropiezo con dos dificultades. En breves pa-labras, y ciñéndome a lo consignado por mitólogos e historiadores, ¿qué podré yo decir que tenga alguna novedad, que no sea un extracto de lo que ellos dijeron, y que no esté mejor dicho en cualquier Diccionario enciclopédico? Y si acudo a mi imaginación y añado con ella algo a lo ya sabido, no tendrá consistencia ni se entenderá lo que yo añada, si lo ya sabido no se pone por base, lo cual no es posible que quepa en una o dos columnas del apreciable periódico que usted dirige. De aquí que ni de una suerte ni de otra pueda yo escribir con acierto para el fin que usted quiere. No es esto, sin embargo, lo que más me aflige. Lo que más me aflige es que, desde hace muchísimos años, desde antes que hubiese pensado yo en escribir novelas de costumbres del día, se me había ocurrido escribir una novela histórica so-bre Creta, y hasta había forjado el plan, aunque confusa y vagamente. Hubiera sido mi novela un pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza. Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y, formar un inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia. Hoy, por mi desgracia, además de la paciencia, me falta la vista. No puedo consultar la multi-tud de librotes, antiguos y modernos, y escritos en diferentes lenguas, de donde sacaría yo el color local y temporal que mi proyectada obra requiere. La obra, pues, tiene que quedarse en

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proyecto. Y ya que en proyecto se queda, para libertarme de su obsesión y para probarle a usted que si no puedo, quiero darle gusto, voy a poner aquí el proyecto en muy breve resu-men.

* * *

En el reinado de Alhakem I, por los años 218 de la Égira, había en Córdoba un rico mer-cader llamado Abu Hafáz el Goleith, natural del cercano lugar de Fohs Albolut. En su bazar, situado en una de las calles más céntricas, se veían reunidos los más preciosos objetos de la industria humana, así de lo que en nuestra península se producía como de lo traído de remo-tas regiones, de Bagdad, de Damasco, de Bocara, de Samarcanda, de la Persia, de la India y del apenas conocido inmenso Imperio del Catay. Abu Hafáz tenía naves propias, que iban a los puertos de Levante a proveerse de mercancías.

En una tarde de primavera entró en el bazar de Abu Hafáz una dama tapada, acompaña-da de su sirvienta. Aunque él no le vio la cara, admiró la gracia y gallardía de su andar, la es-beltez y elegancia de su talle, cierto inefable prestigio seductor que como nimbo luminoso la circundaba, y la aristocrática belleza de sus blancas, lindas y bien cuidadas manos.

La dama quiso ver cuanto de más rico en el bazar había. Abu Hafáz, lleno de complacen-cia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el mostrador, mil extraños primores en jo-yas y en telas. Ella no se saciaba de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo:

-Aun no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi tienda atesora.

-¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras? -dijo ella.

-Porque soy interesado y no quiero trabajar en balde. Muéstrame tú la cara y yo en pago te enseñaré mis mejores riquezas.

La dama no se hizo mucho de rogar. Apartó el rebozo, y dejó ver el más bello y agraciado semblante que el mercader había podido ver o soñar en toda su vida. Agradecido y entusias-mado, trajo entonces perlas de Ormuz, diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos, sino de hadas y de genios.

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De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.

-Es tan cara -dijo el mercader- que acaso no quieras o no puedas pagarla; pero si tienes buena voluntad, la tela te saldrá baratísima.

-Acaba. Di lo que me costará la tela.

-Pues un beso de tu boca -replicó el mercader.

Enojada la dama de aquella irrespetuosa osadía, se cubrió el rostro, volvió las espaldas a Abu Hafáz y salió del bazar seguida de su sierva.

Quiso el mercader seguirla para averiguar dónde moraba y quién era; pero la dama había desaparecido en el laberinto de las estrechas calles.

Pintaría luego la novela el furioso enamoramiento de Abu Hafáz y su desesperación du-rante cinco o seis días, a pesar de mil cuidados y misteriosos asuntos que le preocupaban y ocupaban.

Al cabo la sierva viene al bazar y le dice que su señora no puede dormir ni sosegar, pen-sando siempre en la tela y anhelando poseerla; que cede, por lo tanto, y que al día siguiente, al anochecer, vendrá al bazar con mucho recato y dará por la tela el precio que se la pide.

La dama acude en efecto a la cita. El mercader averigua entonces que está en el harén del sultán, de donde ella ha salido a hurtadillas, mientras el sultán está en la sierra cazando jabalíes. Ella se llama Gláfira. Es natural de una pequeña aldea situada en la falda del monte Ida. Aunque su familia era pobre, presumía de alta y antigua nobleza. Su estirpe se remonta-ba a las edades míticas. Contaba entre sus antepasados curetes y dáctilos ideos, de los que tejiendo danzas guerreras al son de los clarines y, al estruendo de sus broqueles heridos por el pomo de las espadas rodearon a Zeus cuando niño, e impidieron que Cronos le oyera y le devorara.

En su agreste retiro la familia de Gláfira se había resistido a hacerse cristiana y guardaba vivos y frescos por tradición los recuerdos del paganismo. Hasta se jactaba de poseer virtudes mágicas y prendas sobrenaturales, adquiridas por iniciación en venerandos y primitivos misterios. Afirmaba Gláfira que uno de sus progenitores había sido Epiménides,

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sabio, legislador, poeta y profeta, diestro en el arte de suspender la vida, permaneciendo ale-targado en profundas cavernas para conocer por experiencia el sesgo y tortuoso curso que llevan al través de los siglos los sucesos humanos.

Gláfira había perdido el secreto de las artes mágicas, pero tenía no pocas habilidades. Cantaba o recitaba mil antiguas leyendas en verso de las edades divinas, de héroes y semi-dioses: de la venida de Europa a su isla, del furor amoroso de Pasifae y del triunfo y de la perfidia de Teseo. Y bailaba aún, según ella aseguraba, la misma ingeniosa danza que Dédalo compuso para la princesa Ariadna de las trenzas de oro.

Acusado de hechicero y de gentil, y huyendo de la intolerante persecución religiosa, el pa-dre de Gláfira salió de Creta con su hija. Anduvo errante por varios países y al fin murió, de-jándola abandonada. Vagando como Io, Gláfira llegó a Hesperia, sin Argos que la vigilase, pero también sin tábano o estro que la picase. No tenía más estro que su voluntad ambicio-sa.

Alhakem, encantado y seducido por su talento y por su hermosura, la había hospedado en su alcázar. Ella soñaba con ser la favorita y la reina en el imperio de los Omniadas.

El irresistible capricho de poseer la tela y cierto anhelo casi inconsciente que le había in-fundido el joven mercader atrajeron a Gláfira y la impulsaron a dar el precio que se le pedía.

Llama más ardiente y más dominadora encendió el beso en el corazón de Abu Hafáz en vez de aquietarle. Él era atrevido y capaz de arriesgarlo y de aventurarlo todo, confiado en la pujanza de su ánimo y juzgándose con bríos para allanar montes de dificultades. Resolvió, pues, guardar a Gláfira en su casa como prenda suya, sin soltar la esclava para que no des-cubriese el secuestro.

Al saber la determinación de Abu Hafáz, Gláfira se enfurece; dice que la que espera ser reina de Hesperia, de las islas adyacentes y de parte del Magreb, no puede resignarse a ser esposa o amiga de un mercader cualquiera, de un plebeyo renegado de la vencida y domina-da raza española. Considera además delirio lo que Abu Hafáz pretende. Pronto llegaría a sa-berlo el sultán y tomaría cruda venganza. En su rabia Gláfira insulta a Abu Hafáz y quiere ma-tarle con un puñalito que lleva en la cintura. Él la desarma y la paga su beso y sus insultos con un beso de vampiro. Se le ha dado en el blanco cuello, y a la luz de una lámpara, en un espejo de acero bruñido, hace que ella mire la huella que en su cuello ha dejado.

-Es el sello -le dice- de que eres mi esclava.

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Gláfira tenía un círculo amoratado de la extensión de un dirhem.

-Más de un año -dijo Abu Hafáz- tardará en borrarse ese signo. ¿Cómo has de atreverte a volver con él a la presencia de tu antiguo amo? Ya eres mía, pero antes de que se borre la marca con que te he sellado conquistaré un trono y serás reina conmigo.

* * *

Hacía poco que Alhakem había hecho jurar a su hijo Abderahman como Valialahdi o suce-sor en el Imperio. El hijo cuidaba de todo, mientras que el padre se entregaba a los placeres y sólo intervenía en el gobierno cuando le agitaban sus dos más tremendas pasiones: la ira y la codicia. El pueblo gemía agobiado por enormes tributos y vejado y humillado por la guardia personal del príncipe, compuesta de mercenarios esclavos, de eunucos negros y de tres mil muzárabes andaluces. Una reyerta entre gente del pueblo y varios cobradores de tributos, sostenidos por hombres de la guardia del rey, promovió un motín que fue sofocado mientras que Alhakem estaba de caza. Volvió de ella, y dejándose llevar de su crueldad, dispuso que crucificasen a los diez principales promovedores del motín.

Tiempo hacía que se conspiraba contra Alhakem. El horroroso espectáculo de los diez ajusticiados excitó la compasión y el furor del pueblo. La conjuración estalló prematuramente. La rebelión fue vigorosa. Casi todos los muladíes o renegados españoles tomaron parte en ella. Abu Hafáz los dirigía y capitaneaba. Esto fue al día siguiente del secuestro de Gláfira. La guardia del rey y los demás armados de la guarnición fueron dos o tres veces vencidos y re-chazados, teniendo que refugiarse en el alcázar. La muchedumbre le sitiaba y se aprestaba a dar el asalto. Alhakem receló que aquello iba a ser el fin de su reinado y de su vida. Llamó a su paje favorito, le hizo verter sobre su cabeza y sus barbas un pomo de olorosas esencias para que por su fragancia se le reconociese entre los muertos, y salió a morir o a vencer a los rebeldes.

Por orden de Alhakem vadeó el Guadalquivir un buen golpe de sus guerreros, fue a caer sobre el arrabal de los muladíes, que estaba del otro lado del río, y le entregó al saqueo y a un voraz incendio. Los muladíes vieron las llamas y el humo; pensaron que ardían sus casas y tal vez sus mujeres y sus hijos, y abandonaron la pelea para acudir a socorrerlos. La batalla

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entonces se convirtió en derrota y en atroz carnicería y matanza de los muladíes, atacados por todas partes, así por los que mandaba Alhakem como por los que, atravesando el puen-te, volvían del arrabal después de haberlo incendiado.

Vencido Abu Hafáz, tuvo bastante fortuna y presencia de espíritu para poder escapar con no pocos de los suyos, con lo mejor de su tesoro y llevando a Gláfira consigo. Corriendo mil peligros y venciendo mil obstáculos, llegó Abu Hafáz hasta Adra. Allí tenía diez grandes naves suyas. Se embarcó en ellas y abandonó a España para siempre.

Alhakem, después de la victoria, aun castigó fieramente a los rebeldes. Más de cuatro-cientas cabezas de los que habían caído vivos en sus manos aparecieron cortadas y clavadas en sendas estacas en la orilla del Guadalquivir. Después quiso mostrarse clemente, porque no había de matar millares de personas; pero las expulsó de España a millares. Unas fueron a Marruecos y poblaron un gran barrio de la ciudad de Fez. Otras emigraron más lejos y se establecieron en Egipto.

Abu Hafáz, entre tanto, con sus naves y con los más valerosos entre los forajidos, se hizo pirata.

Aquí entraba en mi plan una serie de aventuras y de incursiones en la Provenza, en Cer-deña, en las costas de Calabria y en otras comarcas.

Abu Hafáz, cargado de botín y con mayor número de naves y de gente que se le había allegado, aporta a Alejandría. Merced a las discordias civiles que allí hubo entonces, logra apoderarse de aquella ciudad magnífica y la conserva durante algún tiempo. El califa de Bag-dad envía contra él un poderoso ejército. Abu Hafáz se defiende, y si bien capitula y abando-na la ciudad, es después de una capitulación honrosa y lucrativa, recibiendo cuantiosa suma por el rescate.

Con veinte naves y con unos cuantos cientos de guerreros, Abu Hafáz se dirigió, por últi-mo, a Creta. Llevaba siempre consigo a Gláfira, mantenía su promesa jactanciosa de hacerla reina, y ahora esperaba hacerla reina en su patria, mucho antes de que se le borrase el apa-sionado signo de esclavitud que le había puesto en el cuello. Creta estaba en poder de los bi-zantinos cuando los forajidos andaluces desembarcaron en sus costas.

Aquí pensaba yo lucirme describiendo las bellezas naturales de la isla, sus antiguallas, sus famosas ciudades, como Gnosos y Gortina, los vestigios del Laberinto donde estuvo encerra-do el Minotauro, los esquivos lugares en que los dáctilos y los curetes bailaban sus danzas

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guerreras en torno del futuro monarca de los hombres y de los dioses, la sagrada caverna en que durmió su sueño secular Epiménides, y el punto en que se embarcó Ariadna con el falaz e ingrato Teseo, que luego la abandonó en Naxos, de donde la sacó en triunfo el dios Diti-rambo con toda aquella comitiva estruendosa de faunos y de ménades, que tan gallardamen-te nos describen los poetas.

Sería menester relatar también cómo los guerreros de Abu Hafáz, después de saquear al-gunos lugares de la isla, quisieron abandonarla para no tener que luchar con el ejército del emperador de Grecia, y cómo Abu Hafáz, precediendo en esto a los catalanes en Galípoli y a Hernán Cortés en México, hizo incendiar las veinte naves, para que no quedase otro recurso que vencer o morir a la gente de armas que llevaba consigo.

Pintaría yo, por último, la guerra sostenida contra los soldados del Imperio griego y cómo fueron vencidos.

Abu Hafáz entonces se enseñorea de la isla toda y pone su trono y la capital de su domi-nio en una fortaleza, fundada por él y cuyo nombre fue Candax. Así borró por espacio de si-glos su antiguo nombre a la isla que vino a llamarse Candía.

Gláfira fue reina, como Abu Hafáz se lo había prometido. La marca no desapareció hasta mucho después que Gláfira había subido al trono. Y el hijo de Gláfira y su nieto y su biznieto reinaron en Creta, porque su dinastía duró dos o tres siglos.

Todo esto contado aquí a escape, tal vez no tenga chiste; pero yo creo que dándole la debida extensión e iluminándolo eruditamente con los colores locales y temporales de que ya he hablado, sería divertidísima novela, y pondría además de realce la hazaña de los andalu-ces, musulmanes entonces en vez de ser católicos, y que fueron los primeros en llevar a Cre-ta el islamismo, de que ahora con tanta razón quieren los cretenses libertarse. Dios se lo conceda y a mí la gracia de no haber fastidiado a los lectores de El Liberal con este a manera de aborto de mi seco ingenio. Válgame por disculpa que lo hago por complacer a usted.

Madrid, 1897.

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Las medias rojas

Emilia Pardo Bazán

Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un ciga-rro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la ha-bía tostado el fuego de las apuradas colillas. Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda "de las señoritas" y re-vuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cose-cha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insóli-ta: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón... -¡Ey! ¡Ildara! -¡Señor padre! -¿Qué novidá es esa? -¿Cuál novidá? -¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade? Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir. -Gasto medias, gasto medias -repitió sin amilanarse-. Y si las gasto, no se las debo a nin-guén. -Luego nacen los cuartos en el monte -insistió el tío Clodio con amenazadora sorna. -¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.

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Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hir-sutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba: -¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autori-dad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parro-quias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emi-grar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habíansalido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía: -Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condena-da? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tie-nes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes... Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas ma-necitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El ca-chete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de pun-tos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrú-pulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilita-do de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera. Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía. Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.

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Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa...

"Por esos mundos", 1914.

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Un poco de cienciaEmilia Pardo Bazán

  Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre -cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado- me obligaba a residir. El sa-bio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provin-cia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la conside-ración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo. He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una es-pecialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Re-nacimiento, el sabio es todo lo contrario: el "varón de muchas almas", la enciclopedia encua-dernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrar-se en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta ca-silla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo. Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta, aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de sangre de lo que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce escepticismo en lo que respecta a la infabilidad de los demás especialistas en los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia se divide, como torta cortadita en trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y consuelo de igno-rantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una parra, cuyas uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y confianzudas, nos mi-raban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en seguida entre cañas y espadañue-las. Caldereta reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por la idea de que también estas eminencias de extranjis, trompeteadas y célebres, se equivocan como

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cada hijo de vecino, como puede equivocarse la notabilidad de campanario que vegeta en el rincón silencioso de un pueblo, igual que las ranas en su palude, croando a la luna. -Si, sí -repetía-. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Champollion, del gran preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló, mediante ellos, el misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora tan oscuro como están los códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico: una de esas historias que recuerdan a veces, al final de las sesiones académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días ha vuelto a salir a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao, fabricados ayer por un falsi-ficador y consagrados un momento por todo el areópago de los inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo... La cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la primera del mundo. Diariamen-te recibía el director del Museo fardos y cajas conteniendo momias, diosecitos, collares, obje-tos encontrados en las sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos misteriosos. Al punto los copiaba exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan modesto se ganaba el pan. Y he aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega un papiro con infinitos garabatos y dibujos. -Agradeceré -advirtióle- que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo convi-dado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que antes que nadie vea la nueva remesa y la traduzca. Cargó el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso dio principio a su la-bor... Y he aquí que, por culpa precisamente de los nervios, alterados con la prisa, da un ma-notón involuntario, y el tintero, enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de papiro que el escri-ba, con su delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos miles de años... Era un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal. Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba la tinta, borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo. "¿Qué hacer? -pensó el mísero-. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el sus-tento de sus hijos?" El mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros, justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto acudió la idea, salvadora acaso! "Desde que copio estas malditas tiras -pensó-, ¿no he notado que son todas iguales? Hila-das y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de escarabajos, de cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de Champollion viene a comer; por muy sabio que sea, después de comer no va a ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá echar un sue-

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ñecito, o fumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba, al menos mien-tras digiere! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre con la nariz so-bre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el tintero..., y malo será que, por lo menos, no les quede la duda..." Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho -pues él no entendía palabra de lo que copiaba diariamente-, de ibis, cocodrilos, escarabajos sagrados y cruces con asa... Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al director, que estaba en gran conferencia con el propio Champollion, comentando los recientes envíos. -Bueno -exclamó el director, bondadoso-; hoy come usted con nosotros... Es muy justo... Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres -a los amargos postres-, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque el director, fro-tándose las manos, ordenó: -Ahora, enséñele usted al señor de Champollion la sorpresita... Con manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más echarse de rodillas, confe-sar, pedir misericordia? Champollion, reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con la mano, y se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él comprensi-bles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la respiración congojosa del falsario, a pique de ser descubierto... De pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo... Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la inscripción que no existía!... -"A la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo..." El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el último jeroglífico! -Y ahí tiene usted -añadió Caldereta- por lo que he llegado a desconfiar de la ciencia y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no puede ocurrir con una lá-pida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso no cabe falsificación... ¡Las lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!

"La Ilustración Española y Americana", núm. 31, 1909.

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Antología del Cuento Realista Español. Siglo XIX

  Sin quererEmilia Pardo Bazán

Ocurren en el mundo cosas así; se diría que la casualidad, inteligente, se complace en arre-glarlas... o en desarreglarlas. En el presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Ro-zas y Culás de Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las proe-zas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se hubiesen encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás. Cierto que concurrían a las mismas fiestas; es indudable que allí pudieran haberse tropeza-do; imposible negar la hipótesis; pero fuese porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado. Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra con Culás de Bonsende, y las respectivas pa-rroquias ya lo hallaban extraño, shocking, diríamos si el ambiente no lo vedara. Los que conocen tan sólo a la España superficial y epidérmica creen que esto de la guapeza y la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol, las naranjas y las palmeras. Los valientes, que comparten con el buen vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en pandereta, pero no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido en tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones achican a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma retórica de los guapos. Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se propusieron tomar el pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno había escabechado a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un fortín, rechazando a cuatrocientos de negrada. -Y tú, ¿qué hiciste, gallego? -preguntaron, irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios. -¿Yo? -respondió él, levantando la cabeza-. Yo..., ¡morrín en todas las batallas! No sé si serían capaces de esta homérica respuesta Juaniño y Culás; pero si lo eran de re-petir, a su modo, el célebre reto del Romancero: Y siquiera salgan tres, y siquiera salgan cuatro, y siquiera salgan cinco; y siquiera salga el diablo...

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cantando en tono irónico, de desafío, al pasar de noche por el sitio más oscuro, requiriendo la garrota claveteada: Yo soy hombre para dos... Esta noche ha de haber leña...

o cualquiera otro de los retos que atesora la musa popular. No obstante, por muchas canciones que den al viento, es imposible probar la guapeza can-tando; llega un día en que es preciso también solfear, y de firme. Los gallegos guapos, profe-sionales, tienen, respecto a los andaluces, la desventaja de trabajar para un público más es-camón, crédulo solamente en lo supersticioso, y de tejas abajo, desconfiadísimo. Por algún tiempo se sostendrá una reputación sin pruebas positivas; al cabo habrá que darlas, o caer del pedestal entre solapada burla. Juaniño y Culás llegaron a comprender que el hecho de no haberse afrontado los comprometía seriamente ante los mozos rifadores, los sesudos viejos petrucios, las mociñas, hipócritamente cándidas y las viejas medrosicas, que a todo se per-signan exclamando: -¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene! Las dos parroquias tenían su honor; el consabido honor de andar a porrazos, puesto en manos de Culás y de Juaniño, sus campeones; no era cosa de sufrir que lo empañasen no ad-ministrándose una rociada de las de padre y muy señor mío, con el fin de aquilatar cuál de las dos parroquias, la de la tierra baja o la de la alta, la ribereña o la montañesa, puede pre-ciarse de tener hombres más hombres, ¡rayo! Ya principiaba en las romerías el juego de dichos, insultillos y burletas. Como los héroes de Homero, los mozos de Rozas y de Bonsende se ejercitaban en la inventiva, esperando el ins-tante en que Aquiles se midiese con Héctor. Había risotadas ofensivas, fumaduras de tagarni-na impertinentes, escupiduras de costado y puños que apretaban mocas y cardeñas, o que, con sentido más modernista, se deslizaban en la faltriquera, cerciorándose de que estaba allí, cargado y brillante, el revólver... Porque estos adelantos de la civilización han llegado a las idílicas aldeas, y el comercio de navajas y armas de fuego es activo y fructuoso, y cada noche, en las carreteras, resuenan detonaciones, no se sabe contra quién... A la salida de misa, funcionaban activamente las lenguas. Se convenía en que si Juaniño y Culás no se daban prisa a despachar aquel cuento, sería difícil, en la primera fiesta, contener a los demás mozos, impedir que se enredasen, según andaban de alborotados... Y todos convenían en que, a suceder tal desdicha, muchos emplastos había que aplicar al día siguien-

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te y no pocos pesos que aflojar para que se certificasen de leves y curables, en cortos días, heridas gravísimas, y evitar que más de cuatro rapaces de bien fuesen "echados" a presidio... En vista de esto, Culás, el más vivo de los dos guapos, vio claramente que no era posible retrasar el encuentro; había llegado la hora... Como el matador remolón en la plaza de toros, sintió la voluntad colectiva sustituyéndose a su voluntad personal, y decidió, aquella misma tarde, decirle dos palabrillas a Juaniño, que tornaría de la feria por el camino del crucero. Bajo el crucero mismo se apostó, encendiendo un papel y sacando fumadas lentas, con ademán despreciativo. Lo que pensase en su alma Culás de Bonsende, eso lo sabrá Dios, pues sabe hasta lo que la policía ignora; pero el gesto era gallardo, la mano no temblaba, ni en el tostado semblante había rastro de palidez. Las patillas rojas del mozo relumbraban como hilado cobre a los últimos rayos del sol, y sus ojos verdes, de gato joven, relucían fie-ros. Volvía Juaniño de la feria cabalgando un jaco peludo que acababa de mercar. Como era un mocetón hercúleo, las piernas casi le arrastraban, porque el fracatrús pertenecía a la exigua y resistente raza del país. Al oír las pisadas del caballejo, Culás tiró el cigarro y empezó a silbar, desdeñoso, atrave-sándose en el angosto camino. Y como Juaniño, sin hacer caso del obstáculo, intentase pa-sar, el de a pie abrió los brazos y gritó ásperamente, con claridad y estridencia de gallo arro-gante: -¡Ey! ¡No se pasa! ¡Bajarse del caballo, que aquí está un amigo! La salvaje ironía de la última frase fue bien comprendida... Juaniño pensó para su chaqueta: "Vamos... No hay remedio... Milagro que no fue antes..." Pausado, frío, descabalgó y amarró al castaño más próximo su ridícula montura. No había pronunciado palabra, ni Culás añadió ninguna a las ya articuladas. Así que sujetó al jaco, vol-vióse, y preguntó lacónico: ¿Qué se ofrece? El ademán fue la respuesta... Culás hacia molinetes con su garrote en el aire. Juaniño asintió. No valía aplazar. No sentía, en el fondo de su alma, ni chispa de malquerer contra Culás. No mediaba ni una rapaza bonita, ni un vaso de vino, ni una brisca mal jugada. No pleiteaban. No se habían hablado. Y era necesario que se agarrasen. Lo exigía el honor de dos parroquias. El único honor que ellos conocían. Y cayeron el uno sobre el otro. Juaniño, especie de gigantón, parecía deber llevar ventaja; sólo que Culás era más ágil, más diestro. Sin sospechar ni en el nombre del jiu-jitsu, poseía sus tretas. Asestó cierto golpe al tórax ancho, y Juaniño se tambaleó, aturdido, pronto a des-plomarse. Más antes tuvo tiempo de descargar, maquinalmente, el puño sobre la cabeza de su adversario, que se doblegó como un muñeco de goma.

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Ambos cayeron al suelo. Volvieron a erguirse. La lucha se reanudó entre sofocadas interjec-ciones. Se habían propuesto no emplear armas. No era cosa para dejar el pellejo. ¡Si no se querían mal! Pero al recibir otro porrazo cruel en la cara, Culás, viendo estrellas y círculos rojos ante sus pupilas cegatas, echó mano al cuchillo... ¡Juaniño se derrumbó! No hubo sangre. La heri-da sangraba por dentro. Culás se alzó. Él, en cambio, estaba como un carnero degollado: por narices y boca arrojaba hilos purpúreos. Corrió a lavarse en una fuente. Y corrió más después, porque comprendía que, no se sabe cómo, había matado a un hombre, y la justicia le echaría mano... No quedaba más recurso que esconderse unos días, arreglar en Marineda el asunto y embarcar para Bue-nos Aires. "Blanco y Negro", núm. 954, 1909.

Pardo Bazán, Emilia.- Cuentos de la tierra.

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La BuenaventuraPedro Antonio de Alarcón

No sé qué día de agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto desarrapado y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en un flaquísimo y destartalado burro mohino, cu-yos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo, y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura que quería ver al Capitán General.

Excusado es decir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes, antes de llegar a conocimiento del Excmo. Sr. D. Eugenio Portocarrero, Conde de Montijo, a la sazón Capitán General del antiguo reino de Granada... Pero como este prócer era hombre de muy buen hu-mor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno... con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al gi-tano.

Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y, poniéndose de rodillas, exclamó:

-¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

-Levántate: déjate de zalamerias y dime qué se te ofrece... -respondió el Conde con aparente sequedad.

Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

-Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales.

-¿Qué mil reales?

-¡Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.

-¡Pues qué! ¿Tú lo conocías?

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-No, señor.

-Entonces...

-Pero ya lo conozco.

-¡Cómo!

-Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto; traigo las señas y pido mi ganancia.

-¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el Capitán General con un interés que se sobrepuso a sus dudas.

El gitano se echó a reír, y respondió:

-¡Es claro! Su merced dirá: «Este gitano es como todos y quiere engañarme ¡No me perdone Dios si miento! Ayer vi a Parrón.

-Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo a ese bandido sanguinario que nadie conoce ni ha Podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras a algunos pasajeros Y después los asesina; pues dice que los muertos no hablan Y que ése es el único medio de que, nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?

El gitano se volvió a reír, y dijo:

---¿Y no sabe su Merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros? Repito, mi general, que, no sólo he visto a Parrón sino que he hablado con él.

-¿Dónde?

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-En el camino de Tózar

-Dame pruebas de ello.

-Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos Una cruel sospecha me tenía desazonado. «¿Será esta gente de Parrón? (me decía a cada instante). ¡Entonces no hay remedio, íMe matan! Pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.

Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, Y, dándome un golpecito en el hombro Y sonriéndome con suma gracia, me dijo:

-Compadre, ¡yo soy Parrón!

Oír esto Y caerme de espaldas todo fue una misma cosa.

El bandido se echó a reír.

Yo me levanté desencajado; me use de rodillas, Y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

-¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera sino tenía gana de encontrate el gitanico para decirte la buenaventura Y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?

El Conde de Montijo no pudo contener la risa... Luego preguntó:

-Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo?

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-Lo mismo que su merced: reírse a todo trapo.

-¿Y tú?

-Yo, señorico, me reía también, pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

-Continúa.

-En seguida me alargó la mano, y me dijo:

-Compadre: es usted el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo usted me ha hecho reír, y si no fuera por esas lágrimas...

-¡Qué, señor! ¡Si son de alegría!

-Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado... Pero despachemos. ¡Eh! ¡Muchachos!

Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fue un abrir y cerrar de ojos.

-¡Jesús me ampare! -empecé a gritar.

-¡Deteneos! -exclamó Parrón---. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.

-Un burro en pelo.

-¿Y dinero?

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-Tres duros y siete reales.

-Pues dejadnos solos.

Todos se alejaron.

-Ahora dime la buenaventura -exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.

Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

-Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!

-Eso ya lo sabía yo... -respondió el bandido con entera tranquilidad-. Dime cuándo.

Me puse a cavilar.

Este hombre (pensé) me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después empezará la sumaria...

-¡Dices que cuándo? -le respondí en alta voz-. Pues mira: va a ser el mes que entra.

Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.

-Pues mira tú, gitano... -contestó Parrón muy lentamente-. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre.

-¡Muchas gracias! -dije yo en mi interior---. ¡Me perdona... después de muerto!

Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón

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montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales...

-¡Vamos, ya comprendo... (exclamó el Conde de Montijo): Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas ... !

-¡Todo lo contrario, mi general! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.

II

Pasaron ocho días sin que el Capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura, cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.

-Sepa usted -me dijo- que el jefe se va al infierno de vez en cuando y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.

A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho la buenaventura a todos los ladrones, pronosticándoles que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.

Pero excuso decir que nunca faltaba a mi lado un par de centinelas.

Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día, a las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, Cuyas lamentaciones partían el alma:

-¡Dadme mis veinte duros! -decía-. ¡Ah, si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos! ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma con que podríamos vivir este invierno!... Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y

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pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! Dádmelos, por los dolores de María Santísima!

Una carcajada de burla contestó las quejas del pobre padre.

Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado, porque los gitanos también tenemos familia...

-No seas loco... -exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador---. Haces mal en pensar en tu dinero cuando tienes cuidados mayores en qué ocuparte...

-¡Cómo! --dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos.

-¡Estás en poder de Parrón!

-Parrón... ¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.

-Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos, y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos.

-Voy a aprovecharlos... Oídme por compasión!

-Habla.

-Tengo seis hijos... y una infeliz... diré viuda... pues veo que sois peores que fieras... 'Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah, perdón... no sé lo que me digo! Caballeros: ¡alguno de ustedes será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre viendo morir a los hijos de sus entrañas diciendo: tengo hambre... tengo frío? Señores: ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos!... ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!

Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara... ¡Qué cara!...

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¡Se parecía a la de los Santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores!...

Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros... y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla...

-¿Qué dijo? -preguntó el capitán general, profundamente afectado por aquel relato.

-Dijo: -Caballeros: lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón... -¡Nunca!... ¡nunca! -tartamudearon los bandidos.

-Márchese usted, buen hombre... -exclamó entonces uno que hasta lloraba...

Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.

El infeliz se levantó lentamente.

-¡Pronto!... ¡Márchese usted! -repitieron todos, volviéndole la espalda.

El segador alargó la mano maquinalmente.

-¿Te parece poco? -gritó uno-. ¡Pues no quiere su dinero! Vaya... vaya... ¡No nos tiente usted la paciencia!

El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.

Media hora había transcurrido empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón trayendo al segador en la grupa de su yegua.

Los bandidos retrocedieron espantados.

Parrón se apeó muy despacio: descolgó su escopeta de dos cañones, y apuntando a sus camaradas, dijo:

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-¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los 20 duros que le habéis robado!

Los ladrones sacaron los 20 duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía...

Parrón le dijo:

~¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de usted, nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve usted que desconfiaba de mí sin motivo!... He cumplido mi promesa... Ahí tiene usted sus 20 duros... Conque... ¡en marcha!

El segador lo abrazó repetidas veces, y se alejó lleno de júbilo.

Pero no habría andado cincuenta pasos cuando su bienhechor le llamó de nuevo.

El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.

-¿Qué manda usted? -le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia.

-¿Conoce usted a Parrón? -le preguntó él mismo.

-No lo conozco.

-¡Te equivocas! -replicó el bandolero-. Yo soy Parrón.

El segador se quedó estupefacto.

Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó rodando al suelo.

-¡Maldito seas! -fue lo único que pronunció.

En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.

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Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.

Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.

Entretanto decía Parrón a los suyos, señalando al segador:

-Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles... ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales! ... ¡Si conforme soy yo quien se lo encuentra y se entera de lo que pasaba hubieran sido los migueletes, habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel! ¡Ved las consecuencias de robar sin matar! Conque basta ya de sermón, y enterrad ese cadáver para que no apeste.

Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar, dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo...

Ya era de noche. Protegido por sus sombras, salí a todo escape y a la luz de las estrellas divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él y no he parado hasta llegar aquí...

Por consiguiente, señor, deme usted los 1.000 reales y yo diré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio...

Dictó el gitano la filiación del bandido, cobró, desde luego, la suma ofrecida y salió de la Capitanía General, dejando asombrados al Conde de Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores.

Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.

III

Quince días después de la escena que acabamos de referir y a eso de las nueve de la

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mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe, de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes, que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero-, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había, al fin, averiguado el Conde de Montijo.

El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino!

-Parece que ya vamos a formar... -dijo un miguelete a otro- y no veo al cabo López.

-¡Extraño es a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!

-¿Pues no sabéis lo que pasa? -dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación.

-¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro cuerpo?

-¡Perfectamente! -respondió el interrogado.

Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mu cho el traje de soldado.

-Conque... ¿decías ... ? -replicó el primero.

-¡Ah, sí! Que el cabo López ha fallecido... -respondió el miguelete pálido.

-Manuel.. ¿qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti...

El llamado Manuel contestó fríamente:

-Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

-¿Parrón?.. ¿Dónde?

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-¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la cuesta del Perro se ha encontrado su cadáver.

Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.

-¡Van once migueletes en seis días! -exclamó el sargento-. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos! ¿Pero cómo es que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la sierra de Loja?

Manuel dejó de silbar y dijo con su acostumbrada indiferencia:

-Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que si íbamos a buscarlo tendríamos el gusto de verlo...

-¡Camarada, disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

---¿Pues qué es Parrón más que un hombre? -repuso Manuel con altanería.

--¡A la formación! -gritaron es este acto varias voces.

Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dio un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros...

Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos, y dando un grito y un salto, como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo.

Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano...

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

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-¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! -exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

Y oficiales y sargentos y paisanos rodeaban a aquel hombre que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna.

Entretanto, Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeúntes, que viéndole correr, después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.

-¡Llevadme a la Capitanía General! -decía el gitano-. ¡Tengo que hablar con el conde de Montijo!

-¡Qué Conde de Montijo ni qué niño muerto! -le respondieron sus aprehensores-. ¡Allí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

-Pues lo mismo me da... -respondió Heredia-. Pero tengan ustedes cuidado de que no me mate Parrón.

-¿Cómo Parrón? ¿Qué dice ese hombre?

-Venid y veréis.

Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:

-Mi comandante: ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dio hace quince días sus señas al Conde de Montijo!

-¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!... -gritaron muchas voces.

-No cabe duda... -decía entretanto el comandante, leyendo las señas que le había dado el capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes ! Pero, ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?

-¡Necio de mí! -exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido-. ¡Es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

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A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.

Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer el la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón de matar a todos los que llegaban a conocerlo... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.

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¡Adiós, Cordera!Leopoldo Alas ("Clarín")

¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jí-caras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pi-nín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campe-chano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar has-ta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formi-dables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mis-mo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y mi-raba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muer-ta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sen-tada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que

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comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores boca-dos, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el delei-te del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había pi-cado la mosca.

"El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante . . , ¡todo eso estaba tan lejos!"

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acos-tumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pa-saba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del

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sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mis-mo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Roda-ban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta don-de es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encarga-dos de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les ser-vía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cui-dado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relati-vamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de pe-nuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuan-do se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera ab-

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solutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera te-nía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida en incómoda postura, velando en pie mien-tras la pareja dormía en tierra.

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Lle-gó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obliga-do, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al merca-do a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un bo-quete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

"Cuidadla; es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió ex-tenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, con-fusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los niños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertar-los a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la

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vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por per-derlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma1 del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba in-sistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba2. Hasta el último momento del mer-cado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale". Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino par la carre-tera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias3 del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho..

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, in-terrumpiendo el paso . . . Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

1  Razón o argumento aparente con que se quiere defender o persuadir lo que es falso.2 Abroqularse: mantenerse alguien firme en su posición, sus principios, etcétera.3 Territorio que está bajo la jurisdicción espiritual del cura. Iglesia.

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El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!"

Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descan-saría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.

El vìernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. An-tón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonre-ía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz . . . Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.

Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:

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-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bó-veda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos me-lancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea-.

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de va-cas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba ca-mino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

-La llevan al Matadero . . . Carne de vaca. para comer los señores, los indianos.

-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!

_ -Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo ene-migo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones . . . -¡Adiós, Cordera! . .

-¡Adiós, Cordera! . .

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Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del tren co-rreo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gri-taban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña. que dejaban para ír a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al ser-vicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se to-caron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz dis-tinta de su hermano, que sollozaba exclamando. como inspirado por un recuerdo de dolor le-jano:

-Adiós, Rosa! . . . ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma! . . .

"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos . . .

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo descono-cido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su

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canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

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Dos sabiosLeopoldo Alas (Clarín)

En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancia-nos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborre-cen.

¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa,... o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo pa-quete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.

Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el tra-to doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crian-za. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupa-dos bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos.

Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exa-cerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.

* * *

Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pia-nista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capi-lla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño hu-mano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalago-

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sos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos re-pugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo... ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!».

Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierto dueña... Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras; a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos.

Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las po-cas comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores tajadas.

El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por odioso privilegio.

Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidia-ba, despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero éste le había contestado siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdo-nado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión.

Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas pi-cantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que comer sin gana.

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-¡Ya va un toque! -decía sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del come-dor.

-¡Ya han tocado dos veces! -exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad.

Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales.

Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros emplea-dos de más categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.

* * *

En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más desfacha-tez para pedir gollerías.

También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que ocu-paba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel.

A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos y unos charlatanes... menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente.

«No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades.

«Debe de ser un profesor de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para librarse de

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curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se per-mitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!».

Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.

No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la empren-día con la Rapsodia húngara... Y allí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulte-rado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times... más que el archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódi-co de la casa que no le parecía despreciable.

«El archivero sabe inglés. ¡Pedante!».

A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para des-pachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica... ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y busca-ba el mismo lugar con igual secreto... y ¡aquello no podía aguantarse!

No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a es-paldas de la casa... Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su manzano..., se en-contraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.

Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.

* * *

Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía fri-to, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.

Pérez, que era un sabio hispano-americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de in-

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cógnito, a veces, para estudiar las cosas de España, sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quien él era; digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por imi-tarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares menos dignos de ser llama-dos por su nombre.

Pérez había notado también que Álvarez despreciaba o fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.

La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos.

* * *

Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la su-cesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez.

Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Álvarez... era un carácter. ¡Solemne mo-mento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza.

No se insultaron, ni se comieron la figura más que con los ojos.

El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo.

-¡Usted dirá! -exclamaron a un tiempo los sabios.

Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el que valía.

Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo.

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Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el tiem-po... pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest, no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había recibido..., y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto, ya había metido sus maletas.

Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó:

-In pari causa, melior est conditio possidentis.

Y entró y se cerró por dentro.

Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo.

En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban todos los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y buscaban los mismos sitios.

* * *

Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor y se sentó en una me-cedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos.

Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedo-ra. No se saludaron, por supuesto.

Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas.

De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado.

Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror.

Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito a su enemigo.

El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez.

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El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir:

-Pero... usted, señor mío..., ¿es... puede usted ser... el doctor... Gilledo?...

-Y usted... o estoy soñando... o es... parece ser... ¿es... el ilustre Fonseca?...

-Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador... el apóstol del maestro Gilledo... de su doctri-na...

-De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el pro-fundo, el elocuente reformador, propagandista... a quien todo se lo debo.

-¡Y estábamos juntos!...

-¡Y no nos conocíamos!...

-Y a no ser por esta flaqueza... ridícula... que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos...

-Justo, a no ser por eso...

Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los sabios.

La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda di-cho, la idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Ál-varez, respectivamente.

Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Inicia-dor Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas prehistóricas, Fonseca había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni éste envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostu-vieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, sólo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad man-

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comunada, les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de herma-nos más que de colegas.

Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera effi-gies de su amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta de-bilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma fecha... Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su destino el mismo día.

Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban... Pero tales noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos venían.

* * *

Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el se-creto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.

Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna..., sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte.

Y no se volvieron a ver en la vida.

Y cada cual se fue pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aure-lio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las co-sas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado... no había llegado a desaparecer después del infructuoso reconocimiento.

El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la corres-

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pondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido... Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.

Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente científico.

Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los ar-queólogos del mundo.

Se titulaba Una disidencia.

Y lo firmaba Fonseca. El cual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movi-do de Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol... de Oriente a Occidente...

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El dúo de la tosLeopoldo Alas (Clarín)

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con am-bos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nu-blada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, esta-ban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual

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una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, pa-rece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!»

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella com-pañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, re-sonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las

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lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecí-an.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tro-pa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acree-dor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, fa-miliarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pe-cho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público.

-El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del po-bre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

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La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más re-signada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres su-fren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor anti-guo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía to-ser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; ade-más, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Es-tamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por con-tener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; tam-bién trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

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La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar.

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cui-daría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.»

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensa-ba:

Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!... ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos...»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspon-diera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su in-tención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué?

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Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de do-lor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.

1896

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